Fredric Brown & Mack Reynolds: Oscuro interludio

Los ojos del sheriff Ben Rand tenían una expresión grave.

—Está bien, muchacho, Pareces bastante nervioso; eso es natural. Pero si tu historia es verídica, no debes preocuparte. No te preocupes por nada. Todo se arreglará, muchacho.

—Ocurrió hace tres horas, sheriff —dijo Allenby—. Siento haber tardado tanto en llegar al pueblo, para despertarle. Pero mi hermana estaba histérica. Tuve que calmarla y después se me presentaron problemas para arrancar la tartana que tengo por coche.

—No te preocupes por haberme despertado, chico. Para eso soy el sheriff. Y no era tarde, en realidad. Pero déjame aclarar algunos puntos. Dices que tu nombre es Lou Allenby. Ese nombre es conocido por aquí: Allenby. ¿Perteneces acaso a la familia de Rance Allenby, propietario de negocios en Cooperville? Te lo pregunto porque yo fui a la escuela con Rance… Ahora, cuéntame sobre el tipo que dijo que venía del futuro…

El Presidor del Departamento de Investigaciones Históricas era escéptico hasta el extremo. Argumentaba:

—Aún mantengo la opinión de que el proyecto no es factible. Presenta paradojas que resultarán insuperables.

El doctor Matthe, el notable físico, lo interrumpió políticamente:

—Sin duda, señor, estará usted familiarizado con la Dicotomía.

El Presidor no lo estaba, por lo que permaneció en silencio para indicar que deseaba una explicación.

—Fue Zenón quien explicó la teoría de la Dicotomía. Era un filósofo griego que vivió unos quinientos años antes de que el antiguo profeta naciera y fuera tomado por los primitivos para marcar los comienzos de su calendario. La Dicotomía establece que es imposible cubrir cualquier distancia dada. Su argumento básico consistía en que una vez que la mitad de la distancia hubiera sido recorrida, aún quedaría por recorrer la otra mitad, y cuando esta mitad transcurriese, la mitad correspondiente quedaría pendiente, y así sucesivamente. Se sigue que siempre quedará alguna porción del terreno por recorrer y que, el movimiento, por lo tanto, es imposible.

—No veo la analogía —objetó el Presidor—. En primer lugar, su griego asumía que cualquier entidad compuesta de un infinito número de partes deberá, en sí misma, ser igualmente infinita, sabiendo como sabemos, que un número infinito de elementos hacen un total finito. Además…

Matthe sonrió gentilmente y levantó la mano.

—Por favor, señor, no me interprete mal. No niego que entendamos la paradoja de Zenón, en la actualidad. Pero créame, durante muchos siglos, los mejores cerebros que pudo producir la raza humana no fueron capaces de explicarla.

El Presidor dijo, con tacto:

—No veo a donde quiere llegar, doctor Matthe. Le ruego perdone mi indiscreción; pero, ¿qué posible conexión hay entre la Dicotomía de Zenón y su proyectada expedición al pasado?

—Únicamente establecía un paralelo, señor. Zenón concibió la paradoja, probando que era imposible cubrir cualquier distancia y ninguno de sus contemporáneos fue capaz de explicarla. Pero, ¿ello les impidió cubrir las distancias? Obviamente, no. En la actualidad, mis asistentes y yo hemos ideado un método para enviar a nuestro joven amigo, Jan Obreen, al pasado distante. La paradoja surge de inmediato… supongamos que mata a un antepasado o que cambia la historia de algún modo. No trataré de explicar cómo esta aparente paradoja se ha eliminado en los viajes a través del tiempo; todo lo que sé es que esos viajes son posibles. Es indudable que mejores mentes que la mía resolverán algún día la cuestión, pero hasta entonces continuaremos realizando viajes en el tiempo, haya o no paradojas.

Jan Obreen permanecía sentado, nerviosamente, mientras escuchaba a sus distinguidos superiores. Se aclaró la garganta y se atrevió a interrumpir:

—Creo que llegó la hora del experimento.

El Presidor se encogió de hombros ante las constantes interrupciones, y abandonó la conversación. Con expresión de duda, dejó vagar sus ojos sobre el equipo que había en un rincón del laboratorio.

