George R. R. Martin: Las brumas se ponen por la mañana

George R. R. Martin - Las brumas se ponen por la mañana

Sinopsis: Las brumas se ponen por la mañana (With Morning Comes Mistfall) es un cuento de George R. R. Martin, publicado en mayo de 1973 en la revista Analog Science Fiction/Science Fact. Ambientado en el enigmático Planeta de los Fantasmas, narra la llegada de un periodista a un hotel construido sobre las nubes, donde un equipo científico intenta demostrar si los fantasmas que alimentan las leyendas locales son reales. Mientras se despliega una meticulosa investigación con la tecnología más avanzada, el protagonista se ve envuelto en la belleza del paisaje y el encanto de lo desconocido. Allí, entre las montañas y la niebla, asistirá a la lucha entre la fría certeza de la ciencia y la necesidad humana de conservar el asombro, el misterio y la magia.

George R. R. Martin - Las brumas se ponen por la mañana

Las brumas se ponen por la mañana

George R. R. Martin
(Cuento completo)

Todavía era temprano para desayunar esa mañana del día siguiente a mi llegada. Pero Sanders ya estaba en el balcón del comedor cuando llegué. Estaba solo, de pie en un rincón, contemplando las montañas y las brumas.

Fui hacia él mascullando un saludo. Ni siquiera me respondió.

—¿Hermoso, no es cierto? —dijo, sin volverse.

Y lo era.

Tan sólo unos metros bajo el nivel del balcón las brumas ondulaban, lanzando olas fantasmales que rompían contra las piedras de su castillo. Un espeso manto blanco se extendía hasta donde alcanzaba la vista, envolviéndolo todo. Podía verse la cima del Duende Rojo, al Norte; una roca escarlata que, como aguzada daga, hendía el cielo. Pero eso era todo. Las otras montañas se hallaban bajo el nivel de las brumas.

Estábamos sobre las brumas: Sanders había mandado construir su hotel en la cima de la montaña más alta de la cadena. Nos encontrábamos flotando solos en el arremolinado océano blanco, en un castillo volante en medio de un mar de nubes.

Un Castillo de las Nubes en verdad. Así llamó Sanders al lugar. Era fácil ver por qué.

—¿Siempre es así? —pregunté a Sanders, después de observar durante un rato.

—Cada vez que se ponen las brumas —replicó—, dirigiéndome una sonrisa melancólica.

Era un hombre gordo, de rostro rubicundo y talante jovial. No era de los que sonríen con melancolía. Ahora, sin embargo, es lo que hacía.

Señaló al Este, donde el sol del Planeta de los Fantasmas se elevaba sobre las brumas y convertía en un espectáculo naranja y carmesí el cielo del amanecer.

—El sol —dijo—. Cuando se eleva, el calor empuja las brumas de vuelta hacia los valles. Las obliga a abandonar las montañas que conquistaron durante la noche. Las brumas caen y uno por uno los picos reaparecen. Hacia mediodía la cadena entera es visible: kilómetros y kilómetros de montañas. No existe nada parecido ni en la Tierra, ni en ningún otro lugar.

Sonrió nuevamente, y me condujo a una de las mesas diseminadas por la terraza.

—Y cuando se pone el sol, es a la inversa. Debe ver la salida de las brumas esta noche —dijo.

Una cancion para Lya de George R. R. Martin

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Una canción para Lya

George R. R. Martin

Nos sentamos, y un atildado camarero-robot vino rodando a servirnos tan pronto como las sillas le señalaron nuestra presencia. Sanders no hizo caso.

—Es la guerra, sabe usted —continuó—, la guerra eterna entre el sol y las brumas. Y las brumas llevan las de ganar. Cuentan con los valles, los llanos y las costas. El sol sólo con algunas cimas. Y sólo durante el día.

Se volvió hacia el robot y ordenó café para ambos, para entretenernos hasta que llegaran los otros. Debía ser recién hecho, por supuesto. Sanders no toleraba ni el café instantáneo ni sucedáneos en su planeta.

—Parece que se encuentra a gusto aquí —dije, mientras esperábamos el café.

—¿Acaso hay algo aquí que no me deba gustar? —Sanders rió—. El Castillo de las Nubes lo tiene todo. Buena comida, pasatiempos, juego, y todo el confort del hogar.

Además del planeta. Cuento con lo mejor de ambos mundos, ¿no es así?

—Eso creo. Pero la mayoría de la gente no piensa igual. Nadie viene al Planeta de los Fantasmas por el juego, ni por la comida.

Sanders asintió.

—Pero sí vienen algunos cazadores, que acosan a los gatos monteses y a los demonios de la llanura. Y de vez en cuando alguno viene por las ruinas.

—Tal vez así sea —dije—, pero representan la excepción, no la regla. La mayoría de sus invitados están aquí por una única razón.

—Por supuesto —admitió, sonriendo—. Por los fantasmas.

—Los fantasmas —repetí—. Tiene usted muchos atractivos aquí, caza, pesca y montañismo. Pero no es eso lo que atrae a los turistas. Vienen por los fantasmas.

En ese momento llegó el café; dos tazas grandes y humeantes, acompañadas de un jarro de crema espesa. Un café muy fuerte, caliente, y bueno. Después de semanas de sucedáneos, en la nave espacial, ese café era un verdadero estimulante.

Sanders lo sorbió con cuidado, y sus ojos me estudiaron por encima de la taza. Luego la dejó sobre la mesa pensativo.

—Y también usted ha venido por los fantasmas —dijo.

—Claro. A mis lectores no les interesa el paisaje, aunque sea espectacular. Dubowski y sus hombres están aquí para descubrir los fantasmas, y yo para informar de la búsqueda.

