«Pues la sangre es vida» es un cuento clásico de terror de F. Marion Crawford, ambientado en una solitaria torre del sur de Italia. El narrador y su amigo Holger, un artista escandinavo, cenan a la luz de la luna en la cima de la torre y observan un inquietante fenómeno: la imagen de una tumba con una figura encima. Intrigado, Holger decide investigar. Al regresar, el narrador le relata la aterradora historia del ser que habita la tumba en la montaña, revelando un misterio oscuro y sobrenatural que ha acechado el lugar durante años. La atmósfera de la narración se carga de tensión y horror a medida que se desvela la verdad detrás de la misteriosa aparición.
Pues la sangre es vida
F. Marion Crawford
(Cuento completo)
Habíamos cenado al anochecer en el espacioso techo de la gran torre porque durante los grandes calores del verano allí se estaba más fresco. Además, la cocinita estaba en una esquina de la gran plataforma cuadrada, por lo que era más cómodo comer allí que verse obligado a bajar los platos por la empinada escalera de piedra, que tenía algún peldaño roto y, en conjunto, estaba muy desgastada por la edad. La torre era una de aquellas construidas a lo largo de toda la costa oeste de Calabria por el Emperador Carlos V a comienzos del siglo dieciséis para mantener alejados a los piratas de Berbería, cuando los infieles estaban aliados con Francisco I contra el Emperador y la Iglesia. Casi todas se han convertido en ruinas, pero algunas siguen intactas y la mía es una de las grandes. Cómo llegó a ser propiedad mía hace diez años y por qué paso una parte de cada año en ella son asuntos que no guardan relación con esta historia. La torre se encuentra en uno de los parajes más solitarios del sur de Italia, en la extremidad de un promontorio rocoso que se curva formando un pequeño pero seguro puerto natural en la extremidad sur del Golfo de Policastro, justo al norte de Cabo Escalea, que según la vieja leyenda local es el lugar donde nació Judas Iscariote. La torre se alza en esa espuela de rocas, y no hay ni una sola casa visible en un radio de seis kilómetros a la redonda. Cuando voy allí me hago acompañar por un par de marineros, uno de los cuales es bastante buen cocinero, y cuando estoy fuera la torre queda a cargo de un pequeño ser parecido a un duende que en tiempos fue minero y que lleva mucho tiempo a mi servicio.
Mi amigo, que a veces me visita en mi soledad del verano, es artista de profesión y escandinavo de nacimiento, y cosmopolita por la fuerza de las circunstancias. Habíamos cenado bajo el ocaso; el resplandor del crepúsculo se había ido enrojeciendo para acabar desvaneciéndose, y la púrpura del anochecer fue tiñendo la vasta cadena de montañas que ciñen el profundo golfo por el este y van volviéndose cada vez más altas a medida que avanzan hacia el sur. Hacía calor y nos sentamos en la esquina de la plataforma que da a tierra, esperando que la brisa nocturna llegara de las colinas. La atmósfera fue perdiendo todo su color, hubo un breve intervalo de luminosidad grisácea y una lámpara proyectó un rayo amarillo desde el umbral de la cocina, donde estaban cenando los marineros.
Después la luna asomó de repente sobre la cresta del promontorio, inundando la plataforma con su resplandor e iluminando todas las rocas y lomas cubiertas de hierba que había bajo nosotros hasta allí donde empezaban las tranquilas e inmóviles aguas. Mi amigo encendió su pipa y se dedicó a contemplar un punto de la ladera. Sabía qué estaba mirando, y llevaba mucho tiempo preguntándome si llegaría a ver algo que atrajera su atención. Conocía muy bien ese lugar. Estaba claro que por fin le interesaba, aunque pasó un buen rato antes de que hablara. Mi amigo tiene una gran confianza en sus ojos, como les ocurre a la mayoría de los pintores, igual que un león confía en su fortaleza y un ciervo en su velocidad, y el hecho de no poder reconciliar lo que ve con lo que cree que debería ver siempre le pone nervioso.
—Es extraño —dijo—. ¿Ves ese montículo que hay a este lado del peñasco?
—Sí —dije yo, y adiviné lo que vendría a continuación.
—Parece una tumba —observó Holger.
—Cierto. Parece una tumba.
—Sí —siguió diciendo mi amigo sin apartar los ojos de aquel lugar—. Pero lo extraño es que veo el cuerpo que yace sobre ella. Naturalmente —añadió, ladeando la cabeza tal y como suelen hacer los artistas—, debe ser un efecto de la luz. En primer lugar, no es una tumba. En segundo lugar, si lo fuera el cuerpo estaría dentro y no fuera. Por lo tanto, es un efecto de la luz lunar. ¿No lo ves?
—Perfectamente; siempre lo veo en las noches de luna.
—No parece interesarte mucho —dijo Holger.
—Al contrario. Me interesa, aunque ya estoy acostumbrado. Y no te equivocas. Ese montículo es realmente una tumba.
—¡Tonterías! —exclamó Holger poniendo cara de incredulidad—. ¡Supongo que ahora me dirás que lo que veo sobre ella es realmente un cadáver!
—No —respondí—, no lo es. Lo sé porque me he tomado la molestia de ir hasta allí y echarle una mirada.
