Louisa May Alcott: Perdidos en una pirámide, o la maldición de la momia

Louisa May Alcott - Perdidos en una pirámide

Sinopsis: «Perdidos en una pirámide, o la maldición de la momia» (Lost in a Pyramid, or the Mummy’s Curse) es un cuento de Louisa May Alcott, publicado el 16 de enero de 1869 en la revista The New World. En una tarde tranquila, Paul Forsyth le cuenta a su prometida una inquietante vivencia ocurrida durante un viaje a Egipto, cuando quedó atrapado con un profesor entre los pasadizos de una pirámide. Allí encontraron el cuerpo momificado de una antigua hechicera y una caja de oro con unas misteriosas semillas dentro, presagio de una terrible maldición.

Louisa May Alcott - Perdidos en una pirámide

Perdidos en una pirámide,
o la maldición de la momia

Louisa May Alcott
(Cuento completo)

I

—¿Qué son estas cosas, Paul? —preguntó Evelyn, mientras abría una caja de oro deslustrado y examinaba su contenido con curiosidad.

—Son semillas de una planta egipcia desconocida —respondió Forsyth, y una sombra repentina cruzó su rostro moreno, mientras miraba los tres granos escarlatas que yacían en la blanca mano que le había tendido.

—¿Dónde las has conseguido? —preguntó la joven.

—Es una historia extraña que solo te perturbará si te la cuento —dijo Forsyth con una expresión ausente que despertó enormemente la curiosidad de la joven.

—Por favor, cuéntamela. Me gustan las historias extrañas y nunca me alteran. Ah, cuéntamela, tus historias siempre son tan interesantes —exclamó, levantando la mirada con una combinación tan seductora de súplica y mandato en su encantador rostro, que era imposible negarse.

—Te arrepentirás, y quizá yo también; te lo advierto de antemano: se augura un mal destino para quien posee esas misteriosas semillas —dijo Forsyth sonriendo, mientras fruncía las cejas y miraba a la joven con una mirada cariñosa, pero también premonitoria.

—Continúa, no le temo a esas bonitas semillas —respondió ella con un gesto imperioso.

—Oír es obedecer. Déjame recapitular los hechos y luego comenzaré —respondió Forsyth, paseándose de un lado a otro con la mirada ausente de quien rememora el pasado.

Evelyn lo observó un momento y luego volvió a su trabajo, o más bien a su juego, una actividad que parecía ajustarse a la perfección a la vivaz criatura, a medio camino entre niña y mujer.

—Mientras estaba en Egipto —empezó a decir Forsyth lentamente—, un día fui con mi guía y el profesor Niles a explorar las pirámides de Keops. Niles era un apasionado de las antigüedades de todo tipo y, en su fervor, se olvidaba del tiempo, del peligro y del cansancio. Recorrimos los estrechos pasadizos, ahogados por el polvo y el aire viciado, mientras leíamos inscripciones en las paredes, tropezábamos con ataúdes destrozados o nos encontrábamos cara a cara con algún espécimen arrugado, encaramado como un duende en los pequeños estantes donde, durante siglos, se habían guardado los cadáveres. Tras unas horas, estaba desesperadamente cansado y rogué al profesor que volviéramos. Pero él estaba empeñado en explorar ciertos lugares y no desistió. Como solo teníamos un guía, me vi obligado a quedarme, pero Jumal, mi criado, al ver lo cansado que estaba, nos propuso que descansáramos en uno de los pasillos más amplios mientras él iba a buscar otro guía para Niles. Aceptamos y, tras asegurarnos de que estaríamos perfectamente a salvo si no abandonábamos el lugar, Jumal se marchó prometiendo volver rápidamente. El profesor se sentó a tomar notas de sus investigaciones y yo, tras estirarme sobre la suave arena, me quedé dormido.

Me despertó esa sensación indescriptible que nos advierte instintivamente del peligro, y al levantarme vi que estaba solo. Una antorcha ardía débilmente donde Jumal la había encendido, pero Niles y la otra luz habían desaparecido. Me invadió por un momento una terrible sensación de soledad, pero me recompuse y miré a mi alrededor. Había un trozo de papel clavado en mi sombrero, que yacía cerca de mí, y en él, con la letra del profesor, estaban escritas estas palabras:

He retrocedido un poco para refrescar mi memoria sobre ciertos puntos. No me sigas hasta que vuelva Jumal. Yo puedo encontrar el camino de vuelta porque tengo una pista. Duerme bien y sueña gloriosamente con los faraones. N. N.

