Fritz Leiber: La chica de los ojos hambrientos

Fritz Leiber - La chica de los ojos hambrientos

«La chica de los ojos hambrientos», cuento de Fritz Leiber, relata la historia de un fotógrafo cuyo destino se entrelaza con el de una modelo enigmática y misteriosa. Esta mujer, de presencia magnética y apariencia omnipresente en el ámbito publicitario, se convierte en el centro de una obsesión colectiva sin precedentes. A través de los ojos del protagonista se desgrana la historia de cómo esta figura fascinante ascendió en el mundo de la publicidad, dejando una estela de impacto y seducción con cada imagen. Sin embargo, advierte sobre una aura sobrenatural que rodea a la modelo, un misterio que trasciende su belleza y la dota de un aire no solo irresistible, sino también peligrosamente insondable.

Fritz Leiber - La chica de los ojos hambrientos

La chica de los ojos hambrientos

Fritz Leiber
(Cuento completo)

De acuerdo, les diré por qué la Chica me produce escalofríos. Por qué no puedo soportar el ir al centro y ver a la multitud babeando con la vista clavada en lo alto de su torre, en donde está ella con la botella de refresco o el paquete de cigarrillos, o lo que sea. Por qué odio mirar a las revistas ahora, pues sé que la veré en sostén o en un baño de burbujas. Por qué no me gusta pensar que millones de estadounidenses están hipnotizados por aquella venenosa media sonrisa. Es una historia bastante larga… más de lo que se podría esperar.

No. No ha aparecido en mí una repentina indignación por los efectos nocivos de la publicidad y el creciente encandilamiento nacional con las modelos publicitarias. Eso sería risible en un hombre de mi profesión, ¿no? Aunque creo que estarán de acuerdo en que hay algo de pervertido en el hecho de utilizar al sexo de esa manera. Pero a mí no me importa. Y sé que tuvimos el Rostro y el Cuerpo y la Mirada y no sé cuantas cosas más, así que ¿por qué no iba alguien a llegar con algo que fuese la suma completa, algo a lo que llamásemos la Chica y lo instalásemos en todos los carteles de anuncio desde Times Square hasta Telegraph Hill?

Pero la Chica no era como las demás. Es antinatural. Es mórbida. Es profana.

¿Qué dicen, que éstos son tiempos modernos y que lo que yo estoy diciendo es algo que desapareció con la brujería? Miren, ni yo mismo estoy totalmente seguro de lo que estoy sugiriendo, a partir de cierto punto. Hay vampiros, y no todos ellos chupan la sangre.

Y hubo los asesinatos, si es que fueron asesinatos.

Además, déjenme que les pregunte una cosa: ¿por qué, estando como están los Estados Unidos obsesionados con la Chica, no sabemos más de ella? ¿Por qué no aparece un Times con ella en la cubierta y una historia biográfica en el interior? ¿Por qué no ha salido un solo artículo en el Life o en el Post? ¿Un perfil biográfico en el New Yorker? ¿Por qué ni Charm ni Mademoiselle han contado la saga de su carrera? ¿Aún no están dispuestos? ¡Memeces!

¿Por qué aún no ha recibido ofertas cinematográficas? ¿Por qué las agencias de información no saben nada de ella? ¿Por qué no la vemos besando a candidatos en las reuniones políticas? ¿Por qué no la escogen reina de algún tipo de estupidez en una convención?

¿Por qué no leemos nada acerca de sus aficiones o gustos, su visión del problema ruso? ¿Por qué los periodistas no la han entrevistado en kimono para decirnos quiénes son sus enamorados?

Finalmente, y ésta es la pregunta clave: ¿por qué nunca la han dibujado o pintado?

Oh, no, no lo han hecho. Si ustedes saben algo de arte comercial verán en seguida esto. Cada una de esas benditas ilustraciones ha sido obtenida a partir de una fotografía. ¿Profesionalmente? Por supuesto. Han buscado a los mejores artistas para ello. Pero así es como lo hacen.

Y ahora voy a decirles el por qué de todo esto. Es porque, desde lo más alto a lo más bajo de todo el mundo de la publicidad, las noticias y los negocios, no hay ni una sola alma que sepa de dónde vino la Chica, dónde vive, qué hace, quién es, ni siquiera cuál es su nombre.

Ya me oyeron. Lo que es más, ni una sola alma la ve jamás… excepto un pobre maldito fotógrafo, que está sacando más dinero de ella de lo que jamás hubo soñado en su vida, y que está tan asustado y es tan desgraciado como si estuviera en el infierno, durante cada minuto de su vida.

No, no tengo ni la más mínima idea de quién es, o en dónde tiene su estudio. Pero sé que tiene que haber un hombre así y estoy seguro de que se siente tal como dije.

Sí, quizá yo pudiera encontrarla, si lo intentase. De todas maneras, no estoy seguro… en estos momentos ya debe tener otro tipo de protección. Además, no quiero hacerlo.

Oh, ¿así que estoy loco? ¿Qué este tipo de cosa no puede suceder en la Era Atómica? ¿Qué la gente no puede mantenerse en el incógnito de esa manera, pues ni siquiera lo ha conseguido la Garbo?

Bueno, pues resulta que sé que sí es posible, puesto que el año pasado yo era ese pobre maldito fotógrafo de quien les hablaba. Sí, el año pasado, cuando la Chica dio su primera venenosa salpicadura aquí mismo, en esta pequeña gran ciudad nuestra.

Sí, ya sé que ustedes no estaban aquí el año pasado, y que no se enteraron de ello. Hasta la Chica tuvo que empezar a pequeña escala. Pero si rebuscasen en los archivos de los periódicos locales, encontrarían algunos anuncios, y yo podría hallarles algunos de los viejos displays… creo que Lovelybelt está aún usando uno de ellos. Yo tenía, además, una montaña de fotos, hasta que las quemé.

Sí, saqué mi tajada de ella. No es, ni con mucho, lo que ese fotógrafo debe de estar ganando, pero lo bastante como para seguir pagándome el whisky. Era muy peculiar en las cuestiones de dinero. Ya les hablaré de eso.

Pero primero dejen que les hable de mí. Tenía un estudio en el cuarto piso de esa ratonera llamado Edificio Hauser, casi esquina al Parque Ardleigh.

Había estado trabajando en los estudios Marsh-Mason hasta que estuve hasta las narices de ellos, y entonces decidí trabajar por mi cuenta. El Edificio Hauser era decrépito, y nunca olvidaré como chirriaban los escalones, pero era barato, y tenía claraboya.

Los negocios iban mal. Yo pasaba una y otra vez por todas las agencias y anunciantes, y algunos de ellos no estaban del todo en contra de mí, pero mi material nunca acababa de convencer. Estaba casi en la ruina. Debía el alquiler. Infiernos, no tenía el suficiente dinero ni para tener a una chica.

Era una de aquellas tardes gris oscuro. El edificio estaba tremendamente en silencio… aún a pesar de la gran demanda de apartamentos no podían lograr acabar de llenar el Hauser. Había terminado de revelar algunas fotos y estaba pensando algo para las Fajas Lovelybelt y la Piscina y Campo de Diversión de Buford, esto último con un falso decorado de playa. Mi modelo se había ido. Una tal señorita Leon. Era maestra de civismo en una escuela de enseñanza media y hacía de modelo para mí en horas libres, últimamente sin cobrarme, por pura buena fe. Después de mirar las fotos, decidí que la señorita Leon no era, probablemente, lo que Lovelybelt andaba buscando… ni tampoco mi fotografía. Estaba a punto de dejarlo correr por aquel día.

Y entonces la puerta de la calle se cerró de un golpe, cuatro pisos más abajo y se oyeron pasos y ella entró.

Vestía un traje negro, barato y brillante. Zapatos negros de tacón alto. Sin medias. Y, excepto que llevaba un abrigo de ropa gris colgado de uno, sus delgados brazos iban desnudos. Sus brazos son bastante delgados, ya saben, o ¿es que ya no se fijan en estas cosas?

Y el delgado cuello, la cara algo enjuta, casi relamida, la fluyente cascada de su cabello oscuro, y, atisbando por debajo de él, los ojos más hambrientos del mundo.

Ésa es la verdadera razón por la que está expuesta por todo el país, ya lo saben: esos ojos. Nada vulgar, pero que al mismo tiempo le miran a uno con un hambre que es todo sexo y algo más que sexo. Esto es lo que todo el mundo ha estado buscando desde el Año Uno… algo más que sexo.

Bueno, muchachos, allí estaba yo, solo con la Chica en una oficina ya casi en penumbra, en un edificio prácticamente vacío. Una situación que un millón de estadounidenses machos se hubieran imaginado con diversos detalles suculentos. ¿Cómo me sentía yo? Asustado.

Sé que el sexo puede dar miedo. Aquel frío latir del corazón cuando uno está a solas con una chica y nota que va a tocarla… Pero, si aquella vez era sexo, estaba recubierto de algo más.

Al menos, yo no estaba pensando en el sexo.

Recuerdo que di un paso hacia atrás y mi mano se estremeció, de forma que las fotos que estaba mirando cayeron por el suelo.

Notaba una ligera sensación de mareo, como si me estuviesen arrancando algo. Un poquito de algo.

