En «Historia de los goblins que raptaron a un enterrador», Charles Dickens nos sumerge en un relato donde Gabriel Grub, un enterrador solitario y malhumorado, experimenta una transformación inesperada durante la víspera de Navidad. Mientras trabaja en el cementerio, Gabriel es abducido por un grupo de goblins que le presentan una serie de visiones que desafían y cuestionan su amargura y su percepción negativa de la vida. Este encuentro sobrenatural conduce a Gabriel a una profunda introspección y reconsideración de sus actitudes y comportamientos. La narrativa, rica en elementos fantásticos y lecciones morales, sirve como una poderosa reflexión sobre la redención y el verdadero espíritu de la Navidad. Este cuento no solo cautiva por su historia de transformación personal, sino que también se destaca por ser un antecedente directo del célebre «Canción de Navidad» (A Christmas Carol) de Dickens, donde se exploran temas similares de cambio y renovación espiritual a través de la intervención de lo sobrenatural.
Historia de los goblins que raptaron a un enterrador
Charles Dickens
(Cuento completo)
En una vieja ciudad monacal, por esta parte del país, hace mucho, mucho tiempo —tanto que la historia debe ser cierta, ya que nuestros tatarabuelos la creían—, oficiaba como sacristán y enterrador un tal Gabriel Grub. No ha de creerse que un hombre, por el hecho de ser sepulturero y estar constantemente rodeado por los emblemas de la muerte, es necesariamente una persona hosca y melancólica; nuestros enterradores son la gente más alegre del mundo, y yo mismo, en una ocasión, tuve el honor de intimar con uno, mudo, que en su vida privada y al margen de sus obligaciones era el hombrecillo más cómico y jocoso que jamás haya murmurado[1] una canción picante sin la menor laguna en su memoria, o vaciado el contenido de un vaso bien cargado sin detenerse a respirar.
Pero pese a estos precedentes en sentido contrario, Gabriel Grub[2] era un tipo irritable, terco y rudo, un hombre arisco y solitario que no congeniaba con nadie excepto consigo mismo y con una vieja botella de mimbre que fijaba al ancho y profundo bolsillo de su chaleco; un hombre que observaba cualquier cara risueña que se cruzase con tal gesto de malicia y amargura, que era difícil encontrárselo sin sentir que algo empeoraba.
Un poco antes del crepúsculo, una víspera de Navidad, Gabriel se echó al hombro su pala, encendió su linterna y se encaminó hacia el viejo cementerio. Como tenía que terminar una tumba para la mañana siguiente y se sentía muy abatido, pensó que quizá le levantase el ánimo reemprender su trabajo inmediatamente. Yendo de camino por Oíd Street, vio brillar la alegre luz de los chispeantes fuegos a través de los marcos desvencijados de las ventanas, y oyó la risa ruidosa y los gritos animados de quienes se reunían en torno a ellos; observó los bulliciosos preparativos para el banquete del día siguiente y olió las humeantes nubes que, a través de las ventanas de la cocina, traían tantos aromas sabrosos. Todo era rencor y amargura en el corazón de Gabriel Grub. Entonces, un grupo de niños que salían de sus casas cruzó la calle y, antes de haber podido llamar a la puerta de enfrente, se vieron rodeados por media docena de pequeños golfos de pelo rizado que les cerraron el paso cuando intentaban subir las escaleras que les llevarían a pasar la tarde con sus juegos navideños. Gabriel esbozó una torva sonrisa y agarró su pala con mayor firmeza, mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, la tosferina, las fiebres aftosas[3] y unas cuantas fuentes de consuelo más.
