Fredric Brown: Los ondulantes

Fredric Brown - Los ondulantes

Sinopsis: «Los ondulantes» (The Waveries) es un cuento del escritor estadounidense Fredric Brown, publicado en enero de 1945 en la revista Astounding Science Fiction. El redactor publicitario George Bailey escucha la radio para estudiar a la competencia cuando detecta un extraño patrón que se cuela en la señal. Lo que en un principio parece un simple error de transmisión, acaba revelándose como un inquietante fenómeno que se repite en todas las emisoras. A medida que la interferencia se intensifica, George y su amigo Pete Mulvaney empiezan a sospechar que están presenciando el inicio de un acontecimiento mucho mayor de lo que nadie imagina.

Fredric Brown - Los ondulantes

Los ondulantes

Fredric Brown
(Cuento completo)

Definiciones del diccionario abreviado Webster-Hamlin, edición de 1998:

ondulante s. un invasor
invasor s. inórgano de la clase radio
inórgano s. ente incorpóreo, invasor
radio s. 1. clase de inórganos. 2. frecuencia etérea entre luz y electricidad. 3. (obsoleto) método de comunicación usado hasta 1957


Las salvas inaugurales de la invasión no fueron estruendosas, pero sí oídas por millones de personas. George Bailey estaba entre esos millones. Elijo a George Bailey porque fue el único que llegó a tener una vaga intuición de lo que pasaba.

George Bailey estaba borracho, y, dadas las circunstancias, no se le podía culpar por ello. Estaba escuchando avisos por radio de la clase más repulsiva. No porque él quisiera escucharlos, desde luego, sino porque su jefe, J. R. McGee, de la red MID, le había dicho que lo hiciera.

George Bailey escribía anuncios radiofónicos. Lo único que odiaba más que la publicidad era la radio. Y ahora dedicaba su tiempo libre a escuchar irritantes y nauseabundos anuncios comerciales en una emisora rival.

—Bailey —había dicho J. R. McGee—, deberías familiarizarte más con lo que otros hacen. En especial, deberías estar informado sobre lo que hacen los clientes nuestros que usan varias emisoras. Con franqueza, te sugiero…

Uno no se opone a las francas sugerencias del jefe si quiere conservar un trabajo de doscientos dólares semanales.

Pero uno puede beber whisky sours mientras escucha. George Bailey bebía whisky sours.

Además, entre una tanda de publicidad y otra, jugaba al gin rummy con Maisie Hetterman, una atractiva mecanógrafa pelirroja del estudio. Era el departamento de Maisie y la radio de Maisie (George, por principios, no tenía radio ni televisor); pero George había llevado el licor.

—… sólo los mejores tabacos —decía la radio— entran dit-dit-dit, cigarrillo favorito del país…

George miró la radio.

—Marconi —exclamó.

Desde luego, quería decir Morse, pero como los whisky sours le habían mareado un poco, su primera corazonada se acercó más a la verdad que a la de cualquier otro. Era Marconi, en cierto modo, de un modo muy especial.

—¿Marconi? —preguntó Maisie.

George, que odiaba hablar con la radio puesta, se inclinó para apagarla.

—Quise decir Morse —dijo—. Morse, como en los boy scouts o en el cuerpo de señales. En un tiempo fui boy scout.

—Vaya si has cambiado —dijo Maisie.

George suspiró.

—Alguien se creará problemas, si transmite en código en esa longitud de onda.

—¿Qué decía?

—¿Decía? Ah, quieres decir qué decía la señal. S…, la letra S. Dit-dit-dit es S. SOS es dit-dit-dit da-da-da dit-dit-dit.

—¿La O es da-da-da?

George sonrió.

—Dilo de nuevo Maisie. Me gusta. Y creo que tú también eres da-da-da.

—George, quizá sea un SOS verdadero. Enciéndela de nuevo.

George lo hizo. El anuncio de los cigarrillos aún estaba en el aire.

—… caballeros del gusto más dit-dit-dit-guido prefieren el gusto superior de los cigarri-dit-dit-dit. En su nuevo paquete, que los conserva dit-dit-dit y ultrafrescos…

—No es un SOS. Son sólo eses.

—Como una tetera… Oye, George, quizá sea un truco publicitario.

George meneó la cabeza.

—En ese caso, no lo haría sobre el nombre del producto. Espera un minuto hasta que…

Alargó la mano y movió el dial de la radio un poco a la derecha y un poco a la izquierda, y una expresión incrédula inundó su rostro. Movió el dial hacia el extremo izquierdo, tanto como pudo. No había ninguna estación allí, ni siquiera el zumbido de una nota de transmisión, pero la radio decía dit-dit-dit, dit-dit-dit.

Movió el dial hacia el extremo derecho. Dit-dit-dit.

George apagó la radio y miró a Maisie sin verla, lo cual no era fácil.

—¿Algo malo, George?

—Espero que sí —respondió George Bailey—. Por cierto, espero que sí.

Pensó en tomar otra copa y cambió de idea. Tuvo la repentina corazonada de que algo importante ocurría y quería estar sobrio para evaluarlo.

No tenía la menor idea de lo importante que era.

—George, ¿qué quieres decir?

—No sé qué quiero decir. Maisie, demos un paseo hasta el estudio, ¿eh? Creo que habrá cosas interesantes.

Día 5 de abril de 1957; ésa fue la noche en que los ondulantes llegaron.

Había empezado como una noche más. Ya no lo era.

George y Maisie esperaron un taxi, pero como no veían ninguno tomaron el metro; ah, sí, aún funcionaba en esos días. Les dejó a una manzana del edificio de la emisora.

Aquello era un manicomio. George, sonriendo, atravesó el vestíbulo, con Maisie del brazo, subió en el ascensor hasta la quinta planta y sin ninguna razón dio un dólar al ascensorista. Nunca en su vida había dado propina a un ascensorista.

El joven se lo agradeció.

—Le sugiero que no se acerque a los gerentes, señor Bailey —dijo—. Le arrancarán las orejas a dentelladas a cualquiera que se atreva tan sólo a mirarles.

—Maravilloso —exclamó George.

Desde el ascensor fue directamente hacia el despacho del propio J. R. McGee.

Se oían voces estridentes detrás de la puerta de vidrio. George alargó la mano hacia el picaporte y Maisie trató de detenerle.

—Pero, George —susurró—, ¡te despedirán!

—Hay momentos para todo —dijo George—. Aléjate de la puerta, primor.

Apartó a Maisie con suavidad, aunque con firmeza.

—Pero, George, ¿qué te propones…?

—Observa.

Entreabrió la puerta y las frenéticas voces cesaron. Cuando asomó la cabeza, todos los ojos se volvieron hacia él.