—Entonces, ¿qué es? —me preguntó.
—No es nada.
—Supongo que quieres decir que es un mero efecto de la luz.
—Quizá lo sea. Pero la parte inexplicable del asunto es que no importa si la luna está saliendo o si se oculta, o si está creciendo o menguando. Basta con que haya un poco de luz de luna, venga del este, del oeste o de lo alto, y que caiga encima de la tumba para que puedas ver los contornos del cuerpo que yace sobre ella.
Holger removió el tabaco de la pipa con la punta de su cuchillo, y después usó sus dedos para proteger la cazoleta. Cuando el tabaco ardió bien se levantó de su asiento.
—Si no te importa, iré hasta allí y le echaré una mirada —dijo.
Cruzó la plataforma y desapareció por los oscuros peldaños. Seguí inmóvil en mi asiento mirando hacia abajo hasta que le vi salir de la torre. Le oí entonar una vieja canción danesa mientras cruzaba la explanada bajo la intensa luz de la luna, yendo en línea recta hacia el montículo misterioso. Holger se detuvo cuando estaba a diez pasos de él, dio un par de pasos hacia adelante y luego tres o cuatro hacia atrás: después volvió a quedarse quieto. Yo sabía cuál era el significado de aquellos actos. Había llegado al punto en el que la Cosa dejaba de ser visible; allí donde cambiaba el efecto de la luz, como habría dicho él.
Después siguió avanzando hasta llegar al montículo y subió a él. Yo seguía viendo a la Cosa, pero ahora ya no yacía sobre el suelo; estaba arrodillada, rodeando el cuerpo de Holger con sus blancos brazos y alzando la cabeza hacia su rostro. En ese instante el viento de la noche empezó a bajar de las colinas y una brisa fresca me revolvió el cabello, pero me pareció un hálito llegado de otro mundo.
La Cosa parecía estar intentando ponerse en pie, ayudándose con el cuerpo de Holger mientras él permanecía inmóvil, sin enterarse de nada y, aparentemente, con los ojos vueltos hacia la torre, que resulta muy pintoresca cuando la luz de la luna cae sobre ella desde ese lado.
—¡Vuelve! —grité—. ¡No te quedes ahí toda la noche!
Cuando bajó del montículo me pareció que se movía de mala gana, o con cierta dificultad. Sí, eso era. Los brazos de la Cosa seguían rodeándole la cintura, pero sus pies no podían abandonar la tumba. Holger avanzó lentamente y la Cosa se fue estirando, alargándose como una hilacha de niebla delgada y blanca, hasta que vi claramente cómo el cuerpo de Holger se agitaba en el gesto del hombre que siente un escalofrío. En ese mismo instante la brisa me trajo un leve gemido de dolor —podría haber sido el grito del pequeño búho que vive entre las rocas—, y la presencia nebulosa abandonó rápidamente la silueta de Holger para volver flotando al montículo y acostarse cuan larga era sobre él.
Volví a sentir la brisa fresca en mis cabellos, y esta vez un gélido cosquilleo de temor me recorrió la columna vertebral. Recordaba muy bien haber ido al montículo bajo la luz de la luna; que cuando estuve cerca de él no vi nada y que, como Holger, me había subido a él; y recordaba que cuando volvía, seguro de que allí no había nada, había experimentado la repentina convicción de que bastaría con que me volviera a mirar para descubrir que sí había algo. Recordaba la fuerte tentación de mirar hacia atrás, una tentación que había resistido, pensando que era indigna de un hombre inteligente, hasta que me libré de ella haciendo el mismo gesto que Holger.
Y ahora sabía que esos blancos brazos de niebla también habían estado a mi alrededor; lo supe y me estremecí al recordar que esa noche también había oído el grito del búho nocturno. Pero no había sido el búho nocturno. Era el grito de la Cosa.
Volví a poner tabaco en mi pipa y llené mi copa con el fuerte vino del sur; en menos de un minuto Holger estaba nuevamente sentado junto a mí.
—Naturalmente, allí no hay nada, pero aun así el lugar produce una impresión bastante siniestra —me dijo—. ¿Sabes una cosa? Cuando volvía estaba tan seguro de que había algo a mi espalda que sentí el deseo de darme la vuelta y mirar… Necesité un auténtico esfuerzo de voluntad para no hacerlo.
Se rió, sacó las cenizas de la pipa dándole golpecitos y se sirvió un poco de vino. Permanecimos en silencio durante un rato. La luna siguió subiendo en el cielo y los dos contemplamos a la Cosa que yacía sobre el montículo.
—Podrías inventarte una historia sobre eso —dijo Holger cuando había pasado bastante tiempo.
—Ya hay una historia —repliqué—. Si no tienes sueño te la contaré.
—Adelante —dijo Holger, al que le gustan las historias.