En este feliz estado mental, Gabriel continuó su camino a grandes zancadas, contestando con leves y huraños gruñidos a los saludos llenos de buen humor que le dirigían los vecinos con los que se cruzaba de cuando en cuando. Siguió así hasta adentrarse en el oscuro sendero que conducía al cementerio. Gabriel ansiaba llegar a esta vereda en sombra, porque era, dicho en confianza, un lugar encantadoramente tétrico y lúgubre, que no visitaba nadie, a no ser a plena luz del día y con el sol brillando; en consecuencia, no fue poca su indignación cuando oyó a un chiquillo bramando no sé qué festiva canción sobre una feliz Navidad en aquel mismísimo santuario, que ya se llamaba La Senda del Ataúd en los días de la vieja abadía y en los tiempos de los monjes de cabeza rapada. Al continuar Gabriel su camino y acercársele la voz, pudo distinguir que procedía de un niño que se apresuraba a reunirse con uno de los grupos de Old Street y que, en parte para sentirse acompañado, y en parte preparándose para la fecha, voceaba la tonada a pleno pulmón. Así que Gabriel esperó a que el chico llegase y entonces, escondido en una esquina, le atizó en la cabeza cinco o seis golpes con su linterna. Y según el niño se alejaba a toda prisa, con una mano en el cogote, cantando una tonada bien distinta, Gabriel Grub se rió de todo corazón y entró en el cementerio cerrando la puerta con llave tras de sí.
Se quitó el abrigo, dejó su linterna en el suelo y, metiéndose en la tumba inconclusa, trabajó en ella durante más o menos una hora de bastante buena gana. Pero la tierra estaba endurecida por el hielo y no resultaba fácil cavar y arrojarla fuera. Aunque había luna, ésta estaba poco crecida y arrojaba escasa luz sobre la tumba, que estaba justo en la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento todos estos obstáculos hubieran hecho que Gabriel Grub se sintiese taciturno y desdichado, pero se encontraba tan feliz por haber detenido el canto del chiquillo, que prestaba poca atención a sus escasos progresos y, cuando hubo terminado el trabajo por esa noche, miró dentro de la tumba con maliciosa satisfacción, canturreando mientras recogía sus cosas:
¡Un buen lugar para uno, un buen lugar para uno,
unos cuantos pies de tierra fría, cuando la vida se acaba;
una piedra en la cabeza, una piedra en los pies,
rico y jugoso banquete para los gusanos;
espesa hierba sobre la cabeza, arcilla húmeda alrededor,
un buen lugar para uno, aquí, en tierra sagrada!
—¡Jo, jo! —se rió Gabriel Grub mientras se sentaba sobre una losa que era su lugar de descanso predilecto y sacaba su botella de mimbre—. ¡Un ataúd en Navidad!, ¡jo, jo!
—¡Jo, jo, jo! —repitió una voz que sonó justo a su espalda.
Gabriel se detuvo, algo alarmado, en el momento de llevarse la botella de mimbre a los labios, y miró alrededor. El fondo de la tumba no estaba menos tranquilo y silencioso que el cementerio a la pálida luz de la luna. La fría escarcha brillaba sobre las lápidas y entre las piedras talladas de la vieja iglesia, como si de una hilera de joyas se tratase. La nieve que cubría el suelo era dura y crujiente, extendiéndose sobre los montículos de tierra como un manto blanco y suave, y parecía como si los cuerpos que ahí yacían estuviesen cubiertos tan sólo por sus mortajas. Ni el menor susurro alteraba la profunda tranquilidad de la solemne escena. El sonido mismo parecía haberse congelado, tan frío y quieto estaba todo.
—Ha sido el eco —dijo Gabriel Grub, acercando de nuevo la botella a sus labios.
—No ha sido el eco —dijo una voz profunda.
Gabriel se incorporó sobresaltado, pero permaneció clavado en su sitio, lleno de asombro y de terror: sus ojos se habían posado sobre una figura que le heló la sangre.
Sentado sobre una lápida vertical, junto a él, se encontraba una extraña figura quimérica que, según Gabriel notó en seguida, no era un ser de este mundo. Sus largas y fantásticas piernas, que podían haber llegado al suelo, estaban recogidas como en un alero y cruzadas con exquisito y fantástico primor. Sus robustos brazos estaban desnudos, y las manos descansaban sobre sus rodillas. Cubría su cuerpo redondo con un prieto ropaje, adornado por pequeños cortes. De su espalda colgaba una capa corta, cuyo cuello, hecho de curiosos picachos, servía al goblin[4] de gorguera o pañuelo;
los zapatos se enroscaban en sus pies formando largas punteras. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala ancha cual pan de azúcar[5], adornado por una única pluma. El sombrero estaba cubierto de escarcha blanca, y el goblin tenía aspecto de llevar sentado en la misma lápida, muy confortablemente, doscientos o trescientos años. Su posición era de perfecta inmovilidad y tenía la lengua fuera, como en una burla; le hacía muecas a Gabriel Grub con una expresión sólo posible en un goblin.
