«Al roce de la sombra», cuento de Guadalupe Dueñas publicado en el libro “Tiene la noche un árbol” (1958), sigue a Raquel, una joven maestra que llega al apartado pueblo de San Martín, enviada por la directora del Hospicio donde creció. Raquel viaja con una carta que debe presentar a las señoritas Moncada, dos aristocráticas hermanas educadas en París, conocidas por su aislamiento y misterio. Aunque las hermanas Moncada la acogen con frialdad, al saber que viene recomendada por la madre Isabel, una antigua condiscípula, deciden hospedarla en su lujosa mansión y le proveen lo necesario. Deslumbrada por el lujo en que viven las Moncada, la vida de Raquel transcurre sin contratiempos hasta que un día, saliendo antes del trabajo, descubre un secreto que cambiará todo.
Al roce de la sombra
Guadalupe Dueñas
(Cuento completo)
RAQUEL conectó la luz y se sentó en la cama… Si el aroma saturado en el lino, si la música obsesiva, si los trajes de otro mundo desaparecieran, y si consiguiera dormir; pero la nitidez de la imagen de las dos mujeres aumentaba al roce de la sombra con su cuerpo y el sudor y el espanto la hundían en el profundo insomnio.
El candil hacía ruidos pequeños y finos, semejantes al tono con que hablaba la mayor de las señoritas; el ropero veneciano, con su puñado de lunas, tenía algo del ir y venir y del multiplicarse de las dos hermanas; también las luidas y costosas alfombras eran comparables a sus almas.
Volvió a sentir el bamboleo del tren y oyó el silbido de la máquina en la pronunciada curva. Hostil fue la noche en la banca del vagón de segunda, desvencijado y pestilente. Contempló la herradura quebradiza y trepidante de los furgones: carros abiertos con ganado, plataformas con madera, la flecha fatigada y el chacuaco espeso y asfixiante.
El nombre de las Moncadas cayó en su vida como tintineo de joyas. El compañero de viaje parecía un narrador de cuentos y las princesas Moncada le adornaban los labios y resultaban deslumbrantes como carrozas, como palacios.
—Dentro de dos horas estaremos en San Martín. Es lamentable que a usted, tan jovencita, la hayan destinado a ese sitio. Lo conozco de punta a punta. No hay nada que ver. Todo el pueblo huele a establo, a garambullos y a leche agria. De ahí son esas moscas obesas que viajan por toda la República. La gente no es simpática. Lo único interesante es conocer a las de Moncada —frotó sus mejillas enjutas como hojas de otoño.
En el duermevela las dos mujeres aparecían, se esfumaban.
—Traigo una carta de presentación para esas señoras, de la madre Isabel, la directora del hospicio, con la esperanza de que me reciban en su casa.
—Señoritas, no señoras… quién sabe si la aceptan, no se interesan por nadie —como si estuviera nada más frente a sus recuerdos, añadió—: Son esquivas, secretas, un bibelot. Conservan una finca, amueblada por un artista italiano, con muchas alcobas y jardines. Se educaron en París porque su madre era francesa. El señor de Moncada se instaló allá con sus dos hijas adolescentes. Se dignaba volver muy de tarde en tarde a dar fiestas como dux veneciano. Sin embargo —murmuró—, yo jugaba con las niñas. (Raquel prefería que su compañero fuera invención del monótono trotar sobre el camino del desvelo). Hace quince años regresaron de París, huérfanas, solas, viejas y arruinadas; bueno, arruinadas al estilo de los ricos. (El París de las tarjetas postales, los cafés de las aceras, las buhardillas, pintores; zahúrdas donde los franceses engañan a los cerdos obligándolos a sacar unas raíces que luego les arrebatan del hocico y que tienen nombre extraño como de pez o de marca de automóvil: trifa, trefa, no, trufa. Nunca las había probado. Seguramente eran opalinas gotas de nieve…) En el pueblo, su orgulloso aislamiento les parece un lujo. Tenerlas de vecinas envanece. Salen rara vez y ataviadas como emperatrices caminan por subterráneos de silencio. La gente gusta verlas bajar de la antigua limosina, hechas fragancia, para asistir a los rezos. («Ropas fragantes». Raquel se vio en el vaho de la ventanilla con una gola de tul y encaje sobre un chaquetín de terciopelo y se vio calzada de raso con grandes hebillas de piedras…, pero si sólo hubiera podido comprar el modesto traje que antes de partir admiró en el escaparate de una tienda de saldos.) Los pueblerinos alargan el paseo del domingo hasta la casa de la hacienda con la esperanza de sorprender, de lejos, por los balcones abiertos de par en par, sólo este día, el delicado perfil de alguna de ellas, o al menos, el Cristo de jade o los jarrones de Sèvres.
