H. P. Lovecraft: Los sueños en la casa de la bruja

H. P. Lovecraft - Los sueños en la casa de la bruja

Los sueños en la casa de la bruja (The Dreams in the Witch-House) es un inquietante relato de H. P. Lovecraft, publicado en Weird Tales en julio de 1933, que fusiona ciencia ficción y horror cósmico. La historia sigue a Walter Gilman, un estudiante universitario que alquila una habitación en la enigmática ciudad de Arkham. Atraído por las matemáticas y el ocultismo, Gilman comienza a tener extraños sueños tras mudarse a una casa marcada por su siniestro pasado, donde habitó Keziah Mason, una bruja que escapó de la cárcel de Salem. A medida que sus pesadillas se tornan más vívidas, Gilman se adentra en un mundo donde la realidad y lo sobrenatural se confunden, enfrentando geometrías imposibles, símbolos ocultos y criaturas aterradoras.

H. P. Lovecraft - Los sueños en la casa de la bruja

Los sueños en la casa de la bruja

H. P. Lovecraft
(Cuento completo)

Walter Gilman no sabía si fueron los sueños los que provocaron la fiebre, o si fue la fiebre la causa de los sueños. Detrás de todo se agazapaba el horror lacerante y mohoso de la antigua ciudad y de la execrable buhardilla donde escribía, estudiaba y luchaba con cifras y fórmulas cuando no estaba dando vueltas en la mezquina cama de hierro. Sus oídos se estaban sensibilizando de manera poco natural e intolerable, y ya hacía tiempo que había parado el reloj barato de la repisa de la chimenea, cuyo tictac había llegado a parecerle como un tronar de artillería. Por la noche, los rumores de la ciudad oscurecida, el siniestro corretear de las ratas en los endebles tabiques y el crujir de las ocultas tablas en la centenaria casa bastaban para darle la sensación de barahúnda. La oscuridad siempre estaba llena de inexplicables ruidos, y no obstante Gilman se estremecía a veces temiendo que aquellos sonidos se apagaran y le permitieran oír otros rumores más leves que acechaban detrás de ellos.

Se encontraba en la inmutable ciudad de Arkham, llena de leyendas, de apiñados tejados a la holandesa que se tambaleaban sobre desvanes donde las brujas se ocultaron de los hombres del Rey en los oscuros tiempos coloniales. Y en toda la ciudad no había lugar más empapado en recuerdos macabros que el desván que albergaba a Gilman, pues precisamente en esta casa y en este cuarto se había ocultado Keziah Mason, cuya fuga de la cárcel de Salem continuaba siendo inexplicable. Aquello ocurrió en 1692: el carcelero había enloquecido y desvariaba acerca de algo peludo, pequeño y de blancos colmillos que había salido corriendo de la celda de Keziah, y ni siquiera Cotton Mather pudo explicar las curvas y ángulos dibujados sobre las grises paredes de piedra con algún líquido rojo y pegajoso.

Posiblemente Gilman no debiera haber estudiado tanto. El cálculo no euclidiano y la física cuántica bastan para violentar cualquier cerebro, y cuando se los mezcla con tradiciones folklóricas y se intenta rastrear un extraño fondo de realidad multidimensional detrás de las sugerencias espantosamente crueles de las leyendas góticas y de los fantásticos susurros junto a una esquina de la chimenea, apenas se puede esperar encontrarse completamente libre de una cierta tensión mental. Gilman era de Haverhill, pero sólo después de haber ingresado en el colegio universitario de Arkham empezó a asociar sus conocimientos matemáticos con las fantásticas leyendas de la magia antigua. Algo había en el ambiente de la vieja ciudad que actuaba oscuramente sobre su imaginación. Los profesores de la Universidad de Miskatonic le habían recomendado que fuera más despacio y habían reducido voluntariamente sus estudios en varios puntos. Además, le habían prohibido consultar los dudosos tratados antiguos sobre secretos ocultos que se guardaban bajo llave en la biblioteca de la Universidad. Pero estas precauciones llegaron tarde, de modo que Gilman pudo obtener algunos terribles datos del temido Necronomicón de Abdul Alhazred, del fragmentario Libro de Eibon, y del prohibido Unausspreclichen Kulten de Von Junzt, que correlacionó con sus fórmulas abstractas sobre las propiedades del espacio y la conexión de dimensiones conocidas y desconocidas.

Sabía que su cuarto estaba en la antigua Casa de la Bruja; en realidad lo había alquilado por tal motivo. En los archivos del Condado de Essex figuraban numerosos datos acerca del proceso contra Keziah Mason y lo que esta mujer había admitido bajo presión del tribunal de Oyer y Terminer fascinó a Gilman hasta un punto realmente irrazonable. Keziah le había hablado al juez Hathorne de líneas y curvas que podían trazarse para señalar direcciones, a través de los muros del espacio, hacia otros espacios de más allá insinuando que tales líneas y curvas eran utilizadas frecuentemente en ciertas reuniones de medianoche celebradas en el sombrío valle de la piedra blanca, situado más allá de la Loma del Prado, y en el islote desierto del río. También había hablado del Hombre Negro, del juramento que ella había prestado y de su nuevo nombre secreto, Nahab. Tras de lo cual trazó aquellas figuras en la pared de su celda y desapareció.

Gilman creía cosas extrañas acerca de Keziah, y sintió un raro estremecimiento al enterarse de que la casa en que había vivido la anciana seguía en pie después de más de doscientos treinta y cinco años. Cuando oyó los rumores que corrían por Arkham entre susurros acerca de la persistente presencia de Keziah en la antigua casa y en los estrechos callejones, acerca de marcas irregulares, como de dientes humanos, observadas en ciertos durmientes de aquella y de otras casas, acerca de los gritos infantiles oídos la víspera del Día de Mayo y en el Día de Todos los Santos, del hedor percibido en el ático del viejo edificio precisamente después de esos días temidos, y acerca de la cosa pequeña y peluda, de afilados dientes, que rondaba por la vieja casa y por la ciudad y acariciaba a la gente curiosamente con el hocico en las oscuras horas que preceden al amanecer, decidió vivir allí a toda costa. Una habitación resultaba fácil de obtener, pues la casa era impopular y dificil de alquilar y desde hacía tiempo se dedicaba a alojamiento barato. No hubiera podido decir lo que esperaba encontrar allí, pero sabía que deseaba estar en aquel edificio donde alguna circunstancia había dado, más o menos repentinamente, a una vulgar anciana del siglo XVII, un atisbo de profundidades matemáticas tal vez más atrevidas que las más modernas elucubraciones de Planck, Heisenberg, Einstein y de Sitter.

Estudió las maderas y las paredes de yeso en busca de dibujos crípticos en los lugares accesibles donde se había desprendido el empapelado, y al cabo de menos de una semana logró alquilar el ático del este en donde se decía que Keziah se había dedicado a la brujería. Había estado desalquilado desde el principio, ya que nadie se había mostrado dispuesto a ocuparlo por mucho tiempo, pero el patrón polaco tenía miedo de alquilarlo. Sin embargo, nada en absoluto le ocurrió a Gilman hasta que le dio la fiebre. Ninguna Keziah fantasmal merodeó en los sombríos pasillos o en los aposentos, ninguna cosa pequeña y peluda se deslizó al interior del tétrico cuarto para hocicar a Gilman, ni éste encontró rastros de los conjuros de la bruja pese a su constante búsqueda. Algunas veces, paseaba por el oscuro laberinto de callejuelas sin pavimentar y que olían a moho, donde las misteriosas casas pardas de ignorada antigüedad se inclinaban, se tambaleaban y hacían muecas burlonas a través de las ventanas de pequeños cristales. Sabía que allí habían ocurrido en otros tiempos cosas extrañas, y flotaba en el aire una vaga sugerencia de que quizá no todo lo perteneciente a aquel pasado anómalo había desaparecido, al menos en las callejuelas más oscuras, estrechas e intrincadamente retorcidas. En dos ocasiones remó también hasta el maldecido islote del río e hizo un croquis de los extraños ángulos descritos por las hileras de piedras grises cubiertas de crecido musgo que allí se alzaban y cuyo origen era oscuro e inmemorial.

La habitación de Gilman era de buen tamaño pero de forma irregular; la pared del norte se inclinaba perceptiblemente hacia el interior mientras que el techo, de poca altura, bajaba suavemente en igual dirección. Aparte de un evidente agujero correspondiente a un nido de ratas y los rastros de otros tapados, no había entrada ninguna, ni señales de que la hubiera habido, al espacio que debía de existir entre la pared inclinada y la recta pared exterior de la parte norte de la casa, aunque desde el exterior se veía una ventana que había sido tapiada en un tiempo muy remoto. El desván situado encima del techo, que debía haber tenido inclinado el suelo, era asimismo inaccesible. Cuando Gilman subió con una escalera al desván lleno de telarañas que quedaba directamente encima de su habitación, encontró vestigios de una abertura antigua hermética y pesadamente cerrada con antiguos tablones y asegurada con fuertes estacas de madera, corrientes en la carpintería de los tiempos coloniales. Sin embargo, el casero, a pesar de sus muchos ruegos, se negó a permitirle investigar lo que había detrás de aquellos espacios cerrados.

A medida que transcurría el tiempo, aumentó su interés por la pared y el techo de su cuarto, pues comenzó a adivinar en los extraños ángulos de la construcción un significado matemático que parecía brindar vagos indicios a su objetivo. La vieja hechicera podía haber tenido muy buenas razones para vivir en una habitación de extraños ángulos ¿acaso no decía haber traspasado los límites del mundo espacial conocido a través de ciertos ángulos? Su interés fue desviándose gradualmente de los espacios vacíos situados a otro lado de las paredes inclinadas, pues ahora parecía que la finalidad de tales superficies atañía al lado del cual se encontraba.

La fiebre y los sueños comenzaron a principios de febrero. Durante algún tiempo, parece que los extraños ángulos de la habitación de Gilman tuvieron sobre él un raro efecto casi hipnótico; y, a medida que el sombrío invierno avanzaba, se encontró contemplando con creciente intensidad la esquina en donde el techo descendente se unía con la pared inclinada. En aquella época, le preocupó gravemente su incapacidad para concentrarse en sus estudios y comenzó a temer seriamente por los resultados de los exámenes parciales. También le molestaba aquel exacerbado sentido de la audición. La vida se había convertido para él en una persistente y casi insufrible cacofonía, y tenía la constante y amedrentadora impresión de percibir otros sonidos procedentes, tal vez, de regiones situadas más allá de la vida, temblando al mismo borde de la percepción. En cuanto a ruidos concretos, los peores eran los que hacían las ratas en los antiguos tabiques. A veces, su rascar parecía no sólo furtivo, sino deliberado. Cuando llegaba desde más allá de la pared inclinada del norte, estaba mezclado con una especie de castañeteo seco; y cuando procedía del desván situado encima del techo inclinado, clausurado hacía más de un siglo, Gilman siempre se preparaba para lo peor, como si esperara algo horrible que sólo aguardara su momento antes de bajar para aniquilarlo totalmente.