Matthe se apresuró a dar instrucciones de última hora a un estudiante.

—Hemos hablado de todo esto con anterioridad, Jan, pero para resumir… aparecerás aproximadamente en el llamado siglo veinte, exactamente dónde, no lo sé. El idioma que escucharás será el anglo-americano que has estudiado concienzudamente; por ese lado no tendrás ningún problema. Aparecerás en los Estados Unidos de Norte América, una de las antiguas naciones cuya división política tenía un propósito desconocido para nosotros. Uno de los objetivos de tu expedición será determinar por qué la raza humana se dividía entonces en docenas de Estados, en vez de tener un solo gobierno. Te adaptarás a las condiciones que encuentres, Jan. Los datos históricos sobre la época son tan vagos que la ayuda que te podamos prestar será muy pequeña en cuanto a informarte de lo que debas esperar.

—Me siento muy pesimista por esta razón. Obreen —intervino el Presidor—, usted se ha ofrecido como voluntario y no tengo derecho a interferir. Su tarea más importante es dejar un mensaje que pueda llegar hasta nosotros; si tiene éxito, se realizarán otros intentos en otros periodos de la Historia. Si fracasa…

—No fracasará —interrumpió Matthe.

El Presidor movió la cabeza y estrechó la mano de Obreen.

Jan Obreen subió a la pequeña plataforma y agarró los mandos de metal del tablero de instrumentos, ocultando, lo mejor que pudo, su desasosiego.

El sheriff, prosiguió:

—Bien, ese tipo… ¿dices que pretendía venir del futuro?

Lou Allenby asintió:

—Aproximadamente, de unos cuatro mil años más adelante. Dijo que era del año tres mil doscientos y tantos, más o menos dentro de cuatro mil años; para entonces ya habrán cambiado el sistema de numeración.

—¿Y no pensaste que se trataba de una tomadura de pelo, muchacho? Por la forma en que hablas, parece que le creíste.

El muchacho se humedeció los labios.

—Sí, creo que le creí —repuso evasivamente—. Había algo en él; no sé: parecía diferente. No físicamente, pues podía pasar por alguien nacido en la actualidad, pero era… algo diferente. Como… como si estuviera en paz consigo mismo; daba la impresión que del sitio de donde venía todos eran así. Y era listo. Tampoco estaba loco.

—¿Y que hacía entre nosotros, muchacho? —la voz del sheriff denotaba un ligero sarcasmo.

—Era una especie de estudiante. Parece, por lo que dijo, que casi todo el mundo en su tiempo es estudiante. Ya han resuelto todos los problemas de producción y distribución, nadie tiene que preocuparse por su seguridad; de hecho, no parecen preocuparse por ninguno de los problemas que actualmente nos aquejan. Vino a investigar nuestra época. No saben mucho acerca de ella, según parece. Algo ocurrirá durante un periodo malo de algunos cientos de años de duración, en los cuales se perderán la mayoría de los libros y los registros. Se conservarán unos cuantos, pero no muchos. No sabían, por tanto, casi nada acerca de nosotros y deseaban investigarlo.

—¿Creíste eso, muchacho? ¿Tenía alguna prueba?

Aquél era el punto peligroso; aquí descansaba el primer riesgo. No se tenía conocimiento de los contornos de la Tierra cuarenta siglos atrás, ni mucho menos de las zonas con presencia de árboles o edificios. Si aparecía en algún lugar erróneo, aquello podría significar su muerte inmediata.

Pero Jan Obreen fue afortunado, nada se interpuso en su camino. De hecho, ocurrió lo contrario. Apareció a diez pies de altura sobre un campo arado. La caída pudo haber resultado bastante mala, pero la tierra suave lo protegió; pareció lastimarse un tobillo, pero no de gravedad. Se levantó penosamente y miró a su alrededor.

La presencia del campo demostraba por sí sola que el experimento Matthe se había desarrollado, al menos parcialmente, con éxito. Estaba bastante lejos de su propia época. La agricultura era aún un componente necesario de la economía humana, indicando una civilización más primitiva que la suya.

A una media milla de distancia había una zona densamente arbolada; no parecía un parque, ni siquiera un bosque planeado para albergar la controlada vida salvaje de su época. Era un bosque que crecía libremente, algo casi increíble. Pero tendría que habituarse a lo increíble. De todos los periodos históricos, ése era el menos conocido. Muchas cosas le serían extrañas.