—Dit-dit-dit —dijo—. Dit-dit-dit.

Se echó hacia atrás y hacia un lado justo a tiempo de escapar del vidrio astillado por el pisapapeles y el tintero que atravesaron el panel de la puerta.

Aferró a Maisie y corrió hacia la escalera.

—Ahora nos beberemos una copa —le dijo.

Había una multitud en el bar de enfrente, pero se trataba de una multitud extrañamente silenciosa. Por respeto al hecho de que la mayoría de los clientes eran gente de la radio, ese bar no tenía televisor sino un gran gabinete de radio, y casi todos estaban agolpados alrededor.

—Dit —decía la radio—. Dit-da-d’-da-di-daditda-dit…

—¿No es hermoso? —le susurró George a Maisie.

Alguien movió el dial. Otro preguntó qué banda era ésa y alguno dijo: «La policial». Alguien dijo: «Busca la onda corta», y otro alguien la buscó. «Esto debería ser Buenos Aires», comentó uno. «Dit-d’da-dit», dijo la radio.

Alguien se pasó los dedos por el cabello y dijo: «Apaguen esa maldita cosa». Alguien la apagó y alguien la encendió de nuevo.

George sonrió y se dirigió hacia un reservado donde había visto a Pete Mulvaney sentado a solas con una botella delante. George y Maisie se sentaron frente a él.

—Hola —saludó George, muy serio.

—Demonios —dijo Pete, que era jefe del personal de investigación técnica de la radio.

—Una bella noche, Mulvaney —dijo George—. ¿Has visto la luna remontando las algodonosas nubes cual un áureo galeón arrojado sobre olas de plateada cresta en un huracanado…?

—Cállate —le interrumpió Pete—. Estoy pensando.

Whisky sours —pidió George al camarero. Se volvió hacia Pete—. Piensa en voz alta, para que todos oigamos. Pero, antes, ¿cómo has escapado del manicomio de enfrente?

—Me han pateado, echado, me han despedido.

—Choca esos cinco. Y luego explícate. ¿Les dijiste dit-dit-dit?

Pete le miró con repentina admiración.

—¿Eso has hecho?

—Tengo un testigo. ¿Qué hiciste tú?

—Les dije lo que yo pensaba que era, y creen que estoy loco.

—¿Lo estás?

—Sí.

—Bien —dijo George—. Entonces, queremos oírlo… —Chasqueó los dedos—. ¿Qué pasa con la televisión?

—Lo mismo. El mismo sonido en audio, y la imagen tiembla y se desdibuja con cada punto o guión. En este momento, es sólo un borrón.

—Maravilloso. Y ahora dime qué ocurre. No me importa lo que sea, mientras no se trate de una trivialidad, pero quiero saberlo.

—Creo que es el espacio. El espacio está distorsionado.

—El viejo amigo, el espacio —murmuró George Bailey.

—George —dijo Maisie—, cállate por favor. Quiero oír esto.

—El espacio es también finito. —Pete se sirvió otra copa—. Recorres cierta distancia en cualquier dirección y vuelves al punto de partida. Como una hormiga arrastrándose alrededor de una manzana.

—Mejor una naranja —dijo George.

—De acuerdo, una naranja. Ahora, supongamos que las primeras ondas de radio jamás emitidas acaban de terminar el viaje de vuelta. En cincuenta y seis años.

—¿Cincuenta y seis años? Pero yo pensaba que las ondas de radio viajaban a la misma velocidad que la luz. Si es así, en cincuenta y seis años sólo pudieron recorrer cincuenta y seis años-luz, y eso no puede ser todo el universo porque se sabe que hay galaxias a millones o quizá miles de millones de años-luz. No recuerdo las cifras, Pete, pero nuestra galaxia sola tiene mucha más extensión que cincuenta y seis años luz.

Pete Mulvaney suspiró.

—Por eso digo que el espacio debe de estar distorsionado. Hay un atajo en alguna parte.

—¿Un atajo tan corto? No puede ser.

—Pero, George, escucha lo que se está recibiendo. ¿Entiendes el código?

—Ya no. No a esa velocidad, al menos.

—Bien, pues yo sí entiendo —dijo Pete—. Ésa es la jerga de los primeros radioaficionados norteamericanos. Son los sonidos que llenaban el aire antes que las emisiones radiales normales se iniciaran. Es la jerga, las abreviaturas, la cháchara del granero al altillo de los aficionados con claves, con cohesores Marconi o detectores Fessenden… y pronto oirás un solo de violín. Te diré cuál es.

—¿Cuál?

—El Largo, de Händel. El primer disco fonográfico transmitido por radio. Fessenden lo emitió desde Brant Rock en mil novecientos seis. Oirás su CQ-CQ en cualquier momento. Te apuesto un trago.

—De acuerdo. Pero ¿qué era el dit-dit-dit que empezó todo esto?

Mulvaney sonrió.

—Marconi, George. ¿Cuál fue la señal más poderosa jamás emitida, cuándo y por quién?

—¿Marconi? ¿Dit-dit-dit? ¿Hace cincuenta y seis años?

—Eres un buen alumno. La primera señal transatlántica, el doce de diciembre de mil novecientos uno. Durante tres horas, la gran estación de Marconi en Poldhu, con postes de más de sesenta metros, envió una S intermitente, dit-dit-dit, mientras Marconi y dos asistentes, en St. Johns, Terranova, remontaban una antena a ciento veinte metros en una cometa hasta que al fin captaron la señal. A través del Atlántico, George, con chispas que saltaban de las grandes botellas de Leyden en Poldhu y veinte mil voltios brincando de las tremendas antenas…

—Un minuto. Pete, hay algo que no encaja. Si eso fue en mil novecientos uno, y la primera emisión radial fue en mil novecientos seis, pasarán cinco años antes que la emisión de Fessenden llegue aquí por la misma ruta. Aun si hay un atajo de cincuenta y seis años-luz en el espacio y aun si esas señales no se debilitaron tanto en el viaje como para que no podamos oírlas…, es una locura.

—Te previne que lo era —dijo Pete, desanimado—. Caray, esas señales serían tan infinitesimales después de viajar tan lejos que, en la práctica, no existirían. Más aún, están en todas las bandas, desde las microondas para arriba, y en todas tienen la misma fuerza. Y, como tú dices, ya hemos recibido casi cinco años en dos horas, lo cual no es posible. Te he dicho que es una locura.

—Pero…

—Sshhh. Escucha —dijo Pete.

Una voz borrosa, pero inequívocamente humana, les llegó de la radio, mezclándose con los chasquidos del código. Y luego una música débil y cascada, pero de violín sin duda: El Largo de Händel.

