«La reina de la Costa Negra» es un relato clásico de espada y brujería escrito por Robert E. Howard, publicado en Weird Tales en mayo de 1934. La historia sigue las peripecias de Conan el Bárbaro, quien, tras escapar del puerto de Argos, se une a una temida banda de piratas liderada por la fascinante y letal Belit, conocida como la «reina de la Costa Negra». Juntos, dominan los mares y forman una pareja poderosa e imparable. En busca de fabulosos tesoros, Belit decide aventurarse en un antiguo y misterioso reino, pero pronto ambos se enfrentarán a horrores más allá de lo imaginable. Este relato es uno de los más destacados del ciclo de Conan, donde Howard combina magistralmente acción, romance y terror sobrenatural en igual medida.
La reina de la Costa Negra
Robert E. Howard
(Cuento completo)
1. Conan se une a los piratas
«Creedme, los verdes brotes despiertan en primavera y el otoño pinta las hojas con un fuego sombrío; creedme, yo aún conservo virgen mi corazón para prodigar mis ardientes deseos a un solo hombre».
La canción de Belit
Los cascos del caballo resonaban en la calle que conducía a los muelles. La gente que gritaba y se apartaba a su paso tuvo visión fugaz de un jinete enfundado en una cota de malla que cabalgaba sobre un negro corcel, mientras su capa de color escarlata ondeaba al viento. Del otro extremo de la calle llegaba el clamor de sus perseguidores, pero el jinete no volvió la cabeza. Irrumpió en el embarcadero y detuvo el caballo al borde del muelle. Los marineros lo miraron boquiabiertos, mientras izaban la vela de franjas en el palo de la galera, una nave ancha y de proa alta. El capitán, un hombre corpulento de barba negra que se hallaba en la proa dirigiendo la maniobra de desatraque lanzó un grito iracundo cuando el jinete saltó desde la silla del caballo y con un ágil brinco aterrizó en el centro de la cubierta.
—¿Quién te ha invitado a subir a bordo? —preguntó a gritos el capitán.
—¡Poneos en marcha! —dijo el intruso con un rugido, subrayando la frase con un gesto violento y feroz que hizo caer gotas de sangre de su espada.
—¡Pero vamos hacia las costas de Kush! —protestó el patrón de la nave.
—¡Entonces yo también voy a Kush!
El capitán lanzó una rápida mirada a la calle por la que venía un grupo de jinetes a todo galope; más atrás venía un pelotón de arqueros, con sus armas colgadas al hombro.
—¿Puedes pagar el pasaje? —preguntó el patrón del barco.
—¡Te voy a pagar con acero! —gruñó el desconocido de la cota de malla mientras empuñaba una gran espada que lanzaba destellos azulinos bajo el sol—. ¡Por Crom que si no zarpas inmediatamente voy a inundar la galera con la sangre de la tripulación!
El capitán conocía muy bien a los seres humanos. Echó un solo vistazo al rostro oscuro y lleno de pequeñas cicatrices del hombre de la espada, endurecido por la furia, y dio una orden a sus marineros. La galera se separó del muelle y los remos comenzaron a hundirse rítmicamente en el agua cristalina; luego una ráfaga de viento hinchó la vela mayor. La ligera nave escoró levemente al impulso de la brisa y avanzó como un cisne, cortando a su paso las olas y dejando un rastro de espuma.
En el muelle, los jinetes agitaban sus espadas, lanzaban gritos de amenaza y daban órdenes que los del barco desoyeron, acuciando a los arqueros para que se colocaran al borde del embarcadero antes de que la nave quedara fuera del alcance de sus armas.
—Dejad que ladren —dijo sonriendo el hombre de la espada—. Y tú, sigue tu rumbo, capitán.
El patrón del barco descendió del pequeño puente de proa, avanzó entre las filas de remeros y ascendió al puente de popa. El desconocido permaneció allí, con la espada apoyada en el mástil, con la mirada alerta y el sable dispuesto a todo. El capitán le observó atentamente, procurando no acercarse demasiado a la enorme espada. Tenía enfrente a un joven alto, corpulento cubierto con una negra cota de malla llena de escamas, bruñidas grebas y un casco de acero azulino, del que salían un par de cuernos muy finamente pulidos. De sus hombros colgaba una capa de color escarlata que ondeaba al viento. Un ancho cinturón de cuero repujado, con una hebilla dorada, sostenía la vaina de la espada. Por debajo del casco asomaba una melena negra y lisa, que contrastaba con sus ardientes ojos azules.
—Si vamos a viajar juntos —dijo el capitán—, será mejor que nos llevemos bien. Me llamo Tito y soy patrón de barco con licencia del puerto de Argos. Me dirijo hacia Kush para traficar con abalorios, sedas, azúcar y espadas con empuñadura de latón, a cambio de lo cual espero que los reyes negros me den marfil, copra, mineral de cobre, esclavos y perlas.
El hombre de la espada lanzó una mirada a los muelles, que iban quedando rápidamente atrás, y donde los jinetes todavía agitaban los brazos en vano, pues parecían no encontrar una embarcación lo suficientemente rápida como para seguir a la veloz galera.
—Yo soy Conan el cimmerio —repuso el joven—. He venido a Argos en busca de una plaza en el ejército, pero como no había ninguna guerra, me encontré sin trabajo.
—¿Por qué te persiguen esos guardias? —preguntó Tito—. Sé que no es asunto mío, pero pensé que quizás…
—No tengo nada que ocultar —dijo el cimmerio—. Por Crom, aunque he pasado mucho tiempo entre vosotros, los hombres civilizados, todavía no entiendo vuestra forma de actuar.
»Pues bien, anoche estaba en una taberna y un capitán de la guardia real quiso abusar de la amiga de un soldado joven que, por supuesto, mató al oficial. Pero parece ser que hay una maldita ley que castiga severamente a quienes matan a los guardias del rey y por ello el soldado y la muchacha tuvieron que huir. Se corrió el rumor de que me habían visto con ellos y por eso me llevaron hoy ante el magistrado, que me preguntó hacia dónde habían huido los dos jóvenes. Yo respondí que puesto que él era mi amigo, no podía traicionarlo. El tribunal se indignó y el juez, furioso, habló acerca de mis deberes hacia el Estado, la sociedad y otras cosas que no entendí, y me ordenó que revelara el paradero de mi amigo. Para entonces era yo quien me había enojado, pues ya había explicado claramente mi posición.
»Pero dominé mi ira y conservé la calma. El juez dijo gritando que yo había manifestado un profundo desprecio hacia el tribunal y que debía ser encerrado en una mazmorra para que me pudriera allí, hasta que traicionara a mi amigo. Por consiguiente, y viendo que estaban todos locos, desenvainé mi espada y le partí la cabeza al juez; después me abrí paso entre el público presente y al ver allí cerca el caballo del alguacil, me apoderé de él y cabalgué hasta los muelles, donde esperaba encontrar un barco que partiera hacia el extranjero.
—Bueno —dijo Tito con aire disgustado—, los tribunales me han perjudicado muchas veces en ocasión de litigios con ricos mercaderes, por lo que no les guardo ningún afecto. Tendré que responder a muchas preguntas si vuelvo a este puerto, pero supongo que podré demostrar que actué bajo amenaza de muerte. Puedes envainar tu espada. Somos pacíficos marinos y no tenemos nada contra ti. Además, no está mal tener a bordo un guerrero como tú. Vamos a popa a beber una jarra de cerveza.
—Me parece bien —repuso rápidamente el cimmerio mientras envainaba su espada.
El Argus era un barco pequeño y resistente, como todos los que comerciaban entre los puertos de Zíngara y Argos y los de las costas del sur; estas embarcaciones solían mantenerse siempre a la vista de la costa y raras veces se aventuraban en alta mar. El Argus tenía una proa alta rematada en una roda curva; era ancho en el centro y se afinaba nuevamente hacia popa, desde donde se la hacía avanzar con un remo muy largo. El principal medio de propulsión lo suministraba la gran vela de seda con franjas de colores, auxiliada por un foque. Los remos se utilizaban para entrar o salir de los puertos y bahías, así como en las calmas, cuando no soplaba el viento. Había diez remos por banda, cinco a proa y cinco a popa de la cubierta central. La carga de mayor valor se colocaba debajo de esta cubierta de proa. Los marineros dormían en cubierta o entre las filas de bancos, protegidos durante el mal tiempo por unos baldaquines. La tripulación estaba compuesta por veinte hombres que manejaban los remos, tres en el timón y el capitán del barco.
Así pues, el Argus avanzó resueltamente hacia el sur, ayudado por el buen tiempo reinante. El sol calentaba más intensamente a medida que pasaban los días, por lo que se plegaron los baldaquines de seda con franjas de colores, que hacían juego con las velas y con las brillantes telas doradas de la proa y de las bordas.
Después de unos días de navegación avistaron la costa de Shem, formada por extensas praderas onduladas en las que se divisaban de lejos los blancos remates de las torres de las ciudades, así como algunos jinetes de barba negra y narices aguileñas que, sentados en sus corceles a lo largo de la costa, contemplaban con recelo el paso de la galera. Esta no fondeó allí, pues era escaso el beneficio que se obtenía comerciando con los fieros y astutos hijos de Shem.
Tampoco se decidió el capitán Tito a atracar en la amplia bahía a la que iba a desembocar el caudaloso río Styx y donde se alzaban los elevados castillos negros de Khemi sobre las aguas azules. Ningún barco entraba sin ser invitado en aquel puerto, donde unos brujos morenos lanzaban terribles hechizos entre el humo oscuro de los sacrificios, que ascendía permanentemente de los altares manchados de sangre. En estos había mujeres desnudas que gritaban desesperadamente y Set, la Antigua Serpiente, el superdemonio de los hibóreos, pero dios de los estigios, retorcía los brillantes anillos de su cuerpo entre sus fieles.
