Lin Carter & L. Sprague de Camp: Lágrimas negras

Lin Carter & L. Sprague de Camp - Lágrimas negras

Sinopsis: «Lágrimas negras» (Black Tears) es un cuento de Lin Carter y L. Sprague de Camp, publicado en 1968 dentro de la antología Conan the Wanderer. La historia comienza en el abrasador Desierto Rojo, donde una patrulla turania prepara una emboscada contra un grupo de forajidos zuagires liderados por Conan, el bárbaro cimmerio. La emboscada fracasa y desencadena una persecución que lleva a Conan a adentrarse en una tierra maldita, acosada por antiguas leyendas y terrores sobrenaturales. Impulsado por la sed de venganza, Conan se enfrenta no sólo a sus enemigos humanos, sino también a una amenaza ancestral que desafía su fuerza y su voluntad.

Lin Carter & L. Sprague de Camp - Lágrimas negras

Lágrimas negras

Lin Carter & L. Sprague de Camp
(Cuento completo)

1. Las mandíbulas de la trampa

El sol del mediodía caía a plomo de la cúpula del cielo. Las ásperas y resecas arenas de Shan-e-Sorkh, el Desierto Rojo, ardían bajo el sol implacable como si se estuvieran cociendo en un horno gigantesco. En el aire inmóvil flotaba el mal. Los escasos arbustos espinosos que coronaban las colinas bajas y llenas de grava que se alzaban en forma de muro al borde del desierto, no se movían ni una pulgada. Ni tampoco los soldados que se agazapaban tras ellas, vigilando el camino.

Allí, alguna catástrofe antigua provocada por las fuerzas naturales había abierto una ancha herida en la escarpadura. Siglos de erosión habían ampliado la hendidura, que formaba un estrecho desfiladero entre las abruptas laderas; era un lugar perfecto para una emboscada.

La tropa de soldados turanios había estado oculta en la cima de las dunas durante toda la calurosa mañana. Sudando a mares bajo sus túnicas y sus cotas de malla, permanecían agazapados sobre sus doloridas rodillas. Maldiciendo en voz baja, su capitán, el amir Boghra Khan, soportaba la larga e incómoda guardia en compañía de sus hombres. Su garganta estaba seca como un trozo de cuero recocido al sol, y su cuerpo estaba empapado en sudor bajo la cota de malla. En aquella tierra maldita, tierra de muerte y de un sol abrasador, ni siquiera se podía sudar cómodamente. El aire del desierto secaba de inmediato cada gota de humedad, dejando a los hombres secos como la lengua de una momia estigia.

El amir parpadeó y se frotó los ojos, entrecerrándolos para ver el minúsculo destello de luz. Un explorador oculto detrás de una duna de arena roja hizo que el sol se reflejara en su espejo y envió una señal a su jefe, escondido en la cima de la colina.

En ese momento se divisó una nube de polvo. El noble turanio de poblada barba negra sonrió y olvidó rápidamente su incomodidad. ¡Seguramente su traidor confidente se había ganado de buena ley el dinero que le había dado para sobornarlo!

En seguida Boghra Khan distinguió la larga columna de guerreros zuagires, con sus blancas túnicas llamadas khalats ondeando al viento, montados en esbeltos caballos del desierto. Cuando el grupo de jinetes emergió de la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos, el aire del desierto era tan claro y el sol tan brillante que el noble turanio pudo divisar los oscuros y enjutos rostros de halcón de sus hombres, envueltos con pañuelos que flotaban bajo la brisa del desierto. La satisfacción le corrió por las venas como si se tratara del rojo vino de Aghrapur que había en las bodegas del joven rey Yezdigerd.

Hacía años que aquella banda de forajidos saqueaba e incendiaba ciudades, puestos de comercio y caravanas a lo largo de las fronteras de Turan, primero bajo el mando del bribón zaporosko de corazón negro llamado Olgerd Vladislav, y después, hacía poco más de un año, por Conan, su sucesor. Finalmente, los espías turanios de las aldeas amigas del grupo de bandidos habían encontrado un miembro del grupo al que era fácil sobornar. Se trataba de un tal Vardanes, que no era zuagir sino zamorio. Vardanes era hermano de sangre de Olgerd, al que Conan había derrocado, y estaba sediento de venganza contra aquel extranjero que había usurpado la jefatura del grupo.

Boghra se acarició la barba pensativamente. El traidor zamorio era un villano sonriente, bajo, temerario y esbelto como un dios. Vardanes era un divertido compañero de juergas y un excelente guerrero, pero de corazón frío e infiel como el de una víbora.

En ese momento, los zuagires se acercaban por el desfiladero. Vardanes cabalgaba a la cabeza de los jinetes sobre una encabritada yegua negra. Boghra Khan levantó una mano para alertar a sus hombres e indicarles que estuviesen preparados. Quería que entrara el mayor número posible de zuagires en el desfiladero antes de tenderles las mandíbulas de la trampa. Se dejaría pasar solamente a Vardanes. En el momento en que estuvo del otro lado del muro de arenisca, Boghra bajó la mano con un gesto rápido y tajante.

—¡Matad a esos perros! —bramó con voz atronadora, poniéndose en pie.

Una nube de flechas atravesó los rayos del sol como una lluvia mortal. En un segundo, los zuagires se convirtieron en un grupo confuso de hombres vociferantes y caballos alborotados.

Las descargas de flechas caían sobre ellos incesantemente. Los hombres caían a tierra y se asían con desesperación a los dardos emplumados, que brotaban de sus cuerpos como por arte de magia. Los caballos relinchaban al sentir las flechas en sus sudorosos flancos.

Se volvió a levantar una nube de polvo, velando toda posible visión de la dantesca escena, hasta tal punto que Boghra Khan detuvo a sus arqueros por un momento para que no desperdiciaran sus dardos en vano. Ese fue su fallo. Porque por encima del clamor de hombres y caballos se oyó una voz profunda y atronadora dominando el caos:

—¡A las colinas… y a por ellos!

Era la voz de Conan. Un segundo después, apareció la gigantesca figura del cimmerio galopando colina arriba, montado sobre un enorme y brioso corcel. Cualquiera hubiese pensado que sólo un tonto o un loco sería capaz de subir de esa manera por la pendiente de arena y roca para meterse en las fauces del enemigo. Pero Conan no era ni una cosa ni otra. Es verdad que lo impulsaba un ansia salvaje de venganza, pero tras la amenazadora sonrisa que reflejaba su oscuro rostro y sus ojos fogosos, ardientes como llamas, estaba el ingenio del veterano guerrero. Sabía que la mejor forma de salir de una emboscada era actuar por sorpresa y de manera inesperada.

Atónitos, los guerreros turanios dejaron de tensar sus arcos para contemplar la escena. De la espesa nube de polvo que todavía llenaba el desfiladero surgió inesperadamente una multitud de enloquecidos zuagires a caballo y a pie que se disponían a atacarlos en la ladera de la colina.

Eran más numerosos de lo que había pensado el amir. En un segundo, el grupo de guerreros zuagires llegó a la cima de la colina blandiendo cimitarras, maldiciendo y lanzando gritos de guerra cargados de sed de sangre y de venganza.

A la cabeza iba el gigantesco cimmerio. Las flechas habían rasgado su blanca khalat, dejando al descubierto la brillante cota de malla que ceñía su pecho de león. Su desordenada melena sobresalía por debajo del casco de acero como un estandarte al viento. Montado en su negro corcel, se abalanzó sobre ellos como un demonio mítico. Llevaba no sólo la daga de los hombres del desierto, sino también la ancha y pesada espada occidental con empuñadura en forma de cruz, su arma favorita.

La pesada hoja de brillante acero abrió un camino de color escarlata entre los turanios. El arma se alzaba y caía sin cesar, llenando de sangre el aire del desierto. Con cada movimiento, atravesaba armaduras, carne y huesos, deshacía cráneos, cortaba brazos y les abría el pecho a sus víctimas.

