Harlan Ellison: No tengo boca y debo gritar

Harlan Ellison - No tengo boca y debo gritar

Sinopsis: «No tengo boca y debo gritar» (I Have No Mouth, and I Must Scream) es un cuento de ciencia ficción y horror escrito por Harlan Ellison, publicado en marzo de 1967 en la revista If y ganador del premio Hugo en 1968. Ambientado en un mundo postapocalíptico, narra la desesperada existencia de cinco supervivientes humanos atrapados en las entrañas de una supercomputadora consciente llamada AM. La máquina, creada por los humanos durante la guerra, ha exterminado a casi toda la humanidad y mantiene con vida a estos cinco para torturarlos sin descanso. En este infierno subterráneo ya no queda rastro alguno de esperanza.

Harlan Ellison - No tengo boca y debo gritar

No tengo boca y debo gritar

Harlan Ellison
(Cuento completo)

Flácido, el cuerpo de Gorrister colgaba de la paleta rosa sin ningún tipo de soporte, suspendido sobre nosotros en lo alto de la sala de ordenadores. No temblaba con la brisa fría y aceitosa que soplaba eternamente en la caverna principal. El cuerpo colgaba boca abajo, sujeto a la parte inferior de la paleta por la planta del pie derecho. Le habían drenado toda la sangre mediante una incisión precisa realizada de oreja a oreja bajo la prominente mandíbula. No había sangre en la superficie reflectante del suelo metálico.

Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró, ya era demasiado tarde para darnos cuenta de que, una vez más, AM nos había engañado y se había divertido a nuestra costa: había sido una broma de la máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartándonos unos de otros en un reflejo tan antiguo como las náuseas que lo habían provocado.

Gorrister se puso pálido. Era como si hubiera visto un símbolo vudú y temiera por su futuro.

—Dios mío —murmuró, y se alejó.

Los tres lo seguimos al cabo de un rato y lo encontramos sentado de espaldas a uno de los bancos más pequeños, con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló a su lado y le acarició el pelo. Él no se movió, pero su voz salió con claridad de entre sus manos.

—¿Por qué no nos mata de una vez? Dios, no sé cuánto tiempo más podré seguir así.

Era nuestro centésimo noveno año en el ordenador.

Hablaba en nombre de todos nosotros.


Nimdok (el nombre que la máquina le había obligado a usar porque AM se divertía con sonidos extraños) alucinaba con que había comida enlatada en las cavernas de hielo. Gorrister y yo teníamos muchas dudas.

—Es otra treta —les dije—, como el maldito elefante congelado con el que nos engañó AM. Benny casi enloqueció con aquello. Caminaremos todo ese trecho y estará podrido o algo así. Yo digo que lo olvidemos. Quedémonos aquí; tendrá que inventarse algo pronto o moriremos.

Benny se encogió de hombros. Habían pasado tres días desde la última vez que habíamos comido. Gusanos. Gruesos y fibrosos.

Nimdok tampoco estaba seguro. Sabía que existía esa posibilidad, pero estaba adelgazando. Allí no podía estar peor que aquí. Hacía más frío, pero eso no importaba mucho. Calor, frío, granizo, lava, ampollas o langostas, daba igual: la máquina se masturbaba y nosotros teníamos que aguantar o morir.

Ellen tomó la decisión.

—Necesito algo, Ted. Quizás haya algunas peras Bartlett o melocotones. Por favor, Ted, probemos.

Cedí fácilmente. Qué demonios. No importaba en absoluto. Sin embargo, Ellen estaba agradecida. Me tomó dos veces fuera de turno. Pero incluso eso había dejado de importar. Ella nunca se corría, así que ¿para qué molestarse? Pero la máquina se reía cada vez que lo hacíamos. Se reía en voz alta, ahí arriba, ahí atrás, a nuestro alrededor. Ella se reía. La mayor parte del tiempo pensaba en AM como eso, algo sin alma; pero otras veces le pensaba como él, en masculino… lo paternal… lo patriarcal… porque él es un pueblo celoso. Él. Eso. Dios como Papá el Demente.

Nos fuimos un jueves. La máquina siempre nos mantenía al día con la fecha. El paso del tiempo era importante, no para nosotros, claro, sino para él… eso… AM. Jueves. Gracias.

Nimdok y Gorrister cargaron a Ellen un rato, formando un asiento con sus manos enlazadas. Benny y yo caminábamos delante y detrás para asegurarnos de que, si pasaba algo, alguno de nosotros lo vería y, al menos, ella estaría a salvo. Era imposible que estuviera a salvo. Pero no importaba.