El patrón del barco se apartó de aquella costa de ensueño y de aguas transparentes, aun cuando tras un promontorio de tierra apareció una góndola con la proa en forma de serpiente y un grupo de desnudas muchachas morenas con grandes flores rojas en el pelo llamaban a los marineros y se ofrecían descaradamente en poses incitantes.
Luego dejaron de verse las brillantes torres de la costa. Habían dejado atrás la frontera de Estigia y navegaban a lo largo de las costas de Kush. El mar y sus caminos eran una fuente de misterios insondables para Conan, que había nacido y se había criado en las elevadas montañas del norte. Por su parte, el bárbaro también despertaba el interés de los rudos marineros que jamás habían visto a un hombre de su raza.
Eran marineros típicos de Argos, bajos y fornidos. Conan era mucho más alto que ellos, y dos juntos no alcanzaban a tener la fuerza del bárbaro. Aunque ellos eran resistentes y robustos, el cimmerio tenía la fuerza y la vitalidad de un lobo, con los músculos duros y los nervios aguzados por la vida que solía llevar en las zonas más inhóspitas del mundo. El cimmerio siempre tenía una sonrisa a flor de labios, pero era igual de rápido y terrible para la cólera. Conan tenía un apetito prodigioso, y las bebidas fuertes constituían su pasión y su debilidad. Era ingenuo como un niño en muchos aspectos, y no terminaba de acostumbrarse a los artificios de la civilización; tenía una gran inteligencia natural, era muy celoso de sus derechos y podía ser peligroso como un tigre hambriento. Aunque era joven por su edad, los viajes y las guerras lo habían endurecido, y su estancia en muchos países se hacía evidente en su indumentaria. El casco adornado con cuernos era característico de los rubios aesires de Nordheim; su camisa de malla de acero, así como las placas para proteger sus extremidades, se contaban entre los trabajos más finos de los artesanos de Koth; la fina malla que protegía sus brazos y piernas era de Nemedia; la espada que ceñía al cinto era un enorme sable forjado en Aquilonia y su magnífica capa de color escarlata sólo podía ser producto de los telares de Ofir.
Siguieron navegando hacia el sur. Al cabo de un tiempo, el patrón del barco comenzó a buscar con la mirada las aldeas de altas murallas de las gentes de color. Pero al llegar a una bahía sólo encontraron ruinas humeantes y entre estas los cadáveres de negros desnudos. Tito lanzó un juramento.
—Yo hice buenos negocios aquí en anteriores ocasiones —manifestó—. Esto es obra de los piratas.
—¿Y si nos enfrentáramos a ellos? —preguntó el cimmerio mientras desenvainaba su enorme espada.
—Este no es un barco de guerra —repuso el capitán—. Nosotros escapamos, no luchamos. Sin embargo, algunas veces hemos vencido a la tripulación de un barco pirata, aunque nunca nos hemos enfrentado al Tigresa, de Belit.
—¿Quién es Belit?
—La más salvaje y demoníaca de las mujeres. A menos que haya visto mal, fueron sus carniceros quienes arrasaron esa aldea de la bahía. ¡Ojalá pueda verla algún día colgando de un peñol! La llaman la reina de la Costa Negra. Es una mujer de raza shemita que manda sobre un grupo de hombres negros. Constituyen una amenaza para la navegación y ya han enviado a muchos buenos comerciantes al fondo del mar.
Tito trajo del puente de popa unas chaquetas acolchadas, así como cascos de acero, arcos y flechas.
—De poco servirá enfrentarnos a ellos si nos atacan —dijo con un gruñido—. Pero duele en el alma dar la vida sin presentar un poco de resistencia.
Era justo el alba cuando el vigía lanzó una voz de alarma. En torno al extenso cabo de una isla situada a estribor se deslizó la forma amenazante y esbelta de una larga galera con una cubierta que iba de proa a popa a más altura de lo normal. Cuarenta remos a cada lado la impulsaban velozmente por el agua, y las bordas estaban atestadas de negros desnudos que entonaban cánticos y golpeaban sus lanzas contra unos escudos ovalados. En lo alto del mástil ondeaba un largo pendón de color carmesí.
—¡Belit! —exclamó Tito palideciendo—. ¡Atención! ¡Poned la nave a cubierto! ¡Vamos hacia aquella caleta! ¡Si conseguimos llegar a la costa antes de que nos aborden, tendremos posibilidades de escapar con vida!
Inmediatamente el Argus viró y se dirigió hacia los rompientes que se encontraban a lo largo de la playa sembrada de palmeras. Tito iba de un lado a otro, exhortando a los jadeantes remeros que multiplicaran sus esfuerzos. Al capitán se le pusieron los pelos de punta y sus ojos lanzaban destellos.
—Dadme un arco —dijo Conan—. No lo considero un arma de hombres, pero he aprendido a manejarlo con los hirkanios, y me resultará fácil abatir a unos cuantos enemigos en la cubierta de aquel barco.
De pie sobre el puente de popa, el cimmerio observó la galera en forma de serpiente que avanzaba ligeramente sobre las olas, y aunque era hombre de tierra, le resultaba evidente que el Argus jamás podría ganar aquella carrera. Las flechas que lanzaban desde la cubierta de la nave pirata caían con un silbido en el agua, a menos de veinte pasos de la popa.
—Será mejor que nos enfrentemos a ellos —dijo el cimmerio bruscamente—. De lo contrario moriremos todos con una flecha clavada en la espalda y sin haber devuelto un solo golpe.
—¡Remad fuerte, perros! —rugió Tito, haciendo un violento ademán con el musculoso puño.
Los barbudos remeros gruñeron al inclinarse aún más sobre los remos; los músculos se marcaban en sus brazos y su piel estaba completamente bañada en sudor. La madera de la pequeña y ancha galera crujía violentamente mientras el casco hendía las aguas. El viento había dejado de soplar y la vela colgaba floja en el mástil. La nave enemiga se acercaba inexorablemente y se encontraba todavía a una milla de los rompientes cuando uno de los hombres que manejaba el timón cayó sobre el palo con una larga flecha clavada en el cuello. Tito saltó para ocupar su lugar, y Conan, de pie y con las piernas abiertas sobre la cubierta de popa, levantó su arco. Ahora alcanzaba a ver algunos detalles del barco pirata. Los remeros estaban protegidos por unas planchas metálicas ligeras dispuestas a los lados de la nave, pero los guerreros que danzaban sobre la alta y estrecha cubierta se hallaban totalmente al descubierto. Estaban casi todos desnudos y tenían el cuerpo pintado, llevaban plumas y empuñaban lanzas y escudos.
En la elevada plataforma de proa se erguía una delgada figura cuya piel blanca constituía un deslumbrante contraste con el brillo de ébano de los hombres que se encontraban a su alrededor. Era Belit, sin duda alguna. Conan cogió una flecha con plumas, y entonces una especie de escrúpulo o vacilación desvió su mano y lanzó el dardo que atravesó el cuerpo de un alto arquero emplumado que estaba al lado de ella.
El barco pirata iba ganando distancia al barco más pequeño. Las flechas llovían sobre la cubierta del Argus y alguno de sus tripulantes lanzaban un grito de vez en cuando. Todos los timoneles habían caído bajo la lluvia de flechas y Tito manejaba solo el pesado timón, mientras lanzaba maldiciones y hacía esfuerzos inauditos con los brazos y piernas. Pero en ese momento se derrumbó con un estertor porque una flecha que tenía clavada en la espalda le había atravesado el corazón. El Argus quedó a la deriva, a merced de la marejada. Los tripulantes comenzaron a gritar aumentando la confusión y entonces Conan decidió tomar el mando, como era habitual.
—¡Arriba el ánimo, muchachos! —rugió mientras disparaba una flecha—. ¡Empuñad vuestras armas y devolved a esos perros algunos golpes antes de que os corten el pescuezo! ¡Ya de nada vale que os esforcéis sobre los remos! ¡Los tendremos a bordo antes de cincuenta remadas!
Los remeros abandonaron a la desesperada los bancos y cogieron sus armas. Era una actitud valiente, pero inútil. Tenían tiempo para arrojar algunas flechas antes de que los piratas estuvieran encima de ellos. Sin nadie que manejase el timón, el Argus se balanceaba con fuerza y un momento después el espolón acerado de la proa de los atacantes chocó contra el barco mercante por el centro de la nave. Los rezones crujieron. Desde la elevada cubierta, los piratas negros lanzaron una lluvia de flechas que atravesaron las chaquetillas acolchadas de los desventurados marineros y luego saltaron con una lanza en la mano para completar la matanza. En la cubierta del barco pirata yacían una docena de cadáveres, fruto de la destreza de Conan con el arco.
La lucha en el Argus fue breve y sangrienta. Los rechonchos marineros no pudieron oponer resistencia a los bárbaros de elevada estatura, y fueron cayendo de uno en uno. En otro lugar de la nave, la lucha había tomado un cariz especial. Conan, de pie sobre la elevada popa, se hallaba al mismo nivel que la cubierta del barco pirata. Cuando la proa de acero se hundió en el costado del Argus, el cimmerio consiguió guardar el equilibrio a pesar del encontronazo, desechando luego el arco. Un corsario de gran estatura saltó sobre la borda y fue recibido en el aire por el enorme sable de Conan, que le cortó en dos por la cintura, de modo que el tronco cayó hacia un lado y las piernas hacia el otro. A continuación, y con un estallido de furia que dejó un montón de cadáveres sobre la cubierta, Conan dio un gran salto por la borda y cayó de pie sobre el Tigresa. En un instante, Conan se convirtió en el centro de un huracán de violencia; a su alrededor zumbaban las flechas y las lanzas, pero él se movía con una velocidad enceguecedora. Las flechas rebotaban en su armadura o azotaban el aire, al tiempo que su espada cortaba el aire con su son de muerte. La locura combativa de su raza se había apoderado de él, y con los ojos velados por una roja neblina irracional, hundía cráneos, aplastaba pechos, cercenaba miembros y desgarraba entrañas, dejando la cubierta llena de sangre y de despojos humanos. El espectáculo era espantoso.