Al cabo de media hora, todo había terminado. No había sobrevivido ni un solo turanio, excepto los pocos que habían logrado huir… y su jefe. Con la túnica hecha jirones, el rostro lleno de sangre y caminando con dificultad a causa de la cojera, el amir fue llevado en presencia de Conan, que seguía montado en el caballo, limpiando la sangre de su espada con la túnica de un hombre muerto.

Conan miró con desprecio al desanimado jefe, con una chispa de ironía en los ojos.

—De manera que volvemos a encontrarnos, Boghra —dijo Conan con un gruñido.

El amir parpadeó asombrado, sin dar crédito a sus ojos. Luego exclamó boquiabierto:

—¡Tú!

Conan se rio entre dientes. Diez años antes, cuando era un joven errante y vagabundo, el cimmerio había servido como mercenario en Turan. Había abandonado las filas del rey Yildiz un tanto apresuradamente, a causa de un pequeño problema con la querida de un oficial. Y lo había hecho tan deprisa que hasta había olvidado liquidar una deuda de juego con el mismo amir que en esos momentos lo miraba atónito. Luego, Boghra Khan, el alegre descendiente de una casa noble, y Conan habían sido compañeros de juergas en más de una ocasión, tanto en mesas de juego como en tabernas y prostíbulos. Ahora, con algunos años encima, el mismo Boghra Khan abría la boca asombrado, derrotado en la batalla por un viejo camarada cuyo nombre jamás había asociado con el del terrible jefe de los hombres del desierto.

Conan lo miró de arriba abajo entrecerrando los ojos.

—Nos estabas esperando aquí, ¿verdad? —dijo bruscamente.

El amir no respondió. No deseaba dar información alguna al jefe de los proscritos, aun cuando ambos hubiesen sido compañeros de juergas. Sin embargo, también había oído hablar de los sanguinarios métodos que empleaban los zuagires para obtener información de sus cautivos.

Gordo y fofo como consecuencia de años de vida principesca, el oficial turanio pensó que no podría guardar silencio por mucho tiempo si lo presionaban con torturas.

Pero, sorprendentemente, no fue necesaria su cooperación. Conan vio que Vardanes, que había solicitado el puesto de explorador avanzado esa misma mañana, se había dirigido hacia el desfiladero justo antes de que les tendieran la trampa.

—¿Cuánto le has pagado a Vardanes? —preguntó Conan de improviso.

—Doscientos shekels de plata… —murmuró el turanio. Luego se detuvo, asombrado por su propia indiscreción.

Conan se echó a reír.

—Un soborno principesco, ¿eh? ¡Ese bribón sonriente, al igual que todos los zamorios, es un traidor! Jamás me ha perdonado por haber sustituido a Olgerd.

Conan guardó silencio, mientras miraba inquisitivamente la inclinada cabeza del amir. Luego sonrió, con cierta simpatía.

—No te preocupes, Boghra —dijo—. No has traicionado tus secretos militares. He sido yo quien te ha obligado a revelarlos. Puedes regresar a Aghrapur con tu honor de soldado intacto.

—¿No me vas a matar? —musitó.

—¿Por qué habría de hacerlo? Todavía te debo una bolsa de oro de aquella antigua apuesta, de modo que permíteme saldarla de esta manera. Pero la próxima vez, Boghra, ten cuidado de no tender trampas a los lobos, porque puedes atrapar a un tigre.

2. La tierra de los fantasmas

Después de dos días de duro cabalgar a través de las rojas arenas de Shan-e-Sorkh, el grupo de jinetes del desierto aún no había dado con el traidor. Ansioso por ver la sangre de Vardanes, Conan presionó insistentemente a sus hombres. El duro código del desierto exigía la Muerte de las Cinco Estacas para el hombre que traicionara a sus camaradas, y Conan estaba decidido a que el zamorio pagara ese precio.

Al atardecer del segundo día acamparon en el refugio que ofrecía un otero de piedra caliza que sobresalía de las rojas arenas, como si se tratara de las ruinas de una antigua torre. En el duro rostro de Conan, casi negro por el sol del desierto, se veían las arrugas del cansancio. Su caballo jadeaba al borde del agotamiento. El cimmerio acercó la bolsa de agua al morro cubierto de espuma del animal. Detrás de Conan, sus hombres estiraban las piernas cansadas y flexionaban sus doloridos brazos. Abrevaron a los caballos y encendieron un fuego para mantener alejados a los salvajes perros del desierto. Se oyó el crujido de las sogas cuando las grandes alforjas descargaron las tiendas de campaña y los utensilios de cocina.

La arena crujió detrás de Conan. Se volvió para ver el rostro desencajado por la fatiga de uno de sus lugartenientes. Se trataba de Gomer, un shemita de ojos rasgados y nariz aguileña. De su turbante sobresalían unos largos cabellos negros.

—¿Y bien? —gruñó Conan, al tiempo que frotaba los flancos de su caballo con lentos movimientos de cepillo.

El shemita se encogió de hombros.

—Creo que sigue cabalgando hacia el sudoeste —dijo—. Ese diablo asqueroso debe de estar hecho de hierro.

Conan se rio con aspereza.

—Quizá su yegua sea de hierro, pero no Vardanes. Él es de carne y hueso. ¡Ya lo verás cuando lo colguemos de las estacas y le saquemos las entrañas para que se las coman los buitres!

En los tristes ojos de Gomer había un vago temor.

—Conan, ¿no abandonarás esta persecución? ¡Cada día que pasa nos internamos más y más en esta tierra de sol y arena, en la que sólo pueden sobrevivir las víboras y los escorpiones! ¡Por el rabo de Dagon! Si no regresamos, dejaremos aquí nuestros huesos para siempre.

—Nada de eso —replicó el cimmerio—. Si han de quedarse aquí algunos huesos, serán los del zamorio. No temas, Gomer, capturaremos a ese traidor. Quizá mañana. No puede mantener este ritmo eternamente.

—¡Ni nosotros! —protestó Gomer.

Luego se detuvo, al sentir que los azules ojos fogosos de Conan se posaban sobre su rostro.

—Pero eso no es lo único que te preocupa, ¿verdad? —preguntó Conan—. Vamos, hombre, dilo ya.

El corpulento shemita se encogió de hombros elocuentemente.

—Bueno, no…, yo…, los hombres sienten… La voz del shemita se perdió en la lejanía.

—¡Habla! —gritó Conan—. O te lo haré decir a patadas.

—Esto…, esto es Makan-e-Mordan —dijo Gomer finalmente.

—Lo sé. Ya he oído hablar de la Tierra de los Fantasmas. ¿Y qué? ¿Acaso tienes miedo de las leyendas de los viejos?

Gomer lo miró con una gran pena reflejada en el rostro.

—No son sólo leyendas, Conan. Tú no eres zuagir. No conoces esta tierra ni sus horrores como los que hemos vivido siempre en ella. Durante miles de años, este ha sido un lugar maldito y embrujado, y cada hora que cabalgamos vamos penetrando más profundamente en esta condenada tierra. Los hombres temen decírtelo, pero están medio locos de terror.

—Querrás decir que están medio locos de superstición infantil —repuso Conan con un gruñido—. Sé que están hablando permanentemente de leyendas de duendes y fantasmas. También yo he oído historias acerca de estas tierras, Gomer. Pero son tan sólo fábulas para inspirar miedo a los bebés, ¡no a unos guerreros! Di a tus camaradas que tengan cuidado. ¡Mi cólera es mucho más peligrosa que todos los fantasmas juntos!

—¡Pero, Conan…!

El cimmerio lo interrumpió bruscamente.

—¡Basta ya de temores nocturnos, shemita! ¡He jurado por Crom y por Mitra que me haré con la sangre de ese asqueroso traidor zamorio, o que moriré en el intento! Y si he de verter un poco de sangre zuagir, no tendré escrúpulo alguno en hacerlo. Y ahora, deja de lamentarte y ven a beber conmigo una copa de vino. Tengo la garganta más seca que este ardiente desierto, y todo este palabrerío me la ha secado aún más.

Después de dar una afectuosa palmada a Gomer en el hombro, Conan se alejó hacia la hoguera del campamento, donde los hombres estaban desempaquetando carne ahumada, higos secos y dátiles, queso de cabra y pellejos de vino hechos de cuero.

Pero el shemita no se unió inmediatamente al cimmerio. Se quedó contemplando cómo se alejaba el jefe al que había obedecido durante casi dos años, desde que encontraron a Conan crucificado cerca de las murallas de Khaurán. Conan había sido capitán de la guardia al servicio de la reina Taramis de Khaurán, hasta que su trono fue usurpado por la bruja Salomé, en connivencia con Constantius el Halcón, el voivodo kothio de los Compañeros Libres.

Cuando Conan, al darse cuenta de la sustitución, se puso del lado de Taramis y fue derrotado, Constantius lo hizo crucificar en las afueras de la ciudad. Por casualidad, Olgerd Vladislav, jefe de la banda de proscritos zuagires, llegó en ese preciso momento y bajó a Conan de la cruz, diciendo que si lograba sobrevivir a sus heridas podría unirse al grupo. El cimmerio no sólo sobrevivió, sino que demostró ser un verdadero jefe, tan capaz que con el tiempo desbancó a Olgerd.

Desde entonces había sido y seguía siendo su jefe.

Pero esto significaba el fin de su jefatura. Gomer de Akkharia suspiró hondo. Conan había cabalgado delante de ellos durante los dos últimos días, sumido en una siniestra sed de venganza. No se daba cuenta de la cólera que albergaban los corazones de los zuagires. Gomer sabía muy bien que, aunque amaban a Conan, su terror supersticioso los había llevado al borde del amotinamiento y del asesinato. Serían capaces de seguir al cimmerio hasta las puertas escarlata del mismísimo infierno, pero no estaban dispuestos a internarse más en la Tierra de los Fantasmas.

El shemita idolatraba a su jefe. Pero sabiendo muy bien que ninguna amenaza sería capaz de desviar al cimmerio del camino de la venganza, solamente podía pensar en una forma de salvar a Conan de los cuchillos de sus propios hombres. Del interior del bolsillo de su blanca khalat extrajo un pequeño frasco que contenía un polvillo verde. Después de ocultarlo en la palma de la mano, Gomer se reunió con Conan, que estaba junto al fuego, para compartir con él un trago de vino.

3. La muerte invisible

Cuando Conan despertó, el sol ya estaba alto. Las oleadas de calor barrían el desierto. El aire estaba inmóvil, seco y ardiente como si el cielo fuese un cuenco de bronce invertido calentado hasta la incandescencia.

Conan se puso de rodillas con gran esfuerzo y se llevó ambas manos a las sienes, que le latían aceleradamente. Le dolía la cabeza como si le hubieran dado un golpe.

Se puso en pie y se tambaleó peligrosamente. Entrecerró los ojos a causa del resplandor y miró en todas direcciones. Todo estaba borroso. Volvió a mirar a su alrededor con los ojos nublados. Estaba solo en aquella tierra maldita y sin agua.

Bramó un juramento pensando en los zuagires y en sus supersticiones. La tropa había levantado el campamento, llevándose consigo equipos, caballos y provisiones. A su lado había dos pellejos de cabra llenos de agua. Sus antiguos camaradas sólo le habían dejado agua, su cota de malla, su khalat y el sable.

Se puso de rodillas otra vez y destapó uno de los pellejos de agua. El líquido semicaliente le quitó de inmediato el mal sabor de boca; luego bebió una gran cantidad de agua, hasta que sació su sed. Aun cuando deseaba vaciar el agua del pellejo sobre su dolorida cabeza, la razón prevaleció y se contuvo. Si estaba perdido en aquel desierto de arena, necesitaría cada gota de agua para sobrevivir.

A pesar del intenso dolor de cabeza y del mareo que tenía, Conan se dio perfecta cuenta de lo que debía de haber ocurrido. Los zuagires temían más a aquella extraña región de lo que él había supuesto, a pesar de las advertencias de Gomer. Había cometido un serio error, que quizá sería fatal. Había subestimado el grado de superstición de los guerreros del desierto y había valorado en exceso su poder sobre aquellos hombres. Profiriendo un gruñido, Conan maldijo su obstinada arrogancia que, si no se corregía, algún día podría significar su fin.

Y quizá ese era el día. Examinó con calma la situación. Era fatal. Tenía agua para dos días bebiendo poco; quizá tres, si se arriesgaba a volverse loco limitando aún más la bebida. No tenía comida ni caballo, lo que significaba que tendría que caminar.

Tenía que hacerlo. Pero ¿en qué dirección? La respuesta era evidente: volver por donde había venido. Pero había razones para no hacerlo. Y la más convincente era la distancia. Habían cabalgado durante dos días después de dejar atrás el último pozo de agua. Un hombre a pie podría avanzar, en el mejor de los casos, a la mitad de velocidad que un caballo. Por lo tanto, retroceder significaría andar por lo menos dos días sin una gota de agua…

Conan se acarició pensativamente la barbilla, tratando de olvidar los latidos de su cabeza y devanándose los sesos para encontrar alguna solución a su acuciante problema. Volver sobre sus pasos no era una buena idea, porque sabía que no encontraría agua en cuatro días de marcha.

Miró hacia adelante, en dirección al sendero que había seguido Vardanes en su huida, que se perdía en el horizonte.

Quizá debiera continuar persiguiendo al zamorio. Aun cuando el sendero lo condujera hacia una región desconocida, este hecho en sí ya era una ventaja. Quizá hubiera un oasis más allá de las dunas. En tales circunstancias era difícil tomar una decisión, pero Conan resolvió hacer lo que le pareció más prudente. Se envolvió con la khalat y comenzó a caminar con la espada al hombro, siguiendo las huellas de Vardanes. A cada paso que daba, las dos bolsas de agua golpeaban rítmicamente contra su espalda.

El sol parecía colgar eternamente en el cielo incandescente. Resplandecía como un ojo ardiente bajo la ceja de un cíclope colosal, contemplando la diminuta figura que se movía lentamente sobre la arena de color carmesí del desierto. Parecía haber transcurrido un siglo cuando el sol de la tarde se deslizó por la inmensa curva del cielo, para morir en la llameante pira funeraria del oeste. El atardecer tiñó el cielo de color púrpura y una brisa fresca cruzó las dunas con la suavidad de un pájaro.

Los músculos de las piernas de Conan estaban más allá del dolor. La fatiga los había entumecido y caminaba como si sus extremidades fueran dos columnas de piedra animadas por un extraño encantamiento. Su cabeza caía sobre el enorme pecho. Siguió caminando, a pesar del agotamiento, porque sabía que en esos momentos, con el fresco de las últimas horas del día, era cuando podía caminar con menos incomodidad.

Tenía la garganta seca y llena de polvo. Su curtido rostro estaba cubierto por una máscara de rojiza arena del desierto. Hacía una hora que había tomado un trago de agua y ya no bebería más hasta que oscureciera y no pudiera seguir las huellas de Vardanes.

Esa noche sus sueños fueron muy confusos, llenos de pesadillas en las que veía figuras borrosas con un ojo bestial, que lo golpeaban con cadenas al rojo vivo.

Cuando despertó, el sol ya estaba en lo alto. Tenía ante él otro día de terrible calor. Levantarse fue una agonía. Cada músculo de su cuerpo latía como si sus tejidos estuvieran llenos de agujas. Pero finalmente se puso en pie, bebió un poco de agua y siguió caminando.

Pronto perdió toda noción del tiempo, pero aun así el incansable motor de su voluntad lo impulsaba hacia adelante, paso a paso, lentamente. Su mente erraba en sombrías alucinaciones. Pero tenía tres ideas fijas: seguir las huellas de los cascos del caballo de su enemigo, ahorrar toda el agua posible y seguir andando. Si se caía, estaba seguro de que no podría volver a levantarse. Y si caía durante el día, sus huesos se secarían hasta quedar blancos por los siglos de los siglos en aquel desierto de color escarlata.

