Sinopsis: «El valle de las arañas» (The Valley of Spiders) es un cuento de H. G. Wells, publicado en marzo de 1903 en la revista Pearson’s Magazine. Relata la persecución de tres jinetes por un territorio inhóspito en busca de una pareja de fugitivos. Tras varios días de marcha por un paisaje árido y solitario, los hombres entran en un valle amplio y silencioso que parece deshabitado, pero donde pronto advierten una inquietante presencia. A medida que el viento se intensifica, una amenaza inesperada surge del cielo, transformando la cacería en una lucha por la supervivencia en un entorno que se vuelve cada vez más hostil.

El valle de las arañas
H. G. Wells
(Cuento completo)
HACIA el mediodía, los tres perseguidores, tras rodear un recodo en el lecho del torrente, desembocaron de manera inesperada en la perspectiva de un valle ancho y espacioso. La hoya de guijarros, difícil y tortuosa, por la que durante tanto tiempo habían seguido la pista de los fugitivos, se abría a una pendiente dilatada, y en un impulso común los tres hombres abandonaron la pista y cabalgaron hacia un pequeño altozano cubierto de pardos olivos. Se detuvieron allí; dos de ellos quedándose un poco más atrás que el hombre que llevaba la brida tachonada de plata.
Durante un rato escudriñaron la gran extensión que se ofrecía a sus ojos impacientes, y que se abría cada vez más allá, sólo salpicada de cuando en cuando por algunos rodales de plantas espinosas y secas, y con las débiles sugerencias de algunos barrancos, ahora sin agua y que rompían aquella desolación de hierba amarilla. Sus distancias purpúreas acababan fundiéndose con las pendientes azulinas de las colinas que quedaban más allá, que parecían de un tono algo más verde y por encima de las cuales, sosteniéndose de una forma invisible, hasta el punto de que parecían estar colgadas del azul, se encontraban las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Las colinas se hacían más anchas y audaces hacia el noroeste, a medida que se elevaban los lados del valle. Por el oeste, el valle se extendía hasta donde la distancia oscura del horizonte anunciaba el comienzo de los bosques. Sin embargo, aquellos tres hombres no miraban ni al este ni al oeste, sino que contemplaban fijos únicamente el valle.
El hombre delgado, con una cicatriz en el labio, fue el primero en hablar.
—Por ningún lado —dijo con un tono de desaliento en su voz—. Pero después de todo llevan un día entero de ventaja.
—Ellos no saben que vamos tras sus pasos —añadió el hombrecillo del caballo blanco.
—Ella podría saberlo —dijo el jefe en tono amargo, como si hablase consigo mismo.
—Aun así, no pueden ir muy de prisa. No tienen más caballerías que la mula, y el pie de la muchacha ha ido sangrando todo el día…
El hombre de la brida de plata le lanzó una mirada de intensa rabia.
—¿Crees que no lo he visto? —gruñó.
—Eso ayuda de todos modos —musitó el hombrecillo para sus adentros.
El hombre delgado con el chirlo en el labio miraba impasible.
—No pueden haber cruzado el valle —dijo—. Si cabalgamos fuerte…
Echó un vistazo al caballo blanco y se calló.
—¡Malditos todos los caballos blancos! —exclamó el hombre, de la brida de plata, y se volvió para examinar la bestia incluida en su maldición.
El hombrecillo bajó la vista entre las melancólicas orejas de su jamelgo.
—Hice lo que pude —dijo.
Los otros dos siguieron contemplando fijamente el valle durante un rato. El hombre delgado se pasó el dorso de la mano por el chirlo del labio.
—¡Vámonos! —dijo, de improviso, el hombre de la brida de plata. El hombrecillo tiró violentamente de las riendas, y los cascos de los tres caballos sonaron confusos y apagados sobre la hierba marchita mientras volvían sobre la pista.
