Hans Christian Andersen: El abeto

Hans Christian Andersen - El abeto

«El abeto» (Grantræet) es un cuento para niños de Hans Christian Andersen, publicado en diciembre de 1844 en la colección Nuevos cuentos de hadas. En un bosque crece un pequeño abeto rodeado de árboles grandes y majestuosos. Aunque tiene un lugar perfecto, con sol, viento suave y niños que juegan cerca, el abeto está triste. Solo sueña con crecer rápido para ser alto y fuerte como los demás. No disfruta de su juventud ni de la belleza a su alrededor. Cada año observa con envidia cómo algunos árboles son cortados y llevados a lugares misteriosos mientras él permanece en el bosque. Cuando llega la Navidad, el abeto se llena de ilusión al pensar que, finalmente, vivirá algo maravilloso.

Hans Christian Andersen - El abeto

El abeto

Hans Christian Andersen
(Cuento completo)

En el bosque crecía un bonito abeto. Ocupaba un buen lugar, porque el sol le bañaba con sus rayos, el viento no lo azotaba y a su alrededor crecían muchos camaradas más grandes que él, pinos y abetos. Pero el pequeño abeto era muy impaciente, quería crecer muy de prisa. No pensaba en el calor del sol y en la buena temperatura. No se preocupaba de los niños de los labradores que pasaban por su vera jugando y charlando, cuando iban a coger fresas o frambuesas. A veces, recogían una cesta llena o bien ensartaban las fresas en una varilla, y se sentaban al lado del abeto y decían:

— ¡Oh, qué bonito es este abeto tan chiquitín! Pero el árbol no quería escuchar esto.

Al año siguiente, tenía un gran nudo, y al otro, aún más grande. Los abetos, según el número de nudos que poseen, así tienen de años.

— ¡Oh, si fuese un árbol muy grande como los demás —suspiraba el pequeño abeto—, podría extender las ramas a mi alrededor y, desde la copa, contemplar el mundo entero! Los pájaros construirían sus nidos en mis ramas y, cuando hiciera viento, yo saludaría con la copa tan cortésmente como los otros.

El sol, los pájaros y las nubes rosas, que bogaban por el cielo y sobre él mañana y noche, no le producían ningún placer.

En el invierno, cuando la nieve extendía por todas partes su blancura deslumbrante, a veces una liebre corría asustada y saltaba por encima del pequeño árbol…, lo que era muy molesto. Pero pasaron dos inviernos, y al tercero, el abeto era lo bastante grande para que la liebre se viese obligada a dar la vuelta

“¡Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo, eso es lo mejor del mundo!”, se decía el árbol.

Cada año, por el otoño, llegaban los leñadores y abatían algunos de los mayores árboles, y el joven abeto, que tenía ya la talla precisa, temblaba, ya que los grandes y magníficos árboles caían a tierra temblando y se desgajaban. Les cortaban las ramas, y presentaban un aspecto desolador, desnudos, largos y delgados. Apenas se los reconocía, y después los cargaban en unos coches de caballos que los transportaban fuera del bosque.

¿Adónde iban? ¿Qué suerte los esperaba?

En la primavera, cuando llegaban las golondrinas y las cigüeñas, el árbol les preguntaba:

—¿No sabéis adónde los conducen? ¿No os los habéis encontrado por algún sitio?

Las golondrinas no sabían nada; pero la cigüeña, después de reflexionar, movió la cabeza y dijo:

—Sí, me parece que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba hacia Egipto. Y en los barcos había unos mástiles soberbios. Estoy segura de que eran ellos, porque olían a abeto. No estés triste, porque ellos llevaban la cabeza bien alta.

—¡Oh! ¿Por qué no seré bastante grande para volar por encima del mar? ¿Cómo es exactamente esa mar y a qué se parece?

—¡Oh, es muy complicado de explicar! —dijo la cigüeña, y se marchó.

—Alégrate de tu juventud —le dijeron los rayos del sol—. Alégrate de tu verdor creciente, de la joven vida que está dentro de ti.

Y el viento besó al árbol, y el rocío vertió sobre él sus lágrimas, pero el abeto no comprendía estas cosas.