—No ha sido el eco —dijo el goblin.
Gabriel Grub estaba paralizado y no pudo articular respuesta alguna.
—¿Qué haces aquí en Nochebuena? —preguntó goblin con firmeza.
—He venido a cavar una tumba, señor —tartamudeó Gabriel Grub.
—Y ¿quién es el hombre que en una noche como ésta anda rondando entre tumbas y cementerios? —aulló el goblin.
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —gritó un desordenado coro de voces que pareció llenar el cementerio.
Gabriel miró temeroso a su alrededor; no se veía nada.
—¿Qué tienes en esa botella? —dijo el goblin.
—Ginebra, señor —repuso el enterrador temblando más que nunca, ya que la había comprado de contrabando y pensaba que quizá su demandante fuese del Departamento de Comercio Interior de los goblins.
—¿Quién bebe ginebra, solo y en un cementerio, en una noche como ésta? —dijo el goblin.
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —exclamaron las alborotadas voces de nuevo.
El goblin, maliciosamente, miró de reojo al aterrorizado sepulturero y, levantando la voz, exclamó:
—¿Y quién es, entonces, nuestra justa y legítima presa?
A esta pregunta el invisible coro repuso en un acorde que sonó como si una coral cantase en medio del potente crescendo de un viejo órgano de iglesia; un acorde que, al oído del enterrador, pareció arrastrado por un viento salvaje que poco después moría, pero el estribillo de la respuesta fue el mismo:
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!
El goblin hizo una mueca a Gabriel con la misma expresión de un rato antes y dijo a la vez:
—Bien, Gabriel, ¿qué dices a esto?
El sepulturero jadeó para respirar.
—¿Qué piensas de esto, Gabriel? —insistió el goblin, haciendo revolotear sus pies en el aire, a ambos lados de la lápida y mirando con gran complacencia las puntas dobladas hacia arriba, como si contemplara el más elegante par de zapatos Wellington de todo Bond Street[6].
—Es muy curioso, señor —dijo el sepulturero, medio muerto de miedo—, muy curioso y muy bonito, pero creo que debo volver al trabajo, señor, si no le importa.
—¿Trabajo? —dijo el goblin—. ¿Qué trabajo?
—La tumba, señor, cavar la tumba —tartamudeó el sepulturero.
—¡Oh!, la tumba, ¿eh? —dijo el goblin—. ¿Quién hace tumbas cuando todos los demás hombres están alegres y disfrutando?
Nuevamente las misteriosas voces respondieron:
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!
—Me temo que mis amigos te llaman, Gabriel —dijo el goblin, forzando más que nunca la forma de sus mejillas con la lengua, y era una lengua de lo más asombrosa—. Me temo que mis amigos te requieren —repitió el goblin.
—Si no le importa, señor —repuso el horrorizado enterrador—, no creo que sea posible, señor, no me conocen, señor. No creo que esos caballeros me hayan visto nunca, señor.
—¡Oh!, sí que te han visto —replicó el goblin—. Conocemos al hombre de rostro huraño y ceño torvo que ha bajado por la calle esta noche lanzando miradas de odio a los niños y agarrando con más fuerza la pala al hacerlo. Conocemos al hombre que golpeó al niño porque envidiaba su corazón lleno de alegría. La alegría que a él le es incomprensible. Le conocemos, le conocemos.
En este momento el goblin soltó una carcajada fuerte y chillona, que el eco devolvió multiplicada por veinte, y lanzando sus piernas al aire, quedó apoyado en la cabeza, o mejor dicho, en la punta misma de su sombrero en forma de pan de azúcar, sobre el estrecho canto de la lápida; desde ahí dio un salto mortal con extraordinaria agilidad, cayendo justo a los pies del sepulturero, y se instaló en la postura que los sastres suelen adoptar sobre sus mesas.
—Yo, yo me temo que debo dejarles, señor —dijo el sepulturero, intentando moverse.
