Frederik Pohl: Feliz cumpleaños, querido Jesús

Frederik Pohl - Feliz cumpleaños, querido Jesús

«Feliz cumpleaños, querido Jesús» (Happy Birthday, Dear Jesus) es un relato de ciencia ficción escrito por Frederik Pohl en 1956. La historia se sitúa en una sociedad donde la Navidad ha sido completamente comercializada, con las compras navideñas comenzando en septiembre y los villancicos transformados en jingles publicitarios. El protagonista, George, trabaja en una tienda departamental y contrata a Lilymary Hargreave, una joven con fuertes convicciones religiosas. A medida que George intenta cortejarla, se enfrenta a las diferencias entre su mundo consumista y los valores tradicionales de la familia de Lilymary, lo que lo lleva a cuestionar sus propias creencias y la verdadera esencia de la Navidad.

Frederik Pohl - Feliz cumpleaños, querido Jesús

Feliz cumpleaños, querido Jesús

Frederik Pohl
(Cuento completo)

Fue la Navidad más desquiciada de toda mi vida. En parte fue culpa de Heinemann, ya que me vino con una de sus ocurrencias acerca de los regalos empaquetados que, ciertamente, parecía buena, pero al igual que todas las demás ideas que paren los de la oficina principal significó dolor de cabeza para todos los demás. Pero lo que de veras me alborotó la Navidad fue la muchacha.

La oficina de personal me la envió después de haber acudido yo allí en carne y hueso y haber aporreado el mostrador tres veces consecutivas. Estábamos ya en el comienzo de la temporada y cuando ella me dijo que había presentado su solicitud tres semanas antes de que la llamaran, me disculpé y pedí línea con la oficina de personal desde mi propio despacho.

—Aquí Martin —dije—. ¿Qué demonios pasa con tus empleados? La chica es del tipo empíreo y me la habéis tenido por ahí perdida un mes por lo menos…

Crawford, el jefe de personal, me interrumpió.

—¿Has cruzado muchas palabras con ella?

—No, la verdad, pero…

—Llámame cuando lo hayas hecho —advirtió y colgó.

Volví a la oficina del almacén, donde me esperaba la hembra en cuestión con mucha paciencia, y me quedé mirándola con detenimiento. A mí me parecía bien.

Era rubia, de ojos azules y nada grandota; su sonrisa era breve y dulce. No era exactamente hermosa, pero era la clase de muchacha que a uno le gusta conocer. No era ni atontada ni procaz; que es la perfecta descripción de lo que llamamos «tipo empíreo». ¿Qué ocurría, pues, en la oficina de personal?

Se llamaba Lilymary Hargrave. La puse a trabajar en la máquina perfumadora de regalos empaquetados y me dediqué luego a lo mío. Tengo en mi departamento a unas ciento cuarenta y una personas empleadas y en plena temporada navideña suelo doblar el número de trabajadores. Pero las cosas nos salen a pedir de boca. Un ejemplo: Saul y Capell, un negociete que nos viene pisando los talones en cuanto a dominio comercial de la ciudad se refiere, tiene ciento sesenta empleados en el departamento de regalo y consulta y sus ventas son un veinticinco por ciento más pequeñas que las nuestras. En los cuatro años que llevo al frente del departamento no ha dejado de cumplirse a rajatabla ningún programa.

La mañana en que comenzó a trabajar la nueva empleada la pasé entera vigilándola. Era una chiquita despierta, lista, demasiado lista para aturullarse con el perfumador. Necesitaba alguien como ella a mi alrededor y, en un momento dado, consideré que si seguía respondiendo tan bien como veía, al cabo de una semana la pondría en el mostrador de consejos, y que el diablo se llevara lo que pensasen los de personal.

El almacén estaba lleno de compradores de última hora. Creo que soy un sentimental, pero me encanta observar el gentío que entra y sale, los artículos revueltos por todas partes y las lucecitas en los árboles y los altavoces musitando: «Navidades blancas», «La última bujía del mercado» y «Campanitas de alegría», y tantas y tantas cosas que son tradicionales. Navidad es algo más que una temporada de buenas ventas para mí: significa algo.

La chica pidió verme cerca de la hora de cerrar. Parecía cansada, y con razón. Vi una carretilla llena de regalos empaquetados y a un tipo de la sección de Envíos con cara de no saber qué pasaba. La chica dijo:

—Perdone, señor Martin, pero creo que he cometido un error.

El tipo de Envíos rio entre dientes.

—Compruébelo usted mismo, señor Martin —dijo, tendiéndome uno de los paquetes.

Lo miré. Era cierto, había un error. La nueva idea de Heinemann para aquel año consistía en una tarjeta de regalo adosada: una vulgar escena navideña y un mensaje de paz impreso:

Felicitación en el día más feliz del año

De . . . . . .
A . . . . . . .
$8,50

El precio variaba según el artículo, por supuesto. La idea de Heinemann era que el cliente la rellenase y mandase por correo a quien quisiese antes del tiempo oportuno. De este modo, la persona que recibiese la tarjeta sabría cuánto tendría que gastar en el regalo con que debía cumplimentar al remitente. Era un truco agudo, lo admito, y quizá lo más agudo de todo era el pico de los cincuenta centavos. Heinemann decía que era de poca educación el ofrecer precios redondos y puesto que los clientes preferían esta aparente imprecisión, era mejor hacerlo así.

Pero el problema estaba en que las máquinas de empaquetar regalos sólo engranaban tarjetas de modelo homogéneo, por lo que se hacía necesario poner el precio a mano.

—Muy bien, Joe —dije—. Yo me ocuparé de esto personalmente —Joe se fue satisfecho a Envíos y me encaré con la chica—. Es culpa mía. Debería habérselo explicado, pero creo que habría sido excesivo para el primer día.

Parecía abatida.

—Lo lamento —dijo.

—No hay nada que lamentar —le mostré la solapilla que el Departamento de Envíos se quedaba en calidad de resguardo para archivo una vez el paquete era enviado—. No tenemos más que seguir esta indicación; el precio está puesto en todos los resguardos. Comprobaremos las tarjetas y las seleccionaremos. Creo… —consulté el reloj—. Creo que esta noche saldrá usted un poco más tarde, pero haré que se le considere tiempo extra y se le pague por ello. No ha sido culpa suya, a fin de cuentas.

—Señor Martin —dijo con vacilación—, creo que no va a poder ser… es decir, ¿no podemos dejarlo para otro día? No es que esté cansada, sino que tengo que estar en casa porque mi padre me espera y si no llego a tiempo no se acordará de cenar. Por favor.

Creo que fruncí el entrecejo un tanto, ya que su cara quedó un poquito contristada. Pero, después de todo, era su primer día.