Cuando llegó la época de Navidad, todos los árboles jóvenes fueron abatidos; árboles que, a veces, ni eran tan grandes ni tan viejos como ese abeto que siempre estaba impaciente por partir. Estos árboles jóvenes, que eran precisamente los más bellos, conservaban siempre sus ramas. Los cargaban en los coches de caballos que los transportaban fuera del bosque.

—¿Adónde van? —preguntó el abeto—. No son más grandes que yo. Uno de ellos es aún más pequeño. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adónde los conduce el coche?

— ¡Nosotros lo sabemos! ¡Nosotros lo sabemos! —piaron los gorriones—. Nosotros, en la ciudad, hemos echado una ojeada por los cristales de las ventanas. Sabemos adónde los conduce el coche. ¡Oh, se convierten en algo esplendoroso! Algo que no se puede imaginar. Nosotros hemos mirado por las ventanas y hemos visto cómo los plantan en el centro del templado salón, y los adornan con objetos encantadores: manzanas doradas, panes de especias, juguetes y cientos de luces.

—Y ¿después…? —preguntó el abeto, agitando todas sus ramas—, Y ¿después…? ¿Qué pasa después?

—¡Ah!, nosotros no hemos visto nada más. Pero era soberbio.

—¿Estaré destinado a seguir esa senda gloriosa? —decía el árbol entusiasmado—. ¡Es aún mejor que ir por el mar! ¡Cuántos deseos siento! ¿Aún no es Navidad? Ahora soy tan alto y tan grueso como los que se llevaron el año pasado… ¡Oh!, ¿por qué no estaré ya sobre el coche?… ¿Por qué no me encontraré en el salón, rodeado de todo ese esplendor?.. Y ¿después…? Sí, lo que pase después debe de ser aún mejor, todavía más hermoso, sin duda alguna. Porque a mí también me adornarán así y entonces seré más grande, más espléndido… ¡Oh, cuánto me gustaría estar ya allí! ¡No sé lo que me pasa!

¡Goza con nosotros! —dijeron el viento y la luz del sol—. ¡Goza de tu verde juventud a pleno aire!

Pero él no gozaba con nada de eso. Quería crecer rápidamente, y tanto en invierno como en verano estaba siempre verde. Su verde era de color oscuro, y las personas que lo veían, decían:

—¡Vaya árbol bonito!

Y en Navidad fue de los primeros en ser abatido. El hacha se hundió profundamente en su tronco, y cayó al suelo dando un suspiro. Sintió dolor, desfallecimiento. No podía pensar en ninguna dicha. Estaba desolado por tener que abandonar su ambiente familiar, el lugar en donde había crecido. Comprendía muy bien que nunca más volvería a ver a sus viejos y queridos camaradas, los capullitos y las flores de su alrededor, tal vez ni a los mismos pajarillos. La partida no tenía, en verdad, nada de agradable.

El árbol no volvió en sí hasta que fue descargado en un patio junto con otros varios, y oyó a un hombre decir:

—Es soberbio. No queremos ningún otro.

Dos criados de librea se acercaron al árbol y lo cogieron y transportaron a una grandiosa y magnífica sala. En los muros estaban colgados soberbios retratos, y cerca de la gran chimenea de ladrillos pulimentados había grandes vasos chinos con leones pintados en sus panzas. Había mecedoras, sillones de seda, grandes mesas cubiertas de libros de láminas y de juguetes de incalculable valor…, según decían los niños. Y el abeto fue plantado en un tonel lleno de arena, aunque nadie podía saber que era un tonel porque estaba envuelto en una tela verde y colocado sobre una gran alfombra de colores. ¡Oh, qué emocionado estaba el árbol! ¿Qué iba a pasar? Los criados y las doncellas se pusieron a hermosearlo. De cada rama colgaban redecillas envueltas en papeles de colores. Dentro de cada redecilla se veían bombones. Manzanas y nueces doradas estaban colocadas en las ramas como si hubieran crecido en ellas, y más de cien lamparitas rojas, azules y blancas estaban fijas en las ramas. Muñecas, que tenían aspectos de personas —el árbol no había visto jamás nada parecido—, se tenían en pie en medio de lo verde, y en todo lo alto, en la copa, le colocaron una estrella enorme y brillante. Era soberbio, verdaderamente magnífico. Y todo el mundo decía:

—¡Esta noche va a ser una maravilla!

