Sinopsis: «La cabellera» (La Chevelure) es un cuento de Guy de Maupassant, publicado el 13 de mayo de 1884 en el periódico Gil Blas. En un manicomio, un médico muestra a un visitante el caso de un hombre consumido por una obsesión delirante. Para comprender su locura, le entrega un cuaderno donde el paciente narra los hechos que lo condujeron a ese estado. A través de esas páginas se revela cómo una extraña fascinación por un objeto antiguo fue apoderándose lentamente de su mente, transformando su deseo de belleza en una pasión perturbadora y desmedida.

La cabellera
Guy de Maupassant
(Cuento completo)
La celda tenía las paredes desnudas, encaladas. Una ventana estrecha, enrejada y abierta muy arriba, fuera del alcance de las manos, iluminaba aquel cuarto claro y siniestro. El loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vaga, atormentada. Era muy delgado, con las mejillas hundidas, el cabello casi blanco —blanqueado, al parecer, en apenas unos meses—. Su ropa parecía demasiado amplia para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Se adivinaba en él a un hombre devastado, carcomido por su pensamiento, por un Pensamiento, como una fruta por un gusano. Su Locura, su idea, estaba allí, en aquella cabeza: obstinada, agobiante, devoradora. Consumía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inaprensible, la Inmaterial Idea, minaba la carne, bebía la sangre, extinguía la vida.
¡Qué misterio representaba aquel hombre aniquilado por un sueño! Inspiraba pena, miedo y piedad, aquel Poseso. ¿Qué sueño extraño, espantoso y mortal habitaba tras esa frente surcada de arrugas profundas, en perpetuo movimiento?
El médico me dijo:
—Tiene terribles accesos de furor; es uno de los dementes más singulares que he visto. Padece una locura erótica y macabra: una especie de necrofilia. Ha escrito además un diario que nos muestra, con la mayor claridad, la enfermedad de su espíritu. En él, su locura se vuelve, por así decirlo, palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.
Seguí al doctor hasta su gabinete, y me entregó el cuaderno del desgraciado.
—Léalo —me dijo—, y luego deme su opinión.
He aquí lo que contenía aquel cuaderno:
*
Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me parecía muy simple, muy buena, muy fácil. Era rico. Me gustaban tantas cosas que no podía apasionarme por ninguna. ¡Es bueno vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer lo que me agradaba, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza del mañana y del porvenir sin inquietudes.
Había tenido algunas amantes, pero jamás sentí mi corazón enloquecido por el deseo, ni mi alma herida de amor tras la posesión. ¡Es bueno vivir así! Amar es mejor, sí, pero terrible. Y aun los que aman como todo el mundo deben conocer una felicidad ardiente, quizá menor que la mía, pues el amor vino a mí de una manera increíble.
Siendo rico, me complacía en buscar muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo pensaba en las manos desconocidas que los habían tocado, en los ojos que los habían admirado, en los corazones que los habían amado —¡pues se aman las cosas!—.
Pasaba a veces horas enteras contemplando un pequeño reloj del siglo pasado: era tan lindo, tan delicado, con su esmalte y su oro cincelado… Y aún funcionaba, como el día en que una mujer lo compró, arrebatada por el placer de poseer aquel fino joyel. No había dejado de palpitar, de vivir su vida mecánica, y seguía con su tictac regular desde hacía un siglo.
¿Quién habría sido la primera en llevarlo sobre el pecho, entre los tejidos cálidos, mientras el corazón del reloj latía junto al corazón de la mujer? ¿Qué mano lo habría sostenido con los dedos un poco tibios, dándole vueltas, mirándolo por ambas caras, antes de limpiar los pastores de porcelana empañados un instante por la humedad de la piel? ¿Qué ojos habrían acechado, sobre esa esfera florida, la hora esperada, la hora querida, la hora divina?
¡Cómo habría querido conocerla, verla, a la mujer que eligió aquel objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! Estoy poseído por el deseo de las mujeres de antaño; amo, desde lejos, a todas aquellas que amaron. La historia de las ternuras pasadas llena mi corazón de melancolía. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las caricias juveniles, las esperanzas! ¿No debería todo eso ser eterno?
¡Cuánto he llorado, noches enteras, por las pobres mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan dulces, tan tiernas, cuyos brazos se abrieron para el beso y que hoy están muertas!
¡El beso es inmortal! Va de labio en labio, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo reciben, lo dan y mueren.
El pasado me atrae, el presente me asusta, porque el porvenir es la muerte. Lamento todo lo que ha sido, lloro por todos los que vivieron; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella avanza, se va, y me arranca, segundo a segundo, un poco de mí para el vacío de mañana.
Y no reviviré jamás.
Adiós, mujeres de ayer. Os amo.