Cabalgaron con cautela, descendiendo por la larga pendiente que tenían ante sí, y atravesaron un terreno baldío de matorrales espinosos y retorcidos de ramas duras y formas extrañas y resecas que crecían entre las rocas, en la parte baja. Allí la pista se difuminaba cada vez más, porque el suelo era escaso y el único pasto era la hierba reseca y muerta que yacía sobre el terreno. En silencio, escudriñándolo todo, inclinados sobre el cuello de los caballos y parándose una y otra vez, aquellos hombres blancos se las ingeniaban para seguir el rastro de su presa.
Había lugares pisoteados, hojas de hierba gruesa dobladas y rotas y de vez en cuando la suficiente sugerencia de la huella de un pie. De repente, el que era jefe vio una mancha oscura de sangre donde debía haber pisado la muchacha mestiza. Y en voz baja la maldijo por ser una loca.
El hombre delgado comprobó el rastreo de su jefe, mientras el hombrecillo del caballo blanco iba detrás; era un hombre perdido en un sueño. Cabalgaban uno detrás de otro, abriendo la marcha el hombre de la brida de plata, sin que pronunciaran una sola palabra. Después de un cierto tiempo, el hombrecillo del caballo blanco tuvo la impresión de que el mundo estaba muy silencioso. Despertó de su sueño. Fuera de los minúsculos ruidos de sus caballos y del equipaje, todo el gran valle conservaba la ancha quietud de un cuadro pintado.
Delante de él marchaban su jefe y su compañero, cada uno inclinándose atentamente hacia la izquierda, cada uno moviéndose impasible al paso de su caballo; sus sombras iban delante de ellos, como acompañantes tranquilos, silenciosos y alargados; la forma más cercana, acurrucada y fría era la suya. Miraba a su alrededor. ¿Qué había ocurrido? Recordó entonces la reverberación de las paredes del desfiladero y el acompañamiento permanente de los guijarros movedizos entrechocando. ¿Y qué más…? No había brisa alguna. ¡Eso era! Qué lugar tan desolado y silencioso, como el sueño amodorrado y monótono de una siesta. Y el cielo abierto y desvaído, excepto un velo sombrío de neblina que se había formado en la parte superior del valle.
Enderezó la espalda, sacudió la brida, frunció los labios para silbar, pero sólo pudo suspirar. Se giró un momento sobre la silla y miró fijamente hacia la parte estrecha del desfiladero del que habían salido. ¡Blanquecino! Pendientes blanquecinas a ambos lados, sin señal alguna de una verdadera bestia ni de un árbol, y mucho menos un hombre. ¡Qué tierra aquélla! ¡Qué desolación! Y volvió a adoptar su postura anterior.
Un momentáneo placer le invadió al ver un bastón retorcido de un color púrpura oscuro que relampagueaba en forma de serpiente y que desaparecía entre la maleza. Después de todo aquel valle infernal estaba vivo. Entonces, para alegrarle aún más, un soplo de viento cruzó por su rostro, un susurro que llegó y pasó, la levísima inclinación de un arbusto tieso, seco y renegrido sobre una cresta, las primeras sugerencias de una posible brisa. En vano se humedeció el dedo y lo levantó.
Tiró violentamente de la brida para evitar un choque con el hombre delgado, que se había detenido al perder la pista. Justo en ese momento crucial se tropezó con el ojo de su amo que le miraba atentamente.
Durante un rato simuló interesarse por el rastreo. Después, cuando volvieron a cabalgar, estudió la sombra de su amo, el sombrero y los hombros que aparecían y desaparecían tras los contornos más cercanos del hombre delgado. Llevaban cuatro días cabalgando fuera de los límites del mundo por un lugar desolado, escasos de agua, sin más que unas tiras de carne seca bajo sus monturas, entre rocas y montañas en las que seguramente nadie había estado jamás fuera de aquellos fugitivos. ¡Y para esto!