Invulnerable con su cota de malla y con la espalda apoyada contra el mástil, el cimmerio seguía amontonando cadáveres destrozados a sus pies, hasta que sus enemigos comenzaron a retroceder jadeando de miedo y de furia. Entonces, cuando los piratas lanzaron a un tiempo las lanzas con la intención de atacar y Conan se puso en tensión dispuesto a saltar y a morir, un grito agudo detuvo los brazos en alto. Los gigantes negros se quedaron inmóviles como estatuas de ébano, al igual que Conan, que se quedó rígido, con la espada chorreando sangre.
Belit saltó delante de sus negros guerreros y les obligó a bajar las lanzas. Luego se volvió hacia Conan, con el pecho jadeante y los ojos centelleantes. Unos dedos fieros y ardientes estrujaron el corazón del cimmerio, que se colmó de una fogosa admiración. La mujer era delgada, pero tenía formas de diosa, esbeltas y voluptuosas a un tiempo. Su único atuendo consistía en un ancho cinto de seda. Las blancas extremidades y las esferas marfileñas de sus senos hicieron latir el pulso de Conan con loca pasión, aun en medio del furor de la batalla pendiente. Sus cabellos eran oscuros como una noche de Estigia y le caían en suave cascada sobre su delicada espalda. Sus ojos negros ardían cuando miraba al cimmerio.
La joven era indómita como el viento del desierto, ágil y peligrosa como una pantera. Se acercó a Conan sin prestar atención a la enorme espada manchada con la sangre de sus hombres. El suave muslo de la mujer rozó la pierna de él. Sus labios rojos se entreabrieron cuando miró los sombríos y amenazantes ojos azules del cimmerio.
—¿Quién eres? —preguntó—. Por Ishtar, que jamás he visto a nadie como tú, a pesar de haber recorrido estos mares desde las costas de Zíngara hasta las últimas hogueras del sur. ¿De dónde vienes?
—De Argos —respondió él escuetamente, temiendo algún movimiento traicionero.
Si la mano de la mujer se acercaba a la enjoyada daga que llevaba en el cinto, de un solo manotón la dejaría sin sentido sobre la cubierta. Sin embargo, el cimmerio, en lo más profundo de su ser, no temía; había estrechado a demasiadas mujeres, civilizadas o bárbaras, en sus brazos de hierro, como para no reconocer el brillo que ardía en los ojos de aquella.
—¡Tú no eres un blando hibóreo! —exclamó ella—. Eres valiente y duro como un lobo gris. Esos ojos nunca se han visto encandilados por las luces de la ciudad. Esos músculos no se han ablandado por la vida fácil entre paredes de mármol.
—Soy Conan el cimmerio —contestó él.
Para las gentes de climas tropicales y exóticos, el norte era un intrincado reino mítico poblado de feroces gigantes de ojos azules que de cuando en cuando descendían de sus heladas tierras con una antorcha y una espada. Sus incursiones nunca los habían llevado más al sur de Shem, por lo que aquella joven shemita no distinguía entre aesires, vanires o cimmerios. Con su inequívoco instinto femenino, se había dado cuenta de que había hallado a su amante y de que su raza no significaba nada salvo para proporcionarle el encanto que confieren los países remotos.
—Y yo soy Belit —exclamó ella, como diciendo: «Soy una reina».
A continuación, la muchacha le tendió los brazos abiertos y le dijo:
—¡Mírame, Conan! ¡Soy Belit, la reina de la Costa Negra! Oh, tigre del norte, eres tan frío como las nevadas montañas que te vieron nacer. ¡Tómame y estréchame con tu fiero amor! ¡Ven conmigo a los confines de la tierra y de los mares! ¡Yo soy reina por el fuego, el acero y la muerte…; sé tú mi rey!
Los ojos de Conan escrutaron las filas de guerreros manchados de sangre, en busca de una expresión de ira o de celos. Pero no vio nada de eso. La furia se había disipado en los rostros de ébano. El bárbaro se dio cuenta de que para aquellos hombres, Belit era algo más que una mujer. Era una diosa cuya voluntad era incuestionable. Conan lanzó una mirada al Argus, que se balanceaba sobre un mar teñido de rojo, con las cubiertas ensangrentadas, y retenido por los rezones de abordaje. Luego miró hacia la costa de tonalidades azules, después hacia las verdes brumas del océano y finalmente al vibrante cuerpo que se hallaba delante de él, y su corazón bárbaro se estremeció. Dominar aquellas brillantes tierras azuladas junto a la joven tigresa de piel blanca… Amar, reír, navegar, conquistar botines…
—¡Iré contigo! —dijo él roncamente, sacudiendo las gotas de sangre de su espada.
—¡Eh, N’Yaga! —dijo entonces la muchacha con voz vibrante como la cuerda de un arco—. ¡Trae hierbas curativas y atiende las heridas de tu amo! Los demás, traed el botín a bordo y alejémonos de aquí.
Mientras Conan tomaba asiento con la espalda contra la barandilla de popa, para que el viejo chamán atendiese los cortes que tenía en brazos y piernas, la carga de la infortunada Argus fue rápidamente trasladada a bordo del Tigresa y almacenada en pequeños compartimentos que había debajo de cubierta. Los cadáveres de los tripulantes del barco mercante y de los piratas que habían muerto durante la batalla fueron arrojados por la borda y sirvieron de alimento a los tiburones que infestaban aquellas aguas. Los piratas heridos quedaron en el centro de la cubierta para ser curados. A continuación se soltaron los rezones de abordaje, y mientras el Argus se hundía silenciosamente en las aguas teñidas de sangre, el Tigresa se alejaba hacia el sur entre rítmicos golpes de remo.
Cuando el barco comenzó a navegar por las cristalinas aguas azules, Belit subió a popa. Sus ojos ardían como los de una pantera en la oscuridad cuando se quitó sus adornos, sus sandalias y su cinto de seda y arrojó todo a los pies del cimmerio. Entonces, poniéndose de puntillas, con los brazos extendidos hacia arriba y completamente desnuda, gritó a sus gentes:
—¡Lobos del mar azul, observad la danza del apareamiento de Belit, cuyos padres fueron reyes de Asgalun!
Y bailó como un torbellino en el desierto, como una llama inextinguible, como el impulso de la creación y de la muerte. Sus pies blancos rozaban suavemente la cubierta manchada de sangre, y los moribundos se olvidaron de morir mientras la contemplaban extasiados. Entonces, al tiempo que las blancas estrellas brillaban tenuemente a través del terciopelo azul del atardecer, haciendo de su cuerpo una borrosa llama marfileña, Belit lanzó un grito salvaje y se arrojó a los pies de Conan. El ciego deseo del cimmerio le hizo olvidar el mundo cuando estrujó su jadeante cuerpo contra las negras placas de su pecho acorazado.
2. El loto negro
«En aquella ciudadela de la muerte de piedras destrozadas, sus ojos cayeron en la trampa de aquel fulgor profano y terrible. Una extraña locura me oprimió con fuerza la garganta, como un rival que se interpone entre dos amantes».
La canción de Belit
El Tigresa surcó los mares, y todas las aldeas negras de la costa se estremecieron. El tamtam resonó en la noche, anunciando que la diablesa del mar había encontrado un compañero, un hombre de hierro cuya violencia superaba la del león herido. Entonces los sobrevivientes de los despojados navíos estigios maldijeron el nombre de Belit y el del blanco guerrero de los ojos azules. Por ello los príncipes estigios recordaron eternamente a este hombre, y su memoria fue un árbol amargo que dio frutos de color carmesí en los años que siguieron.
Pero el Tigresa siguió navegando despreocupado como el viento errante, hasta que ancló frente a las costas del sur, en la desembocadura de un caudaloso y turbulento río cuyas orillas eran murallas selváticas llenas de misterio.
—Este es el río Zarkheba, que significa Muerte —dijo Belit—. Sus aguas son venenosas. ¿Ves cuan turbias y cenagosas fluyen? Sólo los reptiles ponzoñosos pueden vivir en ese río. Los hombres de piel negra lo evitan siempre. Una vez, una galera estigia que huía de mi barco se internó por este río y desapareció. Yo anclé en este mismo lugar, y algunos días después la galera volvió flotando a la deriva sobre las oscuras aguas; estaba desierta y su cubierta aparecía manchada de sangre. Había un solo hombre a bordo, pero se había vuelto loco y murió sollozando. El cargamento estaba intacto, pero la tripulación había desaparecido silenciosa y misteriosamente.
»Amado mío, yo creo que a orillas de este río hay una ciudad. He oído relatos acerca de torres gigantescas y de murallas que contemplaron desde lejos los pocos marinos que osaron remontar esta corriente. Nosotros no tememos a nada ni a nadie. ¡Conan, vayamos hacia allí y saqueemos la ciudad!
Conan asintió; como hacía generalmente cuando Belit trazaba un plan. Ella era quien planeaba las incursiones y el cimmerio quien las llevaba a cabo. Poco le importaba a él hacia dónde navegar o contra quién combatiesen, mientras no dejaran de navegar y de combatir. El cimmerio estaba satisfecho con ese tipo de vida.