—Señorita Hargrave —dije—, deje de preocuparse. Yo me ocuparé de ello.

La forma en que me ocupé de ello fue hacerlo por mi cuenta. Era ya tarde cuando acabé, de modo que comí con rapidez y fui a casa a acostarme. Pero no me importó, porque, ¡oh, si supierais qué sonrisa me dedicó al marcharse!

La mañana siguiente estuve mirando aquí y allá porque deseaba ver de nuevo a Lilymary Hargrave. Pero mi suerte parecía estar ausente, porque ella también lo estaba.

Mi brazo derecho, Johnny Furness, me informó que ni siquiera había telefoneado. Llamé a los de personal para que me dieran su número telefónico, pero no lo tenían; pedí su dirección, pero la compañía telefónica afirmó que no había ningún teléfono a su nombre. Estuve paseando nervioso hasta la hora del café y entonces me calé el sombrero y salí del almacén. No era sólo que quisiera verla, me decía a mí mismo; era una obrera demasiado buena para dejar que se sintiera aturdida por un simple error y era, al mismo tiempo, cuestión de justicia que fuera a buscarla a su casa.

La casa estaba en un barrio indescriptible: ni bueno ni malo. Un grupo de críos jugaba junto a una boca de riego… aunque, por otro lado, las casas eran limpias y más o menos nuevas. Clase media, habría dicho cualquiera.

Di con el domicilio y llamé a la puerta de un apartamento del segundo piso.

Abrió un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años aproximadamente: el padre de Lilymary, consideré.

—Buenos días —dije—. ¿Está la señorita Hargrave?

Sonrió; su rostro estaba tostado por el Sol y sus dientes eran brillantes.

—¿Cuál?

—Rubia, estatura media, ojos azules. ¿Hay más de una?

—Cuatro. Pero usted se refiere a Lilymary; ¿no quiere pasar?

Lo seguí y me encontré con una versión de Lilymary de seis años que cogió mi sombrero y lo colgó solemnemente en una percha hecha de cañas de bambú. El hombre delgado dijo:

—Soy Morton Hargrave, padre de Lily. Ella está en la cocina.

—George Martin —dije.

Asintió y se fue, a la cocina, supuse. Me senté en un sillón pasado de moda que había en la sala de estar y la niña de seis años lo hizo en el borde de una silla de rígido respaldo que se erguía enfrente de mí, sin duda para estar segura de que no iba a arramblar con ninguno de los recuerdos que había en la repisa de la chimenea. La estancia estaba llena de curiosidades: sobre todo el pedazo de tejido áspero cruzado por una lanza. Todo tenía un algo que recordaba a los mares del sur, aunque no soy un experto.

La de seis años dijo con seriedad:

—Éste es el individuo, Lilymary —y se levantó.

—Buenos días —dijo Lilymary Hargrave, con algunas manchas de harina y una expresión de interés pintada en el rostro.

Dije tartamudeando:

—Yo… este… vi que no había acudido esta mañana y, bueno, puesto que es usted nueva en la empresa, pensé…

—Perdone, señor Martin —dijo—. ¿No le dijeron nada en la sección de personal acerca de los domingos?

—¿Qué pasa con los domingos?

—He de tener los domingos libres —explicó—. El señor Crawford dijo que no era corriente, pero me es imposible aceptar el empleo de otra forma.

—¿Domingos libres? —repetí—. Pero… pero, señorita Hargrave, ¿no se da cuenta de que eso altera mis planes? ¡El domingo es el día que más trabajo tenemos! Nuestra empresa no es una tienda para ricos; nuestros clientes trabajan durante toda la semana. Si no disponemos de personal que les atienda cuando pueden acudir, no hacemos el trabajo que ellos quieren que hagamos.

—Lo lamento muchísimo, señor Martin —dijo sinceramente.

El engendro de seis años alcanzaba ya mi sombrero. El padre me dijo desde el vestíbulo:

—Venga cuando quiera, señor Martin. Nos alegraremos de verle.

Me acompañó hasta la puerta mientras Lilymary me despedía con una sonrisa y un gesto y regresaba a la cocina. Dije:

—Señor Hargrave, ¿podría pedir a Lilymary que vaya por la tarde por lo menos? Detesto parecer el patrón, pero resulta que no damos abasto los fines de semana, sobre todo ahora que tenemos la temporada encima.

—¿Temporada?

—Temporada navideña —expliqué—. Cerca del noventa por ciento del beneficio anual se consigue en la temporada navideña, y una buena parte durante los fines de semana. ¿Se lo pedirá usted?

El hombre negó con la cabeza.

—Seis días trabajó el Señor —me soltó—, y el séptimo descansó. Lo siento.

Y allí estaba yo, fuera del piso y con la puerta cerrándose educada pero implacablemente a mis espaldas.

La gente está chiflada. Fui en metro hasta el almacén con un humor de perros; compré un periódico pero no lo leí, ya que cada vez que le echaba el ojo encima veía la fecha que anunciaba que la temporada navideña se acercaba y que quedaba muy poco tiempo para cubrir las cifras programadas: ocho de septiembre.

Me prometí que tendría preparado algo para espetárselo a la señorita Lilymary Hargrave cuando tuviese la amabilidad de presentarse en su trabajo. Sin embargo no ocurrió así. Porque aquella noche, mientras mascullaba acerca de los mil líos del día una vez se habían marchado todos, me enamoré de Lilymary Hargrave.

Acaso esto haya sonado a estupidez. Ella ni siquiera estaba allí y yo apenas la conocía de unas horas antes, y cuando un hombre empieza a dejar atrás los treinta y no se ha casado nunca, se empieza a pensar que es un caso difícil y que no es probable que caiga en la red de golpe y porrazo y que se enamore impetuosamente como un adolescente después de su primer divorcio barbilampiño. Como fuera, así ocurrió.

Estuve a punto de llamarla. Temblé al borde del acto, mi mano sobre el auricular del teléfono. Pero era casi medianoche y si no estaba en la cama es algo que no quería saber, de manera que me fui a dormir. Me incliné al lado del lecho y apagué el soñador antes de ponerme a dormir; tenía una soñateca corriente repleta, un modelo de lujo con quinientos sueños que me había regalado la casa la Navidad anterior. Tenía el harén de Haroun al Raschid y tres de las favoritas de Carlos II; había viajado en cohete alrededor de la Luna, buceado hasta la Atlántica, ganado todas las apuestas en las carreras y hasta me habían elegido rey del mundo. Pero lo que quería soñar a la sazón no estaba grabado en ninguna cinta: su nombre era Lilymary Hargrave.


El lunes duró una eternidad. Pero al final de la eternidad, cuando la punta del ala del ruiseñor había erosionado por completo la montaña de acero y el personal de Envíos se ponía el sombrero, el abrigo, se empolvaba la nariz o se arreglaba el cabello, me fui derecho hacia Lilymary Hargrave y le pregunté si quería cenar conmigo.

Pareció desconcertada, pero sólo un instante. Luego sonrió… Creo haber mencionado ya la dulzura de su sonrisa.

—Su proposición es fabulosa, señor Martin —dijo educadamente—, y se la agradezco infinito. Pero no puedo.

—Por favor —dije.

—Lo siento.

Pude haber rogado de nuevo y hasta haberme postrado de hinojos a sus pies, tan importante era para mí. Pero el personal estaba todavía en la tienda y no quiero ni pensar lo que habría sido el espectáculo del jefe de departamento de rodillas ante la última obrera admitida. De modo que dije escuetamente:

—Mal, mal —me despedí con un gesto y me alejé, dejando que su desconcierto me siguiera.

Despejé el escritorio, amontonando cuentas y facturas en un cajón; estaba ya a punto de salir cuando oí una voz que me llamaba:

—¡Señor Martin, señor Martin!

Ella corría hacia mí sin aliento.

—Lo lamento —dijo—, no quería gritarle, pero el caso es que telefoneé a mi padre y…

—Creí que no tenía usted teléfono —dije acusadoramente.

Parpadeó.

—Lo llamé a la rectoría —explicó—. El caso es que lo llamé y, bueno, ambos nos sentiríamos muy honrados si pudiera venir a cenar con nosotros a casa.

¡Maravillosas palabras! La apariencia entera de la sala de embalaje y expedición cambió en un momento. Me incliné tontamente ante ella sintiendo una suave aceleración cardíaca; me sentí tan contento que habría regalado una casa, tan fuerte que habría destrozado a un oso de las cavernas, cualquier cosa habría hecho. Quería gritar y cantar, pero lo que dije fue:

—De acuerdo.

Nos encaminamos al metro y en el intervalo tuve que haberle hablado de alguna cosa, pero el caso es que no recuerdo nada de cuanto dijimos, sólo que ella parecía el ángel que se encuentra en el punto más alto del más alto de los árboles navideños.


La cena estuvo bien, y había mucha, cocinada por la misma Lilymary, y creo que hice el idiota a más no poder. Estaba sentado, con la niña de seis años a un lado y Lilymary al otro, enfrente de la que tenía diez años y de la que tenía doce. El padre de las cuatro estaba en una punta; éramos los únicos varones. Creí entender que había un par de hermanos, pero no vivían con la familia. Supongo que había habido una madre en otro tiempo, a no ser que Morton Hargrave hubiera forjado a sus chicas con un molde de repostería; el caso es que la madre parecía haber muerto. Me sentía un tanto abrumado. No estaba acostumbrado a sentirme rodeado de tanta pieza femenina ni tan jóvenes como aquéllas.

Lilymary quiso entablar conversación conmigo, pero no tuvo mucho éxito. Las hermanas menores comenzaron a reírse como tontas y ella tuvo que hacerlas callar y a deslizarles ciertas observaciones en cierta clase de lengua extranjera muy peculiar: me sonó a dialecto extraño muy remoto y más tarde supe lo que era. Pero fue desconcertante, especialmente en los labios de la de los seis años y las risitas tontas. Así, no pude responder adecuadamente a las intentonas de Lilymary.

Pero todo tiene su final, hasta las cenas con niñas reidoras. Luego, el señor Hargrave y yo nos sentamos en el salón y esperamos a que las muchachas… ¿acabaran de fregar los platos?

—Señor Hargrave, ¿ha dicho que están fregando los platos? —dije desconcertado.

—Claro, claro que los están fregando —dijo—. ¿De qué otra manera podrían limpiarse?

—Vaya, señor Hargrave, pues con un lavaplatos —y lo miré de manera distinta; los negocios son los negocios; y añadí—: A fin de cuentas, estamos en temporada navideña. En mi empresa hacemos campaña de lavaplatos para que sean ofrecidos como regalo de Navidad, ¿sabe? Nosotros…

Me interrumpió con buen humor.

—Yo tengo ya mis regalos, señor Martin. Cuatro regalos que son excelentes lavaplatos.

—Pero, señor Hargrave…

—Déjese de señor Hargrave —la niña de seis años estaba junto a mí y me miraba con desaprobación—. Doctor Hargrave.

—¡Corinne! —exclamó el padre—. No le haga caso, señor Martin. Como habrá visto, no hacemos las cosas de manera muy… muy civilizada. Hemos pasado mucho tiempo en Borneo.

Las muchachas regresaban ya de la cocina. Lilymary se había quitado el delantal y estaba… de miedo.

—Señor Martin —dijo ocurrente—, ¿le gustaría oír cómo toca Corinne?

Había un piano en un rincón. Dije con rapidez:

—Me enloquece el piano. Pero…

Lilymary rio.

—Lo hace bien —me dijo con seriedad—. Aunque esté ella delante he de confesarlo. Pero si no le gusta, dejaremos que se marche. O si lo prefiere, Gretchen y yo cantaremos un poco.

¡Por Satanás! ¿Acaso no había ningún televisor en aquella casa? Me sentía completamente desplazado, pero, claro, Lilymary seguía estando de miedo. Así que accedí y Lilymary y la doceañera llamada Gretchen cantaron canciones antiguas mientras que la seisañera llamada Corinne las acompañaba al piano. No estuvo mal. Luego, la de diez años, cuyo nombre no había oído a la sazón, recitó versos; y, por último, se me quedaron mirando todos con atención.

Me aclaré la garganta, bastante confundido. Lilymary dijo con rapidez:

—Oh, espere: usted no tiene que hacer nada, señor Martin. Se trata de una costumbre nuestra; no esperamos que los extraños se adapten a ella.

No quería que fecundara la palabra «extraño». De modo que dije:

—Pero si me gusta mucho. Quiero decir que soy bastante mediocre a la hora de entretener a mis amigos, pero… —vacilé, y vacilé porque era la cosa más acertada que había dicho; no tengo mejor voz que una cabra y, por supuesto, el instrumento que me ha enseñado a entonar es un aparato de T. V.

Pero en aquel momento recordé algo procedente de la infancia.

—¿Les gustaría —dije entusiasmado— algo apropiado para esta temporada? ¿«Una visita de Santa Claus», por ejemplo?

Gretchen dijo respondonamente:

—¿Qué temporada? No comenzamos a celebrar…

El padre la cortó:

—Adelante, señor Martin, por favor —dijo amablemente—. Nos encantaría oírlo.

Me aclaré la garganta y comencé:

—Es temporada navideña y en todos los hogares decentes
alborota ya San Nicolás con sus asistentes.
Alacenas repletas, cajones que abasto no dan
de tantos recuerdos empaquetados que vienen y van.
¡Navidad, alborozo, relámpago entusiasta!
¡Cuántas listas por hacer! ¡Cuánto derroche de pasta!
Tanto para…

—¡Eh! —exclamó Gretchen con cara de pocos amigos—. Papá, eso no es…

—¡Chitón! —dijo el señor Hargrave enfadado, aunque su cara tampoco era muy cordial; pero dijo—: Por favor, prosiga.

Comencé a desear no haber abierto la bocaza. Me estaban mirando todos de una manera muy rara, salvo Lilymary, que constantemente miraba el suelo. Pero era demasiado tarde para retroceder. Proseguí:

—Tanto para el dormitorio, tanto para el lavabo,
y en la cocina… ¡ya no cabe ni el pavo!
—¡Ayúdanos, Westinghouse! ¡Ayúdanos, Philips, lote completo!
¡Gallina Blanca, General Electric, subid al abeto!
Mirad a Papá con su cara risueña
mientras recorta el cupón de su postal navideña.
Tanto para la familia, tanto para las amistades.
¡Qué lista tan larga estas Navidades!
Olvidar un regalo puede ocasionar un malentendido.
Consulte si ha hecho el regalo exigido.
Y en…

Gretchen se levantó.

—Es hora de irnos a la cama —dijo—. Buenas noches a todos.

Lilymary la contuvo.

—No es la hora. No todavía —y me miró por vez primera—. Por favor, continúe —dijo arqueando una ceja.

Seguí graznando:

—Y en las tiendas, ¡cuántos regalos se ponen en camino!
No hay palabras para explicar este torbellino.
El robot lavaplatos, el nuevo frigorífico,
el secador-teñidor, que por cierto es magnífico;
la puerta de didimio, la negra ropa interior,
¡y un televisor estereoscópico a todo color!
¡Ven, Departamento de Crédito! ¡Caja de Ahorros
y Monte de Piedad! ¡Ven Club de Navidad! ¡Ven…!

Lilymary apartó la mirada. Me detuve y me humedecí los labios.

—No recuerdo más —mentí—. Lo siento… si…

El doctor Hargrave sacudió la cabeza como hombre que emerge de una pesadilla.

—Realmente, creo que se ha hecho un poco tarde —dijo a Lilymary—. Quizá… quizá nuestro invitado quiera un poco de café antes de irse.

Rechacé el café y Lilymary me acompañó hasta el metro. No hablamos mucho.

En la entrada de la boca del metro nos estrechamos la mano.

—Ha sido una velada agradable —dijo.

Un grupo de cantores de villancicos se acercó a nosotros; di al guitarrista unas monedas. Irritado de súbito, dije:

—¿Esto no significa nada para usted?

—¿El qué?

Hice un gesto señalando a los cantores.

—Eso. La Navidad. La Navidad sentimental, apacible, cálida y entrañable. Lilymary, nos conocemos hace muy poco, pero…

—Por favor, señor Martin —me interrumpió—. Yo… yo ya sé lo que va usted a decir —parecía horrorosamente suplicante bajo la luz navideña de la iluminación roja y verde del árbol que habían plantado en la entrada del metro; sus piernas blancas y rectas, apenas ocultas por los pantalones cortos, adquirieron reflejos cromáticos; sus ojos relampaguearon; añadió—: Habrá visto que, como dice papá, estamos un poco alejados de la… civilización. Papá es misionero y hemos estado en Borneo desde que yo era pequeña. Gretchen, Marlene y Corinne nacieron allí. Para nosotros era diferente en aquel lugar —miró al árbol que se alzaba sobre nosotros y suspiró—. Es difícil acostumbrarse —dijo—. A veces lamento haber salido de Borneo.

Me miró fijamente y sonrió.

—Pero, a veces, me alegro de estar aquí —y se fue.

¿Ambigüedad? Llámesele cosa de mujeres. De cualquier modo, así lo llamé yo. Estaba cerca del inicio del sentimiento que yo deseaba experimentase ella; y, por segunda vez, dejé que los muslámenes del harén de Haroun al Raschid permanecieran inmóviles en sus estuches.


La calamidad se produjo. Mi brazo derecho, Furness, vino una mañana con cara de desánimo y una carta en un sobre que ostentaba el sello gubernamental.

—¡Felicidades! —dijo—. Lo convocan a usted para que forme parte del jurado de ciudadanos de…

—¡Deberes jurídicos! —grazné—. ¡Y en estos días! Vayamos por partes, Johnny. Voy a llamar al señor Heinemann a ver si él puede solucionar esto.

Furness negó con la cabeza.

—Lo lamento, señor Martin. Ya le pregunté antes a él; pero no puede impedirlo. Se trata de un asunto de importancia: elegir con los ojos cerrados muestras de doce marcas de cigarrillos con filtro… y el señor Heinemann dice que no parecería honrado el desentenderse.

A todos mis problemas venía a añadirse el de la diplomacia de aquel individuo.

Lo que significaba tiempo y también que no tendría tanto como quisiera para dedicarlo a Lilymary. Comer juntos un par de veces; ocasiones extraordinarias entre ligeros intervalos de las máquinas de empaquetar obsequios; y poco más.

El caso es que no podía olvidarme de ella. Había algo en aquella mujer que me atraía. La proporción, acaso. Inexplicable, por cierto. ¿Su familia? Un horror Victoriano; pero era su familia. Decidí aceptarlo como fuese y me dije que por lo pronto tenía que empezar a ver cómo.


—Señorita Hargrave —dije formalmente, al salir de mi oficina; caminamos hasta un lado, debajo de las cintas transportadoras; el estruendo de las mercancías que se organizaba sobre nuestras cabezas nos proporcionaba cierta intimidad; dije—: Lilymary, ¿va a tomarse vacaciones este domingo, como de costumbre? ¿Puedo ir a visitarla?

Dudó sólo un segundo.

—Pues claro —dijo con firmeza—. Será un placer para todos. ¿Para cenar?

Negué con la cabeza.

—Tengo reservada para usted una sorpresa —susurré; me miró alarmada—. Bueno, no para usted, exactamente. Para las niñas. Confíe en mí, Lilymary. ¿Quedamos a eso de las cuatro?

Le guiñé el ojo y regresé a la oficina para preparar algunas cosas. No es precisamente tranquilizador (como dije, se trataba de nuestra temporada más agitada), pero ¿de qué vale ser el jefe si no se es capaz de controlar todas las piezas? Así, me armé de un vozarrón enérgico y los de Servicios Especiales protestaron, vacilaron y finalmente aceptaron participar en una Visita especial de Santa Claus a la casa de los Hargrave el domingo por la tarde.

Una vez las crías en el bolsillo, planeé astutamente, ganarse al viejo sería cosa fácil, ¿y qué niño puede resistir una visita de Santa Claus?


Apreté el timbre, entré y caminé por la curiosa sala de estar a la moda de los mares del sur como si ya perteneciera a la familia.

—¡Feliz Navidad! —dije de buen humor al engendro de seis años que me había abierto la puerta—. Espero que las niñas estéis preparadas para una pequeña fiesta.

La niña me miró con incredulidad y desapareció. Oí que decía algo de manera estridente y en son de protesta en la estancia contigua y la voz de Lilymary se alzó firme y bien modulada. Al momento entró la misma Lilymary.

—Hola, señor Martin.

—George.

—Hola, George —tomó asiento y pasó la mano por el sofá—. ¿Le apetece un poco de limonada?

—Sí, gracias —hacía calor realmente, ya que estábamos a fines de septiembre y el lugar no parecía tener aire acondicionado. Llamó a Gretchen y ésta apareció con una jarra y algunos pasteles. Dije, como quien advierte:

—¡No te apresures, muñequita! Dentro de poco, habrá una sorpresa.

Lilymary carraspeó mientras la pequeña dejaba ruidosamente la bandeja y salía correteando.

—Yo… me gustaría que me dijese en qué consiste esa sorpresa, George —dijo—. Ya sabe, somos un poco… bueno, póngase en nuestro lugar, y me pregunto…

—No hay nada de que preocuparse, Lilymary —le aseguré—. ¿Cuánto falta para las cuatro, un par de minutos? Pues no se apure. Serán puntuales y llegarán en cualquier momento.

—¿Serán? ¿Llegarán?

Miré a mi alrededor; no había moros en la costa.

—Santa Claus y sus ayudantes —susurré.

—Santa Cla… —comenzó.

—¡Ssh! —indiqué la puerta con un gesto—. Quiero que sea una sorpresa para las niñas. No me lo eche a perder, Lilymary.

Bien: ella abrió la boca; pero no tuvo oportunidad de decir nada. El timbre sonó; Santa Claus y sus ayudantes llegaban a la hora prevista.

—¡Lilymary! —gritó la de doce años al abrir la puerta—. ¡Mira!

No vas a despanzurrar a una cría por sentirse emocionada.

—¡Ho, ho, ho! —canturreó Santa Claus, entrando a saltitos—. Hola, señor Martin. ¿Es aquí?

—Claro, Santa Claus —dije triunfante—. Entradlo todo, muchachos.

La niña de doce años gritó:

—¡Corinne! ¡Marlenne! ¡Venid a ver esto! —había un extraño tono en su voz, pero no presté mucha atención; no me correspondía interferir.

Me alejé, sonriendo, a un rincón de la estancia mientras los ayudantes de Santa Claus entraban sus sacos de chucherías sobre las espaldas. Hubo «¡ho, ho, ho!» y «¡Feliz Navidad a todos!» hasta que acabé repitiéndolo mentalmente.

Lilymary me miraba al tiempo que se mordía un labio. Santa Claus la tocó en el hombro.

—Señorita, ¿dónde está la cocina? —preguntó—. ¿Aquella puerta? Muy bien; Winken, tú mete allí lo tuyo. Tú, Nod, baja y monta en un santiamén la instalación sonora y luego encárgate de la puerta. Los demás… —echó un vistazo rápido a la estancia—… podéis ir alineando los regalos aquí y allá. ¡A trabajar, muchachos! Tenemos que hacer cuatro visitas más esta tarde.

Imposible ver un grupo de gnomos navideños moverse más aprisa que aquéllos. En un tris se alzó el árbol y quedó lleno de estrellitas de plata, de grises Formas Correctas y Cheques del Banco de Crédito. Otro tris y los ayudantes habían colocado una nutrida serie de luces verdes y rojas que iban de la sala de estar hasta la instalación de sonido. Tris tras, y podíamos oír a la instalación sonora que emitía cadenciosa y alegremente Lo que quiero de Navidad es dos veces de todo y la llevaba hasta la calle; incluso vi que algunos niños del vecindario se agrupaban en la puerta dispuestos a la diversión. Los ayudantes que ocupaban la cocina desempaquetaban pasteles navideños de azúcar coloreada y terrones de cacao, mientras recogían donativos infantiles de diez y veinticinco centavos; los ayudantes encargados de la decoración enseñaban a los niños los juguetes y chucherías a medida que los iban sacando de los sacos; y, en cuanto a Santa Claus, éste se limitaba a permanecer sentado en un trono resplandeciente.

—¡Ho, ho, ho, muchachitos míos! —decía—. ¿Qué hace trabajando vuestro papá en esta feliz temporada navideña?

Eran mi orgullo. No había allí un solo ayudante que no fuera capaz de entrar en Saúl y Cappel o cualquier otro establecimiento de la ciudad y llevarse consigo un Santa Claus acompañado de tropa y todo. Pero así es la vida y así es nuestra genial empresa: manos hábiles y sueldos elevados; si no lo creen ustedes, consulten nuestras ventas.

Bien. Yo quería quedarme y asistir al cogollo de la diversión, pero el domingo es un mal día para tomarse la tarde libre; de modo que me escurrí al exterior y me dirigí a la tienda. Trabajé duro durante unas cuatro horas y aproveché un momento para bajar a la sección de Servicios Especiales cuando el personal comenzó a dejarse caer por caja. La gente en que yo estaba interesado fue la última en presentar su informe, naturalmente. Santa Claus estaba evidentemente cansado; dejé que informara y cambiara sus recibos de venta antes de cogerlo por mi cuenta.

—¿Cómo te fue? —le pregunté nervioso—. ¿Te dijo algo la señorita Hargrave… bueno, la más crecidita de las cuatro?

Me miró acusadoramente.

—Señor Martin, no debió meternos en esto. ¿Cómo se puede cumplir con el trabajo cuando nos mete usted en tal atolladero?

Por supuesto, no era la forma en que Santa Claus debe dirigirse al jefe de departamento, pero lo dejé estar. El tipo estaba obviamente alterado.

—Pero ¿de qué me habla?

—¡De esos Hargrave! Hablando con sinceridad, señor Martin, por la forma en que nos trataron se diría que no nos querían allí. Las niñas eran como el mismo demonio. Pero cuando llegó el viejo… ¡la leche! Se lo digo, señor Martin, he pasado once Navidades en el Departamento y jamás vi una familia con menos espíritu navideño que esos Hargrave.