Los sueños estaban más allá del límite de la cordura, y Gilman pensaba que eran resultado conjunto de sus estudios de matemáticas y de sus lecturas sobre leyendas populares. Había estado pensando demasiado en las vagas regiones que, según sus fórmulas, tenían que existir más allá de las tres dimensiones conocidas, y en la posibilidad de que la vieja Keziah Mason, guiada por alguna influencia imposible de conjeturar, hubiera encontrado la puerta de acceso a aquellas regiones. Los amarillentos legajos del juzgado del distrito que contenían el testimonio de aquella mujer y el de sus acusadores sugerían terriblemente cosas fuera del alcance de la experiencia humana, y las descripciones del frenético y pequeño objeto peludo que le hacía las veces de demonio familiar eran desagradablemente realistas, a pesar de ser increíblemente detalladas.

Ese ser, de tamaño no mayor que el de una rata grande y al que las gentes del pueblo llamaban caprichosamente «Brown Jenkin», parecía haber sido fruto de un notable caso de sugestión colectiva, pues en 1692 no menos de doce personas atestiguaron haberlo visto. También los rumores recientes acerca de él coincidían de una manera desconcertante e incomprensible. Los testigos decían que tenía el pelo largo y forma de rata, pero que la cara, con afilados dientes y barba, era diabólicamente humana, en tanto que sus zarpas parecían diminutas manecillas. Llevaba recados de la vieja al diablo y se alimentaba con la sangre de la hechicera que sorbía como un vampiro. Su voz era una especie de risita detestable y podía hablar todos los idiomas. De las múltiples monstruosidades que Gilman veía en sus pesadillas ninguna le provocaba tanto pavor y repugnancia como aquel malvado y diminuto híbrido, cuya imagen se le presentaba en forma mil veces más odiosa de lo que su mente despierta había deducido de los viejos legajos y los rumores modernos.

Las pesadillas de Gilman consistían por lo general en soñar que caía en abismos infinitos de inexplicable crepúsculo coloreado y llenos de confusos sonidos, abismos cuyas propiedades materiales y de gravitación Gilman ni siquiera podía concebir. En sus sueños ni caminaba ni trepaba, ni volaba ni nadaba, ni reptaba; pero siempre experimentaba una sensación de movimiento, en parte voluntaria y en parte involuntaria. No podía juzgar bien acerca de su propio estado, pues brazos, piernas y torso siempre le resultaban imposibles de ver, desvanecidos en alguna clase de alteración de la perspectiva; pero percibía que su organización física y sus facultades quedaban transmutadas de manera mágica y proyectadas oblicuamente, aunque conservando una cierta grotesca relación con sus proporciones y propiedades normales.

Los abismos no estaban vacíos, sino poblados de indescriptibles masas anguladas de sustancia y de colorido ajeno a este mundo, algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas. Algunos de los objetos orgánicos tendían a despertar vagos recuerdos dormidos, aunque no podía formarse una idea consciente de lo que burlonamente imitaban o sugerían. En los últimos sueños empezó a distinguir categorías independientes en las que los objetos parecían dividirse y que suponían en cada caso una especie radicalmente distinta de normas de conducta y de motivación básica. De estas categorías, una le pareció que incluía objetos algo menos ilógicos y desatinados en sus movimientos que los pertenecientes a las demás.

Todos los objetos, tanto los orgánicos como los inorgánicos, eran completamente indescriptibles, e incluso incomprensibles. A veces Gilman comparaba los inorgánicos a prismas, a laberintos, a grupos de cubos y planos, y a edificios ciclópeos; y las cosas orgánicas le daban sensaciones diversas, de conjuntos de burbujas, de pulpos, de ciempiés, de ídolos indios vivos y de intrincados arabescos vivificados por una especie de animación ofidia. Todo cuanto veía era indescriptiblemente amenazador y terrible, y si uno de los entes orgánicos parecía, por sus movimientos, haberse fijado en él, sentía un terror tan espantoso y horrible que generalmente se despertaba sobresaltado. De cómo se movían los entes orgánicos no podía decir más que de cómo se movía él mismo. Con el tiempo observó otro misterio: la tendencia de ciertos entes a aparecer repentinamente procedentes del espacio vacío, o a desvanecerse con igual rapidez. La confusión de gritos y rugidos que retumbaba en los abismos desafiaba todo análisis en cuanto a tono, timbre o ritmo, pero parecía estar sincronizada con vagos cambios visuales de todos los objetos indefinidos, tanto orgánicos como inorgánicos. Gilman experimentaba el continuo temor de que pudiera elevarse hasta algún grado insufrible de intensidad durante alguna de sus oscuras e implacables fluctuaciones.

Pero no era en estas vorágines de alienación total cuando veía a Brown Jenkin. Aquel horror abominable estaba reservado para ciertos sueños más ligeros y vívidos que le asaltaban inmediatamente antes de caer profundamente dormido. Gilman permanecía echado en la oscuridad, luchando para mantenerse despierto, cuando una leve claridad parecía relucir en torno a la centenaria habitación revelando en una neblina violácea la convergencia de los planos angulados que de manera tan insidiosa se habían apoderado de su mente. El horror parecía salir del agujero de las ratas en el rincón y avanzar hacia él, deslizándose por las tablas del suelo combado, con una maligna expectación en su diminuto y barbado rostro humano; pero, afortunadamente, el sueño siempre se desvanecía antes que la aparición se acercara demasiado a él para acariciarlo con el hocico. Tenía los dientes diabólicamente largos, afilados y caninos. Gilman trataba de taponar el agujero de las ratas todos los días, pero noche tras noche los verdaderos habitantes de los tabiques roían la obstrucción, fuera lo que fuera. En una ocasión hizo que el casero clavara una lata sobre el orificio, pero a la noche siguiente las ratas habían abierto un nuevo agujero, y al hacerlo habían empujado o arrastrado un curioso trocito de hueso.

Gilman no informó de su fiebre al doctor, pues sabía que si ingresaba en la enfermería de la Universidad no podría pasar los exámenes, para cuya preparación necesitaba todo su tiempo. Aun así, le suspendieron en cálculo diferencial y en psicología general superior, aunque le quedaba la esperanza de recuperar el terreno perdido antes de terminar el curso.

En marzo, un nuevo elemento entró a formar parte de su sueño preliminar, y la forma de pesadilla de Brown Jenkin comenzó a verse acompañada por una nebulosa sombra que fue asemejándose cada vez más a una vieja encorvada. Este nuevo elemento le trastornó más de lo que pudiera explicar, pero acabó por decidir que era igual a una vieja con la que se había encontrado dos veces en el oscuro laberinto de callejas de los abandonados muelles. En aquellas ocasiones, la mirada maliciosa, sardónica y aparentemente injustificada de la bruja, casi le había hecho estremecer, especialmente la primera vez, cuando una rata de gran tamaño, que atravesó la boca en sombras de un callejón vecino, le hizo pensar irrazonablemente en Brown Jenkin. Y pensó que aquellos temores nerviosos se estaban reflejando ahora en sus desordenados sueños.

No podía negar que la influencia de la vieja casa era nociva, pero los restos de su morboso interés le retenían allí. Se dijo que las fantasías nocturnas se debían sólo a la fiebre, y que cuando desapareciera se vería libre de las monstruosas visiones. No obstante, aquellas apariciones tenían una absorbente vivacidad y resultaban convincentes, y siempre que despertaba conservaba una vaga sensación de haber vivido gran parte de lo que recordaba. Tenía la horrenda certidumbre de haber hablado en sueños olvidados con Brown Jenkin y con la bruja, los cuales le habían apremiado para que fuese a alguna parte con ellos a encontrarse con un tercer ser más poderoso.

Hacia finales de marzo empezó a mejorar en matemáticas, aunque las otras asignaturas le fastidiaban de un modo creciente. Estaba adquiriendo una habilidad intuitiva para resolver ecuaciones riemannianas, y asombró al profesor Upham con su comprensión de la cuarta dimensión y de otros problemas que sus compañeros ignoraban. Una tarde se discutió la posible existencia de curvaturas caprichosas en el espacio y de puntos teóricos de aproximación, o incluso de contacto, entre nuestra parte del cosmos y otras regiones diversas tan remotas como las estrellas más lejanas o los mismos vacíos transgalácticos, e incluso tan fabulosamente distantes como unidades cósmicas hipotéticamente concebibles más allá del continuo tiempo-espacio einsteniano. La forma en que Gilman trató el tema dejó admirados a todos, aunque algunas de sus ilustraciones hipotéticas provocaron un aumento de las siempre abundantes habladurías sobre su nerviosa y solitaria excentricidad. Lo que hizo que los estudiantes sacudieran la cabeza fue su teoría sobriamente enunciada de que un hombre con conocimientos matemáticos fuera del alcance de la mente humana podía pasar de la Tierra a otro cuerpo celeste que se encontrara en uno de los infinitos puntos de la configuración cósmica.

Para ello, dijo, sólo serían necesarias dos etapas: primero, salir de las esfera tridimensional que conocemos, y segundo, regresar a la esfera de las tres dimensiones en otro punto, tal vez infinitamente lejano. Que esto se pudiera hacer sin perder la vida era concebible en muchos casos. Cualquier ser procedente de un lugar del espacio tridimensional podría sobrevivir probablemente en la cuarta dimensión; y la supervivencia en la segunda etapa dependería de qué parte extraña del espacio tridimensional eligiera para su reentrada. Los habitantes de algunos planetas podían vivir en otros, incluso en astros pertenecientes a otras galaxias o a similares fases dimensionales de otro continuo espacio-tiempo, aunque, naturalmente, debía existir un inmenso número de ellos mutuamente inhabitables, aunque fueran cuerpos o zonas espaciales matemáticamente yuxtapuestos.

También era posible que los habitantes de una zona dimensional determinada pudieran soportar la entrada en muchos dominios desconocidos e incomprensibles de dimensiones más numerosas, o indefinidamente multiplicadas, de dentro o de fuera del continuo tiempo-espacio dado, y lo contrario podría darse. Esto era cuestión de conjetura, aunque se podía estar bastante seguro de que el tipo de mutación que supondría pasar de un plano dimensional dado al plano inmediatamente superior no destruiría la integridad biológica tal como la entendemos. Gilman no podía explicar muy claramente las razones que tenía para esta última suposición, pero su vaguedad en este punto quedaba más que compensada por su claridad al tratar otros temas muy complejos. Al profesor Upham le causó especial placer su demostración de la relación que existía entre las matemáticas superiores y ciertas fases de la magia transmitidas a lo largo de los milenios desde tiempos de indescriptible antigüedad, humanos o prehumanos, cuando se tenían mayores conocimientos acerca del cosmos y de sus leyes.