Pero no soy digno de lástima: he hallado a aquella que esperaba, y por ella he gustado placeres inverosímiles.
Una mañana soleada vagaba por París, con el alma ligera y el paso alegre, mirando las tiendas con ese interés ocioso del paseante sin rumbo. De pronto, en el escaparate de un anticuario, vi un mueble italiano del siglo XVII: era hermoso, rarísimo. Lo atribuí a un artista veneciano llamado Vitelli, célebre en su época.
Seguí mi camino.
¿Por qué el recuerdo de aquel mueble me persiguió con tal fuerza que regresé sobre mis pasos? Me detuve otra vez frente al escaparate, para volver a verlo, y sentí que me tentaba.
¡Qué cosa tan singular es la tentación! Uno mira un objeto y poco a poco ese objeto lo seduce, lo perturba, lo invade, como lo haría un rostro de mujer. Su encanto penetra en nosotros —extraño encanto que nace de su forma, de su color, de su fisonomía de cosa—, y ya lo amamos, lo deseamos, lo queremos. Nos invade una necesidad de posesión, primero débil, casi tímida, pero que crece, se hace violenta, irresistible. Y los comerciantes parecen adivinar, en la llama de la mirada, ese deseo secreto y creciente.
Compré el mueble e hice que lo llevaran de inmediato a mi casa, donde lo coloqué en mi habitación.
¡Oh, compadezco a quienes no conocen esa luna de miel del coleccionista con el objeto recién adquirido! Lo acaricia con los ojos y con las manos como si fuera de carne; vuelve sin cesar a su lado, piensa en él a todas horas, dondequiera que esté. Su recuerdo amado lo sigue por la calle, por el mundo, por todas partes; y al regresar a casa, antes incluso de quitarse los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con la ternura de un amante.
Durante ocho días adoré aquel mueble. Abría sus puertas y cajones a cada instante; lo tocaba con deleite, saboreando todas las íntimas alegrías de la posesión.
Pero una noche, al palpar el espesor de un panel, noté que debía de ocultar un compartimento secreto. El corazón me latió con fuerza, y pasé la noche entera buscando el mecanismo sin hallarlo.
Lo conseguí al día siguiente, introduciendo la hoja de una navaja en una hendidura de la madera. Una tabla se deslizó, y percibí, extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera de mujer.
Sí, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios, casi rojizos, que debieron de ser cortados junto a la piel, atados por una cuerda de oro.
Quedé estupefacto, tembloroso, turbado. Un perfume casi imperceptible, tan antiguo que parecía el alma de un olor, se desprendía del misterioso cajón y de aquella sorprendente reliquia.
La tomé con lentitud, casi religiosamente, y la saqué de su escondite. Al punto se desenrolló, vertiendo su caudal dorado que cayó hasta el suelo, espeso y ligero, flexible y brillante como la cola ígnea de un cometa.
Una emoción extraña me sobrecogió. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo, cómo, por qué se habían encerrado esos cabellos en aquel mueble? ¿Qué aventura, qué drama ocultaba ese recuerdo? ¿Quién los había cortado? ¿Un amante, un día de despedida? ¿Un marido, un día de venganza? ¿O la propia mujer, en un día de desesperación?
¿Fue antes de entrar al claustro cuando arrojó allí esa fortuna de amor, como prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue al clavar la tapa del féretro de la joven y hermosa muerta cuando aquel que la adoraba guardó la guirnalda de su cabeza, lo único que podía conservar de ella, la única parte viva de su carne que no había de pudrirse, la única que aún podía amar, acariciar, besar en sus arrebatos de dolor?
¿No era extraño que aquella cabellera hubiera permanecido intacta, cuando nada quedaba del cuerpo del que naciera?
Fluía entre mis dedos, me cosquilleaba la piel con una caricia singular, una caricia de muerta. Me sentía enternecido, a punto de llorar.
La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que me agitaba, como si algo del alma hubiese quedado escondido en ella. Entonces la devolví a su lecho de terciopelo ajado por el tiempo, cerré el cajón, el mueble, y salí a las calles a soñar.
Caminaba sin rumbo, triste y turbado, con ese desasosiego que queda en el corazón tras un beso de amor. Me parecía haber vivido ya, haber conocido a aquella mujer.
Y los versos de Villon subieron a mis labios como un sollozo:
“Dictes-moy où, ne en quel pays
Est Flora, la belle Romaine,
Archipiada, ne Thaïs,
Qui fut sa cousine germaine ?
Echo parlant quand bruyt on maine
Dessus rivière ou sus estan,
Qui beauté eut plus que humaine ?
Mais où sont les neiges d’antan ?
[…]
“La royne blanche comme un lys,
Qui chantait à voix de sereine,
Berthe au grand pied, Bietris, Allys,
Harembourges qui tint le Mayne,
Et Jehanne la bonne Lorraine
Que Anglais bruslèrent à Rouen ?
Où sont-ils, Vierge souveraine ?
Mais où sont les neiges d’antan ?”[1]
Cuando regresé a casa, sentí un deseo irresistible de volver a ver mi extraño hallazgo. Lo tomé de nuevo, y al tocarlo sentí un largo escalofrío que me recorrió los miembros.
Durante algunos días permanecí en mi estado habitual, aunque el vivo recuerdo de aquella cabellera no me abandonaba.
En cuanto regresaba a casa, necesitaba verla y tocarla. Giraba la llave del armario con ese estremecimiento que se siente al abrir la puerta de la amada, pues tenía en las manos y en el corazón una necesidad confusa, singular, continua, sensual, de sumergir mis dedos en aquel arroyo encantador de cabellos muertos.
Luego, cuando había terminado de acariciarla y cerraba de nuevo el mueble, la sentía todavía allí, como si fuera un ser viviente, oculto, prisionero. La sentía, la deseaba de nuevo; me dominaba otra vez la necesidad imperiosa de volver a tocarla, de palparla, de excitarme hasta el malestar con aquel contacto frío, resbaladizo, irritante, enloquecedor, delicioso.
Viví así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me perseguía. Era feliz y atormentado, como en la espera del amor, como tras las confesiones que preceden al abrazo.
Me encerraba a solas con ella, para sentirla sobre mi piel, para hundir mis labios en su oleaje, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada para ver el día rubio a través de ella.
¡La amaba! Sí, la amaba. Ya no podía vivir sin ella, ni estar una hora sin volver a verla.
Y esperaba… esperaba… ¿qué? No lo sabía.
A ella.
Una noche me desperté bruscamente con la sensación de que no estaba solo en mi habitación.
Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y, agitado por la fiebre del insomnio, me levanté para ir a tocar la cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más viva.
¿Vuelven los muertos?
Los besos con que la excitaba me hacían desfallecer de felicidad. La tomé y la llevé a mi cama; me acosté, oprimiéndola contra mis labios, como a una amante que se va a poseer.
¡Los muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he tenido, la he poseído, tal como era cuando estaba viva: alta, rubia, de formas plenas, los senos fríos, la cadera en forma de lira; y he recorrido con mis caricias esa línea ondulante y divina que va desde la garganta hasta los pies, siguiendo todas las curvas de la carne.
Sí, la he tenido: todos los días, todas las noches. Ha vuelto, la Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida, cada noche.
Mi felicidad fue tan grande que no supe ocultarla. Cerca de ella sentía un arrebato sobrehumano, la dicha profunda, inexplicable, de poseer lo Inaprensible, lo Invisible, lo Muerto.
¡Ningún amante ha conocido gozos más ardientes, más terribles!
No supe esconder mi dicha. La amaba tanto que ya no quería separarme de ella. La llevaba conmigo siempre, a todas partes. La paseaba por la ciudad como a mi esposa, la conducía al teatro, en palcos con celosías, como a mi amante…
Pero la vieron… la adivinaron… me la arrebataron…
Y me encerraron en una prisión, como a un malhechor.
¡Me la quitaron! ¡Oh, miseria!…
*
El manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras alzaba hacia el médico una mirada espantada, un grito terrible —un aullido de furor impotente y de deseo exasperado— resonó en el manicomio.
—Escúchelo —dijo el doctor—. Hay que duchar cinco veces al día a ese loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único que amó a las muertas.
Balbuceé, sobrecogido de asombro, horror y piedad:
—Pero… esa cabellera… ¿existe realmente?
El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de instrumentos, y me lanzó, de una punta a otra del gabinete, una larga llamarada de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro de oro.
Me estremecí al sentir entre las manos su contacto acariciador y leve. Y quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo: de repugnancia, como ante los objetos mancillados por un crimen; de deseo, como ante la tentación de algo infame y misterioso.
El médico, encogiéndose de hombros, murmuró:
—El espíritu del hombre es capaz de todo.
FIN
Gil Blas, 13 de mayo de 1884.
[1] Decidme, ¿dónde, en qué país,
está Flora, la bella romana,
Arquípiada y Taís,
que fue su prima hermana?
Eco, voz que la fama arrastra
sobre el río o sobre el estanque,
cuya belleza fue más que humana,
mas ¿dónde están las nieves de antaño?
[…]
La reina blanca como un lis,
que cantaba con voz de sirena,
Berta la del gran pie, Beatriz, Alix,
Haremburgis que tuvo el Maine,
y Juana, la buena Lorena
que los ingleses quemaron en Ruán…
¿Dónde están, Virgen soberana?
Mas ¿dónde están las nieves de antaño?

