«VS79-9257» es un relato del escritor colombiano Gabriel Alfonso Rodríguez Páez, incluido en la X antología del Premio Nacional de Cuento La Cueva (2022). Un influyente certamen literario se ve sacudido por un texto que escapa a los parámetros dominantes impuestos por una conservadora escuela literaria. Los organizadores, incapaces de comprender una obra que se escapa a los cánones establecidos, encargan al fundador de la institución, un hombre envejecido y dogmático, la misión de desentrañar su significado. A medida que profundiza en su lectura, el hombre se enfrenta a la inquietante posibilidad de que toda la estructura de su legado esté en juego. El relato ofrece una crítica incisiva al control artístico y explora las tensiones entre tradición e innovación literarias.
VS79-9257
Gabriel Alfonso Rodriguez Páez
(Cuento completo)
“No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se hicieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije ya muchas veces”
Jorge Luis Borges
La importancia que tenía ese premio literario no estaba en el monto pecuniario que se ofrecía al ganador ni en el reconocimiento que ante los medios y la opinión pública se pudiera lograr: se debía a la consagración obtenida al ser considerado el estandarte del momento cultural actual. La gloria temprana para cualquier artista que quisiera perdurar, esa que no la compra ni el dinero ni los aplausos. El certamen se celebraba cada cinco años por una escuela de carácter pseudosecreto fundada por un literato consagrado en el pasado y continuada por sus discípulos. Gracias a la autoridad adquirida por años y éxitos rotundos de ventas controlaba como marionetas escritores emergentes de los países que estaban bajo su tutelar custodia al imponer la vertiente artística que debía estar en boga. En literatura, eran olímpicos.
Fue así como el cuento logró conmover sus bases fundacionales y preocuparlos. En uno de sus habituales concursos, al revisar los textos calcados y sin carácter que recibían, se toparon con uno que no se acomodaba a los rígidos patrones de sus estatutos. A su parecer la estructura era inverosímil, el argumento rayaba en lo absurdo y los personajes no eran otra cosa que ecos falseados de una voz que se esconde en distintos nombres. Al ser una selección programada y predecible, lo desecharon sin prestarle mayor atención y premiaron al que debía ganar por razones comerciales. El suceso les pareció trivial, algo bochornoso: se consolaron con pensar que acaso un escrito de semejante corte pudo haber sido producto de un azar quimérico enviado por alguien sin instrucción en las letras o poco informado sobre las tendencias modernas. Sin embargo, las alarmas volvieron a prenderse en cinco años: se presentó otro texto con trazos similares. El hecho, como era de esperarse, no pasó inadvertido. Algunos se indignaron; otros decidieron no condenarlo y estudiarlo para conocer la razón de su singularidad. Se necesitaba un detective literario para la engorrosa tarea, un gusto sibarita alejado de la moda que pudiera llegar al fondo del asunto sin sentir el vértigo del asombro. Lo tenían, claro está, prisionero en los vetustos muros de la academia: el fundador de la Escuela.