—El viejo Alario estaba muriéndose en la aldea que hay detrás de la colina. Estoy seguro de que le recuerdas. Dicen que hizo mucho dinero vendiendo joyas falsas en el sur de África, y que cuando le descubrieron logró escapar con sus ganancias. Cuando volvió hizo lo que hacen todas esas personas si logran regresar de sus correrías con algo de dinero: decidió reformar su casa para hacerla más grande, y como aquí no hay albañiles hizo venir dos hombres de Paola. Eran un par de canallas de aspecto temible: un napolitano que había perdido un ojo y un siciliano con una cicatriz de casi dos centímetros de profundidad que le recorría la mejilla izquierda. Les veía a menudo, pues los domingos solían venir hasta aquí para pescar en las rocas. Cuando Alario contrajo las fiebres que le mataron los albañiles seguían trabajando. Habían acordado que una parte de su paga consistiría en la comida y el alojamiento, por lo que les hacía dormir en su casa. Su esposa había muerto, y tenía un hijo llamado Angelo que era mucho mejor que él. Angelo iba a casarse con la hija del hombre más rico de la aldea y, por extraño que parezca y aunque su matrimonio había sido acordado por los padres, se decía que los dos jóvenes estaban muy enamorados el uno del otro.
»La verdad es que toda la aldea estaba enamorada de Angelo y entre los que le amaban había una hermosa criatura de espíritu salvaje llamada Cristina, más parecida a una gitana que ninguna de las chicas que he visto por aquí. Tenía los labios muy rojos y los ojos muy negros, poseía la constitución de un lebrel y la lengua de un diablo. Pero Angelo ni tan siquiera se fijaba en ella. Era un muchacho alegre y sencillo que no se parecía en nada al canalla que tenía por padre, y bajo lo que debería llamar circunstancias normales estoy realmente convencido de que jamás habría mirado a ninguna chica salvo a la hermosa y regordeta joven provista de una considerable dote con quien su padre tenía intención de casarle. Pero los acontecimientos acabaron siguiendo un curso que no tuvo nada de normal ni de natural.
«Por otra parte, había un joven pastor de las colinas que hay sobre Maratea, un muchacho muy apuesto que estaba enamorado de Cristina, quien parece sentía la máxima indiferencia imaginable hacia él. Cristina no tenía ningún medio regular de subsistencia, pero era buena chica y estaba dispuesta a encargarse de cualquier trabajo o recorrer la distancia que fuese haciendo un recado a cambio de una hogaza de pan o un plato de judías, y el permiso para dormir bajo techado. Lo que más le alegraba era tener alguna misión que le permitiera rondar por la casa del padre de Angelo. La aldea no tiene médico, y cuando los vecinos comprendieron que el viejo Alario estaba muriéndose mandaron a Cristina a Escalea para que volviera con uno. Eso ocurrió a última hora de la tarde, y si habían esperado tanto tiempo era porque mientras tuvo fuerzas para hablar aquel tacaño agonizante se negó a permitir semejante despilfarro. Su estado empeoró rápidamente mientras Cristina estaba fuera: el sacerdote fue llamado a su cabecera y cuando hubo hecho lo que podía por él se volvió hacia los espectadores, les dijo que en su opinión el viejo había muerto y se marchó de la casa.
»Ya conoces a estas gentes. Sienten un auténtico horror físico a la muerte. Antes de que el sacerdote hablara la habitación estaba abarrotada. Unos instantes después de que aquellas palabras hubieran salido de su boca ya no quedaba nadie. Había anochecido. Todos bajaron corriendo los oscuros peldaños y salieron a la calle.
»Angelo estaba fuera; como ya te he dicho, Cristina aún no había regresado, la no muy espabilada sirvienta que había cuidado del enfermo huyó con los demás y el muerto se quedó solo a la parpadeante luz de la lamparilla de barro.
»Cinco minutos después dos hombres asomaron la cabeza cautelosamente por el umbral y fueron hacia la cama. Eran el albañil napolitano que sólo tenía un ojo y su compañero siciliano. Sabían muy bien lo que buscaban. Les bastó un instante para sacar de debajo del lecho una pequeña pero pesada caja con refuerzos de hierro, y mucho antes de que nadie pensara en volver junto al muerto ya habían aprovechado la protección ofrecida por la oscuridad para abandonar la casa y la aldea. Les resultó muy sencillo, pues la casa de Alario es la última que da a la garganta que lleva hasta allí, y los ladrones se limitaron a salir por la puerta trasera, treparon el muro de piedra y después de aquello ya no corrieron riesgo alguno, dejando aparte la posibilidad de encontrarse con algún aldeano que volviera tarde a su casa, posibilidad muy pequeña dado que pocos aldeanos usaban ese camino. Llevaban consigo un azadón y una pala, y llegaron hasta donde se proponían sin ningún tropiezo.
