May Sinclair: Donde su fuego nunca se apaga

May Sinclair - Donde su fuego nunca se apaga

«Donde su fuego nunca se apaga» es un cuento de May Sinclair publicado en 1922. La historia sigue a Harriott Leigh, una mujer en busca del amor, que tras varias desilusiones entabla una relación clandestina con Oscar Wade, un hombre casado. Sin embargo, su relación se deteriora con el tiempo debido a la falta de compatibilidad y el aburrimiento mutuo, lo que los lleva a separarse. Casi 20 años después, cuando Harriott cree haberse transformado en una mujer devota y piadosa, un trágico suceso trae de vuelta a Wade a su vida, amenazando con atormentarla para siempre. Este inquietante relato, que explora una visión aterradora del infierno, fue considerado por Jorge Luis Borges como uno de los más memorables que jamás había leído.

May Sinclair - Donde su fuego nunca se apaga

Donde su fuego nunca se apaga

May Sinclair
(Cuento completo)

NO HABÍA NADIE en el huerto. Harriott Leigh salió con cuidado por la puerta de hierro hacia el campo. Había deslizado el pestillo en su ranura sin hacer ruido.

El camino ascendía a lo largo del campo desde la puerta del huerto hasta el embarcadero bajo el saúco. Allí la esperaba George Waring.

Años después, cuando pensaba en George Waring, olía el aroma dulce, cálido y vinoso de las flores de saúco. Años después, cuando olía las flores de saúco, veía a George Waring, con su rostro hermoso y amable, como el de un poeta o un músico, sus ojos azul oscuro y su cabello liso y castaño. Era teniente de navío.

Ayer le había pedido que se casara con él y ella había accedido. Pero su padre no consintió, y ella vino a decírselo y a despedirse antes de que la dejara. Su barco zarpaba al día siguiente.

Estaba ansioso y emocionado. No podía creer que algo pudiera detener su felicidad, que pudiera ocurrir algo que él no quisiera que ocurriera.

—¿Y bien? —dijo.

—Es una auténtica bestia, George. No nos dejará. Dice que somos demasiado jóvenes.

—Yo cumplí veinte en agosto pasado —dijo él, agraviado.

—Y yo cumpliré diecisiete en septiembre.

—Y esto es junio. Somos bastante mayores, la verdad. ¿Cuánto tiempo quiere que esperemos?

—Tres años.

—Tres años antes de que podamos comprometernos… ¿Por qué?, podríamos estar muertos.

Ella lo abrazó para que se sintiera seguro. Se besaron, y el aroma dulce y caliente de las flores de saúco se mezcló con sus besos. Permanecieron juntos bajo el saúco.

Al otro lado de los campos amarillos oyeron que el reloj del pueblo daba las siete. En la casa sonó un gong.

—Cariño, debo irme —dijo ella.

—Oh, quédate… Quédate cinco minutos.

La apretó contra sí. Duró cinco minutos, y cinco más. Luego corrió a toda prisa por el camino de la estación, mientras Harriott avanzaba por el sendero del campo, lentamente, luchando contra las lágrimas.

—Volverá dentro de tres meses —dijo—. Puedo vivir tres meses.

Pero nunca volvió. Algo no funcionaba en los motores de su barco, el Alexandra. Tres semanas después se hundió en el Mediterráneo, y George con él.

Harriott dijo que ahora no le importaba cuán pronto muriera. Estaba segura de que sería pronto, porque no podía vivir sin él.

Pasaron cinco años.


Las dos hileras de hayas se extendían a lo largo del parque, con un amplio camino verde entre ellas. Al llegar al centro, se bifurcaban a derecha e izquierda en forma de cruz, y al final del brazo derecho había un pabellón de estuco blanco con pilares y un frontón de tres esquinas como un templo griego. En el extremo del brazo izquierdo, la entrada oeste del parque, con doble verja y una puerta lateral.

Harriott, en su asiento de piedra al fondo del pabellón, pudo ver a Stephen Philpotts en cuanto entró por aquella puerta.

Le había pedido que le esperara allí. Era el lugar que siempre elegía para leer sus poemas en voz alta. Los poemas eran un pretexto. Ella sabía lo que él le diría. Y sabía lo que iba a responder.