—¿Dejarnos? —dijo el goblin—. Gabriel Grub va a dejarnos, ¡ja, ja, ja!
Mientras el goblin se reía, el enterrador observó, en un momento, una luz brillante a través de las ventanas de la iglesia, como si el edificio entero hubiera sido iluminado. Cuando desapareció la luz, sonó el órgano airoso y un tropel de goblins, duplicados exactos del primero, se esparció por el cementerio y empezó a jugar a tres en raya con las lápidas, sin detenerse ni un instante para tomar aliento, saltando con suma destreza una tras otra incluso las lápidas más altas. El primer goblin era un saltador de lo más pasmoso y ninguno de los otros podía alcanzarle. Pese a encontrarse al límite del terror, el sepulturero no pudo dejar de observar que, mientras sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de formato normal, el primero también se atrevía con los panteones familiares, rejas de hierro incluidas, con la misma facilidad que si se hubiera tratado de mojones callejeros.
Finalmente, el juego llegó a su punto más excitante; el órgano tocaba más y más rápido; los goblins saltaban más y más aprisa, enroscándose sobre sí mismos, la cabeza sobre las rodillas, rodando de esta forma, como pelotas de fútbol sobre la tierra, para rebotar en las lápidas. El cerebro del enterrador giraba con la misma rapidez que la escena que estaba contemplando, y sus piernas le hicieron tambalearse mientras los espíritus volaban ante sus ojos. Entonces, el rey de los goblins se volvió repentinamente hacia él, le agarró por la garganta y se hundieron todos tierra adentro.
Cuando Gabriel Grub pudo recuperar el aliento, que había perdido en el rápido descenso, se encontró en lo que parecía ser una gran caverna, cercada por una multitud de feos y burlones goblins. En el centro de la estancia, en un asiento en alto, se había instalado su amigo del cementerio, y muy cerca de él estaba el propio Gabriel Grub, incapaz de moverse.
—Fría, esta noche —dijo el rey de los goblins—, muy fría. ¡Un vaso de algo caliente, pronto!
A esta orden, media docena de goblins serviciales, con una perpetua sonrisa en sus caras, y que Gabriel imaginó serían cortesanos, desaparecieron con rapidez, volviendo al segundo con una copa llena de fuego líquido, que ofrecieron al rey.
—¡Ah! —gritó el goblin, cuyas mejillas y garganta se volvieron transparentes al paso de las llamas—, esto calienta, sin duda. ¡Traed un vaso de lo mismo para el Sr. Grub!
Fue inútil que el infortunado enterrador protestase argumentando que no solía tomar bebidas calientes de noche; uno de los goblins le sujetó, mientras otro le vertía el llameante líquido en la garganta; la asamblea entera chilló de risa ante sus toses y ahogos, al tiempo que él se enjugaba las lágrimas que manaban abundantes de sus ojos, tras haber ingerido el ardiente brebaje.
—Y ahora —dijo el rey, hurgando fantásticamente en el ojo del enterrador con la punta de su sombrero en forma de pan de azúcar y ocasionándole, de paso, el más exquisito dolor—, y ahora, mostraremos al hombre de la miseria y las tinieblas algunos de los cuadros de nuestro gran almacén.
Al decir esto el goblin, una espesa nube que mantenía en penumbra el fondo de la caverna se fue enrollando gradualmente y desveló, en apariencia a gran distancia, el interior de una casa pequeña y escasamente amueblada, pero pulcra y limpia. Una multitud de pequeñuelos se apiñaba en torno a un brillante fuego, colgándose de la bata de su madre y brincando alrededor de su silla. La madre, de vez en cuando, se levantaba y retiraba las cortinas de la ventana como si esperase a alguien. Sobre la mesa se veía, ya lista, una comida frugal, y junto al fuego, un silloncito. Se oyó una llamada en la puerta. La madre fue a abrir, y los niños se apretujaron a su alrededor y palmearon de alegría al ver entrar a su padre. Venía rendido y mojado, y se sacudió la nieve de sus ropas mientras los niños se agrupaban junto a él. Cogieron su chaqueta, su sombrero, su bastón y sus guantes con atareado celo, corriendo con todo ello fuera de la habitación. Después, cuando se sentó a comer frente al fuego, los chiquillos treparon a sus rodillas y la madre se sentó a su lado; todo parecía felicidad y bienestar.
