Margarita Aguirre: Los muertos de la plaza

Margarita Aguirre

Como si se lo hubieran propuesto estaban los cuatro sentados uno frente al otro formando un rectángulo. Esperaban el té. La empleada, un poco más lejos, trajinaba con tazas y platos.

Luego colocó junto a cada uno una pequeña mesa. Finalmente trajo la bandeja con el té, que puso en la mesita de María Luisa. Le acercó una taza y se quedó esperando que ésta sirviera. Con su cara lavada, su uniforme irreprochable, era lo más impersonal que puede esperarse de un ser humano.

—Deja. Yo voy a servir —le dijo María Luisa.

—¡Tan linda ella! —exclamó Hugo—. Se quiere acostumbrar para cuando nos casemos, ¿verdad, m’hijita?

María Luisa le alargó una taza a Juanita.

—Tú también podrías acostumbrarte —le dijo, riendo.

—Perdona. Estaba distraída.

Juanita tomó la taza. Se puso a dar vueltas la cucharilla en el té. “Casarse —se dijo—, qué cosa horrible”. María Luisa y Hugo se casarían ese año. Todas sus amigas se casaban. Se iban casando como un destino inexorable. También ella tendría que hacerlo. Allí estaba Pedro, revolviendo, lo mismo que ella, su taza de té, mientras la miraba. Eran casi novios. Bueno, así lo creían en su casa las amigas y hasta ellos mismos, a veces. Juanita volvió a mirarlo. Pedro estaba hablando de Guillermo.

—¿Te das cuenta, viejo? —le decía a Hugo—, Guillermo en París, trabajando en el estudio de Le Corbussier…

—La de cognac que se mandará al cuerpo entre plano y plano funcional —se rio Hugo.

—Yo también me iré a París —continuó Pedro—. No espero tener la misma suerte, claro está, pero creo que cuando uno se recibe de arquitecto, lo menos que puede hacer es viajar por Europa.

Juanita dejó la taza de té vacía y se arrellanó en el sillón. Irse a París, casarse, la arquitectura, el arte. ¿Por eso se casaría con Pedro? Pedro era distinto de los otros. Los otros bailaban, reían, la divertían y nada más. Pedro discutía de arte y de arquitectura. Pedro quería algo más que pasarlo bien. Tal vez eso serviría para casarse. Pero no estaba segura del todo. Una vez, hace muchos años, vio el matrimonio de unos inquilinos en el campo. Para ellos no había Europa ni arte. Se habían casado ceñudos, tiesos, acartonados en sus horribles ropas nuevas. Pero después, cuando Juanita los espió, en medio de la borrachera del rancho, estaban ahí solos, tomados de la mano, aislados de la cueca y el vino, absolutamente juntos, fuertes y seguros, como una raíz cierta de sus frutos. Hay caras que no se olvidan, pequeños sucesos que se quedan dentro de uno sin razón alguna. Parecen tontos, sin sentido, pero es inútil olvidarlos. ¿Qué tenía que ver Juanita con esa pareja de inquilinos sorprendidos en el aburrimiento de un verano? Sus manos, tierra y callosidades; sus ojos sosegados, torvos, negros, mirándose, no la abandonaban. Poseían una verdad que en vano buscó en los rostros felices de sus amigas. “Casarse, ¡qué cosa horrible!”

—¿Nadie quiere otra taza de té? —preguntó María

Luisa—. Bueno, entonces llamo para que las retiren y apagamos un poco las luces…

—Deja —murmuró Juanita—. Yo sacaré las cosas. Le molestaba el rostro impávido de la sirvienta. No quería ver a nadie.

Hugo y María Luisa se acurrucaron en un sofá. Abrazados, tomados de la mano, comenzaron a cuchichear y reírse.

Pedro hojeaba una revista sentado en el otro sofá. La esperaba. Con calma, tal vez con dulzura, la estaba esperando. Siempre había sido así: él la esperaba con seguridad. Porque ella iba y venía. Cansada de preguntarse, cansada de revolotear, cansada de no saber, llegaba. ¿Por qué? “Porque me está esperando”.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro, cuando se sentó junto a él.

—Nada.

—Siempre me dices lo mismo.

—Porque siempre es así.

—¿No sabes qué tienes?

—No…

—Casémonos —dijo Pedro— y lo sabrás. Nos vamos a Europa. Estudiamos juntos. Nos queremos. Estudiamos. ¡Seríamos una pareja tan distinta! Tú eres inteligente, tienes sensibilidad. Podemos hacer juntos muchas cosas…

—¿Soy inteligente?

—¡Tontita!

Pedro la besó. Sus labios se aproximaron poco a poco a los suyos. Entonces Juanita fue abandonándose, también, lentamente.

—¡Pedro! —suspiró.

Volvieron a besarse. La felpa del sofá Luis XVI se pegaba a su espalda desnuda. En medio de las caricias, Pedro volvió a hablar con voz ronca:

—Nos casamos sin alboroto alguno. Los dos solos en una iglesia. Nos casaremos para ser felices eternamente, los dos solos… ¿quieres?