Sanders iba a responder, pero no tuvo oportunidad. Una voz precisa y afilada irrumpió en escena.

—Si es que hay algún fantasma que descubrir —dijo la voz.

Nos volvimos hacia la puerta de entrada a la terraza. El doctor Charles Dubowski, jefe del equipo de investigación para el Planeta de los Fantasmas, estaba parado en el pasillo, bizqueando ante la luz. Se había librado de algún modo de la bandada de asistentes que solía llevar a remolque dondequiera que iba.

Dubowski se detuvo un momento, y luego se acercó a nuestra mesa, apartó una silla y se sentó. El robot-camarero rodó de nuevo hasta donde estábamos.

Sanders observó al delgado científico con indisimulado desagrado.

—¿Qué le hace pensar que allí no hay fantasmas, doctor? —preguntó, mirando hacia fuera.

Dubowski se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Sólo pienso que no hay suficiente evidencia —dijo—. Pero no se preocupe, nunca dejo que mis sentimientos interfieran con mi trabajo. Voy tras la verdad como cualquiera.

De modo que llevaré a cabo una investigación imparcial. Si hay fantasmas, los encontraré.

—O ellos a usted —replicó Sanders, con tono grave—, lo que puede no resultarle demasiado agradable.

—Oh, vamos, Sanders —Dubowski rió—. No tiene que ponerse tan melodramático sólo porque viva en un castillo.

—No se ría, doctor. Los fantasmas ya han matado gente. ¿Lo sabía?

—No tenemos pruebas de ello —dijo Dubowski—. Ninguna. Ni siquiera las hay de la existencia de fantasmas. Pero ése es el motivo que nos trajo. Encontrar pruebas, en uno u otro sentido. Pero bueno, estoy hambriento…

Se dirigió al robot-camarero, que había permanecido todo el tiempo allí, zumbando impacientemente.

Dubowski y yo ordenamos bistec de gato montés y una bandeja de galletas calientes recién amasadas. Sanders aprovechó las provisiones traídas de la Tierra por nuestra nave la noche anterior, y pidió una buena ración de jamón y media docena de huevos.

La carne de gato montés tiene un sabor del que la carne de la Tierra carece desde hace siglos. A mí me gustó mucho, aunque Dubowski dejó buena parte de su bistec sin comer. Estaba muy ocupado hablando.

—No debería descartar la existencia de los fantasmas tan rápido —había dicho Sanders una vez que el robot se hubo marchado con la orden—. Hay evidencias. Muchas.

Se han dado veintidós muertes desde el descubrimiento de este planeta. Y hay docenas de testigos oculares de apariciones.

—Es cierto —dijo Dubowski—. Pero yo no le llamaría evidencia. ¿Muertes? Sí, pero la mayor parte simples desapariciones. Probablemente gente que se cayó de una montaña, o que fue devorada por alguna alimaña o algo así. Imposible encontrar sus cuerpos en la niebla. Más gente desaparece a diario en la Tierra, y no se saca ninguna conclusión de ello. Aquí, cada vez que alguien desaparece, la gente pretende que fueron los fantasmas.

Lo siento, pero para a mí no me basta.

—Se han encontrado cuerpos, doctor —dijo Sanders en voz baja—, horriblemente mutilados. Y no por caídas o por gatos monteses.

Era mi turno para intervenir.

—Sólo cuatro cuerpos fueron recuperados, que yo sepa —dije—. Me he documentado extensamente al respecto.

—De acuerdo —concedió Sanders frunciendo el ceño—. ¿Pero qué pasó con esos cuatros casos? Se cuenta con evidencia bastante concluyente, si quieren mi opinión…

En ese momento llegó la comida, pero Sanders prosiguió mientras comíamos.

—La primera aparición, por ejemplo, nunca fue explicada satisfactoriamente. Me refiero a la expedición de Gregor.

Asentí. Dave Gregor había pilotado la nave que descubrió el Planeta de los Fantasmas, casi setenta y cinco años atrás. Sondeó con sus sensores a través de las brumas e hizo descender la nave en las planicies costeras. Luego envió patrullas a explorar.

Cada patrulla la integraban dos hombres bien armados. Pero en un caso volvió sólo uno de ellos, en estado histérico. Él y su acompañante se habían separado en la niebla y de pronto escuchó un grito que le heló la sangre. Cuando encontró a su compañero, ya estaba muerto. Pero había algo sobre su cuerpo.

El superviviente describió al agresor como algo similar a un hombre, de ocho pies de altura, y, en cierto modo, incorpóreo. Sostuvo que cuando le disparó la ráfaga pasó a su través. Luego la criatura vaciló, y desapareció entre las brumas.

Gregor envió otras patrullas a capturarla. Recuperaron el cadáver, pero nada más. Era difícil encontrar dos veces el mismo sitio sin instrumental especial, y más aún una criatura como la descrita.

De modo que la historia nunca pudo confirmarse. Sin embargo, cuando Gregor volvió a la Tierra causó sensación. Se envió otra nave para llevar adelante una búsqueda más minuciosa. No encontraron nada. Pero uno de los equipos de patrulla desapareció sin dejar rastro.

Así nació y pronto empezó a crecer la leyenda de los fantasmas de las brumas. Otras naves arribaron al Planeta, y unos cuantos colonos vinieron y se fueron. Un día llegó Paul Sanders y construyó su castillo a fin de que la gente pudiera visitar con seguridad el misterioso mundo de los fantasmas.