Eso era todo. Entonces, ella abrió la boca y las cosas volvieron a ser normales durante un rato.

—Veo que es usted fotógrafo, señor —dijo—. ¿Necesita una modelo?

Su voz no era muy culta.

—Lo dudo —le dije, recogiendo las fotos. Miren, no estaba impresionado. Aún no había comprendido las posibilidades comerciales de sus ojos, ni mucho menos—. ¿Qué ha hecho hasta ahora?

Bueno, me contó una historia muy vaga, y comencé a comprobar su conocimiento acerca de las agencias de modelos y los estudios y las tarifas y no sé que más. Y pronto le dije:

—Escuche, usted nunca ha trabajado como modelo de fotógrafo. Ésta es la primera vez que lo intenta.

Bueno, admitió que era más o menos así.

Durante toda nuestra charla tuve la idea de que estaba tanteando el terreno, como alguien en un sitio desconocido. No es que estuviera insegura de sí misma, o de mí, sino de la situación general.

—¿Y usted piensa que cualquiera puede hacer de modelo? —le pregunté conmiserativamente.

—Seguro —contestó.

—Mire —le dije—, un fotógrafo puede perder una docena de negativos tratando de obtener una foto medio humana de una mujer normal. ¿Cuántas cree que tendría que malgastar antes de lograr una verdaderamente atractiva y sexy?

—Creo que puedo servir —contestó ella.

Bueno, debería haberla echado a patadas en aquel mismo momento. Quizá admiré la forma segura en que se aferraba a sus pequeñas pretensiones. Tal vez me dio pena su aspecto desnutrido. Lo más posible es que estuviese de mal humor por la forma en que mis fotos habían sido rechazadas por todo el mundo, y desease vengarme en ella, demostrándole lo poco que valía.

—De acuerdo, vamos a intentarlo —le dije—. Voy a probar a hacerle un par de tomas. Compréndalo, es pura cuestión de prueba. Si alguna vez alguien desease utilizar una foto suya, de lo que hay una posibilidad en dos millones, le pagaré las tarifas habituales por su tiempo. Si no, ni cinco.

Me obsequió con una sonrisa. La primera.

—Estoy de acuerdo —dijo.

Bueno, le hice tres o cuatro fotos, primeros planos de su rostro, pues no me gustaba su traje barato, y al menos soportó mis sarcasmos. Entonces recordé que aún tenía las cosas de la Lovelybelt y supongo que todavía me sentía de muy mal humor, pues le entregué una faja y le dije que fuera detrás del biombo y se metiera en ella; y lo hizo, sin ponerse nerviosa, como yo había esperado; y, como ya habíamos llegado hasta allí, supuse que valía la pena fotografiar la escena de playa para redondear las cosas.

Durante ese tiempo yo no notaba nada de particular, excepto que, de vez en cuando, tenía uno de esos momentos de mareo y me pregunté si me sentiría mal del estómago o si es que habría estado trasteando descuidadamente con los productos químicos de mi laboratorio.

Y, ¿saben?, creo, de todas maneras, que la inquietud no me abandonó ni un solo momento.

—Escriba su nombre, dirección y teléfono —le dije, y me metí en el cuarto oscuro.

Un poco más tarde, se fue. No le dije ni adiós. Estaba irritado porque no se había puesto inquieta ni había parecido ansiosa acerca de sus poses, ni siquiera me había dado las gracias, exceptuando aquella sonrisa.

Acabé de revelar los negativos, hice algunas copias, las miré, y decidí que no eran mucho peores que las de la señorita Leon. En un impulso, las puse junto con las fotos que iba a llevar en mis visitas de la mañana siguiente.

Por aquel entonces había trabajado ya lo bastante como para sentirme rendido y nervioso, pero no me atreví a gastar el dinero en licor para aliviarme. No tenía mucho apetito. Creo que fui a un cine de barrio.

No pensé lo más mínimo en la Chica, excepto quizá para preguntarme asombrado cómo, en mi actual estado célibe, no le había hecho ninguna clase de proposición. Parecía pertenecer a un estado social más…, bueno, más asequible que la señorita Leon. Pero, naturalmente, había un montón de razones para no haberlo hecho.

A la mañana siguiente comencé mis visitas. La primera fue a la Cervecera Munsch. Estaban buscando a una «Chica Munsch». Papá Munsch me tenía un cierto afecto, aunque nunca me aceptaba las fotos. Y es que tenía buen gusto en ese asunto. Hace cincuenta años pudo haber sido uno de los chicos pobres que se abrían paso en Hollywood.

En aquel momento estaba en la fábrica, llevando a cabo su trabajo favorito. Dejó en la mesa la alta copa espumosa, chasqueó la lengua, murmuró algo técnico a alguien acerca de los lúpulos, se secó las gruesas manos en el enorme delantal que llevaba puesto, y agarró mi montoncito de fotos.