Sólo que, de pronto, se agudizó como si escalara de clave en clave, hasta volverse tan estridente que lastimaba el oído. Y así siguió hasta pasar el límite de lo audible, y no pudieron oír más.

—Apaguen ya esa maldita cosa —dijo alguien.

Alguien la apagó, pero esa vez nadie volvió a encenderla.

—Yo mismo no lo creía —dijo Pete—. Y hay otro elemento en contra, George. Esas señales afectan también la televisión, y las ondas de radio no tienen la longitud adecuada para eso. —Meneó la cabeza lentamente—. Ha de haber otra explicación, George. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que estoy equivocado.

Tenía razón: estaba equivocado.


—Descabellado —dijo el señor Ogilvie.

Se quitó las gafas, frunció el ceño, y se las caló de nuevo. Miró a través de ellas los papeles que tenía en la mano y los arrojó, desdeñoso, sobre el escritorio. Los papeles resbalaron hasta descansar contra una placa triangular que rezaba:

B. R. Ogilvie
Jefe de redacción

—Descabellado —repitió.

Casey Blair, su mejor reportero, sopló un anillo de humo y lo atravesó con el índice.

—¿Porqué? —preguntó.

—Porque…, caramba, es descabellado por completo.

—Ahora son las tres de la mañana —dijo Casey Blair—. La interferencia ha durado cinco horas y no hay un solo programa por televisión ni por radio. Todas las emisoras importantes de radio y televisión del mundo entero han dejado de transmitir. Por dos razones. Una, sólo estaban gastando corriente. Dos, las secretarías de Comunicaciones de sus respectivos gobiernos les solicitaron que cesaran de transmitir para colaborar en las campañas de rastreo. Hace cinco horas, desde el comienzo de la interferencia, están trabajando con todo lo que disponen. ¿Y qué han averiguado?

—¡Es descabellado! —repitió el jefe de redacción.

—De acuerdo, pero es cierto. Greenwich, a las once de la noche, hora de Nueva York (traduciré todas las horas a la de Nueva York) encontró algo en la dirección de Miami. Viró hacia el norte hasta que, a las dos, la dirección era aproximadamente la de Richmond, Virginia. A las once, San Francisco encontró algo en la dirección de Denver; tres horas más tarde viró al sur, hacia Tucson. En el hemisferio sur: señales captadas en Ciudad de El Cabo, Sudáfrica, viraron de la dirección de Buenos Aires a la de Río de Janeiro, mil quinientos kilómetros al norte. Nueva York, a las once, recibía señales débiles de Madrid, pero a las dos no recibía ninguna señal. —Soltó otro anillo de humo—. ¿Quizá porque las antenas de cuadro que usan giran sólo en un plano horizontal?

—Absurdo.

—Me gusta más «descabellado», señor Ogilvie. Es descabellado, pero no absurdo. Yo estoy muerto de miedo. Esas líneas, y todas las señales de que hemos oído hablar, corren en la «misma dirección» si uno las toma como líneas rectas trazadas como tangentes de la Tierra en vez de curvarlas alrededor de la superficie. Yo lo hice con un pequeño globo terráqueo y un mapa estelar. Convergen en la constelación de Leo. —Se inclinó y tocó con el índice la primera página del artículo que acababa de entregar—. Las estaciones que están directamente bajo Leo no reciben señal alguna. Las estaciones que están en lo que sería el perímetro de la Tierra respecto de ese punto reciben las señales más fuertes. Escuche, si lo prefiere, haga revisar esas cifras por un astrónomo antes de publicar la nota, pero hágalo pronto…, a menos que quiera leer la noticia en otros diarios primero.

—Pero la ionosfera, Casey…, ¿no se supone que detiene todas las ondas de radio y las hace rebotar?

—Claro que sí. Quizá hay una filtración. O tal vez las señales pueden atravesarla para entrar. No es una pared sólida.

—Pero…

—Lo sé, es descabellado. Sin embargo, allí está. Y sólo nos falta una hora para cerrar. Será mejor que mande esa nota pronto y la haga componer mientras revisa mis datos y direcciones. Además, usted querrá cerciorarse de algo más.

—¿Qué?

—Yo no disponía de los datos necesarios para corroborar la posición de los planetas. Leo está en la eclíptica; un planeta podría interponerse entre aquí y allí. Marte, tal vez.

Los ojos del señor Ogilvie se iluminaron y se opacaron de nuevo.

—Blair —dijo—, si usted se equivoca, seremos el hazmerreír del mundo.

—¿Y si tengo razón?

El jefe de redacción asió el auricular del teléfono y ladró una orden.


Titular del 6 de abril del Morning Messenger de Nueva York, última edición (seis de la mañana):

INTERFERENCIA RADIAL
VIENE DEL ESPACIO
SE ORIGINA EN LEO

Seres ajenos al sistema solar
intentarían comunicarse

Todas las emisiones de radio y televisión fueron suspendidas.

Las acciones de las empresas radiales y televisivas abrieron varios puntos por encima de la cotización del día anterior, y luego cayeron en picado hasta mediodía, cuando una moderada estampida de compradores las hizo subir un poco.

La reacción del público era ambigua; la gente que no tenía radio salió precipitadamente a comprar una, y las ventas subieron, en especial en aparatos portátiles y de mesa. Por otra parte, no se vendió ningún televisor. Con la suspensión de las emisiones, no había imágenes en las pantallas, ni siquiera imágenes borrosas. Los circuitos de audio, cuando eran encendidos, emitían el mismo murmullo que los receptores de radio. Lo cual, como Pete Mulvaney le había señalado a George Bailey, era imposible; las ondas de radio no pueden activar los circuitos de audio de los televisores. Pero éstas lo hacían, y eran ondas radiofónicas.

En los aparatos de radio parecían ondas de radio, aunque horriblemente trituradas. Nadie podía escucharlas durante mucho tiempo. Había momentos fugaces en que, durante varios segundos consecutivos, uno podía reconocer la voz de Will Rogers o Geraldine Farar, o pescar instantes de la pelea Dempsey-Carpentier o la excitación de Pearl Harbor (¿recuerdan Pearl Harbor?). Pero las cosas dignas de oírse eran raras. En general, se trataba de una mezcla ininteligible de radioteatro, publicidad y jirones desafinados de lo que una vez había sido música. Era algo indiscriminado, insoportable al máximo.

Pero la curiosidad es una motivación poderosa. Hubo un breve auge de venta de aparatos de radio durante unos días.

Hubo otros auges, menos explicables, más difíciles de analizar: un alza repentina en la venta de escopetas y armas portátiles que evocaba el pánico causado en 1938 por los marcianos de Wells-Welles. Las Biblias se vendían tanto como los libros de astronomía, y los libros de astronomía se vendían como pan caliente. Una zona del país demostró un repentino interés en los pararrayos; los constructores fueron inundados con pedidos de instalación inmediata.

Por alguna razón que nunca se ha aclarado del todo, hubo una fiebre de venta de anzuelos en Mobile, Alabama; todas las ferreterías y tiendas deportivas los agotaron en pocas horas.

Las bibliotecas públicas y las librerías fueron despojadas de los libros de astrología y sobre Marte. Sí, sobre Marte, pese a que Marte estaba en ese momento del otro lado del sol y que toda nota periodística sobre el tema enfatizaba que «ningún» planeta se interponía entre la Tierra y la constelación de Leo.

Algo extraño ocurría, y no se disponía de noticias sobre las novedades excepto a través de los diarios. La gente se apiñaba frente a los edificios de los periódicos a la espera de cada edición. Los jefes de producción enloquecían.

La gente se reunía también en pequeños grupos de curiosos alrededor de los silenciosos estudios y estaciones de radio, hablando en voz baja como en un velatorio. Las puertas de la emisora permanecían cerradas, aunque había un portero encargado de hacer entrar a los técnicos que intentaban encontrar una respuesta al problema. Algunos de los técnicos que habían trabajado el día anterior acababan de pasar más de veinticuatro horas en vela.


George Bailey despertó al mediodía, con sólo una pequeña jaqueca. Se afeitó y duchó; salió, tomó un desayuno ligero y se sintió mejor. Compró las primeras ediciones de los diarios de la tarde, las leyó, y sonrió.

Su corazonada había sido correcta; fuera lo que fuese, no se trataba de una trivialidad.

Pero ¿qué era?


Las últimas ediciones de los diarios de la tarde lo anunciaron.

INVADEN LA TIERRA,
DICE UN CIENTÍFICO

El cuerpo treinta y seis de letra era el mayor que tenían, y lo usaron. Ni un solo diario fue distribuido esa tarde. Los repartidores eran prácticamente asaltados cuando iniciaban su recorrido. Vendían diarios en vez de repartirlos; los más listos los vendían a dólar el ejemplar. Los tontos y honestos, que no querían venderlos porque pensaban que los diarios correspondían a los clientes regulares del reparto, los perdieron de todos modos. La gente se los arrebató.

Las últimas ediciones apenas cambiaron el titular. Es decir, apenas desde un punto de vista tipográfico. Pero el cambio en el significado era tremendo. Decía:

INVADEN LA TIERRA.
DICEN LOS CIENTÍFICOS

Es increíble el efecto que puede producir una sola S.

Carnegie Hall rompió esa noche todas las tradiciones con una conferencia a última hora. Una conferencia no programada ni anunciada. El profesor Helmetz había bajado del tren a las once y media y una multitud de periodistas le esperaba. Helmetz, de Harvard, había sido el científico (en singular) que figuraba en el primer titular.

Harvey Ambers, director del Carnegie Hall, se había abierto paso entre la multitud. En el trayecto perdió las gafas, el sombrero y el aliento, pero aferró el brazo de Helmetz y se colgó de él hasta que recobró el habla.

—Queremos que hable usted en Carnegie, profesor —gritó al oído de Helmetz—. Cinco mil dólares por una conferencia sobre los invasores.

—Desde luego. ¿Mañana a la tarde?

—¡Ahora! Tengo un taxi esperando. Venga.

—Pero…

—Le conseguimos público. ¡De prisa! —Se volvió hacia la multitud—. Abran paso. Es imposible oír al profesor aquí. Vengan al Carnegie Hall y él les hablará. Y corran la voz por el camino.

Tanto se corrió la voz que el Carnegie Hall estaba atestado cuando el profesor empezó a hablar. Poco después instalaron un sistema de megafonía para que la gente de afuera pudiera oír. A la una de la mañana, las calles estaban atestadas en manzanas a la redonda.

No había en la Tierra un patrocinador con un millón de dólares a su nombre que no hubiera dado gustosamente ese millón por el privilegio de patrocinar la conferencia en televisión o radio, pero no fue emitida por radio ni por televisión. Ambas líneas estaban ocupadas.

—¿Alguna pregunta? —dijo el profesor Helmetz.

Un periodista de la primera fila se adelantó a los demás.

—Profesor, ¿todas las estaciones rastreadoras de la Tierra han confirmado lo que usted nos dijo esta tarde sobre los cambios de dirección?

—Sí, absolutamente. Alrededor del mediodía, todas las indicaciones direccionales empezaron a debilitarse. A las tres menos cuarto, hora del Este, cesaron por completo. Hasta entonces, las ondas radiales procedían del cielo; cambiaban continuamente de dirección con respecto a la superficie de la Tierra, pero eran constantes con respecto a un punto en la constelación de Leo.

—¿Qué estrella de Leo?

—Ninguna estrella visible en nuestros mapas. Tampoco venían de un punto en el espacio o de una estrella demasiado débil para nuestros telescopios.

»Pero a las tres menos cuarto de la tarde de hoy (o mejor dicho de ayer, pues ya ha pasado medianoche), todos los rastreadores de dirección dejaron de funcionar. Aun así, las señales persistían, y venían de todas partes por igual. Todos los invasores estaban aquí.

»No se puede llegar a otra conclusión. Ahora, la Tierra está rodeada, totalmente cubierta por ondas de tipo radial que no tienen un punto de origen, que viajan incesantemente alrededor de la Tierra en todas direcciones, cambiando de forma a voluntad. Esa forma sigue imitando las señales radiales originadas en la Tierra que les llamaron la atención y les trajeron aquí.

—¿Cree usted que era de una estrella que no podemos ver, o puede haber sido sólo un mero punto en el espacio?

—Quizá de un punto en el espacio. ¿Y por qué no? No son criaturas materiales. Si han venido aquí desde una estrella, ha de ser una estrella muy oscura para que nos resulte invisible, pues estaría relativamente cerca de nosotros…, a sólo veintiocho años luz, que es muy poco en términos de distancias estelares.

—¿Cómo puede usted calcular la distancia?

—Parto del muy razonable supuesto de que iniciaron el viaje cuando descubrieron nuestras señales de radio: la emisión en código de Marconi hace cincuenta y seis años, las eses intermitentes. Como ésa fue la forma adoptada por los primeros en llegar, suponemos que iniciaron el viaje cuando encontraron esas señales. Las señales de Marconi, viajando a la velocidad de la luz, habrían llegado a un punto a veintiocho años-luz de distancia hace veintiocho años; los invasores, viajando también a la velocidad de la luz, necesitarían el mismo tiempo para llegar hasta nosotros.