Pero hubo un cambio casi imperceptible en la visión. La escena se trasladó a un pequeño dormitorio en el que el menor y más bello de los niños yacía moribundo; sus mejillas habían perdido el tono sonrosado y la luz huía de sus ojos. Y cuando el sepulturero le miraba con un interés que jamás había sentido o conocido, murió. Sus hermanos y hermanas se apelotonaron junto a la camita y cogieron su pequeña mano, fría y pesada, pero se apartaron de su contacto y miraron con temor su cara infantil, y es que, aunque estaba sereno y tranquilo y dormía descansando en paz como el bello chiquillo que parecía ser, se dieron cuenta de que estaba muerto, y supieron que era un ángel que les miraba desde las alturas, bendiciéndoles desde un cielo resplandeciente y feliz.
De nuevo pasó la leve nube por delante del cuadro, y otra vez cambió la escena. El padre y la madre eran ahora viejos y desvalidos, y el número de hijos que los rodeaban se había reducido a menos de la mitad; pero en todos sus rostros se podía leer el contento y el cariño que brillaba en sus ojos cuando se reunían junto al fuego y contaban y escuchaban viejas historias de tiempos pasados. Lenta y pacíficamente, el padre se hundió en la tumba y, poco después, la que había compartido sus penas y preocupaciones le siguió al lugar del descanso. Los hijos que les habían sobrevivido se arrodillaron junto a la tumba de ambos y regaron con sus lágrimas la tierra que la cubría; luego se levantaron y se fueron, tristes y apesadumbrados, pero sin lágrimas amargas ni lamentos desesperados, sabiendo que un día volverían a encontrarse de nuevo. Y una vez más se mezclaron con el mundo ajetreado y recobraron su contento y su alegría. La nube se cerró sobre el cuadro y lo ocultó a la vista del sepulturero.
—¿Qué piensas de esto? —dijo goblin, volviendo hacia Gabriel su cara alargada.
Gabriel murmuró algo así como que había sido muy bonito, y parecía avergonzado cuando el goblin clavó en él sus ojos iracundos.
—¡Tú, hombre miserable! —dijo el goblin en tono de gran desprecio—. ¡Tú!
Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación le impidió seguir hablando, así que levantó hacia arriba una de sus piernas plegadizas y la hizo girar un poco por encima de su cabeza, mientras afinaba la puntería; finalmente, propinó a Gabriel Grub un soberano puntapié. Inmediatamente después, todos los demás goblins, que habían estado al acecho, rodearon al desdichado enterrador y empezaron a darle puntapiés sin compasión, todo ello como consecuencia de una costumbre fija e inalterable en las cortes del mundo entero: patear a quien la realeza patea y alabar a quien la realeza alaba.
—¡Enseñémosle algo más! —dijo el rey de los goblins.
A estas palabras la nube se disipó, y un hermoso y rico paisaje se extendió ante la vista —exactamente igual que el que había, conservado aún en nuestros días, a menos de media milla de la vieja ciudad monacal—. El sol brillaba sobre el claro cielo azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, y los árboles parecían más verdes y las flores más radiantes bajo su alegre influencia. La superficie del agua se rizaba con un sonido agradable; una ligera brisa corría entre las hojas de los árboles, haciéndolos susurrar, y los pájaros cantaban en las ramas, y la alondra trinaba saludando a la mañana. Sí, era una mañana, una de esas mañanas brillantes y aromáticas de verano; la más diminuta hoja, la más pequeña brizna de hierba estaban llenas de vida. La hormiga se apresuraba en su trabajo diario, la mariposa revoloteaba disfrutando de los cálidos rayos de sol. Innumerables insectos desplegaban sus alas transparentes, gozando de su existencia breve pero feliz. Un hombre paseaba por allí, gozando con la escena, y todo era brillo y esplendor.
—¡Tú, hombre miserable! —dijo el rey de los goblins, en un tono aún más despectivo que antes.
Y de nuevo levantó su pierna, que otra vez cayó sobre la espalda del sepulturero, y de nuevo los goblins presentes imitaron el ejemplo de su jefe.