Había saúcos en flor en la parte trasera del pabellón, y Harriott pensó en George Waring. Se dijo a sí misma que George estaba más cerca de ella ahora de lo que nunca hubiera podido estarlo en vida. Si se casaba con Stephen no le sería infiel, porque lo amaba con otra parte de sí misma. No era como si Stephen ocupara el lugar de George. Ella amaba a Stephen con su alma, de una manera sobrenatural.

Su cuerpo se estremeció cuando la puerta se abrió y el joven se acercó a ella por el camino bajo las hayas.

Le encantaba; le encantaba su delgadez, su oscuridad y su cetrina blancura, sus ojos negros iluminados con la llama intelectual, la forma en que su pelo negro se recogía sobre su frente, la forma en que caminaba, de puntillas, como si sus pies se alzaran con alas.

Se sentó a su lado. Pudo ver cómo sus manos temblaban. Sintió que su momento llegaba; había llegado.

—Quería verte a solas porque hay algo que debo decirte. No sé muy bien cómo empezar…

Sus labios se entreabrieron. Jadeó ligeramente.

—¿Me has oído hablar de Sybill Foster?

—N-no, Stephen. ¿Lo has hecho? —su voz sonó balbuceante.

—Bueno, no era mi intención, hasta que supiera que todo estaba bien. Me enteré ayer.

—¿Qué oíste?

—Que ella me aceptará. Oh, Harriott… ¿sabes lo que es sentirse terriblemente feliz?

Ella lo sabía. Lo había sabido justo antes de que él se lo dijera. Se quedó allí sentada, fría como una piedra y rígida, escuchando su entusiasmo; oyendo su propia voz decir que se alegraba.

Pasaron diez años.


Harriott Leigh esperaba sentada en el salón de una pequeña casa de Maida Vale. Había vivido allí desde la muerte de su padre dos años antes.

Estaba inquieta. No dejaba de mirar el reloj para ver si eran las cuatro, la hora fijada por Oscar Wade. Después de rechazarlo el día anterior, no estaba segura de que fuera a venir.

Se preguntaba por qué, después de despedirlo ayer, lo dejaba venir hoy. Sus motivaciones no estaban del todo claras. Si de verdad quería decir lo que había dicho, entonces no debía dejar que volviera. Nunca más.

Le había explicado claramente lo que quería decir. Podía verse a sí misma, sentada muy erguida en su silla, enarbolando una integridad apasionada, mientras él permanecía de pie ante ella, cabizbajo, avergonzado y abatido; podía sentir de nuevo el palpitar de su voz mientras repetía una y otra vez que no podía, que no podía; que él debía comprender que no podía; que no, que nada la haría cambiar de opinión; que no podía olvidar que él tenía esposa; que debía pensar en Muriel.

A lo que él había replicado con dureza:

—No hace falta. Eso se acabó. Sólo vivimos juntos por las apariencias.

Y ella, serenamente, con gran dignidad:

—Y por las apariencias, Oscar, debemos dejar de vernos. Vete, por favor.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. No debemos volver a vernos.

Y entonces se marchó, avergonzado y abatido.

Ella pudo verlo, cuadrando sus anchos hombros para recibir el golpe. Y lo compadeció. Se dijo a sí misma que había sido innecesariamente dura. ¿Por qué no iban a volver a verse, ahora que él comprendía dónde debían trazar el límite? Hasta ayer, ese límite nunca había estado muy claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que había dicho. Una vez olvidado, podrían seguir siendo amigos como si nada hubiera pasado.

Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Había terminado el té y se había resignado a no verlo, cuando entre la cinco y media y las seis, él llegó.

Vino como había venido una docena de veces, con su paso medido, deliberado, pensativo, con su porte erguido, con una especie de arrogancia contenida y sus grandes hombros ondulantes. Era un hombre de unos cuarenta años, fornido y alto, de caderas estrechas y cuello corto; sus facciones angulosas y atractivas se dibujaban finas y uniformes en el gran rostro cuadrado y en el rubor que lo inundaba. El bigote castaño rojizo, bien recortado, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos brillaban, pequeños y planos, de color marrón rojizo, ansiosos y animales.