Las batallas habían mermado la tripulación; sólo quedaban unos ochenta lanceros, apenas los suficientes para la larga galera. Pero Belit no quería perder el tiempo navegando hacia el sur, hasta las remotas islas donde reclutaba a sus bucaneros. La fogosa muchacha estaba deseando emprender aquella aventura; por consiguiente, el Tigresa se internó por la desembocadura del río. Los remeros tuvieron que esforzarse a fondo para superar el empuje de la caudalosa corriente.
Doblaron el misterioso recodo que impedía la vista desde el mar, y al atardecer ya navegaban entre los bancos de arena en los que se movían extraños y ondulantes reptiles. Pero no vieron ni un solo cocodrilo, ni divisaron animal alguno ni pájaros que acudieran a saciar su sed en aquellas aguas. Continuaron avanzando en la oscuridad que precede a la salida de la luna, entre costas que eran como sólidas empalizadas de una vegetación impenetrable, de donde llegaba de vez en cuando un misterioso rumor de crujidos y de pisadas sigilosas, y se divisaba el fulgor de unos ojos amenazantes. Y una vez que se oyó la voz inhumana y burlona de un mono, Belit dijo que las almas de los hombres malvados estaban presas en aquellos animales parecidos al hombre, como castigo por sus crímenes pasados. Pero Conan tenía sus dudas al respecto, porque en cierta ocasión había visto en una jaula de barrotes dorados de una ciudad hirkania un animal triste de ojos abismales que, según le dijeron, era un mono, y que no tenía nada de la demoníaca malevolencia que vibraba en la risa chillona que les llegaba desde la oscura selva.
Entonces salió la luna como una mancha sanguinolenta, con un halo negro, y de las orillas surgió una terrible algarabía, como saludándola. Los rugidos, aullidos y gritos hicieron temblar a los guerreros negros, pero aquel bullicio, según pudo notar Conan, procedía del interior de la selva, como si los animales, al igual que los hombres, huyeran de las negras aguas del Zarkheba.
Elevándose por encima de la densa negrura de los árboles y de los cimbreantes bosques frondosos, la luna plateaba la superficie del río, y la estela del barco se convertía en un centelleo de burbujas fosforescentes que se ensanchaba creando una luminiscencia de fulgurantes piedras preciosas. Los remos se hundían en las aguas y salían como empapados de plata helada. Las plumas de los guerreros se balanceaban bajo el viento y las gemas de las empuñaduras y arneses resplandecían con una luz helada.
La fría luz de la luna iluminaba también las joyas que adornaban los negros rizos de Belit cuando extendió su hermoso cuerpo sobre una piel de leopardo colocada sobre la cubierta. Apoyada sobre los codos y con la barbilla entre las manos, la joven observaba el rostro de Conan, que estaba acostado a su lado con la oscura melena agitada bajo la tenue brisa. Los ojos de Belit eran como oscuras gemas que ardían a la luz de la luna.
—El misterio y el terror nos rodean, Conan, y nos deslizamos hacia el reino del horror y de la muerte —dijo Belit—. ¿Tienes miedo?
Por toda respuesta, él se limitó a encoger los hombros, cubiertos con la cota de malla.
—Tampoco yo tengo miedo —repuso ella con aire meditabundo—. Jamás lo tuve. He contemplado demasiadas veces los desnudos colmillos de la muerte. Dime, Conan, ¿temes a los dioses?
—Yo no pisaría sus sombras —contestó el bárbaro prudentemente—. Algunos son malignos y otros son propicios; al menos, eso afirman sus sacerdotes. Mitra, la diosa de los hibóreos, debe ser una diosa fuerte, porque su pueblo ha construido ciudades en todo el mundo. Pero hasta los hibóreos temen a Set. Y Bel, dios de los ladrones, es un dios bueno. Cuando yo era ladrón, en Zamora, aprendí mucho de él.
—¿Cómo son los dioses de tu pueblo? Nunca te he oído hablar de ellos.
—El dios principal es Crom, que vive en una gran montaña. Pero de nada vale invocarlo. Le importa muy poco si los hombres viven o mueren. ¡Es mejor callar que reclamar su atención, ya que suele enviar desdichas y no fortuna! Es implacable y sin compasión, pero infunde poder para luchar y matar en el momento de nacer. ¿Qué más puede pedir un ser humano?
—¿Y cómo es vuestro mundo, más allá del río de la muerte? —insistió ella.
—En el culto de mis gentes no hay esperanza aquí ni en el más allá —respondió Conan—. En este mundo los hombres luchan y sufren en vano, y sólo encuentran placer en el torbellino enloquecedor de la batalla; una vez muertos, sus almas entran en un reino gris, lleno de nubes y azotado por vientos helados, donde vagan tristes y melancólicas durante toda la eternidad.
Belit se estremeció y dijo:
—Por mala que sea la vida, es mejor que semejante destino. ¿Tú qué crees, Conan?
El cimmerio se encogió de hombros una vez más y dijo:
—He conocido muchos dioses. Quien niegue su existencia está tan ciego como el que confía en ellos con una fe desmesurada. Yo no busco nada después de la muerte. Puede que exista la oscuridad de la que hablan los escépticos nemedios, o el reino helado y nebuloso de Crom, o las llanuras nevadas o los grandes salones de piedra del Valhalla de los habitantes de Nordheim. No lo sé, ni me importa. Que me dejen vivir intensamente mientras viva; quiero saborear el rico jugo de la carne roja y sentir el sabor ácido del vino en mi paladar, gozar del cálido abrazo de una mujer y de la jubilosa locura de la batalla cuando llamean las azules hojas de acero; eso me basta para ser feliz. Que los maestros, los sacerdotes y los filósofos reflexionen acerca de la realidad y la ilusión. Yo sólo sé esto: que si la vida es ilusión, yo no soy más que eso, una ilusión, y ella, por consiguiente, es una realidad para mí. Estoy vivo, me consume la pasión, amo y mato; con eso me doy por contento.
—Pero los dioses son reales —dijo ella, siguiendo la línea de sus pensamientos—. Y por encima de todo están los dioses shemitas: Ishtar, Ashtoreth, Derketo y Adonis. Bel también es shemita, pues nació en la antigua Shumir hace muchísimo tiempo y entró en el mundo riendo, con su barba rizada y sus ojos pícaros e inteligentes, a robar las joyas de los reyes de la antigüedad.
—Existe la vida más allá de la muerte; yo lo sé, y también sé esto, Conan de Cimmeria —dijo Belit poniéndose ágilmente de pie y estrechándole con un abrazo de pantera—: ¡Sé que mi amor es más fuerte que la muerte! Me has estrechado en tus brazos, jadeando con la violencia de nuestro amor; me has cogido y estrujado y me has conquistado, atrayéndome el alma a tus labios con la violencia de tus hirientes besos. ¡Mi corazón está soldado al tuyo; mi alma es parte de tu alma! ¡Si yo muero y tú tuvieras que luchar por tu vida, yo volvería del abismo para ayudarte; sí, lo haría tanto si mi espíritu flotara bajo las velas purpúreas del mar cristalino del paraíso, como si se retorciese entre las llamas del infierno! ¡Soy tuya, y ni los dioses ni la eternidad podrán separarnos!
Un grito de espanto llegó desde el puesto de proa. Tras apartar a Belit a un lado, Conan se puso en pie de un salto, con la espada resplandeciente bajo la luz de la luna y los pelos de punta por la escena que estaba viendo. El vigía negro se tambaleaba sobre la cubierta apoyado en algo que parecía el tronco de un árbol oscuro y sinuoso que se balanceaba sobre la barandilla. Entonces Conan se dio cuenta de que se trataba de una gigantesca serpiente que había saltado por encima de la borda y sujetaba al desdichado vigía con sus enormes fauces. Las chorreantes escamas brillaban pálidamente bajo la luz de la luna, a medida que el reptil se retiraba de la cubierta, mientras el guerrero atrapado gritaba y se retorcía como una rata en los colmillos de una serpiente pitón.
Conan corrió hacia la proa y alzando su enorme espada casi cortó en dos al gigantesco animal, que era más grueso que el cuerpo de un hombre. La sangre empapó la cubierta mientras el monstruo moribundo se alejaba sin soltar a su víctima, hasta que se hundió en el tenebroso río, anillo tras anillo, dejando tras de sí una sanguinolenta espuma, bajo la cual el hombre y el reptil desaparecieron juntos. A partir de entonces, Conan prosiguió la guardia personalmente, pero ningún otro monstruo llegó reptando desde las cenagosas profundidades del río.
Cuando el cielo clareaba en la selva, el cimmerio divisó los negros colmillos de unas torres oscuras que se alzaban entre los árboles. Llamó a Belit, que aún dormía sobre la cubierta, envuelta en su capa de color escarlata, y ella corrió a su lado con los ojos brillantes por la emoción. La joven ordenó a sus guerreros que prepararan los arcos y las flechas. Entonces sus hermosos ojos se abrieron desorbitados. Lo que vieron cuando doblaron un recodo y quedó ante su vista aquella orilla, era el fantasma de una ciudad. La maleza y los arbustos crecían profusamente entre las piedras rotas y las losas de lo que en un tiempo habían sido calles, plazas y grandes patios. Por todas partes, excepto en la misma orilla del río, crecía la selva, ocultando columnas caídas y túmulos derruidos con su verde veneno. Aquí y allá se veían enormes torres que alzaban su precario equilibrio contra el cielo de la mañana, así como columnas rotas que sobresalían por encima de los muros en ruinas. En el centro de la plaza se levantaba una pirámide de mármol rematada por una fina estatua, hasta que sus ojos agudos percibieron señales de vida.
—Es un enorme pájaro —dijo uno de los guerreros, de pie en la popa.
—No, es un murciélago monstruoso —afirmó otro.