4. La reina inmortal

Vardanes, el zamorio, se detuvo en la cima de las colinas y vio algo tan extraño que se quedó de piedra. Durante cinco días, desde la emboscada contra los zuagires que acto seguido se había vuelto contra los turanios, había cabalgado como un loco, deteniéndose apenas una hora o dos a fin de dar reposo a su cuerpo y la yegua. Sentía un terror tan espantoso que ya no sabía ni quién era, pero lo incitaba a seguir.

Conocía bien la venganza de los proscritos del desierto. Su imaginación estaba inundada de terribles escenas; era el precio que le harían pagar esos salvajes si caía en sus manos. Por ello, cuando vio que la emboscada había fracasado, se lanzó a todo galope por el desierto. Sabía que el diablo de Conan le arrancaría a Boghra Khan el nombre del traidor y que entonces el cimmerio vendría tras él con un grupo de sanguinarios zuagires, que no se detendría hasta dar con quien los había traicionado.

Su única alternativa había sido dirigirse hacia el Shan-e-Sorkh. Aunque Vardanes era un zamorio culto y refinado, criado en la ciudad, los vaivenes del destino lo habían arrojado junto a los forajidos del desierto y los conocía muy bien. Sabía que temblaban ante la sola mención del Desierto Rojo y que su salvaje fantasía poblaba el desierto de monstruos y demonios inconcebibles. No sabía ni le importaba por qué aquellos hombres temían tanto al desierto, siempre que ese miedo impidiera que lo siguieran demasiado lejos.

Pero los forajidos no se habían vuelto atrás. Les llevaba tan poca ventaja que día tras día Vardanes veía las nubes de polvo que levantaban detrás de él los caballos de los zuagires. Apuró la marcha comiendo y bebiendo sobre la montura y espoleando su corcel hasta el borde del agotamiento, a fin de aumentar la distancia que los separaba.

Al cabo de cinco días ignoraba si todavía lo seguían o no. Pero muy pronto, ese hecho dejó de tener importancia. Vardanes había agotado la comida y el agua, tanto para él como para su yegua, y apuraba el paso con la vaga esperanza de encontrar un pozo en aquel interminable desierto.

Su caballo, cubierto por un barro reseco por el polvo adherido al abundante sudor, avanzaba como una cosa muerta conducida por la voluntad de un brujo. El animal estaba al borde de la muerte. Ya se había caído siete veces y sólo el látigo lo había obligado a levantarse. Puesto que ya no podía soportar su peso, Vardanes se bajó del caballo y lo condujo por las riendas.

El Desierto Rojo le había dado a Vardanes un aspecto terrible. El joven risueño y apuesto como un dios de otros tiempos era ahora un esqueleto ennegrecido por el sol. Sus ojos inyectados en sangre miraban a través de unos largos cabellos enmarañados y sucios de polvo. Sus labios hinchados y cuarteados musitaban oraciones ininteligibles dedicadas a Ishtar, a Set, a Mitra y a otros muchos dioses. Cuando Vardanes y su tembloroso caballo alcanzaron la cima de otra fila de dunas, miró hacia abajo y vio un valle salpicado de palmeras de color verde esmeralda.

En el centro del fértil valle se alzaba una pequeña ciudad amurallada. Las torres de los centinelas asomaban por encima del muro, en el que se destacaba una enorme puerta cuyos goznes de pulido bronce brillaban con un rojo resplandor bajo el sol.

¿Una ciudad en ese desierto abrasador? ¿Un fresco valle lleno de verdes árboles y suaves céspedes con estanques de agua cristalina en el corazón de esa región mortal? ¡Imposible!

Vardanes se estremeció, cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios resecos. ¡Debía de ser un espejismo, o quizá un fantasma creado por su caótica mente! Sin embargo, en ese momento recordó algo de lo que había estudiado en su juventud. Era un retazo de la leyenda llamada Akhlat la Maldita.

Hizo un enorme esfuerzo por recordar algo más. Lo había leído en un antiguo libro estigio que su tutor shemita guardaba bajo llave en un cofre de madera de sándalo. Siendo un niño, Vardanes había sido bendecido o maldecido con la codicia, la curiosidad y dedos ligeros. Una noche oscura había abierto la cerradura y luego había estudiado detenidamente, con una mezcla de temor, respeto y repugnancia, las portentosas páginas de aquel oscuro libro de nigromancia antigua. Escrito con letra bastante clara sobre hojas de piel de dragón, el texto describía extraños ritos y ceremonias. En aquellas páginas también había enigmáticos jeroglíficos de antiguos reinos embrujados como Aquerón y Lemuria, que habían conocido su esplendor y decadencia en los albores de la historia.

Entre las páginas llenas de pentáculos y otros signos cabalísticos también había fragmentos de una oscura liturgia, que describía terribles demonios que vivían en los reinos de sombras que hay más allá de las estrellas, en el caos que según los magos antiguos reinaba en las fronteras del cosmos. Una de esas liturgias contenía referencias enigmáticas acerca de «la maldita y embrujada Akhlat, que se encuentra en el Desierto Rojo, donde los brujos locos de poder de antaño llamaron a un Demonio del Más Allá al plano material para su infinito pesar… Akhlat, donde el Inmortal gobierna con mano de hierro por medio del horror hasta el día de hoy… condenada y maldita Akhlat, que hasta los dioses despreciaron transformando todo el reino en un desierto abrasador…».

Vardanes seguía sentado sobre la arena, junto a su jadeante yegua, cuando unos guerreros de rostros taciturnos lo cogieron y lo trasladaron desde el círculo de rocosas colinas que rodeaban la ciudad en dirección al valle de palmeras y estanques de aguas cristalinas, hasta las mismas puertas de Akhlat la Maldita.

5. La mano de Zillah

Conan se despertó lentamente, pero esta vez fue diferente. Antes, su despertar había sido doloroso, pues tuvo que hacer un enorme esfuerzo para levantar los párpados y contemplar encandilado el sol abrasador del desierto y luego ponerse en pie, tambaleándose, para seguir su difícil camino sobre la arena.

Se incorporó de un salto, en estado de alerta, como un animal cuya supervivencia dependiera tan sólo de sus propias facultades.

Miró a su alrededor con una expresión de asombro en los ojos. Lo primero que pensó fue que estaba muerto y que su espíritu había sido transportado más allá de las nubes hasta el primitivo paraíso en el que Crom, el dios de su pueblo, ocupaba su trono entre miles de héroes.

Junto a su lecho de seda había una jarra de plata llena de agua fresca y clara.

Poco después, Conan levantó su mojado rostro de la jarra y supo que, fuera cual fuese el paraíso en el que se hallaba, lo cierto era que se encontraba en él, era real y físico. Bebió cuanto quiso, aunque el estado de su boca y de su garganta le indicaban que ya no se encontraba en pleno desierto. Seguramente lo había encontrado alguna caravana, que lo trasladó a la tienda de campaña para socorrerlo y curarlo. Al mirar hacia abajo, Conan vio que su cuerpo estaba perfectamente limpio del polvo del desierto y había sido untado con suaves bálsamos aromáticos. Quienquiera que fuese su salvador, lo había alimentado y cuidado mientras él se recuperaba y volvía lentamente a este mundo.

El cimmerio miró a su alrededor. Su enorme sable descansaba sobre un cofre de ébano. Se acercó sin hacer el menor ruido, como un gato salvaje en la selva, y luego se quedó inmóvil al oír el ruido metálico de la armadura de un guerrero que había a sus espaldas.

Sin embargo, aquel sonido musical no procedía de ningún guerrero sino de una esbelta muchacha de hermosos ojos de cervatillo que acababa de entrar en la tienda y lo miraba en silencio. Sus cabellos negros y brillantes le llegaban hasta la cintura, y llevaba minúsculas campanillas en las trenzas. De allí provenía el suave tintineo que había oído.