Le gustaba pensar en él cuando no estaba, pero siempre que lo veía experimentaba un ligero sobresalto. Físicamente, estaba muy lejos de su admirado ideal. Tan diferente de George Waring y Stephen Philpotts.

Se sentó, frente a ella.

Hubo un silencio embarazoso, roto por Oscar Wade.

—Bueno, Harriott, dijiste que podía venir —parecía descargar en ella toda la responsabilidad—, así que supongo que me has perdonado.

—Oh, sí, Oscar, te he perdonado.

Dijo que mejor se lo demostrara yendo a cenar con él esa noche.

No intentó dar ninguna razón para negarse. Simplemente fue.

La llevó a un restaurante del Soho. Oscar Wade cenaba bien, incluso con extravagancia, dando a cada plato su debida importancia. A ella le gustaba su desmesura. No tenía ninguna de las virtudes mezquinas.

La cena había terminado. Su silenciosa expresión, sonrojada y avergonzada, le indicó lo que estaba pensando. Pero cuando la acompañó a casa, la dejó en la puerta del jardín. Se lo había pensado mejor.

No sabía si se sentía contenta o arrepentida. Había tenido su momento de justa excitación y lo había disfrutado. Pero no hubo alegría en las semanas que siguieron. Había dejado a Oscar Wade porque no estaba muy interesada en él; y ahora lo deseaba furiosamente, perversamente, porque había renunciado a él. Aunque no se parecía en nada a su ideal, no podía vivir sin él.

Cenaron una y otra vez, hasta que conoció de memoria el restaurante Schnebler: las paredes blancas con paneles dorados; las columnas blancas con rizadas frondas doradas en los capiteles; las alfombras turcas, azules y carmesí, suaves bajo sus pies; los gruesos cojines de terciopelo carmesí que se pegaban a sus faldas; el brillo de la plata y el cristal en las innumerables mesas circulares blancas. Y los rostros de los comensales, rojos, blancos, rosas, marrones, grises y cetrinos, distorsionados y excitados; las bocas curvadas que se retorcían mientras comían; las enrevesadas bombillas eléctricas apuntando hacia ellos, bajo el sombreado rojo de las pantallas. Todo resplandeciente en un aire espeso que la luz roja teñía como el vino tiñe el agua.

Y el rostro de Oscar, sonrojado por la cena. Siempre que se reclinaba sobre la silla y meditaba en silencio, ella sabía lo que estaba pensando. Sus pesados párpados se levantaban; ella descubría sus ojos fijos en los suyos, preguntándose, reflexionando.

Ahora sabía cuál sería el final. Pensó en George Waring, y en Stephen Philpotts, y en su vida, frustrada. No había elegido a Oscar, en realidad no lo quería; pero ahora que él la había elegido, no podía permitirse el lujo de dejarlo marchar. Desde que George murió ningún hombre la había amado, ningún otro hombre lo haría jamás. Y le daba lástima pensar en él alejándose de ella, golpeado y avergonzado.

Estaba segura, antes que él, del desenlace. Sólo que no sabía cuándo, dónde y cómo ocurriría. Eso lo sabía Oscar.

Llegó al final de una de sus veladas, cuando cenaron en un salón privado. Él dijo que no soportaba el calor y el ruido del restaurante.

Subió delante de él por una empinada escalera de alfombra roja hasta una puerta blanca en el segundo rellano.

De vez en cuando repetían la furtiva, oculta aventura. A veces ella se reunía con él en la habitación de encima de Schnebler. En otras, cuando su criada no estaba, lo recibía en su casa de Maida Vale. Pero eso era peligroso, no había que arriesgarse con demasiada frecuencia.

Oscar se declaraba indeciblemente feliz. Harriott no estaba muy segura. Aquello era amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado, ansiado y deseado; pero ahora que lo tenía no estaba satisfecha. Siempre esperaba algo que fuera más allá, algún éxtasis místico, celestial, que siempre parecía venir, pero que nunca llegaba. Había algo en Oscar que la repelía. Pero como lo había adoptado como amante, no se atrevía a admitir que se trataba de cierta vulgaridad. Miró hacia otro lado y fingió no verlo. Para justificarse, se fijó en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza, la forma en que había construido su empresa de ingeniería. Le hizo visitar sus obras y enseñarle sus grandes máquinas. Le hizo prestarle los libros que leía. Pero siempre que intentaba conversar con él, le hacía ver que no estaba allí para eso.

