F. Marion Crawford: La litera superior

F. Marion Crawford - La litera superior

«La litera superior» (The Upper Berth) es un cuento de terror sobrenatural escrito por Francis Marion Crawford y publicado en 1885. Durante una velada, Brisbane, un hombre joven y viajero experimentado, relata una perturbadora experiencia a bordo del transatlántico Kamtschatka. Se le asigna el camarote 105, el cual tiene una inquietante reputación debido a las misteriosas muertes de sus ocupantes en los últimos viajes. Tras una extraña primera noche, Brisbane descubre que el camarote está considerado maldito. A pesar de las advertencias y ofrecimientos para cambiar de habitación, decide quedarse y, junto con el capitán, enfrenta una aterradora aventura que desafía la lógica y la realidad.

F. Marion Crawford - La litera superior

La litera superior

F. Marion Crawford
(Cuento completo)

Alguien pidió que trajeran cigarros. Habíamos hablado mucho, y la conversación empezaba a decaer; se había posado el humo del tabaco en los pesados cortinajes y el vino en aquellos cerebros capaces de languidecer. Era evidente que, a menos que alguien hiciera algo para levantar nuestros deprimidos espíritus, la reunión no tardaría en llegar a su término natural, y nosotros, los huéspedes, nos iríamos rápidamente a la cama. Nadie había dicho nada especialmente notable; es posible que nadie tuviera nada notable que decir. Jones nos había hablado detalladamente de su última aventura de cacería en Yorkshire, y Mr. Tompkins, de Boston, había explicado minuciosamente los principios laborales, cuya adecuada y cuidadosa aplicación había permitido que el ferrocarril de Atchison, Topeka y Santa Fe no sólo extendiera su recorrido, aumentara su influencia departamental y transportara ganado sin matarlo de hambre en el camino, sino que también había conseguido, durante años enteros, engañar a los pasajeros que adquirían su billete con la ilusoria creencia de que la corporación anteriormente citada era capaz de transportar vidas humanas sin destruirlas. El Signor Tombola se había empeñado en convencernos, con argumentos que ninguno de nosotros se tomó la molestia de rebatir, que la unidad de su país no se parecía en nada al moderno torpedo, cuidadosamente planeado, construido con toda la precisión de los mejores arsenales europeos, pero que, una vez construido, era puesto en unas manos débiles y estaba destinado inevitablemente a estallar, en el ilimitado despilfarro del caos político.

No es necesario dar más detalles. La conversación había adquirido un cariz que hubiera aburrido a Prometeo en su roca, que hubiera distraído a Tántalo y que hubiera impulsado a Ixión a buscar alivio en los sencillos aunque instructivos diálogos de Herr Ollendorf, harto de soportar nuestra charla. Habíamos estado sentados ante una mesa durante horas enteras; estábamos aburridos, estábamos cansados, y nadie parecía dispuesto a emprender la retirada.

Alguien pidió cigarros. Instintivamente, todos miramos al que había hablado. Brisbane era un hombre de treinta y cinco años, notable por aquellos dones que atraen principalmente la atención de los hombres. Era un hombre fuerte. Las proporciones externas de su cuerpo no presentaban nada extraordinario a simple vista, aunque su estatura era superior a la normal. Superaba ligeramente el metro ochenta de estatura, y sus hombros eran moderadamente anchos; no era corpulento, aunque tampoco podía decirse que fuera delgado; su pequeña cabeza estaba sostenida por un cuello recio y nervudo; sus anchas y musculosas manos poseían la habilidad de partir nueces sin la ayuda del habitual cascanueces; y, al mirarlo de perfil, nadie podía dejar de notar la extraordinaria longitud de sus brazos ni la insólita robustez de su pecho. Era uno de aquellos hombres de los cuales suele decirse que engañan; es decir, que aunque parecía un hombre fuerte, en realidad era mucho más fuerte de lo que aparentaba. De sus facciones tengo muy poco que decir. Su cabeza era pequeña, su pelo fino, sus ojos azules, su nariz grande; llevaba un pequeño bigote y tenía una mandíbula cuadrada. Todo el mundo conocía a Brisbane, y cuando pidió cigarros, todos lo miraron.

—Es una cosa muy rara —dijo Brisbane.

Todo el mundo dejó de hablar. La voz de Brisbane no era una voz «potente», pero poseía la singular cualidad de penetrar en la conversación general y cortarla como con un cuchillo. Todos escucharon. Brisbane, dándose cuenta de que había atraído la atención general, encendió su cigarro con una gran parsimonia.

—Es muy raro —continuó— lo que ocurre con los fantasmas. La gente siempre está preguntando si alguien ha visto un fantasma. Yo he visto uno.

—¡Cáspita!

—¿Usted?

—¿Habla usted en serio, Brisbane?

—Vamos, un hombre de su inteligencia…

Y así por el estilo. Un coro de exclamaciones acogió la inesperada afirmación de Brisbane. Todo el mundo pidió cigarros, y el mayordomo apareció repentinamente de las profundidades de quién sabe dónde con una helada botella de champaña seco. La situación estaba salvada; Brisbane iba a contar una historia.