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Que te hizo apagar la luz y quedarte adentro y otros cuentos
X antología del premio nacional de cuento La Cueva
Un anciano de actitud talmúdica aceptó la tarea. Aplazaron la premiación, le fijaron un plazo prudencial y le remitieron el escrito. Así como una obra requiere para su composición del talento y la templanza que permita a los sentidos ir tras lo movedizo para capturar su esencia y moldear esa sustancia en letras, frases y oraciones; así también él, para analizar esa obra, necesitaba concentrarse para sintonizarse con el escribiente en una comunión espiritual. Así fue como se encerró en el salón amplio de la biblioteca. Gustaba fumar tabaco porque, según creía, su vaho toma formas extrañas que remiten a un intelecto despierto las figuras y las palabras que los demiurgos desean en una obra maestra. No siempre acertó en su superstición, pero en sus años de gloria lo alentó. Recluso de la biblioteca, se enfrentaba al escrito. Como perito en Letras, sabía que una lectura espontánea y libre le daría los elementos de juicio sobre el cual recayera su veredicto. Concordaba con Cortázar en que un cuento debe ganar la pelea en el primer asalto, porque lo pierde en los siguientes. Deseaba darle esa oportunidad (ante él, que empleó toda su vida peregrinando libro a libro la literatura universal; que había formado escritores con la tenacidad suficiente para continuar con su legado, que lo había presenciado todo y ya nada podría sorprenderlo) y dejarse impresionar. Dejó su tabaco en el cenicero y se dedicó a leer desprevenido. Lo terminó pronto, pero la sensación de no haber leído nada o de no haberlo entendido, lo indignó profundamente. El papel que tenía enfrente desafiaba. Reanudó la lectura sin tantas componendas generosas, pero el resultado fue el mismo. Rechupó el tabaco con ligereza y notó que su pulso no era el mismo: los nervios comenzaban a fastidiarlo. Un escrito sin importancia de un autor desconocido con facilidad lo había vencido, segundos antes del primer asalto, lo cual le pareció inadmisible. Se obligó a tomarlo en serio. Se apartó por completo de la Escuela, postergó las necesidades básicas del alimento y para contender con el escrito se enterró en su augusta soledad. Por primera vez, en años de estancamiento intelectual, algo lo inquietaba. ¿Cuántas veces lo había leído sin lograr apoderarse del secreto que entrañaba? La lectura lo atrapaba, lo envolvía; su trama lo rozaba y sin lograr aprehenderla huía de él. No supo qué día se apartó ni cuántas noches pasaron antes de lograr el éxito de su objetivo: sólo notó que ya cansado y desbaratados sus paradigmas artísticos, en una lectura inocente lo logró. Y así se liberó.
Las gruesas veladoras de sacristía, ubicadas a lo largo de la mesa de lectura sobre candelabros de cobre sin pulir, alumbraban débilmente la biblioteca apestando el aire a parafina. El encargo de ese cuento resultó ser un hallazgo tan valioso como un sarcófago faraónico o la piedra Rosetta. El contraste entre dos mundos —el suyo, el de la Escuela, el que urdió con manos desnudas desde sus cimientos, y el propuesto por el escrito, ignoto y nebuloso— le brindó valiosas comparaciones. En primer lugar, valoró la narrativa: mientras los escritos habituales que concursaban se mantenían en las plantillas tradicionales, ese escrito intentaba una exploración audaz al hacer una apuesta por lo inusual. Se arriesgaba en la espontaneidad, en los retruécanos astutos de los juegos de palabras y la lírica sutil de lo imprevisto. “Estos niños —susurró para sí mientras caminaba de un extremo a otro— no saben que la literatura no acepta más improvisaciones”. Le llamó la atención su gramática: su Escuela declaraba que un texto debía acercarse a la usual conversación con el propósito pedagógico de acercar los menos ilustrados a las grandes historias; por tanto, el escritor se aferraba a la consabida estructura de inicio, nudo y desenlace. Ese escrito, por el contrario, estaba atravesado por una trama dramática capaz de generar la tensión que ofrecen los textos que no se pueden dejar sino hasta el punto final, desligándose del tránsito suave y seguro del camino convencional. Comenzaba en el nudo, saltaba hacia atrás y hablaba en pasado. Y luego evocaba el futuro como reminiscencia del porvenir. Con las hojas en una mano y el tabaco en la otra, disertaba para sí lo que creía y lo que encontraba: en las lecturas creadas en su Escuela, la lírica descriptiva y las reflexiones estaban presentes en todo momento del relato. Analizó el tema: había estatuido en el manifiesto riguroso de su Escuela que el amor debía ser el protagonista, siempre luchado por dos amantes a los cuales se les pone varios obstáculos para lograr estar juntos; en el escrito que lo interesaba, era indeterminado: el lector se renunciaba a seguir la historia y sólo al final advertía que los protagonistas eran tan despreciables como mezquinos. Como lo comprobó en noches indecisas, todo pudo haber sucedido y el final no lo determinó ni la virtud ni el heroísmo. Al recorrer los tomos de la biblioteca, comprendió a regañadientes que los herrajes que sujetaban la estructura estaban engarzados de tal manera que, si acaso se les cambiara, el final sería otro y éste, a su vez, sería legitimado por el texto mismo. “El postulado es—pensó con exasperación— para usar un eufemismo, absurdo”. Esa fue la razón que tantas veces lo extravió en ese laberinto de palabras. Por último, examinó el género. Ese cuento no podía fijarse, como el entomólogo con una mariposa, a una especie específica. Había drama y humor, heroísmo tejido con todos los defectos de un personaje que duda de sí mismo y logra expiarse por el ridículo. Todo lo que contravenía su canon más alto: el arquetipo inmaculado del héroe que triunfa por el bien. Les recalcaba a sus discípulos con ahínco que los géneros son categorías estrictas sin otra función más que indicar lo que se desea producir en el lector. Una promesa de venta, finalmente. O se ríe o se llora, o se entusiasma o se conmueve. Pero no hay vacilaciones y mucho menos puntos suspensivos. El tabaco aún humeaba. Lo chupó con placer, a la vez que descubría por qué el escrito no fue aceptado: lo que sus discípulos vieron como insensateces, no eran más que elaboradas premisas para inteligencias preclaras, como los jeroglíficos de las pirámides.