Al principio me reí del viejo entusiasta, pero luego me puse nervioso y decidí seguirlo, ya que descubrí una cuerda resistente atada a una piedra caída y comprendí que esa era la pista de la que hablaba. Dejé una nota para Jumal, cogí la antorcha y volví sobre mis pasos siguiendo la cuerda por los sinuosos caminos. Grité muchas veces, pero no obtuve respuesta. Seguí adelante, esperando a cada paso ver al anciano inclinado sobre alguna reliquia mohosa de la antigüedad. De repente, la cuerda se acabó y, al bajar la antorcha, vi que las huellas continuaban.

«Es un imprudente, se perderá sin duda», pensé, realmente alarmado.

Mientras me detenía, me llegó un débil grito, al que respondí. Esperé, grité de nuevo y un eco aún más débil me respondió.

Niles evidentemente seguía adelante, engañado por los ecos de los bajos pasadizos. No había tiempo que perder, así que, olvidándome de mí mismo, clavé la antorcha profundamente en la arena para guiarme de vuelta a la ruta y corrí por el camino recto que tenía delante, gritando como un loco mientras avanzaba. No quería perder de vista la luz, pero, en mi impaciencia por encontrar a Niles, me desvié del pasillo principal y, guiado por su voz, seguí adelante. Pronto, su antorcha alegró mis ojos y el apretón de sus manos temblorosas me reveló la agonía por la que había pasado.

—Salgamos de este horrible lugar —dijo, secándose las grandes gotas de sudor de la frente.

—Vamos, no estamos lejos de la pista. Pronto llegaremos y entonces estaremos a salvo.

Sin embargo, mientras hablaba, un escalofrío me recorrió el cuerpo al ver que ante nosotros se extendía un auténtico laberinto de estrechos pasadizos.

Tratando de orientarme por los puntos de referencia que había observado en mi apresurado paso, seguí las huellas en la arena hasta que me pareció que debíamos estar cerca de mi luz. Sin embargo, no se veía ningún destello y, al arrodillarme para examinar las huellas más de cerca, descubrí, para mi consternación, que había estado siguiendo las equivocadas, ya que entre las marcadas por un profundo talón de bota había huellas de pies descalzos. Allí no habíamos tenido guía y Jumal llevaba sandalias.

Me levanté y me enfrenté a Niles con una sola palabra desesperada: «¡Perdidos!», mientras señalaba la arena traicionera y la luz que se desvanecía rápidamente.

Pensé que el anciano se sentiría abrumado, pero, para mi sorpresa, se mantuvo tranquilo y sereno. Tras pensar un momento, dijo en voz baja:

—Otros hombres han pasado por aquí antes que nosotros; sigamos sus pasos, porque, si no me equivoco, conducen a grandes pasadizos donde es fácil encontrar el camino.

Seguimos adelante con valentía hasta que, en un momento dado, el profesor dio un paso en falso, rodó por el suelo y se rompió una pierna, además de apagar casi por completo la antorcha. Era una situación horrible y perdí toda esperanza mientras me sentaba junto al pobre hombre, que yacía exhausto por el cansancio, el remordimiento y el dolor; no quería abandonarlo.

—Paul —dijo de repente—, si no quieres seguir, podemos hacer un último esfuerzo. Recuerdo haber oído que un grupo perdido como el nuestro se salvó encendiendo una hoguera. El humo se extiende más que el sonido o la luz, y la astucia del guía comprendió el inusual enigma; lo siguió y rescató al grupo. Haz un fuego y confía en Jumal.

—¿Un fuego sin leña? —comencé a decir, pero él señaló una repisa detrás de mí que se me había escapado en la penumbra y en la que vi una delgada caja de momia.

