Horacio Quiroga: El machito

Horacio Quiroga - El machito

Sinopsis: «El machito» es un cuento de Horacio Quiroga publicado el 30 de octubre de 1914 en la revista Fray Mocho. Relata las peripecias de un joven matrimonio que, tras el nacimiento de su primer hijo, se enfrenta a la inesperada tiranía del llanto persistente del recién nacido. Con un humor ácido y agudas observaciones sobre la vida doméstica, Quiroga describe el agotamiento físico y emocional de los padres y, en especial, la lucha del padre, que intenta por todos los medios calmar al niño. La historia se desarrolla en clave irónica y muestra cómo el entusiasmo inicial por tener un «hombrecito» se transforma en un combate delirante por recuperar algo de paz.

Horacio Quiroga - El machito

El machito

Horacio Quiroga
(Cuento completo)

Cuando dos recién casados comprenden que han cumplido la misión encomendada, recurren —respecto del ser en formación— a palabras de cómica gravedad: el infante… el heredero… el hombrecito.

Estas expresiones, bien se ve, son dictadas por la dicha de tener el primer hijo.

¡Las pedagogías y los regímenes establecidos de antemano! Se le otorga desde ya, sin embargo, el usufructo de ciertas perversas cualidades. Será, por lo pronto, rabioso como el padre. Esto parece halagar siempre a las madres, por ser el ejercicio del rabiar facultad sumamente viril. El padre en cuestión es, en este caso, un hombre ponderado; no importa: la ternura conyugal exige, como adorno de inequívoca hombría, que sea un hombrecito rabioso. Gritará a veces hasta ensordecer la casa.

¡Bello, todo esto! El chico nace —machito por lo pronto, para mayor gloria de la voz blanca que: «¡no ves! ¡estaba segura!»— y se duerme, mientras el padre, más cansado que la abuela, la tía y la partera juntas, recostado a la cama dice a su mujer algunas burdas frases de consuelo que tienen el curioso don de conmoverla profundamente.

El chico cuenta ya veinte días, y padre y madre han logrado olvidar la poética historia de la conjuntivitis, el pezón retraído, la obstinación del chico en mamar con la oreja, las grietas y el ácido bórico.

Hasta este momento todo ha ido bien porque, aunque rudo el trabajo, se trataba de la pobre madre y del pobre minúsculo ser.

Mas concluido el peligro y excluida toda inquietud, surge de repente una verdad franca, lisa y evidente que los padres no habían sospechado siquiera: que los chicos efectivamente gritan y rabian.

Una verdad así fue la que deslumbró y golpeó al matrimonio de Gastambide-Giuliani cuando su infante gritó a las ocho, gritó a las nueve y gritó a las diez. ¿Enfermo? Jamás. ¿Hambre? Tampoco. ¿Pañal plegado, alfiler abierto? No. ¿Qué, entonces?

Pero el chico gritó de nuevo a las once, gritó a las doce y gritó a la una.

Fue a las dos de cierta tarde —las dos menos diez acaso (únicamente los guardatrenes y los padres llegan a manejar frescamente la hora exacta)—, cuando Gastambide cayó en la cuenta de que su hijo lloraba porque quería estar de un modo exclusivo en brazos. Lo cual es fácil y hasta agradable cuando se tiene niñera; pero Lola no la tenía, y sí mucho que hacer; de aquí que concluida la teta el machito dormía cinco minutos, lloraba diez, gritaba cuarenta y rabiaba de nuevo diez, hasta que se dormía de fatiga otros cinco minutos. Pero como el machito se despertaba malhumorado, sustituía esta vez llantos y gritos por rabieta congestiva, justo los cincuenta minutos que le faltaban para mamar de nuevo.

Estas situaciones, cuando se repiten a menudo, tienen el singular privilegio de provocar en el padre dos deseos fulminantes: el de arrojar el machito por la ventana, y tras él cuanto dista menos de un metro de sus brazos; y el de hundirse bajo tierra para preguntarse hasta el fin de los siglos cómo pudo ser tan inmensamente estúpido para haber deseado aquello.

Pero la madre ha visto cruzar por los ojos de Gastambide la llama asesina, y comienza a lagrimear sobre su dicha frustrada. El padre entonces exclama: —¡En fin!—, y levantando el fusiforme envoltorio, se pasea con él por la pieza, mudo y los ojos fijos en la pared, porque si llega a bajar la vista y mirar al machito, lo coge de nuevo la adorable tentación de lanzarlo como un cometa a la calle.

Este estado de cosas lleva miras de prolongarse por varias centenas de días. Gastambide, gracias a su trabajo de oficina, salía bastante bien librado; pero Lola, privada de sirvienta y niñera, apenas podía respirar, pues no resistiendo su oído maternal a las escandalosas rabietas del machito, debía dejar todo para tomarlo en brazos hasta que se durmiera. Reanudaba entonces su quehacer; pero la tarea siempre atrasada y a escape la tendía de noche con las piernas hinchadas, y apenas podía a la mañana siguiente vencer el terrible sueño.

Felizmente el chico, que durante el día dormía un cuarto hora en dos o tres etapas, no abría los ojos en toda la noche. Y Gastambide hallaba fuerzas en once horas de celestial silencio para vencer sus impulsos homicidas en la persona del machito.

La medida, sin embargo, se colmó. Y esto fue durante la semana santa, una semana entera que Gastambide obtuvo de licencia.

«Descansaré siete días», se dijo el padre, como en el pasado tiempo en que no tenía sino mujer, o, mejor aún, como en el tiempo en que no tenía nada. Gastambide, cuando iba a la oficina, oía gritar a su hijo dos veces por la mañana, y acaso tres de tarde. Ahora, durante el día entero de vacaciones, asistió a diecisiete rabietas del machito; eso sí, bien varoniles, de aquellas que comienzan por una especie de carcajada oprimida y concluyen con un gutural estertor de cuello estrangulado.

Según la intensidad de su malhumor, Gastambide creyó que éste le iba a durar toda la vida. En vano su mujer hacía lo posible para echarlo de casa. Él, con la absurda terquedad de todos los padres, se empeñaba en quedarse a sufrir, y a hacer, desde luego, sufrir a los demás.

Fue en una inesperada tregua de media hora que el machito concedió en su cuna, cuando Gastambide de pronto se levantó, y cogiendo lápiz y papel comenzó a trazar líneas. En seguida, al lado del esquema, sumó varias veces, multiplicó algunas otras, y fue a medir por fin la largura de su chico. Lo que fastidiando al dormido, provocó una enérgica rabieta de éste, que el padre oyó esta vez sin pestañear.

Por poca imaginación que se tenga, estas actuaciones topográficas sugieren ideas de muerte o de medidas de ataúd, por lo menos. Lola, muy inquieta, se apresuró;

—¿Qué hay, César? ¿Por qué haces eso?

—Por nada —repuso él—, después te diré.

—¿No hay peligro? ¿No me ocultas nada?

—No, nada; no te inquietes. —Hasta que luego concluyó saliendo a la calle.

En su desgracia Gastambide había observado tres cosas capitales:

1º Que su hijo deseaba estar en brazos más por el calor del vehículo que por su blandura.

2º Que la postura de costado, fuese aun contra el seno del padre, despertaba en el chico irresistibles deseos de mamar, de donde rabieta consecutiva.

3º Que el olor del seno maternal precipitaba esta natural disposición de su hijo.

De estas tres observaciones, bastante lúcidas a pesar del ojo iracundo con que fueron hechas, Gastambide había deducido su salvación.

Fue su primera idea encargar al hojalatero vecino un cubo de zinc, un perfecto cubo que vestiría su mujer, y dentro del cual un depósito llenado con agua caliente comunicaría grato calor a la formidable nodriza. Luego, para evitar el escándalo de Lola, y un tanto por razones de estética, desechó su cubo y compró entonces un maniquí que llevó a un carpintero a fin de que le ahuecara el pecho, para instalar allí el depósito.

Así se hizo; pero cayendo entonces Gastambide en la cuenta de que las piernas del chico quedarían fuera del radio de acción del calorífero, volvió de nuevo a su artefacto de zinc, mas ya no cubo, sino una especie de monstruoso Judas de tubos curvos a manera de brazos, con mucho de máquina de vapor y bastante de tanque australiano.

Caro, todo esto, pues en semana santa los artesanos no se suelen prestar a simulaciones de nodriza. Gastambide, sin embargo, entró triunfante en su casa, y en menos de media hora había instalado su Judas sobre un sillón de hamaca. Su mujer, horrorizada al principio, y dolorida luego en lo más hondo de su sentimentalismo maternal ante aquella innoble lata (jamás lo llamó de otro modo) que debía reemplazarla, consintió al fin en prestar ropas para acolchonar aquello.

Hubo entonces un escollo serio cuando se trató de la temperatura del agua del depósito. Gastambide pedía ochenta grados, por lo menos, pues entendía él que con las pérdidas subsecuentes, a la periferia del monstruo no llegarían más de treinta y tantos. Lola, en cambio, se obstinó en que el agua tuviera justo treinta y siete grados, temperatura normal de toda madre.

—¡Pero y las pérdidas, mi hija! —argüía Gastambide, abriendo los ojos.

—Yo no sé, no sé si hay pérdidas; pero sí que la temperatura humana es treinta y siete. ¿Por qué quieres quemar vivo a tu hijo? Y todavía esa lata…

Resignóse por fin a probar las condiciones de la nueva nodriza. Una vez calculada el agua a ochenta grados, puesta en el depósito y obtenidos los treinta y siete sobre el seno, el chico fue llevado a gustar del Judas. Los padres, en puntas de pie, se escondieron detrás, hamacándolo en cuclillas.

Durante un minuto o dos, el machito miró lentamente al aire. En seguida comenzó a gritar. Con el alma caída a los pies, Gastambide contempló su obra, mientras la madre radiante levantaba a su hijo.

Se apagó, sin embargo, el rayo de triunfo. Gastambide, que acababa de colocar la mano en el pecho del monstruo, constataba su excesivo calor: treinta y siete grados, sí, sin duda; pero difícilmente llegan íntegros a la ropa exterior.

A la media hora se repitió la prueba y esta vez el resultado fue maravilloso. Verdad es que Gastambide había tenido la precaución de rociar al Judas con agua de colonia, y de exigir que su mujer proyectara sobre la ropa un hilillo de leche materna. «Lo suficiente —pensaba— para que el miserable recuerde que éste es su madre.»

De esto hace ya quince días. El machito solo, moviendo vagamente los brazos, se arroba con el techo en estrangulados ajós; y si es verdad que entretanto sus padres, en silenciosas cuclillas detrás del sillón, tienen que balancear constantemente la máquina, el chico no llora y es éste un triunfo que únicamente pueden apreciar los padres cuya esperanza de loca felicidad fue tener un machito rabioso.

FIN

Horacio Quiroga - El machito
  • Autor: Horacio Quiroga
  • Título: El machito
  • Publicado en: Fray Mocho, 30 de octubre de 1914

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