Estaba a la mitad de ellas, haciendo ruidos con su lengua y dientes, cuando llegó a ella. Me di una patada mental por haberla incluido.

—Ésta es —dijo—. La foto no es muy buena, pero ésta es la Chica.

Estaba decidido. Ahora me pregunto cómo Papá Munsch se dio cuenta inmediatamente del valor de la chica, mientras que yo no lo había visto. Creo que fue porque yo la vi primero en carne y hueso, si es que ése es el término correcto.

Pero entonces, sólo me sentí algo mareado.

—¿Quién es ella? —preguntó.

—Una de mis nuevas modelos —traté de darle el tono más casual posible.

—Tráela aquí mañana por la mañana —me dijo—. Y tus cacharros. La fotografiaremos aquí.

»Toma, tienes mala cara —añadió—. Tómate algo de cerveza.

Bueno, me fui diciéndome a mí mismo que había sido pura chiripa, y que probablemente mañana lo echaría todo a perder con su inexperiencia, y todo eso.

De todas maneras, cuando reverentemente deposité el montoncito de fotografías sobre el cartapacio rosa de la mesa del señor Fitch, de Lovelybelt, la suya era la primera.

El señor Fitch representó su papel de crítico de arte. Se echó hacia atrás, entrecerró los párpados, agitó sus largos dedos, y dijo:

—Ummm. ¿Qué cree usted, señorita Willow? Aquí con esta luz… Naturalmente, la fotografía no muestra el corte al bies. Y quizá debería usar el Duendecillo de Lovelybelt en lugar del Ángel. Y no obstante, la chica… Venga aquí, Binns —nuevos movimientos de dedos—. Quiero la reacción de un hombre casado.

No podía ocultar que había tragado el anzuelo.

Lo mismo sucedió en la Piscina y Campo de Diversión de Buford, excepto que Da Costa no necesitó la ratificación de un hombre casado.

—Buen material —dijo, sorbiéndose los labios—. ¡Oh, muchacho, vosotros los fotógrafos…!

Volví a la carrera a la oficina y agarré la tarjeta que le había dado para que me pusiera su nombre y dirección.

Estaba en blanco.

No me importa decirles que los siguientes cinco días fueron los peores que jamás pasé. Cuando hubo transcurrido la mañana siguiente, sin haber logrado ponerme en contacto con ella, tuve que comenzar a ganar tiempo.

—Está enferma —le dije por teléfono a Papá Munsch.

—¿En el hospital? —me preguntó.

—No es tan grave —le dije.

—Entonces tráela aquí. ¿Qué importa un dolorcillo de cabeza?

—Lo siento, no puedo.

Papá Munsch comenzó a sospechar.

—¿De verdad tienes a esa chica?

—Claro que la tengo.

—Bueno, no sé. Creería que se trata de alguna modelo neoyorkina si no fuera porque he reconocido tu mala técnica.

Me eché a reír.

—Bueno, oye, la traes aquí mañana por la mañana. ¿Entendido?

—Lo intentaré.

—Nada de intentar. La traes aquí.

No se enteró ni de la mitad de cosas que hice. Recorrí todas las agencias de modelos. Realicé investigaciones en los estudios fotográficos y de arte. Gasté algo de mi única calderilla en poner anuncios en los tres periódicos. Miré los anuarios de las escuelas de enseñanza media y las fotos de todos los empleados en los boletines internos de las empresas locales.

Fui a restaurantes y cafeterías, mirando a las camareras, y a los almacenes y supermercados, mirando a las dependientas. Me metí entre las multitudes que salían de los cines. Vagué por las calles.

Al caer la noche pasaba un buen rato recorriendo el barrio de vida alegre. De alguna manera, me parecía un buen sitio.

En la quinta tarde supe que había perdido la partida. La fecha tope de Papá Munsch, me había dado varias, pero ésta era la definitiva, acababa a las seis. El señor Fitch había cancelado su pedido.

Estaba en la ventana del estudio, mirando hacia el Parque Ardleigh.

Ella apareció.

Había pensado en aquel momento tantas veces que no tuve ninguna dificultad en llevar a cabo mi papel. Ni siquiera la ligera sensación de mareo me molestó.

—Hola —dije, sin mirarla.

—Hola —contestó.

—¿Aún no se ha descorazonado?

—No —no sonaba nerviosa o desafiante. Era sólo una aclaración.

Eché una mirada a mi reloj, me puse en pie y dije secamente:

—Mire, le voy a dar una oportunidad. Uno de mis clientes está buscando una chica de más o menos su tipo. Si lleva a cabo un trabajo verdaderamente bueno, quizá pueda introducirse en la profesión de modelo.