—Es un mono —dijo Belit.
En ese momento, el engendro extendió unas alas muy amplias y desapareció volando hacia la selva.
—Era una especie de mono alado —dijo el viejo N’Yaga, con gesto inquieto—. Será mejor que nos dejemos cortar el cuello antes que desembarcar en ese lugar. Está encantado.
Belit se burló del supersticioso anciano y ordenó que la galera se acercara a la orilla y atracase en los muelles derruidos. Ella fue la primera en saltar a tierra, seguida de cerca por Conan; luego desembarcó la tropa de piratas de piel de ébano con sus blancas plumas ondeando bajo la brisa de la mañana, con las lanzas preparadas y los ojos observando con recelo la selva que los rodeaba.
En aquel lugar reinaba un silencio tan siniestro como el de una serpiente dormida. Belit se irguió entre las ruinas; su vibrante y esbelto cuerpo, lleno de vida, contrastó extrañamente con la desolación y la destrucción que había a su alrededor. El sol se alzaba lentamente sobre la selva, llameante y amenazador, inundando las torres con una tenue luz dorada que hacía resaltar las sombras que se agazapaban entre los muros derruidos. Belit señaló una fina torre redondeada que parecía tambalear sobre sus inseguros cimientos. Conducía hasta ella un camino de losas flanqueado por columnas rotas entre las que crecían plantas; delante de la torre había un enorme altar. Belit recorrió con rapidez el antiguo camino de piedra y se detuvo delante del altar.
—Este era el templo de los antiguos —le dijo a Conan—. Mira, esos canalillos que hay a los lados del altar son para la sangre. Las lluvias de diez mil años no han conseguido lavar las oscuras manchas que hay en la piedra. Las paredes se han derrumbado y este bloque de piedra sigue desafiando el tiempo y los elementos.
—Pero ¿quiénes eran esos antiguos? —preguntó Conan.
Ella extendió sus finas manos con un gesto de desamparo para subrayar sus palabras.
—Ni siquiera en las leyendas se menciona a esta ciudad —dijo—. ¡Pero fíjate en los orificios para las manos que hay en ambos extremos del altar! Los sacerdotes solían esconder sus tesoros debajo de sus altares. ¡A ver si entre cuatro de vosotros podéis levantar esa losa!
Belit retrocedió unos pasos para dejar sitio, al tiempo que miraba hacia la torre que se alzaba por encima de ellos. Tres de los guerreros más fuertes ya habían aferrado la losa por los huecos —que curiosamente no estaban hechos para manos humanas—, cuando Belit dio un paso atrás lanzando un grito de horror. Los negros se quedaron paralizados en su sitio y Conan, que se había agachado para ayudarlos, giró en redondo al tiempo que lanzaba una maldición.
—Hay una serpiente entre la hierba —dijo ella retrocediendo—. Ven a matarla, Conan. Vosotros, seguid intentando alzar la losa.
El cimmerio se acercó rápidamente a la joven y otro negro ocupó su lugar. Mientras Conan examinaba la hierba en busca de la serpiente, los gigantescos negros se apoyaron firmemente sobre los pies y entre gruñidos fueron levantando poco a poco la piedra, con los músculos tensos debajo de la piel de ébano. La losa del altar giró repentinamente hacia un lado. Al mismo tiempo se oyó un terrible estruendo y la torre se desplomó sepultando a los cuatro negros bajo los bloques de piedra.
Un grito de horror surgió entre las filas de sus compañeros. Los finos dedos de Belit se clavaron en el brazo de Conan.
—No había ninguna serpiente —susurró ella—. Era una artimaña para alejarte del altar. Sentí miedo, pues sabía que los antiguos guardaban bien sus tesoros. Ahora despejemos las piedras.
Eso hicieron, y luego levantaron los cuerpos destrozados de los cuatro hombres. Debajo de estos los piratas hallaron una cripta tallada en la roca viva. El altar, que giraba ingeniosamente hacia un lado por medio de rodillos de piedra, había servido de tapadera. A primera vista, parecía que la cripta estaba llena a rebosar de un fuego líquido que reflejaba la temprana luz del sol con un millón de facetas resplandecientes.
Allí, ante los ojos atónitos de los piratas, había una fortuna incalculable: diamantes, rubíes, sanguinarias, zafiros, turquesas, piedras de la luna, ópalos, esmeraldas, amatistas y otras gemas desconocidas, que relucían como los ojos de una mujer maligna. La cripta estaba abarrotada de brillantes piedras preciosas que centelleaban bajo los rayos del sol.
Al tiempo que lanzaba un grito, Belit se dejó caer de rodillas entre los escombros manchados de sangre junto al borde de la cripta y hundió sus blancos brazos hasta el hombro en aquel mar de esplendor. Luego retiró los brazos, aferrando algo que le hizo lanzar otro grito de asombro. ¡Tenía en la mano una larga sarta de rubíes, que parecían coágulos de sangre, unidos por un grueso hilo de oro! Al reflejarse en el collar, la dorada luz del sol se convirtió en un resplandor rojizo.
Los ojos de Belit parecían los de una mujer en trance. El corazón de los shemitas se emborrachaba con las riquezas y con el esplendor material, pero aquel espectáculo hubiera trastornado hasta el corazón del emperador de Shushan.
—¡Recoged estas piedras preciosas, perros! —gritó ella, sin poder dominar su emoción.
—¡Mirad! Un musculoso brazo negro señaló en dirección al Tigresa y Belit giró en redondo enseñando los dientes, como si esperara ver a un pirata rival acercándose para despojarla del botín. Pero sólo vieron alzarse, por encima de la borda del barco, una oscura sombra que se alejó volando hacia la selva.
—¡El mono maligno ha estado en nuestro barco! —musitaron los negros inquietos.
—¿Y eso qué importa? —exclamó Belit lanzando un juramento, al tiempo que se alisaba un rizo rebelde con gesto impaciente—. Haced una litera con las lanzas y las capas para cargar todas estas joyas. Eh, Conan, ¿dónde demonios vas?
—Voy a echar un vistazo a la galera —dijo el cimmerio con un gruñido—. Esa especie de murciélago pudo haber hecho un agujero en la base de la galera, sin que nos hayamos dado cuenta. El bárbaro corrió rápidamente por las destrozadas piedras del embarcadero y saltó hacia la nave. Después de examinar por un momento el barco bajo cubierta, Conan lanzó una maldición y echó una mirada en dirección al lugar por el que había desaparecido el monstruo alado. Volvió rápidamente hacia donde estaba Belit, dirigiendo el saqueo de la cripta. La muchacha se había puesto el collar y los rojos rubíes brillaban esplendorosamente sobre su blanco pecho. Un negro enorme estaba sumergido hasta las caderas en la rebosante cripta y extraía grandes puñados de piedras preciosas, que pasaba a los hombres impacientes que se hallaban arriba. Sartas de heladas iridiscencias colgaban entre los oscuros dedos del negro; eran como gotas de fuego rojo que formaban un increíble arco iris. El negro parecía un gigante a horcajadas sobre los llameantes pozos del infierno, con las manos llenas de estrellas.
—Aquel maldito demonio volador ha agujereado las barricas de agua —dijo Conan—. Si no hubiéramos estado tan deslumbrados por estas piedras preciosas, hubiéramos oído el ruido que hacía el monstruo al acercarse. Fuimos necios al no haber dejado un centinela a bordo. No podemos beber el agua de este río. Voy a llevar veinte hombres para buscar agua fresca y potable en la selva.
Ella le miró con expresión confusa, con los ojos velados por la extraña pasión que la embargaba, mientras acariciaba con dedos nerviosos las piedras preciosas que llevaba en el pecho.
—Está bien —repuso ella distraídamente, casi sin prestarle atención—. Voy a hacer que lleven el tesoro a bordo.
La selva se cerró rápidamente detrás del grupo, al tiempo que la luz cambiaba del oro intenso al gris sombrío. De las ramas que formaban arcadas caían enredaderas que parecían serpientes. Los guerreros avanzaban en fila india, como negros fantasmas deslizándose bajo la luz crepuscular.
Dentro de la selva la vegetación era menos densa de lo que Conan había pensado. El suelo estaba blando, pero no húmedo. Al alejarse del río, se inclinaba poco a poco formando pendiente. Cuanto más se internaban por la verde espesura, menores señales había de proximidad de agua, ya sea de fuentes o de pozos. Conan se detuvo súbitamente; sus guerreros le imitaron y se quedaron inmóviles como estatuas de basalto. En el tenso silencio que siguió, el cimmerio dijo en voz baja a N’Gora, un hombre de confianza:
—Seguid derecho hasta que no podáis verme; entonces deteneos y esperadme. Creo que nos están siguiendo. He oído algo.
Los negros parecían inquietos, pero obedecieron. Mientras ellos seguían su camino, Conan se ocultó rápidamente detrás de un enorme árbol, al tiempo que miraba hacia el lugar por el que habían venido. De aquella espesa vegetación podía surgir cualquier cosa. Pero no ocurrió nada, y los débiles sonidos de la marcha de los lanceros se apagaron a lo lejos. De pronto el cimmerio sintió que el aire estaba impregnado de un aroma exótico. Algo le rozó suavemente la sien. Conan se volvió con rapidez. Desde una mata cuyas hojas tenían formas muy extrañas, unas enormes flores negras se inclinaron hacia él. Una de ellas era la que le había tocado. Parecían llamarle arqueando sus tallos en señal de invitación. Se extendían y susurraban, aunque no soplaba la menor brisa.