I

—Llevo muchos años navegando —dijo Brisbane—, y he tenido que cruzar el Atlántico con frecuencia. Tengo mis preferencias. La mayoría de los hombres tienen sus preferencias. He visto a un hombre esperar tres cuartos de hora en una parada de autobús para subir a un vehículo determinado. Yo tengo la costumbre de esperar determinados barcos cuando me veo obligado a cruzar el charco. Tal vez sea un prejuicio, pero nunca di por mal empleado el precio de mi pasaje… excepto una sola vez. La recuerdo perfectamente; era una cálida mañana de junio, y los funcionarios de Aduanas, que esperaban la llegada de un vapor procedente de la Cuarentena, tenían un aspecto preocupado y pensativo. Yo no llevaba mucho equipaje… nunca lo he llevado. Me mezclé con la multitud de pasajeros, mozos de cuerda y oficiosos individuos con chaquetas azules y botones de latón, que parecían brotar como setas de la cubierta de un buque atracado para ofrecer sus innecesarios servicios a los pasajeros adinerados. Había observado a menudo con cierto interés la espontánea evolución de aquellos individuos. No están allí cuando uno llega; cinco minutos después de que el piloto ha gritado «¡En marcha!», ellos, o al menos sus chaquetas azules y sus botones de latón, han desaparecido de la cubierta y de la pasarela de un modo tan absoluto como si hubieran sido consignados a aquella alacena que la tradición asigna unánimemente a Davy Jones. Pero, en el momento de partir, allí están, recién afeitados, con su chaqueta azul, ávidos de obtener alguna propina. Me apresuré a subir a bordo. El Kamtschatka era uno de mis buques preferidos. Y digo era, porque ya ha dejado de serlo. No puedo imaginar nada que me indujera a hacer otro viaje en él. Sí, sé lo que van a decirme. Es un barco insólitamente limpio, la comida es excelente, y la mayoría de los camarotes son dobles. Tiene muchas ventajas, pero yo no volvería a navegar en él por nada del mundo. Y perdonen la digresión. Subí a bordo. Me dirigí a un marinero, cuya enrojecida nariz y cuyas rojizas patillas no me eran desconocidas.

—Ciento cinco, cubierta inferior —le dije, con aire despreocupado, de hombre para el cual cruzar el Atlántico tiene la misma importancia que tomarse un whisky en el bar de la esquina.

El marinero cogió mi maleta, mi abrigo y mi manta de viaje. Nunca olvidaré la expresión de su rostro. No es que hubiera palidecido. Los más eminentes teólogos afirman que ni siquiera los milagros pueden cambiar el curso de la naturaleza. No vacilo al decir que no había palidecido; pero, a juzgar por su expresión, creí que iba a echarse a llorar, a estornudar, o a dejar caer mi equipaje. Y como la maleta contenía dos botellas de un coñac excelente que mi viejo amigo Snigginson van Pickins me había regalado para el viaje, me asusté de veras. Pero el marinero no hizo ninguna de aquellas cosas.

—Estoy algo mareado… —murmuró en voz baja, y echó a andar.

Supongo que mi Hermes, mientras me conducía a las regiones inferiores, no las tenía todas consigo, pero no dije nada y le seguí. El camarote ciento cinco se encontraba del lado del puerto, muy a popa. No tenía nada de notable. La litera inferior, como la mayoría de las del Kamtschatka, era doble. Había mucho espacio; había los habituales elementos de limpieza, calculados para infundir una idea de lujo en la mente de un indio norteamericano; había los habituales estantes de madera pardusca, en los cuales resulta más fácil colgar un paraguas de gran tamaño que un modesto cepillo de dientes. Sobre el colchón, de aspecto poco atractivo, estaban dobladas aquellas mantas que un gran humorista moderno ha comparado acertadamente con unas tortas frías de trigo negro. El asunto de las toallas era un simple problema de imaginación. Los recipientes de cristal estaban llenos de un líquido transparente levemente teñido de gris, el cual despedía un olor leve, aunque no agradable; un olor que combinaba las propiedades aromáticas del agua salobre estancada con las del aceite pesado requemado. Unas cortinas de colores fúnebres tapaban a medias la litera superior. A través del ojo de buey, el sol de junio iluminaba débilmente el desolado escenario. ¡Uf! ¡Cómo odié aquel camarote!

El marinero dejó mis cosas en el suelo y se me quedó mirando, como si deseara marcharse… probablemente en busca de más pasajeros y de más propinas. Siempre resulta conveniente ganarse la buena voluntad de esos funcionarios, y en consecuencia le di unas cuantas monedas.

—En lo que de mí dependa, procuraré que tenga usted un viaje cómodo —me dijo, mientras se guardaba las monedas en el bolsillo.

Sin embargo, en su voz había una extraña reticencia que me sorprendió. Posiblemente, consideraba mezquina la propina que le había dado; aunque me sentía más inclinado a creer que, como él mismo lo hubiera expresado, «había empinado el codo». Desde luego, estaba equivocado y cometí una injusticia al pensar eso de aquel hombre.


II

Aquel día no sucedió nada importante. Salimos del muelle puntualmente y resultó muy agradable empezar el viaje, ya que el tiempo era cálido y sofocante y el movimiento del barco producía una refrescante brisa. Todo el mundo sabe cómo es el primer día de navegación. La gente pasea por cubierta y se examina mutuamente, y a veces encuentra a conocidos que ignoraba que se hallaran a bordo. Existe la habitual incertidumbre acerca de si la comida será buena, mala o regular, hasta que las dos primeras colaciones nos sacan definitivamente de dudas; existe también la habitual incertidumbre acerca del tiempo, hasta que el barco ha pasado la Isla del Fuego. Las mesas están llenas al principio, y luego se vacían repentinamente. Los pasajeros, muy pálidos, brincan de sus asientos y se precipitan hacia la puerta, y los que están acostumbrados a navegar respiran más libremente mientras sus mareados vecinos pasan corriendo por su lado, dejándoles más espacio en la mesa y una mayor participación en el tarro de la mostaza.

Una travesía del Atlántico es muy parecida a otra, y quienes lo cruzamos con cierta frecuencia no hacemos el viaje por el placer de la novedad. Las ballenas y los icebergs resultan siempre objetos interesantes, pero, a fin de cuentas, una ballena es muy parecida a otra ballena, y rara vez puede verse un iceberg de cerca. Para la mayoría de nosotros, el momento más agradable del día a bordo de un buque es cuando hemos dado el último paseo por cubierta, hemos fumado nuestro último cigarro y, conseguido el objetivo de fatigarnos un poco, nos disponemos a encerrarnos en nuestro camarote. Aquella primera noche me sentí especialmente cansado y entré en el camarote ciento cinco dispuesto a acostarme más temprano que de costumbre. Al entrar quedé sorprendido viendo que iba a tener compañía. En un rincón había una maleta muy parecida a la mía, y en la litera superior habían dejado una manta de viaje, plegada, con un bastón y un paraguas. Pensaba que iba a estar solo y me sentí ligeramente disgustado; pero luego me pregunté quién sería mi compañero de viaje y decidí echarle una mirada.