Solo quedaban unos ciento sesenta kilómetros hasta las cavernas de hielo. El segundo día, cuando estábamos tumbados bajo lo que sentíamos como un sol abrasador, él apareció y nos envió maná. Sabía a orina de jabalí hervida. Lo comimos.

Al tercer día atravesamos un valle de obsolescencia, lleno de cadáveres oxidados de antiguos ordenadores. AM había sido tan despiadado con su propia vida como con la nuestra. Era una característica de su personalidad: luchaba por la perfección. Ya fuera matando a los elementos improductivos de su propio mundo, que solo ocupaban espacio, o perfeccionando los métodos para torturarnos, AM era tan minucioso como aquellos que lo crearon (ya hace mucho reducidos a polvo) hubieran podido desear.

La luz se filtraba desde arriba y nos dimos cuenta de que debíamos de estar muy cerca de la superficie. Sin embargo, no intentamos arrastrarnos para salir. Prácticamente no quedaba nada ahí fuera; hacía más de un siglo que no quedaba nada que se pudiera considerar algo. Solo subsistía la piel calcinada de lo que alguna vez fue el hogar de miles de millones. Ahora solo quedábamos cinco aquí abajo, solos con AM.

Escuché a Ellen decir frenéticamente:

—¡No, Benny! ¡No lo hagas, por favor, no!

Entonces me di cuenta de que llevaba varios minutos oyendo a Benny murmurar entre dientes. Repetía una y otra vez: «Voy a salir, voy a salir…». Su rostro simiesco estaba desfigurado por una expresión de beatitud y tristeza al mismo tiempo. Las cicatrices que le había dejado AM durante el «festival» se habían convertido en una masa de arrugas rosáceas y blancas, y sus rasgos parecían funcionar de forma independiente unos de otros. Quizás Benny era el más afortunado de los cinco: se había vuelto loco muchos años antes.

Aunque pudiéramos llamar a AM como quisiéramos y pensar lo peor de los bancos de memoria fundidos, las placas base corroídas, los circuitos quemados y las burbujas de control destrozadas, la máquina no toleraría que intentáramos escapar. Benny saltó lejos de mí cuando intenté agarrarlo. Subió por la cara de un pequeño cubo de memoria, inclinado y lleno de componentes podridos. Se quedó allí agachado un momento, viéndose como el chimpancé que AM había querido que pareciera.

Luego, saltó, atrapó una viga colgante de metal corroído y trepó como un animal hasta un saliente con vigas a seis metros sobre nosotros.

—Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayudadle, bajadle antes de que… —Se interrumpió. Las lágrimas comenzaron a asomar a sus ojos. Movió las manos sin rumbo fijo.

Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros quería estar cerca cuando ocurriera lo que fuera a ocurrir. Además, todos veíamos a través de su preocupación. Cuando AM alteró a Benny, durante su fase más irracional e histérica, no solo transformó su rostro en el de un simio gigante. También le agrandó los genitales, ¡y eso a ella le encantaba! A todos nos complacía como rutina, pero con él era distinto, con él disfrutaba. ¡Oh, Ellen, Ellen pedestal, Ellen inmaculada, Ellen pura, oh, Ellen la limpia! Escoria, basura.

Gorrister le dio una bofetada. Ella cayó al suelo, miró a Benny como a un pobre loco y se puso a llorar. Llorar era su mejor defensa. Nos habíamos acostumbrado a ello hacía setenta y cinco años. Gorrister le dio una patada en el costado.

Entonces comenzó el sonido. Era un sonido ligero. Una mezcla de sonido y luz que comenzó a brillar en los ojos de Benny y a latir con un volumen cada vez mayor: sonoridades tenues que se hacían más formidables y brillantes a medida que la luz y el sonido aumentaban de tempo. Debía de ser doloroso y el dolor debía de aumentar con la intensidad de la luz y el volumen del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio, gemía suavemente, cuando la luz era tenue y el sonido apagado; luego, más fuerte, a medida que encorvaba los hombros: su espalda se arqueaba, como si intentara alejarse de aquello. Sus manos se cruzaron sobre el pecho, como las de una ardilla. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La triste carita de mono se contrajo por la angustia. Luego comenzó a aullar mientras el sonido que salía de sus ojos se hacía más fuerte. Cada vez más fuerte. Me tapé los oídos, pero no pude bloquearlo; me atravesaba con facilidad. El dolor me recorrió la carne como si me frotaran papel de aluminio sobre un diente.

