Guy de Maupassant: La madre de los monstruos

En «La madre de los monstruos», un cuento de Guy de Maupassant, un hombre evoca una espeluznante historia mientras pasea por la playa, donde avista a una mujer elegante y enigmática. Años atrás, durante una visita a un sector rural, su amigo lo llevó a conocer a una robusta y siniestra mujer que habitaba una idílica casa campestre. Apodada «Diabla», esta mujer era infame en la región por una terrorífica razón: todos sus hijos nacían con monstruosas deformidades. Con un aura de misterio y horror, el relato desentraña el macabro secreto de la «Madre de los Monstruos».

Guy de Maupassant - La madre de los monstruos

La madre de los monstruos

Guy de Maupassant
(Cuento completo)

He recordado esta horrible historia y a aquella horrible mujer, viendo pasear en una playa de moda a una parisiense elegante, conocida, hermosa y adorada.

Mi cuento ya tiene larga fecha; pero hay cosas que nunca se olvidan.

I

Invitóme un amigo a pasar una temporada en el campo. Me paseó mucho, mostrándome campiñas frondosas, residencias feudales, fábricas, ruinas, iglesias, pórticos de recamada escultura y árboles enormes de forma extraña.

Cuando hube admirado todas las curiosidades de la comarca, mi amigo se lamentó de que no hubiese más. Yo, en cambio, me alegraba, disponiéndome a descansar en lo sucesivo a la sombra de los árboles; pero, de pronto, me dijo:

—¡Ah, sí! aún falta conocer a la madre de los monstruos.

Yo pregunté:

—¿Qué significa eso?

Y él prosiguió:

—Es una mujer abominable, un verdadero demonio que da voluntariamente a luz todos los años hijos deformes, repugnantes, horribles, monstruos en fin, y los vende a los titiriteros de las ferias que de tiempo en tiempo vienen a informarse de si hay mercancía nueva; cuando el monstruo es de su gusto, se lo llevan y pagan un alquiler a la madre, la cual tiene ya once hijos fenómenos, con eso está rica. Tú supones que yo invento, que hablo en burla. No, amigo mío; te digo la verdad, la verdad exacta.

Vamos a ver a esa mujer. Luego te contaré cómo llegó a ser una fábrica de monstruos.

II

Me llevó a un arrabal.

Aquella mujer habitaba una risueña casita junto al camino. El jardín estaba lleno de flores. Se la hubiera creído la morada de un notario retirado de los asuntos.

Una criada nos hizo pasar a un saloncito, y la miserable compareció.

Tenía aproximadamente cuarenta años. Era buena moza, de facciones varoniles, bien formada, fuerte, rebosando salud. El tipo verdadero de una campesina robusta, morena y brutal.

Preguntó:

—¿Qué desean estos caballeros?

Mi amigo respondió:

—Me han dicho que, al fin, ha tenido usted una criatura formada regularmente, como todas, y que no se parece a sus hermanos. He querido cerciorarme, y a eso vine.

Ella mirándonos con desconfianza, dijo:

—No, no, señor mío. Acaso es todavía más horrible que los otros. No tengo suerte, no tengo suerte. Todos iguales, mi buen señor; es una desolación. ¿Es posible que Dios haga eso con una pobre mujer sola en el mundo? ¿Es posible?

Hablaba de prisa, con los ojos bajos, con expresión hipócrita, semejante a un feroz animal que tiene miedo. Endulzaba el tono áspero de su voz; y era extraño el salir aquella vocecita llorosa de aquel fornido y huesudo cuerpo, al que le cuadraban mejor movimientos brutales y aullidos como de lobo.

Mi amigo preguntó:

—¿Podemos ver a la criatura?

Ella, ruborizándose, después de un silencio, dijo en voz alta:

—¿Para qué?

Y levantaba la cabeza desafiándonos con la mirada.

Mi amigo prosiguió:

—Qué, ¿no querrá enseñárnoslo? Bien lo enseña cuando vienen algunos… Ya sabe usted de quiénes hablo.

Sobresaltóse y, encolerizada, exclamó:

—¿Para eso vinieron ustedes? ¿Para insultarme? ¿Tengo yo la culpa de que mis hijos nazcan así? No se lo enseñaré; no, no y no. Váyanse de mi casa. ¿Con qué derecho vienen a martirizarme?

Y avanzó hacia nosotros con los brazos puestos en jarras. Al estampido brutal de su voz, una especie de sollozo, algo así como el maullar de un gato, resonó en el aposento contiguo. Estremeciéndome, retrocedí.

Mi compañero exclamó severamente:

—Cuidado, señora Diabla (era su apodo); el día menos pensado tendrá usted que ver con la justicia.

Ella, temblando rabiosa, rugió:

—Váyanse, váyanse, ¡malditos!

Si en aquel momento no desaparecemos, aquella fiera salta, sin duda, sobre nosotros.

Ya en salvo, mi amigo me preguntó:

—¿Qué me dices ahora?

Yo respondí:

—Cuéntame lo que sepas de tal mujer.

Y andando por la carretera blanca, que se abría entre amarillas mieses, ya maduras, agitadas por el aire ligero con ondulaciones parecidas a las de un mar tranquilo, me contó lo siguiente:

III

—Esa mujer servía cuando moza en un cortijo, y era trabajadora, económica y prudente. No se le conocía noviazgo alguno, ni se la sospechaba capaz de ninguna flaqueza.