Alrededor del 1 de abril, Gilman estaba muy preocupado porque la fiebre no desaparecía. También le inquietaba lo que sus compañeros de hospedaje decían acerca de su sonambulismo. Parece que se ausentaba frecuentemente de la cama, y los crujidos de la madera del suelo de su habitación a ciertas horas de la noche despertaron más de una vez al huésped de la habitación de abajo. Aquel sujeto habló también del ruido de pies calzados durante la noche; pero Gilman estaba seguro de que en esto se equivocaba, porque sus zapatos y también el resto de la ropa siempre estaban en su sitio por la mañana. En aquella casa vieja y deteriorada podían experimentarse las sensaciones más absurdas. ¿Acaso el propio Gilman no estaba seguro de oír, en pleno día, ciertos ruidos, aparte del rascar de las ratas, procedentes de las negras bóvedas situadas más allá de la pared inclinada y del techo descendente? Sus oídos, de sensibilidad patológica, comenzaron a captar débiles pasos en el desván, cerrado desde tiempo inmemorial, encima de su habitación, y algunas veces la ilusión de tales pasos tenía un realismo angustioso.

Sin embargo, sabía que su sonambulismo era cierto, pues dos noches habían encontrado vacía su habitación con toda la ropa en su lugar. Se lo había asegurado Frank Elwood, el compañero de estudios, cuya pobreza le había obligado a hospedarse en aquella escuálida casa, de manifiesta impopularidad. Elwood había estado estudiando hasta la madrugada, y subió para que Gilman le ayudara a resolver una ecuación diferencial, encontrándose con que no estaba en su cuarto. Había sido algo atrevido de su parte abrir la puerta, que no estaba cerrada con llave, después de llamar y no recibir respuesta, pero necesitaba ayuda y pensó que a Gilman no le importaría demasiado que lo despertara suavemente. Pero Gilman no estaba allí ninguna de las dos veces, y cuando Elwood le contó lo sucedido se preguntó dónde podía haber estado vagando, descalzo y sólo con sus ropas de dormir. Decidió investigar el asunto si continuaban las noticias acerca de sus paseos sonámbulos, y pensó en esparcir harina sobre el suelo del pasillo para averiguar a dónde se dirigían sus pisadas. La puerta era la única salida concebible, ya que la estrecha ventana daba al vacío.

Avanzado el mes de abril, llegaron a oídos de Gilman, aguzados por la fiebre, las dolientes plegarias de un hombre supersticioso que arreglaba telares llamado Joe Mazurewicz, y cuya habitación se encontraba en la planta baja. Mazurewicz había contado absurdas historias acerca del fantasma de la vieja Keziah y de aquel ser husmeante, peludo y de dientes afilados, afirmando que algunas veces le perseguían de tal manera que sólo su crucifijo de plata (que con ese propósito le había regalado el padre Iwanicki, de la iglesia de San Estanislao) podía darle algún alivio. Ahora rezaba porque se acercaba el Sabbath de las brujas. La víspera del primero de mayo era la Noche de Walpurgis, cuando los espíritus infernales vagaban por la tierra y todos los esclavos de Satanás se congregaban para entregarse a ritos y actos indecibles. Siempre era una mala fecha en Arkham, aunque la gente de categoría de la avenida Miskatonic y de las High y Saltonstall Streets pretendían no saber nada acerca de ello. Ocurrirían cosas desagradables, y probablemente desaparecerían uno o dos niños. Joe sabía de estas cosas, pues su abuela, en su país de origen, lo había oído de labios de la suya. Lo más prudente era rezar el rosario en este período. Hacía tres meses que ni Keziah ni Brown Jenkin se habían acercado a la habitación de Joe, ni a la de Paul Choynski, ni a ningún otro sitio, y esto era un mal síntoma. Algo deberían estar tramando.

El día 16, Gilman fue al consultorio del médico y se sorprendió al comprobar que su temperatura no era tan alta como había temido. El médico le interrogó a fondo y le aconsejó que fuese a ver a un especialista de los nervios. Gilman se alegró de no haber consultado al médico de la Universidad, un hombre más inquisitivo. El viejo Waldron, que ya anteriormente le había restringido el trabajo, le hubiera obligado a tomarse un descanso, cosa imposible ahora que estaba a punto de obtener grandes resultados con sus ecuaciones. Se encontraba indudablemente próximo a la frontera entre el universo conocido y la cuarta dimensión, y nadie era capaz de predecir hasta dónde podría llegar.

A veces se preguntaba sobre el motivo de tan extraña confianza, incluso cuando pensaba así. ¿Provenía este peligroso sentido de inminencia de las fórmulas con que cubría tantos papeles día tras día? Los pasos amortiguados, furtivos e imaginarios del clausurado desván le alteraban. Y ahora, además, tenía la creciente sensación de que alguien estaba tratando de persuadirle constantemente de que hiciera algo terrible que no podía hacer. ¿Y el sonambulismo? ¿A dónde iba algunas noches? ¿Qué era aquella leve sugerencia de sonido que a veces parecía vibrar a través de la confusión de rumores identificables, incluso a plena luz del día y en plena vigilia? Su ritmo no correspondía a nada terreno, como no fuera a la cadencia de uno o dos innombrables cantos de aquelarre, y algunas veces temía que correspondieran a ciertos atributos de los vagos gritos o rugidos oídos en aquellos abismos soñados totalmente extraños.

En tanto, los sueños se iban haciendo atroces. En la fase preliminar más ligera la vieja malvada se le aparecía claramente, y Gilman comprendió que era la que le había atemorizado en los barrios pobres. La encorvada espalda, la nariz ganchuda y la barbilla llena de arrugas eran inconfundibles, y sus ropas pardas e informes eran las que él recordaba. La cara de la vieja tenía una expresión de horrible malevolencia y exultación, y cuando Gilman despertaba podía recordar una voz cascada que persuadía y amenazaba. Gilman tenía que conocer al Hombre Negro e ir con ellos hasta el trono de Azatoth, en el mismo centro del Caos esencial. Esto era lo que decía la bruja. Tendría que firmar en el libro de Azatoth con su propia sangre y adoptar un nuevo nombre secreto, ahora que sus investigaciones independientes habían llegado tan lejos. Lo que le impedía ir con ella y Brown Jenkin y el otro al trono del Caos, en torno del cual tocan las agudas flautas descuidadamente, era porque había visto el nombre «Azatoth» en el Necronomicón, y sabía que correspondía a un mal primordial demasiado horrible para ser descrito.

La vieja se materializaba siempre cerca del rincón donde se unían la pared inclinada y el techo descendente. Parecía cristalizarse en un punto más cercano al techo que al suelo, y cada noche se acercaba un poco más y era más visible antes de que el sueño se desvaneciera. También Brown Jenkin estaba un poco más cerca del final, y sus colmillos amarillentos relucían odiosamente en la fosforescencia sobrenatural de color violeta. Su repulsiva risita de tono agudo resonaba continuamente en la cabeza de Gilman, y por la mañana recordaba cómo había pronunciado las palabras «Azatoth» y «Nyarlathotep».

En los sueños más profundos todas las cosas eran también más visibles, y Gilman tenía la sensación de que los abismos en penumbra crepuscular que le rodeaban eran los de la cuarta dimensión. Los entes orgánicos, cuyos movimientos parecían inconsecuentes y sin motivo, eran probablemente proyecciones de formas vitales procedentes de nuestro propio planeta, incluidos los seres humanos. Lo que fueran los otros en su propia esfera, o esferas dimensionales, no se atrevía a pensarlo. Dos de las cosas movedizas menos incongruentes, un conjunto bastante grande de iridiscentes burbujas esferoidales alargadas, y un poliedro mucho más pequeño de colores desconocidos y ángulos formados por superficies y que cambiaban a gran velocidad, parecían observarle y seguirle de un lado a otro o flotar delante de él a medida que cambiaba de posición entre gigantescos prismas, laberintos, racimos de cubos y planos, y formas que casi eran edificios; y continuamente los gritos y rugidos se hacían cada vez más estentóreos, como si se acercaran a algún monstruoso clímax de insoportable intensidad.

En la noche del 19 al 20 de abril sucedió algo nuevo. Gilman estaba moviéndose, medio involuntariamente, por los abismos en penumbra con la masa burbujeante y el pequeño poliedro flotando delante, cuando percibió los ángulos de extraña regularidad que formaban los bordes de unos gigantescos grupos de prismas vecinos. Unos segundos después se hallaba fuera del abismo tembloroso, de pie en una rocosa ladera bañada por una intensa y difusa luz de color verde. Estaba descalzo y en ropa de dormir, y cuando trató de andar encontró que apenas podía levantar los pies. Un torbellino de vapor ocultaba todo menos la pendiente inmediata, y se estremeció al pensar en los sonidos que podían surgir de aquel vapor.

Vio entonces dos formas que se le acercaban arrastrándose con gran dificultad: la vieja y la pequeña cosa peluda. La bruja se puso trabajosamente de rodillas y consiguió cruzar los brazos de singular manera, en tanto que Brown Jenkin señalaba en cierta dirección con una zarpa horriblemente antropoide que levantó con evidente dificultad. Movido por un impulso involuntario, Gilman se arrastró en la dirección señalada por el ángulo que formaban los brazos de la bruja y la diminuta garra del diabólico engendro, y antes de dar tres pasos arrastrando los pies se encontró nuevamente en los ensombrecidos abismos. Bullían a su alrededor formas geométricas, y cayó vertiginosa e interminablemente, para acabar despertando en su lecho, en la buhardilla demencialmente inclinada de la vieja casa embrujada.

Por la mañana se sintió sin fuerzas para nada, y no asistió a ninguna de las clases. Alguna desconocida atracción dirigía su vista en una dirección al parecer incongruente pues no podía evitar el mirar fijamente a cierto punto vacío del suelo. Según fue avanzando el día, su mirada sin vista cambió de situación, y para mediodía había dominado el impulso de contemplar el vacío. A eso de las dos salió a comer, y mientras recorría las angostas callejuelas de la ciudad se encontró girando siempre hacia el sudeste. Con gran esfuerzo se detuvo en una cafetería de Church Street, y después del almuerzo sintió el misterioso impulso con mayor intensidad.

Tendría que consultar a un especialista de los nervios después de todo, pues tal vez aquello estuviera relacionado con su sonambulismo, pero mientras tanto podría intentar al menos romper por sí mismo el morboso encantamiento. Indudablemente, era aún capaz de resistir el misterioso impulso, de modo que se dirigió deliberadamente y muy decidido hacia el norte por Garrison Street. Cuando llegó al puente que cruza el Miskatonic le corría un sudor frío, y se agarró a la barandilla de hierro mientras contemplaba el islote de mala fama, cuyas regulares ringleras de antiguas piedras en pie parecían cavilar sombríamente en medio del sol de la tarde.

Y algo le sobresaltó entonces. Pues había un ser vivo claramente visible en el desolado islote, y al volver a mirar se dio cuenta de que era la extraña vieja cuyo siniestro aspecto tanto le había impresionado en sus sueños. También se movían las altas hierbas cerca de ella, como si algún otro ser vivo se estuviese arrastrando por el suelo. Cuando la vieja empezó a volverse hacia él, Gilman huyó precipitadamente del puente y se refugió en el laberinto de callejas del muelle. Aunque el islote estaba a buena distancia, sintió que un maleficio monstruoso e invencible podía brotar de la sardónica mirada de aquella figura encorvado y vieja vestida de marrón.

La atracción hacia el sudeste todavía continuaba, y Gilman tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarse hasta la vieja casa y subir las desvencijadas escaleras. Estuvo varias horas sentado, silencioso y enajenado, mientras su mirada se iba volviendo paulatinamente hacia el Oeste. A eso de las seis, su aguzado oído oyó las dolientes plegarias de Joe Mazurewicz dos pisos más abajo; cogió desesperado el sombrero y salió a la calle dorada por el atardecer, dejando que el impulso que lo empujaba hacia el Sudeste lo llevara adonde quisiera. Una hora más tarde la oscuridad le encontró en los campos abiertos que se extendían más allá de Hangmas Brook, mientras las estrellas primaverales parpadeaban sobre su cabeza. El fuerte impulso de andar se estaba transformando gradualmente en anhelo de lanzarse místicamente al espacio, y entonces, repentinamente, supo de dónde procedía la fortísima atracción.

Era del cielo. Un punto definido entre las estrellas ejercía dominio sobre él y lo llamaba. Al parecer era un punto situado en algún lugar entre la Hidra y el Navío Argos, y comprendió que hacia él se había sentido impulsado desde que despertó poco después de amanecer. Por la mañana había estado debajo de él, y ahora se encontraba aproximadamente hacia el sur, pero deslizándose hacia el oeste. ¿Qué significaba esta novedad? ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cuánto duraría? Afianzándose en su resolución, dio la vuelta y se encaminó una vez más hacia la siniestra casa.

Mazurewicz le estaba aguardando en la puerta y parecía ansioso y reticente a la vez por susurrarle alguna nueva historia supersticiosa. Se trataba de la luz maléfica. Joe había participado en los festejos de la noche anterior —era el Día del Patriota en Massachussetts—, regresando a casa después de medianoche. Al mirar hacia arriba desde afuera, le pareció al principio que la ventana de Gilman estaba a oscuras, pero luego vio en el interior el tenue resplandor de color violeta. Quería advertirle sobre ese resplandor, ya que en Arkham todos sabían que era la luz embrujada que rodeaba a Brown Jenkin y al fantasma de la propia bruja. No lo había mencionado antes, pero ahora tenía que decirlo, porque significaba que Keziah y su familiar de largos colmillos andaban detrás del joven. Algunas veces, Paul Choynski, Dombrowski, el casero, y él habían creído ver el resplandor filtrándose por entre las rendijas del clausurado desván, encima de la habitación que ocupaba el señor, pero los tres habían acordado no hablar del asunto. Sin embargo, más le valdría al señor buscar habitación en algún otro lugar y pedir un crucifijo a algún buen sacerdote como el padre Iwanicki.

Mientras charlaba el buen hombre, Gilman sintió que un pánico desconocido le aferraba la garganta. Sabía que Joe debía estar medio borracho al regresar a casa la noche antes, pero la mención de una luz violácea en la ventana de la buhardilla tenía una espantosa importancia. Aquella era la clase de luz que envolvía siempre a la vieja y al pequeño ser peludo en los sueños más ligeros y claros que precedían a su hundimiento en abismos desconocidos, y la idea de que una persona despierta pudiera ver la soñada luminosidad resultaba inconcebible. Sin embargo, ¿de dónde había sacado aquel hombre tan extraña idea? ¿Acaso no se había limitado él a vagar dormido por la casa, sino que también había hablado? No, Joe dijo que no. Pero tendría que averiguarlo. Tal vez Frank Elwood pudiera decirle algo, aunque le molestaba mucho preguntarle.

Fiebre… sueños insensatos… sonambulismo… ilusión de ruidos… atracción hacia un punto del cielo… y ahora la sospecha de decir dormido cosas de loco… Tenía que dejar de estudiar, ver a un psiquiatra y procurar dominarse. Cuando subió al segundo piso se detuvo ante la puerta de Elwood, pero vio que el otro estudiante había salido. Siguió subiendo a disgusto hasta su habitación, y en ella se sentó a oscuras. Su mirada continuaba sintiéndose atraída hacia el sur, pero también se encontró aguzando el oído para captar algún ruido en el clausurado desván de arriba, y medio imaginando que una maléfica luminosidad violácea se filtraba a través de una rendija muy pequeña del techo inclinado y bajo.

Aquella noche, mientras Gilman dormía, la luz violeta cayó sobre él con inusitada intensidad, y la bruja y el pequeño ser peludo se acercaron más que nunca y se mofaron de él con agudos chillidos inhumanos y diabólicas muecas. Gilman se alegró de hundirse en los abismos crepusculares, aunque la persecución de aquel grupo de burbujas iridiscentes y del pequeño y caleidoscópico poliedro resultaba amenazadora e irritante. Luego sobrevino un cambio, cuando vastas superficies convergentes de una sustancia de aspecto escurridizo aparecieron encima y debajo de él, cambio que culminó con una llamarada de delirio y un resplandor de luz desconocida y extraña, en la cual se mezclaban demencial e inextricablemente el amarillo, el carmesí y el índigo.

Estaba medio tumbado en una alta azotea de fantástica balaustrada que dominaba una infinita selva de exóticos e increíbles picos, superficies planas equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales en equilibrio sobre pináculos e innumerables formas aún más descabelladas, unas de piedra, otras de metal, que relucían magníficamente en medio de la compuesta y casi cegadora luz que sobre todo ello derramaba un cielo polícromo. Mirando hacia arriba vio tres discos prodigiosos de fuego, todos ellos de diferente color, situados a distinta altura por encima de un curvado horizonte, infinitamente lejano, de bajas montañas. Detrás de él se elevaban filas de terrazas más altas hasta donde alcanzaba la vista. La ciudad se extendía a sus pies hasta donde alcanzaba la vista, y Gilman deseó que ningún sonido brotara de ella.

El suelo del cual se levantó fácilmente era de una piedra veteada y bruñida que no pudo identificar, y las baldosas estaban cortadas en formas caprichosas, que más que asimétricas le parecieron estar basadas en alguna simetría irracional, cuyas leyes era incapaz de entender. La balaustrada le llegaba hasta el pecho y estaba delicada y fantásticamente forjada, y a lo largo del barandal se veían intercaladas, de trecho en trecho, pequeñas figuras de grotesca concepción y exquisita talla. Las figuras lo mismo que la balaustrada parecían ser de un metal brillante, cuyo color no se podía adivinar en el caos de mezclados fulgores, y cuya naturaleza invalidaba todas las conjeturas. Representaban algún objeto acanalado en forma de barril y con delgados brazos horizontales que salían como radios de rueda de un anillo central y con abultamientos o bulbos que salían de la cabeza y de la base. Cada uno de estos bulbos era el eje de un sistema de cinco brazos, largos, planos, rematados en triángulos dispuestos alrededor del eje, como los brazos de una estrella de mar, casi horizontales, pero ligeramente curvados desde el barril central. La base del bulbo inferior se fundía en el largo barandal con un punto de contacto tan delicado que varias figuras se habían roto y desprendido. Medían éstas alrededor de cuatro pulgadas y media de altura, y los aguzados brazos tenían un diámetro máximo de unas dos pulgadas y media.

Cuando Gilman se levantó, las losas le dieron una sensación de calor en los pies. Estaba completamente solo, y lo primero que hizo fue acercarse a la balaustrada y contemplar con vértigo la infinita y ciclópea ciudad que se extendía a casi dos mil pies por debajo de la terraza. Mientras escuchaba, le pareció que una rítmica confusión de tenues sonidos musicales que recorrían una amplia escala diatónica ascendía desde las estrechas calles de abajo, y deseó poder ver a los habitantes del lugar. Al cabo de un rato se le nubló la vista, y hubiera caído al suelo de no haberse agarrado instintivamente a la reluciente balaustrada. Su mano derecha fue a dar en una de las figuras que sobresalían, y el contacto pareció infundirle cierta fortaleza. Sin embargo, la presión era excesiva para la exótica delicadeza de aquel objeto metálico, y la figura erizada se le rompió en la mano. Aún medio mareado, continuó apretándola mientras su otra mano se agarraba a un espacio vacío en la lisa balaustrada.

Pero ahora sus oídos hipersensibles captaron algo a sus espaldas, y Gilman volvió la cabeza y miró a través de la horizontal terraza. Vio cinco figuras que se acercaban silenciosamente, aunque sus movimientos no eran furtivos; dos de ellas eran la vieja y el animalejo peludo y de afilados colmillos. Las otras tres fueron las que le redujeron a la inconsciencia, pues eran representaciones vivas, de unos ocho pies de altura, de las equinodérmicas figuras de la balaustrada, que avanzaban valiéndose de las vibraciones de los brazos inferiores de estrella de mar que agitaban como una araña mueve las patas…

Gilman despertó en la cama, empapado de sudor frío y con una sensación de escozor en la cara, manos y pies. Saltando al suelo, se lavó y vistió con frenética rapidez, como si le fuera indispensable salir de la casa lo antes posible. No sabía adónde quería ir, pero comprendió que tendría que sacrificar las clases otra vez. La extraña atracción hacia aquel punto situado entre la Hidra y el Navío Argo había disminuido, pero otra fuerza todavía más potente la había reemplazado. Ahora notaba que tenía que dirigirse hacia el norte, infinitamente al norte. Sintió miedo de cruzar el puente desde el cual se veía el islote en medio del río Miskatonic, de modo que se dirigió al puente de la avenida Peabody. Tropezaba a menudo, pues ojos y oídos permanecían encadenados a un altísimo punto del vacío cielo azul.

Después de una hora aproximadamente, consiguió un mayor dominio de sí mismo y vio que se había alejado mucho de la ciudad. Todo cuanto le rodeaba tenía la estéril tristeza de las salinas, y el estrecho camino que se alejaba delante de él conducía a Innsmouth, esa antigua ciudad abandonada que la gente de Arkham estaba curiosamente poco dispuesta a visitar. Aunque la atracción hacia el norte no había disminuido, la resistió como había aguantado la otra y finalmente acabó por descubrir que casi podía contrarrestarlas una con otra. Regresó a la ciudad y, luego de tomar una taza de café en un bar, se arrastró hacia la biblioteca pública y allí estuvo hojeando distraídamente una serie de revistas amenas. Unos amigos observaron lo quemado que estaba por el sol, pero Gilman no les habló de su paseo. A las tres almorzó algo en un restaurante y observó que la atracción o se había atenuado o se había dividido. Se metió en un cine barato para matar el tiempo, y vio la misma película una y otra vez sin prestarle atención.

A eso de las nueve de la noche volvió a casa y entró en ella lentamente. Joe Mazurewicz estaba allí mascullando oraciones y Gilman subió apresuradamente a su buhardilla sin detenerse para ver si Elwood estaba en casa. Fue al encender la débil luz cuando le atenazó la sorpresa. Vio inmediatamente que sobre la mesa había algo que no debía estar allí, y una segunda ojeada no dejó lugar a dudas. Tumbada sobre un costado, pues no podía tenerse en pie, estaba la exótica y erizada figura que en el monstruoso sueño había arrancado de la fantástica balaustrada. No le faltaba ningún detalle. El asomado centro en forma de barril, los delgados brazos radiados, los abultamientos en los dos extremos y los delgados brazos de estrella de mar, ligeramente curvados hacia afuera, que salían de aquellos abultamientos; todo estaba allí. A la luz de la bombilla, el color parecía ser una especie de gris iridiscente veteado de verde; y Gilman pudo ver, en medio de su horror y de su asombro, que uno de los abultamientos acababa en un borde irregular y roto correspondiente al anterior punto de unión con la soñada balaustrada.

Tan sólo el estar próximo al estupor le impidió gritar. Aquella fusión de sueño y realidad resultaba imposible de soportar. Aturdido, tomó el objeto y bajó tambaleándose a la habitación de Dombrowski, el casero. Las dolientes plegarias del supersticioso Mazurewicz se oían todavía en los húmedos pasillos, pero a Gilman ya le tenían sin cuidado. Dombrowski estaba en casa y le acogió amablemente. No, no había visto nunca aquel objeto y nada sabía acerca de ello. Pero su mujer le había dicho que había encontrado una cosa rara de latón en una de las camas cuando limpiaba a mediodía, y tal vez fuera aquello. Dombrowski llamó a su mujer y ella entró contoneándose como un pato. Sí, era aquello. Lo había encontrado en la cama del señor, en la parte más cercana a la pared. Le había parecido raro, pero, claro, el señor tenía tantas cosas raras en la habitación, libros, objetos curiosos, cuadros… Desde luego, ella no sabía nada acerca de aquella figura.

De modo que Gilman volvió a subir las escaleras más desconcertado que nunca, convencido de que estaba todavía soñando o de que su sonambulismo le había llevado a extremos inconcebibles y a robar en lugares desconocidos. ¿En dónde habría cogido aquel extraño objeto? No recordaba haberlo visto en ningún museo de Arkham. Claro que de algún sitio había tenido que salir; y el verlo mientras lo cogía en sueños debía haber provocado la escena de la terraza con la balaustrada. Al día siguiente haría algunas cautelosas indagaciones, e iría a consultar al especialista en enfermedades nerviosas.

En tanto, trataría de vigilar su sonambulismo. Al subir al piso de arriba y cruzar el pasillo de la buhardilla, esparció en el suelo algo de harina que había pedido prestada al casero después de explicarle francamente para qué la quería. Entró en su cuarto, puso el aguzado objeto sobre la mesa, se echó en la cama, completamente agotado mental y físicamente, sin detenerse para desnudarse. Desde el hermético desván le llegó el apagado rumor de uñas y pasos de patas diminutas, pero se encontraba demasiado cansado para preocuparse por ello. Aquella misteriosa atracción hacia el norte comenzaba de nuevo a ser fuerte, aunque ahora parecía proceder de un lugar del cielo mucho más cercano.

A la cegadora luz violeta del sueño, la vieja y el pequeño ser peludo de afilados colmillos se presentaron de nuevo, con mayor claridad que en ninguna ocasión anterior. Esta vez llegaron hasta él, y Gilman sintió que las secas garras de la bruja le agarraban. Sintió también que le sacaban violentamente de la cama y le conducían al vacío espacio, y durante un momento oyó los rítmicos rugidos y vio el amorfo crepúsculo de los abismos difusos que hervían a su alrededor. Pero el momento fue fugaz, pues inmediatamente se encontró en un pequeño y descuidado recinto limitado por vigas y tablones sin cepillar que se elevaban para juntarse en ángulo por encima de él y formaban un curioso declive bajo sus pies. En el suelo había cajones achatados colmados de libros muy antiguos en diversos estados de conservación, y en el centro había una mesa y un banco, al parecer sujetos al suelo. Encima de los cajones había una serie de pequeños objetos de forma y uso desconocidos, y a la brillante luz violeta Gilman creyó ver un duplicado de la erizada figura que tanto le había intrigado. A la izquierda, el suelo bajaba bruscamente dejando un hueco negro y triangular del cual surgió, tras un segundo de secos ruidos, el odioso ser peludo de amarillentos colmillos y barbado rostro humano.

La bruja, con una horrible mueca, todavía le tenía agarrado, y al otro lado de la mesa estaba en pie una figura que Gilman no había visto nunca, un hombre alto y enjuto de piel negrísima, aunque sin el menor rasgo negroide en sus facciones, completamente desprovisto de pelo o barba, y que como única indumentaria llevaba una túnica informe de pesada tela negra. No se le veían los pies a causa de la mesa y el banco, pero debía de ir calzado, pues cuando se movía se oía ruido como de zapatos. No hablaba, ni había expresión alguna en su rostro.

Únicamente señaló un libro de prodigioso tamaño que estaba abierto sobre la mesa en tanto que la bruja le ponía a Gilman en la mano derecha una inmensa pluma de ave color gris. Se respiraba un clima de miedo aterrador, y se llegó a la culminación cuando el ser peludo trepó hasta el hombro de Gilman agarrándose a sus ropas, descendió por su brazo izquierdo y finalmente le hundió los colmillos en la muñeca justo por debajo del puño de la camisa. Cuando brotó la sangre, Gilman se desmayó.

Se despertó el día 22 con la muñeca izquierda dolorida y vio que el puño de la camisa estaba manchado de sangre seca. Sus recuerdos eran muy confusos, pero la escena del hombre negro en el espacio desconocido permanecía muy clara en su memoria. Supuso que las ratas le habían mordido mientras dormía, provocando el desenlace del terrible sueño. Abrió la puerta y vio que la harina que había esparcido sobre el suelo del pasillo estaba intacta, exceptuando las enormes pisadas del hombre que se hospedaba en el otro extremo de la buhardilla. De modo que esta vez no había andado en sueños. Pero algo tenía que hacer para acabar con las ratas. Hablaría con el dueño. Una vez más trató de tapar el agujero de la parte baja de la pared inclinada metiendo a presión una vela que parecía tener el tamaño indicado. Le zumbaban los oídos terriblemente, como con el eco de algún espantoso ruido percibido en sueños.

Mientras se bañaba y mudaba de ropa, trató de recordar qué había soñado después de la escena que vio en el espacio iluminado de violeta, pero en su mente no cristalizó nada concreto. La escena debía haber correspondido al desván clausurado de arriba, que tan violentamente había comenzado a obsesionarle, pero las impresiones posteriores eran débiles y confusas. Percibió señales de vagos abismos envueltos en una luz crepuscular, y de otros aún más vastos y oscuros que quedaban más allá, abismos sin ninguna sugerencia fija. Le habían llevado hasta allí los grupos de burbujas y el pequeño poliedro que siempre se le escapaba; pero ellos, como él mismo, se habían transformado en jirones de niebla en aquel vacío ulterior de oscuridad definitiva. Algo le había precedido, un jirón mayor que a veces se condensaba y adquiría una forma vaga, y Gilman pensó que su avance no se había producido en línea recta, sino más bien a lo largo de las curvas y espirales de alguna vorágine etérea que obedecía a leyes desconocidas para la física y las matemáticas de cualquier cosmos concebible. Finalmente, hubo una insinuación de inmensas sombras que saltaban, de una monstruosa pulsación semiacústica y del monótono sonido de flautas invisibles; pero nada más. Gilman llegó a la conclusión de que esto último procedía de lo que había leído en el Necronomicón acerca de la insensata entidad, Azatoth, que impera sobre el tiempo y el espacio desde un negro trono en el centro del Caos.

Cuando se lavó la sangre de la muñeca, comprobó que la herida era muy leve y Gilman sintió curiosidad por la posición de los dos diminutos pinchazos. Se dio cuenta que no había sangre en la sábana donde había estado acostado, un hecho muy raro considerando la gran cantidad que manchaba su piel y el puño de la camisa. ¿Habría estado caminando dormido por la habitación y la rata le había mordido mientras estaba sentado en una silla, o detenido en alguna posición menos lógica? Examinó todos los rincones buscando manchas de sangre, pero no encontró ninguna. Pensó que tendría que esparcir harina en la habitación además de hacerlo en el pasillo, aunque, después de todo, no necesitaba más pruebas de su sonambulismo. Sabía que caminaba dormido, y debía curarse de ello. Tendría que pedirle a Frank Elwood que le ayudara. Aquella mañana, los extraños impulsos procedentes del espacio parecían menos fuertes, aunque les reemplazó otra sensación todavía más inexplicable. Era un vago e insistente impulso de escapar de su actual estado, sin ninguna sugerencia de la dirección concreta en que deseaba huir. Cuando cogió la extraña figura que tenía sobre la mesa, le pareció que la antigua atracción del Norte se hacía más intensa, pero, aun así, ésta quedaba dominada por la nueva y asombrosa necesidad.

Llevó la erizada imagen a la habitación de Elwood, tratando de no escuchar las dolientes plegarias del reparador de telares, que subían desde la planta baja. Elwood estaba allí, gracias a Dios, y al parecer se movía por su cuarto. Tenían tiempo para charlar un rato antes de salir para desayunar e ir al Colegio, y Gilman le contó apresuradamente sus recientes sueños y temores. Su amigo se mostró muy comprensivo y estuvo de acuerdo en que había que hacer algo. Le impresionó el aspecto enfermizo que presentaba su compañero y notó que estaba muy quemado por el sol, como otros lo habían notado la semana anterior. Sin embargo, no fue mucho lo que pudo decirle. No había visto a Gilman andar en sueños, y no tenía la menor idea de lo que podía ser la curiosa imagen. Pero había oído al canadiense francés que se hospedaba debajo de Gilman conversando con Mazurewicz una noche. Hablaban del temor que les inspiraba la próxima Noche de Walpurgis, para la que sólo faltaban pocos días, e intercambiaban comentarios compasivos sobre el pobre y predestinado Gilman. Desrochers se había referido a los pasos nocturnos de pies calzados y descalzos que resonaban en el techo de su cuarto, que quedaba debajo del de Gilman, y a la luz violácea que había visto una noche en que se había decidido a subir para fisgar a través del ojo de la cerradura de la puerta de Gilman. Pero, según dijo a Mazurewicz, no se había atrevido a mirar cuando había percibido aquella luz por las rendijas de la puerta. También había oído hablar en voz baja, pero cuando empezó a describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.

Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.

Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.

En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido; en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre Iwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown Jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.

Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.

En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba Gilman, pero Dombrowski lo tapó durante el día. El veneno no estaba produciendo mucho efecto, pues se continuaban oyendo carreras y rasgueos en el interior de las paredes.

Elwood volvió tarde aquella noche y Gilman se quedó levantado esperándole. No quería dormir solo en una habitación, especialmente porque al atardecer le había parecido ver a la repulsiva vieja cuya imagen se había trasladado de manera tan horrible a sus sueños. Se preguntó quién sería y qué habría estado cerca de ella golpeando una lata en un montón de basura que había a la entrada de un patio miserable. La bruja pareció verle y dedicarle una maliciosa mueca, aunque esto quizá fue cosa de su imaginación.