Y hubo más muertes y desapariciones, y muchas personas afirmaron haber tenido fugaces visiones de fantasmas apareciendo entre las brumas. Más tarde, alguien encontró las ruinas, que no son hoy más que bloques de piedra derrumbados, pero que alguna vez fueron estructuras de algún tipo (moradas de fantasmas, decía la gente).

Creo que existían pruebas. Algunas difíciles de rebatir. Pero Dubowski negaba firmemente con la cabeza.

—El caso Gregor no prueba nada —dijo—. Usted sabe tan bien como yo que este planeta nunca ha sido explorado a fondo. En particular las planicies, donde descendió la nave de Gregor. Es probable que haya sido algún tipo de animal que mató a ese hombre.

Un animal raro, originario de esa zona.

—¿Y qué me dice de lo manifestado por su acompañante? —preguntó Sanders.

—Histeria, pura y simple.

—¿Y las otras observaciones? Las ha habido en cantidad impresionante, no todos los testigos eran histéricos.

—No prueban nada —dijo Dubowski, moviendo la cabeza—. En la Tierra hay mucha gente que dice haber visto fantasmas y platillos volantes. Aquí, con estas malditas brumas, los errores y las alucinaciones son aún más explicables.

Señaló a Sanders con el cuchillo con el que untaba de mantequilla una galleta.

—Son estas brumas las que todo lo confunden. El mito de los fantasmas habría desaparecido hace tiempo si no fuera por las brumas. Hasta ahora, nadie tuvo el equipo o el dinero para llevar a cabo una investigación en profundidad. Nosotros lo tenemos. Y la haremos. Probaremos la verdad de una vez por todas.

—Si no se hace matar antes —dijo Sanders haciendo una mueca—. Puede que a los fantasmas no les guste ser investigados.

—No lo entiendo, Sanders —dijo Dubowski—. Si está asustado por los fantasmas y tan convencido de que andan por ahí rondando, ¿por qué ha vivido aquí tanto tiempo?

—El castillo fue construido incluyendo medidas de seguridad —dijo Sanders—. El folleto que enviamos a nuestros eventuales clientes las describe. Aquí nadie se siente en peligro. Una cosa es cierta, y es que los fantasmas no salen de las brumas. Estamos a la luz la mayor parte del día. Claro que en los valles es otra historia.

—¡Eso son tonterías, supersticiones! Si tuviera que adivinar diría que sus fantasmas de las brumas no son nada más que espectros de la Tierra trasplantados. Fantasmas de la imaginación. Pero no quiero adivinar: pienso esperar hasta ver los resultados. Entonces veremos. Si son reales, no podrán ocultársenos.

Sanders me miró.

—¿Y usted qué piensa? ¿Está de acuerdo con él?

—Yo soy periodista —dije, con tacto—. Estoy aquí para relatar lo que suceda. Los fantasmas son famosos, interesan a mis lectores. De modo que no tengo opinión personal. O, al menos, ninguna que me interese propagar.

Sanders cayó en un silencio malhumorado, y atacó el jamón y los huevos con vigor renovado. Dubowski desempeñó su papel y desvió la conversación hacia los detalles de la investigación que estaba planeando. El resto de la comida fue un despliegue de afanosas descripciones acerca de trampas para fantasmas, rutas de exploración, robots-sondas y sensores. Yo escuchaba con atención y tomaba nota mental para un artículo sobre el tema.

Sanders también escuchaba atentamente. Pero por la cara que ponía se podía decir que distaba de estar satisfecho con lo que oía.

Ese día no hubo mucho más. Dubowski pasó su tiempo en la pista espacial, construida sobre una pequeña meseta al pie del castillo, supervisando el desembarque de los instrumentos. Yo escribí un artículo acerca de sus planes para la expedición, y lo irradié a la Tierra. Sanders atendía sus clientes, y hacía todo lo que debe hacer un director de hotel, según creo.

Volví a salir a la terraza al ocaso, para ver el ascenso de las brumas.

Era la guerra, como decía Sanders. En el ocaso de las brumas, había visto al sol salir victorioso en la primera de las batallas cotidianas. Pero ahora el conflicto se reanudaba.

Las brumas empezaban a arrastrarse de nuevo hacia las cumbres a medida que descendía la temperatura. Tenues zarcillos de color grisáceo se deslizaban silenciosamente desde los valles, enroscándose alrededor de los picos dentados de las montañas como garras espectrales. Luego las garras se hacían más gruesas y fuertes, y en un momento habían arrastrado las brumas tras ellas.

La noche se tragaba una tras otra las rígidas cimas esculpidas por el viento. El Duende Rojo, el gigante del Norte, era la última montaña que se desvanecía en el creciente océano blanco. Luego, las brumas empezaron a envolver la terraza y a rodear el propio castillo.

Volví al interior. Sanders estaba parado ahí, al borde mismo de la puerta. Me había estado observando.

—Tenía usted razón —le dije—. Es hermoso.

Asintió.

—Sabe, no creo que Dubowski se haya tomado el trabajo de mirar —dijo.

—Estará ocupado, me imagino.

Sanders, suspiró.

—Terriblemente ocupado. Vamos, le invito a una copa.

El bar del hotel estaba tranquilo y oscuro, el tipo de atmósfera que propicia una buena charla. Cuanto más conocía del castillo, más me gustaba su dueño. Nuestros gustos se acordaban notablemente.

Encontramos una mesa en el rincón más oscuro e íntimo de la sala, y ordenamos tragos de una lista que incluía licores de una docena de mundos. Y hablamos.

—No parece muy contento de tener a Dubowski por aquí —dije, después que trajeron las bebidas—. Pero ¿por qué? Gracias a él se llena su hotel.

Sanders levantó la vista de su vaso, y sonrió.

—Es cierto, es la temporada baja. Pero no me gusta lo que él pretende hacer.