—Podemos verlo esta tarde si nos apresuramos —añadí recogiendo mis trastos—. Vamos. Y la próxima vez, si espera que le haga un favor, no olvide dejar su número telefónico.

—Ah-ah —contestó, sin moverse.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté.

—Que no voy a ver a ningún cliente suyo.

—Y un infierno no va a ir —le contesté—. So tonta, le estoy dando una oportunidad.

Ella agitó lentamente la cabeza.

—No me engaña, muchacho, no me engaña lo más mínimo. Ese cliente me quiere a  —y me dedicó su segunda sonrisa.

En aquel momento pensé que debía haber visto mi anuncio en el periódico. Ahora, ya no estoy tan seguro.

—Le voy a decir cómo vamos a trabajar —prosiguió—. No le voy a dar ni mi nombre, ni dirección, ni número de teléfono. Nadie lo sabe. Y vamos a hacer todas las fotos aquí. Usted y yo solitos.

Ya se pueden imaginar la bronca que le organicé. Pasé por todos los estadios: irritado, sarcástico, pacientemente aleccionador, fuera de mí, amenazador, suplicante.

La hubiera abofeteado, si no fuera porque era un tesoro fotográfico.

Al fin, sólo pude telefonear a Papá Munsch y contarle las condiciones de ella. Sabía que no tenía una sola posibilidad, pero no me cabía otra solución.

Lanzó un alarido realmente irritado, dijo «no» varias veces y colgó.

Ella no se mostró preocupada.

—Comenzaremos el trabajo mañana a las diez de la mañana —dijo.

Hacia medianoche, Papá Munsch me llamó.

—No sé de qué casa de locos has sacado a esa chica —me dijo—. Pero la utilizaré. Vente por aquí mañana por la mañana y trataré de meterte en la cabeza cómo quiero las fotos. ¡Y me alegra haberte sacado de la cama!

Después de esto, todo marchó sobre ruedas. Hasta el señor Fitch consideró su decisión y, después de tomarse dos días para explicarme por qué era totalmente imposible, también aceptó las condiciones.

Naturalmente, todos ustedes están bajo el embrujo de la Chica, así que no pueden comprender el sacrificio que le representó al señor Fitch el tener que aceptar no supervisar la fotografía de mi modelo con el Duendecillo, la Arpía de Lovelybelt, o cualquier otro tipo que usáramos.

A la mañana siguiente apareció a la hora convenida y comenzamos a trabajar. Diré una cosa en su favor: nunca se cansaba y nunca se sentía molesta por la forma en que yo refunfuñaba acerca de las fotos. Nos entendimos muy bien excepto que aún seguía teniendo la sensación de que me arrancaba algo poco a poco. Quizá también lo hayan sentido un poco, al mirar sus fotos.

Cuando terminamos, me enteré de que aún había más reglas. Era más o menos mediodía. Comencé a acompañarla para ir a buscar un bocadillo y un café.

—Ah-ah —dijo—. Voy a bajar sola. Y escucha, chico, si alguna vez tratas de seguirme, o si tan sólo sacas tu cabeza por la ventana cuando me voy, ya puedes ir buscándote otra modelo.

Ya pueden imaginarse cómo alteraban mis nervios todas estas locuras… y también mi imaginación. Recuerdo que abrí la ventana cuando se hubo ido, tras esperar primero diez minutos, y que me quedé en ella respirando algo de aire fresco y tratando de imaginar qué es lo que podía haber tras todo aquello, si se estaría escondiendo de la policía, o si era la hija de alguien famoso arruinado, o si acaso tenía la idea de que era elegante mostrarse temperamental, o bien si, más probablemente, Papá Munsch tenía razón, y lo que ocurría es que estaba loca.

Pero tenía que ocuparme de mis cosas.

Recordándolo ahora, es asombroso ver con qué rapidez su magia comenzó a apoderarse de la ciudad. Rememorando lo que siguió luego, me asusta lo que le está sucediendo a todo el país, y quizá al mundo. Ayer leí algo en Times acerca de fotos de la Chica que aparecían en carteles en Egipto.

El resto de mi relato servirá para mostrarles por qué estoy tan asustado. Pero también tengo una teoría que sirve para explicarlo, aunque es una de esas cosas que está más allá de un «cierto punto». Es acerca de la Chica. Se la explicaré en pocas palabras.

Ya saben cómo la moderna publicidad hace que la mente de todos se dirija en la misma dirección, deseando las mismas cosas, imaginando las mismas cosas. Y ya saben que los psicólogos ya no se muestran tan escépticos sobre la telepatía como antes.