»Como sería de esperar, sólo los primeros en llegar cobraron forma de código Morse. Los siguientes lo hicieron con la forma de otras ondas que encontraron y pasaron, o quizá absorbieron, en su viaje a la Tierra. Ahora vagan alrededor de nuestro planeta, como quien dice, fragmentos de los últimos programas que se radiaron, pero todavía no han sido identificados.

—Profesor, ¿puede usted describir a uno de esos invasores?

—Tanto como puedo describir una onda de radio. De hecho, son ondas de radio, aunque no provengan de ninguna emisora. Son una forma de vida que depende del movimiento de las ondas, tal como nuestra forma de vida depende de la vibración de la materia.

—¿Tienen tamaños diferentes?

—Sí, en dos sentidos de la palabra tamaño. Las ondas de radio se miden de cresta a cresta, medida que se conoce como longitud de onda. Como los invasores cubren todo el espectro de recepción de nuestros aparatos de radio y televisión, es obvio que sucede una de dos cosas: o vienen en todos los tamaños cresta-a-cresta, o cada cual puede cambiar su medida cresta-a-cresta para adaptarse a la sintonía de cualquier receptor.

»Pero eso es sólo en cuanto a la longitud cresta-a-cresta. En un sentido puede decirse que una onda de radio tiene una longitud general determinada por su duración. Si una emisora radia un programa que tiene una duración de un segundo, una onda que lleva ese programa tiene un segundo-luz de longitud, unos trescientos mil kilómetros. Un programa de media hora continua está, por así decirlo, en una onda continua de media hora-luz de longitud, y así sucesivamente.

»Tomando esa forma de longitud, cada invasor varía en longitud desde unos miles de kilómetros, una duración de una pequeña fracción de segundo, hasta un millón de kilómetros de longitud, una duración de varios segundos. El fragmento continuo más largo de cualquier programa que se haya observado ha sido de unos siete segundos.

—Pero, profesor Helmetz, ¿por qué supone usted que esas ondas son seres vivos, una forma de vida? ¿Por qué no meras ondas?

—Porque si fueran «meras ondas», como usted dice, seguirían ciertas leyes, tal como la materia inanimada sigue las suyas. Un animal puede trepar cuesta arriba, por ejemplo; una piedra no puede hacerlo a menos que una fuerza externa la impulse. Estos invasores son formas de vida porque demuestran volición, porque pueden cambiar de rumbo, y, ante todo, porque conservan su identidad; dos señales nunca se confunden en el mismo receptor de radio. Se siguen una a otra pero no llegan de forma simultánea. No se mezclan como las señales en la misma longitud de onda harían. No son «meras ondas».

—¿Diría usted que son inteligentes?

El profesor Helmetz se quitó las gafas y las lustró, pensativo.

—Dudo que alguna vez lo sepamos —respondió—. La inteligencia de tales seres, si existe, estaría en un plano tan distinto del nuestro que no habría un punto común desde el cual iniciar una comunicación. Nosotros somos materiales; ellos, inmateriales. No existe un terreno común a ambos.

—Pero si tienen algún grado de inteligencia…

—Las hormigas son inteligentes, en cierto modo. Llámelo instinto si quiere, pero el instinto es una forma de inteligencia; al menos las capacita para realizar algunas de las cosas que la inteligencia les haría llevar a cabo. Aun así, no podemos establecer comunicación con las hormigas, y es mucho menos probable que podamos establecerla con estos invasores. La diferencia genérica entre la inteligencia de las hormigas y la nuestra no sería nada comparada con la diferencia genérica entre la inteligencia de los invasores, si la tienen, y la nuestra. No, dudo que alguna vez nos comuniquemos.


El profesor estaba en lo cierto. Jamás se llegó a establecer comunicación con los invasores.

Las acciones de las compañías radiofónicas se estabilizaron en la Bolsa al día siguiente. Pero, un día después, alguien hizo al doctor Helmetz una pregunta crucial y los diarios publicaron su respuesta:

—¿Reiniciar las emisiones? No sé si alguna vez lo haremos. De hecho, no podremos hasta que los invasores se vayan, y no tienen por qué irse. A menos que la comunicación radial sea perfeccionada en algún planeta lejano y las atraigan hacia allí.

»Pero algunos de ellos regresarían a la Tierra en cuanto reiniciáramos las transmisiones.

Las acciones de la radio y la televisión bajaron prácticamente a cero en una hora. Sin embargo, no hubo escenas frenéticas en centros financieros; ni ventas frenéticas porque no había compradores, ni frenéticos ni de ninguna clase. Ninguna acción de las emisoras de radio cambió de manos.

Los empleados y actores de radio y televisión empezaron a buscar otro trabajo. Los actores no tuvieron problemas para encontrarlo. Todas las demás formas de espectáculo florecían como nunca.


—Van dos —dijo George Bailey.

El barman le preguntó qué quería decir.

—No sé, Hank. Sólo es una corazonada.

—¿Qué clase de corazonada?

—Ni siquiera lo sé. Báteme otro de ésos, y luego me iré.

La batidora eléctrica no funcionaba y Hank tuvo que prepararle la bebida a mano.

—Buen ejercicio. Es justo lo que necesitas —dijo George—. Te rebajará un poco la grasa.

Hank gruñó, y el hielo tintineó, alegre, mientras él inclinaba la coctelera para servir el trago.

George Bailey se tomó su tiempo para beberlo y luego salió a un chaparrón de primavera. Se detuvo bajo el toldo y esperó un taxi. También había un viejo esperando.

—Qué tiempo —dijo George.

El viejo le sonrió.

—Lo ha notado, ¿verdad?

—¿Eh? ¿Si he notado qué?

—Sólo observe un rato, amigo. Sólo observe un rato.

El viejo siguió su camino. No pasaba ningún taxi vacío y George estuvo bastante tiempo allí hasta que se dio cuenta. Se le aflojó la mandíbula. Entonces cerró la boca y entró de nuevo en el bar. Fue a una cabina telefónica y llamó a Pete Mulvaney.

Marcó tres números equivocados hasta que al fin Pete atendió.

—Habla George Bailey, Pete. Escucha, ¿te has fijado en el tiempo?

—Claro que sí. No hay relámpagos, y tendría que haberlos en una tormenta como ésta.

—¿Qué significa, Pete? ¿Los invasores?

—Claro. Y esto es sólo el comienzo si…

Un crujido en la línea le tapó la voz.

—Eh. Pete, ¿aún estás ahí?

El sonido de un violín. Pete Mulvaney no tocaba el violín.

—Eh, Pete, ¿qué cuernos…?

De nuevo, la voz de Pete.

—Ven aquí, George. El teléfono no durará mucho tiempo. Trae…

Hubo un zumbido y luego una voz dijo:

—… vengan a Carnegie Hall. Las mejores melodías vienen…

George colgó bruscamente.