Lo entendí, pues estos estuches secos que yacen por centenares se utilizan libremente como leña. Alargué la mano y lo tiré, creyendo que estaba vacío, pero al caer se abrió de golpe y salió rodando una momia. Estaba acostumbrado a tales espectáculos, pero el peligro me tenía los nervios de punta y me sobresalté un poco. Dejé a un lado la pequeña crisálida marrón, rompí el ataúd, encendí la pila con mi antorcha y pronto una ligera nube de humo se extendió por los tres pasillos que se bifurcaban desde la cámara donde nos habíamos detenido.

Mientras me ocupaba del fuego, Niles, olvidando el dolor y el peligro, había arrastrado la momia hacia él y la examinaba con el interés de un hombre cuya pasión era tan fuerte que incluso prevalecía ante la muerte.

—Ven y ayúdame a desenrollar esto. Siempre he deseado ser el primero en ver y asegurar los curiosos tesoros que se guardan entre los pliegues de estos siniestros sudarios. Es una mujer, y quizá encontremos aquí algo raro y precioso —dijo, comenzando a desplegar las vendas exteriores, de las que emanaba un extraño olor aromático.

Obedecí a regañadientes, pues para mí había algo sagrado en los huesos de aquella mujer desconocida. Pero, para pasar el tiempo y entretener al pobre hombre, le eché una mano, preguntándome mientras trabajaba si aquella cosa oscura y repulsiva había sido alguna vez una hermosa muchacha egipcia de ojos tiernos.

De los pliegues fibrosos del vendaje cayeron piedras preciosas y especias que nos embriagaron con su potente aroma, monedas antiguas y una o dos joyas curiosas que Niles examinó con avidez.

Por fin, cortamos todos los vendajes, excepto uno, y quedó al descubierto una pequeña cabeza, alrededor de la cual aún colgaban grandes trenzas de lo que en otro tiempo había sido una melena abundante. Las manos arrugadas estaban cruzadas sobre el pecho y, entre ellas, se encontraba la caja de oro.

—¡Ah! —exclamó Evelyn, dejándola caer con un estremecimiento.

—No rechaces el tesoro de la pobre momia. Nunca me he perdonado del todo por haberla robado ni por haberla quemado —dijo Forsyth, pintando rápidamente, como si el recuerdo de aquella experiencia le diera energía a sus manos.

—¡Quemarla! Oh, Paul, ¿qué quieres decir? —preguntó la joven, incorporándose con el rostro lleno de emoción.

—Te lo contaré. Mientras estábamos ocupados con Madame la Momie, el fuego se había apagado, ya que el seco ataúd ardía como la yesca. Un sonido débil y lejano hizo que se nos aceleraran los corazones y Niles gritó:

—¡Echa más leña! ¡Jumal nos sigue! ¡No dejes que se apague el fuego o estamos perdidos!

—No hay más leña; la caja era muy pequeña y se ha consumido —respondí, desprendiéndome de todas las prendas de mi vestimenta que pudieran arder con rapidez y apilándolas sobre las brasas.

Niles hizo lo mismo, pero las telas ligeras se consumieron rápidamente sin producir humo.

—¡Quema eso! —ordenó el profesor, señalando la momia.

Dudé un momento. Volví a oír el débil eco de un cuerno. La vida me era muy querida. Unos pocos huesos secos podían salvarnos, así que le obedecí en silencio.

Se encendió una llama apagada y un humo espeso se elevó de la momia en llamas, extendiéndose por los bajos pasillos y amenazando con asfixiarnos con su fragante niebla. Mi cerebro se mareó, la luz bailaba ante mis ojos, extraños fantasmas parecían poblar el aire y, en el momento en que iba a preguntarle a Niles por qué jadeaba y estaba tan pálido, perdí el conocimiento.

Evelyn respiró hondo y apartó los perfumados objetos de su regazo, como si su olor la oprimiera.

El rostro moreno de Forsyth brillaba emocionado y sus ojos negros relucieron cuando añadió con una rápida risa:

—Eso es todo: Jumal nos encontró y nos sacó de allí, y ambos renunciamos a las pirámides para siempre.

—Pero la caja, ¿cómo se te ocurrió guardarla? —preguntó Evelyn, mirándola con recelo mientras un rayo de sol la iluminaba.

—Oh, me la traje como recuerdo y Niles se quedó con los otros objetos.

—Pero dijiste que se había predicho que quien poseyera esas semillas escarlatas sufriría algún daño —insistió la joven, cuya imaginación se había despertado con la historia y que sospechaba que no se lo había contado todo.