Combinen las dos ideas. Supongan que los deseos idénticos de millones de personas se enfoquen en una persona telepática. Digamos una chica. Que la moldeen a su imagen.

Imaginen que ella conozca los deseos más primarios de millones de hombres. Imaginen que cale más hondo en esos deseos que la gente que los siente, que vea el odio y las ansias de morir que hay tras esa lujuria. Imaginen que ella se moldea según esa imagen, manteniéndose tan alejada como si fuera de mármol. Y al tiempo imaginen el hambre que debe sentir en respuesta al hambre de los demás.

Pero esto ya se está alejando mucho del hilo del relato. Y algunas de las cosas de ese relato son muy palpables. Como el dinero. Hicimos dinero.

Ésa era la cosa rara que iba a contarles. Temía que la Chica fuera a exprimirme. Realmente me tenía con la espalda contra la pared, ya saben.

Pero ella no pidió más que la tarifa habitual. Luego, insistí en darle más dinero, mucho más. Pero siempre lo aceptó con la misma mirada de desprecio, como si fuese a tirarlo por la primera cloaca que encontrase al salir.

Quizá lo hiciese.

De cualquier forma, yo tenía dinero. Por primera vez en muchos meses tenía el bastante dinero como para emborracharme, comprar ropa nueva, tomar taxis. Podía intentar ligar con cualquier chica que desease. Únicamente tenía el trabajo de escogerla.

Y, naturalmente, las escogía.

Pero, primero, déjenme que les hable de Papá Munsch.

Papá Munsch no fue el primero de los muchachos que trató de tener una cita con mi modelo, pero creo que fue el primero que realmente sintió el flechazo. Podía ver el cambio en sus ojos mientras miraba las fotos. Comenzó a mostrarse sentimental, reverente. Mamá Munsch llevaba ya dos años muerta.

Fue astuto en la forma en que lo planeó. Me hizo soltarle alguna información por la que se enteró cuando venía a trabajar, y entonces, una mañana, subió corriendo las escaleras unos minutos antes.

—Tengo que verla, Dave —me dijo.

Discutí con él, le seguí la corriente, le expliqué que no se daba cuenta de lo muy seria que se mostraba ella acerca de sus locas ideas. Le señalé que estaba echándolo todo a perder para los dos. Hasta me encontré, asombrado, chillándole.

Él no reaccionó en su forma habitual. Sólo decía una y otra vez:

—Pero, Dave, tengo que verla.

Se oyó un portazo en la entrada del edificio.

—Ésa es ella —dije bajando la voz—. Tiene que salir.

No quería, así que lo empujé dentro del cuarto oscuro.

—Quédese callado —susurré—. Le diré que no puedo trabajar hoy.

Sabía que trataría de mirarla y que probablemente entraría de nuevo, pero no había nada más que pudiera hacer.

Los pasos llegaron hasta el cuarto piso. Pero no entró. Me puse nervioso.

—¡Saca a ese cretino de ahí! —gritó ella repentinamente desde el otro lado de la puerta. No muy alto, pero en su voz más vulgar—. Voy a ir al descansillo de arriba —prosiguió—, y si ese gordo cretino no se marcha directamente a la calle, nunca tendrá otra foto mía que no sea escupiendo en su sucia cerveza.

Papá Munsch salió del cuarto oscuro. Estaba pálido. No me miró mientras se iba. Nunca más contempló las fotos de ella en mi presencia.

Eso fue lo de Papá Munsch. Ahora hablaré de mí. Comenté la cuestión con ella, le hice insinuaciones, y al fin le hice una proposición.

Apartó mi mano de su cuerpo como si fuera un trapo sucio.

—Ni hablar, chico —dijo—. Éstas son horas de trabajo.

—Pero luego… —proseguí.

—Las reglas siguen estando en pie —y obtuve lo que creo que era su quinta sonrisa.

Es difícil creerlo, pero nunca se apartó ni un ápice de ese loco comportamiento. No podía flirtear con ella en el estudio, porque nuestro trabajo era muy importante, y no debían haber distracciones. Y no podía verla en cualquier otro lugar, porque si lo intentaba, jamás volvería a tomar ninguna otra foto de ella… Y esto mientras a cada momento llegaba más dinero, y nunca fui tan estúpido como para creerme que se debiera a la calidad de mis fotografías.

Claro está que no hubiera sido humano si no hubiera hecho otros intentos. Pero siempre obtuve el tratamiento del trapo sucio, y ya no hubieron más sonrisas.

Cambié. Me convertí en un cabeza loca, un demente… Sólo que a veces creía que me iba a estallar la cabeza. Y comencé a hablar con ella todo el tiempo. A hablar de mí.