A su derecha, a unos cientos de metros de distancia, se levantaba una construcción de madera. Era, indudablemente, una casa humana, a pesar de su primitivo aspecto. No tenía objeto posponerlo; tendría que tomar contacto con los seres humanos. Cojeó penosamente hacia su encuentro con el siglo veinte.

Evidentemente, la muchacha no fue testigo de su accidentada aparición, pero en el momento en que él llegó al patio de la granja, ella ya estaba en la puerta para recibirlo.

Su vestido pertenecía, evidentemente, a otra época, porque en la suya los vestidos de la parte femenina de la raza no estaban diseñados para excitar al hombre. El de ella, sin embargo, era de color brillante y agradable y marcaba los juveniles contornos de su cuerpo. Pero no sólo fue el vestido lo que le sorprendió. Exhibía un toque de color en los labios, que le reveló repentinamente su procedencia artificial. Había leído que las mujeres primitivas usaban sobre su rostro, colores, pinturas y pigmentos de varias clases, y en esta ocasión que lo presenciaba por primera vez no le pareció repulsivo.

La muchacha sonrió, haciendo destacar la blancura de los dientes con el rojo de sus labios.

—Hubiera sido más fácil llegar por el camino, en vez de a través del campo. —Sus ojos lo midieron, y si hubiera tenido más experiencia podría haber notado en ellos un interés definido.

—Me temo que no estoy familiarizado con sus métodos de agricultura. Espero no haber dañado irrevocablemente sus esfuerzos de floricultura.

—¡Jesús! —exclamó Susan Allenby, con tono ofensivo—. Parece que se ha tragado un diccionario. —Sus ojos se abrieron al notar cómo se dolía Jan del pie izquierdo—. ¡Pero si se ha lastimado! Pase a la casa y permítame ver si puedo hacer algo.

La siguió en silencio, casi sin oír sus palabras. Algo, algo fantástico, crecía dentro de él afectando extraña y gratamente su metabolismo.

Ahora entendía lo que Matthe y el Presidor querían decir al hablar de paradojas.

El sheriff prosiguió:

—Bien, ¿tú no estabas en casa cuando él llegó a tu casa?

—No, eso fue hace diez días —explicó Lou Allenby—. Yo estaba en Miami, de vacaciones. Mi hermana y yo salimos una o dos semanas cada año, pero no lo hacemos a la vez porque creemos que es bueno dejar de vernos durante una temporada.

—Seguro, buena idea. Pero, ¿tu hermana creyó esa historia de que él venía del futuro?

—Sí. Y, sheriff, ella tenía las pruebas. Me gustaría haberlas visto. El campo donde cayó estaba recién arado. Después de curarle el tobillo y de que él le hubiera contado sus historias, tuvo la curiosidad de seguir sus huellas por la tierra, hasta su origen. Y terminaban, o más bien principiaban, justo en medio del campo, como si hubiera caído del cielo allí mismo.

—Quizá saltó de un aeroplano, en paracaídas. ¿Pensaste en eso?

—Pensé en eso, y también mi hermana. Ella dijo que si así hubiera sido, entonces debió de tragarse el paracaídas. No había lugar alguno donde ocultarlo.

—¿Y se casaron de inmediato, según dices? —preguntó el sheriff.

—Dos días después. Yo tenía el coche, así es que ellos fueron con el carro de caballos al pueblo y se casaron.

—¿Viste la licencia, muchacho? ¿Estás seguro realmente…?

Lou Allenby le miró y sus labios palidecieron. El sheriff se apresuró a decir:

—Está bien, muchacho, no quise decir nada malo. Tómalo con calma.

Susan envío un telegrama a su hermano contándole todo, pero él había cambiado de hotel y no recibió el telegrama. La primera noticia que tuvo de la boda fue cuando llegó a la granja, casi una semana después.

Se sorprendió, naturalmente, pero John O’Brien —Susan alteró el nombre— parecía un buen sujeto. Bien parecido, también, aunque un poco extraño; sin embargo, él y Susan daban la impresión de estar muy enamorados.