—Mi querida niña, no tenemos tiempo, es desperdiciar nuestros valiosos momentos.

—Hay algo malo en todo esto si no podemos hablarnos.

—Las mujeres nunca parecen considerar que un hombre puede conseguir toda la charla que quiera de otros hombres. Lo que está mal es que nos encontremos de esta manera tan insatisfactoria. Deberíamos vivir juntos. Es lo único sensato. Lo haría, sólo que no quiero destrozar el hogar de Muriel y hacerla desgraciada.

—Pensé que habías dicho que a ella no le importaría.

—Querida, a ella le importa su hogar, su posición y los niños. Te olvidas de los niños.

Sí. Había olvidado a los niños. Había olvidado a Muriel. Había dejado de pensar en Oscar como un hombre con esposa e hijos y un hogar.

Él tenía un plan. Su suegra vendría a quedarse con Muriel en octubre y él se escaparía. Iría a París y Harriott se le uniría allí. Podría decir que había ido por negocios. No era necesario mentir; tenía negocios en París.

Reservó habitaciones en un hotel de la rue de Rivoli. Pasaron allí dos semanas.

Durante tres días Oscar estuvo locamente enamorado de Harriott y Harriott de él. Cuando estaba despierta, encendía la luz y lo miraba mientras dormía a su lado. El sueño le hacía hermoso e inocente; ponía un tejido fino y delicado sobre su tosquedad; suavizaba su boca; ocultaba por completo sus ojos.

En seis días se produjo la reacción. Al final del décimo día, Harriott, que regresaba con Oscar de Montmartre, rompió a llorar. Cuando él la interrogó, respondió que el Hotel Saint Pierre era demasiado feo y le crispaba los nervios. Afortunadamente, Oscar explicó su estado como el cansancio causado por la emoción. Ella se esforzaba en creer que se sentía desgraciada porque su amor era más puro y espiritual que el de él, pero todo el tiempo sabía perfectamente que había llorado de puro aburrimiento. Estaba enamorada de Oscar, y Oscar la aburría. Oscar estaba enamorado de ella y ella le aburría. En la intimidad, día tras día, cada uno se revelaba ante el otro como una increíble fuente de hastío.

Al final de la segunda semana empezó a dudar de si alguna vez había estado realmente enamorada de él.

Su pasión volvió durante un tiempo después de que regresaran a Londres. Liberados de la tensión antinatural a la que les había sometido París, se persuadieron de que sus temperamentos románticos se adaptaban mejor a la antigua vida de aventuras casuales.

Entonces, gradualmente, el sentido del peligro comenzó a despertar en ellos. Vivían en perpetuo temor, enfrentados a la posibilidad de ser descubiertos. Se atormentaban a sí mismos y entre sí imaginando situaciones que nunca habrían considerado en sus primeros días. Era como si empezaran a preguntarse si, después de todo, valía la pena correr tantos riesgos por lo que obtenían a cambio. Oscar seguía prometiendo que, de haber sido libre, se casaría con ella. Señaló que, en cualquier caso, sus intenciones eran honestas. Pero ella se preguntaba: ¿Me casaría con él? El matrimonio sería otra vez como el Hotel Saint Pierre, sin ninguna posibilidad de escapatoria. Pero, si no quería casarse, ¿estaba realmente enamorada de él? Esa era la prueba. Tal vez era una suerte que no fuera libre. Luego se dijo a sí misma que esas dudas eran morbosas, y que la pregunta ni tan siquiera tendría que plantearse.

Una noche Oscar llamó para verla. Venía a decirle que Muriel estaba enferma.

—¿Enferma de gravedad?

Me temo que sí. Es pleuresía. Puede convertirse en neumonía. Lo sabremos en los próximos días.

Un miedo terrible se apoderó de Harriott. Muriel podía morir de pleuresía; y si Muriel moría, tendría que casarse con Oscar. Él la miraba extrañado, como si supiera lo que pensaba, y ella pudo ver que a él se le había ocurrido lo mismo y que también estaba asustado.