El contable pidió una oportunidad porque quería cerrar el libro aquella misma noche, de manera que dejé que Santa Claus siguiera rindiendo cuentas. Por mi parte, sus palabras me habían dejado muy pensativo y estuve dándoles vueltas mientras volvía a la oficina.

No tuve que esperar mucho para comprender su sentido. Poco antes de cerrar, una de las chicas de la oficina me llamó la atención mientras me estaba ocupando de una nueva empleada de la sección de Consejos y atendí la llamada telefónica. Se trataba del padre de Lilymary. ¿Furioso? Chispas echaba, fíjate en lo que te digo. A duras penas podía seguir el hilo de sus palabras. Frases como «corrupción de la fiesta navideña», «compraventa del gusto» y cantidad de otras semejantes se me escapaban del todo. Pero hubo una cosa que entendí a la perfección.

—Quiero que sepa usted, señor Martin —dijo con voz crispada pero clarísima—, que desde este momento deja de ser bien recibido en mi casa. Me duele mucho decírselo, señor. En cuanto a Lilymary, puede considerar esto su dimisión a partir de este mismo momento.

—Pero —dije—, pero…

Pero habían colgado ya. Y éste fue el fin de aquello.

Los de personal me llamaron al cabo de un par de días porque querían saber qué hacer con la paga de Lilymary. Les dije que le enviaran el cheque por correo; tuve en el acto otra idea y les pedí que me lo enviaran a mí. Lo envié yo mismo, adjuntando una nota de disculpa por mis chapuzas, fueran éstas cuales fuesen. Pero ni siquiera se me respondió.

Comenzó octubre y el ritmo de trabajo aumentó. Por las noches llegaba molido a casa, ponía en marcha mi soñador y me quedaba como una marmota. Sometí a la maquinita a un compás agotador; incluso pedí a nuestro agente comprador de la sección de Sueños que me consiguiera ejemplares raros y curiosos, de un orden especial: Los últimos días de Petronio Arbitro, el Diario de Casanova, la Vida de Polly Adler, etcétera, hasta que llegó el día en que el agente comenzó a mirarme de reojo cada vez que me veía llegar. Pero nada de esto resultó. Mientras dormía me rodeaba lo más erótico; pero cuando despertaba se me metía dentro la imagen fija del rostro de Lilymary Hargrave.

Octubre. La tienda hasta los topes. El coste de la vida nacional había subido un 0,00013, pero nuestras ventas habían aumentado sus beneficios en un 0,00021 sobre el año anterior. Los jefes de sección resplandecían de contento y el aire estaba atestado de pluses para todos. Noviembre. La marea llegó a su cúspide y pequeñas olitas anunciaron un suave reflejo. Los almacenes se habían quedado sin existencias y los fabricantes se echaban a reír cuando les suplicábamos algún que otro envío; pero la sección de Artículos para el Hogar estaba tan muerta como en plenas rebajas de enero. Nuestro ritmo de ventas disminuyó sólo microscópicamente, pero no tanto que amortiguase nuestra intensidad de trabajo. Lo que tenía su truco, pues exponíamos, recomendábamos e insistíamos con aquellos artículos que podíamos suministrar, y hacíamos lo posible por disuadir al cliente de comprar aquellos otros que no podíamos reponer tan fácilmente.

¿Mala política? De ningún modo. Consultando cifras, resulta que vaciamos la tienda entera cuatro veces en siete semanas. Más del cincuenta por ciento a la semana. Nuestro balance de las ventas de julio había anunciado un ligero desajuste: de cada cien personas que habíamos esperado comprasen acondicionadores de aire, dos no lo habían hecho, pero de cada cien que tenían que comprar menaje de cocina habían comprado una y media más. Desde septiembre, Saúl y Cappel estaban sin más artículos de cocina que los que devolvían en otros lugares, y aun así los liquidaban nada más recibirlos.

Heinemann me llamó a su oficina.

—George —dijo—, acabo de comprobar sus estadillos. La lista de encargos incumplidos sube a más de once mil. Quiero decirle que estoy sorprendido de la manera con que usted y su departamento…

—¡Un momento, señor Heinemann! —estallé—. ¡Eso no es justo! Trabajamos más de lo debido por las noches, hasta que caemos rendidos todos. Once mil es una cifra pequeña, si me permite decirlo.

Me miró con sorpresa.

—Pero si iba a decirle eso, George —dijo—. Lo que iba a hacer es felicitarlo.

Me sentí henchido. Tragué saliva.

—Bu… gracias —dije—. Bueno, lo siento, yo…

—Olvídelo, George —Heinemann me miraba pensativo—. Está usted preocupado por algo, ¿no?

—La verdad, yo…

—¿Se trata de aquella chica?

—¿Chica? —lo miré—. ¿Quién ha dicho nada de ninguna chica?

—Vamos, suéltelo —dijo de buen humor—. ¿Cree que no lo sabe la empresa entera? —consultó su reloj—. George —dijo—, no me gusta meterme en la vida privada de los empleados. Usted lo sabe bien. Pero si aquella chica es la causa de que usted las esté pasando canutas, ¿por qué no se casa con ella por un tiempo? A lo mejor es lo que le hace falta a usted. Vamos, George, confiéselo. ¿Cuándo estuvo casado por última vez? ¿Hace tres años? ¿Cinco?

Aparté la mirada.

—Nunca lo estuve —admití.

Esto lo sobresaltó.

—¿Nunca? —me observó concienzudamente unos instantes—. ¿Que usted nunca…?

—¡No, no, no! —dije con rapidez—. Nunca lo estuve. Ni tampoco he conocido una situación parecida. Siempre me pareció… bueno, un paso muy importante para darlo a la ligera.

Heinemann distendió los músculos.

—¡Ah, la juventud! —estaba de buen humor, sin duda—. Siempre con miedo de herir a la gente, ¿eh? Bueno, me ocuparé de lo mío, si eso es lo que usted quiere. Pero si yo fuera usted, George, no la dejaría escapar.

Aquello fue todo. Volví al trabajo; pero no dejé de pensar en lo que me había dicho Heinemann.

Al fin y al cabo… ¿por qué no?

—¿Lilymary? —llamé.

Vaciló y se volvió a medias. Había contado con eso. Podía deducirse de ello que no se había criado en el país; desde los seis años, nuestras muchachas no hacen más que escuchar la Lección Número Uno: cuando vayas sola por la noche, no te pares nunca.

Se detuvo pero no mucho. Miró en mi dirección y me vio, y su expresión cambió como si le hubiera dado un garrotazo.