Era como estar en un constante delirio que nunca interfería con el trabajo. Ya no me fijaba en la sensación de mareo. Parecía natural.

Daba unos pasos y, por un instante, el reflector parecía una plancha de acero al rojo blanco, o las sombras semejaban ejércitos de polillas, o la cámara se transformaba en un gran vagón de carbón. Pero al siguiente instante las cosas volvían a su estado correcto.

Creo que a veces me inspiraba un terror mortal. Parecía la persona más extraña y horrible del mundo. Pero en otras ocasiones…

Y yo hablaba. No importaba lo que hiciese: iluminándola, poniéndola en pose, trasteando con los decorados, disparando la foto; ni donde ella estuviera: en la plataforma, tras el biombo, relajándose con una revista… Yo mantenía mi continuo charloteo.

Le conté todo lo que sabía acerca de mí. Le hablé de mi primera chica. Le expliqué lo de la bicicleta de mi hermano Bob. Le hablé de cómo me escapé en un tren de carga, y la paliza que me dio Pa cuando regresé a casa. Le dije cómo había ido en un barco a Sudamérica y lo azul que era el cielo de noche. Le conté lo de Betty. Le expliqué cómo mi madre murió de cáncer. Le dije que me habían dado una paliza en una pelea en el callejón de detrás de un bar. Le hablé de Mildred. Le peroré acerca de la primera foto que vendí. Le expliqué cómo se veía Chicago desde un barco de vela. Le musité acerca de la borrachera más larga que jamás agarré. Le hablé acerca de Marsh-Mason. Le conté lo de Gwen. Le chapurreé cómo conocí a Papá Munsch. Le expliqué como la había buscado. Le dije cómo me sentía ahora.

Nunca prestó la más mínima atención a lo que yo decía. Ni siquiera sabía si me oía.

Fue por aquel entonces, cuando comenzamos a recibir los primeros pedidos de las grandes empresas nacionales, que decidí seguirla cuando se iba a casa.

Un momento, puedo localizar aún mejor la fecha. Hay algo que recordarán haber leído en los periódicos de fuera de la ciudad… Esos posibles asesinatos que mencioné. Creo que hubo seis.

Digo «posibles» porque la policía nunca pudo estar segura de que no fueran ataques al corazón. Pero es natural que surjan sospechas cuando ocurren ataques al corazón a personas cuyos corazones funcionaban perfectamente, y siempre de noche, cuando estaban solas, y lejos de casa, y además cabían dudas sobre lo que estaban haciendo.

Las seis muertes crearon una de esas alarmas acerca de un «envenenador misterioso». Y después corrió el rumor de que realmente no habían terminado, sino que continuaban, de una manera menos sospechosa.

Ésa es una de las cosas que ahora me aterroriza.

Pero en aquel tiempo mi única sensación fue de alivio por haberme decidido a seguirla.

Un día, la hice trabajar hasta muy tarde. No necesitaba excusas, estábamos inundados de pedidos. Esperé hasta que se oyó sonar la puerta de la calle, y entonces bajé corriendo. Llevaba puestos zapatos de suela de goma. Y me había colocado una chaqueta oscura con la que jamás me había visto, y un sombrero oscuro.

Me quedé en la puerta hasta que la localicé. Estaba caminando por el Parque Ardleigh hacia el centro de la ciudad. Era una de aquellas noches cálidas de otoño. La seguí por el otro lado de la calle. Aquella noche quería averiguar dónde vivía. Eso me daría un cierto control sobre ella.

Se detuvo frente a la vitrina del almacén Everly, apartada del brillo del mismo. Permaneció allí mirándolo.

Recordé que había hecho una gran fotografía suya para Everly, para que la usaran como maniquí plano con un muestrario de ropa interior femenina. Eso es lo que estaba mirando.

En aquel tiempo me parecía bien que se adorase a sí misma, si era eso lo que estaba haciendo.

Cuando pasaba gente se volvía un poco o se introducía más en las tinieblas.

Entonces llegó un hombre solo. No podía ver muy bien su rostro, pero parecía de mediana edad. Se detuvo y se quedó mirando el escaparate.

Ella salió de las sombras y se puso junto a él.

¿Cómo se sentirían ustedes, muchachos, si estuvieran mirando un cartel de la Chica y repentinamente estuviese junto a ustedes, tomándoles del brazo?

La reacción de aquel tipo resultó tan clara como el día: un loco sueño se había convertido en realidad.

Hablaron durante un momento. Luego él llamó a un taxi en una esquina. Se metieron y se fueron.

Me emborraché aquella noche. Era como si ella hubiera sabido que la seguía y hubiera escogido aquella forma para herirme. Quizá fuera así. Quizá aquello fue el fin.