A ella se le acudían multitud de lacayos en el servicio y no la extravagancia de tener únicamente dos criados.
La locuacidad del viajero le adormiló con detrimento del relato.
—En las mañanas asisten a misa, pero después nadie consigue verlas. Reciben los alimentos, en la finca, por la puerta apenas entreabierta. Yo sé que secretamente pasean por los campos bardados, en la invasión de yerba y carrizales. A veces prefieren las márgenes del río que zigzaguea hasta la capilla olvidada. El musgo y la maleza asfixia el emplomado, las ramas trepan por la espalda de Santa Mónica y anudan sus brazos polvorientos. La antigua estatua de San Agustín es un fantasma de tierra hundido hasta las rodillas. Las hojas se acumulan sobre el altar ruinoso). Raquel siempre tuvo miedo de las imágenes de los santos.
—La torre sin campanas sirve de refugio a las apipiscas que caen como lluvia a las seis de la tarde. ¿Las conoce, niña?… Son la mitad de una golondrina. (Retozan con algarabía que se oye hasta la finca; forman escuadras, flechas, anclas, y luego se desploman por millares en la claraboya insaciable.)
—Cada amanecer las despierta el silbido de la llegada de este tren. (El tren pasaba por un puente, el émbolo iba arrastrándose hasta el fondo del barranco, hasta aquellas yerbas que ella deseó pisar con los pies desnudos. ¡Qué ganas de ir más lejos, allá, donde un buey descarriado! ¡Qué gusto bañarse en la mancha añil que la lluvia olvidó en el campo! ¡Qué desconsuelo por la temida escuela!)
—¿A qué hora me dijo que llegaríamos a San Martín?
El viajero, ante la perspectiva del silencio, ya no dejó de hablar.
—Falta todavía un buen trecho… Me gustaba observarlas; a las siete en punto atraviesan el atrio de la parroquia con las blondas al aire, indistintas como dos mortajas. El eco de sus pasos asciende en el silencio de la nave y el idéntico murmullo de faldas, que se saben de memoria todos los fieles, cruza oloroso a retama. En la felpa abullonada de sus reclinatorios permanecen con la quietud de los sauces, y su piedad uniforme las muestra más exactas. Quizás el ámbar estancado en sus mejillas y el azul inexorable de los ojos llena de asombro a las devotas. Cuando termina el oficio salen de la iglesia y la altivez de su porte detiene las sonrisas y congela los saludos. Pero ellas esconden el miedo tras el desdén de sus párpados.
Cuando el hombre, como si quisiera impedir un pensamiento, se pasó la mano por la cara y, taciturno, miró a la ventanilla, Raquel necesitó su plática, su monólogo. Un chirrido de hierros y el tren frenó en una estación destartalada. En poco tiempo arrancó desapacible por su camino de piedras.
—El próximo poblado es San Martín.
Raquel, enternecida por el compañero que huiría con el paisaje, quiso apegarse a él, como a la monjita Remedios que copiaba el amor de madre para las niñas del hospicio. Espantada naufragó en la mano del hombre:
—Falta muy poco para San Martín.
El viajero extrañó su impulso.
—¿Qué prisa tiene por llegar a ese pueblo dejado de la mano de Dios?
—Tengo miedo.
—¿De qué, niña? A lo mejor las señoritas de Moncada la reciben afables. Seguro que la querrán. Una maestra es mucho para estos ignorantes.
—No sé, no es eso, nunca he vivido sola. En el hospicio éramos cientos.
—Estamos llegando; estas milpas ya son del pueblo.
Raquel le miró el rostro y en los ojos del hombre algo faltaba por decir…
Apagó la lámpara y cerró los ojos. Poco antes de amanecer la sobresaltaron ruidos vagos, movimientos borrosos fuera de la puerta, como de seres inmateriales, de espuma, que trajinaran extravagantemente en el corredor y en el pozo.
* * *
Quizás fuera nada, pero se incorporó: oyó un roce de sedas y un crujir de volantes sobre el mosaico. Los espejos reflejaron la misma estrella asomada a la vidriera. Encendió de nuevo. Todo el melancólico fausto de la alcoba antigua se le reveló con la sorpresa de siempre. Aquella suntuosidad la embriagaba hasta hacerle daño. Se sabía oscura y sin nombre, una intrusa en medio de este esplendor, como si el aire polvoso del pueblo se hubiera colado en la opulencia de los cristales de Bohemia.
Sí; ella pertenecía más al arroyo que a los damascos ondulantes sobre su lecho.
Le dolía haber sorprendido a las ancianas, peor que desnudas, en el secreto de sus almas. ¿Por qué avanzaron los minutos? Las dos viejas ardían en sus pupilas felices y aterradas. Remiró sus escotes sin edad, sus omóplatos salientes de cabalgaduras, su espantable espanto.
La fatiga la columpiaba y la dejaba caer y lloró como se llora sobre los muertos. Recordó la mariposa de azufre luminoso y círculos color de relámpago que entre crisálidas, de una especie extinguida, guardaba la madre Isabel en caja de vidrio. En sus manos veía el polvo de las larvas infecundas, de ceniza, como ella, con su atado de libros y su corazón tembloroso.
Al principio, las de Moncada la miraron despectivas y la rozaron apenas con sus dedos blanquísimos. Ella sintió la culpa de ser fea. Con qué reprobación miraron el traje negro que enfundaba su delgadez, cómo condenaron sus piernas de pájaro presas en medias de algodón y cuánto le hicieron sentir la timidez opaca de su mano tendida. Ante el desdén, quiso tartamudear una excusa por su miseria y estuvo a punto de alejarse; pero las encopetadas la detuvieron al leer la firma de la reverenda madre Isabel, compañera de estudios en el colegio de Lille. Empezaron a discutir en francés; alargaban los hocicos como para silbar, remolían los sonidos en un siseo de abejas y las bocas empequeñecidas seguían la forma del llanto. Entonces la miraron como si hubieran recibido un regalo y empezó para Raquel la existencia de guardarropas de cuatro lunas y más espejos sobre tocadores revestidos de brocado que proyectaban al infinito su cuerpecillo enclenque. Palpó las cosas como ciega, acarició las felpas con sus mejillas, le fascinaron los doseles tachonados de plata como el de la Virgen María; se sujetaba las manos para no romper las figuras de porcelana en nichos y repisas. Las colchas, con monogramas y flores indescifrables, repetidas en los cojines, tenían la pompa de los estandartes. Cuando recorrió voluptuosamente las cortinas, crujió la seda como si sus manos estuvieran llenas de astillas. ¡Qué rara se vio con su camisón de siempre y sus pies de cuervo fijos en la alfombra de suavidad de carne! Sus huellas, húmedas y temerosas, las borró con la punta de los dedos. Guardó su gabardina, sus tres blusas almidonadas, su refajo a cuadros y el único vestido de raso. Ahora, su ropero ostentaba el lujo de trajes que ella aceptó preguntándose cuánto duraría aquel sueño. De los viejos baúles salieron encajes, cachemiras y gasas en homenaje inmisericorde. Con alboroto de criaturas, las de Moncada la protegían y abrumaban con su incansable afecto.
No era el polvo del sol sobre el mantel calado, ni los panes diminutos envueltos en la servilleta, ni la compota de manzana, ni siquiera el ramo de mastuerzos, lo que instigaba su llanto: era la ternura de las viejas irreales, su descubierto oficio de amor.
Perdían horas con sus macetas, cuidaban cada flor como si fuera la carita de un niño. Cubrían los altos muros de enredaderas con el mismo entusiasmo con que labraban sus manteles.
El pozo lo cubrieron con gruesa tarima y sobre la superficie pulida colocaron un San José de piedra y jarrones con begonias. En compañía del santo se sentaban a coser por las tardes.
Conversaban tan quedo como si estuvieran dentro de una iglesia.
Refugiadas en altiva reserva, envueltas en su propia noche, su mundo era el coloquio de sus dos soledades… Y de pronto hay asueto en la escuela y el destino espera a Raquel en la sala deslumbrante, para marcarla, para deshacerla en horas de vergüenza.