—¡Oh! —se decía el abeto—, quisiera que ya fuera por la noche; quisiera estar ya todo alumbrado. Y después, ¿qué pasará? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Quedaré plantado aquí para servir le adorno durante el verano y el invierno?

No sabía a qué atenerse. Y la impaciencia le producía un grave dolor de corteza, y el dolor de corteza es tan penoso para un árbol como para nosotros el dolor de cabeza.

Al fin las luces se encendieron. ¡Qué resplandor, qué magnificencia! El árbol, de nervioso, se puso a temblar y una de las luces prendió fuego a una rama. Y se produjo una gran llamarada.

—¡Dios nos guarde! —gritaron las criadas, que se apresuraron a apagarlo.

Y el árbol no pudo menos de sentirse inquieto. ¡Eso estaba feo! Tenía miedo de perder su esplendor. Estaba atormentado en su gloria… Pero, de pronto, los dos batientes de las puertas se abrieron y una nube de niños se precipitó en la sala, como si quisiera derribar el árbol. Las personas mayores los seguían más tranquilas. Los pequeños se detuvieron, mudos…, pero solo un instante. En seguida empezaron a dar gritos de alegría, y se produjo una verdadera algarabía. Bailaban alrededor del árbol y se pusieron a coger todos los regalos.

—Pero ¿qué hacen estos locos? —se preguntaba el abeto—. ¿Qué va a pasar?

Las bujías lucieron hasta llegar a las ramas, y a medida que se consumían, las apagaban, y los niños fueron autorizados a despojar el árbol. Se agarraron a él tan fuertemente que todas sus ramas crujieron. Si no hubiera estado atado y sujeto por la punta y la estrella de oro ni bien sujeto al suelo, hubiese rodado por el pavimento.

Los niños hacían piruetas con sus preciosos juguetes. Nadie miraba al árbol, salvo la anciana criada, que echaba de cuando en cuando una mirada por entre las ramas, pero era solo para ver que no habían olvidado un higo o una manzana.

—¡Un cuento! ¡Un cuento! —gritaron los niños mientras empujaban hacia el árbol a un hombre barrigudo.

Y el hombre se sentó bajo el abeto.

—De esta forma, podemos hacernos la ilusión de que estamos en mitad del bosque —dijo—, y, además, también será bueno para el árbol escuchar mi relato. Pero no os voy a contar un cuento. ¿Queréis que os cuente la historia de Ivede-Avede o la de Klumpe-Dumpe, que se cayó desde lo alto de la escalera, pero que llegó hasta la silla de honor y se casó con la princesa?

—Ivede-Avede—gritaron unos niños.

—Klumpe-Dumpe—gritaron otros.

El tumulto no tenía trazas de acabar; solo el abeto estaba callado y pensaba: “¿No voy a mezclarme con ellos? ¿Voy a permanecer, aquí sin hacer rada?”

Pero él ya había tomado parte en la fiesta. Había hecho lo que tenía que hacer.

El hombre contó la historia de Klumpe-Dumpe que se cayó desde lo alto de la escalera, pero que llegó hasta la silla de honor y se casó con la princesa. Los niños aplaudieron con fuerza y gritaron:

—¡Cuéntalo! ¡Cuéntalo!

También querían oír la de Ivede-Avede. pero solo tuvieron la de Klumpe-Dumpe. El árbol estaba quieto y soñador. Los pájaros del bosque no habían contado jamás nada parecido. Klumpe-Dumpe se había caído por la escalera y, a pesar de todo, se había casado con la princesa.

“Sí, sí. Así va el mundo —se dijo el abeto, que creía la historia verdadera, porque era un hombre tan elegante quien la contaba—. ¿Quién sabe? Quizá yo también me caiga por una escalera y me case con una princesa.”

Y se regocijaba ante la idea de que, al día siguiente, volverían a adornarlo con luces, juguetes, oro y frutas.