Muchas otras veces vino y se fue la nube, mostrando otras muchas escenas a Gabriel Grub, quien, a pesar de tener la espalda dolorida por las abundantes patadas de los goblins, miraba con un interés que nada hubiera podido disminuir. Vio que hombres que trabajaban con ahínco y ganaban su escaso pan con esfuerzo eran alegres y felices; y que incluso para los más ignorantes el dulce aspecto de la naturaleza era fuente inagotable de gozo y contento; y vio a otros de delicado origen que, aun habiendo sido criados con esmero, se manifestaban alegres bajo las privaciones y superiores frente al sufrimiento, en situaciones que hubiesen hundido a personas de constitución más dura; y todo ello porque llevaban en su interior las semillas de la felicidad, la satisfacción y la paz. Y vio que las mujeres, las más dulces y frágiles de todas las criaturas de Dios, se crecían, la mayoría de las veces, frente al dolor, la adversidad y la pena. Y vio que se debía a que sus corazones contenían inacabables manantiales de afecto y devoción. Vio, más que ninguna otra cosa, que los hombres como él, que gruñen ante la alegría y el gozo ajeno, eran la peor cizaña que había sobre la próspera faz de la tierra, y, comparando todo lo bueno del mundo con todo lo malo, llegó a la conclusión de que, después de todo, era un tipo de mundo muy decente y respetable. Apenas lo había decidido cuando la nube, que se estaba cerrando sobre el último cuadro, pareció adentrarse en sus sentidos y adormecerle. Uno a uno los goblins fueron desapareciendo de su vista y, cuando el último se hubo esfumado, se quedó dormido.
Ya era de día cuando Gabriel Grub despertó y se encontró tumbado, todo lo largo que era, sobre la losa plana del cementerio, con la botella de mimbre vacía a su lado y su chaqueta, su pala y su linterna, todo cubierto por la blanca escarcha de la noche pasada y esparcido por el suelo. La piedra sobre la que había visto al goblin por primera vez se erguía ante él, y la tumba en la que había estado trabajando la noche anterior no estaba lejos. Al principio dudó de la realidad de sus sueños, pero un fuerte dolor en su espalda cuando trató de incorporarse le convenció de que los puntapiés de los goblins no habían sido, ciertamente, imaginados. Titubeó de nuevo al observar que no había huellas en la nieve, en el lugar en que los goblins habían jugado a tres en raya con las lápidas, pero pronto halló explicación para esta circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejaban ninguna señal visible tras de sí. De modo que Gabriel Grub se incorporó lo mejor que pudo teniendo en cuenta su dolor de espalda y, sacudiendo la escarcha de su chaqueta, se la puso y dirigió sus pasos hacia la ciudad.
Pero era un hombre cambiado y no pudo soportar la idea de volver a un lugar donde su arrepentimiento sería motivo de burla y donde no se creería en su regeneración. Vaciló unos momentos, luego cambió de dirección y se encaminó a un lugar en el que no le estuviese vedado dónde buscarse el pan.
Ese día, en el cementerio, fueron encontradas la linterna, la pala y la botella de mimbre. Al principio hubo gran cantidad de especulaciones acerca de la suerte del enterrador, pero no tardó en llegarse a la conclusión de que se lo habían llevado los goblins.
No faltaron testigos fiables que dijeron haberle visto, sin lugar a dudas, atravesar los aires a lomos de un caballo zaino y tuerto, con cuartos traseros de león y cola de oso. Con el tiempo, todo el mundo acabó por creerlo a pies juntillas y el nuevo sepulturero, uno o dos años después, solía enseñar a los curiosos, a cambio de un módico emolumento, un trozo de buen tamaño del gallo-veleta de la iglesia que había sido arrancado, accidentalmente, por el citado caballo en su huida aérea.