Caminó bajo la lluvia hasta la casa de Pete. En el camino, compró una botella de whisky. Pete había empezado a decirle que trajera algo y tal vez se tratara de eso.

Y así era.

Se sirvieron un trago cada uno y brindaron. Las luces oscilaron, se apagaron, y se encendieron de nuevo; pero con menos intensidad.

—No hay relámpagos —dijo George—. No hay relámpagos y pronto no habrá luz. Están adueñándose del teléfono. ¿Qué hacen con los relámpagos?

—Supongo que se los comen. Deben comer electricidad.

—No hay relámpagos —repitió George—. Demonios. Puedo arreglarme sin teléfono, y las velas y las lámparas de aceite no alumbran mal…; pero echaré de menos los relámpagos. Me gustan los relámpagos. Demonios.

Las luces se apagaron definitivamente.

Pete Mulvaney bebió despacio en la oscuridad.

—Luz eléctrica, refrigeradores, tostadoras eléctricas, aspiradoras…

—Tocadiscos automáticos —dijo George—. Piénsalo, no habrá que aguantarlos más. No habrá más altavoces, ni… Oye, ¿y las películas?

—No habrá películas, ni siquiera mudas. No puedes hacer funcionar un proyector con una lámpara de aceite. Pero escucha, George, tampoco habrá automóviles…, ningún motor de gasolina funciona sin electricidad.

—¿Por qué no, si usas una manivela en vez de conectar el arranque?

—La chispa, George. ¿Cómo crees que se produce la chispa?

—Correcto. Tampoco habrá aviones, entonces. ¿Ni siquiera aviones de reacción?

—Bien, supongo que algunos aviones de reacción podrían adaptarse a la falta de electricidad; pero no harías mucho con ellos. Un avión de reacción tiene más instrumentos que motor, y todos esos instrumentos son eléctricos. Y no puedes hacer volar ni aterrizar esos aviones por intuición.

—No habrá radar. Pero ¿para qué lo necesitamos? No habrá más guerras en mucho tiempo.

—Un tiempo demasiado largo.

George se incorporó de golpe.

—Oye, Pete, ¿y la fisión atómica? ¿La energía atómica? ¿Aún funcionará?

—Lo dudo. Los fenómenos subatómicos son básicamente eléctricos. Te apuesto a que también pierden los neutrones sueltos.

(Habría ganado la apuesta; el gobierno no había anunciado que una bomba A, probada ese día en Nevada, se había apagado con el siseo de un cohete mojado y que las pilas atómicas estaban dejando de funcionar).

George meneó la cabeza lentamente, intrigado.

—Tranvías y autobuses —dijo—, transatlánticos… Pete, esto significa que volveremos a la fuente original de los caballos de tiro. Los caballos. Si quieres invertir, compra caballos. Sobre todo, yeguas. Una yegua reproductora valdrá mil veces su peso en platino.

—Correcto. Pero no olvides el vapor. Aún tendremos máquinas de vapor, estacionarias y móviles.

—Claro, tienes razón. De nuevo el caballo de hierro para los viajes largos. Pero el noble bruto para los cortos. ¿Sabes montar, Pete?

—Sabía, pero creo que ya estoy un poco viejo. Me inclinaré por una bicicleta. Oye, será mejor que consigas una bicicleta mañana a primera hora, antes que todos corran a comprarse una. Sé que yo iré a buscar una.

—Buen dato. Y yo solía ser buen ciclista. Será magnífico sin autos que estorben. Y, otra cosa…

—¿Qué?

—También compraré una corneta. Tocaba una cuando era chico y puedo empezar de nuevo. Y quizá luego me encierre en alguna parte y escriba esa nove… Oye, ¿qué pasará con la imprenta?

—Se imprimían libros mucho antes de que la electricidad fuera usada, George. Llevará un tiempo readaptar la industria editorial, pero seguirá habiendo libros. Gracias a Dios.

George Bailey sonrió y se levantó. Caminó hasta la ventana y observó la noche. La lluvia había cesado y el cielo estaba limpio.

Un tranvía se hallaba parado, sin luces, en medio de la calle. Un coche se detuvo; luego, arrancó más despacio, se detuvo de nuevo; los faros disminuían su luz.

George miró el cielo y bebió un sorbo de whisky.

—No hay más relámpagos —dijo con tristeza—. Echaré de menos los relámpagos.


El cambio fue menos violento de lo que nadie hubiera imaginado.

El gobierno, en una sesión de emergencia, tomó la sabia decisión de crear un comité con autoridad absolutamente ilimitada y, por debajo de él, sólo tres comités subsidiarios. El comité principal, llamado Secretaría de Readaptación Económica, constaba de siete miembros tan sólo, y su función era coordinar los esfuerzos de los tres comités subsidiarios y decidir, rápidamente y sin apelaciones, toda querella jurisdiccional entre ellos.

El primero de los tres comités subsidiarios era la Secretaría de Transporte. De inmediato, se hizo cargo, en forma temporal, de los ferrocarriles. Ordenó que las máquinas Diesel fueran llevadas a vías muertas y abandonadas, organizó el uso de las locomotoras de vapor y resolvió los problemas creados por ferrocarriles sin telegrafía ni señales eléctricas. Luego decretó qué se debía transportar: en primer lugar, alimentos, luego carbón y fuel, y artículos manufacturados esenciales en el orden de su importancia relativa. Un cargamento tras otro de radios nuevas, cocinas eléctricas, refrigeradores y otros artículos inútiles fueron amontonados irrespetuosamente a lo largo de las vías para ser usados más tarde como chatarra.

Todos los caballos fueron declarados bajo protección oficial, clasificados, de acuerdo con su capacidad, y puestos a trabajar o a reproducir. Los caballos de tiro eran usados sólo para los acarreos más esenciales. El programa de reproducción recibió el mayor énfasis posible; la secretaría estimó que la población equina se duplicaría en dos años, se cuadruplicaría en tres, y que en seis o siete años habría un caballo en cada garaje del país.

Los granjeros, privados provisionalmente de sus caballerías, y con los tractores oxidándose en los campos, recibieron instrucciones para usar bovinos para arar y otras faenas, incluyendo el acarreo a corta distancia.

El segundo subcomité, la Secretaría de Reempleo Humano, funcionaba tal como uno deduciría del título. Otorgaba beneficios por desempleo a los millones privados de trabajo temporalmente, y contribuía a reemplearles, una tarea no tan difícil si se tenía en cuenta el gran incremento de la demanda de mano de obra en muchos campos.

En mayo del cincuenta y siete, había treinta y cinco millones de desempleados; en octubre, quince millones; en mayo del año siguiente, cinco millones. En el cincuenta y nueve, la situación estaba totalmente dominada y la demanda competitiva empezaba a elevar los salarios.