Él entró después de haberme metido en la cama. Era, por lo que pude ver, un hombre muy alto, muy delgado, muy pálido, con el pelo canoso igual que las patillas, y unos descoloridos ojos grises. Había en él, pensé, algo que resultaba un poco equívoco; era la clase de hombre que puede verse en Wall Street, sin que pueda decirse exactamente lo que está haciendo allí. La clase de hombre que frecuenta el Cafe Anglais, que siempre parece estar solo y que bebe champaña; puede vérsele en las carreras de caballos, pero también allí produce la impresión de que no está haciendo nada. Un poco remilgado… un poco extravagante. En todos los barcos hay tres o cuatro hombres de ese tipo. Me dije a mí mismo que no me interesaba trabar conocimiento con él, y me dispuse a dormir con la idea de estudiar sus costumbres a fin de evitarlo en lo posible. Si él se levantaba temprano, yo me levantaría tarde; si se acostaba tarde, yo me acostaría temprano. No me interesaba relacionarme con él. Si han conocido ustedes a algún individuo de esa clase, ya saben lo molesta que resulta su compañía. ¡Pobre hombre! Perdí lastimosamente el tiempo haciéndome toda aquella serie de reflexiones, ya que no volví a verlo después de aquella primera noche en el camarote ciento cinco.

Estaba durmiendo profundamente cuando fui despertado de súbito por un fuerte ruido. A juzgar por el sonido, mi compañero de camarote debió de haber brincado al suelo desde la litera superior, de un salto. Le oí coger el tirador de la puerta, la cual se abrió casi inmediatamente, y luego oí sus pasos mientras se alejaba corriendo por el pasillo, dejando la puerta abierta tras de él. El barco se balanceaba un poco, y esperé oírlo tropezar o caer, pero siguió corriendo como si de aquella carrera dependiera su vida. La puerta oscilaba sobre sus goznes con el movimiento del barco, y el ruido me molestaba. Me levanté y la cerré, y regresé a mi litera en la oscuridad. Me quedé dormido de nuevo; pero no tengo la menor idea del tiempo que estuve durmiendo.

Cuando me desperté era aún de noche, pero experimenté una desagradable sensación de frío, y me pareció que el aire estaba húmedo. Ya conocen ustedes el peculiar olor de un camarote que ha sido mojado con agua de mar. Me tapé lo mejor que pude y volví a quedarme adormilado, imaginando las quejas que iba a presentar al día siguiente y escogiendo los epítetos más gráficos del vocabulario. Pude oír a mi compañero de camarote dando vueltas en la litera superior. Probablemente había regresado mientras yo estaba dormido. En un momento determinado me pareció oírlo gruñir, y pensé que estaba mareado. La cosa resulta especialmente desagradable cuando uno está situado debajo. Sin embargo, seguí dormitando hasta las primeras horas de la mañana.

El barco se balanceaba fuertemente, mucho más que la noche anterior, y la grisácea claridad que penetraba a través del ojo de buey cambiaba de matiz con cada movimiento, reflejando ora la superficie del mar, ora la superficie del cielo. Hacía mucho frío… un frío inconcebible en pleno mes de junio. Volví la cabeza en dirección al ojo de buey, y vi con sorpresa que estaba abierto de par en par. Creo que proferí una maldición en voz alta. Luego me levanté a cerrarlo. Cuando volvía a mi litera eché una mirada a la de arriba. Las cortinillas estaban echadas del todo; probablemente, mi compañero de camarote había sentido frío, lo mismo que yo. Me sorprendió haber dormido tanto. El camarote era incómodo, pero, por raro que parezca, no noté el olor a humedad que me había molestado durante toda la noche. Mi compañero estaba aún durmiendo: una excelente ocasión para evitarlo, de modo que me vestí rápidamente y salí a cubierta. El día era cálido y nuboso, y el agua olía a petróleo. Eran las siete… mucho más tarde de lo que había imaginado. Pasé junto al médico, que estaba dando su paseo matinal. Era este un joven de la Irlanda occidental, un individuo corpulento, de pelo negro y ojos azules, con tendencia ya a la gordura; pero su aspecto general era saludable y resultaba más bien atractivo.

—Bonita mañana —dije, para entrar en conversación.

—Bueno —me respondió, contemplándome con un aire de curiosidad profesional—, es una bonita mañana, y no es una bonita mañana. No creo que tenga mucho de mañana.

—Bueno, no… no es tan bonita como todo eso —dije.

—Hace lo que yo llamo un tiempo de bochorno —replicó el médico.

—Anoche pasé mucho frío —expliqué—. Sin embargo, luego me di cuenta de que el ojo de buey estaba abierto de par en par. Al acostarme no me fijé en aquel detalle. Y el camarote estaba también muy húmedo.

—¿Húmedo? —inquirió el médico—. ¿Qué camarote tiene usted?

—El ciento cinco…

Ante mi sorpresa, el médico se sobresaltó visiblemente y se me quedó mirando.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.

—¡Oh! Nada —respondió—, únicamente que todo el mundo se ha quejado de ese camarote en los tres últimos viajes.

—Yo también me quejaré —dije—. Desde luego, no ha sido ventilado convenientemente. ¡Es una vergüenza!

—No creo que puedan solucionarlo —dijo el médico—. Creo que hay algo… bueno, no tengo por qué asustar a un pasajero.

—No necesita usted asustarme —repliqué—. Puedo soportar perfectamente la humedad. Y si cojo una pulmonía, iré a verlo a usted.

Le ofrecí un cigarro y él lo hizo girar un buen rato entre sus dedos, nerviosamente, o al menos esa fue la impresión que me produjo.

—No es por la humedad, precisamente —terminó por decir—. ¿Tiene usted un compañero de camarote?

—Sí; un hombre muy raro, que sale corriendo a medianoche y se deja la puerta abierta.

El médico volvió a mirarme con una expresión de curiosidad. Luego encendió el cigarro y pareció reflexionar.

—¿Regresó después? —me preguntó súbitamente.

