Luigi Capuana: Un vampiro

Luigi Capuana - Un vampiro

Sinopsis: Un vampiro (Il vampiro) es un cuento de Luigi Capuana, publicado el 1 de julio de 1904 en el Corriere della Sera. La historia sigue a Lelio Giorgi, un hombre atormentado por extraños sucesos que afectan a su vida matrimonial. Desesperado, busca la ayuda de Mongeri, un escéptico que intenta racionalizar los acontecimientos como simples alucinaciones. Sin embargo, Lelio insiste en que él y su mujer han sido víctimas de una presencia oscura que los acecha, especialmente por la noche. A medida que los fenómenos se intensifican, lo que parecía una sugestión empieza a desafiar toda lógica, poniendo a prueba las creencias de Mongeri.

Luigi Capuana - Un vampiro

Un vampiro

Luigi Capuana
(Cuento completo)

—¡NO ES cosa de risa! —dijo Lelio Giorgi.

—¿Cómo no voy a reírme? —contestó Mongeri—. Yo no creo en fantasmas.

—Tampoco yo creía antes… Y me gustaría no creer —prosiguió Giorgi—. Por eso he venido a verte. Tal vez tú puedas explicarme qué es lo que está amargando mi vida y destrozando mi matrimonio.

—¿Qué es? Querrás decir lo que tú imaginas que es. No tienes razón. Es cierto que una alucinación es en sí misma un hecho, pero lo que representa no tiene realidad fuera de ti mismo. O, para expresarlo mejor, es la exteriorización de una sensación, una especie de proyección de ti mismo, por la que tus ojos ven lo que no existe en la realidad y tus oídos oyen sonidos que nunca se han producido. Impresiones previas, con frecuencia grabadas inconscientemente, se proyectan como realidades en sueños. Todavía no sabemos cómo ni por qué. Soñamos, esa es la palabra adecuada, con los ojos abiertos. Pero hay que distinguir entre las alucinaciones que duran una fracción de segundo y que no indican necesariamente un trastorno orgánico o psíquico y aquellas de naturaleza más persistente… Pero, por supuesto, éste no es tu caso.

—¡Sí lo es; es el mío y el de mi esposa!

—No me comprendes. Lo que los científicos llaman alucinaciones persistentes lo experimentan los locos. No necesito citarte un ejemplo… El hecho de que los dos sufráis las mismas alucinaciones es, simplemente, un caso de inducción. Probablemente, tú has influido en el sistema nervioso de tu esposa.

—No. Ella fue la primera.

—Entonces eso significa que tu sistema nervioso, poseyendo una mayor receptividad fue el influido. Y no arrugues tu poética nariz ante lo que gustas denominar mi jerga científica. Tiene sus ventajas.

—Si me dejaras decir algo de vez en cuando…

—Algunas cosas es mejor no decirlas. ¿Quieres una explicación científica? Pues bien, la respuesta es que de momento no la tendrás. Estamos en el reino de las hipótesis. Una hoy, otra distinta mañana, otra distinta al día siguiente. ¡Los artistas sois gente curiosa! Cuando os parece, os burláis de la ciencia y despreciáis todo lo referente a experimentos, investigación e hipótesis que la hacen avanzar; luego llega un caso que os afecta personalmente y queréis una respuesta clara, exacta y categórica. Y hay sabios que os siguen el juego, por convicción o vanidad. Pero yo no soy uno de ellos. ¿Quieres saber la verdad sencilla y llanamente? La ciencia es la mayor demostración de nuestra ignorancia. Para calmarte puedo hablarte de alucinaciones, de inducción, de receptividad. ¡Palabras! ¡Palabras! Cuanto más estudio más me desespero por saber alguna vez algo con certeza. Parece intencionado que, apenas los sabios se entusiasman con una nueva ley que han descubierto, se produce un nuevo hecho, algún descubrimiento, que lo trastorna todo. Hay que tomar las cosas con calma, dejar que la vida siga; lo que os ha sucedido a ti y a tu esposa ha sucedido a otros muchos. Pasará. ¿Por qué has de intentar descubrir cómo y por qué? ¿Tienes miedo de los sueños?

—Si me dejaras contarte…

—Adelante, pues, cuéntame, si quieres descargar tu corazón. Pero te advierto que no harás más que empeorarlo todo. El único medio de superarlo es ocuparte en otras cosas, salir de ti mismo. Buscar un nuevo demonio que arroje al viejo… Ese dicho popular encierra mucha sabiduría.

—Ya lo hicimos. No sirvió de nada. Los primeros signos… la primera manifestación, sucedió en el campo, en nuestra villa de Foscolara. Huimos de ella, pero la misma noche que regresamos a la ciudad…

—Es natural. ¿Qué distracción podíais encontrar en vuestra propia casa? Debíais viajar, permanecer en hoteles: un día aquí, otro día allí; pasar todo el día visitando lugares, viendo iglesias, museos, ir al teatro, volver tarde por la noche, cansados…

—Hicimos todo eso, pero…

—Pero los dos solos, por vuestra cuenta. Debierais haber estado con un amigo, con un grupo…

—¡Así lo hicimos, y no sirvió de nada!

—¡Todo depende del grupo!

—¡Era un grupo animado…!

—Querrás decir egoísta, y os sentíais aislados. Lo sé…

—Pero también nosotros estábamos animados mientras nos encontrábamos con ellos. Pero difícilmente puedes esperar de los amigos que vengan a dormir contigo…

—¿Entonces estabais dormidos? Realmente, no sé ya a qué te refieres, si a sueños o a alucinaciones…

—¡Al diablo con tus sueños y alucinaciones! Estábamos bien despiertos y completamente sanos de mente y cuerpo, como lo estoy ahora… Si me dejaras siquiera decir una palabra de vez en cuando…

—Como gustes.

—Al menos podrías dejar que te expusiera los hechos.

—Los conozco. Puedo imaginarlo todo. Los libros están llenos de ellos. Hay pequeñas diferencias de detalle… pero carecen de importancia. Lo esencial es siempre igual.

—¿Puedo tener siquiera la satisfacción de…?

—Sí. Centenares de ellos. Tú eres una de esas personas que parecen disfrutar creándose dificultades e incluso empeorándolas… Lo siento. Eso es estúpido. Pero si lo deseas…

—Francamente, pareces asustado.

—¿Asustado de qué? ¡Vaya una idea!

—Asustado de tener que cambiar de idea. Tú acabas de decirlo: «No creo en fantasmas». Y ¿qué sucederá si te obligo a creer en fantasmas?

—Está bien. Sería un golpe. ¿Qué otra cosa puedes esperar? Los sabios, al fin y al cabo, somos hombres. Cuando nuestro modo de ver las cosas, de juzgarlas, se turba, el intelecto se niega a seguir a los sentidos. Incluso la inteligencia es cuestión de hábito. Pero ahora me tienes ya acorralado. Adelante, pues. Oigamos esos hechos extraordinarios.

—Bien —dijo Lelio Giorgi con un suspiro—, conoces ya los antecedentes de mis desgraciados años en América. Los padres de Luisa se oponían a nuestro matrimonio… y tal vez tenían razón, pues pensaban sobre todo en la situación económica de su futuro hijo político… No tenían fe en mi capacidad y dudaban de mi futuro como poeta. El pequeño volumen de mis primeros versos era mi peor enemigo. No he escrito, ni mucho menos publicado, nada más desde aquel día hasta este momento, y, sin embargo, tú mismo, ahora, me calificas de «poético». La etiqueta ha quedado. ¡Pero pasemos adelante!

—Como a todos los escritores, te gusta volver a los principios remotos.

—No te impacientes. Escucha. No tuve noticias de Luisa durante los tres años que estuve en Buenos Aires. Luego llegó el testamento de aquel tío rico que no había querido saber nada de mí mientras vivió, volví a Europa, corrí a Londres y volé aquí con 200.000 libras en el bolsillo, tan sólo para descubrir que Luisa se había casado seis meses antes. Y yo estaba tan enamorado de ella como al principio. La pobre muchacha debió ceder a las presiones de su familia. En aquellos momentos hubiera hecho cualquier cosa… Todos estos detalles son importantes… Fui, sin embargo, lo bastante estúpido para escribirle una carta llena de reproches violentos. Nunca pensé que pudiera caer en manos de su esposo. Al día siguiente, él se presentó en mi casa: había comprendido lo alocado de mi conducta y trató de calmarme. Se mostraba tranquilo.

«He venido a devolverle su carta» —dijo—. «La abrí por error y no por curiosidad. Menos mal que lo hice. Estoy seguro de que es usted un caballero. Respeto su dolor, pero confío en que no tendrá intenciones de alterar innecesariamente la paz de una familia. Si es capaz de reflexionar un poco, comprenderá que nadie le ha hecho daño intencionadamente. Ha sido simplemente una desgracia. Debe ver cuál es su obligación, y le diré claramente que estoy decidido a defender mi felicidad a toda costa». Estaba pálido mientras hablaba y su voz temblaba.

—Debo excusarme por mi indiscreción —contesté—, y para tranquilizarle le diré que mañana salgo para París.

—Yo debía estar aún más pálido que él y las palabras apenas si venían a mis labios. Le tendí la mano y él me la estrechó. Cumplí mi palabra. Seis meses más tarde recibí un telegrama de Luisa: «Soy viuda. Todavía te amo. ¿Y tú?». Su esposo había muerto dos meses antes.

—Así es la vida… Una mala racha…

—Eso es lo que yo pensé egoístamente; pero no siempre es cierto. Nunca había sido tan feliz en mi vida como en mi noche de bodas y los meses que siguieron. Los dos evitábamos mencionarle. Luisa había destruido todos sus recuerdos. No por ingratitud, pues él se había esforzado por hacerla feliz, sino porque tenía miedo de que incluso el menor recuerdo podía molestarme. Y tenía razón. Algunas veces, la idea de que alguien, aunque legítimamente, la había poseído me hacía temblar de los pies a la cabeza. Apenas podía ocultárselo. Con frecuencia debió advertirlo y entonces sus ojos quedaban bañados en lágrimas. Pero, ¡qué radiante estaba el día en que pudo decirme con seguridad que esperaba un niño. Lo recuerdo claramente: estábamos tomando café; yo me encontraba en pie y ella estaba sentada, con un aspecto de cansancio conmovedor. Y eso fue la primera vez que hizo referencia al pasado: «¡Cuánto me alegro de que no sucediera esto entonces!», exclamó.

—Oímos un fuerte ruido en la puerta, como si alguien la hubiera golpeado con el puño. Nos levantamos de un salto. Corrí para ver qué había sucedido, suponiendo que se trataba de alguno de los criados, pero la habitación contigua estaba vacía.

—Pudo haber sido alguna de las vigas de la casa, dilatada por el calor.

—Así se lo expliqué a Luisa viendo cuán trastornada estaba, pero yo mismo no estaba convencido. Me sentía bastante inquieto. Esperamos unos minutos y no sucedió nada. Pero, a partir de entonces advertí que Luisa evitaba quedarse sola. Estaba todavía asustada, aunque no quería confesarlo y yo no me atrevía a interrogarla.

—Y ahora veo que los dos os influíais uno al otro sin daros cuenta.

—Nada de eso. Pocos días más tarde yo me reía de todo el episodio y atribuía la mente agitada de Luisa a su estado. Luego, incluso ella pareció calmarse. Finalmente nació el niño. Pasados unos pocos meses, advertí que había vuelto la vieja sensación de temor y terror. Por la noche, de pronto, se agarraba a mí, fría y temblorosa. «¿Qué te sucede? ¿Estás enferma?», le preguntaba ansiosamente. «Estoy asustada, ¿no has oído?». «No». «¿No oyes?», insistió la noche siguiente. «No». Aunque esta vez había oído el sonido de pasos en la habitación, pasos que iban de un lado a otro junto a la cama. Dije «no» para no asustarla más. Levanté la cabeza y miré en derredor: «Sería algún ratón…» «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo…!» Y durante varias noches, a la misma hora, los mismos pasos arrastrándose, el mismo ir y venir misterioso junto a la cama, de un lado a otro… Estábamos en silencio esperando.

—Y vuestros nervios en tensión hicieron lo demás.

—Ya me conoces; no soy una persona que se altera fácilmente. Procuré aparentar despreocupación por Luisa. Traté de explicar las cosas: ecos de sonidos lejanos, resonancias accidentales en la estructura de la villa… Regresamos a la ciudad, pero aquella misma noche el fenómeno se repitió peor que antes. En dos ocasiones la cama se agitó violentamente. Miré fuera. «¡Es él! ¡Es él!», tartamudeó Luisa ocultándose entre las sábanas.

—Si me permites que te lo diga —le interrumpió Mongeri—, no me casaría con una viuda por todo el oro del mundo. Algo del esposo muerto queda siempre en ella, pese a todo. Tu esposa no estaba viendo un fantasma. Al decir «él» se refiere a las sensaciones que dejó atrás, algo puramente fisiológico…

—Tal vez sea así —respondió Lelio Giorgi—. Pero en ese caso, ¿a dónde vamos a parar?

—Sugestión. Ahora parece perfectamente claro.

—¿Sugestión tan sólo en determinados momentos, en medio de la noche?

—El simple hecho de esperar que va a suceder es suficiente…

—Entonces, ¿cómo pueden los fenómenos variar cada vez si mi imaginación no está trabajando?

—Eso es lo que crees; el inconsciente trabaja.

—Déjame que continúe. Guarda tus explicaciones para cuando haya terminado. A la mañana siguiente pudimos discutir el asunto con relativa calma. Luisa describió sus impresiones y yo le conté las mías. Me convencí de que nuestras imaginaciones sobreexcitadas no nos habían jugado una mala pasada; el mismo golpe en la cama, el mismo tirar de las sábanas, en las mismas circunstancias cuando yo trataba de consolarla con un beso para evitar que llorara. Era como si alguien hubiera provocado el enojo de la persona invisible. Luego, una noche, Luisa me rodeó el cuello con los brazos y murmuró en mi oído con una voz que me hizo estremecer: «Está hablando». «¿Qué dice?». «No pude oírle. Ahora dice: Eres mía». Y aunque la sujeté fuertemente, la sentía arrastrada violentamente lejos de mí por dos manos poderosas y, pese a su resistencia, tuvo que ceder.

—¿Qué resistencia iba ella a oponer a lo que, sin duda, era su propia conducta?

—Bien… Pero yo lo sentía también; una cosa trataba de impedir que ella se pusiera en contacto conmigo… La vi retroceder con una sacudida… luego intentó ponerse en pie, e ir hacia el niño que dormía en la cuna, al pie de la cama. Después oímos que las ruedas de la cuna rechinaban y la vi lanzada a través de la habitación, con las ropas volando en todas direcciones; eso no era una alucinación. Recogimos las cosas, arreglamos la cuna y al momento, todo volaba de nuevo por el aire, en tanto que el bebé lloraba de temor. Tres noches más tarde fue incluso peor. Luisa parecía sometida enteramente a un hechizo. Parecía no darse cuenta de mi presencia cuando le hablaba, como si yo no estuviera ya allí. Parecía estar hablando con él y por las respuestas pude deducir lo que le decía. «¿Pero es culpa mía que estés muerto?». «No, no, no, ¿cómo puedes pensar eso? ¿yo envenenarte? ¡Eso es monstruoso!» «¿Y qué daño ha podido hacerte el niño?» «Pero, ¿por qué eres desgraciado? He rezado por ti…» «¿Por qué no aceptas mis plegarias? ¿Me quieres a mil Pero, ¿cómo puedes quererme si estás muerto?» Intenté sin éxito sacarla del trance. Por fin volvió en sí. «¿Has oído eso?», dijo. «Dice que le envenené. ¿ no creerás eso de mí…? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué va a suceder con el niño? Le matará. ¿Lo oíste?». No oí nada, pero me daba perfecta cuenta de que Luisa no desvariaba. Lloraba abrazada al niño: «¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?».

—Pero el niño estaba bien. Eso debió tranquilizarla.

—¿Qué podías esperar? Estas cosas turbarían incluso a la persona más firme. Yo mismo no soy supersticioso, pero tampoco soy librepensador. Simplemente, no dedico demasiado tiempo a la religión. Pero en un caso como éste, cuando mi esposa dijo «rezaré por ti», naturalmente, pensé en llamar a un sacerdote.

—¿La hiciste exorcizar?

—No, pero hicimos que bendijera la casa y la rociara con agua bendita… más para consolar a la pobre Luisa, si realmente se trataba de un caso de nervios, que por otra cosa. Luisa es una persona religiosa. Puedes reírte, pero me gustaría saber qué habrías hecho tú en mi lugar.

—¿Y qué sucedió con el agua bendita?

—Inútil, no produjo el menor efecto.

—Sin embargo, no era una mala idea. Algunas enfermedades nerviosas pueden curarse de ese modo. Se dio el caso de un hombre que creía que su nariz se iba alargando. El médico realizó todos los movimientos de una operación sin hacer realmente nada, y el hombre se curó.

—Pero el agua bendita, en realidad, empeoró las cosas. La noche siguiente… ¡Dios mío! ¡No me atrevo ni a recordarlo! Esta vez dirigió, al parecer, toda su ira contra el niño… Fue horrible. Cuando Luisa vio…

—O creyó que veía…

—¡Vio! ¡Vio!… Y yo también lo vi. No podía acercarse a la cuna, pues algo la retenía. Estaba allí, tendiendo sus manos hacia el niño, mientras esa cosa —ella me lo describió— se inclinaba sobre el bebé y hacía algo horrible. Aplicaba sus labios a la boca del bebé, chupando su sangre… Durante tres noches se repitió este horrible hecho, y el pobre pequeño… no le reconocerías… Era un bebé rechoncho y sonrosado… Y ahora… en sólo tres noches… parece una flor marchita. Esto no puede ser imaginación. Ven a verlo tú mismo.

—¿Entonces podría realmente ser…?

Mongeri quedó pensativo unos minutos, frunciendo el ceño. La sonrisa sarcástica y un tanto compasiva con que había escuchado a Lelio Giorgi se había borrado del todo. Luego alzó la vista y dijo:

—¿Entonces, podría realmente ser?… Escucha. No puedo explicar nada porque estoy convencido de que no hay explicación. Uno no puede ser más escéptico de lo que soy. Pero puedo darte algún consejo que tal vez te haga reír viniendo de mí… En todo caso, tú tienes que decidir.

—Haré en seguida lo que sugieras.

—Necesitarías varios días para lo que tienes que hacer. Te ayudaré a abreviar los trámites. No dudo de los hechos que me has expuesto. Y debo añadir que, desde que la ciencia se ha decidido a examinar este tipo de problemas, se ha vuelto también menos escéptica. Ahora trata de ver esta cuestión como si se tratara de un fenómeno natural; pero un problema físico, no un problema espiritual. Esto no es de nuestra incumbencia y lo dejamos a los sacerdotes o a los espiritistas. Nosotros nos ocupamos de la carne, la sangre y los huesos que forman un individuo y se desintegran en sus elementos originales cuando muere. Pero aquí surge la cuestión: ¿Esta desintegración, esta interrupción de funciones orgánicas, termina instantáneamente con la muerte, anulando toda la individualidad o en algunos casos persiste durante algún tiempo después de la muerte? Empezamos a sospechar que esto es lo que podría suceder. Y la ciencia está a punto de volver a las creencias populares. Llevo tres años estudiando los remedios empíricos de las «viejas comadres» y las brujas y voy llegando a la conclusión de que son, en realidad, restos de antiguas creencias ocultas y también incluso, más probablemente, de los instintos que podemos observar en los animales. Cuando el hombre estuvo más cerca de los animales, conocía instintivamente el valor medicinal de ciertas hierbas, pero, conforme fue apartándose de ellos, perdió este uso primitivo de ciertas facultades y la tradición murió. Tan sólo las buenas campesinas, en las que estaba más enraizado el conocimiento, conservaron estas medicinas naturales; y creo que la ciencia debiera estudiarlas, pues toda superstición contiene algo más que un simple error popular. Te pido perdón por esta digresión… Lo que los científicos admiten ahora, es que la existencia de un individuo no cesa con la muerte, sino tan sólo con la descomposición real del cuerpo; la superstición popular lo ha reconocido ya, mediante la creencia en vampiros. Incluso nos ha ofrecido un remedio contra ellos. Los vampiros son individuos raros, pero no inexistentes, que subsisten después de la muerte. Tal vez te sorprenda, pero éste es un caso, y no el único, en el que la Ciencia y la superstición popular, o más bien la intuición primitiva, están de acuerdo. ¿Y cuál es la única defensa contra este fenómeno maligno, este individuo fuera de su cuerpo, que chupa la sangre y la fuerza vital de los individuos sanos? La destrucción completa de su cuerpo anterior. Allí donde ha aparecido un vampiro, las víctimas han corrido a la tumba, han excavado el cuerpo y lo han quemado; entonces el vampiro realmente muere y las apariciones cesan. Decías ahora que tu bebé…

—Ven a verle; no lo reconocerás. Luisa va a volverse loca. Y creo que yo también. Me digo una y otra vez que no puede ser cierto, que esto no puede suceder; incluso pienso: «Si ella lo envenenó fue por mí, y eso demuestra cuanto me ama…» Pero no da resultado. La idea me repele. Ella incluso me repele… ¡todo es obra de él! Y los reproches continúan, según puedo deducir por sus respuestas: «¿Cómo? ¿Envenenarte yo?… ¿Cómo puedes creer semejante cosa?» La vida se ha vuelto imposible; llevamos meses así. Tú eres la primera persona a la que me he atrevido a confesárselo. Estoy desesperado, necesito ayuda… Incluso nos habríamos resignado a no ser por el niño.

—Como amigo y científico, te daré este consejo: haz quemar el cadáver. Tu esposa obtendrá fácilmente el permiso y yo te ayudaré a acelerar los trámites. Y la propia ciencia no se avergonzará de recurrir a métodos un tanto populares, probando un remedio que puede parecer sólo una superstición y buscando la verdad por métodos nada convencionales. Quema el cadáver. En serio, —añadió, viendo en la mirada de su amigo que éste temía que le estuviera tratando como a una persona ignorante.

—Pero, ¿qué sucederá con el niño? —exclamó Lelio Giorgi, retorciendo las manos—. Una noche perdí la calma y me arrojé sobre él gritando: «¡Fuera! ¡Por el amor de Dios! ¡Fuera!», pero me encontré detenido, incapaz de moverme, murmurando, mientras las palabras se secaban en mi garganta. No puedes imaginarlo…

—¿Me permites que te acompañe esta noche…?

—No me atrevía a pedirte este favor… Pero tal vez esto le altere todavía más; ¿quieres aplazarlo hasta mañana?

Pero al día siguiente volvió en un estado tan lastimoso que Mongeri se preguntó si se habría, realmente, vuelto loco.

—¡Lo sabe! —tartamudeó Lelio Giorgi—. ¡Dios mío, qué noche! Juró que haría las cosas más terribles si nos atrevíamos a…

—Esa es razón de más para hacerlo —respondió Mongeri.

—¡Si hubieras visto la cuna lanzada de un lado a otro! ¡No sé cómo el pobre bebé ha sobrevivido! Luisa tuvo que arrodillarse ante él, llorando. «Seré tuya, toda tuya, pero, por favor, ¡no hagas daño al bebé!» En ese momento sentí que todos mis lazos con ella se habían roto, que le pertenecía de nuevo a él y no a mí.

—¡Cálmate! Nos liberaremos de él. Deja que vaya a tu casa esta noche.

Mongeri marchó con Giorgi convencido de que su presencia alejaría al vampiro.

—Siempre sucede así; una fuerza neutra, indiferente, contrarresta esa cosa desconocida. No sabemos todavía cómo ni por qué, pero la observación continua y el estudio lo descubrirán.

Durante las primeras horas de la noche así pareció suceder. Luisa miraba ansiosamente en derredor, pero nada sucedía. El niño dormía tranquilo en su cuna, pálido y macilento. Lelio Giorgi se esforzaba por ocultar su preocupación, pero miraba constantemente a su esposa y al satisfecho Mongeri.

La conversación giraba sobre diversos temas. Mongeri estaba describiendo un incidente divertido de sus vacaciones pasadas; era un buen conversador, sin nada de su pomposidad profesional y esperaba distraer la atención de los dos de modo que, si el fenómeno ocurría, pudiera observarlo sin verse interrumpido cuando, de pronto, al mirar a la cuna, advirtió un ligero movimiento que no podía haber sido producido por los padres, ya que los dos estaban sentados al otro lado de la habitación. Se detuvo y se puso en pie de un salto. Para entonces ellos habían seguido su mirada hacia la cuna, que se movía con cierta violencia. Luisa gritó:

—¡Dios mío! ¡Mi pobre bebé! —y corrió a la cuna, pero se sintió detenida y cayó de nuevo sobre el sofá.

Pálida como la muerte, abrió los ojos llena de terror y murmuró algo ininteligible dando la impresión de que estaba a punto de ahogarse.

—No es nada —dijo Mongeri, levantándose a su vez, y cogiendo la mano de Lelio, que temblaba de terror.

Luego Luisa, con un violento estremecimiento, volvió a la normalidad, aunque tenía su atención fija en una persona invisible, escuchando palabras que ellos no oían, pero que podían deducir por el sentido de sus respuestas.

—¿Por qué dices que deseo hacerte daño?… Pero he rezado por ti… No, no puedo hacer nada para eso, pues estás muerto… Pero, ¿cómo dices que te he envenenado si no estás muerto?… ¿Que estaba yo de acuerdo con él?… ¿Que él me envió el veneno?… ¿Cómo puedes…? ¡He cumplido mi promesa!… ¡Lo hice!… ¡Es absurdo!… Está bien, no volveré a decir que estás muerto… no, nunca más…

—Es éste un caso de trance espontáneo —dijo Mongeri—. Déjamela a mí.

Cogió a Luisa por las muñecas y le dijo en voz alta:

—¡Vuelve en ti!

Ante el sonido de la voz fuerte, enojada y masculina con que ella contestó, Mongeri retrocedió. Ella se había erguido con una expresión tan dura y truculenta que parecía otra persona. Su belleza suave y tímida se había desvanecido.

—¿Por qué interviene usted? ¿Qué quiere?

Mongeri trató de dominarse. La reserva habitual del científico podía haberle hecho temer que también él se encontraba bajo la influencia de una imaginación excitada, a no ser por la vista de la cuna moviéndose de un lado a otro y este fenómeno misterioso y repentino de la personificación del fantasma. Se irguió indignado, por haberse dejado sorprender por esa voz ronca, masculina, y dijo enérgicamente:

—¡Detente! ¡Detente en seguida!

Había un acento tal de mando en su voz que le pareció suficiente para dominar la mente de la mujer, por lo que quedó sorprendido ante la risa sardónica con que ella contestó.

—¡Detente! ¡En seguida! —replicó en tono aún más severo.

—¡Ajá! ¡Otro envenenador! ¿También usted estaba complicado en eso?

—¡Eso es una mentira!

Mongeri no pudo evitar el contestar como si se tratara de una persona viva. Su mente, ya inquieta, pese a su esfuerzo para conservar la calma y mostrarse imparcial, recibió otra sorpresa al sentirse golpeado dos veces en el hombro por un puño invisible, y volviéndose hacia la lámpara, vio recortada contra la luz una mano gris y macilenta que parecía formada por el humo de una vela.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —exclamó Giorgi con la voz transformada en un sollozo.

De pronto todo cesó. Luisa salió de su trance y miró en derredor como si despertara de un sueño natural, interrogando a su esposo y a Mongeri con un movimiento patético de la cabeza. Ellos estaban también sorprendidos y miraban en derredor, sin habla, abrumados por la sensación de paz y serenidad. Ninguno se atrevía a interrumpir el silencio. Tan sólo un débil gemido que procedía de la cuna les hizo volverse en esa dirección. El bebé sollozaba y se debatía contra la presión de algo que se apretaba contra su boca… Luego, sin previo aviso, eso también cesó y no sucedió nada más.


A la mañana siguiente, camino de casa, Mongeri pensaba, no sólo en la locura de los sabios que no examinan casos que coinciden con la superstición popular, sino también en lo que él había dicho dos días antes a su amigo: No me casaría con una viuda ni por todo el oro del mundo.

Como sabio se había portado bien, llevando el experimento a su conclusión lógica, sin pensar en las consecuencias del fracaso en el caso de que el experimento (quemar el cuerpo del primer esposo de Luisa) hubiera fracasado. Pero, pese a que el experimento había confirmado una superstición popular y que, a partir del día de la cremación, las visitas habían cesado completamente, con gran alivio por parte del buen Lelio Giorgi y Luisa, en su informe, todavía no publicado, no escribió con entera sinceridad. No pudo decir: los hechos son éstos y el resultado del remedio es que la superstición popular ha triunfado sobre la estrechez de miras de la ciencia; el vampiro murió apenas se quemó su cuerpo. No; restringió su narración con tantos «síes» y «peros» y lo confundió con tantas «alucinaciones», «sugestiones» e «inducciones», sencillamente para confirmar lo que había ya confesado: que incluso la inteligencia es cuestión de hábito, y que el verse obligado a cambiar de opinión le había turbado.

Y, lo que es todavía más curioso, su propia vida se volvió un tanto incoherente, pues él, que anteriormente había jurado que no se casaría con una viuda ni por todo el oro del mundo, se casó con una viuda por mucho menos, ¡por una simple pensión de 7.000 libras! Y cuando su amigo Lelio Giorgio observó ingenuamente:

—¿Cómo? ¡Tú!

Respondió:

—Pero su esposo lleva muerto siete años y no queda de él el menor rastro.

Sin comprender que, al decir esto, estaba contradiciendo al autor de aquel informe: «Un caso de supuesto vampirismo», es decir, a sí mismo.

FIN

Luigi Capuana - Un vampiro
  • Autor: Luigi Capuana
  • Título: Un vampiro
  • Título Original: Il vampiro
  • Publicado en: Corriere della Sera, 1 de julio de 1904
  • Traducción: Pedro Baquedano

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