Guy de Maupassant: El viejo Milón

Guy de Maupassant - El viejo Milón

Sinopsis: «El viejo Milón» (Le Père Milon) es un cuento de Guy de Maupassant publicado el 22 de mayo de 1883 en el periódico Le Gaulois. Ambientado durante la guerra franco-prusiana de 1870, narra la historia de un anciano campesino normando que vive con su familia en una granja ocupada por tropas alemanas. En medio del sofocante verano rural, la calma aparente del entorno contrasta con la creciente tensión que se respira entre los habitantes a causa de una serie de misteriosos asesinatos ocurridos en la zona. La historia comienza con un interrogatorio militar que dará paso a la revelación de un oscuro secreto que involucra al anciano.

Guy de Maupassant - El viejo Milón

El viejo Milón

Guy de Maupassant
(Cuento completo)

Hace ya un mes que derrama el rol su lumbre abrasadora sobre los campos. La vida radiante estalla bajo este alud de fuego; la tierra, verde hasta perderse de vista, confunde su color, allá en los límites del horizonte, con el azul del cielo. Las granjas normandas, esparcidas por el valle, parecen a lo lejos bosquecillos encerrados en su cinturón de erguidas hayas; de cerca, cuando la carcomida cancela se abre, creeríase ver un gigantesco jardín; todos los manzanos, huesudos como sus dueños, los campesinos, están en flor. Los viejos troncos negros, atestados de nudos, retorcidos, en línea en el corral, ostentan bajo el cielo sus brillantes copas, rosa y blanco. El suave aroma que de ellos se desprende, mézclase con el penetrante olor de los establos vecinos y con los vapores del estiércol en fermentación, que picotean las gallinas.

Son las doce de la mañana. La familia, compuesta de padre, madre, cuatro hijos, dos criadas y tres criados, come a la sombra del peral que crece delante de la puerta. No hablan. Engullen la sopa, y en seguida se disponen a hacer lo propio con un guisado de carne con tocino. De cuando en cuando, una de las criadas se levanta y va a la bodega a llenar el jarro de sidra.

El cabeza de familia, hombre de cuarenta años, contempla una parra que extiende sus vástagos a lo largo de la pared bajo las ventanas, retorciéndose como una serpiente.

Y dice:

—La parra del viejo brota pronto este año. Tal vez dé fruto.

La mujer también se vuelve y mira sin decir una palabra.

La parra de que vamos hablando estaba plantada justamente en el lugar en que el viejo fuera fusilado.

*

Lo que referiremos, ocurrió durante la guerra de mil ochocientos setenta. Los prusianos ocupaban toda la comarca. El general Faidherbe, con el ejército del norte, hacíales frente.

El Estado Mayor prusiano se alojó en aquella granja. El viejo Pedro Milón, su dueño, los recibió e instaló en ella como mejor pudo.

Hacía un mes que la vanguardia alemana se hallaba en observación en el pueblo. Los franceses permanecían inmóviles a diez leguas de distancia, y, sin embargo, algunos ulanos desaparecían todas las noches.

Si los soldados que hacían la descubierta, o los que formaban las rondas volantes, no pasaban de dos o tres, nunca regresaban.

Por la mañana encontrábaselos muertos en el campo, junto a una cerca o en una zanja. Sus cabalgaduras yacían asimismo a lo largo de los caminos, degolladas de una cuchillada.

Todas estas muertes parecían hechas por una misma persona, con la cual no podía darse.

La comarca vióse invadida por el terror. Algunos aldeanos fueron fusilados a consecuencia de una simple denuncia; prendióse a varias mujeres, y se trató de obtener, por miedo, revelaciones de los niños. Pero no se descubrió nada.

Mas he aquí que una mañana apareció el viejo Milón tendido en su cuadra con una cortadura en el rostro.

Dos ulanos, asesinados, fueron encontrados a tres kilómetros de la granja. Uno de ellos tenía aún en la mano su sable ensangrentado, lo cual era una prueba de que se había defendido.

Constituyóse inmediatamente el Consejo de guerra, y al aire libre, delante de la granja, se hizo comparecer al viejo Milón.

Contaba éste sesenta y ocho años. Era de corta estatura, delgado, algo giboso y tenía unas manos enormes, parecidas a las pinzas de un cangrejo de mar. Sus cabellos, lacios, ralos y finos como el plumón de un pato joven, dejaban al descubierto en varios puntos la superficie del cráneo. La morena y rugosa piel del cuello presentaba gruesas venas, que se escondían bajo las mandíbulas para reaparecer en las sienes. Pasaba en la comarca por hombre avaro y exigente en los negocios. Colocáronle en pie entre cuatro soldados, delante de la mesa de la cocina, que se había sacado al exterior. Cinco oficiales y el coronel sentáronsele enfrente.

El coronel le dijo en francés:

—Abuelo Milón, desde que estamos aquí no nos ha dado usted motivos sino para alabarle, y ha sido complaciente y aun atento con nosotros. Pero una acusación terrible pesa hoy sobre usted, y es necesario que la luz se haga. ¿Cómo ha recibido usted la herida que tiene en el semblante?

El lugareño nada dijo.

El coronel agregó:

—Abuelo Milón, su silencio le condena a usted. Pero deseo que me conteste, ¿oye? ¿Sabe usted quién ha dado muerte a los dos ulanos recogidos esta mañana junto al Calvario?

El viejo articuló claramente:

—Yo he sido.

El coronel, asombrado, calló un segundo, mirando con fijeza al prisionero. El anciano permanecía impasible, con su embrutecido aire de aldeano, baja la mirada, cual si hubiese estado hablando con el cura del lugar. Sólo por un detalle se adivinaba su turbación interior: el viejo tragaba saliva a cada instante con un visible esfuerzo, cual si le hubiesen oprimido la garganta.

La familia del anciano, su hijo Juan, su nuera y sus dos nietecillos, estaban a diez pasos de él, a su espalda, y presenciaban la escena asustados, llenos de consternación.

El coronel siguió diciendo:

—¿Sabe usted quién ha asesinado a los exploradores de nuestro ejército cuyos cadáveres se vienen hallando en el campo desde hace un mes?

—Yo he sido.

—¿Usted los mató a todos?

—Sí, a todos; yo he sido.

—¿Usted solo?

—Yo solo.

—Dígame usted cómo lo efectuaba.

El viejo dio entonces muestras de alterarse; la necesidad de hablar largo rato le molestaba visiblemente. Balbució:

—Eso yo me lo sé. Me las apañaba como podía.

—Prevengo a usted —replicó el coronel— que forzosamente me lo ha de decir todo. Por tanto, bueno será que se decida al punto. ¿Cómo empezó usted?

El anciano dirigió una inquieta mirada a su familia. Vaciló un momento aún; de repente se decidió:

—Regresaba yo a la granja una noche, a eso de las diez, al día siguiente de llegar ustedes aquí. Usted y sus soldados me habían arrebatado por valor de cincuenta escudos de forraje y, además, una vaca y dos carneros. Y me dije: «Tantas cuantas veces me quiten veinte escudos, otras tantas me los he de cobrar con creces.» Y tenía también otras cosas, ya le diré cuales, aquí, en el corazón. En esto, distingo un ulano que fumaba tranquilamente su pipa recostado en la empalizada de mi granja. Fui en busca de mi hoz y me coloqué detrás del soldado, con tanto silencio, que nada debió de oír. Y le corté la cabeza de un golpe, de uno solo, como si hubiera sido una espiga; ni siquiera tuvo tiempo de decir ¡ay! Puede usted buscar el cadáver en el fondo del estanque; lo encontrará seguramente dentro de un saco ennegrecido por el carbón, en compañía de una piedra de la cerca. Yo tenía un pensamiento. Despojé al prusiano de todos sus vestidos, desde las botas hasta la gorra, y los oculté en el horno de yeso del tío Martín, al otro lado del patio.

Callóse el viejo. Los oficiales se miraban sobrecogidos. Reanudado el interrogatorio, supieron lo siguiente:

Perpetrado este asesinato, el viejo ya sólo tuvo una idea: «¡Matar prusianos!» Aborrecíalos con un odio disimulado y feroz, y como aldeano codicioso y patriota al propio tiempo. Tenía su idea, según decía él. Esperó algunos días.

Dejábanle los prusianos en libertad de ir y venir, de entrar y salir cuando le acomodase, en gracia a su humildad con los vencedores, para quienes siempre fue solícito y complaciente. Todas las tardes veía partir a los correos de campaña; él salió también una noche, luego de enterarse del nombre del pueblo adonde iban y después que hubo aprendido las pocas palabras de alemán que en su concepto necesitaba.

Echóse fuera del patio de la granja, se deslizó en el bosque, llegó al horno de yeso y, penetrando en el fondo de la galería, púsose el uniforme del muerto, que encontró donde lo dejara.

Después vagó por la campiña, siguiendo agachado, a fin de no ser visto, la orilla de los taludes, listo el oído e inquieto como un malhechor.

Cuando le pareció llegado el momento oportuno, acercóse al camino y se ocultó en un matorral. Y allí continuó esperando. Por fin, a eso de medianoche, resonó en el duro suelo de la vereda el galope de un caballo. El viejo pegó el oído contra la tierra para cerciorarse de que el jinete se aproximaba, y hecho esto, se preparó.

Acercábase el ulano al trote largo. Llevaba despachos urgentes, y caminaba con el oído avisado y despierta la vista. En cuanto le tuvo a unos diez pasos, el viejo Milón se arrastró por el sendero, gritando: Hilfe! Hilfe! ¡Socorro! ¡Socorro! El jinete se detuvo, reconoció en el viejo un alemán desmontado, creyóle herido y, echando pie a tierra, se aproximó sin la menor sospecha a él, y cuando se inclinaba para auxiliar a aquel desconocido, recibió en medio del vientre la encorvada y ancha hoja de un sable. Se desplomó sin agonía, sacudido únicamente por las postreras convulsiones de la hora suprema.