Muriel se recuperó, pero el peligro los había iluminado. La vida de Muriel era ahora inconcebiblemente preciosa para ambos; ella se interponía entre ellos y aquella unión permanente, que temían y sin embargo no tendrían el valor de rechazar.

Tras la revelación, la ruptura.

Vino de Oscar, una noche que se sentó con ella en su salón.

—Harriott —le dijo—, ¿sabes que estoy pensando seriamente en sentar cabeza?

—¿Qué quieres decir con sentar cabeza?

—Arreglar las cosas con Muriel, pobre chica…. ¿Nunca se te ha ocurrido que este pequeño asunto nuestro no puede durar para siempre?»

—¿No quieres que continuemos?

—No quiero tonterías al respecto. Por Dios, seamos honestos. Lo hecho, hecho está. Terminémoslo con decoro.

—Ya veo. Quieres deshacerte de mí.

—Esa es una manera bestial de decirlo.

—¿Hay alguna forma de que no sea bestial? Todo el asunto es bestial. Hubiera pensado que te aferrarías a ello ahora que lo has convertido en lo que querías. Cuando no tengo ni un ideal, ni una ilusión, cuando has destruido todo lo que no querías.

—¿Qué no quería?

—La parte limpia y hermosa. La parte que yo quería.

—Mi parte al menos era real. Era más limpia y hermosa que todo ese material pútrido con el que la envolviste. Eres una hipócrita, Harriott, y yo no. Eres una hipócrita si dices que no fuiste feliz conmigo.

—Nunca fui realmente feliz. Ni por un momento. Siempre había algo que me faltaba. Algo que no me diste. Tal vez no podías.

—No. Yo no era lo suficientemente espiritual —se burló.

—No lo eras. Y me convertiste en lo que eras.

—Me di cuenta de que siempre eras muy espiritual después de conseguir lo que querías.

—¿Lo que yo quería? — gritó ella—Oh, Dios mío…

—Si alguna vez hubieras sabido lo que querías.

—Lo que… yo… quería —repitió ella, sacando a relucir su amargura.

—Vamos —dijo él—, ¿por qué no ser honestos? Afronta los hechos. Estaba totalmente loco por ti. Tú fuiste terrible conmigo… una vez. Nos cansamos el uno del otro y se acabó. Pero al menos puedes decir que lo pasamos bien mientras duró.

—¿Un rato agradable?

—Lo suficientemente bueno para mí.

—Para ti, porque para ti el amor sólo significa una cosa. Todo lo que hay de elevado y noble en él lo arrastras hasta eso, hasta que no nos queda nada más que eso. Eso es lo que hiciste del amor.

Pasaron veinte años.


Fue Oscar quien murió primero, tres años después de la ruptura. Lo hizo repentinamente una tarde, fulminado por un ataque de apoplejía.

Su muerte fue un inmenso alivio para Harriott. La plena seguridad había sido imposible mientras él vivió. Pero ahora no había ni un alma viva que conociera su secreto.

Aun así, en el primer momento de shock, Harriott se dijo que Oscar muerto estaría más cerca de ella que nunca. Olvidó lo poco que había deseado que estuviera cerca de ella, vivo. Y mucho antes de que pasaran veinte años se había convencido a sí misma de que él nunca había estado cerca de ella. Era increíble que hubiera conocido a una persona como Oscar Wade. En cuanto a su aventura, no podía pensar en Harriott Leigh como el tipo de mujer a la que pudiera sucederle algo así. Schnebler’s y el Hotel Saint Pierre dejaron de figurar entre las imágenes destacadas de su pasado. Sus recuerdos, si se hubiera permitido recordar, habrían chocado desagradablemente con la reputación de santidad que había alcanzado.

A los cincuenta y dos años, Harriott era amiga y asistente del reverendo Clement Farmer, vicario de la iglesia de St. Mary the Virgin’s, en Maida Vale. Trabajó como diaconisa en su parroquia, vistiendo el uniforme correspondiente, la túnica semirreligiosa, la capa, la cofia y el velo, la cruz y el rosario, la sonrisa piadosa. También fue secretaria del Hogar para Muchachas Caídas de Maida Vale y Kilburn.