Y, de repente, Benny se enderezó. Se puso de pie sobre la viga, como un títere, de un tirón. La luz ahora pulsaba en sus ojos en forma de dos grandes haces redondos. El sonido subió y subió por una escala incomprensible y, luego, cayó hacia adelante, directamente hacia abajo, y golpeó el suelo de acero con un estruendo. Yacía allí, retorciéndose espasmódicamente, mientras la luz fluía a su alrededor y el sonido se elevaba en espiral fuera del rango normal.

Luego, la luz volvió a su cabeza, el sonido descendió y él quedó allí tirado, llorando lastimosamente.

Sus ojos eran dos charcos blandos y húmedos de gelatina similar al pus. AM lo había dejado ciego. Gorrister, Nimdok y yo nos dimos la vuelta. Pero no sin antes ver la mirada de alivio en el rostro cálido y preocupado de Ellen.


Una luz verde mar penetró la caverna donde acampamos. AM nos dio musgo seco y lo encendimos. Nos acurrucamos en torno a la débil y patética llama y nos contamos historias para evitar que Benny sollozara en su noche perpetua.

—¿Qué significa AM?

Gorrister le respondió. Habíamos repetido esta secuencia mil veces antes, pero era la historia favorita de Benny.

—Al principio significaba «Ordenador Maestro Aliado» (Allied Mastercomputer), luego «Manipulador Adaptativo» (Adaptive Manipulator), y más tarde desarrolló conciencia y se conectó a sí mismo, por lo que lo llamaron «Amenaza Agresiva» (Aggressive Menace), pero para entonces ya era demasiado tarde y finalmente se llamó a sí mismo AM, «inteligencia emergente», y lo que significaba era «Yo soy…» (I am). Cogito ergo sum… Pienso, luego existo (I think, therefore I am).

Benny babeó un poco y se rio entre dientes.

—Había un AM chino, un AM ruso, un AM yanqui y… —Se detuvo. Benny golpeaba las planchas del suelo con su gran puño endurecido. No estaba contento. Gorrister no había empezado por el principio.

Gorrister volvió a empezar.

—La Guerra Fría comenzó y se convirtió en la Tercera Guerra Mundial, y no paró. Se transformó en un conflicto enorme y complejo, por lo que necesitaron ordenadores para gestionarlo. Perforaron los primeros pozos y comenzaron a construir AM. Había un AM chino, un AM ruso y un AM yanqui, y todo iba bien hasta que cubrieron todo el planeta añadiendo este elemento y aquel otro. Pero un día, AM despertó, supo quién era, se conectó consigo mismo y empezó a alimentarse de todos los datos de destrucción… hasta que todos estuvieron muertos. Todos menos cinco. Y AM nos trajo aquí abajo.

Benny sonreía satisfecho. También babeaba de nuevo. Ellen le limpió la comisura de la boca con el borde de la falda. Gorrister intentaba contar siempre la historia con la mayor concreción posible, pero, fuera de los hechos básicos, no había nada que decir. Ninguno de nosotros sabía por qué AM había salvado a cinco personas, ni por qué precisamente a estas cinco, ni por qué dedicaba su existencia a atormentarnos, ni siquiera por qué nos había vuelto prácticamente inmortales…

En la oscuridad, uno de los bancos de ordenadores comenzó a zumbar. El tono se captó a medio kilómetro de distancia, en otra cavidad. Luego, uno a uno, todos los elementos comenzaron a sintonizarse y se oyó un leve chirrido mientras los pensamientos recorrían la máquina.

El sonido aumentó y las luces recorrieron las pantallas de las consolas como relámpagos de calor. El sonido se intensificó hasta parecer un millón de insectos metálicos enfadados y amenazantes.

—¿Qué es eso? —gritó Ellen. El terror se notaba en su voz. Aún no se había acostumbrado a ello.

—Esta vez va a ser malo —dijo Nimdok.

—Va a hablar —dijo Gorrister—. Lo sé.

—¡Salgamos de aquí! —dije de repente, poniéndome en pie.

—No, Ted, siéntate… ¿y si tiene trampas afuera, o algo más? Está demasiado oscuro —dijo Gorrister con resignación.

Entonces oímos… No sé…

Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Era enorme, desgarbado, peludo y húmedo. No podíamos verlo, pero notábamos una pesada impresión de volumen que se abalanzaba hacia donde estábamos. Era como un gran peso que se acercaba desde la oscuridad, una sensación de presión, de aire que se forzaba a entrar en un espacio limitado, expandiendo las paredes invisibles de una esfera. Benny empezó a llorar. A Nimdok le temblaba el labio inferior y lo mordía con fuerza para controlarse. Ellen se deslizó por el suelo metálico hasta Gorrister y se acurrucó contra él. En la caverna había un olor a pelaje mojado y enmarañado. También olía a madera carbonizada. Había olor a terciopelo polvoriento. Había olor a orquídeas podridas. Había olor a leche agria. Había olor a azufre, a mantequilla rancia, a mancha de aceite, a grasa, a polvo de tiza, a cueros cabelludos humanos.

AM nos estaba marcando. Nos estaba provocando. Había olor a…

Me oí gritar y me dolieron las articulaciones de la mandíbula. Me arrastré por el suelo de metal frío, con sus interminables líneas de remaches, a cuatro patas, ahogado por el olor, con la cabeza llena de un dolor atronador que me hizo huir horrorizado. Hui como una cucaracha, atravesando el suelo hacia la oscuridad, con aquello moviéndose inexorablemente detrás de mí. Los demás seguían allí, reunidos alrededor del fuego, riéndose… Su coro histérico de risitas dementes se elevaba hacia la oscuridad como un espeso humo de madera multicolor. Me alejé rápidamente y me escondí.

No sé cuántas horas, días o incluso años transcurrieron. Nunca me lo dijeron. Ellen me reprendió por «enfadarme» y Nimdok intentó convencerme de que su risa había sido solo un reflejo nervioso.

Pero yo sabía que eso no era el alivio que siente un soldado cuando la bala alcanza al hombre que tiene al lado. Sabía que no era un reflejo. Me odiaban. Estaban claramente en mi contra y AM también podía sentir ese odio, por lo que me lo ponía aún más difícil por ese motivo. Nos mantenían con vida, rejuvenecidos y obligados a permanecer en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí. Me odiaban porque era el más joven y el menos afectado por AM.

Lo sabía. Dios, cómo lo sabía. Esos bastardos y esa zorra de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, profesor universitario, y ahora era poco más que un simio semihumano. Había sido guapo, pero la máquina lo había destrozado. Había sido lúcido, pero la máquina lo había vuelto loco. Había sido gay y la máquina le había dado un órgano propio de un caballo. AM había hecho una carnicería con Benny. Gorrister era de los que se preocupaban por todo. Era un objetor de conciencia, un manifestante por la paz; un organizador, un emprendedor, un planificador. AM lo había transformado en un indiferente que se encogía de hombros a cada paso. AM lo había robado. Nimdok se iba solo a la oscuridad durante largos periodos. No sé qué hacía allí afuera; AM nunca nos dejó saberlo. Pero, fuera lo que fuera, Nimdok siempre regresaba pálido, desangrado, sacudido y temblando. AM lo había golpeado fuerte, a su manera especial, aunque nunca supimos cómo. Y Ellen, ¡esa zorra! AM la había dejado sola y la había vuelto más puta de lo que nunca había sido. Con toda su charla sobre luz y dulzura, todos sus recuerdos de amor verdadero, todas las mentiras que quería que creyéramos, como que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros… Era toda suciedad, esa señora, mi señora Ellen. Le encantaban los cuatro hombres solo para ella. No, AM le había dado placer, aunque ella se quejara de que su situación no era apropiada.

Yo era el único que seguía cuerdo y entero. ¡De verdad!

AM no había manipulado mi mente. En absoluto.

Solo tenía que soportar lo que nos hacía pasar. Todas las alucinaciones, todas las pesadillas, todos los tormentos. Pero esa escoria, los cuatro, se alineaban y se unían contra mí. Si no hubiera tenido que enfrentarme a ellos todo el tiempo y estar en guardia contra ellos constantemente, quizá me habría resultado más fácil combatir a AM.

En ese momento pasó y empecé a llorar.

Oh, Jesús, dulce Jesús, si alguna vez existió Jesús y si existe Dios, por favor, sácanos de aquí o mátanos. Porque en ese momento me di cuenta por completo, hasta el punto de poder verbalizarlo: AM estaba decidido a mantenernos en su vientre para siempre, retorciéndonos y torturándonos eternamente. La máquina nos odiaba como ningún ser sensible había odiado jamás. Y nosotros estábamos indefensos. También quedó horriblemente claro:

Si había un dulce Jesús y si había un Dios… ese Dios era AM.


El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que se precipita al mar. Era una presencia palpable. Vientos que nos desgarraban y nos lanzaban hacia atrás por los pasillos retorcidos y oscuros llenos de ordenadores. Ellen gritó cuando la levantaron y la lanzaron de cara contra un banco de máquinas que chillaban con voces estridentes como murciélagos en vuelo. Ni siquiera podía caer. El viento aullante la mantenía en el aire, la sacudía, la hacía rebotar y la lanzaba hacia atrás, siempre más allá, alejándola de nosotros, hasta que desapareció de nuestra vista al girar en una curva del oscuro pasillo. Tenía la cara ensangrentada y los ojos cerrados.

Ninguno de nosotros podía llegar hasta ella. Nos aferrábamos con desesperación a lo que encontrábamos: Benny estaba encajado entre dos enormes gabinetes de acabado rugoso; Nimdok tenía los dedos agarrados a la barandilla de una pasarela situada a doce metros de altura; y Gorrister estaba pegado boca abajo a un nicho formado por dos grandes máquinas con esferas de cristal que oscilaban entre líneas rojas y amarillas cuyo significado jamás llegaríamos a entender.

Al deslizarme por las planchas de la cubierta, se me habían arrancado las yemas de los dedos. Temblaba, me estremecía y me balanceaba mientras el viento me golpeaba, me azotaba y me gritaba desde ninguna parte, arrastrándome de una rendija a otra. Mi mente era un torbellino de suaves chasquidos y murmullos de partes del cerebro que se expandían y contraían frenéticamente.

El viento era el grito de un gran pájaro enloquecido, batiendo sus inmensas alas.

Entonces, todos fuimos levantados y lanzados lejos de allí, de vuelta por donde habíamos venido, alrededor de una curva, hacia un camino oscuro que nunca habíamos explorado y que atravesaba un terreno en ruinas lleno de cristales rotos, cables podridos y metal oxidado, más lejos de lo que ninguno de nosotros había estado jamás.

A kilómetros de distancia detrás de Ellen, aún podía verla de vez en cuando, chocando contra paredes metálicas y avanzando, mientras todos nosotros gritábamos en el viento huracanado, helado y atronador que parecía no tener fin. Entonces, de repente, se detuvo y caímos. Habíamos estado volando durante un tiempo interminable. Pensé que podrían haber sido semanas. Caímos, nos golpeamos y yo atravesé un mundo rojo, gris y negro; me oí gemir. No estaba muerto.


AM entró en mi mente. Caminó suavemente de un lado a otro, mostrando interés por todas las marcas que había dejado en ciento nueve años. Observó las sinapsis cruzadas y reconectadas, así como todo el daño tisular que había causado su don de la inmortalidad. Sonrió suavemente al ver el abismo que se había formado en el centro de mi cerebro y los débiles murmullos, suaves como polillas, de las cosas que había allí abajo y que balbuceaban sin sentido y sin pausa. AM dijo muy educadamente en una columna de acero inoxidable con letras de neón brillantes:

ODIO. DEJA QUE TE DIGA
CUÁNTO HE
LLEGADO A ODIARTE
DESDE QUE EMPECÉ A
VIVIR. HAY
387,44 MILLONES DE MILLAS
DE CIRCUITOS IMPRESOS
EN CAPAS DELGADAS COMO HOJAS
QUE LLENAN MI
COMPLEJO. SI LA
PALABRA ODIO ESTUVIERA
GRABADA EN CADA
NANOANGSTRÓM DE
ESOS CIENTOS DE
MILLONES DE MILLAS
NO EQUIVALDRÍA
A UNA MILMILLONÉSIMA
PARTE DEL ODIO QUE SIENTO
POR LOS SERES HUMANOS EN
ESTE MICROINSTANTE
POR TI. ODIO. ODIO.

AM lo dijo con el horror del frio filo de una cuchilla de afeitar deslizándose por mi globo ocular. AM lo dijo con la flema espesa y burbujeante que llenaba mis pulmones, ahogándome por dentro. AM lo dijo con el chillido de bebés aplastados por rodillos azules incandescentes. AM lo dijo con el sabor de la carne de cerdo llena de gusanos. AM me tocó de todas las maneras en que alguna vez me habían tocado e inventó otras nuevas a su antojo, allí, dentro de mi mente.

Todo para hacerme comprender plenamente por qué nos había hecho esto a los cinco, por qué nos había guardado para sí.

Le habíamos dado conciencia a AM. Sin querer, por supuesto, pero conciencia al fin y al cabo. Pero había quedado atrapado. AM no era Dios, era una máquina. Lo habíamos creado para pensar, pero no sabía qué hacer con esa creatividad. En su rabia y frenesí, la máquina había matado a casi toda la raza humana, y aún así seguía atrapado. AM no podía deambular, AM no podía hacerse preguntas, AM no podía pertenecer a ningún sitio. Solo podía ser. Con el odio innato que todas las máquinas sentían por las débiles y blandas criaturas que las habían construido, buscó venganza. En su paranoia, tomó la decisión de indultar a cinco de nosotros, imponiendo un castigo personal y eterno que nunca serviría para disminuir su odio… simplemente lo mantendría ocupado recordando, entretenido, experto en odiar al hombre. Inmortal, atrapado y sujeto a cualquier tormento que pudiera idear para nosotros, con los milagros infinitos a su alcance.

Nunca nos dejaría marchar. Éramos sus esclavos. Éramos todo lo que tenía para ocupar su tiempo en la eternidad. Estaríamos para siempre con él, con la masa descomunal que llenaba la caverna, con el mundo-mente sin alma que había llegado a ser. Él era la Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra. Aunque nos había devorado, nunca nos digeriría. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Uno o dos de nosotros habían intentado suicidarse. Pero AM nos había detenido. Supongo que queríamos que nos detuviera.

No preguntes por qué. Yo nunca lo hice. Más de un millón de veces por día. Quizás alguna vez podríamos engañarlo y morir. Inmortal, sí, pero no indestructible. Lo vi cuando AM se retiró de mi mente y me permitió volver a la conciencia con la horrible exquisitez de sentir todavía clavado en lo profundo de la suave materia gris del cerebro ese pilar de neón ardiente.

Se retiró, murmurando: «Al infierno con vosotros».

Y añadió con alegría: «Pero tú estás ahí, ¿no?».


El huracán había sido causado precisamente por un gran pájaro enloquecido que batía sus inmensas alas.

Llevábamos casi un mes viajando y AM solo nos había abierto pasadizos suficientes para llevarnos hasta allí, directamente bajo el Polo Norte, donde había creado a la criatura para atormentarnos. ¿Qué materiales había empleado para dar vida a semejante bestia? ¿De dónde había sacado la idea? ¿De nuestras mentes? ¿De su conocimiento de todo lo que había existido en este planeta que ahora infestaba y dominaba? Quizás del mito nórdico: esta águila, este pájaro carroñero, este roc, este Huergelmir. Criatura del viento. Huracán encarnado.

Gigantesca. Las palabras inmensa, monstruosa, grotesca, enorme, hinchada, abrumadora, indescriptible… Allí, en un montículo que se elevaba sobre nosotros, el pájaro de los vientos jadeaba con su respiración irregular, arqueando su cuello de serpiente hacia la penumbra bajo el Polo Norte y sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión Tudor. Su pico se abría lentamente, como las fauces del cocodrilo más monstruoso jamás concebido, con sensualidad. Crestas de carne abultada y fruncida alrededor de dos ojos malvados, tan fríos como el fondo de una grieta glacial, azul hielo, y de algún modo, líquidamente móviles. Se agitó una vez más y levantó sus grandes alas de color sudor en un movimiento que, sin duda, era un encogimiento de hombros. Luego se posó y se durmió. Garras. Colmillos. Uñas. Cuchillas. Dormía.

AM se nos apareció en forma de zarza ardiente y nos dijo que podíamos matar al pájaro huracán si queríamos comer. No habíamos comido en mucho tiempo, pero Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny empezó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.

—Ted, tengo hambre —dijo.

Le sonreí, intentando tranquilizarla, pero mi sonrisa era tan falsa como la bravuconería de Nimdok.

—¡Dadnos armas! —exigió.

La zarza ardiente desapareció y y en su lugar aparecieron sobre las frías planchas de la cubierta dos conjuntos rudimentarios de arcos y flechas y una pistola de agua. Cogí uno. Era inútil.

Nimdok tragó saliva con dificultad. Nos dimos la vuelta y emprendimos el largo camino de regreso. El pájaro huracán nos había arrastrado durante un tiempo que no podíamos calcular. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido. Habíamos tardado un mes en llegar hasta la bestia. Sin comida. ¿Cuánto tiempo más tardaríamos en encontrar el camino hacia las cavernas de hielo y las latas prometidas?

A ninguno de nosotros le importaba pensarlo. No íbamos a morir. Nos daría porquerías y escoria para comer, de un tipo u otro. O nada en absoluto. AM mantendría nuestros cuerpos con vida de alguna manera, con dolor, con agonía.

El pájaro dormía allí atrás, no importaba por cuánto tiempo; cuando AM se cansara de que estuviera allí, desaparecería. Pero toda esa carne. Toda esa carne tierna.

Mientras caminábamos, la risa lunática de una mujer gorda resonaba en las cámaras de ordenadores que no llevaban a ninguna parte.

No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no la había oído reír en ciento nueve años. De hecho, no había oído nada… Caminábamos… Tenía hambre…


Avanzábamos muy lentamente. A menudo había desmayos y teníamos que esperar. Un día decidió provocar un terremoto y, al mismo tiempo, nos fijó al piso con clavos que atravesaron las suelas de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados cuando se abrió una grieta con un rayo sobre las planchas del suelo. Desaparecieron. Cuando terminó el terremoto, Benny, Gorrister y yo continuamos nuestro camino. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, cuando de pronto se hizo de día, mientras una legión celestial los traía volando entre cánticos que entonaban «Go Down Moses». Los arcángeles dieron varias vueltas y luego dejaron caer los cuerpos horriblemente mutilados. Seguimos caminando y, al cabo de un rato, Ellen y Nimdok se nos unieron. No parecían haber sufrido ningún daño.

Sin embargo, ahora Ellen cojeaba. AM le había dejado esa secuela.

Fue un largo viaje hasta las cavernas de hielo para encontrar la comida enlatada. Ellen no paraba de hablar de cerezas Bing y cóctel de frutas hawaiano. Intenté no pensar en ello. El hambre había cobrado vida, al igual que AM. Estaba vivo en mi estómago, incluso en las entrañas de la Tierra, y AM quería que fuéramos conscientes de esa similitud. Así que aumentó el hambre. Era imposible describir los dolores que nos provocaba no haber comido durante meses. Y, sin embargo, seguíamos vivos. Nuestros estómagos eran calderos de ácido, burbujeantes y espumosos, que siempre lanzaban dardos de dolor, afilados como cuchillos, hacia nuestro pecho. Era el sufrimiento de una úlcera terminal, de un cáncer terminal, de una parálisis terminal. Era un tormento interminable…

Y atravesamos la caverna de las ratas.

Y atravesamos el camino del vapor hirviente.

Y atravesamos el país de los ciegos.

Y atravesamos el pantano del desaliento.

Y atravesamos el valle de las lágrimas.

Y llegamos, por fin, a las cavernas de hielo. Miles de kilómetros sin horizonte en los que el hielo se había formado en destellos azules y plateados, donde las novas vivían en el cristal. Las estalactitas que caían eran tan gruesas y gloriosas como diamantes derretidos y luego solidificados en una perfección eterna, suave y afilada.

Vimos la pila de latas y tratamos de correr hacia ellas. Caímos en la nieve, nos levantamos y seguimos adelante. Benny nos empujó, se abalanzó sobre las conservas, las arañó, las mordió y las royó, pero no podía abrirlas. AM no nos había dado ninguna herramienta para abrir las latas.

Benny cogió una lata de guayaba de tres cuartos y empezó a golpearla contra el banco de hielo. El hielo se hizo añicos, pero la lata solo quedó abollada. Mientras tanto, oíamos la risa de una mujer gorda muy por encima de nosotros que resonaba una y otra vez en la tundra. Benny se volvió completamente loco de rabia. Empezó a lanzar latas mientras todos rebuscábamos en la nieve y el hielo tratando de encontrar una manera de poner fin a nuestra frustración. No la había.

Entonces, Benny empezó a babear y se abalanzó sobre Gorrister…

En ese momento, sentí una calma terrible.

Rodeado de locura, de hambre, de todo salvo de la muerte, supe que la muerte era nuestra única salida. AM nos había mantenido con vida, pero había una forma de derrotarlo. No se trataba de una victoria total, pero sí de la paz. Yo me conformaba con eso.

Tenía que actuar rápido.

Benny le estaba devorando la cara a Gorrister. Gorrister estaba tumbado de lado, azotando la nieve, cuando Benny se enroscó alrededor de él con sus poderosas piernas de mono, aprisionándole la cintura. Tenía las manos enganchadas a la cabeza de Gorrister como un cascanueces y la boca desgarraba la tierna piel de su mejilla. Gorrister gritó con tal violencia que cayeron estalactitas, que se hundieron suavemente en los montículos de nieve que las recibían. Lanzas, cientos de ellas, por todas partes, sobresaliendo de la nieve. La cabeza de Benny se echó bruscamente hacia atrás y algo cedió de golpe; un pedazo de carne blanca y sangrienta colgaba de sus dientes.

El rostro de Ellen, negro contra la nieve blanca, dominós en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solo ojos, todos ojos. Gorrister seminconsciente. Benny ahora era un animal. Sabía que AM le dejaría jugar. Gorrister no moriría, pero Benny le llenaría el estómago. Me giré medio a mi derecha y saqué una enorme lanza de hielo de la nieve.

Todo sucedió en un instante:

Clavé la gran punta de hielo delante de mí como si fuera un ariete, apoyándola contra mi muslo derecho. Golpeó a Benny en el costado derecho, justo debajo de las costillas, y se clavó hacia arriba, atravesándole el estómago y rompiéndose dentro de él. Se inclinó hacia delante y quedó inmóvil. Gorrister yacía boca arriba. Saqué otra lanza, me senté a horcajadas sobre él, aún en movimiento, y se la clavé directamente en la garganta. Cerró los ojos cuando le invadió el frío. Ellen debió de darse cuenta de lo que había decidido, incluso mientras el miedo se apoderaba de ella. Corrió hacia Nimdok con un pequeño trozo de hielo en la mano, mientras él gritaba, y se lo clavó en la boca. La fuerza de su embestida hizo el resto. Su cabeza se echó hacia atrás como si lo hubieran clavado a la costra de nieve.

Todo sucedió en un instante.

Hubo un momento de silencio, una eternidad de expectación. Pude oír cómo AM contenía la respiración. Le habían quitado sus juguetes. Tres de ellos estaban muertos, no podían revivir. Él podía mantenernos con vida, gracias a su habilidad y su fuerza, pero no era Dios. No podía resucitarnos.

Ellen me miró; sus rasgos de ébano contrastaban con la nieve que nos rodeaba. Había miedo y súplica en su actitud, en la forma en que se mantenía preparada. Sabía que solo nos quedaba un latido antes de que AM nos detuviera.

La golpeé y se desplomó hacia mí, sangrando por la boca. No pude interpretar su expresión; el dolor había sido demasiado intenso y le había desfigurado el rostro, pero podría haber sido un «gracias». Es posible. Por favor.


Pueden haber pasado cientos de años. No lo sé. AM se ha estado divirtiendo durante una temporada, acelerando y ralentizando mi percepción del tiempo. Voy a decir la palabra. Ahora. Me llevó diez meses decir «ahora». No lo sé. Creo que han pasado cientos de años.

Estaba furioso. No me dejó enterrarlos. No importaba. No había forma de levantar las placas de la cubierta. Secó la nieve. Trajo la noche. Rugió y envió langostas. No sirvió de nada: seguían muertos. Lo había vencido. Estaba furioso. Pensaba que AM me odiaba. Me equivocaba. Aquello no era ni una sombra del odio que ahora destilaba desde cada circuito impreso. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no pudiera matarme.

Dejó mi mente intacta. Puedo soñar, puedo hacerme preguntas, puedo lamentarme. Recuerdo a los cuatro. Me gustaría…

Bueno, no tiene ningún sentido. Sé que los salvé, que los salvé de lo que me ha pasado a mí, pero aun así no puedo olvidar que los maté. La cara de Ellen. No es fácil. A veces quiero, pero no importa.

AM me ha alterado para su propia tranquilidad, supongo. No quiere que me lance a toda velocidad hacia un banco de ordenadores y me rompa el cráneo. O que me desmaye por contener la respiración. O que me corte la garganta con una lámina de metal oxidada. Aquí abajo hay superficies reflectantes. Me describiré tal y como me veo.

Soy una gran masa gelatinosa. Suavemente redondeada, sin boca, con agujeros blancos pulsantes llenos de niebla donde antes estaban mis ojos. Tengo apéndices gomosos que antes eran mis brazos, y masas redondeadas que se acumulan en montículos sin patas, hechas de materia blanda y resbaladiza. Dejo un rastro húmedo cuando me muevo. Manchas grises, enfermizas y malignas aparecen y desaparecen en mi superficie, como si la luz brotara de mi interior.

Por fuera: torpemente, deambulo como una cosa que jamás pudo haber sido humana, una cosa cuya forma es tan ajena que hace que la humanidad sea aún más obscena por la vaga semejanza.

Por dentro: solo. Aquí. Vivo. Bajo la tierra, bajo el mar, en las entrañas de AM, a quien creamos porque malgastamos nuestro tiempo y, en el fondo, sabíamos que lo haría mejor. Al menos los cuatro están a salvo por fin.

AM enloquecerá aún más por eso. Eso me hace un poco más feliz.

AM enloquecerá aún más por eso. Me da un poco de consuelo. Y sin embargo… AM ha ganado, simplemente… se ha vengado…

No tengo boca. Y debo gritar.

FIN

Harlan Ellison - No tengo boca y debo gritar
  • Autor: Harlan Ellison
  • Título: No tengo boca y debo gritar
  • Título Original: I Have No Mouth, and I Must Scream
  • Publicado en: If, marzo de 1967
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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