El tercer subcomité tenía la función más difícil de los tres. Se llamaba Secretaría de Readaptación de las Fábricas. Encaraba la tremenda tarea de reconvertir fábricas llenas de máquinas operadas por electricidad y, en su mayor parte, adaptadas para producir otras máquinas operadas por electricidad, para la producción, sin electricidad, de artículos esencialmente no eléctricos.

Las pocas máquinas de vapor estacionarias disponibles trabajaban las veinticuatro horas en esos primeros días, y lo más urgente que se las encomendó fue la activación de los tornos, estampadores, cepillos mecánicos y molinos que trabajaban para fabricar más máquinas de vapor estacionarias de todos los tamaños. Éstas, a su vez, fueron puestas a trabajar para fabricar aún más máquinas de vapor. El número de máquinas de vapor creció exponencialmente, tal como el número de caballos. El principio era el mismo. Uno podría, y muchos lo hicieron, referirse a esas primeras máquinas de vapor como a sementales. Al menos, no faltaba metal para fabricarlas. Las fábricas estaban llenas de maquinaria no reconvertible que esperaba para ser fundida.

Sólo cuando las máquinas de vapor —base de la nueva economía fabril— estuvieron en plena producción, fueron asignadas a la maquinaria destinada a manufacturar otros artículos: lámparas de aceite, ropas, cocinas de carbón, cocinas de petróleo, bañeras y camas.

No todas las grandes fábricas fueron reconvertidas. Pues mientras el período de reconversión continuaba, las artesanías individuales se desarrollaron en miles de lugares. Pequeños talleres de uno o dos operarios fabricaban y reparaban muebles, zapatos, velas, todos los objetos que podían hacerse sin maquinaria compleja. Al principio, esos pequeños talleres hicieron pequeñas fortunas porque no tenían competencia de la industria pesada. Más tarde, compraron pequeñas máquinas de vapor para impulsar pequeñas máquinas y sobrevivieron, creciendo con el florecimiento causado por la normalización del empleo y el poder adquisitivo, expandiéndose gradualmente hasta que muchos de ellos rivalizaron con las fábricas más grandes en productividad, y las superaron en calidad.

Durante el período de readaptación económica, hubo sufrimiento, pero menos del que había habido durante la gran depresión del año veintinueve y la década de los treinta. Y la recuperación, más rápida.

La razón era obvia: al combatir la depresión, los legisladores trabajaban en la oscuridad. No conocían la causa —mejor dicho, conocían mil teorías conflictivas sobre la causa—, y no conocían el remedio. Les trababa la idea de que el problema era temporal y se solucionaría por sí solo si no intervenían. En pocas palabras, no sabían de qué se trataba, y, mientras ellos experimentaban, el fenómeno cobraba proporciones gigantescas.

Pero la situación que enfrentaba el país —y todos los demás países— en mil novecientos cincuenta y siete era nítida y obvia. No habría más electricidad. Tendrían que volver al vapor y la tracción animal.

Era así de sencillo y claro; no había peros ni alternativas. Y toda la gente —excepto los chiflados de siempre— respondió.

En mil novecientos sesenta y uno…


Era un lluvioso día de abril, y George Bailey esperaba bajo el techo de la pequeña estación de ferrocarril de Blakestown, Connecticut, para ver quién llegaría en el tren de las tres y cuarto de la tarde.

El convoy entró a las tres y veinticinco, y frenó entre bufidos, tres vagones de pasajeros y uno para el equipaje. La portezuela del vagón de equipajes se abrió. Descargaron una bolsa de correspondencia y la portezuela se cerró de nuevo. No había equipaje, de modo que quizá no hubiera pasajeros.

De pronto, al ver a un hombre alto y moreno que bajaba del estribo del último vagón, George Bailey soltó un hurra de alegría.

—¡Pete! ¡Pete Mulvaney! ¿Qué diablos…?

—¡Bailey, por todos los cielos! ¿Qué haces aquí?

George aferró la mano de Pete.

—¿Yo? Vivo aquí. Hace dos años. Compré el Blakestown Weekly en el cincuenta y nueve, por una bicoca, y me hice cargo… redactor, periodista y ordenanza. Tengo un impresor que me ayuda con esa parte, y Maisie se encarga de las noticias sociales. Ella es…

—¿Maisie? ¿Maisie Hetterman?

—Ahora es Maisie Bailey. Nos casamos cuando compré el diario, y nos mudamos aquí. ¿A qué has venido, Pete?

—Viaje de negocios. Sólo pasaré la noche. Debo ver a un tal Wilcox…

—Ah, Wilcox. Nuestro excéntrico local…, pero no me interpretes mal; es un individuo bastante listo. Bien, podrás verle mañana. Ahora vendrás conmigo. Cenarás y dormirás en casa. Maisie se alegrará de verte. Vamos, tengo el carro afuera.

—Claro. ¿Has terminado con el asunto que te traía aquí?

—Sí. Sólo venía a enterarme de quién llegaba en el tren. Y has sido tú, así que vamos.

Subieron al carro. George empuñó las riendas y azuzó a la yegua:

—Vamos, Bessie. —Luego, preguntó—: ¿Qué haces aquí, Pete?

—Investigo. Para una compañía de gas. He estado trabajando en una gasa incandescente más eficaz, que dará más luz y tendrá más duración. El tal Wilcox nos escribió que tenía algo en esa línea; la compañía me envió a echarle un vistazo. Si tiene lo que él dice, le llevaré conmigo a Nueva York y dejaré que los abogados de la compañía se arreglen con él.

—¿Cómo andan los negocios, por lo demás?

—Muy bien, George. «Gas», ésa es la clave ahora. En cada casa nueva se instalan cañerías para eso, y en muchas de las viejas. ¿Qué cuentas tú?

—Nos va bien. Por suerte, teníamos una de esas viejas linotipias que fundía los tipos con un mechero de gas, de modo que la instalación ya estaba hecha. Y nuestra casa está encima de la oficina y el taller, de modo que sólo tuvimos que prolongar las cañerías hacia arriba. El gas es grandioso. ¿Cómo anda Nueva York?

—Bien, George. Ha llegado a tener un millón de habitantes, y se ha estabilizado. No hay apiñamiento y sobra lugar para todos. El aire…, vaya, es mejor que Atlantic City, sin todos esos gases de los tubos de escape.

—¿Aún hay suficientes caballos para poder moverse?

—Casi. Pero lo que está de moda es la bicicleta; las fábricas no alcanzan a cubrir la demanda. Hay un club de ciclistas en casi todas las cuadras, y los que están físicamente capacitados van y vienen del trabajo en bicicleta. Les hace bien, además; en pocos años, los médicos estarán en apuros.