Y todo ello por una muchacha, ¡una chica simplemente testaruda! ¡Y el hombre tenía todo un montón de gente para cometer su peor tontería… muchachas, mujeres! ¿Por qué ésta en particular en nombre de un apasionamiento disparatado?, se preguntaba el hombrecillo. Miró con ceño en derredor y se humedeció los labios resecos con la lengua renegrida. Era el modo de ser de su amo; eso era todo lo que sabía. Justo porque ella intentaba escapársele…
Su ojo captó toda una hilera de altas cañas peladas que se inclinaban al unísono, y después las puntas de seda que colgaban de su cuello se agitaron y cayeron. La brisa soplaba cada vez más fuerte. De alguna manera arrebataba la tranquila rigidez de las cosas… Y eso era bueno.
—¡Hurra! —gritó el hombre delgado.
Los tres se detuvieron de inmediato.
—¿Qué es eso? —preguntó el jefe—. ¿Qué pasa?
—Por allí —dijo el flaco señalando el valle.
—¿Qué es?
—Algo viene hacia nosotros.
Y mientras decía esto, un animal amarillo coronó una elevación y descendió velozmente hacia ellos. Era un enorme perro salvaje, que corría delante del viento con la lengua fuera, a paso firme, y que avanzaba con tal intensidad de propósito que no parecía ver a los jinetes a los que se aproximaba. Corría con el hocico levantado, y estaba claro que no perseguía rastro ni ave alguna Cuando estuvo más cerca, el hombrecillo tanteó su espada.
—Está rabioso —dijo el jinete delgado.
El hombrecillo lo llamó, y el perro se acercó. Cuando la hoja del hombrecillo ya estaba desenvainada, el animal se apartó a un lado, cruzó jadeando delante de ellos y pasó de largo. Los ojos del hombrecillo siguieron su huida.
—No había espuma alguna —observó. Durante un rato, el hombre de la brida de plata siguió mirando el valle.
—¡Oh, vamos! —exclamó al fin—. ¿Qué nos importa? —y con un golpe de brida volvió a poner en marcha su caballo.
El hombrecillo dejó de lado el misterio insoluble de un perro que huía del viento, ya que no había ninguna otra cosa, y se abandonó a profundas reflexiones sobre el carácter humano. «¡Vamos!», murmuró para sí. «¿Por qué tendría que otorgársele a un hombre el que diga «Vamos» con la estupenda violencia del efecto? Siempre, a lo largo de toda su vida, el hombre de la brida de plata ha estado diciendo eso. Si yo lo hubiera dicho…», pensaba el hombrecillo. Pero la gente se maravillaba cuando el amo era desobedecido hasta en las cosas más disparatadas. Aquella muchacha mestiza le parecía —le parecía a todo el mundo—, loca, casi blasfema. A modo de comparación el hombrecillo reflexionaba sobre el jinete delgado con el chirlo en el labio, tan duro como su amo, tan valiente y quizá más valiente aún, y sin embargo para él sólo existía la obediencia, nada más que obedecer de un modo ciego y constante…
Cierta sensación en las manos y las rodillas devolvieron al hombrecillo a cosas más inmediatas. Percibía algo. Cabalgaba al lado de su compañero delgado.
—¿No notas nada en los caballos? —le preguntó en voz baja.
El otro le miró con expresión interrogativa.
—No les gusta este viento —dijo el hombrecillo, y se quedó atrás cuando el hombre de la brida de plata se volvió hacia él.
—Es cierto —dijo el hombre de la cara delgada.
Volvieron a cabalgar otro rato en silencio. Los dos de delante cabalgaban inclinándose, siguiendo el rastro; el de atrás observaba la neblina que se iba arrastrando por todo el valle, cada vez más cercana, y notaba cómo el viento soplaba con mayor fuerza por momentos. Lejos, a la izquierda, vio una hilera de bultos oscuros, tal vez jabalíes, que corrían valle abajo; pero no dijo nada, ni volvió a hacer nuevas advertencias sobre el desasosiego que observaba en los caballos.
Fue entonces cuando vio una gran bola blanca, y después una segunda; una gran bola blanca y brillante como una cabeza gigantesca de vilano de cardo, que avanzaba con el viento a través del sendero. Aquellas bolas se elevaban en el aire, descendían y volvían a subir, se detenían por un momento y de nuevo eran arrastradas y avanzaban; a su vista la inquietud de los caballos iba en aumento.
Inmediatamente después vio más globos —y luego muchísimos más— que eran impulsados y que avanzaban hacia ellos valle abajo.
Percibieron un alarido penetrante. A través del sendero avanzaba impetuoso un verraco gigantesco, que volvió un momento la cabeza para mirarlos y después se precipitó otra vez valle abajo. Los tres se detuvieron y sentados en sus sillas de montar contemplaron la neblina que se iba condensando y que ya se les echaba encima.
—Si no fuera por todo ese vilano de cardo… —empezó a decir el jefe.
Pero ahora un gran globo avanzaba a unas veinte yardas de ellos. En realidad no se trataba de una esfera perfecta, sino una cosa inmensa, suave, como de trapo y membranosa, una superficie extensa unida por los ángulos, cual si se tratase de una medusa aérea; pero enrollándose más y más a medida que avanzaba y arrastrando largos filamentos de telaraña y flámulas que flotaban en su estela.
—Eso no es un vilano —dijo el hombrecillo.
—No me gusta el asunto —comentó el hombre delgado.
Se miraron el uno al otro.
—¡Maldita sea! —gritó el jefe—. El aire está completamente lleno de eso. Si avanza por el sendero, nos lo cerrará por completo.
Un sentimiento instintivo, como el que experimenta una manada de ciervos ante la proximidad de un objeto desconocido, les hizo girar rápidamente sus caballos hacia el viento, cabalgaron unos pasos y contemplaron asombrados aquella muchedumbre de masas flotantes que avanzaban. Iban delante del viento con una especie de velocidad constante, elevándose y descendiendo sin ruido alguno, hundiéndose hasta el suelo para rebotar y tomar altura otra vez; todo ello con una perfecta unanimidad, con una seguridad tranquila y deliberada.
A derecha e izquierda de los jinetes pasaba la avanzadilla de aquel extraño ejército. A medida que se arrastraban por el suelo, rompiendo de manera informe y avanzando con fuerza en largas cintas y franjas que se entrelazaban, los tres caballos empezaron a espantarse y a brincar. El jefe fue presa de una impaciencia repentina, irracional. Maldijo los globos que avanzaban a su alrededor.
—¡Largaos! —gritó—, ¡largaos! ¿Pero qué es esto? ¿Cómo puede darse una cosa así? ¡Volvamos al rastreo!
Se puso a maldecir a su caballo tirando del bocado como si fuera una sierra.
Daba alaridos lleno de rabia.
—Seguiré el rastro, os lo aseguro —gritaba—. ¿Dónde está el rastro?
Agarró con fuerza las riendas de su caballo que se encabritaba y buscó entre la hierba. Un hilo largo y pegajoso cruzó su cara, una cinta gris se le enrolló sobre el brazo que sujetaba la brida y algo pesado, activo, con muchas patas empezó a bajarle por la nuca. Esperaba descubrir una de aquellas masas grises, ancladas como estaban encima de él con aquellos hilos y cintas agitando sus extremidades como se agita una vela cuando un barco da un bordo; pero sin ningún ruido.
Tuvo la impresión de ver muchos ojos, una densa multitud de cuerpos rechonchos y largas extremidades con muchas articulaciones, que se arrastraban con sus cuerdas de amarre para llevar aquella cosa debajo de él.
Durante un rato estuvo mirando atentamente y controlando a su encabritado caballo con el instinto que dan los muchos años de manejar caballos. Entonces la hoja de una espada golpeó de plano sobre su espalda y un acero relampagueó sobre su cabeza atravesando la hoja de telaraña que avanzaba; la masa se elevó suavemente y continuó serena hacia delante.
—¡Arañas! —gritó la voz del hombre delgado—. ¡Esas cosas están repletas de arañas enormes! ¡Mire, mi amo!
El hombre de la brida de plata seguía en silencio la masa que se alejaba.
—¡Mire, mi amo!
El jefe bajó la vista y vio una cosa roja machacada sobre el suelo que, pese a la extinción parcial, todavía podía agitar las patas inútilmente. Cuando el hombre delgado señaló otra masa que se arrastraba a sus pies, desenvainó con presteza su espada. Sobre el valle se alzaba ahora como un banco de niebla roto en jirones. El hombre se esforzaba por entender la situación.
—¡Cabalga tras ello! —vociferaba el hombrecillo—. ¡Cabalga tras ello valle abajo!
Lo que entonces ocurrió fue lo más parecido a la confusión de una batalla. El hombre de la brida de plata vio al hombrecillo pasar delante de él acuchillando furiosamente unas telarañas imaginarias; le vio caer como un obús sobre el corcel del hombre delgado derribando en tierra al animal y al jinete. Su propio caballo dio una docena de pasos antes de poder frenarlo. Pensó entonces que podía evitar unos peligros imaginarios, y de nuevo volvió a ver al caballo que rodaba por el suelo, al hombre delgado que se levantaba dando cuchilladas a diestro y siniestro contra una masa de animales grises que avanzaba sin rumbo fijo y que flotaba y se enrollaba en torno a ambos. Densas y ligeras como vilano de cardo sobre un terreno baldío un día ventoso de julio, las masas de telarañas avanzaban. El hombrecillo había desmontado, pero no se atrevía a dejar suelta su montura. Se esforzaba por retener con la fuerza de un brazo al bruto que se resistía, mientras que con el otro acuchillaba a la ventura. Los tentáculos de una segunda masa gris se habían enredado entre sí con la lucha, y esta segunda masa gris perdió sus amarras y se hundió lentamente.
El jefe apretó los dientes, asió con fuerza la brida, agachó la cabeza y espoleó a su caballo. El animal rodó por el suelo; había sangre y formas que se movían sobre los flancos, y el hombre delgado se apresuró a correr hacia su amo, unos diez pasos. Sus piernas quedaron fajadas y cedieron con el peso de la masa gris; hizo con su espada una serie de movimientos inútiles. Unas cintas grises ondeaban a su alrededor; un velo tenue de masa gris le cruzaba la cara. Con su mano izquierda golpeó alguna parte de su cuerpo, y de repente se tambaleó y cayó. Luchó por levantarse y volvió a caer, y de repente empezó a gritar de un modo horrible;
—¡Oh… Ohú… ohuuh!
El jefe pudo verle cubierto de grandes arañas y a otras muchas sobre el suelo. Mientras se esforzaba por obligar a su caballo a que se acercase a aquel objeto gris que gesticulaba y daba alaridos, y que luchaba por levantarse y volvía a caer, le llegó el resonar de unos cascos, y el hombrecillo en acto de incorporarse, sin espada, balanceándose sobre su vientre atravesado en el caballo blanco y agarrándose a sus crines, pasó como un torbellino. Y de nuevo un hilo pegajoso de telaraña gris cruzaba la cara del jefe y le rodeaba por completo, y por encima de él aquella telaraña que avanzaba sin ruido parecía cercarle y envolverle cada vez más…
Hasta el día de su muerte nunca supo a ciencia cierta lo que había ocurrido en aquel momento. ¿Había sido él el que había desviado al caballo o había sido el animal el que por propio impulso había salido realmente de estampida detrás de su compañero? Baste decir que un segundo después estaba galopando valle abajo mientras blandía furiosamente la espada por encima de su cabeza. Y a su alrededor, sobre la brisa que se avivaba, las aeronaves de las arañas, sus envoltorios aéreos y sus sábanas aéreas le parecía que se precipitaban en una persecución consciente.
Estruendo y más estruendo, ruidos sordos y más ruidos sordos… el hombre de la brida de plata cabalgaba sin cuidarse de la dirección, con la cara desencajada por el terror mirando ora a la derecha ora a la izquierda, y el brazo de la espada pronto a dar tajos. A pocos cientos de yardas delante de él, con un acompañamiento de arañas desgarradas que se arrastraban tras él, cabalgaba el hombrecillo en el caballo blanco, silencioso pero mal montado en la silla. Las cañas se doblaban delante de ellos, el viento soplaba fresco y fuerte, a su espalda el jefe podía ver las telarañas precipitándose para alcanzarlo…
Iba tan atento a escapar de las telas de arañas que sólo cuando su caballo se tensó para dar un salto se dio cuenta de la barranca que tenía delante. Y sólo se dio cuenta para equivocarse y chocar. Iba inclinado sobre el cuello de su caballo y se incorporó y echó para atrás demasiado tarde.
Pero si en su excitación había dado mal el salto, en modo alguno había olvidado cómo caer. Y de nuevo volvió a comportarse como un jinete en el aire. Salió ileso, con una simple magulladura en el hombro, y su caballo rodó, agitando espasmódicamente las patas para quedarse después quieto. Pero la espada del jefe clavó su punta en el duro suelo rompiéndose limpiamente, como si la fortuna le rechazase desde ese momento como su caballero, y la extremidad astillada pasó rozándole a una pulgada del rostro. En un momento se puso de pie examinando sin aliento las telarañas que se apelotonaban para volver a la carga. Por un momento se le ocurrió echarse a correr; pero pensó en la barranca y se echó atrás. Corrió primero hacia un lado para escapar a un terror que le embargaba y después se deslizó rápidamente por las pendientes abruptas protegiéndose del ventarrón.
Allí, resguardado por las escarpadas vertientes del torrente seco podría agacharse y observar a salvo el paso incesante de aquellas extrañas masas grises hasta que el viento se calmase, y así le sería posible escapar. Allí, pues, se acurrucó durante un largo rato, observando las extrañas masas grises desgarradas que arrastraban sus flecos por la estrecha franja de cielo.
Una araña descarnada cayó de improviso en la barranca, junto a él: de pata a pata medía más de un pie y su cuerpo era como media mano de un hombre; después de haber observado atentamente durante unos momentos el monstruoso ardor con que buscaba escapar y cómo intentaba morder su rota espada, levantó su bota de tacones de hierro y la aplastó contra aquella masa blanda. Mientras lo hacía lanzó un juramento y durante un rato miró en derredor por si había alguna otra.
Inmediatamente después, cuando estuvo seguro de que aquellos enjambres de arañas no podían penetrar en la barranca, encontró un lugar donde descansar. Se sentó, se hundió en profundas reflexiones y empezó, según era su costumbre, a mordisquearse los nudillos y a morderse las uñas. De todo ello lo sacó la llegada del hombre con el caballo blanco.
Lo oyó mucho antes de verle, por el ruido de los cascos, el resonar de los pasos y una voz que pedía tranquilidad. Entonces apareció el hombrecillo en un estado lastimoso y todavía con un cortejo de arañas blancas que avanzaba detrás de él. Se acercaron el uno al otro sin hablarse, sin ningún saludo. El hombrecillo estaba fatigado y avergonzado hasta los límites de la amargura y la desesperación; y al fin se detuvo frente por frente de su amo que estaba sentado. Fue éste el que retrocedió un poco bajo la mirada de su criado.
—¿Y bien? —le dijo al fin sin ninguna afectación de autoridad.
—¿Usted lo abandonó?
—Mi caballo salió como una flecha.
—Lo sé. También el mío.
Se rio de su amo tristemente.
—He dicho que mi caballo salió como una flecha —insistió el hombre que antes había tenido una brida tachonada de plata.
—Cobardes los dos —dijo el hombrecillo.
El otro se mordisqueó el nudillo durante unos instantes de reflexión, con la mirada puesta en su inferior.
—A mí no me llames cobarde —le contestó al cabo de un rato.
—Usted es un cobarde, como yo.
—Un cobarde es posible. Hay un límite más allá del cual cualquier hombre puede tener miedo. Acabo de aprenderlo hace un momento. Pero no como tú. Ahí está la diferencia.
—Nunca hubiera imaginado que le abandonaría. Él le había salvado la vida dos minutos antes… ¿Por qué es usted nuestro amo?
El jefe volvió a morderse los nudillos, y su rostro se ensombreció.
—Ningún hombre me llama a mí cobarde —dijo—. Nadie… Una espada rota es mejor que ninguna… Un caballo blanco con esparaván no puede esperarse que lleve a dos hombres en un viaje de cuatro días. Odio los caballos blancos, pero esta vez no tiene remedio. Empiezas a entenderme. Me doy cuenta de que estás pensando en lo sucedido y en lo que has visto e imagino que vas a manchar mi reputación. Los hombres como tú son los que destronan reyes. Además de que… nunca me has gustado
—¡Mi amo! —exclamó el hombrecillo.
—¡Nadie! —dijo el jefe—, ¡Nadie!
Se alzó rápidamente tan pronto como vio moverse al hombrecillo. Durante tal vez un minuto se miraron frente a frente. Por encima de sus cabezas las bolas de arañas seguían avanzando. Hubo un rápido movimiento entre los guijarros, un resbalar de pies, un grito de desesperación, una boqueada y un resoplido…
Al caer la noche el viento cesó. El sol se puso con una serenidad calma, y el hombre que antes había tenido la brida de plata acabó por salir de la barranca, con mucha cautela, por una suave pendiente; pero ahora llevaba el caballo blanco que había pertenecido al hombrecillo. Hubiera querido regresar hasta donde estaba su montura para recuperar la brida tachonada de plata; pero tuvo miedo, una brisa avivada todavía podía sorprenderle en el valle y además le disgustaba mucho pensar que podría encontrar su caballo todo envuelto de arañas y tal vez devorado de forma lastimosa.
Mientras pensaba en aquellas telarañas y en todos los peligros por los que había pasado, así como en la forma en que había logrado salvarse aquel día, su mano buscó un pequeño relicario que le colgaba del cuello y lo acarició un momento con profunda gratitud. Mientras lo hacía, sus ojos recorrían el valle.
—Yo estaba encendido de pasión —se dijo—; y ahora ella ha encontrado su merecido. También ellos, no hay duda…
Miró con atención. Más allá de las pendientes cubiertas de bosques, al otro lado del valle, pero con la claridad nítida de la puesta del sol, distinguió una pequeña columna de humo.
Al ver aquello, su expresión de serena resignación se tornó en asombro y cólera. ¿Humo? Levantó la cabeza del caballo blanco, y dudó. Entretanto, un ligero soplo de viento pasó entre la hierba a su alrededor. Más lejos, sobre unas cañas se balanceaba una franja desflecada de color gris. Miró hacia las telarañas y después hacia el humo.
—Quizá, después de todo, no sean ellos —se dijo por fin.
Pero lo sabía muy bien.
Tras contemplar el humo durante un rato, montó sobre el caballo blanco.
Al cabalgar se abría camino entre las masas inmóviles de arañas. Por alguna razón había muchas arañas muertas en el suelo, y las que estaban vivas se cebaban cruelmente en sus compañeras. Al resonar de los cascos de su caballo, las arañas huían.
Su hora había pasado. En el suelo, sin un viento que las transportase o sin una mortaja lista, aquellas cosas no podían hacer daño alguno pese a su veneno.
Con su cinturón golpeaba a las que le parecía que se acercaban demasiado. Cada vez que un grupo de ellas corría por un calvero, pensaba en desmontar y pisotearlas con sus botas, pero superaba ese impulso. Una y otra vez se acomodaba en su silla y se volvía a mirar el humo.
—Arañas —murmuraba constantemente—. ¡Arañas! Bien, bien… La próxima vez tendré que tejer una telaraña.
FIN