—Mañana no me moveré siquiera —resolvió—. Gozaré de mi esplendor. Mañana oiré otra vez la historia de Klumpe-Dumpe y tal vez la de Ivede-Avede.

Y el árbol permaneció inmóvil y pensativo durante toda la noche.

A. la mañana siguiente entraron un criado y una criada.

“Vuelve a comenzar la gala”, se dijo el árbol.

Pero se lo llevaron fuera del salón, lo subieron por la escalera, lo introdujeron en el desván y lo dejaron en un rincón oscuro. Allí no entraba claridad por ninguna parte.

—¿Qué significa esto? ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué historia oiré?

Se apoyó contra el muro y reflexionó largamente…, y tuvo mucho tiempo para reflexionar, porque pasaron días y noches. Nadie subía allí, y cuando, al fin, iba alguien era para meter grandes cajas en el rincón. El árbol quedó oculto por completo. Parecía como si todo el mundo lo hubiera olvidado.

“En el exterior, ahora es invierno—pensaba—. La tierra está dura y cubierta de nieve. Los hombres no pueden plantarme. Esta es, sin duda, la causa de que deba permanecer aquí abrigado hasta la primavera. ¡Cómo se comprende esto! ¡Los hombres son verdaderamente buenos!… Solo si este lugar no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario… ¡Ni una liebre siquiera!… Se estaba tan agradable allá abajo, en el bosque, cuando, sobre el lecho de nieve, la liebre pasaba corriendo. Sí, aun cuando se atrevía a saltar por encima de mí en mi niñez. Aquí, la soledad es muy penosa.”

—¡Hii!, ¡hii! —dijo en ese momento un ratoncito que salía de su agujero, seguido de otro. Se acercaron al abeto y se guarecieron entre sus ramas.

—Hace mucho frío—dijeron los ratoncitos—. Pero aquí se está deliciosamente bien. ¿No es verdad, viejo abeto?

—Yo no soy viejo—replicó el abeto—. ¡Los hay mucho más viejos que yo!

—¿De dónde has venido? Y ¿qué sabes —le preguntaron los ratones, que eran terriblemente curiosos—. Háblanos, pues, del lugar más exquisito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has estado en la despensa, donde se encuentra queso en los estantes, donde el jamón cuelga del techo, donde se baila sobre las velas? Allí se entra delgado y se sale bien gordo.

—No lo conozco —dijo el árbol—. Pero conozco el bosque, donde el sol luce y los pájaros cantan.

Y les contó toda su juventud. Los ratoncitos no habían oído jamás nada parecido. Le escucharon con gran atención y dijeron:

—Sí, has visto cosas muy bellas. ¡Oh, cuán dichoso debes de haber sido!

—¿Yo? —dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado—. Sí, fue una época, en verdad, muy agradable.

Después habló de la noche de Navidad, cuando había sido adornado con luces y bombones.

— ¡Oh —exclamaron los ratoncitos—, cuán dichoso llenes que haber sido, viejo abeto!

—No soy viejo —replicó el árbol—. Ha sido este invierno cuando he llegado del bosque. Estoy en la edad más bella, detenido solo en mi crecimiento.

— ¡Qué bien sabes hablar! —exclamaron los ratoncitos.

A la noche siguiente volvieron con otros cuatro ratoncitos que querían oír lo que decía el abeto, y cuanto más hablaba el árbol, más se acordaba de todo, y pensaba:

“¡Era una época bien agradable! Pero puede volver, puede volver. Klumpe-Dumpe cayó desde lo alto de la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa.”

Y el abeto pensaba en un lindo álamo blanco que crecía en el bosque: para él era como una verdadera y encantadora princesa.

—¿Quién es Klumpe-Dumpe? —preguntaron los ratoncitos.

Y el abeto contó la historia. La recordaba palabra por palabra. Los ratoncitos estaban a punto de alcanzar la cima del árbol, tan contentos estaban. A la noche siguiente, vinieron muchos más ratoncitos, y el domingo dos ratas. Pero estas dijeron que la historia no era divertida, y los ratoncitos estaban disgustados, porque el cuento, entonces, les agradó menos.