Al día siguiente, los dos muchachos estaban muy cansados y comprendieron que dormirían como troncos cuando llegara la noche. Por la tarde hablaron de los estudios matemáticos que tan completa y quizá perjudicialmente habían absorbido a Gilman, y especularon acerca de su conexión con la antigua magia y con el folklore, cosa que parecía oscuramente probable. Hablaron de la bruja Keziah Mason, y Elwood convino en que Gilman tenía buenas razones científicas para pensar que la vieja podía haber tropezado casualmente con conocimientos extraños e importantes. Los cultos secretos a que se entregaban estas hechiceras guardaban y transmitían frecuentemente secretos sorprendentes desde antiguas, olvidadas épocas; y no era de ninguna manera imposible que Keziah hubiera dominado el arte de atravesar los muros dimensionales. La tradición subraya la inutilidad de las barreras materiales para detener los movimientos de una bruja, y ¿quién puede decir qué hay en el fondo de las antiguas leyendas que hablan de viajes a lomos de una escoba a través de la noche?

Faltaba por ver si un estudiante moderno podía adquirir poderes similares tan sólo mediante investigaciones matemáticas. Conseguirlo, según Gilman, podía conducir a situaciones peligrosas e inconcebibles, pues ¿quién podría predecir las condiciones imperantes en una dimensión adyacente pero normalmente inalcanzable? Por otra parte, las posibilidades pintorescas eran enormes. El tiempo podía no existir en ciertas franjas del espacio, y al entrar y permanecer en ellas se podría conservar la vida y la edad indefinidamente, sin padecer jamás metabolismo o deterioro orgánico, excepto en cantidades insignificantes y como resultado de las visitas al propio planeta o a otros similares. Por ejemplo, se podría pasar a una dimensión sin tiempo y volver de ella tan joven como antes en un período remoto de la historia de la Tierra.

Resultaba imposible conjeturar si alguien había intentado conseguirlo. Las leyendas son vagas y ambiguas, y en épocas históricas todas las tentativas de cruzar espacios prohibidos parecen estar mezcladas a extrañas y terribles alianzas con seres y mensajeros del exterior. Existía la figura inmemorial del delegado o mensajero de poderes ocultos y terribles, el «Hombre Negro» de los aquelarres y el «Nyarlathotep» del Necronomicón. Existía también el desconcertante problema de los mensajeros inferiores o intermediarios, esos seres semianimalese y extraños híbridos que la leyenda nos presenta como familiares de las hechiceras. Cuando Gilman y Elwood se fueron a acostar, demasiado cansados para continuar hablando, oyeron a Joe Mazurewicz entrar tambaleándose en la casa, medio borracho, y se estremecieron al oír los tonos angustiados de sus plegarias.

Aquella noche Gilman volvió a ver la luz violeta. Oyó en sueños rascar y mordisquear al otro lado de la pared, y le pareció que alguien trataba torpemente de abrir la puerta. Y entonces vio a la bruja y al pequeño ser peludo avanzando hacia él por la alfombra. El rostro de la hechicera estaba iluminado por una inhumana exultación y el pequeño monstruo de colmillos amarillentos dejaba oír su apagada risita burlona mientras señalaba la forma de Elwood, profundamente dormido en el diván del extremo opuesto de la habitación. El temor le paralizó y le impidió gritar. Como en otra ocasión, la horrenda bruja agarró a Gilman por los hombros, lo sacó de la cama de un tirón y lo dejó flotando. De nuevo, una infinidad de abismos rugientes pasaron ante él como un rayo, pero al cabo de unos instantes le pareció encontrarse en un callejón oscuro, fangoso, desconocido y hediondo con paredes de casas viejas y medio podridas alzándose en torno suyo por todos lados.

Delante de él estaba el hombre negro de flotantes vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos de su otro sueño, en tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señales y muecas imperiosas para que se acercara. Brown Jenkin se estaba restregando con una especie de cariño juguetón contra los tobillos del hombre negro ocultos en gran parte por el barro. A la derecha había una puerta abierta que el hombre negro señaló silenciosamente. La bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las mangas del pijama. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en un rellano. La hechicera anduvo en el picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara y desapareciendo en el interior.

El oído hipersensible del muchacho captó un espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como ordenándole que lo cogiera. La vista de este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que allí aguardaba. Poco antes de perder el sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos, semejante a una rata deforme.

La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. En el mismo instante en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido sobre la cama deshecha. Le dolía el cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama, vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de barro seco. A pesar de lo nebuloso de sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio que al otro lado no había huellas. Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación. Bajó a la habitación de Elwood, le despertó y comenzó a contarle lo sucedido, pero Elwood no podía imaginar lo que había ocurrido. ¿Dónde podía haber estado Gilman? ¿Cómo había regresado a su cuarto sin dejar huellas en el pasillo? ¿Cómo se habían mezclado las manchas de barro con aspecto de huellas de muebles con las suyas en la buhardilla? Eran preguntas que no tenían respuesta. Luego estaban aquellas oscuras marcas lívidas del cuello, como si hubiera tratado de ahorcarse. Se las tocó con las manos, pero vio que no se ajustaban a ellas ni siquiera aproximadamente. Mientras hablaban, entró Desrochers para decirle que habían oído un tremendo estrépito en el piso de arriba a altas horas de la noche. No, nadie había subido la escalera después de las doce, aunque poco antes había oído pasos apagados en la buhardilla, y también otros que bajaban cautelosamente y que habían despertado sus sospechas. Añadió que era una época del año muy mala para Arkham. Sería mejor que Gilman llevara siempre el crucifijo que Joe Mazurewicz le había dado. Ni siquiera durante el día se estaba seguro; después del amanecer se habían oído unos ruidos extraños, especialmente el grito agudo de un niño, rápidamente sofocado.

Gilman asistió a clase mecánicamente aquella mañana, pero le fue imposible concentrarse en los estudios. Se sentía poseído de un indecible temor y de una especie de expectación y parecía estar aguardando algún golpe demoledor. A mediodía almorzó en el University Spa, y cogió un periódico del asiento de al lado mientras esperaba el postre. Pero no llegó a comerlo nunca, pues una noticia de la primera página del periódico le dejó sin fuerzas y con la mirada desvariada y sólo fue capaz de pagar la cuenta y volver a la habitación de Elwood con pasos vacilantes.

La noche anterior se había producido un extraño secuestro en Ornes Gangway; un niño de dos años, hijo de una obrera llamada Anastasia Wolejko que trabajaba en una lavandería había desaparecido sin dejar rastro. La madre, al parecer, temía tal acontecimiento desde hacía algún tiempo, pero los motivos que aducía para explicar sus temores fueron tan grotescos que nadie los tomó en serio. Dijo que había visto a Brown Jenkin rondando su casa de vez en cuando desde principios de marzo, y que sabía, por sus muecas y risas, que su pequeño Ladislas estaba señalado para el sacrificio en el aquelarre de la Noche de Walpurgis. Había pedido a su vecina, Mary Czanek, que durmiera en su cuarto y tratara de proteger al niño, pero Mary no se había atrevido. No pudo recurrir a la policía, porque no creían en tales cosas. Todos los años se llevaban a algún niño de esta forma, desde que ella podía recordar. Y su amigo Pete Stowacki no había querido ayudarla, porque deseaba librarse del niño.

Pero lo que más impresionó a Gilman fueron las declaraciones de un par de trasnochadores que pasaron caminando por la entrada del callejón poco después de medianoche. Reconocieron que estaban bebidos, pero ambos aseguraron haber visto a tres personas vestidas de manera estrafalaria entrando en el callejón. Una de ellas, según dijeron, era un negro gigantesco envuelto en una túnica, la otra una vieja andrajosa y el tercero un muchacho blanco con su ropa de dormir. La vieja arrastraba al muchacho, y una rata mansa iba restregándose contra los tobillos del negro y hundiéndose en el barro de color oscuro.

Gilman permaneció sentado toda la tarde sumido en estupor, y Elwood, que ya había leído los periódicos y conjeturado ideas terribles con lo que allí se decía, así le encontró cuando llegó a casa. Esta vez no podían dudar de que algo muy grave había ocurrido y los estaba amenazando. Entre los fantasmas de las pesadillas y las realidades del mundo objetivo se estaba cristalizando una monstruosa e inconcebible relación, y solamente una intensísima vigilancia podría evitar acontecimientos todavía más horrorosos. Gilman tenía que consultar a un psiquiatra, antes o después, pero no precisamente ahora cuando todos los periódicos se ocupaban del rapto.

Lo que había sucedido era muy enigmático, y por el momento tanto Gilman como Elwood suponían en voz baja las cosas más descabelladas. ¿Acaso Gilman había conseguido inconscientemente un éxito mayor del que suponía, con sus estudios sobre el espacio y sus dimensiones? ¿Había salido realmente de nuestro entorno terrestre, para llegar a lugares no adivinados e inimaginables? ¿En dónde había estado, si es que había estado en algún sitio, aquellas noches de demoníaco extrañamiento? Los abismos en penumbra resonando con sonidos terribles, la loma verde, la terraza abrasadora, la atracción de las estrellas, el negro torbellino final, el hombre negro, el callejón embarrado y la escalera, la vieja bruja y el horror peludo de afilados colmillos, los grupos de burbujas y el pequeño poliedro, el extraño tostado de su piel, la herida de la muñeca, la imagen inexplicada, los pies manchados de barro, las señales en el cuello, las leyendas y temores de los extranjeros supersticiosos…, ¿qué significaba todo aquello? ¿Hasta qué punto podían aplicarse a un caso semejante las leyes de la cordura?

Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño aquella noche, pero al día siguiente no fueron a clase y estuvieron dormitando durante horas. Eso fue el 30 de abril; con el crepúsculo llegaría la diabólica hora del aquelarre que todos los extranjeros y los viejos supersticiosos temían. Mazurewicz regresó a casa a las seis de la tarde con la noticia de que la gente susurraba en el molino que el aquelarre tendría lugar en el oscuro barranco al otro lado de Meadow Hill, donde se levanta la antigua piedra blanca, en un paraje extrañamente desprovisto de toda vegetación. Algunos habían informado a la policía aconsejando que buscaran allí al desaparecido niño de la Wolejko, aunque no creían que se hiciera nada. Joe insistió en que el joven estudiante no dejara de llevar el crucifijo que colgaba de la cadena de níquel, y Gilman le obedeció para complacerle dejando que le pendiera por debajo de la camisa.

Avanzada la noche, los dos muchachos estaban sentados medio dormidos en sus sillas, arrullados por los rezos del mecánico de telares en el piso de abajo. Gilman escuchaba a la par que cabeceaba, y sus oídos, sobrenaturalmente agudizados, parecían esforzarse en captar algún sutil y temido murmullo casi apagado por los ruidos de la vieja casa. Recuerdos malsanos de cosas leídas en el Necronomicón y en el Libro Negro brotaron en su mente, y se encontró balanceándose ajustando los movimientos a execrables ritmos supuestamente pertenecientes a las más grotescas ceremonias del aquelarre, cuyo origen se decía se remontaba a un tiempo y a un espacio ajenos a los nuestros.