—Entre el botín, Niles encontró un trozo de pergamino que descifró y en el que se decía que la momia que habíamos quemado tan descortésmente era la de una famosa hechicera que había legado su maldición a quienquiera que perturbara su descanso. Por supuesto, no creo que la maldición tenga nada que ver, pero es un hecho que Niles nunca volvió a ser el mismo desde ese día. Él dice que es porque nunca se ha recuperado de la caída y el susto, y me atrevo a decir que es así, pero a veces me pregunto si voy a compartir la maldición, porque tengo una vena supersticiosa y esa pobre momia sigue apareciendo en mis sueños.

Tras estas palabras se produjo un largo silencio. Paul pintaba mecánicamente y Evelyn lo miraba con rostro pensativo. Pero las fantasías sombrías eran tan ajenas a su naturaleza como las sombras al mediodía, y al poco rato se rio alegremente, tomó de nuevo la caja y dijo:

—¿Por qué no las plantas y ves qué flores tan maravillosas dan?

—Dudo que den algo después de haber estado entre las manos de una momia durante siglos —respondió Forsyth con gravedad.

—Déjame plantarlas y probar. Ya sabes que ha brotado y crecido trigo que se sacó del ataúd de una momia; ¿por qué no estas bonitas semillas? Me gustaría mucho verlas crecer. ¿Puedo, Paul?

—No, prefiero no hacer ese experimento. Tengo un extraño presentimiento sobre este tema y no quiero verme a mí ni a nadie a quien aprecie involucrado en todo este asunto de las semillas. Pueden contener algún veneno horrible o tener algún poder maligno, ya que la bruja las valoraba tanto que las sujetó con fuerza incluso en su tumba.

—Ahora estás siendo tonto y supersticioso, y me río de ti. Sé generoso, dame una semilla, solo para saber si germinará. Te la pagaré —y Evelyn, que ahora estaba a su lado, le dio un beso en la frente mientras le hacía la petición con el aire más encantador.

Pero Forsyth no cedió. Sonrió, le devolvió el abrazo con ternura y arrojó las semillas al fuego. Luego le entregó la caja de oro y le dijo afectuosamente:

—Querida, la llenaré de diamantes o de bombones, si quieres, pero no dejaré que juegues con los hechizos de esa bruja. Con los tuyos ya tienes suficientes, así que olvídate de las «bonitas semillas» y mira en qué Luz del Harén te he convertido en el cuadro.

Evelyn frunció el ceño y sonrió. Al poco rato, los amantes estaban fuera, disfrutando del sol primaveral y deleitándose con sus felices esperanzas, sin que les turbara ningún mal presentimiento.

II

—Tengo una pequeña sorpresa para ti, amor —dijo Forsyth al saludar a su prima tres meses después, la mañana de su boda.

—Yo también tengo una para ti —respondió ella con una leve sonrisa.

—¡Qué pálida estás y qué delgada! Todo este ajetreo nupcial es demasiado para ti, Evelyn —dijo él con cariñosa preocupación al observar la palidez de su rostro y apretar entre las suyas la pequeña mano demacrada.

—Estoy tan cansada —dijo ella, y apoyó la cabeza con cansancio en el pecho de su amado—. No me dan fuerzas ni el sueño, ni la comida ni el aire, y a veces una extraña niebla parece nublar mi mente. Mamá dice que es el calor, pero tiemblo incluso al sol, mientras que por la noche ardo en fiebre. Paul, querido, me alegro de que me lleves contigo para tener una vida tranquila y feliz, pero me temo que será muy corta.

—¡Mi fantasiosa mujercita! Estás cansada y nerviosa por todas estas preocupaciones, pero unas semanas de descanso en el campo nos devolverán a nuestra floreciente Eva. ¿No sientes curiosidad por saber cuál es mi sorpresa? —preguntó él para distraerla.

La mirada ausente que se apoderó del rostro de la joven dio paso a otra de interés, pero mientras escuchaba parecía que le costaba concentrarse en las palabras de su amado.

—¿Recuerdas el día que rebuscamos en el viejo armario?

—Sí —contestó, y una sonrisa se dibujó en sus labios por un instante.