Sus momentos de excitación llegaban cuando Clement Farmer, la viva imagen delgada y sobria de Stephen Philpotts, con su sotana y su sobrepelliz adornada de encajes, salía de la sacristía, subía al púlpito, se colocaba ante las barandillas del altar y alzaba los brazos para dar la bendición; sus momentos de éxtasis cuando recibía el Sacramento de sus manos. Y tuvo momentos de serena felicidad cuando la puerta de su estudio se cerraba al comulgar. Todos estos instantes estaban impregnados de una solemne santidad.

Y fueron insignificantes comparados con el momento de su muerte.

Yacía amodorrada en su blanco lecho, bajo el crucifijo negro con el Cristo de marfil. Las palanganas y los frascos de medicamentos habían sido retirados de la mesilla junto a su almohada; estaba preparada para la extremaunción. El sacerdote se movió en silencio por la habitación, colocando las velas, el libro de oraciones y el Santísimo Sacramento. Luego acercó una silla a la cabecera de la cama y la observó, esperando a que saliera de su letargo.

Ella se despertó de repente. Sus ojos estaban fijos en él. Tuvo un destello de lucidez. Se estaba muriendo, y su muerte la hacía sumamente importante para Clement Farmer.

—¿Está preparada? —preguntó.

—Todavía no. Creo que tengo miedo. Ayúdeme a no tener miedo.

Él se levantó y encendió las dos velas del altar. Bajó el crucifijo de la pared y lo apoyó contra la barandilla de la cama.

Ella suspiró. No era eso lo que quería.

—Ahora no tendrá miedo —le dijo.

—No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Sólo que al principio puede ser terrible.

—Nuestro estado inicial dependerá mucho de lo que pensemos en nuestra última hora.

—Será mi… confesión —dijo ella.

—Y después de ella recibirá el Sacramento. Entonces tendrá su mente firmemente fija en Dios, su Redentor…. ¿Se siente capaz de confesarse ahora, Hermana? Todo está preparado.

Su mente volvió sobre su pasado y encontró allí a Oscar Wade. Se preguntó: ¿Debería confesarle lo de Oscar Wade? En un momento lo creyó posible; al siguiente supo que no podía. No podía. No era necesario. Durante veinte años él no había formado parte de su vida. No. No confesaría lo de Oscar Wade. Había sido culpable de otros pecados.

Hizo una cuidadosa selección.

—Me interesé demasiado por la belleza de este mundo…. He faltado a la caridad con mis pobres niñas. A causa de mi intensa repugnancia a su pecado…. he pensado, a menudo, en… las personas que amo, cuando debería haber pensado en Dios.

Después de esto recibió el Sacramento.

—Ahora —dijo él— no hay nada que temer.

—No tendré miedo si… si me coge la mano.

La cogió. Y ella permaneció inmóvil largo rato, con los ojos cerrados. Entonces la oyó murmurar algo. Se inclinó hacia ella.

«Esto… es… morir. Pensé que sería horrible. Y es maravilloso…. Maravilloso.

La mano del sacerdote se aflojó. Ella lanzó un débil grito.

—Oh… no me deje ir.

Su agarre se hizo más fuerte.

—Intente pensar en Dios. Siga mirando el crucifijo.

—Si miro, ¿no me soltará la mano?

—No la soltaré.

La sostuvo hasta que se la arrancó en la última agonía.


Permaneció algunas horas en la habitación donde habían ocurrido aquellos sucesos.

Su aspecto le resultaba familiar y, a la vez, desconocido y ligeramente repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas sugerían alguna experiencia tremenda y horrible cuyos detalles no era capaz de comprender. Le parecía recordar que habían estado relacionados de algún modo con el cuerpo cubierto de sábanas que había sobre la cama; pero la naturaleza de la conexión no resultaba evidente, y no asociaba el cadáver con ella misma. Cuando entró la enfermera y lo acomodó, vio que era el cadáver de una mujer de mediana edad. Su propio cuerpo era el de una mujer joven de unos treinta y dos años.

Su mente no tenía pasado ni futuro, ni recuerdos nítidos y coherentes, ni idea de lo que debía hacer a continuación.