Conan estudió a la muchacha con una rápida mirada. Era joven, casi una adolescente, con un hermoso cuerpo blanco y esbelto que brillaba como una tentación bajo sus diáfanos velos. En sus manos blancas y delgadas relucían hermosas joyas. A juzgar por las pinceladas doradas en las cejas y aquellos enormes ojos negros, Conan adivinó que pertenecía a la raza shemita.

—¡Oh! —exclamó la muchacha—. ¡Estás demasiado débil para estar de pie! Debes descansar hasta recuperar fuerzas.

La lengua que hablaba era un dialecto shemita, plagado de formas arcaicas, pero lo suficientemente próximo al shemita que Conan conocía como para que lo entendiera.

—Tonterías, muchacha. Me encuentro bien —repuso Conan en el mismo dialecto—. ¿Has sido tú quien me trajo hasta aquí? ¿Cuánto tiempo hace que me has encontrado?

—No, mi señor —respondió entornando los ojos de sedosas pestañas—. Fue mi padre. Yo soy Zillah, la hija de Enosh, un noble de Akhlat la Maldita. Encontramos tu cuerpo entre las eternas arenas del desierto hace tres días.

«¡Dioses!», pensó Conan.

Zillah era una hermosa joven. Hacía semanas que Conan no veía una mujer. El cimmerio estudió el contorno de aquel esbelto cuerpo apenas oculto por las transparentes gasas. La joven se ruborizó.

—De manera que fue tu bonita mano la que me cuidó, ¿verdad, Zillah? Os doy las gracias a ti y a tu padre por esto. Estuve muy cerca de la muerte. De eso estoy seguro. ¿A qué se debe que me hayáis encontrado?

Conan hizo un esfuerzo inútil por recordar una ciudad llamada Akhlat la Maldita, aun cuando creía conocer todas las ciudades de los desiertos del sur, ya sea por haber oído hablar de ellas o bien por haberlas visitado.

—No fue por casualidad. En realidad, te estábamos buscando —dijo Zillah.

Conan entrecerró los ojos y sus nervios se tensaron ante la sensación de peligro. Algo que se reflejaba en el súbito endurecimiento de su rostro impasible le indicó a la joven que aquel era un hombre de rápidas pasiones animales, un hombre peligroso, muy diferente a los hombres pacíficos y civilizados que ella había conocido.

—¡No queríamos hacerte daño! —protestó la muchacha, al tiempo que levantaba una mano a la defensiva—. Pero sígueme, señor, que mi padre te lo explicará todo.

Por un momento Conan permaneció tenso preguntándose si Vardanes habría proporcionado su pista a esa gente. La plata que se había llevado de los turanios hubiera sido suficiente para comprar las almas de medio centenar de shemitas.

Luego respiró hondo, calmando deliberadamente la sed de sangre que en él se había despertado. Levantó su espada y pasó por encima del hombro la ancha faja que la sostenía.

—Entonces llévame a donde está tu padre, muchacha —dijo—. Me gustaría escuchar su relato.

La joven lo condujo fuera de la tienda. Conan cuadró sus anchos hombros y la siguió.

6. La cosa del más allá

Enosh estaba inclinado sobre un arrugado pergamino oscurecido por el tiempo, sentado en una silla de madera de respaldo alto, cuando Zillah condujo a Conan a donde estaba su padre. Las paredes de esa parte de la tienda estaban cubiertas por una tela de color púrpura. Unas gruesas alfombras apagaban el sonido de sus pasos. Sobre una estantería formada por serpientes entrelazadas de un metal brillante había un espejo negro de un extraño diseño. Unas luces misteriosas se reflejaban en el ébano profundo.

Enosh se puso en pie y saludó a Conan con frases corteses. Era un hombre alto, delgado, casi un anciano, pero caminaba erguido. Llevaba un turbante de lino blanco. Su rostro estaba cubierto de arrugas a causa de la edad y la concentración mental, y sus ojos negros parecían reflejar una tristeza de siglos.

Rogó a su invitado que tomara asiento y ordenó a Zillah que sirviera vino. Cuando acabaron las formalidades, Conan preguntó abruptamente:

—¿Cómo me encontraste, oh, jeque?

Enosh miró hacia el espejo negro y repuso con calma:

—Aunque no soy un hechicero, hijo, puedo utilizar algunos medios que no son del todo naturales.

—¿Por qué me buscabas?

Enosh levantó su delgada mano cubierta de venillas azules para aplacar las sospechas del guerrero.

—Ten paciencia, amigo, y te lo explicaré todo.

La voz del anciano era profunda y rica en matices. Se acercó a una mesilla baja, apoyó sobre ella el pergamino y luego aceptó una copa de plata llena de vino.

Cuando terminaron de beber, el anciano inició el relato:

—Hace muchos, muchos años, un astuto hechicero de Akhlat concibió una intriga contra la antigua dinastía que gobernaba aquí desde el hundimiento de Atlantis —dijo Enosh hablando pausadamente—. Con hábiles palabras convenció al pueblo de que su monarca, un hombre débil e indulgente, era su enemigo, por lo que el pueblo se levantó y derrocó al rey.

»Autonombrándose sacerdote y profeta de los Dioses Desconocidos, el hechicero decía que actuaba por inspiración divina. Afirmaba que uno de los dioses pronto descendería a la tierra para gobernar personalmente en Akhlat la Santa, como se llamaba entonces la ciudad.

Conan gruñó y dijo:

—Vosotros, los nativos de Akhlat, no sois menos crédulos que otros pueblos que he conocido.

El anciano sonrió con gesto resignado.

—Es fácil creer lo que uno quiere que sea verdad. Pero el plan de ese hechicero negro era mucho más terrible que lo que cualquiera hubiera podido imaginar. Recurriendo a viles ritos conjuró a una mujer-demonio para que sirviese al pueblo en forma de diosa. Manteniendo su dominio mágico sobre ese ser, el hechicero se presentó a sí mismo como intérprete de su voluntad divina. El pueblo atemorizado de Akhlat no tardó en padecer una tiranía mucho peor que la de la antigua dinastía.

Conan sonrió con ironía y dijo:

—He constatado que las revoluciones casi siempre establecen gobiernos mucho peores que los que han reemplazado.

—Es probable. De todos modos, eso es lo que ocurrió en este caso. Y con el paso del tiempo, las cosas fueron de mal en peor, ya que el hechicero perdió control sobre la Cosa demoníaca que había conjurado desde el Más Allá, y esta lo destruyó para gobernar en su lugar. Y todavía sigue gobernando.

Conan repuso:

—Entonces, ¿se trata de un ser mortal? ¿Cuánto tiempo hace que sucedió todo eso?

—Han transcurrido más años que los granos de arena de este desierto —respondió Enosh—. Y la diosa demoníaca sigue gobernando sobre la triste Akhlat. El secreto de su poder es que extrae la fuerza vital de los seres vivos. Toda esta tierra que nos rodea en otros tiempos fue verde y rica, llena de palmeras que crecían al lado de arroyos y fértiles colinas, en las que pastaban los bien alimentados rebaños. Su vampírica sed de vida dejó la tierra seca, salvo el valle en el que está asentada la ciudad de Akhlat. La diosa demoníaca la perdonó porque estaba desierta y, por lo tanto, no podía alimentarse de seres vivos.

—¡Por Crom! —exclamó Conan en un susurro, vaciando su copa de vino.

—Con los siglos —continuó Enosh—, esta tierra quedó transformada en un erial, en un desierto sin vida. Nuestros jóvenes son utilizados para saciar la sed de la diosa, al igual que los animales de nuestros rebaños. Se alimenta a diario. Cada día elige una víctima y esta va languideciendo hasta quedar reducida a la nada. Cuando ataca a su víctima, incesantemente, día tras día, esta puede durar algunas jornadas o quizá una luna. Los más fuertes y valientes duran unos treinta días hasta que la diosa consume toda la fuerza vital de sus cuerpos. Y luego pasa a la siguiente víctima.

Conan acarició la empuñadura de su espada.

—¡Por Crom y por Mitra! —exclamó el cimmerio—. Amigo, ¿por qué no has matado a esa cosa?

El anciano movió la cabeza con aire cansado y triste.

—Es invulnerable —dijo con voz suave—. La carne de la diosa está hecha de la materia que le llevan y su poder se mantiene por su inquebrantable voluntad. Una flecha o una espada tan sólo podrían herir su cuerpo, lo que no significa nada para ella, ya que la fuerza vital que bebe de otros, dejándolos vacíos, y secos, le proporciona una enorme fuente de fuerza interior para renovar su carne cuando lo desee.

—Pues quema a esa cosa —dijo Conan con un gruñido—. ¡Quema el palacio o córtala en pedazos, y que el fuego la devore!

—No. Se protege mediante oscuros poderes de magia infernal. Paraliza todo lo que ella mira. Hasta cien guerreros han trepado al Templo Negro decididos a terminar con esta terrible tiranía. No quedó nada de ellos, salvo un montón de cadáveres que luego sirvieron de banquete al insaciable monstruo.

Conan se agitó inquieto en su asiento.

—¡Es extraño que algunos de vosotros sigáis viviendo en esta tierra maldita! —dijo Conan con voz cavernosa—. ¿Cómo es posible que ese odioso monstruo no haya liquidado hasta el último ser humano de este valle? ¿Y por qué no habéis empaquetado todas vuestras cosas y habéis huido de este endemoniado lugar?

—En realidad, ya quedamos muy pocos. Ella nos consume tanto a nosotros como a nuestros animales, a un ritmo mucho mayor que el de los nacimientos. Durante siglos, la diosa sació su apetito con la fuerza vital de las plantas que crecían en los campos, dejando a un lado a los seres humanos. Cuando la tierra quedó convertida en desierto, se alimentó con nuestro ganado, luego con nuestros esclavos y finalmente con los propios nativos de Akhlat. Pronto desapareceremos todos y Akhlat no será más que una ciudad de muerte. Tampoco podemos abandonar esta tierra, porque el poder de la diosa nos retiene dentro de unos límites que no podemos traspasar.

Conan sacudió la cabeza. Su larga melena se extendió sobre sus hombros bronceados.

—Es una trágica historia la que me cuentas, anciano. Pero ¿por qué me la cuentas a mí?

—A causa de una antigua profecía —dijo Enosh con suavidad, tomando el amarillento pergamino antiguo que se hallaba encima de la mesilla.

—¿Qué profecía?

Enosh desenrolló parcialmente el pergamino y señaló unas líneas de una escritura tan antigua que Conan no pudo entenderla, aun cuando sabía leer el shemita contemporáneo.

—Que con el tiempo, cuando nuestro fin estuviera cercano, los Dioses Desconocidos, los que nuestros antepasados dejaron de adorar en nombre de la diosa demoníaca, aplacarán su cólera y enviarán un liberador que derrotará a la diosa y destruirá su maligno poder. Tú, Conan de Cimmeria, eres ese salvador…

7. La sala de los muertos vivientes

Durante días y noches, Vardanes permaneció en un oscuro calabozo situado bajo el Templo Negro de Akhlat. Gritó, rogó y lloró, maldijo y oró, pero los guardianes de rostros inescrutables y cascos de bronce no le hicieron el menor caso, salvo atender a sus necesidades físicas. No respondían a ninguna de sus preguntas. Lo que más asombró a Vardanes fue que tampoco se rindieron al soborno. Vardanes, que era un típico zamorio, no concebía la existencia de hombres que no ansiaran riquezas y, no obstante, aquellos extraños individuos que hablaban un dialecto antiguo y llevaban armaduras viejas ansiaban tan poco los lingotes de plata que él había recibido de los turanios por su traición que ni siquiera tocaron las alforjas llenas de monedas que había en un rincón de la celda.

Sin embargo, lo trataron bien; lavaron su fatigado cuerpo y calmaron sus heridas con ungüentos. Lo alimentaron opíparamente con aves asadas, ricas frutas y deliciosas bebidas. Incluso le dieron vino. Dado que Vardanes había conocido otras prisiones, se dio cuenta de lo extraordinario que era todo aquello. Se preguntó un tanto extrañado si no lo estarían cebando para matarlo.

Un buen día, los guardianes se acercaron a su celda y lo sacaron de ella. Supuso que al fin comparecería ante un juez para responder a las absurdas acusaciones que le hicieran. Se sentía optimista y confiado. ¡No había conocido un solo magistrado cuya piedad no pudiera comprarse con la plata que contenían aquellas alforjas!

Pero en lugar de comparecer ante un juez o un personaje similar, los guardianes lo condujeron a través de interminables pasillos y oscuros pasadizos hasta llegar a una enorme puerta de bronce verdoso, que se alzaba ante él como si se tratara de la mismísima puerta del infierno. Aquella entrada estaba cerrada y atrancada de tal manera que ni un ejército hubiera podido forzarla. Con manos nerviosas y rostros tensos, los guardianes abrieron la enorme puerta e hicieron pasar a Vardanes.

Cuando la puerta se cerró tras él, el zamorio se encontró en el interior de un magnífico salón de mármol pulido. Allí reinaba una semioscuridad de color púrpura. Por todas partes había espesas capas de polvo; todo era decadencia y abandono. Vardanes avanzó con curiosidad.

¿Era el salón del trono, o quizá la nave de algún templo gigantesco? Imposible saberlo. Lo más extraño que había en ese inmenso salón, además de la decadencia y el abandono que se notaban por todas partes, eran las estatuas que se alzaban formando grupos. Vardanes se preguntó qué sería aquello. No entendía nada.

El primer misterio era el material con que estaban hechas las estatuas. Aun cuando el salón estaba construido en brillante mármol, las figuras estaban esculpidas en un tipo de piedra gris, porosa y muy poco atractiva, que Vardanes no pudo identificar. Pero fuera cual fuese el material, lo cierto era que no tenía nada de atractivo. Parecía madera calcinada, aunque era duro como la piedra.

El segundo misterio era la asombrosa obra de arte realizada por el desconocido escultor cuyas manos hábiles habían creado todas esas maravillas. Las estatuas parecían tener vida y haber alcanzado un grado increíble de realismo. Se podía apreciar en ellas cada pliegue de sus ropas e incluso del cabello. Se advertía la misma asombrosa fidelidad hasta en las posturas. En las estatuas no había nada de majestuoso, ni monumental ni heroico. Los cientos de imágenes que abarrotaban el salón adoptaban posturas vivas, totalmente naturales, y no estaban colocadas ordenadamente. Se trataba de figuras de guerreros y nobles, muchachos y doncellas, hombres viejos y mujeres, niños y bebés de pecho.

La única característica inquietante común a todas ellas era la expresión de terror insoportable que se reflejaba en sus rostros de piedra.

Al cabo de un rato, Vardanes oyó un débil sonido desde las profundidades del oscuro lugar. Parecía el rumor de muchas voces, pero era tan débil que no podía entender lo que decían. Un extraño murmullo surgía de aquel bosque de estatuas. Al acercarse más, Vardanes pudo distinguir con claridad aquellos extraños murmullos. Eran sollozos desgarradores, débiles lamentos de agonía, oraciones, risas dementes y monótonas maldiciones. Estos sonidos parecían provenir de medio centenar de gargantas, pero el zamorio no sabía de dónde venían. Aunque miró en todas direcciones, no se vio más que a sí mismo y a los cientos de estatuas.

Estaba empapado de sudor. De repente sintió un pánico espantoso. En esos momentos hubiera deseado encontrarse a miles de leguas de distancia de ese templo maldito, donde unos seres invisibles gemían, maldecían y reían en forma aterradora.

Había algo encima del rico trono… ¿Sería la marchita momia de algún rey muerto hacía mucho tiempo? Unas manos nudosas y resecas se apoyaban sobre un pecho hundido. El cuerpo estaba envuelto en mortajas polvorientas de la cabeza a los pies. Una fina mascarilla de oro, en la que se habían tallado las facciones de una mujer de belleza sobrenatural, cubría el rostro.

Vardanes jadeó de codicia. Súbitamente olvidó sus temores porque entre las cejas de aquella dorada máscara había un inmenso zafiro negro que brillaba como un tercer ojo. Era una gema asombrosa, digna de un príncipe.

Al pie del trono, Vardanes contempló codiciosamente la máscara de oro. Los ojos estaban esculpidos de tal manera que parecían cerrados. La hermosa boca de labios llenos prestaba un encanto supremo a las doradas facciones. El enorme zafiro negro arrojó destellos sensuales cuando Vardanes extendió la mano.

Con dedos temblorosos, el zamorio le arrebató la mascarilla. Debajo de ella había un rostro oscuro y reseco.

Tenía las mejillas hundidas y la carne endurecida, seca y correosa. Vardanes tembló al ver la expresión maligna de ese rostro.

Entonces, la Cosa abrió los ojos y lo miró.

Vardanes retrocedió lanzando un grito. La mascarilla resbaló de sus manos y cayó al suelo de mármol. Los ojos muertos de la calavera se clavaron en los suyos. En ese momento, la Cosa abrió su tercer ojo…

8. El rostro de la Gorgona

Conan avanzó con pasos quedos por el salón de las estatuas grises. Caminaba con los pies desnudos por la enorme sala polvorienta como si se tratara de un gato en la selva. La débil luz se reflejaba en la afilada hoja de la espada que sostenía en su poderoso puño. Sus ojos escrutaron cuidadosamente todo cuanto lo rodeaba. Se le erizaba el cabello. El lugar olía a muerte y el horror parecía flotar en el aire.

¿Cómo había permitido que el anciano Enosh lo arrastrara a aquella loca aventura? Él no era ningún redentor, ni un liberador predestinado, ni un santo enviado por los dioses para liberar a Akhlat de la maldición inmortal de la demoníaca diosa. Su único propósito era vengarse.

Pero el sabio anciano había dicho muchas cosas y su elocuencia había persuadido a Conan, que decidió hacerse cargo de aquella peligrosa misión. Enosh dijo dos cosas que lograron convencer al obstinado bárbaro. Una era que, encontrándose en esa tierra, Conan estaba atado a ella por la magia negra y no podría abandonarla hasta que la diosa no hubiera desaparecido. Otra cosa que dijo fue que el zamorio traidor se hallaba en el Templo Negro de la diosa, presto a enfrentarse con su funesto destino que, si no se impedía, destruiría a todos.

De modo que Conan llegó al Templo después de atravesar los pasadizos secretos que Enosh le había enseñado. Había entrado en la enorme sala por una puerta oculta en la pared, pues el anciano sabía perfectamente cuándo Vardanes habría de comparecer ante la diosa.

Al igual que el zamorio, Conan también percibió el maravilloso realismo de las grises estatuas, pero, a diferencia de Vardanes, conocía la respuesta a aquel enigma. Apartó sus ojos de las expresiones de horror talladas en los rostros de piedra que lo rodeaban.

Él también oyó los lamentos y los gemidos. Al acercarse más al centro del enorme salón, las voces sollozantes se hicieron más claras. Vio el trono de oro y la Casa marchita que lo ocupaba. Luego trepó hasta la brillante silla sin hacer el menor ruido.

Al acercarse, una estatua le habló. La sorpresa casi lo paralizó. Se le erizó la piel y el sudor le empañó el rostro.

Entonces descubrió la fuente de los llantos y sintió repugnancia, pues ninguno de los seres que lo rodeaban estaban muertos del todo. Sus cuerpos eran de piedra, pero las cabezas estaban vivas.

Unos ojos tristes daban vueltas en esos rostros desesperados y los labios resecos le rogaban que hundiese su espada en el cerebro vivo de aquellos seres casi petrificados.

En ese preciso momento oyó un grito de la conocida voz de Vardanes. ¿Acaso la diosa había matado a su enemigo antes de que él hubiera llevado a cabo su tan ansiada venganza? Conan dio un salto en dirección al trono.

Entonces sus ojos se encontraron con un espectáculo terrible. Vardanes estaba de pie delante de él, tenía los ojos desencajados y rezaba moviendo los labios con desesperación. Un sonido extraño llegó a oídos del cimmerio y este miró hacia las piernas de Vardanes. Una palidez cenicienta trepaba lentamente por el cuerpo del zamorio. Su carne viva se volvía blanca ante los ojos asombrados del bárbaro. La marea gris ya le había llegado a las rodillas. A medida que Conan miraba, la carne de los muslos se iba transformando en piedra gris. Vardanes hizo un esfuerzo por caminar, pero no pudo. Gritó mientras sus ojos observaban al cimmerio con el terror desnudo de un animal acorralado.

La Cosa que había en el trono lanzó una seca carcajada. Conan la miró. Entonces, la marchita carne de sus esqueléticos brazos y de su arrugada garganta se hinchó, cambió súbitamente de color y se volvió cada vez más suave, adquiriendo los frescos tonos de la vida. La terrible Gorgona iba cambiando con la fuerza vital que extraía como un vampiro del cuerpo de Vardanes.

—¡Por Crom y por Mitra! —exclamó Conan.

Con cada átomo de su mente concentrado en el semipetrificado zamorio, la Gorgona no hacía el menor caso de Conan. En ese momento, su cuerpo se estaba llenando. Bajo la polvorienta mortaja se hizo patente la redondez de una cadera y un muslo. Sus senos de mujer se hincharon estirando la fina tela de su vestido. Extendió sus brazos firmes y jóvenes. Su boca roja y húmeda se abrió para proferir otra carcajada…, ahora era la risa voluptuosa y cantarina de una mujer perfecta.

La corriente de petrificación había alcanzado la ingle de Vardanes. Conan no sabía si lo dejaría semipetrificado como a las demás estatuas o si lo destruiría completamente. El zamorio era joven y estaba lleno de vida. Su fuerza vital debía de ser un buen alimento para la diosa-vampiro.

Cuando la marea de piedra llegó hasta el pecho jadeante de Vardanes, este soltó otro alarido de horror, el sonido más espantoso que Conan había oído jamás de labios humanos. La reacción de Conan fue instintiva. Saltó como una pantera desde su escondite detrás del trono. La luz se reflejó en la ancha hoja de su espada cuando Conan la levantó con la velocidad del rayo. La cabeza de Vardanes voló separada del trono y cayó con un ruido seco sobre el suelo de mármol.

Sacudido por el golpe, el cuerpo se tambaleó y cayó. Conan vio cómo las petrificadas piernas se hacían pedazos. Los fragmentos de piedra se esparcieron por el suelo y la sangre brotó de las grietas abiertas en la carne petrificada.

Así murió Vardanes, el traidor. Conan no sabía si había atacado por sed de venganza o por compasión, a fin de acabar con el terrible tormento de un ser indefenso.

El cimmerio se volvió hacia la diosa. Instintivamente, casi sin quererlo, levantó los ojos para mirar los de ella.

9. El tercer ojo

El rostro de la diosa era una máscara de belleza casi sobrehumana. Sus labios húmedos y carnosos tenían el color de la fruta madura. Sus cabellos negros y sedosos caían sobre sus hombros, blancos como perlas, y apenas cubrían sus perfectos senos redondos como lunas. Era la auténtica encarnación de la belleza… salvo por el círculo oscuro que tenía entre las cejas.

El tercer ojo se encontró con la mirada de Conan y brilló con más intensidad. Aquel extraño ojo era mucho más grande que cualquier otro órgano de visión humano. No tenía iris, pupila y blanco como los demás ojos humanos. Este era completamente negro. La mirada de Conan parecía hundirse en aquel ojo perdiéndose en un oscuro mar infinito. El cimmerio miraba absorto, olvidando la espada que sostenía en la mano. El ojo era tan negro como los sombríos abismos siderales que había más allá de las estrellas.