—¿Y cómo querías plantar esas extrañas semillas rojas que robé de la momia?

—Sí, lo recuerdo —dijo, y sus ojos se encendieron con un fuego repentino.

—Bueno, las tiré al fuego, o eso creí, y te di la caja. Pero, cuando volví para cubrir mi cuadro, encontré una de esas semillas en la alfombra y un deseo repentino de complacer tu capricho me llevó a enviársela a Niles para que la plantara y me informara de su evolución. Hoy he recibido su primera respuesta, en la que me cuenta que la semilla ha crecido maravillosamente, ha brotado y que, si florece a tiempo, tiene intención de llevar la primera flor a una reunión de científicos famosos; tras lo cual, me enviará su verdadero nombre y la propia planta. Por su descripción, debe de ser muy curiosa y estoy impaciente por verla.

—No tienes que esperar; puedo enseñarte la flor ahora mismo —dijo Evelyn, haciéndole una seña con una sonrisa maliciosa, tan ajena a sus labios en otros tiempos.

Forsyth, muy sorprendido, la siguió hasta su pequeño tocador, donde, bajo la luz del sol, estaba la desconocida planta. Las hojas, de un verde intenso y casi exuberantes, crecían en tallos morados y delgados, y en el centro se alzaba una flor de un blanco fantasmal con forma de cabeza de serpiente encapuchada. Sus estambres eran escarlatas, como lenguas bífidas, y sobre sus pétalos se observaban unas manchas brillantes que parecían gotas de rocío.

—¡Es una flor extraña y misteriosa! ¿Tiene algún aroma? —preguntó Forsyth, inclinándose para examinarla y olvidando, en su interés, preguntar cómo había llegado allí.

—Ninguno, y eso me decepciona, porque me encantan los perfumes —respondió la joven, acariciando las hojas, que temblaban al tacto, mientras los tallos morados intensificaban su color.

—Ahora cuéntame cómo ha llegado aquí —dijo Forsyth después de permanecer en silencio durante varios minutos.

—Entré en la estancia antes que tú y recogí una de las semillas, porque dos cayeron sobre la alfombra. La planté bajo un cristal, en la tierra más fértil que encontré. La regué con esmero y me sorprendió la rapidez con la que creció una vez que asomó la cabeza. No se lo conté a nadie porque quería darte una sorpresa, pero ha tardado tanto en florecer este capullo que he tenido que esperar. Es un buen presagio que florezca hoy y, como es casi blanca, pienso ponérmela para la boda; le he cogido mucho cariño después de cuidarla durante tanto tiempo.

—Yo no me la pondría —replicó Forsyth—, porque, a pesar de su color inocente, es una planta de aspecto maligno, con su lengua de víbora y su rocío antinatural. Espera a que Niles nos diga qué es y, si es inofensiva, entonces acaríciala. Quizá mi hechicera la apreciaba por alguna belleza simbólica; los antiguos egipcios eran muy fantasiosos. Fuiste muy astuta y te adelantaste a mí. Pero te perdono, ya que dentro de unas horas uniré esta misteriosa mano a la mía para siempre. ¡Qué fría está! Sal al jardín y toma un poco de sol para coger color para esta noche, amor mío.

Pero cuando llegó la noche, nadie podía reprocharle a la muchacha su palidez, pues resplandecía como una flor de granada; sus ojos estaban llenos de fuego, sus labios eran escarlatas y toda su antigua vivacidad parecía haber regresado. Nunca hubo novia más radiante bajo un velo nupcial, y cuando su amado la vio, quedó absolutamente sorprendido por la belleza casi sobrenatural que transformaba a la pálida y lánguida criatura de la mañana en aquella mujer radiante.

Se casaron y, si los infinitos parabienes y lujosos regalos que recibieron podían hacerles felices, entonces esta joven pareja resultó tremendamente bendecida. Sin embargo, incluso en el éxtasis del momento en que se desposaron, Forsyth notó lo fría que estaba la pequeña mano que sostenía, lo febril del intenso color de la suave mejilla que besaba y la extraña llama que ardía en los tiernos ojos que lo miraban con tanto anhelo.