—Sí. Yo estaba durmiendo, pero me desperté y lo oí moverse en la litera superior. Entonces sentí frío y volví a quedarme dormido. Y esta mañana he encontrado el ojo de buey abierto.

—Mire —dijo el doctor en voz baja—, me importa un bledo este barco y su reputación. Le diré a usted lo que voy a hacer. Tengo un camarote bastante espacioso, y no me importará compartirlo con usted, a pesar de que no lo conozco.

Quedé muy sorprendido ante aquella proposición. No acertaba a comprender por qué se tomaba un interés tan repentino por mi bienestar. Sin embargo, no dejó de llamarme la atención el tono casi despectivo con que había hablado del barco.

—Es usted muy amable, doctor —le dije—. Pero, en realidad, sigo creyendo que el camarote puede ser ventilado, o limpiado, o lo que sea. ¿Por qué no le importa a usted el barco?

—En nuestra profesión no somos supersticiosos —me respondió—, pero el mar cambia a las personas. No deseo preocuparlo ni asustarlo, pero, si quiere aceptar usted mi consejo, trasládese a mi camarote. No me gustaría enterarme de que ha saltado usted por la borda.

—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque en los tres últimos viajes, las personas que durmieron en el camarote ciento cinco saltaron por la borda —respondió gravemente.

La noticia era alarmante y bastante desagradable, lo confieso. Miré con fijeza al médico, para ver si se estaba burlando de mí, pero al parecer me estaba hablando muy en serio. Le agradecí calurosamente su ofrecimiento, pero le dije que intentaría ser la excepción a la regla según la cual todos los que habían dormido en aquel camarote habían saltado por la borda. Se limitó a decir que estaba convencido de que yo iba a reconsiderar su proposición. Poco después, la campana llamó para el desayuno y nos dirigimos al comedor, que a aquella hora se veía bastante despoblado. Me di cuenta de que un par de oficiales que desayunaban con nosotros tenían un aspecto muy serio. Después de desayunar, me dirigí a mi camarote para coger un libro. Las cortinillas de la litera superior seguían echadas. No se oía el menor ruido. Mi compañero de camarote continuaba durmiendo, probablemente.

Cuando iba a salir, se presentó el marinero que tenía a su cargo aquel pasillo. Me dijo que el capitán deseaba verme, y echó a andar rápidamente delante de mí como si deseara evitar cualquier posible pregunta. Me acompañó al camarote del capitán, el cual me estaba esperando.

—Caballero —me dijo—, quisiera pedirle a usted un favor.

Respondí que estaba dispuesto a complacerlo en lo que estuviera a mi alcance.

—Su compañero de camarote ha desaparecido —dijo—. Sabemos que anoche se retiró temprano. ¿Notó usted algo anormal en su modo de conducirse?

La pregunta, formulada de aquel modo, confirmando los temores que el médico había expresado media hora antes, me desconcertó.

—¿No querrá usted decir que ha saltado por la borda? —inquirí.

—Temo que sí —respondió el capitán.

—Esto es lo más extraordinario… —empecé.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Es el cuarto de la lista —dije.

En respuesta a otra pregunta del capitán, expliqué, sin mencionar al médico, que había oído la historia relativa al camarote ciento cinco. El capitán pareció muy disgustado al saber que yo conocía la historia en cuestión. Le dije, luego, lo que había sucedido durante la noche.

—Lo que usted dice —replicó—, coincide casi exactamente con lo que me dijeron los compañeros de dos de los otros tres desaparecidos. Saltaron de la cama y corrieron por el pasillo. Dos de ellos fueron vistos por el vigía cuando saltaban por la borda; detuvimos el barco y echamos al agua los botes salvavidas, pero no pudimos encontrarlos. Sin embargo, nadie vio ni oyó al hombre que se perdió anoche… Si es que realmente se perdió. El marinero de servicio, que es un individuo supersticioso, quizás, y esperaba que ocurriera algo anormal, entró esta mañana en el camarote y encontró la litera superior vacía, aunque las ropas estaban allí, tal como las había dejado. El marinero en cuestión era la única persona a bordo que conocía de vista a aquel hombre y ha estado buscándolo por todas partes. ¡Ha desaparecido! Ahora, quiero rogarle que no mencione lo sucedido a ninguno de los pasajeros; no quiero que el barco adquiera una mala reputación, y no hay nada que perjudique tanto a un buque como las historias de suicidios. Puede usted escoger el camarote que más le agrade, incluido el mío, para el resto del viaje. ¿Le parece un trato justo?

—Mucho —le dije—. Y le estoy muy agradecido. Pero, dado que estoy solo, y que dispongo del camarote para mí, prefiero no moverme y que el marinero se lleve las cosas de aquel infortunado pasajero. Me quedaré en el ciento cinco. No le hablaré a nadie del asunto, y creo que puedo prometerle a usted que no seguiré el ejemplo de mi compañero de camarote.

El capitán trató de disuadirme de mi propósito, pero yo prefería tener un camarote para mí solo, a alojarme en calidad de huésped en el de un oficial. No sé si obré descabelladamente, pero si hubiese seguido su consejo no tendría nada más que contar. Hubiera seguido existiendo la desagradable coincidencia de varios suicidios producidos entre hombres que habían dormido en el mismo camarote, pero aquello hubiera sido todo.

Sin embargo, ese no fue el final del asunto, ni mucho menos. Me aferré obstinadamente a la idea de que lo ocurrido no me impresionaba en absoluto, y me permití incluso discutir la cuestión con el capitán. Le dije que el camarote no tenía nada anormal. Quizás era un poco húmedo. El ojo de buey había quedado abierto la noche pasada. Mi compañero de camarote podía haber estado enfermo cuando subió a bordo, y pudo haberle acometido una especie de delirio después de acostarse. Incluso podía estar oculto en algún rincón del barco, y a lo mejor lo encontraran más tarde. El camarote necesitaba una buena ventilación, y tal vez un repaso al cierre del ojo de buey. Si el capitán me lo permitía, yo mismo me encargaría de comprobar lo que era necesario hacer inmediatamente.

—Desde luego, tiene usted derecho a quedarse donde está, si ese es su deseo —replicó el capitán, con cierta petulancia—, pero me gustaría que recapacitara usted y me dejara cerrar ese camarote.