Cometió una falta, como todas ellas; una tarde, al anochecer, en el campo, sobre los haces recién segados, bajo el cielo tempestuoso, cuando el aire inmóvil y pesado ahoga como el que sale de la boca de un horno, y baña en sudor los cuerpos morenos de los mozos y de las mozas.

Sintióse luego encinta, y la vergüenza y el miedo la torturaron. Queriendo a costa de todo tener oculta su desdicha, se apretaba el vientre con un sistema que había inventado, un corsé de fuerza, hecho con tablitas y cordeles. Cuanto más abultaba su barriga con el esfuerzo del ser que iba desarrollándose, más ceñía el instrumento de tortura, padeciendo el martirio, valerosa en el dolor, siempre risueña y viva, sin dejar ver ni sospechar nada.

Así deformó en sus entrañas a la criatura, con aquella espantosa máquina; la comprimió, la estropeó, hizo de su carne un monstruo. Su cráneo, alargado, acababa en punta, y sus ojos, saltones, aparecían en lo alto de la frente. Los brazos y las piernas, oprimidos contra el cuerpo, se retorcían como raíces de cepa y se alargaban desmesuradamente, acabando en dedos parecidos a patas de araña.

El torso era raquítico y redondo como una cáscara de nuez.

Una mañana de primavera, parió en medio del campo.

Cuando los jornaleros que se acercaron a socorrerla vieron aparecer semejante monstruo, huyeron gritando. Y la noticia de que había nacido un demonio corrió toda la comarca. Desde entonces la llamaban la Diabla.

Despidiéronla de la casa donde servía. Vivió de caridad, acaso de amores ocultos, porque era muy hermosa, y no todos los hombres temen al infierno.

Crio su monstruo, al que trataba malamente, con odio salvaje, y al que hubiera estrangulado tal vez, si el párroco, previendo el crimen posible, no la hubiese atemorizado con la Justicia.

Pero un día, unos titiriteros oyeron hablar del monstruo espantoso y trataron de verle para llevarlo de feria en feria si les agradaba. Les agradó, y ofrecieron a la madre quinientos francos. Al principio, avergonzada ella, ni quería enseñarles aquella especie de bestia; pero, en cuanto supo que podía valerle dinero, tranquilizóse, regateó, haciendo resaltar las deformidades horribles de la criatura, exagerando su mérito con una tenacidad campesina.

Para no salir perjudicada, les hizo firmar un contrato, comprometiéndoles a entregar cuatrocientos francos anuales, además de quinientos recibidos de presente.

La inesperada ganancia enloqueció a la madre, y concibió la idea de criar otro fenómeno para vivir de esa renta como una señora.

Era fecunda y hábil, y consiguió, como se proponía, variar las formas de sus monstruos, variando las presiones que les hacía sufrir en el embarazo.

Los hizo largos, achatados, unos como cangrejos de mar, otros como lagartijas. Varios murieron; eso la desconsolaba.

El juez trató de intervenir; pero no siendo posible probarle nada, la dejaron fabricar tranquilamente sus fenómenos.

Consiguió tener once vivos, que rentan, un año con otro, de cinco a seis mil francos. Y aún le queda uno sin colocar; el último, que no ha querido enseñarnos; pero no lo tendrá en casa mucho tiempo, porque la conocen todos los titiriteros del mundo, y vienen de tiempo en tiempo a ver si hay novedades. Ella sabe, además, ponerlos en competencia para que suba el valor de la mercancía, cuando la cosa es muy extraña.

IV

Mi amigo calló. Una repugnancia invencible, una cólera tumultuosa, un remordimiento por no haber estrangulado a la mala bestia cuando estuvo cerca de mí, angustiaba mi corazón.

Luego pregunté:

—¿Quién es el padre?

Y mi amigo contestó:

—No lo sabemos. El que sea, o los que sean, tienen algún pudor, y se ocultan. Acaso partan con ella los beneficios.

*

Ya no me preocupaba ese lejano recuerdo, cuando he visto en una playa de moda una mujer elegante, coqueta, hermosa, querida y rodeada por hombres que la desean.

Yo iba del brazo de un amigo, el médico del balneario. A los diez minutos he visto a una criada con tres niños tumbados en la arena.

Unas muletas muy chiquitas me han conmovido. Allí estaban, junto a los tres niños, deformes, jorobados, cojos, repugnantes.

El doctor me ha dicho:

—Eso produce la encantadora mujer que vimos hace poco.

Sentí piedad hacia ella y hacia las criaturas.

—¡Pobre madre! Y ¿es posible que le queden aún ganas de reír?

El médico ha proseguido:

—No la compadezcas. Sólo los pequeños merecen compasión. Mira las consecuencias de las cinturas delgadas y esbeltas hasta el último día. Estos monstruos los fabrica el corsé. La madre no lo ignora, y arriesga su vida en tales juegos. ¿Qué le importa, si resulta bonita y es deseada?

Esto me ha recordado a la otra: la campesina, la Diabla, que vendía sus monstruos.

Guy de Maupassant - La madre de los monstruos
  • Autor: Guy de Maupassant
  • Título: La madre de los monstruos
  • Título Original: La Mère aux monstres
  • Publicado en: Gil Blas, 12 de junio de 1883
  • Traducción: Luis Ruiz Contreras