Al cabo se dio cuenta de que estaba tratando de escuchar los infernales cánticos de los celebrantes en el distante y tenebroso valle. ¿Cómo sabía él tanto acerca de la cuestión? ¿Cómo conocía la hora en que Nahab y su acólito iban a aparecer con la rebosante vasija que seguiría al gallo y a la cabra negros? Vio que Elwood se había quedado dormido y trató de llamarle para que despertara. Pero algo le cerró la garganta. No era dueño de sí mismo. ¿Acaso habría firmado en el libro del hombre negro después de todo?

Y, entonces, su febril y anormal sentido del oído captó las lejanas notas llegadas en alas del viento. A través de millas de colinas, de prados y de callejones, llegaron hasta él, y las reconoció pese a todo. La hoguera ya estaría encendida y los danzarines dispuestos a iniciar el baile. ¿Cómo evitar el marchar hacia allí? ¿En qué red había caído? Las matemáticas, las leyendas, la casa, la vieja Keziah, Brown Jenkin… y ahora advirtió que había un agujero recién abierto por las ratas en la pared cerca de su diván. Por encima de los distantes cánticos y de las más cercanas preces de Mazurewicz oyó otro ruido: el sonido de algo que escarbaba furtivamente, pero con decisión, en la pared. Temió que fuera a fallar la luz eléctrica. Y entonces vio la colmilluda y barbada carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta.

Estallaron ante él los abismos oscuros y llenos de gritos, y se sintió inerme en la presa informe de las agrupaciones iridiscentes de burbujas. Ante él, corría velozmente el pequeño poliedro caleidoscópico y en todo el vacío envuelto en turbulencia se percibió un aumento y una aceleración de la vaga configuración tónica que parecía presagiar un clímax indecible e inaguantable. Le pareció saber lo que iba a ocurrir: la monstruosa explosión del ritmo de Walpurgis, en cuyo cósmico timbre se concentrarían todos los torbellinos primitivos y postreros del espacio-tiempo que yacen más allá de las masas de materia y algunas veces trascienden en medidas reverberaciones y penetran levemente todos los niveles de entidad dando un espantable significado en todos los mundos a ciertos temidos períodos.

Pero todo se desvaneció en un segundo. Ahora estaba otra vez en el espacio angosto y picudo bañado por una luz violácea, con el suelo inclinado, las cajas de libros, el banco y la mesa, los extraños objetos y el abismo triangular a cada lado. Sobre la mesa había una figura blanca y pequeña, la figura de un niño desnudo e inconsciente, y al otro lado estaba la monstruosa vieja de horrible expresión con un brillante cuchillo de grotesco mango en la mano derecha y un cuenco de metal de color claro, de extrañas proporciones, curiosos dibujos cincelados y delicadas asas laterales, en la izquierda. Entonaba alguna especie de cántico ritual en una lengua que Gilman no pudo entender, pero que parecía algo citado cautelosamente en el Necronomicón.

A medida que la escena se aclaraba, Gilman vio a la hechicera inclinarse hacia delante y extender el bol vacío a través de la mesa. Incapaz de dominar sus emociones, Gilman alargó los brazos, tomó el cuenco con ambas manos y advirtió al hacerlo que pesaba poco. En el mismo momento, el repulsivo Brown Jenkin trepó sobre el borde del triangular vacío negro de la izquierda. La bruja le hizo señas a Gilman de que mantuviera el cuenco en determinada posición, mientras ella alzaba el enorme y grotesco cuchillo hasta donde se lo permitió su mano derecha sobre la pequeña víctima. El ser peludo de afilados colmillos continuó el desconocido ritual riendo entre dientes, en tanto que la bruja mascullaba repulsivas respuestas. Gilman sintió que un profundo asco dominaba su parálisis mental y emotiva, y que el cuenco de liviano metal le temblaba en las manos. Un segundo más tarde el rápido descenso del cuchillo rompía el encantamiento y Gilman dejaba caer el cuenco con ruido semejante al tañido de una campana en tanto que sus dos manos se agitaban frenéticamente para detener el monstruoso acto.

En un instante llegó hasta el borde del piso en declive, rodeando la mesa, y arrancó el cuchillo de las garras de la bruja arrojándolo por el agujero del angosto abismo triangular. Pero, pasados unos instantes, las garras asesinas se cerraban sobre su cuello, en tanto que la arrugada cara adquiría una expresión de enloquecida furia. Sintió que la cadena del crucifijo barato se le hundía en la carne, y en medio del peligro se presentó cómo afectaría la vista del objeto a la diabólica vieja. La fuerza de la hechicera era completamente sobrehumana, pero mientras ella trataba de estrangularle, Gilman se abrió la camisa con esfuerzo y tirando del símbolo de metal, rompió la cadena y lo dejó libre.

Al ver la cruz, la bruja pareció ser víctima del pánico y aflojó su presa lo suficiente como para que Gilman pudiera zafarse de ella. Se liberó de las garras que le atenazaban el cuello y hubiera arrastrado a la bruja hasta el borde del abismo si aquellas garras no hubieran recobrado nuevas fuerzas para cerrarse de nuevo sobre su cuello. Esta vez Gilman decidió responder de igual manera y agarró la garganta de la hechicera con sus propias manos. Antes que ella pudiera darse cuenta de lo que él hacía, le rodeó el cuello con la cadena del crucifijo y un momento después apretó lo suficiente hasta cortarle la respiración. Cuando ya se agotaba la resistencia de la hechicera, Gilman notó que algo le mordía en el tobillo y vio que Brown Jenkin había acudido en defensa de su amiga. Con un salvaje puntapié lanzó a aquel engendro al interior del abismo y lo oyó quejarse desde el fondo de algún lugar lejano.

No sabía si había matado a la bruja, pero la dejó sobre el suelo en donde había caído, y, al volverse, vio sobre la mesa algo que casi acabó con los últimos vestigios de su razón. Brown Jenkin, dotado de fuertes músculos y cuatro manos diminutas de demoníaca destreza, había estado ocupado mientras la bruja trataba de estrangularlo. Los esfuerzos de Gilman habían sido en vano. Lo que él había evitado que hiciera el cuchillo en el pecho de la víctima, lo habían logrado, en una muñeca, los colmillos amarillentos del peludo engendro y el cuenco que había caído al suelo, estaba lleno junto al pequeño cuerpo sin vida.

En su soñado delirio Gilman oyó el diabólico cántico del ritmo inhumano del aquelarre llegando desde una distancia infinita, y supo que el hombre negro tenía que estar allí. Los confusos recuerdos se mezclaron con la matemática, y se le antojó que su inconsciente conocía los ángulos que necesitaba para guiarse y regresar al mundo normal, solo y sin ayuda, por primera vez. Se sintió seguro de encontrarse en el desván, herméticamente cerrado desde tiempo inmemorial, de encima de su habitación, pero le parecía muy dudoso escapar a través del suelo en declive o de la trampa cerrada hacía tantos años. Además, huir de un desván soñado, ¿no le conduciría sencillamente a una casa imaginada, a una proyección anómala del lugar que realmente buscaba? Se encontraba completamente ofuscado en cuanto a la relación sueño-realidad de lo que había experimentado.

El tránsito por aquellos vagos abismos sería terrible, pues el ritmo de Walpurgis estaría vibrando, y al final tendría que oír el latido cósmico que tanto temía y que hasta ahora había estado velado. Incluso podía percibir una apagada sacudida monstruosa cuyo ritmo sospechaba demasiado claramente. En la noche del Sabbath siempre se hacía más sonora y resonaba a través de los mundos para convocar a los iniciados a ritos indescriptibles. La mitad de los cánticos de la noche del Sabbath se ajustaban al ritmo de aquel latido escuchado suavemente que ningún oído humano podría soportar en su desvelada plenitud espacial. Gilman también se preguntó si podría fiarse de sus instintos para regresar a la parte del espacio que le correspondía. ¿Cómo estar seguro de no aterrizar en aquella ladera de luminosidad violácea de un planeta lejano, en la terraza almenada sobre la ciudad de monstruos provistos de tentáculos, en algún lugar situado más allá de nuestra galaxia, o en las negras vorágines de ese postrer vacío de Caos, en donde reina Azatoth, el demonio-sultán desprovisto de mente?

Inmediatamente antes de lanzarse, se apagó la luz violeta y Gilman quedó en la más completa oscuridad. La bruja, la vieja Keziah, Nahab, aquello debía significar su muerte. Y mezclados con los remotos cánticos de la noche del Sabbath, y con los quejidos de Brown Jenkin en el abismo inferior, le pareció oír otros gemidos más frenéticos que llegaban desde profundidades desconocidas. Joe Mazurewicz, sus conjuros contra el Caos Reptante, que ahora se convertía en un aullido de triunfo, mundos de sardónica realidad que invadían los torbellinos de sueños febriles, Iä, ShubNiggutah, El Macho Cabrío con el Millar de Crías…

Encontraron a Gilman en el suelo de la buhardilla de extraños rincones mucho antes de que amaneciera, pues el terrible grito había hecho acudir inmediatamente a Desrochers y a Choynski, a Dombrowski y a Mazurewicz, e incluso había despertado a Elwood, que dormía en su sillón. Estaba vivo, con los ojos abiertos y fijos, pero parecía medio inconsciente. Tenía en el cuello las señales dejadas por las manos asesinas, y una rata le había mordido en el tobillo. Tenía la ropa muy arrugada y el crucifijo de Joe había desaparecido. Elwood pensó atemorizado, rehusando imaginar la respuesta, qué nueva fórmula había adoptado el sonambulismo de su amigo. Mazurewicz estaba medio aturdido por una «señal» que decía haber recibido en respuesta a sus preces y se persignó frenéticamente cuando se oyó el chillido de una rata que llegaba desde el otro lado de la pared inclinada.

Una vez acomodado Gilman en la cama, en la habitación de Elwood, enviaron a buscar al Dr. Malkowski, un médico de la vecindad de probada discreción. Le puso éste dos inyecciones hipodérmicas que le relajaron y le sumieron en un sueño reparador. El enfermo recobró el conocimiento varias veces durante el día y narró a Elwood algunos pasajes de sus pesadillas más recientes. Fue un proceso muy penoso, y desde el principio se puso de manifiesto un hecho desconcertante.

Gilman, cuyos oídos habían mostrado últimamente una anormal sensibilidad, estaba completamente sordo. Volvieron a llamar al Dr. Malkowski sin tardanza y éste dijo que Gilman tenía los dos tímpanos rotos como resultado de algún estruendo superior al que cualquier ser humano pudiera concebir o soportar. Cómo había podido oír semejante ruido en las últimas horas sin que despertara todo el valle del Miskatonic, era más de lo que el honrado médico podía decir.

Elwood escribió su parte de la conversación, y así pudieron comunicarse los dos amigos. Ninguno de los dos podía explicarse aquel caótico asunto y decidieron que lo mejor que podían hacer era pensar en ello lo menos posible. Pero estuvieron de acuerdo en marcharse de aquella maldita casa lo antes posible. Los periódicos de la noche hablaron de una batida llevada a cabo por la policía poco antes del amanecer en un desfiladero de más allá de Meadow Hill, donde alborotaban unos curiosos noctámbulos, mencionando que la piedra blanca había sido objeto de supersticiones desde hacía mucho tiempo. No se habían practicado detenciones, pero entre los fugitivos que huyeron se creyó ver a un negro enorme. En otra columna se decía que no se habían encontrado rastros del niño desaparecido, Ladislas Wolejko.