No nos pusimos de acuerdo y me separé del capitán después de prometerle que guardaría silencio en lo que se refería a la desaparición de mi compañero. Este no tenía conocidos a bordo y no fue echado de menos en el curso del día. Al atardecer encontré de nuevo al médico, quien me preguntó si había cambiado de opinión. Le dije que no.

—Entonces, no tardará usted en cambiar —aseguró, muy seriamente.


III

Por la noche estuvimos jugando al whist y me retiré un poco tarde. Ahora puedo confesar que al entrar en mi camarote experimenté una desagradable sensación. No pude evitar el pensar en el hombre alto que había visto la noche anterior, y que ahora estaba muerto, ahogado, en el solitario océano. Su rostro se dibujó claramente ante mis ojos mientras me desvestía, e incluso llegué a descorrer las cortinillas de la litera superior, como para convencerme a mí mismo de que realmente se había marchado. Luego eché el cerrojo a la puerta del camarote. De pronto me di cuenta de que el ojo de buey estaba abierto. Esto era más de lo que podía aguantar. Me puse apresuradamente el batín y fui en busca de Robert, el marinero encargado de mi pasillo. Recuerdo que estaba muy furioso, y cuando lo encontré lo cogí por el brazo y lo llevé casi a rastras hasta la puerta del ciento cinco, empujándolo hacia el abierto ojo de buey.

—¿Qué es lo que pretendes, granuja, dejándolo abierto toda la noche? ¿No sabes que es contrario al reglamento? ¿No sabes que si el barco escora y empieza a entrar el agua, diez hombres no podrían cerrarlo? ¡Daré parte al capitán, para que se entere de cómo te preocupas por el barco!

Reconozco que estaba sumamente excitado. El hombre se echó a temblar y palideció, y luego empezó a cerrar la redonda plancha de vidrio con los pesados encastres de latón.

—¿Por qué no me contestas? —inquirí bruscamente.

—Discúlpeme, señor —murmuró Robert—, pero no hay nadie a bordo que pueda mantener cerrado este ojo de buey durante toda la noche. Puede usted intentarlo, señor. Por mi parte, no pienso seguir navegando en este barco. Pero, en su lugar, yo me marcharía de aquí ahora mismo y me iría a dormir con el médico o en cualquier otra parte. Yo lo haría. Mire, ¿le parece que ahora está bien cerrado, o no? Pruebe a abrirlo…

Forcejeé un poco, y comprobé que estaba perfectamente cerrado.

—Bueno —continuó Robert en tono de triunfo—, me apuesto la paga de un mes a que dentro de media hora vuelve a estar abierto…

Examiné cuidadosamente el cerrojo.

—Si lo encuentro abierto durante la noche te daré una libra. No es posible que se abra. Puedes retirarte.

—¿Ha dicho usted una libra? Muy bien, señor. Gracias, señor. Buenas noches, señor. Que descanse, señor, y que tenga toda clase de sueños agradables.

Robert se marchó, al parecer muy complacido de poder abandonar el camarote. Desde luego, pensé que había tratado de justificar su negligencia con una estúpida historia, tratando de asustarme. Resumiendo: Robert se ganó la libra y yo pasé una noche particularmente desagradable.

Me acosté, y cinco minutos después de haberme envuelto en mis mantas, el inexorable Robert apagó la luz que ardía constantemente detrás del redondo panel de cristal, cerca de la puerta. Permanecí completamente inmóvil en la oscuridad, tratando de dormir, pero no tardé en descubrir que me era imposible conciliar el sueño. La regañina al marinero me había distraído, haciendo que se desvaneciera la desagradable sensación que había experimentado al pensar en el hombre ahogado que había sido mi compañero de camarote; pero al propio tiempo me había desvelado, y estuve despierto un buen rato, mirando de cuando en cuando al ojo de buey, el cual podía ver desde mi litera. En la oscuridad, parecía una débil mancha de luz suspendida entre las sombras. Creo que llevaba allí tendido cerca de una hora, y en el momento en que empezaba a quedarme dormido me azotó el rostro una corriente de aire frío que llevó hasta mi olfato la salobre fragancia del mar. Me puse inmediatamente en pie, pero en aquel momento de aturdimiento no tuve en cuenta el balanceo del barco y salí despedido contra la pared opuesta del camarote. Sin embargo, me repuse rápidamente. Al levantarme, vi que el ojo de buey estaba abierto de par en par.

Aquello era un hecho innegable. Estaba completamente despierto, y de no haberlo estado al levantarme, la caída me hubiera despabilado. Además, al caer me lastimé codos y rodillas, y a la mañana siguiente los tenía magullados para atestiguar el hecho, en caso de que hubiera dudado de mis sentidos. El ojo de buey estaba abierto de par en par: una cosa tan increíble, que recuerdo perfectamente, que mi primera sensación al verlo fue de asombro más que de temor. Volví a cerrarlo y a correr el cerrojo con todas mis fuerzas. El camarote estaba muy oscuro. Pensé que el ojo de buey había sido abierto una hora después de que Robert lo hubiera cerrado en mi presencia, y decidí mantenerme vigilante, para comprobar si se abría de nuevo. El cerrojo no resultaba fácil de correr. No podía creer que se hubiera deslizado hacia atrás con el movimiento del barco. Me quedé en pie mirando fijamente a través del grueso vidrio del ojo de buey. Permanecí en aquella posición más de un cuarto de hora. De pronto oí claramente algo que se movía detrás de mí en una de las literas, y un momento después, cuando me volví instintivamente a mirar —aunque en aquella oscuridad no podía ver nada, desde luego—, oí un débil gemido. Crucé el camarote y aparté a un lado las cortinillas de la litera superior, dejando a mis manos la tarea de descubrir si había alguien allí.

Y allí había alguien.