Un día de muchos, salió.
Caminaba abismado en sus reflexiones amargas, mientras que la gente a su paso lo evitaba con pudor. Su misión fue instruir a las nuevas generaciones en el temor reverente de la creación: para ello, recurrió a la Escuela. Ese fue su logro más grande. Se detuvo frente a la vitrina de una librería y leyó los títulos de las obras más vendidas. Fue allí donde comprendió que el homenaje que le debían las generaciones posteriores no estaría en el mudo mármol de un busto ni en el bautizo de mil bibliotecas estatales con su nombre; estaba, por el contrario, tras ese vidrio empañado en filas de libros que profesaran las doctrinas artísticas inspiradas por su genio inquisitorial. Y era su deber preservar a cualquier costo ese legado. Su deuda no era con la sociedad, sino con la humanidad entera. Una brisa ligera lo refrescó al tanto que anunciaba la noche. Sintió que tenía una última tarea antes de volver a la academia, donde sus discípulos lo encarcelarían de nuevo para deshojar libros y escribir densos tratados de literatura: tranquilizar al comité evaluador y descalificar con argumentos contundentes el cuento estudiado. Las calles se le hicieron extrañas, desconocidas. Se dedicó a vagar mientras las reconocía y hallaba el camino de vuelta. Llegó a una calle sin salida donde una tienda ofrecía cachivaches, telas descoloridas y baratijas de muchos años. Esa calle alimentaba su tranquilidad perturbada: le decía que él también era una antigüedad olvidada. Distraído, se topó con una carreta llena de libros. La atendía un hombre aindiado de ojos oscuros, cabello mugriento y labios gruesos, quien leía un periódico ajeno a la brisa que mojaba sus hojas. Revisó autómata los tomos en oferta. Ajados, con tapas dañadas y hojas manchadas por el moho, le parecieron piezas más dignas de la basura que para la lectura. Sin embargo, en medio de esa podredumbre impresa, había uno que se encontraba en buen estado. Lo tomó con curiosidad necia, notó que su título, grabado en caracteres negros de letra medieval, delataba una antigüedad mayor a todo lo que había visto hasta ahora.
— “Literatura críptica: aproximaciones” leyó trémulo.