»Te estoy contando la historia tal y como debió ocurrir pues, naturalmente, no hubo nadie que fuera testigo de esta parte. Los hombres transportaron la caja por la cañada con la intención de enterrarla hasta que pudieran volver y llevársela en un bote. Debían ser lo bastante listos para suponer que parte del dinero estaría en billetes, pues de lo contrario habrían enterrado la caja en la arena húmeda de la playa, donde habría estado mucho más segura. Pero si se hubieran visto obligados a dejarla mucho tiempo en ese lugar el papel habría acabado pudriéndose, por lo que cavaron su agujero allí abajo, cerca de ese peñasco. Sí, justo allí, donde está el montículo…
»Cristina no encontró al doctor de Escalea, pues éste había tenido que marcharse valle arriba, a un lugar que se encuentra a medio camino de San Domenico. Si le hubiera encontrado, el doctor habría acudido en mula por el camino de arriba, que es menos abrupto pero mucho más largo. Pero Cristina tomó por el atajo que hay entre las rocas, que discurre a unos quince metros por encima del montículo y hace una curva alrededor de ese punto. Cuando pasó por allí los hombres estaban cavando y oyó el ruido que hacían. No habría sido propio de ella marcharse sin averiguar qué era aquel ruido, pues en toda su vida jamás le había tenido miedo a nada y, además, a veces los pescadores atracan de noche en la orilla para coger una piedra que les sirva de ancla o buscar ramas con que encender una pequeña hoguera. La noche era muy oscura y Cristina probablemente se acercó bastante a los dos hombres antes de poder ver lo que hacían. Les conocía, claro está, y ellos la conocían a ella, y enseguida comprendieron que tenía sus vidas en su mano. Sólo podían hacer una cosa para asegurarse de que no correrían peligro, y la hicieron. La golpearon en la cabeza, ahondaron el agujero y la enterraron junto con la caja. Debieron comprender que su única posibilidad de escapar a las sospechas estribaba en volver a la aldea antes de que alguien se percatara de su ausencia, pues volvieron inmediatamente, y media hora más tarde estaban conversando en voz baja con el hombre encargado de fabricar el ataúd de Alario. Aquel hombre era compinche suyo, y había estado trabajando en las reparaciones de la casa del viejo. Por lo que he podido averiguar, las únicas personas que se suponía sabían dónde guardaba Alario su tesoro eran Angelo y la sirvienta que he mencionado antes. Angelo estaba lejos; fue la mujer quien descubrió el robo.
»Resulta bastante fácil comprender por qué nadie más sabía dónde estaba el dinero. El viejo siempre cerraba la puerta con llave y cuando salía de la casa se metía la llave en el bolsillo, y no dejaba que la sirvienta entrara a limpiar a menos que él estuviera presente. Aun así, toda la aldea sabía que tenía dinero escondido en algún sitio y los albañiles debieron descubrir su paradero atisbando por la ventana durante su ausencia. Si el viejo no hubiera estado delirando hasta que perdió el conocimiento habría sufrido una espantosa agonía temiendo por sus riquezas. La fiel sirvienta sólo olvidó su existencia durante unos momentos mientras huía con los demás, abrumada por el horror a la muerte. Volvió cuando apenas habían pasado veinte minutos acompañada por dos viejas horrendas que siempre eran llamadas para preparar a los muertos antes del entierro. Al principio no tuvo el valor suficiente para acercarse a la cama, ni siquiera estando acompañada por ellas, pero fingió que se le caía algo al suelo, se puso de rodillas como para encontrarlo y miró debajo de la cama. Las paredes del cuarto habían sido encaladas recientemente hasta el suelo, y le bastó una mirada para darse cuenta de que la caja había desaparecido. Por la tarde estaba allí, así que la habían robado en el breve intervalo de tiempo transcurrido desde que abandonó la habitación.
»La aldea no tiene puesto de carabineros; ni siquiera hay un vigilante municipal, pues no hay municipio. Creo que jamás ha existido. Se supone que Escalea cuida de la aldea de alguna forma misteriosa, y se necesitan un par de horas para conseguir que alguien venga de allí. La anciana había pasado toda su existencia en la aldea, y ni tan siquiera se le ocurrió acudir a alguna autoridad civil para pedirle ayuda. Se limitó a lanzar un alarido y echó a correr por las oscuras callejas del lugar, gritando a pleno pulmón que habían robado en la casa de su amo. Muchos aldeanos se asomaron a mirar, pero al principio ninguno pareció inclinado a ayudarla. La mayoría se erigieron en jueces y murmuraron que probablemente era ella quien había robado el dinero. El primero que hizo algo fue el padre de la chica con quien Angelo iba a casarse; reunió a los que vivían en su casa, todos los cuales sentían un interés personal por la riqueza que debía recaer en la familia, y declaró estar convencido de que la caja había sido robada por los dos albañiles que se alojaban en la casa. Encabezó su búsqueda, que naturalmente empezó en casa de Alario y terminó en el taller del carpintero, donde se encontró a los ladrones tomándose un poco de vino con el carpintero junto al ataúd a medio terminar, alumbrados por una lamparilla de barro llena de aceite y sebo. El grupo de búsqueda acusó inmediatamente a los delincuentes del crimen, y amenazó con encerrarlos en el sótano hasta que se pudiera hacer venir a los carabineros de Escalea. Los dos hombres se miraron el uno al otro durante un momento y después, sin la más mínima vacilación, apagaron la única luz de la estancia, agarraron el ataúd a medio terminar y, usándolo como si fuese una especie de ariete, se lanzaron sobre sus acusadores amparados por la oscuridad. Unos pocos instantes les bastaron para escapar.
»Ese es el final de la primera parte de la historia. El tesoro había desaparecido y, como no pudo hallarse ni rastro de él, los aldeanos, como es natural, supusieron que los ladrones habían conseguido llevárselo consigo. El viejo fue enterrado y cuando Angelo volvió por fin tuvo que pedir prestado dinero para pagar su miserable funeral, y se encontró con ciertas dificultades para conseguirlo. No hacía falta que le dijeran que al perder su herencia había perdido a su novia. En esta parte del mundo los matrimonios se guían por las más estrictas razones comerciales, y si el dinero prometido no aparece el día en que debe entregarse, la novia o el novio cuyos padres no han podido cumplir su promesa ya puede olvidarse del matrimonio, pues éste no llegará a celebrarse. El pobre Angelo lo sabía. Su padre apenas si tenía tierras, y una vez esfumado el dinero que había traído del sur de África, lo único que le quedaba eran las deudas contraídas a causa de los materiales de construcción que habían sido utilizados para agrandar y mejorar la vieja casa. Angelo quedó convertido en un mendigo, y la hermosa y regordeta criatura que habría sido suya le dio la espalda con todo el desprecio exigido en tales casos. En cuanto a Cristina, pasaron varios días antes de que se la echara en falta, pues nadie recordaba que la habían enviado a Escalea para que trajera al doctor, quien nunca llegó a presentarse. Siempre había tenido la costumbre de esfumarse durante varios días seguidos cuando encontraba algún trabajo en las pequeñas granjas que había esparcidas por las colinas. Pero cuando pasó el tiempo y no volvió los habitantes de la aldea empezaron a hacerse preguntas, y acabaron convenciéndose de que había estado de acuerdo con los albañiles y se había escapado con ellos.
Hice una pausa y vacié mi vaso.
—Esta clase de cosas no podrían ocurrir en ningún otro sitio —observó Holger volviendo a llenar su sempiterna pipa—. El encanto natural que rodea al crimen y a la muerte repentina en un país tan romántico como éste siempre me ha asombrado. Hechos que en cualquier otro sitio resultarían simplemente brutales y repugnantes se vuelven dramáticos y misteriosos porque esto es Italia y vivimos en una auténtica torre construida por Carlos V para defender la costa de unos auténticos piratas de Berbería.
—Sí, hay algo de razón en lo que dices —admití.
En el fondo Holger es el hombre más romántico del mundo, pero siempre cree necesario explicar sus sentimientos.
—Supongo que encontraron el cuerpo de la pobre chica junto a la caja —dijo pasados unos instantes.
—Como veo que parece interesarte te contaré el resto de la historia —dije yo.
La luna ya estaba muy alta en el cielo; nuestros ojos podían percibir con más claridad que antes los contornos de la Cosa del montículo.
—La aldea no tardó en volver a su existencia aburrida y prosaica de siempre. Nadie echaba de menos al viejo Alario, quien siempre había estado ausente debido a sus viajes por el sur de África y nunca había llegado a ser una figura familiar en el lugar de su nacimiento. Angelo vivía en la casa a medio terminar, y como no tenía dinero para pagar a la vieja sirvienta ésta no quiso quedarse con él, pero de vez en cuando se presentaba por allí y le lavaba una camisa en nombre de los viejos tiempos. Aparte de la casa, Angelo había heredado un trocito de tierra situado a cierta distancia de la aldea; intentó cultivarla, pero no se tomó la tarea con demasiado entusiasmo, pues sabía que jamás podría pagar los impuestos que gravaban la tierra y la casa, que acabaría siendo confiscada por el Gobierno, o subastada para pagar las deudas de los materiales de construcción, pues el suministrador se negaba a aceptar su devolución.
»Angelo era muy desgraciado. Mientras su padre vivía y era rico todas las chicas de la aldea habían estado enamoradas de él; pero ahora la situación había cambiado. Ser admirado y cortejado y que los padres que tenían hijas casaderas le invitaran a beber vino resultaba muy agradable. Soportar que le miraran con frialdad y, a veces, que se rieran de él porque le habían robado su herencia era muy duro. El mismo se encargaba de preparar sus miserables comidas, y no tardó en ir pasando de la tristeza a la melancolía y el abatimiento.
»Al anochecer, cuando había terminado el trabajo del día, no iba a la explanada que hay delante de la iglesia para estar con los jóvenes de su edad, sino que se dedicaba a vagabundear por los parajes solitarios que había alrededor de la aldea hasta que se hacía noche cerrada. Después volvía a casa y se acostaba para ahorrarse el gasto de una luz. Pero aquellas horas solitarias del crepúsculo empezaron a traerle sueños extraños, aunque no estuviera dormido. No siempre estaba solo, pues cuando se sentaba en el tocón de un árbol, allí donde el angosto sendero se curva hacia la garganta, solía tener la seguridad de que una mujer se le acercaba sin que su caminar hiciera ningún ruido sobre las piedras, como si fuera con los pies descalzos; y se colocaba bajo un macizo de castaños situado a sólo media docena de metros del sendero, haciéndole señas para que se acercara sin decirle nada. Aunque estaba oculta entre las sombras, Angelo sabía que tenía los labios muy rojos, y cuando se separaban un poco para sonreírle enseñaba dos dientes pequeños y muy afilados. Al principio fue más una sensación que algo claramente visible, y supo que era Cristina, y que estaba muerta. Pero no tenía miedo; se limitaba a preguntarse si era un sueño, pues pensaba que si hubiera estado despierto se habría asustado.
»Además, la muerta tenía los labios rojos y eso sólo podía ocurrir en un sueño. Cada vez que se acercaba a la garganta después de que el sol se hubiera ocultado ella ya estaba esperándole allí, o de lo contrario no tardaba mucho en aparecer, y empezó a estar seguro de que cada día se le acercaba un poco más. Al principio sólo había estado seguro de que su boca era tan roja como la sangre, pero ahora cada rasgo fue haciéndose más claro y aquel rostro pálido le contemplaba con ojos tan profundos como hambrientos.
»Los ojos eran lo que más le atraía de ella. Poco a poco supo que algún día el sueño no terminaría cuando él se diera la vuelta para regresar a casa, sino que le llevaría por la garganta de la que surgía la visión. Ahora cuando le hacía señas estaba mucho más cerca de él. Sus mejillas no se hallaban lívidas como las de los muertos, sino que tenían la palidez de quien está famélico, con el hambre física salvaje e imposible de apaciguar que había en esos ojos que le devoraban. Los ojos se alimentaban con su alma y arrojaban un hechizo sobre él, y acabaron clavándose en los suyos reteniendo su mirada. No sabía si su aliento era tan cálido como el fuego o tan frío como el hielo; no sabía si sus rojos labios quemaban los suyos o si los congelaban, o si los cinco dedos posados en su muñeca dejaban cicatrices humeantes o mordían su carne como la escarcha; no tenía forma de saber si dormía o estaba despierto, ni de averiguar si ella estaba viva o muerta, pero sabía que le amaba y que de entre todas las criaturas terrenas o ultraterrenas sólo ella y su hechizo tenían poder sobre él.
»Esa noche cuando la luna subió por el cielo la sombra de la Cosa no estaba sola en el montículo.
»Angelo despertó sintiendo el frescor de la mañana, empapado en rocío y con la carne, la sangre y los huesos helados. Abrió los ojos a la débil luz grisácea y vio que las estrellas seguían brillando sobre su cabeza. Se encontraba muy débil y su corazón latía tan despacio que sintió como si estuviera a punto de perder el conocimiento. Volvió lentamente su cabeza sobre el montículo, como si reposara encima de una almohada, pero el otro rostro no estaba allí. El miedo se apoderó repentinamente de él, un miedo indecible y desconocido; se levantó de un salto y huyó corriendo garganta arriba, y no miró hacia atrás hasta no haber llegado a la puerta de la casa que se alzaba en los aledaños de la aldea. Aquel día fue a trabajar con los hombros encorvados, y las horas se arrastraron cansinamente detrás del sol hasta que éste acabó tocando el mar y se hundió en él, y las grandes colinas de perfiles agudos que se alzaban sobre Maratea se volvieron de color púrpura recortándose contra el cielo del este, teñido de un gris pecho de paloma.
»Angelo se echó a la espalda su pesado azadón y abandonó el campo. Se sentía menos cansado que cuando había empezado a trabajar por la mañana, pero se prometió a sí mismo que iría directamente a casa sin entretenerse en la garganta, que comería la mejor cena que pudiera prepararse y dormiría toda la noche en su cama como corresponde a un cristiano. No volvería al angosto sendero para dejarse tentar por una sombra de labios rojos y aliento helado; no volvería a soñar ese sueño de terror y deleite. Ya estaba cerca de la aldea; el sol se había puesto hacía media hora y la agrietada campana de la iglesia había enviado sus leves ecos discordantes a través de las rocas y las cañadas para decir a todas las buenas gentes que el día había terminado. Angelo se quedó inmóvil un momento allí donde el sendero se bifurcaba, llevando hacia la aldea por la izquierda y hacia la garganta por la derecha, donde un macizo de castaños dominaba el angosto sendero. Se quedó inmóvil durante un minuto, quitándose el maltrecho sombrero de la cabeza y contemplando el mar que se desvanecía rápidamente hacia el este, y sus labios se movieron mientras repetía en silencio la tan familiar plegaria del anochecer.
Sus labios se movieron, pero las palabras que siguieron ese movimiento en su cerebro habían perdido todo significado y se habían convertido en otras palabras distintas, y terminaron con un nombre pronunciado en voz alta: ¡Cristina! La tensión de su voluntad se relajó repentinamente con ese nombre, la realidad se esfumó y el sueño volvió a apoderarse de él y le llevó consigo tan rápida y seguramente como a un hombre que camina dormido, abajo, abajo, por el angosto sendero que conducía a la creciente oscuridad. Y cuando se puso junto a él Cristina le habló en susurros al oído, contándole cosas tan extrañas como dulces, cosas que de haber estado despierto sabía le hubiese resultado imposible comprender del todo; pero ahora eran las palabras más maravillosas que había oído en toda su vida. Y también le besó, pero no en la boca. Sintió el pinchazo de sus besos sobre su blanca garganta, y supo que sus labios estaban muy rojos. Aquel sueño enloquecido siguió desarrollándose a través del crepúsculo, la oscuridad y la salida de la luna y toda la gloria de la noche veraniega. Pero con el alba helada volvió a encontrarse tumbado sobre el montículo, como si estuviera medio muerto, recordando y sin recordar lo ocurrido, despojado de su sangre y, aun así, sintiendo el extraño anhelo de ofrecer todavía más a esos labios rojos. Después llegó el miedo, el pánico horrible que no tenía nombre, el horror mortal que vigila los confines del mundo que no vemos y que no conocemos como conocemos otras cosas, pero que sentimos en cuanto su gélida frialdad congela nuestros huesos y remueve nuestro cabello con el contacto de una mano fantasmal. Angelo volvió a levantarse de un salto y corrió por la garganta hacia el día que empezaba, pero esta vez sus pasos eran menos seguros y jadeaba en busca de aliento mientras corría; y cuando llegó al manantial de límpidas aguas que brota a medio camino de la colina cayó a cuatro patas ante él y hundió su rostro en el agua, y bebió como jamás había bebido antes, pues la suya era la sed del herido que ha pasado toda la noche desangrándose sobre el campo de batalla.