Recuerdo que la sensación que experimenté al extender las manos hacia delante fue la de que acababa de hundirlas en la atmósfera de un húmedo sótano, y desde detrás de las cortinas surgió una ráfaga de viento que olía horriblemente a agua de mar estancada. Agarré algo que tenía la forma de un brazo de hombre, aunque estaba húmedo y helado como el mármol. Repentinamente, aquello saltó violentamente hacia delante, contra mí. Era una masa viscosa, fangosa, húmeda, pero dotada de una especie de fuerza sobrenatural. Salí disparado hacia atrás, y en aquel mismo instante la puerta se abrió y la cosa salió corriendo. No había tenido tiempo de asustarme, y me recobré rápidamente, emprendiendo la persecución de la cosa a toda la velocidad de mis piernas, pero era demasiado tarde. Diez metros delante de mí pude ver —y estoy seguro de que la vi—, una oscura sombra moviéndose en el pasillo pobremente iluminado. Cruzó ante mi retina con la misma rapidez que un caballo desbocado cruza una zona iluminada por un farol. Pero desapareció inmediatamente, y me encontré a mí mismo agarrado a la barandilla que corre a lo largo del pasillo. Tenía el pelo erizado, y un sudor frío empapaba mi rostro. No me avergüenza confesar que estaba mortalmente asustado.

Todavía dudaba de mis sentidos, y traté de razonar fríamente. Era absurdo, pensé. La tostada de queso derretido en cerveza que había comido a la hora de la cena me había sentado mal, evidentemente. Había tenido una pesadilla. Regresé a mi camarote: olía horriblemente a agua de mar estancada, tal como olía cuando me había despertado la noche anterior. Reuniendo todas mis fuerzas, fui capaz de buscar una caja de cerillas y de encender un pequeño farol que siempre llevaba conmigo por si se me ocurría leer después de que se apagaran las lámparas. En aquel momento me di cuenta de que el ojo de buey estaba abierto de nuevo, y una especie de insidioso horror se apoderó de mí, un horror que nunca había sentido y que no deseo volver a sentir. Pero encendí el farol y examiné la litera superior, esperando encontrarla empapada en agua de mar.

Quedé decepcionado. Habían dormido en la cama, y el olor a mar era muy intenso; pero ropas y colchón estaban tan secos como un hueso. Imaginé que Robert no había tenido valor para hacer la cama después del accidente de la noche anterior… que todo había sido un espantoso sueño. Descorrí las cortinillas todo lo que pude para examinar la litera minuciosamente. Estaba seca por completo. Pero el ojo de buey estaba abierto de nuevo. Con un estremecimiento de horror volví a cerrarlo. Luego colgué el farol directamente encima, y me senté para recobrar el dominio de mí mismo, si es que me era posible. Permanecí sentado toda la noche, incapaz de descansar… casi incapaz de pensar en nada. Pero el ojo de buey permaneció cerrado.

Finalmente clareó el nuevo día y me vestí lentamente, pensando en todo lo que había sucedido durante la noche. Hacía un día maravilloso y subí a cubierta lleno de alegría al recibir en mi rostro la caricia del sol y de oler la brisa marina, tan distinta del espantoso olor de mi camarote. Instintivamente, me dirigí hacia popa, hacia el camarote del médico. Lo encontré con la pipa en la boca, dispuesto a dar su paseo matinal.

—Buenos días —me saludó cordialmente, contemplándome con evidente curiosidad.

—Doctor, tenía usted razón —le dije—. En aquel camarote ocurren cosas muy raras.

—Ya le dije que cambiaría usted de opinión —me dijo. Y en su tono había una leve nota de reproche—. Ha pasado usted una mala noche, ¿eh? ¿Quiere que le prepare algo? Tengo una receta excelente para estos casos.

—No, gracias —murmuré—. Pero me gustaría contarle lo que ha sucedido.

Entonces traté de explicarle, lo más claramente posible, todo lo que había ocurrido, sin omitir el hecho de que me había asustado como ninguna otra vez en toda mi vida. Insistí de un modo especial en el fenómeno del ojo de buey, que era un hecho que podía atestiguar, aun en el supuesto de que todo lo demás hubiera sido un sueño. Lo había cerrado dos veces durante la noche. Insistí demasiado en este hecho.

—Parece usted creer que me siento inclinado a dudar de su relato —dijo el médico, sonriendo ante la insistencia con que le hablaba del ojo de buey—. No tengo ninguna duda. Y le reitero mi invitación. Traslade su equipaje aquí y tome posesión de la mitad del camarote.

—Venga usted a tomar posesión de la mitad del mío por una noche —le dije—. Ayúdeme a llegar hasta el fondo de este asunto.

—Si insiste usted en su actitud, llegará al fondo de otra cosa.

—¿De qué? —pregunté.

—Al fondo del mar. Yo voy a dejar este barco. No es un lugar agradable.

—Entonces, ¿no va usted a ayudarme a descubrir…?

—No —me interrumpió el médico—. Mi tarea consiste en atender a los vivos. Los fantasmas no son de mi incumbencia.

—¿Cree usted que se trata de un fantasma? —inquirí, en tono más bien desdeñoso.

Pero, mientras hablaba, recordé perfectamente la horrible sensación de lo sobrenatural que se había apoderado de mí durante la noche. El médico se encaró conmigo.

—¿Tiene usted alguna explicación razonable de esas cosas que ofrecer? —preguntó—. No, no la tiene. Bueno, dice usted que encontrará otra explicación. Y yo digo que no la encontrará, por la sencilla razón de que no existe ninguna.

—Pero, mi querido señor —repliqué—. Usted, un hombre de ciencia, ¿va a decirme que esas cosas no pueden ser explicadas?

—Desde luego —insistió obstinadamente—. Y, si pudieran serlo, no quisiera estar complicado en la explicación.

No me importaba pasar otra noche solo en el camarote, decidido como estaba a llegar a la misma raíz del asunto. No creo que hubiera muchos hombres capaces de dormir allí solos, después de pasar dos noches como las que yo había pasado. Pero se me había metido en la cabeza el intentarlo, y lo intentaría solo, si no encontraba a nadie dispuesto a compartir la vigilancia conmigo. El médico no se sentía inclinado, evidentemente, a tal experimento. Alegó que era el médico del barco, y que tenía que estar dispuesto para atender a cualquier pasajero o tripulante que necesitara sus servicios. Tal vez era ese el verdadero motivo, pero a mí me pareció una excusa. A mis preguntas, me informó de que no creía que hubiera nadie a bordo que quisiera acompañarme en mis investigaciones. Cuando me separé de él, acudí directamente al encuentro del capitán y le conté la historia. Le dije que, si no hallaba a nadie que quisiera acompañarme, pediría que dejaran la luz encendida toda la noche, y lo intentaría solo.