Conan retrocedió rápidamente al reconocer el loto negro, cuya savia era mortal y cuyo perfume producía un sopor con sueños terribles. El cimmerio ya comenzaba a sentir un ligero letargo. Trató de desenvainar la espada para cortar los ondulantes tallos que se cernían sobre él, pero sus brazos se quedaron inertes a ambos lados del cuerpo. Abrió la boca para llamar a sus guerreros, pero de ella no salió más que un débil jadeo. Un segundo después, la selva empezó a dar vueltas con asombrosa rapidez y Conan comenzó a ver todo borroso, no, oyó los gritos de espanto que se escuchaban un poco más allá, pues se le doblaron las rodillas y cayó al suelo sin sentido. Por encima de su cuerpo postrado, las enormes flores negras se balanceaban en el aire sin que las moviera el viento.
3. Horror en la selva
«¿Fue un sueño lo que trajo el loto negro? Entonces, maldito sea el sueño que angustió mi vida, y maldita la rezagada hora que no ve la cálida sangre goteando del cuchillo de color carmesí».
La canción de Belit
Primero fue la oscuridad del vacío más absoluto, en el que soplaban fríos vientos del espacio cósmico. Luego unas formas vagas, monstruosas y etéreas se agitaron en el sórdido escenario de la nada, como si la oscuridad hubiera adoptado una forma material. El viento siguió soplando hasta que se formó un vórtice, una pirámide giratoria de rugiente negrura, del que salió la Forma y la Dimensión. Y de pronto, como si fueran nubes, las tinieblas se desvanecieron y una enorme ciudad de piedra de color verde oscuro se alzó a orillas de un río caudaloso que fluía por una planicie sin límites. Por aquella ciudad se movían unos seres de formas extrañas.
Aunque fundidos en el molde de la humanidad, se veía claramente que no eran hombres. Tenían alas y eran de dimensiones gigantescas. No provenían de una rama del misterioso tronco cuya evolución culminó con el ser humano, sino que se trataba del fruto maduro de un árbol diferente y extraño. Aparte de sus alas, aquellos seres se parecían físicamente al hombre en la misma medida en que este se parece a los grandes monos. En desarrollo espiritual, estético e intelectual eran superiores al hombre de la misma manera que este es superior al gorila. Pero cuando construyeron su gigantesca ciudad, los primitivos antepasados del hombre aún no habían surgido del limo de los océanos primordiales.
Estos seres eran mortales, del mismo modo que lo es todo lo que está hecho de carne y sangre. Nacían, amaban y morían, si bien vivían muchísimos años.
Entonces, después de incontables millones de años, se inició el Cambio. El paisaje tembló como si fuera una imagen proyectada en una cortina agitada por el viento. Las eras pasaron por la ciudad y el campo al igual que fluyen las olas en el mar, y cada una de ellas produjo grandes cambios. En algún lugar del planeta se estaban alterando los centros magnéticos; los enormes glaciares y los campos de hielo se desplazaron hacia los nuevos polos.
El litoral del gran río también se alteró. Las llanuras se convirtieron en pantanos en los que pululaban asquerosos reptiles. Donde se extendían fértiles praderas, surgieron primero bosques y luego densas selvas. Las transformaciones obraron también sobre los habitantes de la ciudad, si bien estos no emigraron hacia nuevas tierras. Razones incomprensibles para el hombre los retuvieron ligados a su funesto destino.
Y mientras aquella tierra, que antes fuera rica y poderosa, se hundía cada vez más en el negro cieno de la sombría selva, el caos se abatió sobre los habitantes de la ciudad. Terribles convulsiones estremecieron la tierra; las noches eran espeluznantes y los volcanes en erupción se recortaban como rojas columnas de fuego en el oscuro horizonte.
Después de un terremoto que sacudió desde las murallas exteriores hasta las torres más altas de la ciudad, el río adquirió un color negro durante varios días; alguna sustancia letal se había escapado de las profundidades subterráneas; una terrible transformación química se produjo en las aguas que las gentes habían bebido durante milenios. Muchas personas murieron después de beber aquellas aguas, pero quienes sobrevivieron sufrieron un cambio paulatino, tan sutil como aterrador. Al tener que adaptarse a las nuevas condiciones del medio, se hundieron muy por debajo de su nivel original. Pero las aguas letales provocaron en ellos una alteración mucho más terrible, y las nuevas generaciones se volvieron cada vez más bestiales. Los que habían sido dioses alados se convirtieron en demonios sin alas, con todo el vasto conocimiento de sus antepasados, pero distorsionado y pervertido de manera espantosa e infernal. Del mismo modo que habían alcanzado niveles muy superiores a los que la humanidad puede soñar, se hundieron más bajo de lo que se podía concebir en las peores pesadillas. Morían pronto, víctimas de su propio canibalismo, y en medio de las tinieblas de la medianoche estallaban en la selva tremendas peleas. Por último, entre las ruinas cubiertas por líquenes, entre los escombros de lo que había sido su esplendorosa ciudad, sólo quedó un ser, un cuerpo agazapado y deforme, una horrenda perversión de la naturaleza.
Luego aparecieron los primeros seres humanos: hombres de piel oscura y rostro aguileño, que llevaban arneses de cobre y cuero y utilizaban arcos; se trataba de los guerreros de la prehistórica Estigia. Eran tan sólo cincuenta hombres agotados, demacrados y hambrientos a causa del prolongado esfuerzo; estaban sucios y cubiertos de arañazos y de vendajes manchados de sangre seca. La suya era una historia de guerras y derrotas, de una huida ante una tribu más fuerte que los llevó cada vez más hacia el sur, hasta que se perdieron en el gran océano de la selva y del mar.
Se tendieron exhaustos entre las ruinas. Unas plantas que había allí y que sólo florecían una vez cada siglo agitaron sus rojos pétalos a la luz de la luna. Entonces les invadió el sueño. Mientras dormían, un ser repulsivo de ojos ardientes salió reptando de las sombras y realizó espantosos ritos extraños sobre todos los durmientes. La luna colgaba del cielo sombrío tiñendo la selva de rojo y negro; por encima de los hombres que dormían brillaban tenuemente las flores rojas como manchas de sangre. Luego la luna se ocultó y los ojos del nigromante relucieron como rubíes en la noche oscura como el ébano.
Cuando el alba extendió su blanco velo sobre el río, no había hombres a la vista; sólo el espantoso ser alado y peludo que estaba agazapado en medio de un círculo de cincuenta hienas enormes de piel manchada, que apuntaban con sus temblorosos hocicos hacia el cielo mortecino y aullaban como las almas condenadas en el infierno.
A continuación una escena siguió a la otra con vertiginosa rapidez. Hubo un movimiento confuso, un retorcerse y fundirse de luces y sombras contra el fondo de la negra selva, las ruinas de piedras verdes y el cenagoso río. Unos hombres negros llegaron río arriba en barcas que tenían una calavera en la proa; otros se ocultaron sigilosamente entre los árboles, con lanzas en la mano. Corrían gritando en la oscuridad, huyendo de un par de ojos rojos y de unos colmillos imponentes. El aullido de hombres moribundos estremeció las sombras; unos pies furtivos avanzaron en silencio y unos ojos de vampiro horadaron las tinieblas con su fuego rojo. Hubo festines aterradores a la luz de la luna, ante cuyo disco luminoso una sombra con alas de murciélago aleteaba sin cesar.
Y de repente, en claro contraste con aquellas escenas, por el recodo del río se vio llegar una larga galera atestada de brillantes cuerpos de ébano, en cuya proa se alzaba un gigante de piel blanca cubierto con una malla de acero.
En ese momento, Conan se dio cuenta de que estaba soñando. Hasta aquel instante no había tenido consciencia de su existencia individual. Pero cuando se vio a sí mismo sobre la cubierta del Tigresa reconoció la frontera entre la realidad y el sueño, si bien no se despertó.
Mientras esto pasaba por su mente, la escena cambió súbitamente hacia el claro de la selva en el que N’Gora y diecinueve lanceros negros se hallaban en actitud de espera. Cuando Conan empezó a comprender que le esperaban a él, un ser horroroso bajó del cielo, y la impasibilidad de los hombres fue interrumpida por el terror. Presas de pánico, arrojaron sus armas y corrieron como locos a través de la selva, seguidos de cerca por el monstruo que agitaba sus grandes alas por encima de ellos.
El caos y la confusión siguieron a estas visiones, mientras Conan luchaba por despertar con las pocas fuerzas que le quedaban. Se veía vagamente a sí mismo acostado bajo una movediza mata de flores negras, mientras desde los matorrales una figura repulsiva se arrastraba hacia él. Haciendo un esfuerzo titánico, Conan rompió las ligaduras invisibles que le mantenían preso en sus sueños, y se despertó.
El cimmerio lanzó una mirada llena de asombro a su alrededor. Divisó cerca de él el loto negro que se agitaba y se apresuró a alejarse de la maligna planta.
En el mullido suelo, cerca de donde se encontraba, vio un rastro que semejaba el de un animal al acecho antes de salir de su escondrijo, para luego retirarse sin llevar a cabo su propósito. Aquellas huellas parecían las de una hiena increíblemente grande.
Conan gritó para llamar a N’Gora. Un silencio primordial se cernía sobre la selva, en la que sus gritos sonaron frágiles y huecos como una burla. No podía ver el sol, pero su instinto de hombre salvaje conocedor de la naturaleza le indicó que el día llegaba a su fin. Una sensación de pánico le invadió al darse cuenta de que había estado sin sentido durante muchas horas. Rápidamente siguió las huellas de los lanceros, hasta que llegó a un claro. Allí se detuvo en seco y un escalofrío le recorrió el cuerpo al reconocer el claro que había visto en el sueño que tuvo bajo la influencia del loto negro. Había escudos y lanzas desparramadas por todas partes, como si hubieran sido arrojados al emprender una precipitada fuga.