—George —dijo, dudó y siguió caminando.

Su cabello resplandecía como un arco iris bajo las luces de Navidad.

Estábamos a unas cuantas puertas de su casa. Miré con un poco de aprensión a ésta, pero no había ningún padre Hargrave aguardando. La seguí y le dije:

—Por favor, Lilymary. ¿Podemos hablar un momento?

—¿Para qué?

—Para… —tragué saliva—. Para excusarme.

—No hace falta ninguna excusa —dijo con amabilidad—. Pertenecemos a mundos distintos, George. Y esto no necesita disculpas.

—Por favor.

—Bueno —dijo por fin—, ¿por qué no?

Dimos con un banco en un pequeño parque que había del otro lado de la boca del metro. Era tarde; camiones enormes del Departamento de Sanidad vaciaban cubos de basura, mientras los vehículos cisterna regaban las calles; tuvimos que alzar las piernas cuando éstos pasaron.

Dijo de pronto:

—Tendría que regresar. He salido sólo a hacer una compra pequeña —dijo; pero se quedó.

Bueno, el caso es que me excusé y que ella me escuchó como tiene que hacerlo una dama. Y, como era una dama, dijo luego:

—No hay por qué disculparse —y esto fue todo.

Y yo sin decir todavía lo que quería decir. Y sin saber cómo empezar.

Tanteé el problema. En medio del ruido de los cubos de basura y el crujido de los incineradores, la conversación se hacía difícil.

Pero incluso con tales impedimentos, capté una frase de sus labios:

—… volver a la jungla. Aquélla es nuestra casa, George. Mi padre no quiere esperar más tiempo. Ni tampoco las niñas.

—¿Volver? —la interrumpí.

—Eso he dicho —dijo mirándome; hizo un gesto con la cabeza señalando a los trabajadores de Sanidad, ocupados con los montones de tarjetas de Navidad y echándolos a los incineradores—. En cuanto se aligere el correo —dijo— y mi padre obtenga el permiso. Hace una semana que le remitieron el visado, al menos eso le han dicho. Dijeron que, con el trasiego navideño, tardaría en llegar dos o tres semanas más de lo acostumbrado.

Algo me subía por la garganta. Todo lo que pude decir fue:

—¿Por qué?

Lilymary suspiró.

—Allí hemos vivido, George —explicó—. Éste no es sitio para nosotros. Somos hijos de la misión y a ella sola pertenecemos, a la difusión de la buena nueva… Aunque mi padre dice que ustedes los de aquí la necesitan más que los de Borneo —me miró fugazmente—. Es decir…

Hice un gesto con la mano. Tomé aliento.

—Lilymary —dije de sopetón—, ¿quiere usted casarse conmigo?

Silencio. Ella me miraba.

—Oh, George —dijo al cabo de un instante.

Y eso fue todo; he sido capaz de ponerlo en palabras. Lo que siguió no.


No obstante, proponer un matrimonio es como comprar un número de lotería; puede que no toque el primer premio, pero siempre queda la pedrea.

Lilymary habló con su padre y se me permitió entrar en la casa. No quiero decir que fuese bien recibido, pero el doctor Hargrave era muy educado: distante, pero educado. Me ofreció café, habló de las supersticiones oníricas de los naturales de Borneo y de los viejos días de la Misión, y cuando Lilymary estuvo lista para salir, me dio la mano en la puerta.

Fuimos a cenar… Le pregunté (aunque no con la inquisición frenética que me roía el alma sino como tema de conversación) que por qué tenían que volver allí. Por los dyaks, dijo; eran el verdadero pueblo de su padre; lo necesitaban. Después de la muerte de la madre, su padre quiso volver a América… pero fue un error para los demás. Él estaba dispuesto a venir. Las muchachas, por supuesto, vinieron con él.

Fuimos a bailar… La besé, protegidos por las sombras, bastante más tarde. Ella vaciló pero al fin me devolvió el beso.

Resolví enviar al carajo mi soñador; sus éxtasis de cartón piedra se volvían pálidos.

—¿Sabes? —dijo al apartarse, con la voz endulzada y con una nota risueña—, en Borneo no todo es cantar himnos piadosos.

La volví a atraer hacia mí, pero ella se escurrió y desapareció la risa. Miró su reloj.

—Es hora de irme, George —dijo—. Empezamos a hacer el equipaje mañana mismo.

—Pero…

—Es hora de irme, George —dijo.

Y me besó en la puerta, pero no me invitó a entrar.

Saqué las grabaciones del soñador y las esparcí por la habitación con no poca mala leche. Horas más tardes, tras la quincuagésima intentona de penetrar en la región de los sueños y el vigésimo cigarrillo, me levanté, encendí la luz y las busqué.

Eran poca cosa, ciertamente; pero eran todo lo que yo tenía.

¡Semana de Fiesta! La tienda estaba medio pelada. Un recadero del Departamento de Crédito vino en mi busca con un montón de fichas justo en el momento de sonar el timbre de cierre.

Las dejó en mi escritorio.

—¡Gracias a Dios! —dijo con calor—. Creí que no se iba a quedar para ver esto, señor Martin.

Les eché un vistazo como si no pasara nada. El tipo me miró sorprendidísimo, pues los empleados descorchaban ya botellas y los botones del comedor subían bocadillos a toda pastilla; el individuo se alejó.

Encontré la ficha que me interesaba. «¡Se necesita socio!», ponía encima de todo con triple subrayado en rojo, pero no era aquello lo que yo buscaba. Lo encontré a mitad de texto: «Se espera que abandone el país en cuarenta y ocho horas. Contratante organizado según leyes del Estado de New York como grupo misionero religioso. No consta salario en archivos. Nota preventiva: no nos parece recomendable económicamente, ya que…»

Dejé de leer. ¡Cuarenta y ocho horas!

Al final de la página había unas palabras a mano, de la mano misma del Gerente de Créditos: «George, ¿qué coño buscas? Es la cuarta investigación que hacemos de esa gente».

Era cierto; pero aquélla sería la última. Al cabo de cuarenta y ocho horas se habrían ido todos.

La Fiesta de Navidad fue un asco. Pero había sido una Navidad espléndida para el establecimiento; antes de que pasara media hora estaba todo el mundo borracho.

Resolví no participar en la Semana de Fiesta. Permanecí en casa la mañana que siguió, mirando por la ventana. Había comenzado a nevar y el servicio de limpieza apartaba los viejos árboles navideños. Cuando llega Navidad todo se vuelve abandono; pero mi humor no concordaba con la temporada, sino con Lilymary y el número de kilómetros que había de mi casa a Borneo.