—Mire —me dijo el capitán—, le diré lo que voy a hacer. Yo mismo lo acompañaré a usted, y veremos lo que pasa. Creo que entre los dos conseguiremos aclarar este asunto. Es posible que haya a bordo algún guasón que se divierta asustando a los pasajeros. O que haya algo raro en el maderamen de aquella litera.

Sugerí que viniera a examinarlo el carpintero del buque; pero mi sensación predominante era de alegría por el ofrecimiento que acababa de hacerme el capitán. De acuerdo con sus órdenes, poco después se presentaba en mi camarote el carpintero, dispuesto a seguir mis instrucciones. Yo había sacado ya toda la ropa de la litera superior, y nos dedicamos a examinarla pulgada a pulgada, en busca de alguna tabla suelta o de algún entrepaño que pudiera ser abierto o empujado. No encontramos absolutamente nada. Cuando estábamos terminando nuestro trabajo, Robert se detuvo delante de la puerta y miró hacia dentro.

—Bueno, señor… ¿encontró algo? —preguntó, con una mueca que quería ser una sonrisa.

—Tenías razón en lo del ojo de buey, Robert —le dije.

Y le entregué la libra prometida.

El carpintero trabajaba silenciosa y hábilmente, de acuerdo con mis instrucciones. Cuando hubo terminado, tomó la palabra.

—Soy un vulgar carpintero, señor —me dijo—, pero creo que lo mejor que puede usted hacer es sacar sus cosas de aquí y dejarme que coloque una docena de tornillos de cuatro pulgadas para clavar la puerta de este camarote. Quedándose aquí, lo único que puede ganar es algún disgusto. Que yo sepa se han perdido ya cuatro vidas, y esto en cuatro viajes. Es mejor que se marche, señor… es mejor que se marche.

—Voy a quedarme una noche más —dije.

—Es mejor que se marche… es mejor que se marche. Mal asunto este, mal asunto —repitió el carpintero, colocando las herramientas en su caja y saliendo del camarote.

Pero mi estado de ánimo había mejorado considerablemente ante la perspectiva de tener la compañía del capitán, y me afirmé en mi deseo de llegar hasta el fin de aquel extraño asunto. Aquella noche me abstuve de comer queso derretido en cerveza y de ingerir bebidas alcohólicas, y ni siquiera me uní a la acostumbrada partida de whist. Necesitaba estar completamente seguro de mis nervios, y mi vanidad me obligaba a hacer un buen papel a los ojos del capitán.


IV

El capitán era uno de aquellos espléndidos ejemplares humanos cuyas cualidades físicas y morales los conducen lógicamente a posiciones de responsabilidad. No era la clase de hombre que presta oídos a habladurías sin fundamento, y el simple hecho de que hubiera querido unirse a mí en la investigación demostraba que estaba convencido de que el asunto era grave, y de que no podía ser tomado a broma ni explicado por medio de razonamientos lógicos. Hasta cierto punto, también su reputación estaba en juego, así como la reputación del barco. No resultaba agradable perder un pasajero en cada viaje…

A eso de las diez de la noche, mientras yo estaba fumando mi último cigarro, el capitán se acercó a mí y me llevó a un rincón, lejos del alcance del oído de los otros pasajeros que paseaban por cubierta en la cálida oscuridad.

—Este es un asunto serio, míster Brisbane —me dijo—. Debemos prepararnos para todas las posibilidades… para tener una decepción, o para pasar un mal rato. Como usted comprenderá, no puedo permitir que el asunto sea tomado a risa, y voy a pedirle que firme una declaración de todo lo que suceda. Si no ocurre nada esta noche, lo intentaremos otra vez mañana y pasado mañana. ¿Está usted dispuesto?

Descendimos a la cubierta inferior y entramos en el camarote. Mientras avanzábamos por el pasillo, vi que Robert nos estaba mirando con una expresión fúnebre, como si estuviera convencido de que iba a ocurrir algo espantoso. El capitán cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Podemos colocar su maleta delante de la puerta —sugirió—, y uno de nosotros se sentará en ella. De este modo nadie podrá salir. ¿Está bien cerrado el ojo de buey?

Lo encontré tal como lo había dejado por la mañana. Descorrí las cortinillas de la litera superior de modo que pudiera verla sin dificultad. Por consejo del capitán encendí mi pequeño farol, y lo coloqué de modo que alumbrara las sábanas de la litera superior. El capitán insistió en sentarse en la maleta, diciendo que deseaba poder jurar que había estado sentado delante de la puerta.

Luego me pidió que efectuara un minucioso registro del camarote, una operación que no me llevó mucho tiempo, ya que consistió sencillamente en mirar debajo de la litera inferior: no había absolutamente nada.

—Es imposible que un ser humano pueda entrar —dije—, o que un ser humano abra el ojo de buey.

—Muy bien —dijo el capitán tranquilamente—. Si vemos algo ahora, será producto de nuestra imaginación… o algo sobrenatural.

Me senté en el borde de la litera inferior.

—La primera vez que ocurrió —dijo el capitán, cruzando las piernas y recostándose en la puerta— fue en marzo. El pasajero que dormía aquí, en la litera superior, era un hombre cuyo cerebro no funcionaba bien. Adquirió el pasaje sin que su familia se enterara. Una noche salió corriendo del camarote y se arrojó por la borda, antes de que el oficial de guardia pudiera impedirlo. Detuvimos el barco, lanzamos un bote al agua y lo estuvimos buscando; hacía una noche muy tranquila; pero no pudimos encontrarlo. Desde luego, su suicidio fue atribuido más tarde a su locura.

—¿Sucede a menudo? —pregunté con aire ausente.