Alegre y hermosa como un espíritu, la sonriente novia participó en todas las festividades de aquella larga velada, y cuando por fin la luz, la vida y el color comenzaron a desvanecerse de su cuerpo, los amorosos ojos que la observaban pensaron que no era más que el cansancio natural de la hora. Cuando se marchó el último invitado, Forsyth se encontró con un sirviente que le entregó una carta con la palabra «urgente». La abrió y leyó estas líneas, escritas por un amigo del profesor:

Estimado señor:

El pobre Niles falleció repentinamente hace dos días mientras se encontraba en el Club Científico y sus últimas palabras fueron: «Dígale a Paul Forsyth que tenga cuidado con la maldición de la momia, porque esta flor mortal me ha asesinado». Las circunstancias de su muerte fueron tan peculiares que las añado a continuación de este mensaje. Nos contó que llevaba varios meses observando una planta desconocida y que esa noche nos había traído la flor para que la examináramos. Otros asuntos de interés nos mantuvieron absortos hasta altas horas de la noche y nos olvidamos de la planta. La llevaba en el ojal: una extraña flor blanca con forma de cabeza de serpiente y manchas pálidas y brillantes que, poco a poco, se tornaron de un escarlata brillante, hasta que las hojas parecían salpicadas de sangre. En lugar de la palidez y la debilidad que le habían invadido recientemente, el profesor parecía inusualmente animado y se encontraba en un estado casi antinatural de gran euforia. Hacia el final de la reunión, en medio de una animada discusión, se desplomó de repente, como si le hubiera dado un ataque apopléjico. Lo llevaron a su casa inconsciente. Tras un intervalo de lucidez, en el que me transmitió el mensaje que he relatado anteriormente, murió en medio de un gran tormento, delirando sobre momias, pirámides, serpientes y una maldición fatal que, según decía, había caído sobre él.

Tras su fallecimiento, le aparecieron en la piel unas manchas escarlatas pálidas, similares a las de la flor, y se marchitó como una hoja seca. A petición mía, examinaron la misteriosa planta y la máxima autoridad la declaró como uno de los venenos más mortíferos conocidos por las brujas egipcias. La planta absorbe lentamente la vitalidad de quien la cultiva y, si se lleva puesta la flor durante dos o tres horas, provoca la locura o la muerte.

El papel cayó de las manos de Forsyth, que no siguió leyendo, sino que se apresuró a volver a la habitación donde había dejado a su joven esposa. Estaba agotada por el cansancio y se había arrojado sobre un diván, donde yacía inmóvil con el rostro medio oculto por los ligeros pliegues del velo que se había posado sobre él.

—¡Evelyn, querida mía! Despierta y respóndeme: ¿has llevado hoy esa extraña flor? —susurró Forsyth, apartando el etéreo velo.

No hacía falta que ella respondiera, pues allí, brillando espectralmente sobre su pecho, estaba la maléfica flor, cuyos pétalos blancos estaban ahora manchados de motas escarlatas, tan vívidas como gotas de sangre recién derramada.

Pero el infeliz novio apenas pudo mirarla, porque el rostro que había más arriba lo dejó profundamente conmocionado por su total vacuidad. Demacrada y pálida, como si estuviera consumida por alguna enfermedad, el rostro de la joven, tan hermoso hacía solo una hora, yacía envejecido y marchito por la influencia maligna de la planta que había bebido su vida. No había reconocimiento en los ojos, ni palabra en los labios, ni movimiento en las manos; solo el débil aliento, el pulso vacilante y los ojos muy abiertos delataban que aún estaba viva.

¡Ay de la joven esposa! El temor supersticioso que había desafiado con una sonrisa se había cumplido: la maldición que había esperado su oportunidad durante siglos resultó ser cierta, y su propia mano había destruido su felicidad para siempre. La muerte en vida fue su destino y, durante años, Forsyth se recluyó para cuidar con patética devoción al pálido fantasma que, ni con palabras ni con miradas, pudo agradecerle el amor que sobrevivió incluso a un destino como ese.

FIN

Louisa May Alcott - Perdidos en una pirámide
  • Autor: Louisa May Alcott
  • Título: Perdidos en una pirámide, o la maldición de la momia
  • Título Original: Lost in a Pyramid, or the Mummy’s Curse
  • Publicado en: The New World, 16 de enero de 1869
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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