—Y pretende asustarlo para que se vaya…

La sonrisa de Sanders desapareció de su rostro.

—¿Fue tan transparente?

Asentí, y Sanders suspiró.

—No pensé que fuera a dar resultado —dijo. Bebió pensativo y agregó—: Pero debía intentarlo.

—¿Por qué?

—Porque sí. Porque sí le dejo destruirá este mundo. Cuando él y gente como él hayan terminado su tarea, no quedará un solo misterio en el Universo.

—Él sólo trata de encontrar algunas respuestas. ¿Existen los fantasmas? ¿Qué pasa con las ruinas? ¿Quién construyó? ¿Nunca trató de averiguarlo, Sanders?

Sanders apuró su copa, miró a su alrededor y llamó al camarero para pedirle otra. Aquí no había robots. Sólo personal humano. Sanders cuidaba el ambiente.

—Por supuesto —dijo, cuando tuvo su copa—. Todo el mundo se ha planteado esas preguntas. Por eso la gente viene al Planeta de los Fantasmas, y a mi castillo. Cada tipo que aterriza aquí trae la secreta esperanza de toparse con los fantasmas, y responder a las preguntas por sí mismo. Y como no lo hace, se mete de cabeza en las brumas y vagabundea por los bosques durante algunos días, o algunas semanas, sin encontrar nada. Pero ¿qué importa? Puede volver y seguir buscando. El sueño sigue en pie, con el romance, el misterio. Y, quién sabe, tal vez en uno de los viajes alcanza a percibir un fantasma a la deriva a través de las brumas. O algo que se le parezca. De ese modo regresará contento a casa, porque habrá participado de la leyenda. Habrá rozado un trocito de creación a la que todavía gente como Dubowski no arrebataron su maravilla y fulgor.

Se calló, mirando taciturno su copa. Luego, tras una larga pausa, prosiguió:

—¡Dubowski! ¡Bah! Me saca de quicio. Viene aquí con su nave llena de lacayos, su subvención de millones y todos sus artilugios para perseguir fantasmas. Y los encontrará. Eso es lo que me preocupa. Es decir, probará que no existen, y si los encuentra resultarán ser alguna clase de subhombres o animales o algo por el estilo.

Apuró de nuevo el contenido de su copa, rabioso.

—Y lo echará todo a perder. Arruinarlo, ¿me oye? Responderá a las preguntas con sus artilugios, y no dejará nada para nadie. No es justo.

Estaba sentado, bebiendo tranquilamente mi trago, sin decir nada. Sanders pidió otro.

Un pensamiento tonto me daba vueltas por la cabeza. Al final tuve que decirlo en voz alta.

—Si Dubowski responde a todas las preguntas —dije—, no habrá ya motivo para venir aquí. Usted deberá cerrar. ¿No será por eso que está tan preocupado?

Sanders me dirigió una mirada airada, y por un segundo pensé que iba a pegarme. Pero no lo hizo.

—Creí que usted sería diferente. Observó la puesta de las brumas, y comprendió. Al menos eso es lo que pensé. Pero seguramente me equivoqué.

Meneó la cabeza hacia la puerta.

—Largo de aquí —dijo.

Me levanté.

—Como quiera —dije—. Lo siento, Sanders, pero mi trabajo es hacer preguntas molestas como ésa.

No me hizo caso y abandoné la mesa. Cuando llegué a la puerta, me volví para mirar hacia el rincón. Sanders tenía los ojos fijos en su copa y hablaba solo, en voz alta.

—Respuestas —dijo, como si se tratara de algo obsceno—. Respuestas. Siempre necesitan encontrar respuestas. Las preguntas son mucho mejor. ¿Por qué no dejarlos en paz?

Me fui, dejándolo solo. Solo con su copa.


Las semanas siguientes fueron febriles, para la expedición y para mí. Dubowski se ocupó de las cosas en profundidad, era preciso reconocerlo. Había planeado su asalto al Planeta de los Fantasmas con meticulosa precisión.

Primero se levantaron mapas. Debido a las brumas, los mapas que había del Planeta eran muy incompletos para los criterios modernos. De modo que Dubowski envió una flotilla entera de robots-sonda en vuelo rasante sobre las brumas para extraerles todos sus secretos, con sofisticados artefactos sensoriales. Con la información, que llegaba a raudales, se confeccionó una detallada topografía de la región.

Hecho esto, Dubowski y sus asistentes utilizaron los mapas para ubicar cada observación de fantasmas registrada desde la expedición de Gregor. Antes de dejar la Tierra se había compilado y analizado una considerable cantidad de datos acerca de las apariciones. El uso riguroso de la incomparable colección de testimonios de la biblioteca del castillo completó las lagunas que quedaban. Como se esperaba, las observaciones se referían por lo común a sitios en los valles cercanos al hotel, único lugar del planeta habitado de modo permanente por humanos.

Cuando se hubo completado el plan, Dubowski dispuso sus trampas para fantasmas, distribuyéndolas sobre todo en las áreas donde se habían observado fantasmas con mayor frecuencia. También colocó algunas en regiones distantes y aisladas, incluyendo las planicies costeras en donde la nave de Gregor efectuó el primer contacto.

Las trampas no eran verdaderas trampas, por supuesto. Eran pilares de duralium, desproporcionadamente bajos, equipados con prácticamente todos los artefactos sensores y registradores conocidos por la ciencia de la Tierra. Para las trampas, las brumas no contaban. Si algún desafortunado fantasma se acercaba a la zona de detección, no tendría modo de escapar a la misma.