Desgraciadamente, estas historias se vieron algo turbadas por la inesperada reaparición de Gabriel Grub en persona, unos diez años más tarde, convertido en un viejo reumático, harapiento y feliz. Contó sus peripecias al cura y también al alcalde, y, poco a poco, empezaron a ser creídas como verdaderas, y así han llegado hasta nuestros días. Los que tomaron por cierta la historia del gallo-veleta, habiendo visto traicionada su confianza en una ocasión, fueron más reacios a ser engañados de nuevo; parecieron tan juiciosos como les fue posible y, encogiéndose de hombros, se tocaban la frente, murmurando algo acerca de que Gabriel Grub se había bebido toda la botella de ginebra y después se había dormido sobre una lápida. Intentaban explicar lo que decía haber presenciado en la caverna de los goblins con el argumento de que había visto el mundo y se había vuelto más sabio.
Pero su opinión, que en realidad nunca llegó a ser muy popular, fue muriendo gradualmente y, fueran como fuesen los hechos, dado que Gabriel Grub estuvo aquejado de reumatismo hasta el final de sus días, su historia tuvo al menos una moraleja, si es que no nos enseña algo mejor. Y es que, si un hombre se vuelve huraño y bebe a solas en Navidad, debe saber que nada bueno resultará de ello: no sea que los espíritus resulten poco benignos y su existencia esté tan fuera de duda como la de aquellos que Gabriel Grub vio en la caverna de los goblins.
[1] Se ha traducido chirped por «murmurar», ya que se aplica a un personaje mudo. Sin embargo, este término hace referencia, más exactamente, al sonido de los pájaros: piar, gorgojear o chirriar. (N. de la T.)
[2] El verbo grub quiere decir «descuajar», «desmalezar», actividad bastante habitual en el oficio de sepulturero. También, de forma figurada, significa «emplearse en bajos menesteres». Dickens acostumbraba a poner nombres a sus personajes con un sentido evidentemente conectado a su aspecto o manera de ser, en ocasiones intencionadamente satírico. Ello ha llevado, con gran frecuencia, a ciertos traductores a españolizar dicho juego literario, llamándolos «Señor Pedernal» o «Señorita Abadía», por ejemplo. Nosotros hemos preferido respetar los nombres originales. (N. de la T.)
[3] La fiebre aftosa es una enfermedad caracterizada por ulceraciones en la boca. (N. de la T.)
[4] El goblin es a veces llamado también hobgoblin, reforzando su capacidad de trastorno y sus aficiones a colocarse en los rincones del hogar, sentidos ambos que posee la palabra hob. Como hobgoblin aparece en la Guía de campo de las hadas y demás elfos, redactada por Nancy Arrowsmith en 1977 y traducida al castellano para José J. de Olañeta, Editor, en 1984. Pero se refiere en este caso al goblin doméstico, representado por el excelente dibujante Heinz Edelmann con cabellos erizados y pobladísimos bigotes gatunos. El goblin genuino, sin adjetivos, el goblin como Dios manda, el que aparece aquí sentado sobre una lápida, podría tomarse por un duende o trasgo cualquiera si nos atuviéramos sólo a los diccionarios. Pero ya se sabe cómo es «el hombre que escribe diccionarios»; no suele profundizar. (Véase, a este respecto, el capítulo 55 de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, ese libro tan bello, que parece haberse pasado de moda.) Michael Page, en su Enciclopedia de las cosas que nunca existieron (Anaya, 1986), que no es un diccionario convencional, dedica a los goblins casi una página. Aclara que «los gnomos, pixies, gremlins, elfos y leprechauns detestan que se les confunda con los goblins. Las hadas se ponen sumamente furiosas cuando alguien dice que se llevan bien con los goblins…». (Para mayor información remitimos a la página 69 del libro citado.) Son gente, pues, de armas tomar, y sus risas sirven de aviso a los seres humanos. En este cuento chillan y ríen lo suyo en el cementerio. Pero Gabriel Grub no hizo caso de la advertencia. (N. de la T.)
[5] El término broad-brimmed referido a un sombrero lo califica como «tocado cuáquero», cuyo rasgo principal es el ala ancha. El sugar-loaf (pan de azúcar) se hace con azúcar de flor y se le da forma cónica por medio de presión.
[6] En recuerdo de Arthur Wellesley, duque de Wellington (1769-1852), que fue hombre elegante además de militar. Héroe en España contra los franceses. Ganó la batalla de Waterloo frente a Napoleón. Fue primer ministro. Hay por lo menos un museo, un estrecho y una ciudad que llevan su nombre, además de unos zapatos. (N. de la T.)