Con qué rabia, con qué inclemente estupor, las señoritas cayeron del sofá cuando miraron a Raquel detrás de las cortinas. Como si hubiera estado previsto, sin palabras, ni explicaciones, ni ofensas, ya la habían sentenciado.
El acuerdo fulguraba en sus ojos.
Las notas inverosímiles la enlazaron por los escaloncillos, hasta donde ella no conocía porque siempre halló el muro de la puerta, ahora derribado. Dentro, el estrafalario rito.
Revuelto con la luz fría de la tarde el esplendor vinoso de candelabros y lámparas escurría sobre el mármol de las paredes, sobre el relieve de los frisos, sobre el vidrio labrado de las ventanas, sobre tibores, rinconeras y estatuas, sobre gobelinos de hilos de oro. Raquel contemplaba la riqueza a torrentes mientras romanzas y mazurcas la embriagaban. La pianola se abría en escándalos de ritmos antiguos.
En un entredós, soberbias y tenues, Monina y la Nena se transfiguraban de sobrias y adustas en mundanas y estridentes. El regodeo y la afectación con que hablaban venía en asco a los inseparables ojos de la profesora. Cuando se levantó la Nena para ofrecer de lo que comían a huéspedes invisibles: «Por favor, Excelencia», «Le suplico, condesa», «Barón, yo le encarezco», triunfó la seducción de las alhajas.
Empezaba el boato de la Nena un cintillo de oro y rubíes que recogía el pelo entrelazándolo con hileras de brillantes; seguía la espiral de perlas en el cuello y, sobre el simulacro del traje de vestal, muselina azul, cintilaba una banda igual que la corona; terminaba el atuendo el bordado de las sandalias con canutillo de plata y cabujones transparentes. Anillos y arrancadas detenían la luz. Más alta y espectral era dentro de su riqueza; más secos sus labios, más enjutas las mejillas, menos limpios los ojos.
Sólo el brillo de los diamantes en el terciopelo negro con bordados de seda y los guantes recamados, sostenían la presencia de Monina; ni cara ni cuerpo, discernibles.
La voz rechinaba sin deseo de respuesta, dolorida, incansable. Y la risa, como espuma de cieno, latía sin cesar. La Nena bailaba sosteniéndose en el hombro del imaginario compañero, hablando siempre, y Monina, en su asiento, reía por encima de la música, por encima del monólogo dominante. No eran el volumen ni la estridencia, ni la tenacidad, lo perverso, sino lo viscoso de marchitas tentaciones, de ausencias cómplices. Reía Monina de la aridez de la Nena, de su estuche de fantasmas, de su cortejo de ficciones. Hablaba la Nena para adherirse a la existencia de su hermana, para que riera Monina, para que cada una, con la otra hondara la fosa de la compañera.
La música derretida y espesa del catafalco se mezclaba a los gritos de la Nena:
Nôtre-Dame est bien vielle; on la verra peu-t-être
Enterrer cependant Paris qu’elle a vu maître.
Mais, dans quelque mille ans, le temps fera broncher…
Sin dejar de reír, Monina empezó murmurando y luego alcanzó el tono de su hermana:
Comme un loup fait un boeuf, cette carcasse lourde,
Tordra ses nerfs de fer, et puis d’une dent lourde
Rongera tristement ses vieux os de rocher.
La Nena fue a besarla recitando, para que bailara con ella. Consiguió que asida de las manos accediera a girar y que a coro terminaran el poema.
Bien des hommes de tous les pays de la terre
Viendront pour contempler cette ruine austère,
Rêveurs, et relisant le livre de Victor…
—Alors ils croiront voir la vieille basilique,
Toute ainsi qu’elle était puissante et magnifique,
Se lever devant eux comme l’ombre d’un mort!
Cayeron sobre una otomana, acezantes y jubilosas.
Inmensa ternura sacudió el corazón de Raquel rebosante de lágrimas. Deseaba comprenderlas y justificarlas, pues ella misma, ahora, se creía una princesa cuidada por dos reinas; pero se resistía a verlas enloquecidas en el vértigo del sueño, miserables en el hondón de su pasado. Las quería silenciosas, con ese moverse de palomas en un mundo aparte y la atemorizaba el aniquilamiento que les causaría su imprudencia. No podría volver de nuevo a la soledad y a la pobreza.