Por las huellas que llevaban fuera del claro de vuelta hacia la espesura de la selva, Conan se dio cuenta de que los lanceros negros habían escapado frenéticamente de algo que les amenazaba. Las pisadas se superponían y se confundían entre los árboles. Con la velocidad del rayo, el cimmerio salió de la selva y llegó hasta una rocosa colina empinada que caía de pronto formando un abrupto precipicio que tenía unos doce metros de altura. En el borde del abismo había algo agazapado.
Al principio, Conan creyó que se trataba de un enorme gorila negro. Luego vio que era un negro gigantesco que estaba sentado en cuclillas, como un mono, con los largos brazos colgando y una baba espumosa cayéndole de los labios. Sólo cuando ese ser lanzó un alarido que parecía un sollozo y corrió hacia él levantando las manos, Conan advirtió que se trataba de N’Gora. El negro hizo caso omiso del grito de Conan y atacó con los ojos en blanco y los brillantes dientes al descubierto; su rostro era una máscara inhumana.
Con la piel erizada por el horror que la locura siempre inspira a las personas cuerdas, Conan alzó la espada y traspasó con ella el cuerpo del negro; luego, evitando las garras que se tendían hacia él mientras N’Gora caía, avanzó hacia el borde del precipicio.
Durante un instante el cimmerio se quedó mirando las abruptas rocas que se divisaban abajo y sobre las cuales yacían los lanceros de N’Gora con el cuerpo retorcido, los miembros destrozados y los huesos deshechos. Ninguno de ellos se movía. Una nube de enormes moscas negras zumbaba por encima de las piedras manchadas de sangre; las hormigas habían comenzado a roer los cadáveres. En las ramas de los árboles más cercanos aguardaban los buitres y un chacal que, al mirar hacia arriba y ver a un hombre vivo en el risco, huyó furtivamente del lugar.
Conan se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego giró en redondo y volvió corriendo por donde había llegado, entre las hierbas, arbustos y enredaderas que le rodeaban y se interponían en su camino como serpientes. Llevaba la espada baja en la mano derecha y tenía una palidez desusada en el oscuro rostro.
El silencio que reinaba en la selva no se veía interrumpido por nada. El sol acababa de ponerse en el horizonte y grandes sombras se alzaban del limo de la oscura tierra. Conan avanzaba rápidamente a través de las gigantescas sombras de la muerte y la desolación, cubierto con la cota de malla. No se escuchaba otro sonido que su propio jadeo cuando salió de las sombras y llegó hasta las márgenes del río rodeadas de una luz crepuscular.
Vio la galera adosada al muelle podrido. Sus restos se tambaleaban en la semioscuridad.
Aquí y allá, divisó manchas de color rojo vivo entre las piedras, como si una mano descuidada hubiera dado unas pinceladas con una brocha empapada de pintura de color carmesí.
Conan adivinó nuevamente la presencia de la muerte y de la destrucción. Frente a él yacían sus hombres, tendidos en el espacio que iba desde el límite de la selva hasta la orilla del río, entre las columnas rotas y a lo largo de los muelles derruidos, mutilados y devorados a medias, como tristes remedos de seres humanos. Alrededor de los cadáveres y de sus miembros cercenados, se veían numerosas huellas de enormes patas, similares a los rastros que dejan las hienas.
Conan avanzó en silencio por el muelle, y al acercarse a la nave vio que de la cubierta colgaba algo que brillaba con un claro tono marfileño. Sin decir una sola palabra, el cimmerio se detuvo y vio el cuerpo de la reina de la Costa Negra que colgaba del peñol de su propia galera. Entre la cuerda de la que colgaba y su garganta había una ristra de piedras que parecían coágulos de color carmesí que brillaban como la sangre…, pero era el collar de oro con los enormes y resplandecientes rubíes.
4. Ataque desde el aire
«Estaba rodeado de negras sombras; las fauces chorreantes se abrieron desmesuradamente y cayeron gotas rojas más gruesas que la lluvia; pero mi amor era más fuerte que el negro hechizo de la muerte, y ni siquiera las puertas de hierro del infierno podrían alejarme de su lado».
La canción de Belit
La selva era como un gigante negro que sostenía las ruinas de piedra entre sus hercúleos brazos. Aún no había salido la luna y las estrellas eran fragmentos de ámbar incandescente en un firmamento en el que le esperaba la muerte agazapada.
Conan el cimmerio estaba sobre la pirámide situada entre las torres derruidas, sentado como una estatua de hierro con la barbilla apoyada en sus fuertes puños. En las oscuras sombras se oyeron unos pasos quedos y se vio el fulgor de unos ojos rojos. Los muertos yacían en la misma posición en la que habían caído. Pero en la cubierta del Tigresa, en una pira hecha con bancos rotos, trozos de lanza y pieles de leopardo, dormía la reina de la Costa Negra su último sueño, con el botín amontonado a su alrededor: sedas, telas de oro, galones de plata, cofres llenos de joyas y de monedas de oro, lingotes de plata y teocalis dorados.
Pero del botín de la ciudad maldita sólo podían hablar las turbias aguas del Zarkheba, en las que Conan lo había arrojado al tiempo que lanzaba una maldición pagana. Ahora estaba sentado con gesto hosco en la pirámide, esperando a sus invisibles enemigos. La negra furia que alentaba en su corazón había alejado de él todo vestigio de temor. No sabía qué sombras podían surgir de la oscuridad, ni le importaba demasiado.
Tampoco dudaba acerca de la veracidad de las visiones del loto negro. Comprendió que mientras le esperaban en el claro del bosque, N’Gora y sus compañeros habían sido atacados por el monstruo alado y que al huir, presas del pánico, se habían caído por el precipicio. Todos murieron menos su jefe, que de alguna manera había escapado a la muerte, aunque no a la locura. Mientras tanto, o quizá inmediatamente después, se produjo la aniquilación de los que estaban en la orilla del río. Conan tenía la seguridad de que aquello había sido una matanza más que una batalla. Dominados por el terror supersticioso, los negros murieron probablemente sin devolver un solo golpe en defensa propia cuando se vieron atacados por sus inhumanos enemigos.
El cimmerio no comprendía por qué le perdonaban la vida tanto tiempo, a menos que el ser maligno que dominaba aquel lugar quisiera mantenerlo vivo para torturarlo con la pena y el miedo. Todo apuntaba hacia una inteligencia humana o sobrehumana: la destrucción de las barricas de agua para dividir a los piratas, el hecho de haber atraído a los negros hacia el precipicio y el último y más significativo detalle: la burla atroz del collar de rubíes anudado como el dogal de un ahorcado alrededor del blanco cuello de Belit.
Habiendo dejado, pues, al cimmerio como víctima escogida y tras haberle infligido una refinada tortura mental, era probable que el desconocido enemigo concluyera el drama matándole a él también. Los ojos de Conan se iluminaron con una cruel sonrisa de hierro al pensar en esto.
La luna se alzó arrojando fuego sobre el casco de cuernos del cimmerio. De repente, el aire nocturno entró en tensión y la selva entera contuvo el aliento. Instintivamente, Conan comenzó a desenvainar su enorme espada. La pirámide sobre la que se encontraba tenía cuatro caras; una, la que daba a la selva, tenía unos amplios escalones. El cimmerio sostenía en una mano un arco shemita como el que Belit había enseñado a usar a sus piratas, y a sus pies había un montón de flechas con plumas.
Finalmente, algo se movió en la oscuridad. Recortándose súbitamente contra la luna que se alzaba en el horizonte, Conan vio una cabeza y unos hombros oscuros de aspecto bestial. Y detrás de aquel engendro llegaban corriendo rápida y silenciosamente… veinte hienas de piel manchada. Sus colmillos lanzaban destellos a la luz de la luna y sus ojos brillaban como nunca habían brillado los ojos de un animal.
Eran veinte. Conan cogió una flecha. Se oyó el chasquido de la cuerda del arco y una sombra de ojos ardientes saltó por los aires y cayó al suelo retorciéndose. El resto de la manada no vaciló. Seguían avanzando y las flechas del cimmerio caían sobre los monstruos como una lluvia de muerte, lanzadas con toda la fuerza y la precisión de sus músculos de acero movidos por un odio infernal.
A pesar de su ciega furia, Conan no erró el blanco. El aire se llenó de flechas cargadas de muerte. Los estragos causados por la embestida de la manada eran aterradores. Más de la mitad de sus enemigos cayeron antes de alcanzar el pie de la pirámide. Otros ascendieron por los amplios escalones. Al mirar sus ojos llameantes, Conan comprendió que aquellos seres no eran animales. No era sólo su tamaño sobrehumano lo que establecía la diferencia, sino que de ellos emanaba un aura tangible, como la oscura bruma que se alza de un pantano sembrado de cadáveres. No era capaz de adivinar qué alquimia infernal había dado vida a aquellos seres, pero lo que sí sabía era que se enfrentaba con una diabólica magia más negra que la del pozo de Skelos.
Firmemente apoyado sobre sus pies, Conan tensó el arco y lanzó su última flecha contra el enorme cuerpo peludo que se abalanzaba sobre su garganta. La flecha salió disparada como un rayo de luna. El monstruo sufrió una convulsión en el aire y se estrelló de cabeza, con el cuerpo atravesado de parte a parte.
Entonces los demás se precipitaron sobre Conan como una pesadilla de ojos centelleantes y colmillos afilados. Su enorme espada dio cuenta del primer atacante, pero el desesperado embate de los demás le hizo caer al suelo. Aplastó un pequeño cráneo con la empuñadura de su sable, sintiendo que los huesos se quebraban y la sangre y los sesos se derramaban sobre su mano. Luego dejó caer la espada, pues de nada le valía ante la proximidad de sus enemigos, y aferró la garganta de dos de los monstruos, que lanzaban zarpazos y dentelladas con una furia silenciosa. Un intenso olor acre inundaba sus fosas nasales y el sudor le cegaba. Sólo la cota de malla le había salvado hasta ese momento de quedar destrozado en un segundo. Su mano derecha asió por el peludo cuello a un adversario, y la izquierda, no pudiendo aferrar otra garganta, apresó una pata de la fiera y se la rompió. Un breve quejido, el único grito aterradoramente semihumano que se oyó en aquella lúgubre batalla, partió de las fauces de la bestia. Ante el espantoso horror que le produjo ese grito infrahumano, Conan aflojó involuntariamente a su presa.
Otro de sus malignos enemigos, con la sangre chorreando de la destrozada yugular, saltó sobre Conan en un último espasmo de violencia y le clavó los colmillos en el cuello, si bien cayó muerto en el mismo instante.
La otra fiera, apoyándose en sus tres patas ilesas, se abalanzó sobre el vientre del cimmerio lanzando dentelladas como un lobo, y le destrozó varios eslabones de su cota de malla. Conan esquivó a la bestia agonizante y la levantó con un esfuerzo que hizo surgir un quejido de sus labios manchados de sangre. Se tambaleó por un momento, sintiendo el aliento fétido y caliente del monstruo sobre su rostro, con las mandíbulas chasqueando al lado de su cuello, y luego le arrojó con violencia; en seguida se oyó el crujido de los huesos rotos al chocar contra los escalones de mármol.
Mientras se tambaleaba tratando de recobrar el equilibrio y el aliento, el cimmerio oyó el espantoso aleteo de un murciélago. Conan se puso nuevamente a la defensiva, sacó rápidamente su espada y la empuñó con fuerza, asestando un mandoble con las dos manos; luego sacudió la sangre que empañaba sus ojos y su rostro para mirar al cielo con intención de ver a su alado enemigo.
Pero en lugar del esperado ataque procedente del aire, Conan notó súbitamente que la pirámide se tambaleaba, y vio que la elevada columna que estaba junto a él oscilaba como un péndulo. Aferrándose a la vida con todas sus fuerzas, Conan saltó lo más lejos que pudo; sus pies dieron en un escalón situado hacia el centro de la pirámide, y el siguiente salto lo impulsó lejos del monumento. En el momento en que sus talones se apoyaban en el suelo, por un instante cataclísmico, del cielo parecieron llover fragmentos de piedra y de mármol. Poco después, la luna iluminaba con su luz blanquecina un montón de escombros.
Conan se quitó de encima los pequeños trozos de piedra que cubrían parte de su cuerpo, y en ese momento un fuerte golpe le despojó del casco y le dejó momentáneamente aturdido. Encima de sus piernas tenía un enorme fragmento de columna que lo inmovilizaba contra el suelo. No sabía si sus extremidades estaban rotas o no. Sus negros rizos estaban impregnados de sudor, y la sangre le goteaba de las heridas que había recibido en la garganta y en las manos. El cimmerio levantó un brazo para tratar de librarse de los escombros que lo aprisionaban.
Entonces algo descendió de las estrellas y cayó a su lado sobre el césped. Conan se dio media vuelta y vio… ¡al ser alado! Con la velocidad de un rayo, el monstruo se precipitó sobre el cimmerio, que pudo ver fugazmente al ser que le atacaba: era una figura gigantesca, humanoide, de piernas arqueadas, peludos brazos atrofiados, enormes garras negras y una cabeza deforme en cuyo rostro sólo se distinguía un par de ojos inyectados en sangre. Esa cosa no era humana, ni animal, ni demoníaca, aunque estaba dotada de características infrahumanas y sobrehumanas a la vez.
Pero Conan no tenía tiempo para reflexiones ni especulaciones. Extendió los brazos hacia la espada que estaba en el suelo, pero sus dedos, arqueados como garfios, no pudieron cogerla. Lleno de desesperación, trató de empujar el trozo de columna que inmovilizaba sus piernas y las venas de las sienes se le hincharon por el esfuerzo. El pesado bloque fue cediendo poco a poco, pero el cimmerio se dio cuenta de que antes de que pudiera liberarse, el monstruo estaría encima de él. Y sabía muy bien que aquellas negras garras significaban la muerte.
El ser alado no había dejado de volar. Se cernió durante unos instantes sobre el postrado cimmerio como una sombra negra, con los brazos extendidos… y de repente un fulgor blanco se interpuso entre Conan y el murciélago.
En un instante enloquecedor, ella estaba allí, con su cuerpo tenso y blanco, vibrante de fiero amor como una pantera. El asombrado cimmerio divisó entre su cuerpo y la muerte que se abalanzaba sobre él, el esbelto cuerpo blanco como el marfil; vio el resplandor de sus ojos oscuros a la luz de la luna, la espesa mata de cabellos sedosos y brillantes, el pecho jadeante y los labios entreabiertos, que lanzaron un grito agudo que resonó como el acero cuando ella se abalanzó sobre el pecho del monstruo alado.
—¡Belit! —exclamó Conan.
Ella dirigió una rápida mirada al cimmerio y sus hermosos ojos oscuros reflejaron toda la fuerza de su amor, un amor natural como el fuego ardiente y como la lava incandescente. Un momento después ella desapareció y el cimmerio sólo vio al demonio alado que retrocedía dominado por un miedo insólito, con los brazos levantados como para defenderse de un ataque. Entonces Conan supo que Belit se hallaba realmente en la pira del Tigresa. En sus oídos resonó nuevamente la frase apasionada de la muchacha: «Si yo muero y tú tuvieras que luchar por tu vida, yo volvería del abismo para ayudarte…».
Al tiempo que lanzaba un grito terrible, el cimmerio apartó la piedra a un lado. El monstruo alado volvió a atacar y Conan saltó para enfrentarse con él, con la sangre inflamada por la furia. Los poderosos músculos de sus antebrazos se pusieron en tensión cuando empuñó la enorme espada y describió un arco mortal apoyándose en los talones. Su mandoble alcanzó al monstruo justamente encima de las caderas y lo dividió en dos; las piernas cayeron a un lado y el tronco hacia el otro.
Conan se quedó inmóvil bajo la silenciosa luz de la luna, con la espada apoyada en el suelo, contemplando los restos de su enemigo. Los incandescentes ojos rojos lo miraron durante unos instantes, luego se pusieron vidriosos y después se cerraron. Las grandes manos se estremecieron con un espasmo hasta que quedaron rígidas. La raza más antigua del mundo se había extinguido.
Conan levantó la cabeza, buscando maquinalmente a las bestias que habían sido esclavas y ejecutoras del monstruo alado. Pero no vio a ninguna de ellas. Los cuerpos que ahora vio tendidos sobre la hierba eran de hombres, no de bestias; hombres de rostros aguileños, de piel negra, traspasados por las flechas o destrozados por la espada. Y poco a poco se iban convirtiendo en polvo delante de sus ojos.
¿Por qué el amo alado no había acudido en ayuda de sus esclavos mientras Conan luchaba contra ellos? ¿Acaso temía ponerse al alcance de unos colmillos que podían volverse contra él? La astucia y la cautela se habían albergado en aquel cráneo deforme, pero al final no le habían servido de nada.
El cimmerio dio media vuelta y se encaminó hacia los muelles derruidos, llegó hasta la galera y subió a bordo. Hizo unos cuantos cortes en las cuerdas, y la nave quedó a la deriva. Luego se dirigió al puente. El Tigresa se balanceó sobre las turbias aguas y se deslizó lentamente hacia el centro del río, hasta que la corriente lo arrastró. Conan se inclinó sobre el timón, al tiempo que su sombría mirada se clavaba en el cuerpo que se encontraba en la pira envuelto en su capa y rodeado de riquezas que valían el rescate de una emperatriz.
5. La pira funeraria
«Terminaron para siempre las aventuras; no se alzarán más los remos, ni ondearán las velas; el pendón escarlata ya no será el terror de las costas oscuras; mares azules del mundo, recibid nuevamente en vuestro seno a la mujer que me habéis entregado».
La canción de Belit
El alba tiñó nuevamente las aguas del océano de un tono violáceo. Un resplandor más rojo aún iluminó luego la desembocadura del río. Conan el cimmerio se apoyó sobre su espada, y desde la playa de arena blanca contempló al Tigresa, que se alejaba en su último viaje. No había luz en aquellos ojos que contemplaban las olas cristalinas. Sobre las ondulantes extensiones azules se alejaba toda su gloria y su alegría. Un estremecimiento le sacudió de pies a cabeza, mientras la verde superficie del mar se convertía en una misteriosa bruma de color púrpura.
Belit había formado parte del mar, al que había conferido esplendor y vitalidad. Sin ella, los océanos habrían sido una vasta extensión desolada y triste. La joven había pertenecido al mar y él la devolvía a su insondable misterio. No podía hacer más. Para Conan, el radiante esplendor azul era más odioso aún que los verdes bosques que susurraban a sus espaldas y a los que debía regresar.
No había nadie conduciendo el timón del Tigresa; ningún remo impulsaba la nave sobre las aguas. Pero un viento límpido y fresco henchía la gran vela de seda y, al igual que un cisne salvaje se remonta al cielo para buscar su nido, así avanzó la galera mar adentro mientras las llamas ascendían cada vez más alto desde la cubierta, lamiendo el mástil y envolviendo el cuerpo cubierto con su capa de color escarlata.
Así desapareció la reina de la Costa Negra. Siempre apoyado en su espada manchada de sangre, Conan permaneció en silencio hasta que el rojo fulgor se hubo desvanecido entre las brumas azules del horizonte y el amanecer tiñó de rosa y oro la superficie del océano.
FIN