La frialdad de su portada roja le caló hasta los tuétanos, le hizo doler los huesos de sus dedos atacados por una artritis temprana. La sensación lo atravesó de pies a cabeza llevándolo a esclarecer su genio confuso. Tras una negociación simple, donde el librero mostró un desprecio especial por el ejemplar que nunca pudo vender y todos se negaban a llevar, el anciano se dirigió a su casa trastornado por el frío incomprensible que gobernaba sus vísceras. Sentía el ejemplar pesado como un lingote de plomo, pero palpitante y vivo. Temió perderlo y pensó con terror en la posibilidad de un atraco callejero. Sus pasos enredados le hacían parecer ebrio, lo que aumentó la desconfianza de la gente que lo veía y pasaba a la otra acera para evitarlo. Al llegar a su mausoleo de libros trancó la puerta y en un hondo suspiro descargó su alma desgraciada por un cuento y un libro. Se dirigió a la sala iluminada todavía por las gruesas velas que apestaban a parafina y duró largo rato contemplando el libro. Mientras conquistaba de nuevo su paz, imaginó qué clase de gracia traerían sus hojas o que designio misterioso las habían inspirado. Quiso intuirlo, entenderlo sin abordar las primeras líneas, criticar y desbaratar sus teorías y justificar las de su Escuela… en ese delirio personal su juicio litigaba y el libro de lomo acre permanecía indiferente a sus reclamaciones, majestuoso a sus pretensiones. Luego de secar el sudor de su rostro, fue a la primera hoja: el nombre del libro con la misma curiosa letra medieval y una mancha de tinta que deliberadamente tachaba el nombre del autor. No figuraba un índice, así que se dirigió a las páginas siguientes resuelto a contender. Un título: “Del autor y su obra” y el texto:
Es inútil la división que los académicos proponen. Indicar a dos hombres, (ambos escribientes) y decir que uno es bueno y otro malo, es una sofisticación poco importante para los juicios empobrecidos que se alzan como jueces. En realidad, no hay ni buenos ni malos escritores: uno que sea malo no es escritor. La inspiración es indiferente al calificativo. Entonces, ¿dónde tiene lugar el juicio? En el hecho de algunos mercenarios con habilidad en las palabras que se prestan para escribir a jornal al escasear los escritores. En todos los tiempos el escritor mediocre es un fenómeno normal: a nadie debe sorprender. Lo lamentable es cuando constituyen Legión y en manada se atreven a invertir los términos: los escribidores llaman malos a los escritores y la gente les cree. Es como lo llamó José Ingenieros: El clima de la mediocridad. Ante esa situación —donde los verdaderos talentos se ven perseguidos por la caterva de escribientes que en muchedumbre detentan el poder— es necesario preservar la oriflama del arte y esperar tiempos mejores. Se opta, en consecuencia, por la literatura subterránea.
Escritura subterránea. La historia le presentó algunos ejemplos: en los albores del pueblo elegido se levantaron escuelas hermenéuticas que enseñaban a sus alumnos el arte de copiar textos sagrados para la divulgación de la masora en tiempos de persecución. Su oficio divino no admitía errores: si se equivocaban en la transcripción, tomaban el texto íntegro y lo entregaban a la purificación por las llamas. Algunos heresiarcas de los primeros siglos adulteraron rollos enteros para fundar sectas divergentes de la ortodoxia, lo que provocó un baño de sangre en nombre de Dios. Incluso el cristianismo tuvo interpretaciones opuestas y contradictorias sobre la figura de Cristo. Al no dejar escritos, los padres de la iglesia agruparon los dogmas que mejor lo explicaban para preservar la fe. Y fue una secta —los prolijos de Esmirna— quienes confesaron que la escritura del mesías en la arena, en el pasaje donde salvó a la mujer de la lapidación, consignaba todos los evangelios y los dogmas que los hombres deben observar para ser salvos y, para conocerlos, se debía acudir al misticismo y la ascesis. De esta manera todo les sería revelado, sin la intervención eclesial.
Un suspiro abisal lo sacó de sus disquisiciones teóricas.
No hay literatura buena ni mala: hay literatura y papeles agrafados con la anuencia de una pervertida masa que se llama a sí misma “clase lectora” ¿Cuál es la diferencia entre un escribidor y un escritor en términos de existencia? Su obra.
Antes de continuar la lectura, a su mucama le pidió café. Pasó mucho tiempo sin recibir respuesta: entonces concluyó que estaba solo. Recordaba que los llamados a la cena, un día no se escucharon más. Temió que sus obstinadas vigilias, empeñado en el estudio del cuento y ahora en la lectura minuciosa del libro, lo hubieran apartado de las regiones de los vivos. Fue a la cocina y supervisó con escrúpulo la preparación del café. Un muerto —pensó— no puede saborear los manjares del reino de los vivientes. El aroma hilarante de su infusión confirmó su vitalidad. Retomó:
El buen gusto lo confirma: en el primero la obra es despersonalizada: el autor acaso la reconocería si lo pusieran a buscarla entre otras semejantes. Su estructura interna se refiere a un universo contrahecho que cobra importancia al entrar en conflicto con el protagonista. Así, el autor se sirve de su obra. En consecuencia, es común encontrar argumentos amañados y volubles sujetos a leyes de oferta-demanda, digeribles en la pantalla y que no ofrecen ninguna construcción de personaje. Un ejemplo son las telenovelas, donde se agregan personajes o se suprimen según la audiencia que se agregue o se retire.