Mientras tanto, los robots-sondas eran llamados para ser revisados y programados, y luego enviados de nuevo al aire. Conociendo la topografía en detalle, las sondas podían ser dirigidas a través de las brumas en vuelos de patrulla a bajo nivel sin miedo de chocar con una montaña oculta. El equipo sensor que llevaban las sondas no era, por supuesto, igual al de las trampas, pero las sondas tenían un radio de acción mucho mayor, y podían cubrir miles de kilómetros cuadrados por día.

Por último, cuando hubo desplegado las trampas para fantasmas y los robots-sondas estaban en el aire, Dubowski y sus hombres se dirigieron en persona a los bosques en brumas. Cada uno de ellos llevaba una pesada mochila con artefactos de detección y registro. Los equipos de búsqueda humanos tenían más movilidad que las trampas, y aparatos más sofisticados que las sondas. Cubrían una zona distinta cada día, revisándolo todo en detalle y concienzudamente.

Los acompañé en algunas de esas incursiones, cargado con una mochila. Obtuve algunos datos interesantes; aunque no encontramos nada. Mientras buscábamos, me enamoré de los bosques de brumas. La literatura turística se complace en llamarlos «los horribles bosques del Planeta encantado». Pero no son horribles. No, realmente. Hay en ellos una rara belleza, para quienes saben apreciarla.

Los árboles son delgados y muy altos, con corteza blanca y hojas de color gris pálido.

Pero los bosques no carecen de color. Hay un parásito, una especie de musgo colgante, que es muy común, y que cae de las ramas altas en cascadas de verde oscuro y escarlata. Y hay rocas, y parras, y arbustos bajos repletos de deformes frutos de color rojizo.

Pero, por supuesto, no hay sol. Las brumas lo cubren todo. Se arremolinan y resbalan sobre uno mientras camina, acarician con manos invisibles y se aferran a los pies.

De vez en cuando, las brumas juegan con uno. La mayoría de las veces se camina a través de una espesa niebla, incapaz de ver más allá de unos cuantos pasos en cualquier dirección, aún los zapatos perdidos en la alfombra de niebla. Sin embargo a veces las brumas se hacen más densas de improviso, y no se puede ver nada en absoluto. Choqué contra más de un árbol cuando esto sucedía.

En otras ocasiones las brumas, sin motivo aparente, retrocedían súbitamente y dejaban a uno solo en medio de un claro, como un bolsón dentro de una nube. Era entonces cuando podía apreciarse el bosque en toda su grotesca belleza: una visión fugaz y pasmosa del país de nunca jamás. Tales momentos eran contados y de breve duración, pero imborrables. Permanecen en la memoria.

En esas primeras semanas tuve poco tiempo para caminar por los bosques, salvo cuando me unía a las expediciones, para hacerme una idea de las mismas. Por lo general, estaba ocupado escribiendo. Escribí una serie de artículos acerca de la historia del planeta, adornada por el relato de las apariciones más famosas. Escribí crónicas con el perfil de los miembros más interesantes de la expedición. Dediqué una a Sanders y a los problemas que encontró y resolvió para construir el Castillo de las Nubes. Redacté notas científicas acerca de la poco conocida ecología del planeta, y fragmentos literarios acerca de los bosques y las montañas. Expuse algunas hipótesis acerca de las ruinas y, finalmente, escribí sobre la caza de los gatos monteses y sobre montañismo, y acerca de los enormes y peligrosos lagartos que habitaban algunas de las islas alejadas de la costa.

Y, por supuesto, escribí acerca de Dubowski y sus investigaciones. Sobre este tema, llené resmas de papel.

Poco a poco, la búsqueda empezó a convertirse en una rutina y comencé a agotar la miríada de temas que ofrecía el Planeta de los Fantasmas. Mi línea de trabajo empezó a declinar. Tuve más tiempo para mí.

Fue entonces que empecé a disfrutar del Planeta de los Fantasmas. Inicié paseos diarios a través de los bosques, alejándome un poco más cada día. Visité las ruinas, y volé al otro lado del planeta para ver personalmente a los lagartos de los pantanos y no por medio de la holovisión. Entablé amistad con un grupo de cazadores y cobré un gato montés. Acompañé a otro grupo a la costa oeste, donde casi morí entre las garras de un demonio de las planicies.

Y también volví a conversar con Sanders.

En todo este tiempo, Sanders había ignorado casi por completo a Dubowski, a mí y a cualquier individuo conectado con la caza de fantasmas. Se dirigía a nosotros de mala gana cuando se veía obligado, nos despachaba a la brevedad, y dedicaba todo su tiempo libre a los otros huéspedes.

Al principio, después de la forma como me había hablado aquella noche en el bar, me preocupaba lo que pudiera hacer. Lo veía asesinando a alguien en las brumas, tratando de hacerlo aparecer como obras de los fantasmas. O acaso saboteando las trampas.

Estaba seguro de que intentaría algo para asustar a Dubowski o impedir al menos el desarrollo de su investigación.

Supongo que esto se debía a ver mucha holovisión. Sanders no hizo nada de eso. Tan sólo estaba de mal humor, nos miraba con rencor cuando nos cruzábamos en los corredores, y nos brindaba cooperación a regañadientes cuando era necesario.

Al poco tiempo, pese a todo, empezó a recobrar su amabilidad. No hacia Dubowski y sus hombres, sino hacia mí.

Presumo que se debía a mis caminatas por el bosque. Dubowski nunca salía de las brumas a menos que estuviera obligado, y en esos casos, lo hacía con desgana y volvía cuanto antes. Sus hombres seguían su ejemplo. Yo era el único comodín de la baraja.

Pero es que yo en realidad no formaba parte del mismo mazo.

Sanders se había dado cuenta, por supuesto. No se le escapaba nada de cuanto acontecía en su castillo. Volvió a hablar conmigo, cortésmente. Un día, por fin, incluso me invitó de nuevo a tomar unos tragos.

Habían pasado dos meses del inicio de la expedición. El invierno avanzaba sobre el planeta y el castillo, y el aire se tornaba frío y vivificante. Dubowski y yo nos encontrábamos en el comedor, rezagándonos con el café tras otra excelente comida.

Sanders se sentó en una mesa contigua, hablando con unos turistas.

No recuerdo qué discutíamos con Dubowski. Fuera lo que fuese, Dubowski se interrumpió en cierto punto por un escalofrío.

—Empieza a hacer frío aquí fuera —se quejó—. ¿Por qué no entramos?

A Dubowski nunca le atrajo demasiado la terraza comedor.

No estuve de acuerdo.

—No se está tan mal —dije—. Además, se acerca el ocaso, una de las mejores horas del día.

Dubowski volvió a estremecerse, y se levantó.

—Como guste —dijo—. Pero yo me marcho. No tengo ganas de coger un resfriado sólo para que usted pueda contemplar otra puesta de brumas.

Echó a andar. Pero no había dado tres pasos cuando Sanders saltó de su asiento, gritando como una bestia herida.

—Puesta de brumas —vociferaba—. ¡Puesta de brumas!

Lanzó una larga e incoherente catarata de obscenidades. Nunca había visto a Sanders tan enojado, ni siquiera cuando me echó del bar la primera noche. Estaba allí, temblando literalmente de rabia, con el rostro enrojecido y sus gruesos puños abriéndose y cerrándose a los costados.

Me levanté de un salto, y me puse entre los dos. Dubowski me miró. Aparecía desconcertado y asustado.

—¿Qué…? —iba a decir.

—Váyase para adentro —le interrumpí—. Váyase a su cuarto. Váyase al salón. Váyase a algún sitio. Váyase a cualquier parte, pero váyase de aquí antes que lo maten.

—Pe… pero… ¿qué pasó? ¿Qué hice? No…

—La puesta de brumas es por la mañana —le dije—. Por la noche, a la caída del sol, es su salida. Y ahora váyase.

—¿Eso es todo? ¿Pero por qué se puso tan… tan…?

—¡VÁYASE!

Dubowski movió la cabeza, como dando a entender que aún no comprendía lo sucedido. Pero se fue.

Me volví hacia Sanders.

—Cálmese —le dije—. Cálmese.

Dejó de temblar, pero sus ojos todavía echaban chispas a espaldas de Dubowski.

—Puesta de brunas —murmuraba—. Hace dos meses que ese bastardo está aquí, y todavía no sabe la diferencia entre la salida y la puesta de las brumas.

—Nunca se molestó en mirar —dije—. Ese tipo de cosas no le interesan. Él se lo pierde. No hay motivo para que usted se enoje.

Me miró, frunciendo el ceño. Finalmente asintió.

—Sí —dijo—. Tal vez esté en lo cierto. —Suspiró—. Pero «puesta de brumas…»

Demonios.

Hubo un silencio, luego dijo:

—Necesito un trago. ¿Me acompaña?

Asentí.

Nos instalamos en el mismo rincón oscuro de la primera noche, en la que debía ser la mesa favorita de Sanders. Ya se había despachado tres tragos cuando yo iba por el primero. Tragos largos. Todo en el Castillo de las Nubes era en grande.

Esta vez no discutimos. Hablamos acerca de la puesta de las brumas, de los bosques, y de las ruinas. Mencionamos los fantasmas, y Sanders me contó con cariño las historias acerca de las apariciones. Las conocía todas, por supuesto, pero no tal como las contaba Sanders.

En cierto punto, mencioné que había nacido en Bradbury en el curso de unas vacaciones de mis padres en Marte. Sanders abrió los ojos, y pasamos la hora siguiente contando chistes acerca de los terrícolas. También los había escuchado antes, pero como estaba un poco alegre por las copas, me parecieron todos bastante graciosos.

Luego de esa noche, pasé más tiempo con Sanders que con cualquier otra persona en el hotel. Para entonces creía conocer el Planeta de los Fantasmas bastante bien, pero Sanders me demostró que estaba equivocado. Me mostró lugares escondidos en los bosques que desde entonces me obsesionan. Me llevó a una isla pantanosa donde los árboles son de un tipo desconocido y se mueven en forma horrible aunque no sople viento. Volamos al lejano Norte a otra cadena montañosa donde los picos son más altos y están cubiertos de hielo, y a una meseta en el Sur en donde las brumas se derraman eternamente sobre los bordes en una fantástica imitación de las cataratas.

Yo seguía escribiendo acerca de Dubowski y su cacería de fantasmas. Pero había poco de nuevo para escribir, de modo que pasaba la mayor parte de mi tiempo con Sanders. No me preocupaba demasiado mi producción. Mi serie acerca del Planeta de los Fantasmas había tenido una excelente acogida en la Tierra y en la mayoría de las colonias, de modo que pensé que podía estar tranquilo.

Pero no fue así.

Apenas llevaba unos tres meses en el planeta cuando mi agencia me irradió un mensaje. En algunos sistemas de allí, en un planeta llamado Nuevo Refugio, había estallado una guerra civil. Me pedían que informara sobre ella. De cualquier manera, no había novedades en el Planeta de los Fantasmas, decían, puesto que la expedición de Dubowski se mantendría allí un año más.

Pese a lo que me gustaba ese planeta, aproveché la oportunidad. Mis artículos comenzaban a perder actualidad y sentía la falta de ideas. Lo de Nuevo Refugio prometía ser algo gordo.