—¿Tienes una bicicleta?

—Claro, una anterior a la invasión. Hago un promedio de siete kilómetros diarios en ella, y como igual que un caballo.

George Bailey rio.

—Diré a Maisie que incluya un poco de heno en la cena. Bien, aquí estamos. Alto, Bessie.

Arriba, se abrió una ventana. Maisie se asomó y miró hacia abajo.

—¡Hola, Pete! —saludó.

—Un plato extra, Maisie —dijo George—. Subiremos ahora mismo, en cuanto guarde la yegua y le muestre a Pete la planta baja.

Cuando salieron del establo, hizo entrar a Pete por la puerta trasera del taller.

—¡Nuestra linotipia! —anunció, orgulloso, señalándola.

—¿Cómo funciona? ¿Dónde está tu máquina de vapor?

George sonrió.

—Aún no funciona; todavía ponemos los tipos a mano. Sólo pude conseguir una máquina de vapor y tuve que usarla para imprimir. Pero he mandado pedir una para la linotipia, y llegará en un mes. Cuando la tengamos, Pop Jenkins, mi impresor, me enseñará a manejarla y se quedará sin trabajo. Con la linotipia en marcha, puedo encargarme de todo personalmente.

—¿No será duro para Pop?

George meneó la cabeza.

—Pop espera ese día con ansiedad. Tiene sesenta y nueve años y quiere jubilarse. Se quedará sólo hasta que yo pueda arreglarme sin él. Aquí está la imprenta…, una pequeña Miehle, una joya; y la hacemos trabajar bastante. Y aquí, al frente, tienes la oficina. Desordenada, pero eficaz.

Mulvaney echó una mirada y sonrió.

—George, creo que has encontrado tu vocación. Tenías pasta para editor de pueblo.

—¿Pasta? Me enloquece hacerlo. Me divierto más que nadie. Te lo creas o no, trabajo como un perro y me gusta. Vamos arriba.

En la escalera, Pete preguntó:

—¿Y la novela que ibas a escribir?

—A medio terminar, y no está mal. Pero no es la novela que iba a escribir; entonces era un cínico. Ahora…

—George, creo que los ondulantes fueron tus mejores amigos.

—¿Ondulantes?

—Dios mío, ¿cuánto tardan las palabras nuevas en llegar de Nueva York al campo? Los invasores, desde luego. Un profesor cuya especialidad es estudiarles describió a uno de ellos como un lugar ondulante en el éter, y «ondulante» prendió en el público. ¿Qué tal Maisie? Se te ve espléndida.

Comieron con tranquilidad. Casi disculpándose, George trajo cerveza, en botellas frías.

—Lo lamento, Pete, no tengo nada más fuerte para ofrecerte. Últimamente no bebo. Supongo…

—¿Te has vuelto abstemio, George?

—No abstemio exactamente. No hice un juramento ni nada por el estilo, pero hace casi un año que no bebo ningún licor fuerte. No sé por qué, pero…

—Yo lo sé —dijo Pete Mulvaney—. Yo sé exactamente por qué no bebes…, y por qué yo no bebo mucho tampoco, por la misma razón. No bebemos porque no hay motivo para ello… Oye, ¿eso no es una radio?

George rio.

—Un recuerdo. No la vendería por nada del mundo. De vez en cuando me gusta mirarla y pensar en el palabrerío horrible que yo inventaba para ella. Y luego me acerco, muevo el dial, y no hay nada. Sólo silencio. A veces, el silencio es lo más maravilloso del mundo, Pete. Claro que no podría hacer eso si hubiera un poco de electricidad, porque entonces habría invasores. Supongo que la situación sigue siendo la misma.

—Sí, la Secretaría de Investigación trabaja sin tregua. Tratan de obtener corriente con un pequeño generador activado por una turbina de vapor. Pero no hay caso; los invasores la absorben en cuanto es generada.

—¿Suponen que ellos se irán?

Mulvaney se encogió de hombros.

—Helmetz opina que no. Piensa que se propagarán en proporción a la electricidad disponible. Aun si el desarrollo de la emisión de radio en otra parte del universo les atrajera hacia allí, algunos permanecerían en la Tierra…, y se multiplicarían como moscas en cuanto intentáramos usar de nuevo la electricidad. Entretanto, viven de la electricidad estática del aire. ¿Qué hacéis aquí por la noche?

—¿Qué hacemos? Leemos, escribimos, nos visitamos, vamos a los grupos de aficionados… Maisie es presidenta de los Actores de Blakestown, y yo hago pequeños papeles. Al no haber cine, todo el mundo se interesa en el teatro y hemos descubierto verdaderos talentos. Y tenemos el club de damas y de ajedrez, y los viajes en bicicleta y los picnics…, el tiempo no alcanza para todo. Por no mencionar la música. Todo el mundo toca un instrumento, o lo intenta.

—¿Tú?

—Claro, la corneta. Primera corneta de la Silver Concert Band, con partes solistas. Y… ¡cielos! Esta noche hay ensayo, y damos un concierto el domingo por la tarde. Lamento dejarte, pero…

—¿Puedo ir y participar? Tengo mi flauta en el maletín y…

—¿Flauta? Nos faltan flautas. Tráela y Si Perkins, nuestro director, prácticamente te obligará a quedarte para el concierto del domingo… Sólo faltan tres días, así que ¿por qué no? Tráela ahora mismo; tocaremos algunas viejas melodías para entonarnos. ¡Eh, Maisie, deja esos platos y ven a acompañarnos con el piano!

Mientras Pete Mulvaney iba al cuarto de huéspedes a sacar su flauta del maletín, George Bailey alcanzó su corneta que tenía sobre la tapa del piano, y sopló unas suaves y plañideras notas. Un sonido perfecto; tenía los labios en buena forma esa noche.

Y con ese objeto brillante y plateado en la mano se acercó a la ventana y se puso a mirar la noche. Afuera oscurecía y había cesado de llover.

Un brioso caballo pasó al trote y se oyó el timbre de una bicicleta. Enfrente, alguien rasgueaba una guitarra y cantaba. George inhaló hondo y soltó el aire despacio.

El olor de la primavera era suave y dulce en el aire húmedo.

Paz y atardecer.

Un trueno rodando a lo lejos.

«Demonios —pensó—, si tan sólo hubiera unos relámpagos».

Echaba de menos los relámpagos.

FIN

Fredric Brown - Los ondulantes
  • Autor: Fredric Brown
  • Título: Los ondulantes
  • Título Original: The Waveries
  • Publicado en: Astounding Science Fiction, enero de 1945
  • Traducción: Albert Solé – Francisco Blanco – Rafael Marín Trechera

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