Sin que hasta ese momento pudiera explicárselo, por años su carrera como escritor se estancó. Muerto el Ideal, no hay más remedio que velar en su tumba y llorar la añoranza. Había perdido el motivo de su inspiración tras discusiones tétricas de eruditos. No hay nada tan nocivo para las artes que las escuelas de arte. Más que presidir una, la había fundado. Ese hombre cenizo, entrado en años y recuerdos, fue el escritor más venerado por los lectores, aclamado por la crítica y celebrado por las editoriales que enriqueció. Sus escritos llevaron a las lágrimas a una generación durmiente que se interesó por las letras en un avivamiento literario sin precedentes hasta ese momento. Y al querer aleccionarlos, vino la Escuela y, con ella, su ocaso. Las lágrimas de un pasado colmado de gloria asomaron a sus ojos fatigados y sintió por última vez el desconcierto del paraíso perdido. A la tenue luz de las velas continuó:
Por el contrario, la obra de un escritor es un espejo oscuro por medio del cual el autor nos deja entrever su interior, inexorable y extraño, del cual lo externo se origina. El autor es su obra, en el sentido pleno de ese verbo; es una extensión de su ser individual, un legado, un registro vital de su tránsito por la existencia, cuanto menos un drama donde los personajes son diversas facetas de su personalidad, un hombre múltiple donde escenifica en otras voces sus conflictos vitales. El autor es testamentario de su obra. Por esta razón las piezas literarias son escasas y en su elaboración el tiempo no es importante. Puede tomar días, meses, años o toda una vida. Se trata, primero, de la exploración sin brújula en un universo individuado y, después, de su elucidación por medio de palabras y frases familiares a la estructura mítica del humano colectivo. Y esa elaboración es dispendiosa. Los escribidores trabajan, lo hacen si quieren; el escritor oficia, lo hace si debe. Prueba de tal contraste son las librerías abarrotadas de ejemplares de poco o nulo interés y cuyo tratado bien se puede exponer en contados renglones.
Su vuelo angélico por los recuerdos duró poco. Pensó con desconcierto en el advenimiento de una revolución literaria. El mundo —discutía consigo mismo mientras terminaba la taza de café— está cansado de las revoluciones y sus utopías. Él mismo fue artífice de la última, y hasta esa noche advirtió cuánto le abochornaba sus consecuencias. Concluyó con agria nostalgia que era viejo, que el tiempo de las cruzadas había pasado hace mucho y, a las puertas del sepulcro, lo único que le restaba por hacer sería custodiar su Ideal logrado con celosía para salvaguardar una cultura desarrollada por él hasta que la muerte se apiadara de su alma y le librara de su genio. Saltó las hojas para terminar de un soplo el tratado. Llegó al final y las palabras le indignaron:
Toda revolución literaria es baladí. En ella se derrochan energías y voluntades que, a la postre, no saben qué hacer. Es inútil ser el faro de su tiempo si se lideran borregos que se aferran a una causa cuyo fin quizá sea ilusorio y el resultado determinado en gran parte por el azar y una circunstancia feliz. De igual manera, es arriesgado predecir si será nuestra la ocasión o si la fortuna nos será propicia. En literatura, la pretensión apenas hace sonreír: basta con una obra aparecida de la nada, de cuyo autor poco o nada se sepa y acaso cause curiosidad para que su genialidad conmueva los fundamentos y origine el caos irreparable en la Escuela. Al ser prisionero el arte, se sirve de tales tretas para escapar de la lámpara maravillosa. Oí decir alguna vez a Darien Leblanc que las artes —y entre ellas la literatura— se desarrollan en los límites de los centros de atención, alejadas de las conversaciones pedestres y de los convencionalismos académicos.
Y vos, que me sigues, ¿qué harás?