El horror que coronó todo sobrevino aquella misma noche. Elwood jamás lo olvidaría, y no pudo volver a clase durante el resto del curso debido a la crisis nerviosa que sufrió como consecuencia de ello. Le pareció oír a las ratas del otro lado del tabique durante toda la velada, pero les prestó poca atención. Fue luego, mucho después de que Gilman y él se hubieran acostado, cuando comenzaron los atroces gritos. Elwood saltó de la cama, encendió la luz y se acercó hasta el sofá en que dormía su amigo. Gilman daba gritos de naturaleza realmente inhumana, como si estuviera sometido a una tortura indescriptible. Se retorcía bajo las sábanas, y una gran mancha roja empezaba a extenderse en las mantas.

Elwood apenas se atrevió a tocarle, pero, poco a poco, fueron disminuyendo los gritos y la agitación. Para entonces, Dombrowski, Choynski, Desrochers, Mazurewicz y el huésped del piso alto se habían reunido en la puerta de la habitación, y el casero había enviado a su mujer a telefonear al Dr. Malkowski. Un grito se les escapó a todos cuando algo que parecía una rata de gran tamaño saltó del ensangrentado lecho y huyó por el suelo hasta un nuevo agujero recién abierto en la pared. Cuando llegó el médico y comenzó a retirar las ropas de la cama, Walter Gilman había muerto.

Sería una atrocidad hacer algo más que insinuar lo que causó la muerte a Gilman. Casi tenía un túnel abierto en el cuerpo, y algo le había comido el corazón. Dombrowski, desesperado porque el veneno que había esparcido contra las ratas no había surtido efecto, rescindió su contrato de alquiler y antes de que transcurriera una semana se había ido con todos sus antiguos huéspedes a una casa destartalada pero menos vieja, situada en Walnut Street. Durante algún tiempo lo peor fue mantener callado a Mazurewicz, pues el taciturno mecánico de telares jamás estaba sobrio y siempre andaba gimiendo y mascullando acerca de espectros y cosas terribles.

Parece que aquella última y espantosa noche Joe se había agachado para ver de cerca las huellas rojas que había dejado la rata desde la cama de Gilman hasta el agujero de la pared. Sobre la alfombra aparecían confusas, pero había un trozo de suelo al descubierto desde el borde de la alfombra hasta el friso de la pared. Allí Mazurewicz encontró algo monstruoso, o creyó encontrarlo, pues nadie se mostró de acuerdo con él a pesar de la indudable extrañeza de las huellas. Las marcas del suelo eran muy diferentes de las dejadas habitualmente por las ratas, pero ni siquiera Choynski y Desrochers quisieron reconocer que eran como huellas de cuatro diminutas manos humanas.

Nunca se volvió a alquilar la casa. Tan pronto como la dejó Dombrowski, empezó a cubrirla el manto de la desolación definitiva, pues la gente la rehuía, tanto por su mala fama como por el pésimo olor que en ella se advertía. Tal vez el veneno contra las ratas del inquilino anterior había surtido efecto después de todo, pues al poco tiempo de su partida, la casa se convirtió en una pesadilla para la vecindad. Los funcionarios de Sanidad encontraron que el mal olor procedía de los espacios cerrados que rodeaban la buhardilla del este de la casa y dedujeron que el número de ratas muertas debía de ser enorme. Pero decidieron que no valía la pena abrir y desinfectar aquellos lugares tanto tiempo clausurados, ya que el hedor desaparecería pronto y el vecindario no era muy exigente. De hecho, siempre circularon rumores acerca de hedores inexplicables en la Casa de la Bruja inmediatamente después de la víspera del Día 1º de Mayo y de la noche de Todos los Santos. Los vecinos se resignaron por desidia, pero el mal olor fue un elemento más en contra de aquel lugar. Finalmente, la casa fue declarada inhabitable por las autoridades.

Los sueños de Gilman y las circunstancias que los rodearon no han sido explicados nunca. Elwood, cuyas ideas sobre aquel episodio son a veces casi enloquecedoras, volvió a la Universidad el otoño siguiente y se graduó en el mes de junio. A su regreso notó que los comentarios habían disminuido en la ciudad, y, en efecto, pese a ciertos rumores que aún circulaban sobre risas fantasmales que resonaban en la casa desierta, rumores que duraron casi tanto tiempo como el propio edificio, no se ha vuelto a murmurar acerca de las apariciones de la vieja Keziah o de Brown Jenkin desde que Gilman murió. Fue una suerte que Elwood no se encontrara en Arkham después, aquel año en que ciertos sucesos hicieron que se reanudaran bruscamente los rumores acerca de pasados horrores. Por supuesto, oyó hablar del asunto más tarde y sufrió los indecibles tormentos de oscuras y desconcertadas conjeturas, pero peor habría sido que hubiera estado allí y hubiera visto las cosas que probablemente habría visto.

En marzo de 1931, un gran vendaval arrancó el tejado y la gran chimenea de la Casa de la Bruja, entonces ya abandonada, y muchos ladrillos, tejas cubiertas de moho, tablones medio podridos y vigas se derrumbaron sobre el desván atravesando el suelo. Todo el piso de la buhardilla quedó sembrado de escombros, pero nadie se tomó la molestia de limpiar hasta que le llegó a la casa la hora de la demolición. Esto ocurrió en diciembre y cuando se procedió a limpiar lo que había sido habitación de Gilman y se encargó esta labor a unos obreros que se mostraron aprensivos y poco deseosos de hacerla, comenzaron los rumores. Entre los escombros caídos a través del derrumbado techo inclinado, los obreros descubrieron ciertas cosas que les llevaron a interrumpir su trabajo y llamar a la policía. Ésta requirió posteriormente la presencia de un juez de primera instancia y de varios profesores de la Universidad. Había allí huesos, triturados y astillados, pero fácilmente identificables como humanos, huesos cuya evidente contemporaneidad no encajaba con la remota fecha en que tuvieron que ser introducidos en el desván de bajo techo inclinado, cerrado desde muchísimo tiempo atrás a todo ser humano. El médico forense dictaminó que algunos de los huesos correspondían a un niño pequeño, en tanto que otros, que se encontraron mezclados con jirones de tela podrida de color oscuro, pertenecían a una mujer más bien pequeña y de edad avanzada. El cuidadoso examen de los escombros permitió también encontrar gran cantidad de huesos de ratas atrapadas en el derrumbamiento, y otros huesos más antiguos roídos de tal modo por unos pequeños colmillos que fueron y son aún motivo de controversia y reflexión.

Se hallaron también trozos de libros y papeles, y un polvo amarillento consecuencia de la total desintegración de volúmenes y documentos todavía más antiguos. Todos los libros y papeles sin excepción parecían ser de magia negra en sus formas más avanzadas y espantosas, y la fecha evidentemente reciente de algunos de ellos sigue siendo un misterio tan inexplicable como la presencia allí de huesos humanos. Un misterio todavía mayor es la absoluta homogeneidad de la complicada y arcaica caligrafía encontrada en una gran diversidad de papeles cuyo estado y filigrana hacen pensar en diferencias temporales de por lo menos ciento cincuenta o doscientos años. Para algunos, el mayor misterio de todos es la variedad de objetos, completamente inexplicables, encontrados entre los escombros en diverso estado de conservación y deterioro, cuya forma, materiales, manufactura y finalidad no ha sido posible explicar. Uno de los objetos que interesó profundamente a varios profesores de la Universidad Miskatónica, es una reproducción muy estropeada y parecida a la extraña imagen que Gilman donó al museo del centro, excepto que es de gran tamaño, está tallada en una rara piedra azul en lugar de ser de metal, y tiene un pedestal de insólitos ángulos con jeroglíficos indescifrables.

Los arqueólogos y los antropólogos todavía están tratando de explicar los raros dibujos grabados sobre un cuenco aplastado, de metal ligero, cuya parte interior mostraba cuando se encontró unas sospechosas manchas de color oscuro. Los extranjeros y las crédulas comadres muestran igual asombro acerca de un moderno crucifijo de níquel con la cadena rota hallado entre los escombros y que Joe Mazurewicz identificó temblando como el que le había regalado al pobre Gilman hacía muchos años. Creen algunos que las ratas arrastraron el crucifijo hasta el desván cerrado, en tanto que otros piensan que debió quedar tirado en algún rincón del cuarto que ocupó Gilman. Y aun hay otros, entre ellos el mismo Joe, que sostienen teorías demasiado descabelladas y fantásticas para que pueda creerlas ninguna persona sensata.

Cuando se derribó la pared inclinada de la habitación de Gilman, se vio que el espacio triangular cerrado que quedaba entre el tabique y el muro norte de la casa contenía una cantidad muy inferior de escombros, incluso teniendo en cuenta su tamaño, que la propia buhardilla. Pero fue encontrado allí un horrible depósito de materiales de mayor antigüedad y que dejó a los obreros paralizados de espanto. En pocas palabras, el suelo era un verdadero osario de huesos infantiles, unos bastante recientes, mientras que otros retrocedían en infinita gradación hasta un período tan remoto que su pulverización era casi total. Sobre esa profunda capa de huesos descansaba un gran cuchillo de evidente antigüedad, de forma grotesca y exótica, y muy ornado, sobre el cual se habían acumulado los escombros.

En medio de esos desechos, embutido entre un tablón caído y un montón de ladrillos de la chimenea, había un objeto destinado a provocar en Arkham mayor perplejidad, disimulado temor y rumores supersticiosos que los que hubiera despertado cualquier otra cosa hallada en la casa maldita. Era el esqueleto, parcialmente aplastado, de una enorme rata enferma cuyas anomalías anatómicas todavía son tema de discusión y motivo de singular reticencia entre los miembros del departamento de anatomía de la Universidad. Es muy poco lo que ha trascendido acerca de ese esqueleto, pero los obreros que lo descubrieron susurran con voz autorizada acerca de los largos pelos de color castaño oscuro relacionado con él.

Los huesos de las diminutas patas, según los rumores, hacen pensar en la capacidad prensil típica de un mono diminuto más que de una rata, mientras que el pequeño cráneo con sus afilados colmillos de color amarillo es extraordinariamente anómalo y, visto desde ciertos ángulos, se asemeja a una parodia, degradada de manera monstruosa y en miniatura, de un cráneo humano. Los obreros se santiguaron aterrados cuando encontraron este blasfemo vestigio, pero luego encendieron velas de agradecimiento en la iglesia de San Estanislao porque pensaron que aquella risita aguda y fantasmal ya nunca se volvería a oír.

FIN

H. P. Lovecraft - Los sueños en la casa de la bruja
  • Autor: H. P. Lovecraft
  • Título: Los sueños en la casa de la bruja
  • Título Original: The Dreams in the Witch-House
  • Publicado en: Weird Tales, julio de 1933
  • Traducción: Fernando Calleja

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