Pero a la siguiente mañana apareció a la hora habitual, y me hundí de nuevo en mi delirio.

Aquella noche, cuando la seguí, se buscó un lugar bajo una farola, frente a uno de los cartelones de la Chica Munsch.

Ahora me causa pavor el pensar en ella, acechando de aquella manera.

Al cabo de veinte minutos un descapotable frenó al pasar junto a ella. Dio marcha atrás, se detuvo en el chaflán.

Aquella vez yo estaba más cerca. Pude ver bien la cara del tipo. Era algo más joven, más o menos de mi edad.

A la siguiente mañana el mismo rostro me miró desde la página delantera del periódico. El descapotable había sido hallado en una calle lateral. Estaba dentro. Como en los otros posibles asesinatos, no resultaba clara la causa de su muerte.

Todo tipo de pensamientos cruzó por mi mente aquel día, pero sólo estaba seguro de dos cosas: de que había recibido la primera buena oferta de una gran empresa, y de que iba a coger a la Chica por el brazo y bajar con ella las escaleras cuando acabásemos el trabajo.

No pareció muy sorprendida.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —dijo.

—Lo sé.

Sonrió.

—Me preguntaba cuándo ibas a hacerlo.

Comencé a sentirme bien. Me despedía de todo, pero tenía mi brazo alrededor del suyo.

Era otro de aquellos anocheceres cálidos de otoño. Pasamos al Parque Ardleigh. Dentro estaba oscuro, pero a su alrededor el cielo brillaba con el rosa pálido de los anuncios publicitarios.

Caminamos largo rato por el parque. Ella no dijo nada, ni me miró, pero podía ver como sus labios se estremecían y como al cabo de un tiempo su mano apretaba mi brazo.

Nos detuvimos. Habíamos estado caminando sobre el césped. Se dejó caer y tiró de mí. Colocó sus manos en mis hombros. Yo le miraba el rostro. Tenía una ligera tonalidad rosácea del brillo del cielo. Los ojos hambrientos eran manchas oscuras.

Intenté desabrochar su blusa. Ella apartó mi mano, pero no como en el estudio.

—No deseo eso —dijo.

Primero les diré lo que hice luego. Más tarde les diré por qué lo hice. Y por último, les diré lo que ella dijo.

Lo que hice fue salir corriendo. No lo recuerdo muy bien porque estaba mareado, y el cielo rosa giraba sobre los oscuros árboles. Pero al cabo de un tiempo llegué hasta las luces de la calle. Al día siguiente cerré el estudio. El teléfono llamaba cuando eché la llave de la puerta y había cartas por abrir en el suelo. Nunca más volví a ver a la Chica en carne y hueso, si es que es ése el término correcto.

Lo hice porque no quería morir. No quería que me chuparan la vida. Hay vampiros y vampiros, y los que chupan sangre no son de los peores. Si no hubiera sido por el previo aviso de aquellos mareos, y Papá Munsch y el rostro en el periódico de la mañana, hubiera seguido el camino de los otros. Pero me di cuenta de lo que iba a suceder cuando aún había tiempo de huir. Me di cuenta de que, viniera de donde viniese, fuera lo que fuese lo que la hubiera originado, era la quinta esencia del horror que había tras los brillantes cartelones. Es la sonrisa que lo engaña a uno para que malgaste su dinero y su vida. Son los ojos que lo llevan a uno de aquí para allá, y entonces lo enfrentan con la muerte. Es el ser por el que uno lo da todo, y que uno nunca consigue. Es la criatura que toma todo lo que uno tiene y no da nada a cambio. Cuando ustedes anhelen el rostro de los carteles, recuerden eso. Es el cebo. Es el señuelo. Es la Chica.

Y esto es lo que dijo:

—Te deseo. Deseo tus mejores momentos. Deseo todo aquello que te ha hecho feliz y todo aquello que te hizo daño. Deseo tu primera chica. Deseo aquella brillante bicicleta. Deseo aquella paliza. Deseo aquella cámara barata. Deseo las piernas de Betty. Deseo el cielo azul repleto de estrellas. Deseo la muerte de tu madre. Deseo tu sangre sobre los adoquines. Deseo la boca de Mildred. Deseo la primera foto que vendiste. Deseo las luces de Chicago. Deseo la ginebra. Deseo las manos de Gwen. Deseo que me desees. Deseo tu vida. Aliméntame, muchacho, aliméntame.

Fritz Leiber - La chica de los ojos hambrientos
  • Autor: Fritz Leiber
  • Título: La chica de los ojos hambrientos
  • Título Original: The Girl with the Hungry Eyes
  • Publicado en: The Girl with the Hungry Eyes, and Other Stories
  • Traducción: Sin datos

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