—Sí, ser felices… los dos solos… bésame, sabes besar, te quiero… nos iremos a Europa, estudiaremos… Eso es todo… Bésame… Los dos solos. Tiene que ser todo…

—¡Ojo, chiquillos! ¡Ya es la hora en que vienen papá y mamá! —gritó María Luisa.

Juanita y Pedro los habían olvidado. Hugo y María Luisa, también a ellos. Encendieron las luces. Frente al espejo, María Luisa, y luego, Juanita, se retocaron los cabellos y el rouge.

—Nosotros nos vamos —dijo Pedro, apoyándose en los hombros delgados de Juanita.

—¿No quieren quedarse a comer? —interrogó María Luisa.

—Mejor nos vamos. Creo que hay una concentración en la plaza, aquí abajo. Prefiero sacar el automóvil temprano.

Se despidieron.

—Bueno, linda. Llámame pronto. No se pierdan —decía María Luisa a Juanita.

—Nos vemos en la Facultad, viejo —agregó Pedro, a Hugo.

Con la complicidad estrecha del ascensor, Juanita y Pedro volvieron a besarse, como si un beso se les hubiera perdido. El ascensor terminó su viaje. Al salir de él ya notaron algo extraño. Las puertas del edificio estaban cerradas. A través de ellas venía un rumor sordo, espeso. Las abrieron con temor y salieron a la ancha plaza de cemento, que en esa noche cálida de enero hervía de hombres.

Juanita tomó con fuerza el brazo de Pedro. Aquello era más que una simple manifestación de obreros pidiendo algo o protestando. Se dieron cuenta de inmediato, por las carreras desenfrenadas de algunos, por las antorchas que comenzaban a encenderse, en los gritos como de animales encerrados que venían de lejos, y de todas partes, los rostros desencajados, las manos empuñadas, palideces, ademanes, desenfrenos, empujones. Se sintieron arrastrados por una corriente humana, sudorosa.

—¿Qué pasa? —preguntó Juanita.

—No sé. Busquemos el coche.

Por el medio de la avenida sé desplazaba una columna con antorchas encendidas. No gritaban. No cantaban. Venían hacia la plaza, mudos, implacables, con sus rostros de carbón, duros y afilados.

Juanita los miró aproximarse: implacables, duros y afilados. Sin pedir nada. Entonces comprendió que algo había pasado y que no podía eludirlo. Desprendiéndose de Pedro corrió hacia la antorcha más próxima.

—¿Qué haces? —le gritó Pedro—. ¡Ven acá! ¡Tenemos que irnos al auto!

Pero ella no le escuchaba. Tenía que saber lo sucedido. Una mujer pobre, con su niño en brazos, le advirtió:

—Cuidado, señorita. ¡Están furiosos! Los carabineros dispararon y mataron a muchos… Ahora vienen, furiosos… ¡Tenga cuidado! —le suplicaba.

Juanita se detuvo, perpleja. Miró la criatura medio desnuda en brazos de la madre, que mordisqueaba un mendrugo sucio. ¿De manera que eran disparos?… “¡Fuegos artificiales!” había asegurado Hugo. ¡Y mientras ellos se besaban, disparos!…

Pedro la alcanzó, tomándola con furia del brazo.

—¿Te has vuelto loca? —interrogó—. Ven inmediatamente. Tenemos que llegar al auto.

—Pedro… ¡Por Dios! Necesitamos saber qué sucede… Es un espanto… Dicen que los carabineros han muerto a muchos…

—¡Oh! ¡Vamos! —ordenó Pedro, empujándola.

—Pero, ¿a ti no te importan?

—¿No me importa qué?

—¡Los muertos, Pedro!… La plaza llena de muertos…

Pedro la obligó a caminar rápido, de espaldas a la manifestación que avanzaba por la gran plaza hacia los cadáveres de los obreros, cubiertos por periódicos sanguinolentos.

—¿Los muertos? —repitió Pedro, confuso.

—Sí, esos pobres muertos, ahí, en la plaza.

—Pero, ¡si son unos rotos inmundos, mi amor!

Y al ver el rostro demudado de Juanita, agregó:

—El mal olor te está descomponiendo. Por suerte, ya llegamos. ¡Qué espanto esta muchedumbre! La verdad es que los carabineros hacen bien en matar unos cuantos rotos, de cuando en cuando…

Se adelantó para abrir la puerta del automóvil. Juanita lo miró como si por primera vez lo conociera.

—Cuando nos casemos —decía Pedro.

—¡Qué horrible! —exclamó Juanita.

—Sí, horrible todo esto, pero te decía que cuando nos casemos.. .

Juanita no le escuchaba. Ahora sabía que nunca se casaría con Pedro. Que Europa, la arquitectura, el arte, besarse, no era todo. ¡Había también los muertos! Los muertos de la plaza.

© Margarita Aguirre: Los muertos de la plaza. Publicado en Cuentos de la Generación del 50, 1959.

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: