H. P. Lovecraft: El que acecha en la oscuridad

«El que acecha en la oscuridad» es un cuento de H. P. Lovecraft dedicado a Robert Bloch, escrito como respuesta al relato «El vampiro estelar» de Bloch, donde Lovecraft aparece como personaje. La historia sigue a Robert Blake, un escritor que se muda a Providence y desarrolla una obsesión con una misteriosa iglesia abandonada en Federal Hill. Blake investiga la siniestra historia del lugar, descubriendo un culto antiguo y peligroso. Imprudentemente, entra en la iglesia y encuentra objetos extraños que despiertan un poder ancestral. A medida que la narración avanza, Blake se ve cada vez más atormentado por fuerzas sobrenaturales, creando una atmósfera de creciente tensión y horror cósmico característico en la obra de Lovecraft.

H. P. Lovecraft - El que acecha en la oscuridad

El que acecha en la oscuridad

H. P. Lovecraft
(Cuento completo)

Dedicado a Robert Bloch

He visto el sombrío universo abierto
donde los negros planetas giran ciegamente.
Giran sumidos en un horror insensato,
sin conciencia, brillo o nombre.
Némesis


LOS investigadores prudentes titubearán antes de contradecir la común creencia de que Robert Blake murió alcanzado por el rayo o debido a un profundo choque nervioso producto de una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la que se le encontró estaba intacta, pero la naturaleza ha probado ser capaz de muchos sucesos extraordinarios. La expresión de su rostro puede con facilidad ser debida a alguna oscura contorsión muscular sin relación alguna con lo que vio, mientras que las anotaciones de su diario son claramente el resultado de una imaginación fantástica, exaltada por algunas supersticiones locales y ciertos viejos asuntos por él exhumados. Y en lo tocante a las anómalas condiciones que se dan en la abandonada iglesia de Federal Hill, el analista perspicaz no tarda en atribuir todo eso a ciertas imposturas, conscientes o inconscientes, con las que, a la postre y en parte, estaba secretamente conectado el propio Blake.

Porque, después de todo, era un escritor y pintor volcado por completo en el campo de los mitos, el miedo, el terror y la superstición, siempre insaciable en su búsqueda de escenas y sucesos producidos por fuentes ajenas y espectrales. Su primera estancia en la ciudad —una visita realizada a un extraño anciano, tan dedicado a lo oculto y lo prohibido como él mismo— terminó entre la muerte y las llamas, y debió ser algún morboso instinto el que le hizo volver de nuevo, desde su residencia de Milwaukee. Debía conocer previamente las viejas historias, no importa lo que diga en su diario, y su muerte debió cercenar de raíz algún prodigioso montaje, destinado a tener más tarde su reflejo literario.

No obstante, entre aquellos que han examinado y cotejado todas las pruebas por él reunidas, se encuentran algunos que se inclinan por teorías menos racionales y trilladas. Estos son dados a atribuir valor a gran parte de lo registrado en el diario de Blake, y apuntan como significativos ciertos hechos, como son la indudable existencia de los archivos de la vieja iglesia, la realidad verificada de la repudiada y heterodoxa secta del Saber Estelar con anterioridad a 1877, la desaparición probada de un inquisitivo reportero, de nombre Edwin M. Lillibridge, en 1893, y, sobre todo, la expresión de miedo, monstruoso y transfigurado, que congeló el rostro del joven escritor en el momento de su muerte. Fue uno de los que creían en sus afirmaciones el que, movido por el fanatismo, lanzó a la bahía la piedra de curiosos ángulos y su caja de metal, extrañamente adornada, que se había encontrado en el campanario de la vieja iglesia… el campanario negro y sin ventanas, y no la torre donde, en un principio, decía el diario de Blake que se hallaba la piedra. Aunque objeto de censura, tanto pública como privada, ese hombre —un médico de renombre, aficionado al folclor extraño— asegura haber librado a la Tierra de algo demasiado peligroso como para que pudiera ser dejado sobre su superficie.

El lector habrá de escoger por sí mismo entre esas dos escuelas de opinión. Los periódicos han dado ya los detalles más significativos, desde un ángulo escéptico, dejando a otros la descripción de todo tal y como Robert Blake lo vio, o pensó ver, o pretendió ver. Ahora, estudiando a fondo el diario, desapasionadamente y tomándonos nuestro tiempo, resumiremos la oscura cadena de sucesos desde el mentado punto de vista de sus principales actores.

El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, alquilando el piso superior de una vetusta morada sita en un herboso patio de College Street, en la cima de la gran colina oriental cercana al recinto de la Universidad Brown y detrás de la marmórea Biblioteca John Hay. Era un lugar acogedor y fascinante, en un pequeño oasis ajardinado de antigüedad local, donde grandes gatos amistosos tomaban el sol subidos a los tejadillos. La cuadrada casa de estilo georgiano tenía un tejado con tragaluces, portal clásico con lumbrera en abanico, ventanas de rombos y todas las demás señas de identidad que marcan la factura de los primeros años del XIX. Dentro había puertas de seis paneles, suelos de ancha tablazón, una recurvada escalera colonial, repisas blancas del periodo de los Adam y un racimo de cuartos traseros situados tres peldaños más abajo que el nivel general.

El estudio de Blake, una gran estancia orientada al suroeste, dominaba el jardín frontal por uno de sus lados, mientras que las ventanas occidentales —ante una de las cuales se hallaba su escritorio— miraban hacia la cumbre de la colina y gozaban de una espléndida vista de los tejados de la ciudad baja, así como de los místicos ocasos que llameaban tras ellos. En el lejano horizonte se hallaban las laderas púrpuras de la región. Contra ellas, dos kilómetros más allá, se alzaba la espectral joroba de Federal Hill, llena de combados tejados y campanarios cuyos remotos perfiles se ondulaban misteriosos, asumiendo formas fantásticas cuando el humo de la ciudad remolineaba y se enredaba en torno suyo. Blake tenía una curiosa sensación de estar contemplando algún mundo desconocido y etéreo que podía quizá desvanecerse en un sueño si trataba siquiera de buscarlo e invadirlo.

Habiendo trasladado desde su casa la mayor parte de los libros, Blake se compró algunos muebles antiguos para colmar sus estancias y se aposentó para escribir y pintar… viviendo solo y atendiendo él mismo las tareas domésticas. Su estudio se encontraba en una habitación norteña del ático, donde los vidrios de los tragaluces proporcionaban una luz admirable. Durante ese primer invierno, produjo cinco de sus más conocidos relatos —El que excava, Las escaleras de la cripta, Shaggai, En el valle de Pnath y El devorador de las estrellas— y pintó siete lienzos; estudios de monstruos indescriptibles e inhumanos y paisajes profundamente ajenos y extraterrestres.

Al ocaso, a menudo se sentaba en su escritorio y contemplaba soñador el amplio oeste; las oscuras torres de Memorial Hall justo debajo, el campanario del tribunal georgiano, los altos pináculos de la zona comercial y esa colina reluciente y coronada de chapiteles, en la distancia, cuyas desconocidas calles y buhardillas laberínticas tan poderosamente despertaban su imaginación. Supo, por sus escasos conocidos, que la lejana ladera era un gran barrio italiano, aunque la mayoría de las casas procedían de los viejos días yanquis e irlandeses. Aquí y allá podía apuntar con sus prismáticos hacia ese mundo espectral e inalcanzable, situado más allá del arremolinado humo, captando techos, chimeneas y torres, y especulando sobre los estrafalarios y curiosos misterios que pudiera albergar. Aun con esa ayuda óptica, Federal Hill parecía, de alguna manera, ajena, medio fabulosa y ligada a las irreales e intangibles maravillas de los cuentos y pinturas del propio Blake. El sentimiento persistía mucho después de que la colina se hubiera difuminado en el crepúsculo violeta y colmado de estrellas, y las luces del tribunal y el faro rojo de Industrial Trust se hubieran encendido para convertir a la noche en grotesca.

De todo lo que se divisaba en la lejanía de Federal Hill, cierta iglesia, oscura e inmensa, fascinaba sobremanera a Blake. Era especialmente distinguible a ciertas horas del día, y al ocaso la gran torre y el afilado campanario se alzaban negros contra el cielo llameante. Parecía hallarse en suelo especialmente alto, ya que la tenebrosa fachada y el lado norte, visto en oblicuo, con su techo inclinado y la parte alta de las grandes ventanas puntiagudas, descollaban sobre la maraña de tejados y chimeneas que lo rodeaban. Hosca y austera en grado sumo, parecía estar construida en piedra, manchada y erosionada por el humo y las tormentas de un siglo o más. El estilo, hasta donde podía ver por los prismáticos, pertenecía al periodo más temprano y experimental de renacimiento gótico, que precedió al actual periodo Upjohn, y conservaba algunas de las características y proporciones de la edad georgiana. Quizá fue construida en torno a 1810 o 1815.

Según pasaban los meses, Blake observaba las lejanas y prohibidas estructuras con un extraño interés creciente. Dado que las ventanas no estaban nunca iluminadas, comprendió que debían estar vacías. Cuanto más miraba, más trabajaba su imaginación, hasta que, al cabo, comenzó a suponer cosas curiosas. Creía que un aura, vaga y singular, pendía sobre el lugar, y que incluso las palomas y las golondrinas rehuían sus ahumados aleros. En torno a otras torres y campanarios, su lente revelaba grandes bandadas de pájaros, pero nunca descansaban en aquel en concreto. Al cabo, esa fue la conclusión a la que llegó y así lo asentó en su diario. Señaló el lugar a varios amigos, pero ninguno de ellos había estado en Federal Hill o poseía la más mínima noción de lo que la iglesia pudiera ser o haber sido.

En primavera, Blake se vio atenazado por una gran desazón. Había comenzado una novela sobre la que meditaba desde hacía tiempo —basada en una supuesta supervivencia de la brujería en Maine—, pero se encontraba con que era extrañamente incapaz de hacer progresos con la misma. Cada vez más, se sentaba en su ventana occidental y observaba la lejana colina, así como el negro y ceñudo campanario rehuido por los pájaros. Cuando las delicadas hojas asomaron en las ramas del jardín, el mundo se colmó de una nueva belleza, pero la desazón de Blake no hizo más que crecer. Fue entonces cuando, por primera vez, concibió la idea de cruzar la ciudad y aventurarse, subiendo esa fabulosa ladera, en aquel, entreverado por el humo, mundo de ensueño.

A últimos de abril, justo antes de la noche de Walpurgis, inmemorialmente temida, Blake hizo su primer viaje a lo desconocido. Caminando a través de las inacabables calles de la zona comercial, y de las plazas desoladas y en decadencia que había más allá, llegó por último a la avenida ascendente, con sus escaleras carcomidas por el tiempo, hundidos porches dóricos y cúpulas empañadas que le dieron la sensación de pertenecer a aquel mundo, largo tiempo conocido y sin embargo inalcanzable, que se hallaba más allá de las brumas. Había sucios letreros callejeros, blancos y azules, que nada le decían, y enseguida se percató de los rostros oscuros y extraños de los ociosos, así como de los escritos extranjeros colocados sobre curiosas tiendas, en edificios parduscos y castigados por la decadencia. En ninguna parte pudo encontrar nada de lo visto desde lejos, por lo que de nuevo fantaseó con la idea de que la Federal Hill que había visto en la distancia era un mundo onírico que no estaba llamado a ser hollado por pie humano alguno.

Aquí y allá, aparecía la castigada fachada de una iglesia o un chapitel ladeado, pero nunca la ennegrecida masa que veía de lejos. Cuando preguntó a un tendero acerca de una gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y agitó la cabeza, aunque sabía inglés de sobra. Según Blake subía más arriba, el lugar se iba haciendo más y más extraño, con desconcertantes laberintos de callejones parduscos y amenazadores que llevaban más y más hacia el sur. Cruzó dos o tres avenidas grandes y, en cierta ocasión, creyó ver una torre familiar. Otra vez preguntó a un comerciante acerca de una gran iglesia de piedra, y esa vez hubiera jurado que la pretensión de ignorancia era fingida. Por el rostro oscuro del hombre pasó una mirada de miedo que trató de ocultar, y Blake vio que hacía un curioso signo con su mano derecha.

Luego, de repente, un negro chapitel se alzó contra el cielo nuboso, a su izquierda, sobre hileras de tejados pardos que delimitaban los enmarañados callejones sureños. Blake supo al punto qué era y fue hacia allá, a través de las callejas, míseras y sin pavimentar, que ascendían a partir de la avenida. Dos veces se extravió, pero no se atrevió a preguntar a ninguno de los patriarcas ni a las matronas que se sentaban a la puerta de sus casas, ni a ninguno de los chicos que gritaban y jugaban en el barro de las oscurecidas callejas.

Al fondo, vio perfilarse la torre contra el suroeste y una masa de piedra que se alzaba oscura al final de un callejón. Al momento se vio en una plaza abierta, de curioso empedrado, con un gran muro inclinado en su extremo más lejano. Aquel era el final de la búsqueda, ya que, sobre el rellano amplio, con verja y lleno de hierbajos que se hallaba sobre el muro —un mundo separado y menor que se alzaba su buen metro ochenta sobre las calles circundantes— se levantaba una masa hosca y titánica sobre cuya identidad, a pesar de que era la primera vez que la veía desde esa perspectiva, no podía haber duda.

La vacía iglesia se encontraba en estado de gran decrepitud. Algunos de los altos contrafuertes de piedra se habían derrumbado y varios delicados remates yacían medio perdidos entre los matojos y las hierbas, pardos y abandonados. Las ennegrecidas ventanas góticas estaban casi intactas, aunque muchas de sus columnillas habían desaparecido. Blake se preguntó cómo podían haber sobrevivido aquellos cristales de tétricas pinturas, en vista de los más que conocidos hábitos de los chiquillos de la vecindad. En torno al borde del muro inclinado, cerrando por completo el terreno, había una herrumbrosa verja de hierro cuya puerta —situada al final de un tramo de peldaños que partían de la plaza— estaba obviamente candada. El camino que iba de la puerta al edificio estaba sepultado bajo las malas hierbas. La decadencia y la desolación pendían como un dosel sobre todo el lugar, y ante los aleros sin pájaros y los muros negros y desprovistos de hiedra sintió algo vagamente siniestro que no podía definir.

Había muy poca gente en la plaza, pero Blake vio a un policía en el extremo norte y se aproximó para preguntarle por la iglesia. Era un irlandés grande y agradable, y resultó extraño que hiciera poco más que esbozar el signo de la cruz y musitar que la gente nunca hablaba de ese edificio. Cuando Blake insistió, dijo apresuradamente que los curas italianos ponían a todos en guardia contra el edificio, jurando que una monstruosa maldad había morado una vez allí y dejado su marca. Él mismo había oído oscuros rumores sobre el mismo de labios de su padre, que recordaba ciertos sonidos y habladurías de su infancia.

Había habido allí antaño una secta maligna; una secta sin ley que invocaba a espantosos seres procedentes de desconocidas simas de oscuridad. Hizo falta un buen sacerdote para exorcizar a lo convocado, aunque los había que afirmaban que con la luz bastaba. Si el padre O’Malley aún viviera, podría contar muchas cosas. Pero ahora no había nada que hacer, excepto mantenerse alejados. Ya no albergaba a nadie y sus dueños estaban muertos o lejos. Habían huido como ratas tras de que corrieran amenazadoras historias en el 77, cuando la gente comenzó a reparar en cómo las personas desaparecían de vez en cuando en la vecindad. Algún día la municipalidad daría el paso y se haría con la propiedad por falta de herederos, pero nada bueno le vendría a nadie que tuviera relación con aquello. Lo mejor sería dejarla abandonada a los años, hasta que se cayera, no fuera que se despertase lo que debía dormir por siempre en su negro abismo.

Cuando el policía se marchó, Blake se quedó mirando la sombría masa del campanario. Le excitó el hecho de que aquella estructura resultase tan siniestra para otros como para él, y se preguntó qué grado de verdad podía haber detrás de los viejos cuentos que el guardia le había repetido. Lo más probable es que se tratasen de viejas leyendas provocadas por el maligno aspecto del lugar; pero, aun así, era como una extraña invasión en la vida real de una de sus propias historias.

El sol de la tarde asomó detrás de las dispersas nubes, pero parecía incapaz de iluminar esos muros manchados y llenos de hollín del viejo templo que se remontaba sobre su alto rellano. Resultaba extraño que el verde de la primavera no hubiera tocado los pardos y marchitos arbustos de ese patio alto y cercado de hierro. Blake se encontró bordeando el área, al tiempo que examinaba el muro inclinado y la verja oxidada, en busca de posibles vías de acceso. Había una terrible atracción en ese ennegrecido templo, algo que lo hacía irresistible. La verja no mostraba aberturas cerca de la escalera, pero hacia el lado norte había algunas barras sueltas. Podía subir la escalera y circundar por el angosto borde de fuera, por la verja, hasta llegar al hueco. Si de veras la gente temía tanto al lugar, nadie se opondría a su paso.

Estaba al pie del muro y casi dentro de la verja antes de que nadie pudiera verlo. Luego, al mirar hacia abajo, constató que la poca gente que había en la plaza se apartaba y hacía con la mano derecha el mismo signo que hiciera el tendero de la avenida. Algunas ventanas se cerraron y una mujer gorda salió como una flecha a la calle para arrastrar a algunos mocosos al interior de una casa desvencijada y sin pintar. El boquete en la verja era muy fácil de pasar, y enseguida Blake se encontró deambulando entre los podridos y retorcidos matojos del patio abandonado. Aquí y allá, gastados muñones de lápidas le indicaban que había habido entierros allí; pero, por lo visto, debió ser hacía mucho tiempo. La inmensidad de la iglesia era, ahora que se encontraba tan cerca, opresiva, pero se hizo fuerte y se acercó a tantear las tres grandes puertas de la fachada principal. Todas estaban cerradas a cal y canto, por lo que comenzó a rodear el ciclópeo edificio en busca de alguna abertura menor y más accesible. Incluso entonces no estaba muy seguro de desear entrar en esa guarida de abandono y sombras, aunque el tirón de lo extraño le arrastraba sin pensar.

Una ventana abierta y sin enrejado del sótano, en la zaga del edificio, le proporcionó la entrada que necesitaba. Atisbando en el interior, Blake vio una sima subterránea de telarañas y polvo, débilmente iluminada por los rayos del sol occidental que lograban filtrarse. Escombros, viejos barriles, cajas rotas y muebles de todo tipo se mostraron a su ojo, aunque sobre todos ellos había una capa de polvo que redondeaba las aristas. Los oxidados restos de una calefacción de aire mostraban que el edificio había sido usado y conservado hasta por lo menos el periodo medio victoriano.

Actuando casi sin intención consciente, Blake reptó a través de la ventana y se descolgó hasta el suelo de cemento, lleno de escombros y alfombrado de polvo. El sótano abovedado era inmenso, sin tabiques, y en una esquina, lejana y a la derecha, vio una negra arcada que llevaba sin duda hacia arriba. Sufría una peculiar sensación de agobio respecto a aquel edificio grande y espectral, pero lo sobrellevó para explorar con cautela y encontró un barril casi intacto entre el polvo; lo hizo rodar hasta debajo de la ventana abierta, proveyéndose así de un medio de salida. Luego, cobrando valor, cruzó el espacio ancho y lleno de telarañas, dirigiéndose al arco. Medio tapado por el omnipresente polvo, y cubierto por fantasmales gasas de telaraña, subió por los gastados peldaños de piedra que se remontaban en la negrura. No llevaba luz consigo, pero iba tanteando cuidadosamente con las manos. Tras un brusco giro, tocó una puerta cerrada y, a tientas, palpó el antiguo picaporte. Se abría hacia dentro y, más allá, se hallaba un corredor, tenuemente iluminado, cubierto de artesonados comidos por los gusanos.

Ya en la planta baja, Blake comenzó a explorar con rapidez. Todas las puertas interiores estaban abiertas, por lo que pudo pasar con libertad de cuarto a cuarto. La colosal nave resultaba un lugar casi fantasmal, con sus montones de polvo apilado sobre bancos de madera, altar, púlpito con forma de reloj de arena y plataforma, y titánicos cordones de telaraña tendidos entre los puntiagudos arcos de la galería y enlazando las agrupadas columnas góticas. En esa silenciosa desolación danzaba una espantosa luz plomiza, fruto de los rayos que el poniente sol vespertino lanzaba a través de los extraños y medio ennegrecidos cristales de las grandes ventanas del ábside.

Las pinturas de esas ventanas estaban tan oscurecidas por el hollín que Blake apenas pudo entrever lo que representaban, pero de lo poco que consiguió ver llegó a la conclusión de que no le gustaban nada. Los diseños eran de lo más convencionales y, gracias a su conocimiento del simbolismo oscuro, pudo reconocer muchos de aquellos antiguos motivos. Los pocos santos representados mostraban expresiones claramente reprobables, mientras que una de las ventanas parecía exhibir simplemente un espacio oscuro, con espirales de curiosa luminosidad dispersa a su alrededor. Apartándose de las ventanas, Blake descubrió que la cruz, cubierta de telarañas, que había sobre el altar, no era de las normales, sino que recordaba a la primordial ankh o cruz ansada del tenebroso Egipto.

En la sacristía, situada detrás junto al ábside, Blake encontró un armario podrido y baldas que iban de suelo a techo, con enmohecidos libros en proceso de desintegración. Allí, por primera vez, sufrió un golpe de objetivo horror, ya que los títulos de aquellos libros significaban mucho para él. Eran los negros y prohibidos tomos sobre los que la gente cuerda no había oído nunca hablar, o lo había hecho solo merced a rumores furtivos y atemorizados; los receptáculos vedados y temidos de equívocos secretos e inmemoriales fórmulas que se habían transmitido a través del tiempo desde los días de la infancia del hombre y los brumosos y fabulosos tiempos anteriores a este. Él mismo había leído muchos de ellos: una versión latina del horrendo Necronomicón, el siniestro Liber Eibonis; el infame Cultes des Goules, del Conde d’Erlette; el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y el infernal De Vermis Mysteriis, del viejo Ludwig Prinn. Pero había otros a los que conocía simplemente de oídas o no conocía en absoluto: los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan y un deteriorado volumen con caracteres completamente inidentificables, aunque mostraba ciertos símbolos y diagramas que resultaban estremecedoramente reconocibles para estudiantes de lo oculto. Al parecer, los persistentes rumores locales no mentían. Aquel lugar había sido asiento, una vez, de una maldad más antigua que la humanidad y que alcanzaba más allá del universo conocido.

En los arruinados estantes había un cuaderno pequeño, forrado en cuero y repleto de anotaciones en alguna criptografía extraña. El manuscrito contenía los tradicionales símbolos comunes usados aún hoy en día en astronomía y antiguamente en alquimia, astrología y otras artes dudosas —los símbolos del Sol, la Luna, los planetas, aspectos y signos zodiacales—, que aquí se agolpaban para formar páginas repletas de textos con divisiones y párrafos que sugerían que cada símbolo correspondía a alguna letra del alfabeto.

Esperando resolver más tarde la clave, Blake se echó el volumen al bolsillo de la chaqueta. Muchos de los grandes tomos de los estantes lo fascinaban indeciblemente, y se sintió tentado de cogerlos más tarde. Se preguntó cómo era posible que hubieran estado allí tanto tiempo. ¿Acaso era él el primero en vencer al acechante y disuasivo temor que durante cerca de sesenta años había mantenido a ese desierto lugar a salvo de visitantes?

Habiendo ya explorado del todo la planta baja, Blake se dirigió, a través del polvo de la espectral nave, hacia el vestíbulo frontal, ya que allí había visto una puerta y unas escaleras que debían llevar hacia la ennegrecida torre y el campanario, que tan familiares le resultaban de lejos. El ascenso fue una experiencia estremecedora, ya que el polvo era espeso y las arañas se habían esmerado en aquel lugar cerrado. La escalera era una espiral con altos y angostos peldaños de madera y, de vez en cuando, Blake pasaba por una opacada ventana que ofrecía una vertiginosa panorámica sobre la ciudad. Aunque no había visto abajo ninguna cuerda, esperaba encontrar una o varias campanas en la torre, cuyas ventanas ojivales, cubiertas con celosías, tan a menudo había estudiado mediante sus prismáticos. La desazón lo alcanzó al llegar a su objetivo, cuando, en lo alto de las escaleras, descubrió que la estancia de la torre estaba desprovista de carillones y que claramente había estado destinada a propósitos muy diferentes.

La estancia, de unos tres metros de lado, estaba débilmente iluminada, gracias a cuatro ventanas ojivales, una a cada lado, que dejaban pasar la luz a través de sus deterioradas celosías. Estas habían sido en algún momento cubiertas con pantallas opacas y gruesas, pero hacía mucho que se habían podrido y caído. En mitad del polvoriento suelo se alzaba un pilar de piedra de curiosos ángulos de algo más de un metro de altura y de unos sesenta centímetros de diámetro mayor, cubierto a cada lado por jeroglíficos estrafalarios, toscamente cincelados y completamente irreconocibles. Sobre ese pilar descansaba una caja de metal de forma peculiarmente asimétrica; su tapa estaba abierta y el interior mostraba lo que, bajo el polvo de decenios, podía ser un objeto ovoide o irregularmente esférico de unos quince centímetros. En torno al pilar, formando grosso modo un círculo, había siete sillas góticas de alto respaldo, prácticamente intactas, mientras que detrás de ellas, a lo largo de los muros cubiertos de madera oscura, había siete imágenes colosales de yeso pintado de negro, ya en muy mal estado y que recordaban, más que otra cosa, a los crípticos megalitos tallados de la misteriosa isla de Pascua. En una esquina de la habitación, cubierta de telarañas, una escala tallada en el muro llevaba a la cerrada trampilla del campanario que, desprovisto de ventanas, se situaba encima.

Al ir acostumbrándose Blake a la débil luz, se percató de los extraños bajorrelieves de la curiosa caja abierta de metal amarillo. Acercándose, trató de limpiar el polvo con sus manos y el pañuelo, y descubrió que las figuras mostradas eran de una especie monstruosa y totalmente ajena, representando entidades que, aunque aparentemente vivas, no guardaban semejanza alguna con ninguna forma de vida que hubiera existido nunca sobre este planeta. La casi esfera de quince centímetros resultó ser un poliedro prácticamente negro y estriado de rojo, con multitud de superficies planas e irregulares; un curioso cristal de alguna especie, o quizá un mineral artificialmente tallado y pulido. No tocaba el fondo de la caja, ya que estaba suspendido por medio de una banda de metal que ceñía su ecuador, con algunos soportes de extraño diseño que iban horizontalmente hacia los ángulos de las caras interiores de la caja, cerca del borde. Esa piedra, una vez expuesta, ejerció sobre Blake una fascinación casi alarmante. Apenas podía apartar los ojos de ella y, según miraba sus resplandecientes superficies, casi imaginó que era transparente, con mundos de prodigio a medio formar en su interior. En su mente flotaban imágenes de orbes alienígenas con grandes torres de piedra, y otros mundos con montañas titánicas y sin vestigios de vida, y espacios aún más remotos donde solo una agitación en la vaga negrura hablaba de la presencia de conciencia y vida.

Cuando apartó la vista, se percató de un singular montón de polvo situado en una esquina lejana, cerca de la escala del campanario. No hubiera sabido decir por qué llamó su atención, pero algo en su forma mandó un mensaje a su mente inconsciente. Dirigiéndose hacia allí y apartando las colgantes telarañas, comenzó a discernir algo terrible. Manos y pañuelo revelaron pronto la verdad y Blake boqueó preso de una estremecedora mezcla de emociones. Se trataba de un esqueleto humano y debía haber estado allí durante largo tiempo. Las ropas estaban reducidas a jirones, pero algunos botones y trozos hablaban aún de la existencia de un traje masculino gris. Había otras evidencias: zapatos, hebillas de metal, grandes botones para puños redondos, un deslucido alfiler de corbata, una insignia de reportero con el nombre del viejo Providence Telegram y una deteriorada cartera de cuero. Blake examinó esta última con cuidado y encontró algunos billetes antiguos, un calendario de celuloide de 1893, algunas cartas con el nombre de Edwin M. Lillibridge y un papel escrito.

Ese papel era de naturaleza desconcertante, y Blake lo leyó con cuidado a la tenue luz de la ventana occidental. El deslavazado texto incluía frases como las que siguen:

El profesor Enoch Bowen volvió de Egipto en mayo de 1844. Compró la vieja iglesia FreeWill en julio. Sus estudios y trabajos arqueológicos en materias ocultas son bien conocidos.

El doctor Drowne de la iglesia baptista de la calle cuarta previno contra la secta del Saber Estelar en un sermón el 29 de diciembre de 1844.

La congregación contaba con 97 miembros a finales del 45.

1846. Tres desapariciones. Primera mención al Trapezoide Resplandeciente.

7 desapariciones en 1848. Comienzan a correr historias sobre sacrificios humanos.

La investigación de 1853 no llega a ninguna conclusión. Corren historias sobre sonidos.

El padre O’Malley habla sobre adoración al diablo hecha mediante una caja encontrada en grandes ruinas egipcias; dice que convoca a algo que no puede sobrevivir a la luz del día. Huye de la luz tenue y desaparece ante la intensa. Entonces tiene que ser convocado de nuevo. Probablemente ha sacado todo eso de las confesiones que hizo en su lecho de muerte Francis X. Feeney, que se había unido a la Sabiduría Estelar en el 49. Esa gente dice que el Trapezoide Resplandeciente les muestra el paraíso y otros mundos y que El que Acecha en la Oscuridad les comunica de alguna forma secretos.

Lo que dice Orrin B. Eddy en 1857. Lo convocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto que usan entre ellos.

200 fieles o más en 1863. Todos hombres.

Algarada de muchachos irlandeses contra la iglesia en 1869, luego de la desaparición de Patrick Regan.

Velado artículo en J., el 14 de marzo del 72, pero la gente no le presta atención.

6 desapariciones en 1876, un comité secreto se entrevista con el alcalde Doyle.

Se prometen medidas en febrero de 1877. La iglesia es cerrada en abril.

Una banda, chicos de Federal Hill, amenazan al doctor… y al resto de la congregación en mayo.

181 personas abandonan la ciudad antes de que acabe el 77… no se mencionan nombres.

Las historias de fantasmas comienzan hacia 1880… intentar comprobar si es cierto lo que se dice acerca de que ningún ser humano ha entrado en la iglesia desde 1877.

Pedir a Laningan la fotografía del lugar tomada en 1851.

Devolviendo el papel a la cartera y metiéndose esta última en la chaqueta, Blake se volvió a observar el esqueleto en el polvo. Las implicaciones de las notas estaban claras y no había duda de que ese hombre había invadido el abandonado edificio hacía cuarenta y dos años en pos de una noticia periodística que nadie antes se había atrevido a buscar. Quizá nadie estaba al tanto de su plan… ¿quién sabe? Pero lo cierto es que nunca había vuelto al periódico. ¿Acaso un temor, heroicamente reprimido, se había impuesto para matarlo de un fallo cardiaco? Blake se detuvo sobre los descarnados huesos y estudió su estado. Algunos estaban malamente quebrados y los había que parecían extrañamente disueltos en los extremos. Otros se veían extrañamente amarillentos, con una vaga sugestión de chamuscado. Esa quemazón se manifestaba también en algunos de los jirones de ropa. La calavera se encontraba en un estado de lo más peculiar… manchada de amarillo, con una abertura de bordes quemados en lo alto, como si algún ácido poderoso hubiera comido el hueso sólido. Lo que le había ocurrido al esqueleto durante aquellas cuatro décadas de silencioso abandono en aquel lugar era algo que Blake no podía ni imaginar.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, estaba mirando a la piedra de nuevo y dejando que su curiosa influencia despertase un nebuloso despliegue en su mente. Vio procesiones de figuras, con túnicas y capuchas, cuyas siluetas no eran humanas, y observó interminables leguas de desiertos contra las que se recortaban monolitos tallados y altísimos. Vio torres y muros en negras profundidades submarinas y vórtices de espacio en los que retazos de negra bruma flotaban ante tenues resplandores de fría neblina púrpura. Y, más allá de todo eso, tuvo el atisbo de una infinita sima de oscuridad, en la que formas sólidas y semisólidas eran detectables tan solo por sus rabiosas agitaciones, y nebulosas tramas de fuerza parecían entremezclar orden y caos ofreciendo una clave para todas las paradojas y arcanos del mundo conocido.

Luego, todo aquel hechizo quedó roto por un ataque de corrosivo e intangible miedo pánico. Blake, estremecido, se apartó de la piedra, consciente ahora de que había alguna informe presencia ajena cerca de él observándolo con horrible resolución. Se sentía en contacto con algo —algo que no era la piedra, sino que lo observaba a través de ella—, algo que podía seguirlo sin descanso, con un sentido que no era el de la física visión. Sin duda, aquel lugar estaba afectando sus nervios… lo que no era de extrañar, dado su horrible descubrimiento. La luz se desvanecía, también, y, ya que no tenía medios de alumbrarse, tendría que marcharse enseguida.

Fue entonces, en el postrer crepúsculo, cuando pensó detectar un débil trazo de luminosidad en la piedra de locos ángulos. Había tratado de no mirarla, pero alguna oscura compulsión atrajo sus ojos hacia ella. ¿No había alguna sutil fosforescencia radiactiva en aquella cosa? ¿Qué era lo que decían las notas del muerto acerca de un Trapezoide Resplandeciente? ¿Y qué era, además, aquel nicho de cósmica maldad? ¿Qué había ocurrido allí y qué podía estar aún al acecho en las sombras rehuidas por los pájaros? Parecía ahora como si un esquivo toque de fetidez se hubiese alzado, aunque no había fuente aparente para el mismo. Blake cogió la tapa de esa caja tanto tiempo abierta y la cerró. Giró con facilidad sobre sus extrañas bisagras y volteó por completo sobre la piedra, ahora inconfundiblemente brillante.

A la par que el agudo clic del cierre se escuchó un amortiguado agitar que parecía llegado de la eterna negrura del campanario encima, más allá de la trampilla. Ratas, sin duda alguna; los únicos seres vivientes que se habían mostrado en aquel maldito lugar desde que había entrado. Pero aquel revuelo en el campanario le espantó horriblemente, así que se lanzó por la escalera de caracol hacia abajo, cruzando la fantasmal nave hasta llegar al abovedado sótano, pasar el polvo acumulado en el patio desierto y correr por las enmarañadas y medrosas callejas y avenidas de Federal Hill rumbo a las cuerdas calles del centro y los hogareños muros de ladrillo del distrito universitario.

En los días siguientes, Blake no habló con nadie de su expedición. En cambio, leyó mucho en ciertos libros, examinó archivos periodísticos que abarcaban muchos años y trabajó febrilmente en la criptografía de ese volumen de cuero sacado de la sacristía llena de telarañas. Pronto pudo constatar que el cifrado no era nada sencillo y, tras un arduo esfuerzo, se convenció de que no era inglés, latín, griego, francés, español, italiano o alemán. Evidentemente, tendría que bucear en los más profundos pozos de su extraña erudición.

Cada tarde volvía a él el viejo impulso de mirar al oeste y contemplaba al negro campanario como algo pretérito que asomase entre los erizados tejados de un mundo lejano y medio fabuloso. Pero ahora sentía también una nueva nota de terror. Conocía la herencia de maligno saber que enmascaraba y, con tal conocimiento, su visión se desbocaba por caminos nuevos y extraños. Los pájaros de la primavera habían vuelto y él, mirando sus vuelos al ocaso, imaginaba que rehuían aún más que antes la aguda y lejana aguja. Cuando una bandada se aproximaba, le parecía que giraban y se dispersaban en confusión pánica, e imaginaba los gorjeos salvajes que no llegaban a sus oídos debido a los kilómetros interpuestos.

Fue en junio cuando el diario de Blake registra su triunfo sobre la clave. Descubrió que el texto estaba en el oscuro lenguaje klo, usado por ciertos cultos de maligna antigüedad y con el que se había topado varias veces en investigaciones previas. El diario se muestra extrañamente reticente sobre lo que Blake logró descifrar, pero resulta patente que este había quedado espantado y aturdido por lo descubierto. Había referencias a El que Acecha en la Oscuridad, que despierta cuando alguien mira dentro del Trapezoide Resplandeciente, y locas conjeturas sobre las negras simas de caos desde las que había sido convocado. El ser es descrito como depositario de todo conocimiento, ansioso de sacrificios monstruosos. Algunas de las anotaciones de Blake muestran miedo de que el ser, que parecía poder ser convocado mediante una mirada, volviera a rondar el mundo; aunque añadía que las luces callejeras formaban una barrera que no podía traspasar.

Hablaba a menudo del Trapezoide Resplandeciente, describiéndolo como una ventana a todo tiempo y espacio, y consignando su historia desde los días en que fue fabricado en el oscuro Yuggoth, antes incluso de que los Antiguos llegasen a la Tierra. Fue colocado y atesorado en su curiosa caja por los seres crinoideos de la Antártida, rescatado de sus ruinas por los hombres-serpiente de Valusia y contemplado, eones más tarde, en Lemuria, por los primeros seres humanos. Cruzó extrañas tierras y extraños mares, y se hundió con la Atlántida antes de que un pescador minoico lo sacara en su red y lo vendiera a los cetrinos mercaderes de la sombría Khem. El faraón Nephren-Ka construyó en torno suyo un templo con una cripta sin ventanas, lo que hizo que su nombre fuera borrado de todo monumento y toda crónica. Luego durmió en las ruinas de ese maligno recinto, destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón, hasta que la pala de los excavadores lo sacó, una vez más, para esparcir su maldición entre la humanidad.

A principios de julio los periódicos suministraron una extraña confirmación a las anotaciones de Blake; aunque lo hizo de forma tan breve y casual que solo el diario logra establecer la conexión. Al parecer, nuevos terrores rondaban Federal Hill desde que un forastero había invadido la temida iglesia. Los italianos hablaban de desacostumbrados chirridos y golpes y rasguños en el oscuro campanario sin ventanas, y recurrían a sus sacerdotes para ahuyentar a un ser que rondaba sus sueños. A veces, decían, se quedaba acechando a una puerta, esperando que estuviese lo bastante oscuro como para cruzar. Los artículos mencionaban las seculares supersticiones locales, pero no fueron capaces de arrojar mucha luz sobre ese nuevo avatar del horror. Estaba claro que los jóvenes reporteros contemporáneos no eran muy duchos en historia. Al consignar todo eso en su diario, Blake expresaba una curiosa especie de remordimiento y menciona el deber de enterrar el Trapezoide Resplandeciente y espantar lo que había evocado, dejando entrar la luz del día en ese odioso chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, mostraba la peligrosa extensión de su fascinación y admitía un ansia morbosa —presente incluso en sus sueños— por visitar la torre maldita y contemplar de nuevo los cósmicos secretos de la piedra resplandeciente.

Luego, una noticia en el Journal matutino del 17 de julio provocó en el escritor un verdadero horror febril. Se trataba tan solo de una variante de aquellos reportajes medio humorísticos sobre la inquietud que sacudía Federal Hill; pero para Blake supuso algo terrible. Durante la noche, una tormenta eléctrica había averiado el alumbrado de la ciudad durante una buena hora, y en ese negro intervalo los italianos se habían vuelto casi locos de miedo. Aquellos que vivían cerca de la temida iglesia habían jurado que el ser del campanario se había aprovechado de la falta de luces callejeras para bajar a la nave de la iglesia, aleteando y golpeteando en una forma viscosa y sumamente horrible. Al final había vuelto a la torre, donde se oyeron sonidos de cristal roto. Podía ir adondequiera que hubiese oscuridad, pero la luz le hacía siempre huir.

Cuando volvió la corriente, hubo una estremecedora conmoción en la torre, ya que incluso el débil resplandor que se filtraba a través de las ventanas oscurecidas por la mugre y cubiertas con pantallas era demasiado para el ser. Golpeó y se escurrió hacia su tenebroso campanario justo a tiempo, ya que una buena dosis de luz podría haberlo enviado de vuelta al abismo del que aquel loco forastero le había sacado. Durante la hora de oscuridad, un gentío que rezaba se había congregado en torno a la iglesia, bajo la lluvia, con velas y lámparas que protegían mediante paraguas y papeles; una guardia de luz dispuesta a proteger a la ciudad de la pesadilla que rondaba en la oscuridad. En cierta ocasión, aquellos que estaban más cerca de la iglesia declararon que la puerta exterior se había sacudido en forma espantosa.

Pero ni siquiera eso fue lo peor. Esa tarde, en el Bulletin, Blake leyó lo que los periodistas habían encontrado. Conscientes por fin del fenomenal valor de todas esas noticias, un par de ellos habían desafiado a las frenéticas multitudes de italianos, reptando al interior de la iglesia a través de la ventana del sótano, luego de tratar en vano de abrir las puertas. Se encontraron con que el polvo del vestíbulo y de la espectral nave estaba removido de forma muy singular, así como con restos de cojines podridos y del forro de satén de los bancos dispersos por todas partes; aquí y allá había manchas amarillentas y lugares que parecían chamuscados. Al abrir la puerta que llevaba a la torre y detenerse un momento ante la sospecha de un sonido de rasguños arriba, descubrieron que la estrecha escalera espiral había sido limpiada por el paso de algo.

En la propia torre reinaban condiciones similares. Hablaron acerca de la columna de piedra heptagonal, las sillas góticas alrededor y de las estrafalarias imágenes de yeso, aunque, cosa extraña, nada mencionaron acerca de la caja de metal, ni del viejo y mutilado esqueleto. Lo que más perturbó a Blake —dejando de lado el asunto de las manchas y las quemaduras, así como el mal olor— fue ese detalle final que explicaba el sonido de cristales rotos. Todas las ventanas ojivales de la torre estaban hechas añicos y dos de ellas habían sido oscurecidas, tosca y apresuradamente, mediante tapizados de satén y pelo de caballo, sacado de los cojines, introducidos en los huecos que dejaban las ladeadas coberturas exteriores. Más fragmentos de satén y montones de crines yacían dispersos en torno al suelo recién barrido, como si alguien hubiera sido interrumpido cuando trataba de devolver a la torre a la absoluta negrura, propia de los días en que estaba totalmente guardada por cortinas.

También había manchas amarillentas y trozos quemados en la escala que llevaba al chapitel sin ventanas; pero cuando un periodista ascendió por ella, abrió la trampilla horizontal y proyectó un débil rayo de luz a través de aquel espacio negro y de una extraña fetidez, nada vio, excepto oscuridad y una heterogénea pila de fragmentos informes cerca de la abertura. El veredicto fue, por supuesto, de superchería. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes de la colina, o puede que algún fanático se hubiera aprovechado de esos miedos para sus propios fines. Quizá incluso alguno de los más jóvenes y sofisticados habitantes del lugar habían montado una elaborada broma a costa del mundo exterior. Hubo un divertido colofón cuando la policía envió a un agente a corroborar tales informes. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la forma de zafarse de esa misión, y el cuarto, que se mostró de lo más reacio, volvió enseguida y sin nada que añadir a lo comunicado por los periodistas.

De ahí en adelante, el diario de Blake muestra una creciente marea de insidioso horror y aprensión nerviosa. Se recrimina por no hacer nada y especula extravagantemente sobre las consecuencias que pudiera tener otro corte eléctrico. Se ha constatado que en tres ocasiones —durante tormentas con relámpagos— telefoneó, bastante alterado, a la compañía eléctrica para inquirir acerca de las medidas de emergencia a tomar contra un corte del suministro. Cada dos por tres, sus anotaciones vuelven sobre el hecho de que los reporteros no llegaron a encontrar la caja de metal ni el viejo esqueleto tan extrañamente dañado durante su exploración de la ensombrecida estancia de la torre. Suponía que habían retirado ambas cosas… aunque, adónde, y quién o qué lo había hecho, era algo sobre lo que no podía especular. Pero sus peores miedos le concernían a él mismo y a la especie de impía ligazón que existía entre su mente y ese horror acechante del lejano campanario; ese ser monstruoso y nocturno al que su imprudencia había convocado desde las supremas negruras del espacio. Parecía sentir una tracción constante que arrastraba su voluntad, y testigos de esa época recuerdan cómo se sentaba abstraído en su escritorio y miraba por la ventana hacia esa lejana colina cubierta de chapiteles y situada más allá de los remolineantes humos de la ciudad. Hay una mención a la noche en que despertó para descubrirse completamente vestido, en la calle, y yendo cuesta abajo por College Hill hacia el oeste. Una y otra vez se reafirmaba en la idea de que el ser del campanario sabía dónde hallarlo.

La semana siguiente al 30 de julio es recordada como el momento en que se produjo el desplome parcial de Blake. No se vestía y pedía la comida por teléfono. Los visitantes reparaban en las cuerdas que tenía cerca de la cama, y él se justificaba diciendo que el sonambulismo le había obligado a atarse, cada noche, los tobillos, con la idea de que lo retendrían o lo despertarían antes de desatarse.

En su diario habla de la espantosa experiencia que lo llevó al colapso. Luego de acostarse, la noche del 30, se había encontrado, de repente, moviéndose a tientas por un espacio casi completamente oscuro. Todo lo que podía ver eran líneas cortas, débiles y horizontales de luz azulada, oler un hedor que lo impregnaba todo y escuchar una curiosa sarta de débiles y furtivos sonidos encima de él. Cada vez que se movía tropezaba con algo y, a cada sonido, le llegaba una especie de ruido en respuesta encima de su cabeza; un vago remover, mezclado con el cauteloso deslizar de madera sobre madera.

Tanteando, sus manos fueron a topar con un pilar de piedra sin nada encima, y más tarde se encontró aferrando los travesaños de la escalera tallada en el muro para trepar hacia arriba, hacia algún lugar lleno de un intenso hedor, desde donde surgía un cálido abrasador soplo que golpeaba contra él. Ante sus ojos se desplegó una calidoscópica gama de fantasmales imágenes que se disolvían a intervalos en la visión de un inmenso e insondable abismo nocturno en el que giraban soles, mundos e incluso una negrura aún más profunda. Recordó las antiguas leyendas del Caos Supremo, en cuyo centro se aposenta el dios ciego e idiota Azatoth, Señor de Todas las Cosas, rodeado por su maleable horda de bailarines amorfos y sin mente, acunado por los agudos y monótonos sones de demoníacas flautas tocadas por zarpas indescriptibles.

Luego, un fuerte sonido procedente del mundo exterior se abrió paso a través de su aturdimiento y le hizo consciente del tremendo horror de la posición en la que se hallaba. Qué fue exactamente, nunca lo supo; quizá algún tardío estallido de los fuegos artificiales que se escuchaban durante todo el verano en Federal Hill, cuando sus habitantes festejaban a sus diversos patronos, o a los santos de sus pueblos natales en Italia. En cualquier caso, lanzó un alarido, se dejó caer frenéticamente por la escalera y fue dando tumbos a ciegas, por el suelo cubierto de escombros, a lo largo de aquella estancia, casi a oscuras, en la que se hallaba.

Supo de inmediato qué lugar era aquel y se lanzó sin demora por la estrecha escalera de caracol, tropezando y golpeándose a cada vuelta. Hubo una carrera de pesadilla a través de una nave inmensa llena de telarañas, cuyos fantasmales arcos se sumían en una oscuridad acechante, un pasar a ciegas a través de un sótano cubierto de escombros y el ascenso a regiones exteriores, llenas de aire y luces callejeras, así como una loca fuga por una espectral colina de buhardillas torcidas, luego a través de una ciudad hosca y silenciosa de torres negras y, por último, cuesta arriba hacia el barranco oriental, hasta llegar a su propia y antigua casa.

Al recobrarse a la mañana siguiente se encontró yaciendo en el suelo del estudio completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y cada centímetro de su cuerpo parecía dolorido y magullado. Al mirarse al espejo vio que su pelo estaba seriamente abrasado y que un olor extraño y maligno parecía manar de las ropas de su parte superior. Fue entonces cuando sus nervios cedieron. En adelante se quedó descansando, envuelto en una bata, haciendo poco más que mirar desde su ventana occidental, estremeciéndose cada vez que sonaba un trueno, y haciendo extrañas anotaciones en su diario.

La gran tormenta se desató justo antes de la medianoche, el 8 de agosto. Los rayos cayeron en multitud de ocasiones por todas partes en la ciudad y se informó acerca de dos grandes bolas de fuego. La lluvia se hizo torrencial, mientras un constante resonar de truenos rompía por cientos sin pausa. Blake se volvió frenético en sus temores acerca del sistema eléctrico e intentó telefonear a la compañía alrededor de la una, aunque en esos momentos el servicio había sido temporalmente interrumpido por razones de seguridad. Lo consignó todo en su diario; garabatos grandes, nerviosos y a menudo indescifrables que contaban su propia historia de creciente miedo y desesperación, dando fe de registros hechos a ciegas en la oscuridad.

Tenía que mantener a oscuras la casa, para mirar por la ventana, y parece que pasó la mayor parte del tiempo sentado en su escritorio, observando ansiosamente a través de la lluvia, más allá de los relucientes kilómetros de techos del barrio comercial y la constelación de luces lejanas que marcaban Federal Hill. De vez en cuando hacía una anotación a tientas en su diario, de la que destacan frases como «No deben apagarse las luces», «Sabe dónde encontrarme», «He de destruirlo» y «Me está reclamando, pero quizá no me haga daño en esta ocasión», que siembran al azar dos de las páginas.

Luego, las luces se apagaron en toda la ciudad. Fue a las 2,12 de la madrugada, según consta en los registros de la central eléctrica, pero el diario de Blake no menciona la hora. La anotación dice sencillamente «las luces se han apagado… Dios me asista». En Federal Hill había observadores tan ansiosos como él, y grupos de hombres empapados se concentraban en la plaza y callejas cercanas a la maligna iglesia, con velas protegidas por paraguas, linternas eléctricas, lámparas de petróleo, crucifijos y extraños amuletos de muchas formas, comunes en la Italia del sur. Rezaban a cada restallar del relámpago y realizaban crípticos signos con sus manos diestras según las variaciones de la tormenta hacía que los relámpagos menguasen, hasta cesar del todo. El aumento del viento apagó la mayor parte de las velas y la escena se hizo aún más amenazadoramente oscura. Alguien avisó al padre Merluzzo, de la Iglesia del Espíritu Santo, y este se apresuró a acudir a la ensombrecida plaza con las primeras sílabas de aliento que le vinieron a la cabeza. Ya no cabía duda alguna de que de la oscura torre salían sonidos incesantes y curiosos.

De lo acaecido a las 2,35 de la madrugada tenemos los testimonios del sacerdote, una persona joven, inteligente y de buena cultura; el patrullero William J. Monahan, de Central Station, un agente de la mayor confianza, que se había detenido en esa parte de su ronda para inspeccionar a la muchedumbre; y los de la mayor parte de los setenta y ocho hombres reunidos en torno al muro y el rellano de la iglesia, especialmente aquellos que estaban en la plaza, en donde la fachada oriental era visible. Por supuesto, no sucedió nada que se pueda demostrar que fuera contrario al orden natural. Hay multitud de causas que pueden explicar lo que sucedió. Nadie puede decir con certeza qué oscuros procesos químicos se desencadenan en un edificio grande, antiguo, mal ventilado y vacío desde hace mucho, que se halla abarrotado de contenidos diversos. Vapores mefíticos, combustión espontánea, presión de gases surgidos de la descomposición; innumerables fenómenos pueden haber sido los responsables. Y, desde luego, no puede descartarse alguna superchería organizada. Lo que ocurrió, en sí mismo, es algo bastante simple y no ocupó más allá de tres minutos. El padre Merluzzo, hombre preciso en todo momento, miró repetidas veces su reloj.

Comenzó con una audible serie de sonidos tenues, como de hurgar, dentro de la torre negra. Durante cierto tiempo se había notado la vaga presencia de olores extraños y malignos que surgían de la iglesia, y ahora se tornaron punzantes y ofensivos. Luego, por fin, se oyó el sonido de la madera astillada y un objeto, grande y pesado, cayó al patio, ante la ceñuda fachada oriental. La torre era ahora, con las velas apagadas, invisible; pero, según el objeto llegaba al suelo, la gente comprendió que se trataba de la contracubierta ahumada de esa ventana de la torre este.

De inmediato se desató un hedor completamente insoportable que llegó de las invisibles alturas, golpeando y mareando a los estremecidos espectadores, hasta el punto de que casi los derribó. Al mismo tiempo, el aire tembló con la agitación de unas alas y un brusco viento de levante, más violento que cualquier ráfaga anterior, arrancó los sombreros y arrebató los goteantes paraguas de la multitud. Nada definido se pudo ver en la noche sin velas, aunque algunos espectadores que miraban hacia arriba creyeron entrever un gran y difuso borrón de negrura, más densa, recortarse contra el cielo como tinta; algo así como una informe nube de humo que se lanzó con meteórica velocidad hacia el este.

Eso fue todo. Los observadores se quedaron medio petrificados de miedo, espanto y desazón, y apenas sabían qué hacer, o siquiera si había algo que hacer. No sabiendo qué había sucedido, no descuidaron su vigilancia y, un momento más tarde, entonaron una plegaria, cuando el gran destello de un tardío relámpago, seguido de un estruendo ensordecedor, desgarraron los cielos abiertos. Media hora más tarde cesó la lluvia y, un cuarto de hora después, las luces callejeras volvieron a encenderse, permitiendo que los cansados y mojados observadores se volvieran aliviados a casa.

Los periódicos del día siguiente hicieron escasa mención a todo eso, en comparación con lo que informaron sobre la tormenta en general. Al parecer, el gran relámpago y el estruendo ensordecedor consiguiente de Federal Hill fueron aún más tremendos lejos, al este, donde también se notó un efluvio de singular hedor. El fenómeno fue más potente sobre College Hill, donde el impacto despertó a todos cuantos dormían y los llevó a una delirante sucesión de especulaciones. De entre los que estaban ya despiertos, solo unos pocos vieron el anormal relámpago cerca de la cima de la colina, o se percataron de la inexplicable ráfaga de aire que casi arrancó las hojas de los árboles y las plantas de los jardines. Se llegó a la conclusión de que el solitario y repentino rayo debía haber impactado en la vecindad, aunque no se encontró ningún daño más tarde. Un joven de la fraternidad Tau Omega creyó haber visto una grotesca y espantosa masa de humo en el aire, justo al desatarse el relámpago previo, pero su apreciación no ha sido constatada. Los escasos observadores coinciden, no obstante, en el violento soplo del oeste y en la ola de intolerable hedor que precedió al posterior impacto, al tiempo que es igualmente general la apreciación tocante al olor a quemado que siguió al impacto.

Todo eso fue discutido con sumo cuidado, debido a su probable relación con la muerte de Robert Blake. Estudiantes de la casa Psi Delta, cuyas ventanas superiores miraban al estudio de Blake, se fijaron en la desdibujada cara que se asomaba a la ventana oeste la mañana del 9, y se preguntaron qué era lo raro en esa expresión. Cuando vieron el mismo rostro, y en la misma posición, por la tarde, se preocuparon y esperaron a ver si encendía las luces de ese apartamento. Más tarde llamaron a ese piso a oscuras y, por último, un policía forzó la puerta.

El cuerpo rígido estaba sentado en el escritorio, junto a la ventana, y cuando los que entraron vieron los ojos vidriosos y desorbitados, y las señales de un miedo terrible y convulsivo en las retorcidas facciones, sintieron un enfermizo desfallecimiento. Poco después, el médico forense lo examinó y, pese a las ventanas intactas, dictaminó que la causa de la muerte era un choque eléctrico o un golpe nervioso causado por una descarga. Pasó por alto la espantosa expresión, achacándola con toda probabilidad a la profunda conmoción experimentada por una persona de imaginación tan anormal y emociones tan desbocadas. Dedujo la existencia de tales cualidades a partir de los libros, pinturas y manuscritos hallados en el apartamento, y de las anotaciones, ciegamente garabateadas, en el escritorio del diario. Blake había seguido sus frenéticos apuntes hasta el final, y encontraron el lápiz con la punta rota en su crispada mano derecha.

Las notas posteriores al apagón resultaban totalmente deslavazadas y solo en parte legibles. A partir de ellas, ciertos investigadores han sacado conclusiones que difieren enormemente del prosaico dictamen oficial; pero es difícil que tales especulaciones sean creídas por mentes conservadoras. La postura de tales teóricos no se ha visto para nada ayudada por la acción del supersticioso doctor Dexter, que lanzó la curiosa caja y esa piedra angulosa —un objeto que es cierto que era parcialmente luminoso, como se pudo constatar en el negro campanario sin ventanas donde fue encontrado— al canal más profundo de la bahía de Narragansett. Casi todos achacan esos apuntes finales y frenéticos a la excesiva imaginación y al desorden nervioso de Blake, agravados por el conocimiento del maligno culto cuyos estremecedores restos había descubierto. Estas son las anotaciones… o lo que puede sacarse en claro de ellas.

Las luces siguen apagadas; deben haber pasado ya cinco minutos. Todo depende de los relámpagos. ¡Yaddith quiera que se mantengan!… alguna influencia parece asomar detrás de todo esto… la lluvia y los truenos y el viento son ensordecedores… el ser se está apoderando de mi mente.

Problemas con la memoria. Veo cosas que nunca conocí. Otros mundos y otras galaxias… oscuridad… los relámpagos parecen oscuridad y la oscuridad luz.

La colina y la iglesia que veo en la oscuridad total no pueden ser reales. Debe tratarse de alguna impresión retinal dejada por los rayos. ¡Quiera el cielo que los italianos estén allí con sus velas, si cesan los relámpagos!

¿De qué tengo miedo? ¿No es un avatar de Nyarlathotep, que en la antigua y sombría Kem aún tomaba forma de hombre? Recuerdo Yuggoth y la más lejana Shaggai, y el postrer vacío de los negros planetas…

El largo y agitado vuelo a través del vacío… no puedo cruzar el universo de luz… recreado por los pensamientos captados en el Trapezoide Resplandeciente… enviado a través de los horribles abismos luminosos…

Mi nombre es Blake, Robert Harrison Blake, del 620 de East Knapp Street, Milwaukee, Wisconsin… soy de este planeta.

¡Azatoth se apiade de mí! Ya no relampaguea… horrible… puedo verlo todo con un sentido que no es el de la vista… la luz es oscuridad y la oscuridad luz… esa gente en la colina… guardia… velas y amuletos… sus curas…

Ha desaparecido la percepción de las distancias… lejos es cerca y cerca lejos. No hay luz… ni cristal… veo ese campanario… esa torre… puedo oír… Roderick Usher… estoy loco o volviéndome loco… la cosa está arañando y tanteando en la torre… soy el ser y el ser soy yo… quiero salir… debo salir y unir las fuerzas… sabe dónde estoy.

Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor monstruoso… los sentidos mutan… las contraventanas de esa torre ceden y caen… Iä… nagai… ygg…

Lo veo… viniendo… viento infernal… mancha titánica… alas negras… Yog-Sothoth se apiade de mí… ese ardiente ojo de tres lóbulos…

H. P. Lovecraft - El que acecha en la oscuridad
  • Autor: H. P. Lovecraft
  • Título: El que acecha en la oscuridad
  • Título Original: The Haunter of the Dark
  • Publicado en: Weird Tales, diciembre de 1936
  • Traducción: José Antonio Álvaro Garrido

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