—¿Es la única historia que sabes? —le preguntaron las ratas.

—Sí, la única —respondió el abeto—. La oí la noche que fui más feliz; pero yo no pensaba, aquella noche, lo dichoso que era.

—Es una historia detestable. ¿No sabes ninguna referente al tocino y las velas? ¿Ninguna historia de despensa?

—No —respondió el abeto.

—Pues bien. ¡Gracias! —replicaron las ratas, dieron media vuelta y se fueron a sus asuntos.

Los ratoncitos terminaron también por marcharse, y el árbol suspiró:

—¡Era un placer tener a mi alrededor a esos ratoncitos ágiles que escuchaban mis relatos! Ahora, todo ha terminado ¡Esto también!… Pero no dejaré de divertirme cuando vengan a buscarme.

Pero ¿cuándo sería eso?… Eso tuvo lugar una mañana. Llegaron gentes que organizaron una limpieza en el desván. Las cajas fueron desplazadas de su sitio, el árbol tirado. En verdad, lo arrojaron un poco duramente al suelo. Pero un hombre lo llevó muy pronto hacia la escalera, donde lucía la luz del día.

—¡Vaya! Al fin, comienza de nuevo la vida —se dijo el árbol.

Sintió en su cuerpo el aire, los primeros rayos del sol…, y ya estaba fuera, en el patio. Todo eso fue tan rápido, que el árbol olvidó por completo de mirarse. ¡Había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, donde todo estaba en flor. Las rosas sobresalían por la baja cerca y perfumaban el ambiente; los tilos estaban en flor, y las golondrinas volaban, cantando:

— ¡Quirre virro rápido, que mi marido ha llegado!

Pero no era en el abeto en quien pensaban.

“Ahora voy a vivir”, se dijo con alegría, y extendió largamente sus ramas.

¡Ay, estaban secas y amarillas! Se hallaba tumbado en un rincón lleno de malas hierbas y de ortigas. La estrella de papel dorado continuaba en su copa y brillaba bajo el sol esplendoroso.

En el patio jugaban algunos de los alegres niños que habían bailado alrededor del árbol en Navidad y se habían mostrado tan felices. Uno de los más pequeños corrió hacia él y le arrancó la estrella de oro.

— ¡Mirad lo que queda aún sobre este feo árbol de Navidad! —dijo, y dobló las ramas, que crujieron bajo sus zapatos.

El árbol contempló el esplendor de las flores y el verdor del jardín. Se miró a sí mismo y echó de menos su rincón oscuro del desván. Pensó en la época verde de su juventud, cuando se hallaba en el bosque, en la alegre noche de Navidad y en los ratoncitos, tan contentos de escuchar la historia de Klumpe-Dumpe,

“¡Todo ha terminado —pensaba el pobre árbol—. ¡Si, al menos, hubiese sido feliz cuando podía serlo!… ¡Todo acabó!”

El criado llegó hasta donde él estaba y cortó el árbol en pequeños trozos, con los que formó un gran montón, que ardió estupendamente en la cocina, dentro de la caldera. De él salían profundos suspiros, suspiros que retumbaban. Cuando los niños que estaban jugando se acercaron al fuego, gritaron:

— ¡Pif! ¡Paf!

Pero a cada estallido, que era un profundo suspiro, el árbol pensaba en un día de verano en el bosque o en una noche de invierno bajo las estrellas titilantes. Pensaba en la noche de Navidad y en la historia de Klumpe-Dumpe, el único cuento que había oído y que supo contar…, y terminó por consumirse.

Los niños jugaron en el patio, y el más pequeño llevaba sobre su pecho la estrella de oro que había adornado el árbol en su noche más feliz. Terminada aquella noche, terminó el árbol, y el cuento también termina. ¡Termina, termina, como terminan todas las historias!

FIN

(1844)

Hans Christian Andersen - El abeto
  • Autor: Hans Christian Andersen
  • Título: El abeto
  • Título Original: Grantræet
  • Publicado en: Nye Eventyr. Første Bind. Anden Samling (1844)
  • Traducción: Salvador Bordoy Luque – José Antonio Fernández Romero

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