Conan tuvo la impresión de encontrarse al borde de un pozo negro sin fondo en el que estaba a punto de caer. Caería en la más absoluta oscuridad a través de nubes de ébano, de un vasto abismo helado… Sabía perfectamente que si no apartaba los ojos inmediatamente, se podía despedir de este mundo para siempre.

Hizo un terrible esfuerzo de voluntad. El sudor le mojaba las cejas. Sus músculos se retorcían como serpientes bajo la piel bronceada. Hizo otro poderoso esfuerzo para respirar hondo.

La Gorgona se echó a reír. Era un sonido suave, melodioso y frío en el que se percibía un tono de burla cruel. Conan enrojeció de cólera.

Impulsado por su poderosa voluntad, apartó sus ojos del círculo negro y miró hacia el suelo.

Estaba tan débil y aturdido que se tambaleó. Al luchar por recuperar fuerzas, se miró los pies. ¡Gracias a Crom, todavía eran de carne cálida y no de fría piedra cenicienta! El tiempo que había permanecido embrujado por la mirada de la Gorgona había sido sólo un instante, demasiado breve para que la corriente pétrea tocara su carne.

La Gorgona volvió a reír. Con la cabeza inclinada, Conan sintió la fuerza de aquella poderosa voluntad y tensó los músculos del cuello haciendo un enorme esfuerzo por mantener la cabeza inclinada.

Seguía mirando hacia abajo. Ante él, sobre el suelo de mármol, se hallaba la fina mascarilla de oro con el enorme zafiro incrustado que representaba el tercer ojo. De repente, Conan comprendió.

Esta vez, al levantar los ojos, blandió la espada con tremenda rapidez. La relampagueante hoja cortó el aire y tocó el rostro burlón de la diosa… partiendo en dos el tercer ojo.

Ella no se movió. Con sus dos ojos normales, de una belleza increíble, miró en silencio al tosco guerrero. La diosa había palidecido. Inmediatamente hubo un cambio en ella.

De la herida del tercer ojo de la Gorgona comenzó a brotar un líquido oscuro que resbaló por ese rostro de perfección sobrenatural. El extraño rocío fluyó del ojo destrozado como si se tratara de lágrimas negras.

La demoníaca diosa comenzó a envejecer. A medida que el negro líquido manaba del ojo destrozado, la vida huía de su cuerpo. Su piel oscureció y aparecieron en ella miles de arrugas. Bajo el mentón se formaron resecos pellejos colgantes. Los brillantes ojos se volvieron opacos y blancos.

Sus soberbios senos se encogieron. Los esbeltos miembros se volvieron esqueléticos. Durante un momento, la diminuta y esquelética figura de una pequeña mujer increíblemente senil ocupó el trono. Entonces la carne pareció pudrirse y el cuerpo se convirtió en un montón de huesos deshechos. Cayó al suelo, y los fragmentos se esparcieron sobre el mármol. A medida que Conan contemplaba asombrado aquella transformación, los fragmentos se iban convirtiendo en ceniza gris.

Se oyó un largo suspiro en todo el salón. Este oscureció por un instante, como si unas alas semitransparentes hubieran velado la poca luz que había en la habitación. Luego desapareció, a la vez que se esfumaba la terrible y antigua amenaza que flotaba en el ambiente desde hacía siglos. La habitación se convirtió en un cuarto abandonado, cubierto de polvo y libre de terrores sobrenaturales.

Las estatuas dormían para siempre en sus tumbas de piedra. En cuanto la Gorgona abandonó esta dimensión, desaparecieron sus hechizos, incluyendo los que mantenían a los muertos vivientes en un siniestro estado similar a la vida. Conan se volvió y abandonó el trono vacío cubierto de polvo y la estatua decapitada de quien alguna vez había sido un intrépido y alegre guerrero zamorio.


—¡Quédate con nosotros! —suplicó Zillah con voz suave y cálida—. Habrá puestos de honor para un hombre como tú en Akhlat, ahora que estamos libres de la maldición.

Conan sonrió apenas, sintiendo que en el tono de la muchacha había algo mucho más personal que el deseo de una buena ciudadana de alistar a un valioso inmigrante para la causa de la reconstrucción cívica. Cuando Conan la miró con ojos fogosos y viriles, la joven se ruborizó.

Enosh se sumó amablemente a los ruegos de su hija. La victoria de Conan había insuflado una nueva juventud y vigor en el anciano. Enosh adoptó mayor firmeza en su porte y en su andar, y había una cierta autoridad en su voz. Ofreció al cimmerio riqueza, honores y un puesto de poder en la renacida ciudad. Incluso insinuó que vería con buenos ojos a Conan como yerno.

Pero el cimmerio sabía que no estaba dotado para la vida plácida y respetable, por lo que rechazó todas las ofertas. Las frases corteses no surgían con facilidad de los labios de un hombre que se había pasado la vida en los campos de batalla, en las tabernas y en los lupanares de todas las ciudades del mundo. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo por ser amable y se negó cortésmente a los ruegos de su anfitrión.

—No, amigos —dijo—. Las tareas de la paz no están hechas para Conan de Cimmeria. Me aburriría muy pronto, y cuando me ataca el tedio sólo conozco unos pocos remedios: emborracharme, pelear con alguien o robar alguna muchacha. ¡Menudo ciudadano haría yo en una ciudad que ahora busca la paz y la calma, y desea recuperar fuerzas!

—Entonces ¿adónde irás, Conan, ahora que las barreras mágicas han desaparecido? —preguntó Enosh.

Conan se encogió de hombros y se pasó una mano por la negra melena al tiempo que se echaba a reír.

—¡Por Crom! —exclamó—. No lo sé, amigo. Afortunadamente para mí, los sirvientes de la diosa alimentaron y abrevaron al corcel de Vardanes. Veo que Akhlat no tiene caballos, sino solamente burros. ¿Os imagináis el aspecto que tendría yo montado en uno de esos asnos y arrastrando los pies por el polvo? Creo que me dirigiré hacia el sudeste. Allí hay una ciudad llamada Zambula, en la que jamás he estado. La gente dice que es una ciudad rica y llena de lugares de diversión en la que el vino fluye libremente por todas partes. Me apetece saborear los placeres de Zambula y ver qué puede ofrecerme.

—¡Pero no tienes necesidad de abandonarnos como un mendigo! —protestó Enosh—. Te debemos mucho. Permítenos que te demos la poca cantidad de oro y plata que tenemos por el trabajo que has hecho.

Conan movió la cabeza negativamente.

—Guarda tu tesoro, jeque. Akhlat no es una ciudad rica, y necesitarás ese oro cuando comiencen a llegar las caravanas de mercaderes del Desierto Rojo. Y ahora que mis pellejos de agua están llenos y tengo suficientes provisiones, debo partir. Esta vez haré el viaje a través de Shan-e-Sorkh cómodamente.

Con un postrer saludo saltó a la silla y emprendió la marcha. Padre e hija se quedaron mirándolo durante unos instantes. Enosh lo hacía con orgullo, pero Zillah tenía lágrimas en los ojos. En seguida el cimmerio se perdió de vista.

Cuando llegó a la cima de las dunas, Conan detuvo la yegua negra para lanzar una última mirada a Akhlat. Después inició su marcha a través del desierto. Quizá había sido un necio al no aceptar el oro y la plata que le había ofrecido Enosh. Pero había suficientes monedas de plata en las alforjas de Vardanes. El cimmerio sonrió. ¿Por qué ensuciarse las manos por unas pocas monedas como un grasiento comerciante? Es bueno para un hombre ser virtuoso de vez en cuando. ¡Incluso para un cimmerio!

FIN

Lin Carter & L. Sprague de Camp - Lágrimas negras
  • Autor: Lin Carter & L. Sprague de Camp
  • Título: Lágrimas negras
  • Título Original: Black Tears
  • Publicado en: Conan the Wanderer (1968)
  • Traducción: Fernando Corripio – Beatriz Oberlander

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