Así que me despedí de Sanders, de Dubowski y del Castillo de las Nubes, di un último paseo por los bosques de brumas, y saqué un pasaje para la próxima nave que pasara.


La guerra civil de Nuevo Refugio parecía unos fuegos artificiales. Pasé menos de un aburrido mes en el planeta. El lugar había sido colonizado por fanáticos religiosos, pero el culto original se había escindido, y ambas partes se acusaban mutuamente de herejía.

Todo muy sórdido. El planeta en sí tenía el encanto de un suburbio marciano.

Me desplacé lo más rápido que pude, saltando de planeta en planeta, de reportaje en reportaje. En seis meses, me encontraba de vuelta a la Tierra. Se aproximaban las elecciones, y me vi envuelto en la campaña electoral. Era lo que necesitaba. La campaña era animada, y había un millón de historias en donde escarbar.

Pero en todo este tiempo me mantuve al tanto de las pequeñas noticias que llegaban del Planeta de los Fantasmas. Al final, tal como lo esperaba, Dubowski anunció una conferencia de prensa. Como residente honorario del planeta, me asignaron la tarea informativa, y enfilé hacia allí en la nave estelar más rápida que conseguí.

Llegué una semana antes de la conferencia, antes que nadie. Irradié a Sanders antes de coger la nave, y éste me esperaba en el aeropuerto espacial. Nos trasladamos al salón comedor, y nos trajeron unas bebidas.

—¿Y bien? —le pregunté, después de las formalidades—. ¿Sabe usted qué va anunciar Dubowski?

Sanders tenía un aire taciturno.

—Lo puedo suponer —dijo—. Recuperó todos sus malditos artefactos hace un mes, y ha estado comparando los registros en una computadora. Hubo un par de observaciones desde que usted nos dejó. Dubowski se trasladó horas después de cada una, y revisó el área a fondo. Nada. Eso es lo que va a anunciar, según creo. Nada.

Sacudí la cabeza.

—¿Tan malo es? Gregor tampoco halló nada.

—No es lo mismo —dijo Sanders—. Gregor no procedió igual que Dubowski. A éste la gente le creerá, diga lo que diga.

Yo no estaba tan seguro, e iba a decírselo cuando llegó Dubowski. Alguien debía de haberle informado de mi llegada. Vino dando zancadas, sonriente, me miró y se sentó con nosotros.

Sanders lo estudió, y luego observó su vaso. Dubowski dirigió toda su atención sobre mí. Parecía estar satisfecho de sí mismo. Me preguntó qué estuve haciendo desde que me fui. Se lo conté, y mostró su conformidad.

Por fin me decidí a preguntarle por sus resultados.

—Sin comentarios —dijo—. Para eso convoqué una conferencia de prensa.

—Vamos —dije—, he dado cuenta de sus tareas durante meses, mientras todo el mundo ignoraba la expedición. Creo que podría darme un adelanto. ¿Qué consiguió?

Titubeó.

—Bueno, de acuerdo —dijo, con dudas aún—. Pero no le dé publicidad todavía. Puede irradiarlo unas horas antes de la conferencia. Así tendrá la primicia.

Asentí con la cabeza.

—¿Qué es lo que halló?

—Los fantasmas —dijo—. Tengo los fantasmas, en un lindo paquete con un lazo. No existen. He reunido suficiente evidencia para probarlo sin sombra de duda.

Sonrió abiertamente.

—¿Sólo porque usted no encontró nada? —respondí—. Tal vez se ocultaban. Si son inteligentes, tal vez sean lo bastante listos. O tal vez escapen a la capacidad de detección de sus sensores.

—Vamos —dijo Dubowski—. Usted no creerá eso. Nuestras trampas para fantasmas están dotadas de todas las clases de sensores con los que podíamos contar. Si los fantasmas existiesen, deberían quedar registrados en alguna parte. Pero no existen.

Teníamos las trampas preparadas en las áreas donde tres de las llamadas apariciones de Sanders tuvieron lugar. Nada. Absolutamente nada. Prueba concluyente que la gente se imaginaba ver cosas, no seres vivientes.

—¿Y qué me dice de las muertes y desapariciones? —pregunté—. ¿Qué pasó con la expedición de Gregor, y otros casos típicos?

Su sonrisa se hizo más amplia.

—No puedo refutar todas las muertes, claro está. Pero nuestra búsqueda dio como resultado el hallazgo de cuatro esqueletos.

Sacó la cuenta con los dedos.

—Dos murieron en un desmoronamiento, y uno tenía marcas de garra de alimaña en los huesos.

—¿Y el cuarto?

—Asesinado —dijo—. El cuerpo fue enterrado en una fosa poco profunda, evidentemente por manos humanas. Un aguacero de verano lo dejó al descubierto.

Constaba en los registros como desaparecido. Estoy seguro de poder hallar los otros cadáveres, si buscamos lo suficiente. Y veremos que todos murieron de muerte natural.

Sanders levantó los ojos del vaso. Había amargura en su mirada.

—Gregor —testarudo—. Gregor y los otros casos clásicos.

La sonrisa de Dubowski se tornó satisfecha.

—Ah, sí. Rastreamos el área con sumo cuidado. Mi teoría era cierta. Encontramos una tribu de monos en las inmediaciones. Unas bestias enormes, como mandriles gigantes, de sucia piel blanca. No muy lograda como especie: hallamos sólo una pequeña tribu, y se están extinguiendo. Pero seguramente es lo que vio el hombre de Gregor, exagerando su relato.

Hubo un silencio. Luego habló Sanders, pero su voz sonaba abatida.