En la dureza de la fiebre las raíces sañudas del frío hendían estremecimientos y sollozos. Raquel reptaba hasta la frescura de los cojines y oprimía su cabeza incoherente. En el jaspe de los tapices, en la greca de las cornisas veía a las dos mujeres, con sobresalto dañino, llorar con rencoroso desprecio. Jamás habrían de perdonarla.
Sé vistió de prisa y expectante fue al comedor, pero los manjares, la vajilla, la lujosa mantelería de la mesa del desayuno, le desgarraron la esperanza. Entre tanta riqueza los tres cubiertos eran briznas en un océano de luz.
Antecedidas por el mozo de filipina con alamares, entraron las dos Moncada, soberbias y estruendosas. Sus trajes eran más opulentos que los de la fiesta y las alhajas más profusas.
Mostraban el contento enfermizo que se les vio por la tarde. La atendían con singular deferencia y, sin recato, continuaban la farsa de sus vidas: recuerdos de infancia y sucesos de Londres o de París.
Raquel, empeñosa en congraciarse con las ancianas, festejaba sus ocurrencias. Pero había algo más en el espectáculo: venía del jardín un olor sucio, como si el pozo soplara el aliento de su agua podrida y al mismo tiempo los naranjos del patio hubieran florecido. El té le sabía distinto; algo pasaba en las cosas, como una sensación de tristeza envolvente. Tal vez el insomnio le clavaba el malestar corrosivo.
Al tomar el vaso de leche, sus manos no la obedecían. Desgarbadas cayeron sobre la mesa. El líquido se extendió sobre el encaje y se deslizó hasta el suelo.
Las señoritas de Moncada, sin preocuparse, continuaron su diálogo en francés y en italiano, sin importarles el aturdimiento de la muchacha que, avergonzada, intentó secar la humedad con la servilleta.
El hormigueo que le subía desde las rodillas llegó a su pecho y a sus labios y a su lengua de bronce. Ajena, su cabeza se llenó de gritos que ya no lograba sostener sobre los hombros. El corazón cabalgaba empavorecido. Con el resto de sus fuerzas interrogó a las viejas y las vio, pintadas y simiescas, sus cabellos de yodo, las mejillas agrietadas y los ojos con fulgores dementes.
Cada gota de su sangre fue atrapada por el miedo. Se puso de pie, vacilante, frente al terror, pero un marasmo de sueño la quebrantaba. En un velo de bruma distinguió a medias la tarima del pozo apoyada contra el brocal y la escultura de San José sobre el musgo, y se arrastró con pesadez hasta las rejas encadenadas.
A través de un vidrio de aumento puertas y ventanas se multiplicaron, todas blindadas como tumbas. Crecían los muros, los pasillos se alargaban y un tren ondulante subía por las paredes. El jardín era un bosque gigantesco.
Caminó de espaldas, perdida entre la realidad y el delirio. Tropezó con un pedestal de alabastro, derrumbó la estatuilla. Más allá echó abajo el macetón de azulejos.
Arrastró consigo las enredaderas y las jaulas de los pájaros, que respondieron con chillidos y aletazos. Ramas, helechos, palmas, en destrozo fatídico la abandonaban a su abismo.
Llegó hasta su alcoba y en el balcón quiso pedir auxilio, pero las puertas no se abrieron.
Enloquecida, estrelló sus puños contra los postigos, desgarró las cortinas e intentó gritar. Su lengua sólo aleteó como saltapared recién nacido.
Doliente, tras de la vidriera, distinguía cómo las mujeres la miraban tranquilas, de pie, desde el quicio de la puerta.
En un destello final, Raquel lanzó un gemido y se desplomó deshecha.
Despacio, las dos hermanas llegaron entre la espesura del silencio.
Monina se acercó primero, tocó los labios tibios de la muchacha y llamó a su hermana.
Le acomodaron la ropa que dejaba al descubierto las piernas descoloridas. Con infinito celo, doblaron sus brazos y peinaron su cabello alborotado. Luego, parsimoniosamente, entre las dos, levantaron la mísera carga: de los hombros y con delicadeza, la una, de los tobillos, la otra, y llevaron sigilosas el cuerpo hasta el pozo.
Sostuvieron a Raquel en el brocal; sus delgadas piernas pendían en el vacío. Un segundo después se alzó el sordo gemido del agua.
Colocaron la estatua, los jarrones y las macetas y, cogidas del brazo, como para una serenata, las señoritas de Moncada regresaron al salón de sus fiestas.