»Le tenía atrapado y no podía huir de ella: iría a verla cada ocaso hasta que le hubiera arrebatado su última gota de sangre. Cuando el día terminaba intentaba tomar otro rumbo y volver a casa por un sendero que no pasara cerca de la garganta, pero todo era en vano. En vano se hacía promesas a sí mismo cada mañana cuando subía por el camino solitario que iba de la costa a la aldea. Todo era inútil, pues cuando el sol se hundía ardiendo en el mar y el frescor del anochecer emergía como de un escondite para deleitar al mundo cansado, sus pies se dirigían hacia el viejo sendero, y ella estaba esperándole bajo la sombra de los castaños; y entonces todo volvía a suceder como siempre, y ella empezaba a besarle su blanca garganta mientras se deslizaba sobre la tierra, rodeándole con un brazo. Y a medida que su sangre se iba agotando el hambre de ella aumentaba y su sed crecía con cada día que pasaba, y cuando despertaba a primera hora del amanecer cada vez le resultaba más difícil reunir las fuerzas necesarias para subir por el empinado sendero que llevaba a la aldea; y cuando iba a trabajar el campo arrastraba los pies, y sus brazos apenas si tenían la fortaleza necesaria para blandir el pesado azadón. Ahora ya casi no hablaba con nadie, pero la gente decía que estaba «dejándose consumir» por el amor a la chica con quien tendría que haberse casado antes de perder su herencia; y reían jovialmente ante esa idea, pues este país no es muy romántico. Esa fue la época en que Antonio, el hombre que vive aquí para cuidar de la torre, volvió de visitar a su familia, que habita cerca de Salerno. Había estado ausente desde antes de la muerte de Alario, y no sabía nada de lo ocurrido. Me ha contado que regresó a última hora de la tarde y que fue directamente a la torre para comer y dormir, pues estaba muy cansado. Despertó cuando ya era medianoche pasada, y cuando miró hacia afuera la luna menguante estaba asomando por detrás de la colina. Sus ojos fueron hacia el montículo, y vio algo, y esa noche ya no volvió a dormir. Cuando volvió a salir por la mañana ya era de día, y en el montículo no había nada que ver, sólo guijarros y arena traída por el viento. Aun así no quiso acercarse demasiado a él; tomó por el camino que lleva a la aldea y fue directamente a la casa del viejo sacerdote.
»—Esta noche he visto a una criatura maligna —dijo—. He visto cómo los muertos beben la sangre de los vivos. Y la sangre es la vida.
»—Cuéntame lo que has visto —replicó el sacerdote.
»Antonio le contó todo cuanto había visto.
»—Esta noche debe traer su libro y su agua bendita —añadió—. Estaré aquí antes del crepúsculo para acompañarle, y si le place a su reverencia cenar conmigo mientras esperamos, me encargaré de prepararlo todo.
»—Vendré —respondió el sacerdote—, pues he leído viejos libros donde se habla de esas extrañas criaturas que no están ni animadas ni muertas, y que yacen en sus tumbas conservando eternamente la frescura de su carne, saliendo cautelosamente de ellas al anochecer para saborear la vida y la sangre.
»Antonio no sabía leer, pero le alegró ver que el sacerdote comprendía a qué se enfrentaban; pues, naturalmente, los libros debían haberle instruido en cuanto a los mejores medios de aquietar para siempre a aquella Cosa que estaba medio viva.
»Antonio fue a cumplir con su labor, que consiste principalmente en sentarse del lado de la torre donde hay sombra, cuando no está encaramado a una roca con una caña de pescar sin hacer ni una sola captura. Pero aquel día fue por dos veces al montículo para examinarlo a la luz del sol, y buscó a su alrededor para ver si había algún agujero por el que la criatura pudiese entrar y salir; pero no encontró ninguno. Cuando el sol empezó a hundirse en el horizonte y el aire se fue enfriando en las sombras acudió a la casa del viejo sacerdote llevando consigo una cestita de mimbre; y dentro de ella colocaron una botella con agua bendita, la patena, el hisopo y la estola que necesitaría el sacerdote; y fueron por el sendero y esperaron en la puerta de la torre a que oscureciese. Pero mientras aún había luz, aunque muy débil y gris, vieron moverse algo: dos siluetas, un hombre que caminaba y una mujer que parecía deslizarse junto a él, y la mujer le besó la garganta mientras apoyaba su cabeza en el hombro de él. El sacerdote también me ha contado eso, y el que le castañetearon los dientes y que cogió a Antonio por el brazo. La visión pasó ante ellos y desapareció entre las sombras. Antonio cogió el frasco de cuero lleno de licor que guardaba para las grandes ocasiones, y se tomó tal dosis que el anciano casi volvió a sentirse joven; y agarró su linterna, su pico y su pala, y le dio al sacerdote la estola para que se la pusiera y el agua bendita para que la llevara, y fueron juntos hacia el lugar donde tenían que hacer lo que les había traído hasta allí. Antonio dice que a pesar del ron le temblaron las rodillas, y el sacerdote vaciló en el recitado de sus latines, pues cuando estaban a pocos metros del montículo la parpadeante luz de la linterna cayó sobre el pálido rostro de Angelo, inconsciente o sumido en un profundo sueño, y sobre su garganta y el hilillo de sangre que se deslizaba a lo largo de ella metiéndosele por el cuello de la camisa; y la parpadeante luz de la linterna cayó sobre otro rostro que se apartó del banquete, sobre dos ojos profundos y muertos que veían pese a la muerte, sobre unos labios entreabiertos más rojos que la mismísima vida, sobre dos dientes relucientes en los que brillaba una gota roja… Entonces el sacerdote cerró los ojos y echó una rociada de agua bendita ante él, y su voz cascada se alzó hasta convertirse casi en un grito; y Antonio, que después de todo no es ningún cobarde, alzó su pico en una mano y la linterna en la otra y saltó hacia adelante, no sabiendo en qué podría terminar todo aquello; y jura que entonces oyó un grito de mujer, y un instante después la Cosa había desaparecido y Angelo estaba solo sobre el montículo, inconsciente, con la línea roja en su garganta y las cuentas del sudor que acompaña a la agonía encima de su fría frente. Le cogieron en brazos y le depositaron en el suelo, cerca del montículo; después Antonio se puso a trabajar y el sacerdote le ayudó, aunque era viejo y no podía hacer gran cosa; y cavaron hasta una gran profundidad, y por fin Antonio, de pie dentro de la tumba, se inclinó con su linterna para ver si había algo en ella.
»Antes tenía el cabello de un castaño oscuro, con algunas mechas canosas en las sienes; en menos de un mes a partir de ese día lo tuvo tan gris como el pelo de un tejón. De joven había sido minero, y la mayoría de esas gentes han contemplado algún que otro espectáculo horrible cuando ha habido accidentes, pero nunca había visto lo que vio esa noche…, esa Cosa que no está ni viva ni muerta, esa Cosa que no puede morar ni en la tumba ni encima del suelo. Antonio trajo consigo algo en lo que el sacerdote no se había fijado. Lo había fabricado esa misma tarde: era una estaca muy afilada hecha con un viejo trozo de madera muy dura que el mar había depositado en la arena.
Ahora lo tenía consigo, y tenía también su pesado y robusto pico, y se había llevado la linterna al fondo de la tumba. No creo que ningún poder de la tierra pueda hacerle hablar de lo que ocurrió entonces, y el viejo sacerdote estaba demasiado asustado para mirar hacia el interior de la tumba. Dice haber oído que Antonio empezó a respirar tan deprisa como una bestia salvaje, y que se movía como si estuviera luchando con algo casi tan fuerte como él mismo; y dice que también oyó un sonido terrible acompañado de golpes, como si algo fuera introducido violentamente a través de la carne y el hueso; y después oyó el sonido más horrible de todos…, el chillido de una mujer, el grito ultraterreno de una mujer que no estaba ni viva ni muerta, pero que llevaba muchos días enterrada. Y el pobre y viejo sacerdote no pudo hacer nada salvo mecerse de un lado para otro arrodillado en la arena, gritando en voz alta sus plegarias y exorcismos para ahogar aquellos sonidos horrendos. Una pequeña caja con refuerzos de hierro salió disparada repentinamente hacia arriba y rodó por el suelo hasta chocar con la rodilla del anciano, y un instante después Antonio estaba junto a él, con el rostro tan blanco como el sebo a la parpadeante luz de la linterna, moviendo la pala con furiosa premura para llenar la tumba de arena y guijarros, y mirando por encima del borde hasta que el agujero estuvo medio colmado; y el sacerdote dijo que en las manos y la ropa de Antonio había mucha sangre fresca.
Había llegado al final de mi historia. Holger se terminó el vino y se reclinó en el asiento.
—Bueno, así que Angelo recobró lo que le pertenecía —dijo—. ¿Se casó con la joven regordeta a la que había estado prometido?
—No; la experiencia había resultado demasiado aterradora. Se marchó a Sudamérica, y desde entonces no se ha vuelto a saber nada de él.
—Y supongo que el cuerpo de esa pobre criatura sigue ahí —dijo Holger—. Me pregunto si estará del todo muerta…
Yo también me lo pregunto. Pero tanto si está muerta como si está viva no siento deseo alguno de verla, ni aun a plena luz del día. Antonio tiene la cabellera tan gris como el pelo de un tejón, y desde aquella noche nunca ha vuelto a ser el mismo de antes.