—No, a menudo, no —dijo el capitán—. A mí no me había sucedido nunca, aunque había oído contar algunos casos ocurridos a bordo de otros barcos. Bueno, como le estaba diciendo, aquello ocurrió en marzo. En el viaje siguiente… ¿Qué está usted mirando? —preguntó, interrumpiendo súbitamente su relato.

Creo que no contesté. Mis ojos estaban clavados en el ojo de buey. Me había parecido que el cerrojo empezaba a girar muy lentamente… Tan lentamente, que no estaba seguro de que se hubiera movido. Lo contemplé con atención, fijando su posición en mi cerebro para comprobar si cambiaba. El capitán siguió la dirección de mis ojos, y miró a su vez.

—¡Se mueve! —exclamó, en tono convencido—. No, no se mueve —añadió, un instante después.

Me puse en pie y me acerqué al ojo de buey. Me pareció que el cerrojo no estaba en la misma posición, aunque no podía asegurarlo a ciencia cierta.

En aquel momento, el capitán olfateó el aire suspicazmente.

—Huele mal. ¿No lo nota usted? —inquirió.

—Sí —dije, y me estremecí mientras aquel espantoso olor a agua de mar estancada se hacía más intenso en el camarote—. Ahora bien, para oler así, tiene que haber humedad —añadí—, y, sin embargo, cuando esta mañana lo examiné todo con el carpintero, estaba completamente seco. Esto es lo más raro… ¡Vaya!

Mi pequeño farol, que iluminaba la litera superior, se había apagado repentinamente. Había aún bastante claridad, procedente de la lámpara del pasillo, que se filtraba a través del ventanuco situado junto a la puerta. El barco se balanceó con fuerza, y la cortinilla de la litera superior se alzó levemente y volvió a caer. Me levanté con rapidez de mi asiento en el borde de la cama, y en aquel mismo instante el capitán se puso en pie lanzando un grito de sorpresa. Yo me había levantado con la intención de coger el farol para examinarlo, cuando oí su exclamación, e inmediatamente después su petición de ayuda. Corrí hacia él. Estaba sosteniendo con todas sus fuerzas el cerrojo del ojo de buey, el cual se iba corriendo a pesar de todos sus esfuerzos. Cogí mi bastón, un pesado bastón de madera de roble que siempre solía llevar, y lo apoyé con todas mis fuerzas en el borde de latón del ojo de buey. Pero súbitamente me encontré lanzado hacia atrás. Cuando conseguí ponerme en pie, el ojo de buey estaba abierto de par en par, y el capitán estaba de pie, con la espalda apoyada contra la puerta, pálido como un muerto.

—¡Hay algo en aquella litera! —gritó con una voz extraña, los ojos casi saliendo de sus órbitas—. Sostenga la puerta, mientras yo miro… ¡No se nos escapará, sea lo que sea!

Pero, en vez de ocupar su lugar, salté sobre el lecho inferior, y agarré algo que yacía en la litera superior.

Era algo espantoso, horripilante, y se movió entre mis manos. Era como el cadáver de un hombre ahogado hacía mucho tiempo, y sin embargo se movía, y tenía la fuerza de diez hombres vivos; pero yo agarré con todas mis fuerzas… el viscoso, fangoso, horrible cuerpo del muerto, cuyos blancos ojos parecían contemplarme fijamente desde lo más hondo de sus cuencas; el putrefacto hedor de agua de mar estancada surgía de él y su pelo colgaba en rizos húmedos sobre su cadavérico rostro. Forcejeé con el muerto; me empujó, obligándome a retroceder y casi me rompió los brazos; los brazos del cadáver rodearon mi cuello y apretaron fuertemente hasta que al fin lancé un grito y caí, soltando mi presa.

Mientras caía, la muerte viviente saltó por encima de mí y pareció lanzarse sobre el capitán. Cuando finalmente lo vi de nuevo en pie, su rostro estaba desencajado y sus labios lívidos. Me pareció que lanzaba un violento golpe al muerto, y luego también él cayó hacia delante, de cara, con un inarticulado grito de terror.

La cosa se detuvo un instante, y pareció extender unas invisibles alas sobre el postrado cuerpo del capitán. Traté de gritar de nuevo, aterrorizado, pero me había quedado sin voz. La cosa se desvaneció repentinamente, y me pareció que se marchaba a través del abierto ojo de buey, aunque, teniendo en cuenta lo angosto de la abertura, no pude explicarme cómo podía hacerlo. Permanecí tendido en el suelo largo rato, mientras el capitán yacía a mi lado. Por fin recobré parcialmente la capacidad de movimiento, y de inmediato supe que tenía un brazo roto: el pequeño hueso del antebrazo izquierdo, cerca de la muñeca.

Me puse en pie con dificultad, y con mi mano sana traté de levantar al capitán. Gruñó, se movió y luego recobró el conocimiento. No estaba herido pero parecía mortalmente aturdido.

Bueno, ¿qué más desean oír? No hay nada más que contar. Este es el final de mi historia. El carpintero llevó adelante su proyecto de clavar una docena de tornillos en la puerta del ciento cinco; y si alguno de ustedes toma un pasaje en el Kamtschatka, puede pedir una litera en aquel camarote. Le dirán que está reservado… Sí…, está reservado por aquel cadáver.

Seguí viaje en el camarote del médico, quien me curó el brazo roto y me aconsejó que no me dedicara más a descubrir fantasmas. El capitán se mantuvo muy silencioso y no volvió a navegar en aquel barco, aunque sigue prestando servicio en otros. Y tampoco yo navegaría en él por nada del mundo. Aquella fue una experiencia muy desagradable. Yo estaba mortalmente asustado, y eso es algo que no me gusta.

Esto es todo. Es así como vi un fantasma…, si es que aquello era un fantasma. En todo caso, sí puedo afirmar que lo que fuera estaba muerto.

F. Marion Crawford - La litera superior
  • Autor: Francis Marion Crawford
  • Título: La litera superior
  • Título Original: The Upper Berth
  • Publicado en: The Broken Shaft: Unwin’s Annual for 1886, 1885
  • Traducción: Sin datos

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