En las desdichas de mi relato, el inquisidor gramatical echó al fuego cuento y libro porque adivinó que ambas piezas eran de un mismo autor y su destino consistía en justificarlo, claro está, por el fuego. Se decidió a buscar al sujeto. Su perspicacia de detective le indicó que el título del cuento tenía alguna pista: “VS79-9257”. Desechó las consonantes por considerarlas distractores y se centró en los números. Indagó en los archivos de la biblioteca sin encontrar nada. Deambuló en centros de registro, en oficinas de patentes, pero fue inútil. Al agotar las probabilidades, entendió que la cifra correspondía a un número de identificación, y fue a las notarías. En cierta forma —pensó con malicia— el autor desea ser encontrado. No tardó en juntar semejanzas. Sus pesquisas lo condujeron a un suburbio olvidado del sur. Llegó a una casa maltrecha y encontró, para su sorpresa, la puerta abierta. Debía bajar por una escalera que terminaba en un foso oscuro. Se aventuró ciego al descenso, pero con la valentía propia del que no tiene nada que perder. Llegó al final del socavón, donde todavía tuvo que caminar por una especie de caverna primitiva. El techo era de piedra sin pulimento, el piso de tierra polvorienta, pero las paredes estaban forradas por un anaquel de madera que contenía una infinidad de carpetas legajadas. En el fondo, iluminado por una lámpara de aceite, un hombre hincado sobre una mesa parecía escribir incesante. Miró la vasta biblioteca de carpetas legajadas. Pensó con pavor que tal vez cuento y libro no eran más que un ínfimo sustrato de un conglomerado de escritos que esperaban el momento de hacer su aparición en el medio literario y destruir la Escuela. Entendió que acaso no fuera sólo un autor, sino una orden oculta la que se preparaba a salir de aquellas cavernas, dispersas por el orbe, y renovar las doctrinas literarias que tantos años y esfuerzos le habían costado.
— ¿Eres Darien Leblanc?
El hombrecillo, vestido con una túnica con capucha que no le dejaba el rostro, le respondía mientras se levantaba.
— Aún no. Piensa que soy un amanuense de su arte. Y los que guardamos su nombre somos Legión.
El énfasis de ultratumba que imprimió a las palabras finales crispó los ánimos del anciano, pero estaba lejos de acobardarse con la aparición.
— Ahora escribo estas líneas —señaló la mesa con un dedo huesudo— y tú esperas el verso que desencadenará tu ira apocalíptica; el mismo que inició todo y lo sigue iniciando en un ciclo interminable:
En la noche creo dragones
En el día hago mamuts
Sin mayores dilaciones el anciano tomó los papeles de la mesa y los rasgó ante la presencia arcánica del escritor de sombras. Airado en su soberbia feudal, tomó la lámpara de aceite y la estrelló contra la biblioteca de carpetas que tapizaba los muros. En su delirio, recordó el desastre de Alejandría y una sonrisa agria le marchitó el rostro. No habrá una revolución literaria —le declaró impasible a la sombra, que pese al desastre continuaba inmóvil— estoy cansado de las revoluciones. Estamos cansados y abrumados de las revoluciones. La conflagración se extendió por el lugar y las últimas palabras que el anciano escuchó en su huida, las había leído de una pieza de Borges sobre laberintos de fuego.
La Escuela de Artes del porvenir deliberó por semanas para emitir el fallo. Como se esperaba, el título lo mereció un escritor reconocido que tenía, por casualidad, un jugoso contrato editorial que sólo esperaba el fallo para iniciar la publicación. La lectura del acta debía hacerla el fundador, para acreditar dicho fallo. La defensa que presentó de la decisión y la elegante exposición, argumentada y contundente, que hizo acerca del escrito, convenció a la opinión pública que la clase lectora estaba a salvo de mercachifles escriturales. Oficialmente se anunció su retiro de la academia, pero las habladurías por mucho tiempo incomodaron la labor de la Escuela. De él poco se sabe y mucho se especula: algunos dicen que se encerró en su biblioteca reconstruyendo las cenizas de un papel que se chamuscó entre sus dedos; otros afirman haberlo visto en las librerías y calles del orbe por los bazares buscando algún libro de portada roja con letras negras medievales; otros —los más prudentes en sus versiones— aseguran que lo han escuchado en sus noches plutónicas alegando en sueños sobre dragones y mamuts y que su alma no tiene sosiego al pronunciar un nombre oculto.
FIN
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