Pasé la hoja del calendario: 25 de diciembre. El 26 partirían…

Pero no podía, repito, no podía dejarla marchar tan fácilmente. No es que quisiera intentarlo de nuevo para volver a ser detenido; no era cuestión de tentar la suerte. Yo quería verla. De pronto, ninguna otra cosa tuvo significado para mí. Así, tomé el metro aunque sabía que era embarcarme en una empresa de locos. Pero ¿qué clase de empresa era más apropiada para mi ánimo?

No estaban en casa, pero no iba a permitir que aquello me contuviera. Llamé a la puerta de al lado y obtuve un receloso y sospechoso ¿qué-quiere-usted-de-ellos? que me espetó la mujer que había abierto. Pese a todo, me dijo que acaso estuvieran en el Centro de la Comunidad, en la manzana contigua.

Y allí estaban.

El Centro de la Comunidad era un lugar de recreo, muy amplio, de ladrillo. Había piscinas para nadar, mesas de ping-pong y todo tipo de cosas que tienen por finalidad el que los niños se mantengan apartados de la calle. Así era el vecindario. En el sótano había una sala de actos; en ella se encontraban los Hargrave, todos, junto con dos docenas de personas más. Salvo las hembras Hargrave no había allí jóvenes. La sala tenía cierto aire polvoriento, de almacén, como si no se utilizase con mucha frecuencia; aunque, por lo que vi, tenían allí hasta un árbol de Navidad. Fueran quienes fuesen los demás, no parecían ser muy expertos.

Entré y me quedé en la puerta, mirando alrededor. Alguien tocaba el piano y cierto grupo entonaba algunas canciones. La música me parecía familiar, pero fui incapaz de identificar las palabras:

Adeste fideles,
læti triumphantes.
Venite, venite in Bethlehem.

Las muchachas estaban sentadas juntas, en la fila del frente; el padre no estaba con ellas, pero vi por qué. Estaba en pie ante un pequeño facistol en la parte delantera.

Natum videte, regem angelorum.
Venite adoremus, venite adoremus…

Reconocí entonces la tonada; se trataba de un plagio velado de aquello que estuviera de moda hace tiempo, el mambo del árbol navideño. No fue del todo mal, sin embargo, cuando acabaron con un sonoro acorde del piano y las quince o veinte voces en una nota prolongada. Hargrave comenzó a hablar entonces.

No le presté atención. Estaba demasiado ocupado observando la nuca de Lilymary. Mi factor psi ha sido siempre bajo y ella no lo rectificó volviéndose.

Había algo que me molestaba. Creo que era cierto resplandor que procedía de la parte delantera, arriba del todo. Aparté los ojos de la rubia cabellera de Lilymary y vi, irradiando luz, al doctor Hargrave. Parpadeé y volví a mirar y vi que no era tan radiante. Supuse que se trataba de algún rayo de Sol filtrado por las claraboyas y reflejado en su rubia cabeza, pero durante un momento me produjo una sensación extraña. Sin duda me moví entonces porque el hombre me divisó. Le tembló una palabra, pero prosiguió sin más. Fue suficiente, empero. Al cabo de unos segundos, Lilymary volvía la cabeza y sus ojos se encontraban con los míos.

Ya sabía que estaba allí. Me alejé de la puerta y me senté en el escalón de la entrada.

Tarde o temprano tenía que salir.

No duró mucho mi espera. Se me acercó con una pregunta en la mirada. Había salido por voluntad propia; en el interior, su padre seguía con la charla.

Me levanté de un salto y lo dije todo de una vez:

—Lilymary, me es imposible evitarlo, pero quiero casarme contigo. Sé que lo he hecho todo mal, pero no ha sido ésa mi intención. Yo… yo no quiero que sea bajo condiciones, Lilymary. Quiero que sea de por vida. Aquí o en Borneo, no me importa. Lo único que me interesa es una cosa y ésa eres tú —era divertido: resulta que quería decirle que la amaba y me mantenía tieso y torpe, hablando con el mismo tono de voz con que solía decir a un empleado que quedaba despedido.

Pero lo entendió. Aunque no hubiera dicho una sola palabra, ella lo habría entendido igual. Abrió la boca para hablar, pero cambió de idea para, en seguida, volver a abrir la boca y decir:

—¿Qué harías en Borneo —y en el acto, tan bajo que a duras penas la oí—, querido?

¡Querido! Fue como cuando Heinemann me hizo pasar en cierta ocasión y me dijo: «¡Jefe de Departamento!» Me sentí como de dos metros de estatura.

No respondí. Me adelanté y la besé, y no fue extraño que no supiera que no estábamos solos hasta que oí la tos del padre, apenas a un metro de distancia.

Pegué un bote, pero Lilymary se volvió y lo miró completamente en calma.

—Deberías estar en el servicio, padre —le dijo con reproche.

El padre movió su enorme cabeza.

—El doctor Mausner no puede bendecir sin mí —dijo—. Tendría que estar dentro, pero…, bueno, el Señor tiene tantas cosas que perdonarnos que no creo se moleste por una más. Bueno, ¿qué pasa aquí?

—George me ha pedido que me case con él.

—¿Y?

Ella me miró.

—Yo… —comenzó, pero se detuvo.

—Yo la quiero —dije.

El padre me miró también a mí y suspiró.

—George —dijo al cabo de unos instantes—, por primera vez en mi vida no sé lo que está bien ni lo que está mal. Quizá haya sido egoísta al pedir a Lilymary que viniera conmigo y con las niñas. No es que se lo dijera así, pero tampoco niego que fuera eso lo que quería. Pero… —sonrió y su sonrisa fue amplia y cálida—. Pero hay algo que sí sé. Conozco a Lilymary; y sé que puedo confiar en ella y en la rectitud de sus decisiones —la acarició suavemente—. Lo veré después del oficio —me dijo alejándose.

En la sala, a través de la puerta que abrió, pude oír las voces que cantaban al unísono.

—Entremos a rezar, George —dijo Lilymary, y al mirarme vi que todo su corazón, toda su alma, estaban en su rostro.

No dudé más que un instante. ¿Rezar? Rezar significaba Lilymary en aquel momento, y esto a su vez significaba… bueno, todo.

De modo que entré. Estaban todos de rodillas y Lilymary me fue enseñando las palabras; y recé. Y, ¿os lo creeríais?, nunca me he arrepentido.

FIN

Frederik Pohl - Feliz cumpleaños, querido Jesús
  • Autor: Frederik Pohl
  • Título: Feliz cumpleaños, querido Jesús
  • Título Original: Happy Birthday, Dear Jesus
  • Publicado en: Alternating Currents (1956)
  • Traducción: Antonio-Prometeo Moya

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