—Sólo una pregunta —dijo, en voz baja—. ¿Por qué?

Esto cogió a Dubowski de sorpresa, y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Usted nunca lo entendió, Sanders, ¿no es cierto? —dijo—. Fue al servicio de la verdad. Para liberar este planeta de la ignorancia y la superstición.

—¿Liberar al Planeta de los Fantasmas? —dijo Sanders—. ¿Estaba acaso oprimido?

—Sí —contestó Dubowski—. Oprimido por mitos estúpidos, por el miedo. Ahora quedará libre, y abierto. Ahora podremos descubrir la verdad de esas ruinas sin leyendas oscuras acerca de fantasmas semihumanos que enturbien los hechos. Podemos abrir este planeta a la colonización. La gente no temerá venir y trabajar la tierra. Vencimos el miedo.

—¿Colonias, aquí? —Sanders parecía divertido—. ¿Va a traer ventiladores gigantes para dispersar las brumas, o qué? Ya hubo colonos aquí, y se marcharon: la tierra no es buena. Con todas esas montañas, no se puede cultivar. Por lo menos, no en escala rentable. No hay manera de sacar beneficios de la agricultura en este planeta. Además, hay centenares de colonias planetarias que necesitan gente. ¿Tenía tanta necesidad de que hubiera otra? ¿El Planeta de los Fantasmas debe convertirse en otra Tierra?

Sanders sacudió la cabeza con tristeza, terminó su trago, y prosiguió:

—Es usted el que no entiende, doctor. No se engañe. Usted no ha liberado al Planeta de los Fantasmas. Lo ha destruido. Le ha robado los fantasmas, y ha dejado un planeta vacío.

Dubowski sacudió la cabeza.

—Creo que está equivocado. Se encontrarán maneras justas y provechosas para utilizar este planeta. Pero aún si estuviera en lo cierto, bueno, lo siento. Lo importante para el hombre es el conocimiento. La gente como usted ha tratado de frenar el progreso desde el comienzo de los tiempos. Pero fracasaron, como ha fracasado usted. El hombre necesita saber.

—Puede ser —dijo Sanders—: Pero ¿es lo único que necesita? No lo creo así. Creo que también necesita misterio, poesía y romanticismo. Creo que necesita algunas preguntas sin respuesta, para hacerlo meditar e interrogarse.

Dubowski se puso de pie de manera repentina, y frunció el ceño.

—Esta conversación es tan inútil como su filosofía, Sanders. No hay lugar en mi Universo para preguntas sin su correspondiente respuesta.

—Pues vive usted en un Universo muy monótono.

—Y usted, Sanders, vive en el hedor de su propia ignorancia. Encuentre una nueva superstición si la necesita, pero no trate de engañarme con sus cuentos y leyendas. No tengo tiempo para fantasmas. —Se dirigió a mí—. Lo veré en la conferencia de prensa —dijo.

Pegó media vuelta y salió del salón a zancadas.

Sanders lo miró marcharse en silencio, luego giró su silla para observar las montañas.

—Están saliendo las brumas —dijo.


Luego se demostró que Sanders también estaba equivocado acerca de las colonias.

De hecho se estableció una, aunque no tenía nada de que vanagloriarse: algunos viñedos, unas pocas fábricas, y algunos miles de personas, todo controlado por un par de grandes compañías.

Los cultivos comerciales resultaron poco rentables, con una excepción, una uva local, gorda y gris, cada grano del tamaño de un limón. El Planeta de los Fantasmas tiene un sólo producto de exportación: un vino blanco ahumado con un sabor dulce persistente.

Lo llaman vino de las brumas, por supuesto. Me he acostumbrado a él con los años. Su sabor me recuerda vagamente la puesta de las brumas, y me hace soñar. Aunque eso se deberá a mí, no al vino. La mayoría de la gente lo aprecia poco.

Sin embargo, a escala secundaria, es un producto lucrativo. De modo que el Planeta de los Fantasmas sigue siendo un punto de parada regular en las rutas espaciales. Por lo menos, para las naves de carga.

Los turistas tiempo ha que se fueron. Sanders tenía razón en este punto. Paisajes los pueden conseguir más cerca de su casa, y más baratos. Venían por los fantasmas.

Sanders también hace tiempo que se ha marchado. Era muy testarudo y tenía poco espíritu práctico como para invertir en el negocio de vinos cuando tuvo la oportunidad, de modo que se quedó en su castillo hasta el final. No sé qué pasó luego, cuando el hotel se quedó sin clientes.

El castillo en sí todavía está allí. Lo vi hace algunos años, cuando me detuve un día en mi ruta hacia Nuevo Refugio por un reportaje. Se está derrumbando. Su mantenimiento es demasiado costoso. En pocos años más, no se distinguirá de las otras ruinas antiguas.

Por lo demás, el Planeta no ha cambiado mucho. Las brumas siguen saliendo con la puesta del sol, y se ponen al amanecer. El Duende Rojo sigue bello y erguido contra la luz temprana de la mañana. Los bosques siguen en su sitio, y los gatos monteses siguen aullando.

Sólo faltan los fantasmas.

Sólo los fantasmas.

FIN

Bayonne, New Jersey
June, 1971

Una cancion para Lya de George R. R. Martin

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Una canción para Lya

George R. R. Martin

George R. R. Martin - Las brumas se ponen por la mañana
  • Autor: George R. R. Martin
  • Título: Las brumas se ponen por la mañana
  • Título Original: With Morning Comes Mistfall
  • Publicado en: Analog Science Fiction/Science Fact, mayo de 1973
  • Aparece en: A Song for Lya and Other Stories (1976)
  • Traducción: Marcelo A. Sánchez

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