Radiante de alegría, el aldeano se irguió al momento, y por puro placer cortó la cabeza al cadáver. Luego lo arrastró a la granja del camino y lo arrojó en ella.

El caballo esperaba tranquilamente a su dueño. El viejo Milón montó en él y le hizo galopar a través de la llanura.

Al cabo de una hora distinguió dos ulanos que regresaban juntos al cuartel. Dirigióse a ellos, gritándoles como antes: Hilfe! Hilfe! Los prusianos reconocieron el uniforme, dejáronle acercarse sin la menor desconfianza, y no tardó el viejo en pasar entre ellos como una bala, dando muerte al uno de un sablazo, y a su compañero, de un tiro de revólver.

Luego degolló los caballos, ¡caballos alemanes! En seguida regresó al horno de yeso, ocultando en él su cabalgadura; despojóse de los vestidos, que dejó también allí; púsose sus guiñapos de pordiosero y, yéndose a la cama, durmió tranquilamente hasta bien entrado el día.

Cuatro pasó sin salir, esperando el resultado de la información que se abrió al encontrar los cadáveres; pero al quinto día hizo una escapada y dio muerte a otros dos soldados con ayuda de la misma estratagema. Y ya no se contuvo desde entonces. Todas las noches vagaba por la campiña matando alemanes, tan pronto aquí como allí, merodeando a la ventura, galopando a la luz de la luna por senderos desiertos, como un ulano consagrado a la caza de hombres. Concluida su tarea, que dejaba tras de él una sangrienta hilera de cadáveres sembrados a lo largo de los caminos, el viejo jinete ocultaba el caballo y el uniforme en el fondo de la oscura galería del horno de yeso.

A eso de las doce de la mañana, con la mayor tranquilidad, encaminábase a ella, llevando al animal su ración de avena y agua, abundantes hasta la profusión, pues, por tener que exigir de él un trabajo duro y constante, cuidábalo con esmero.

Y aconteció que un día uno de los ulanos atacados se defendió, cortando de un sablazo la cara del viejo, que, a pesar de todo, le dio muerte. Pero cuando fue, como de costumbre, a ocultar el caballo y a cambiar el uniforme por su traje habitual, le acometió tal debilidad, que, no pudiendo llegar a la granja, hubo de arrastrarse hasta la cuadra, que la precedía.

Y allí le encontraron ensangrentado sobre un montón de paja.

*

Cuando terminó su relato, el viejo levantó súbitamente la cabeza y miró con altanería a los oficiales prusianos.

El coronel, que se retorcía en aquel momento el bigote, le preguntó:

—¿No tiene usted nada más que decir?

—Nada más; está la cuenta exacta; he despachado dieciséis; ni uno más ni uno menos.

—¿Sabe usted que va a morir?

—No les he pedido perdón.

—¿Ha sido usted soldado?

—Sí. Me batí en campaña hace ya tiempo. Además, ustedes mataron a mi padre, que servía a las órdenes de Napoleón Primero, y también a mi hijo menor, Francisco, el mes pasado, cerca de Evreux. Me la debían ustedes, y me la han pagado. Ahora estamos en paz.

Los oficiales se miraban.

El viejo prosiguió:

—Ocho por mi padre y ocho por mi hijo. Estamos en paz. Yo no les busqué a ustedes camorra. ¡No los conocía! Ni siquiera sé de dónde vienen. Están aquí en mi casa y mandan cual si se encontrasen en la suya. Me he vengado en los otros. Y no me arrepiento.

Enderezando el busto, encorvado por la anquilosis, el viejo Milón cruzó, al decir esto, los brazos, adoptando una postura de héroe humilde.

Los prusianos hablaron en voz baja largo rato. Un capitán, que también había perdido a su hijo el mes anterior, defendía a aquel magnánimo pordiosero.

De repente, el coronel se levantó y, acercándose al anciano, díjole en voz baja:

—Escuche usted, abuelo: tal vez haya un medio de salvar su vida; ese medio es…

Pero el viejo Milón no quiso oírle, y, fija la vista en el oficial vencedor, mientras el viento agitaba los escasos y desgreñados pelos de su cabeza, hizo un gesto espantoso que crispó su enflaquecido semblante, partido por el sablazo, y, arqueando el pecho, escupió con toda su fuerza al prusiano en pleno rostro.

Enloquecido, el coronel alzó la mano; el viejo le escupió nuevamente.

Todos los oficiales se habían levantado y daban órdenes al mismo tiempo.

En menos de un minuto, el anciano, impasible siempre, fue empujado contra la pared y fusilado, no sin enviar sonrisas a su hijo Juan, a su nuera y a los dos niños, que contemplaban con ojos extraviados aquella escena.

FIN

Guy de Maupassant - El viejo Milón
  • Autor: Guy de Maupassant
  • Título: El viejo Milón
  • Título Original: Le Père Milon
  • Publicado en: Le Gaulois, 22 de mayo de 1883
  • Traducción: Luis Ruiz Contreras

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