Por supuesto, él no tenía dinero, no lo usaban en su época, según les dijo, pero parecía un buen trabajador. No había razón por la cual no saliera todo bien.

Los tres planearon, inicialmente, que Susan y John permanecieran en la granja hasta que éste aprendiera algo más. Entonces buscaría la manera de hacer dinero —se mostraba bastante optimista al respecto— para pasar el tiempo viajando, llevándose con él a Susan. Decididamente, de ese modo aprendería muchas cosas acerca del presente.

Pero lo más importante era encontrar la forma de hacer llegar un mensaje al doctor Matthe y al Presidor. De ello dependía que continuaran ese tipo de investigaciones.

Explicó a Susan y a Lou que se trataba de un viaje en una sola dirección. El equipo lograba hacer viajar al pasado, pero no al futuro. Era un exilio voluntario, y tendría que pasar el resto de su vida en esta época. La idea consistía en que, cuando hubiera estado el tiempo suficiente en este sitio como para poder describirlo bien, escribiría un reportaje crítico y lo pondría en una caja que podría conservarse durante cuarenta siglos. Para lo cual la enterraría donde pudiera ser excavada, en un sitio ya determinado, en el futuro. El lugar exacto estaba señalado geográficamente.

Se emocionó al saber que en varios sitios se habían enterrado ya cápsulas del tiempo. Nunca fueron desenterradas y ahora planeaba incorporarlas como parte de su informe, para que pudieran encontrarlas en el futuro.

Pasaban las veladas en largas conversaciones, hablándoles Jan de su época y de todos los siglos transcurridos entre ambas edades. De la larga lucha y las conquistas del hombre en los campos de la medicina, la ciencia, y las relaciones humanas. Y ellos, hablándole de la suya, describiendo las instituciones y el modo de vida que él encontraba tan extraños.

Lou no se sentía muy contento con el precipitado casamiento, pero pronto empezó a tomarle aprecio a Jan. Hasta que…

El sheriff prosiguió:

—¿Y no te dijo lo que era, hasta esta noche?

—Así es.

—¿Tu hermana le oyó decirlo? ¿Te respaldará?

—Así lo espero… ella parece fuera de sí ahora, está histérica. Pero le oyó decirlo, sheriff. Ese tipo debió de tenerla bastante dominada o no estaría tan impresionada.

—No es que dude de tu palabra, muchacho, en algo como eso, pero más vale que ella lo haya oído. ¿Cómo ocurrió?

—Empecé a preguntarle acerca de las cosas de su época y cuando le pregunté sobre los problemas raciales pareció sorprenderse y me dijo que le parecía recordar algo que estudió acerca de las razas en la Historia, porque ya no había razas.

»Dijo que en su época, a partir de la guerra de no sé qué, todas las razas se mezclaron en una sola. Que los blancos y los amarillos casi se exterminaron entre sí y que África dominó el mundo durante algún tiempo, y entonces todas las razas se empezaron a mezclar en una sola, por colonización y casamientos, y que en su época el proceso se había completado. Me quedé mirándole y pregunté:

» —¿Quieres decir que tienes sangre de negro?

» Y él me respondió, como si no importara nada:

» —Por lo menos, la cuarta parte.

—Bueno, muchacho, hiciste lo que te correspondía —le dijo ávidamente el sheriff—, no hay duda de ello.

—Lo vi de pronto todo rojo. Se había casado con mi hermana; dormía con ella. Me enloquecí hasta tal punto que no recuerdo cuándo cogí la escopeta.

—No te preocupes, muchacho. Hiciste bien.

—Pero me siento muy mal. Él no lo sabía.

—Eso es según como lo veas, muchacho. Quizá creíste demasiado en sus paparruchas. ¡Venir del futuro! Esos negros son capaces de cualquier truco, con tal de pasar por blancos. ¿Qué clase de pruebas son ésas que dio? Pamplinas, muchacho. Nadie viene del futuro o va para allá. Podremos acallar esto, para que no se entere nadie. Actuaremos como si no hubiera sucedido nunca.

© Fredric Brown & Mack Reynolds: Dark Interlude (Oscuro interludio). Publicado en Galaxy Science Fiction, enero de 1951. Traducción de José María Aroca. | Cuento completo.

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