Entonces, de repente, la habitación empezó a desintegrarse ante sus ojos, a separarse en ejes que se desplazaban y eran proyectados hacia distintos planos. Se inclinaban en todos los ángulos posibles; se cruzaban y superponían unos a otros con una mezcla transparente de perspectivas dislocadas, como reflejos que cayeran sobre un espacio visto tras un cristal.

La cama y el cuerpo cubierto de sábanas se deslizaron hasta perderse de vista. Ella estaba de pie junto a la puerta que aún permanecía en su sitio.

La abrió y se encontró en la calle, frente a un edificio de ladrillo gris amarillento y piedra sin tratar, con una alta torre de techo de pizarra. Lo reconoció, se trataba de la iglesia de St. Mary the Virgin, en Maida Vale. Podía oír los acordes del órgano. Entró.

Había retrocedido en el tiempo y el espacio y su memoria había recuperado una parte limitada de su coherencia. Recordó las hileras de bancos de pino, con sus remates y molduras góticas; las paredes y pilares de color piedra con sus estampados de color chocolate; los aros de luces colgantes a lo largo de los pasillos de la nave; el altar mayor con sus velas encendidas, y la cruz de latón pulido, centelleante. Estas cosas eran de algún modo permanentes y reales, ajustadas a la imagen que ahora se adueñaba de ella.

Sabía para qué había ido allí. El servicio había terminado. El coro se había retirado del presbiterio; el sacristán avanzaba ante el altar, apagando las velas. Subió por el pasillo central hasta un asiento que conocía bajo el púlpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Mirando de reojo a través de sus dedos, pudo ver la puerta de la sacristía a su izquierda, al final de la nave norte. La miró fijamente.

Arriba, en el altillo del órgano, el organista entonó el Oficio de Receso, lenta y suavemente, hasta finalizar con dos acordes solemnes y vibrantes.

La puerta de la sacristía se abrió y Clement Farmer emergió, vestido con su sotana negra. Pasó ante ella, muy cerca del banco donde estaba arrodillada. Se paró en la puerta. La estaba esperando. Tenía algo que decirle.

Ella se levantó y fue hacia él. Él seguía esperando. No se movió para dejarla pasar. Ella se acercó a él más de lo que nunca se había acercado, tanto que sus rasgos se volvieron confusos. Inclinó la cabeza hacia atrás, observando, miope, y se halló mirando el rostro de Oscar Wade.

Estaba quieto, horriblemente quieto, y cerca, impidiéndole el paso.

Ella retrocedió; los hombros de él la siguieron. Se inclinó hacia delante, cubriéndola con la mirada. Ella abrió la boca para gritar, pero no emitió ningún sonido.

Temía moverse, no fuera a ser que él se moviera con ella. Sus hombros la aterrorizaban.

Las luces de los pasillos laterales se iban apagando una a una. Las del pasillo central serían las siguientes. Si no se alejaba, se quedaría allí encerrada con él, en una oscuridad espantosa.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia el pasillo norte, a tientas, apoyándose en la repisa de los libros.

Cuando miró hacia atrás, Oscar Wade no estaba allí.

Entonces recordó que Oscar Wade había muerto. Por lo tanto, lo que había visto no era Oscar, sino su fantasma. Estaba muerto; muerto hacía diecisiete años. Estaba a salvo de él para siempre.


Al salir a la escalinata de la iglesia vio que la calle en la que se encontraba había cambiado. No era como la recordaba. La acera de este lado estaba ligeramente levantada y cubierta. Pasaba bajo una sucesión de arcos. Era una larga galería amurallada con relucientes escaparates a un lado; al otro, una línea de altas columnas grises la separaba de la calle.

Avanzaba por los arcos de la rue de Rivoli. Delante de ella veía sobresalir el borde de un inmenso pilar gris. Era el porche del hotel Saint Pierre. Las puertas giratorias se abrieron para recibirla; cruzó el vestíbulo gris y sofocante bajo los pilares. Lo conocía. Conocía la brillante pluma de color vino del portero, a su izquierda, y la brillante barrera de color vino del escritorio del recepcionista, a su derecha; se dirigió directamente a la gran escalera de alfombra gris; subió los interminables tramos que daban vueltas y vueltas alrededor del pozo enjaulado, pasando las puertas enrejadas del ascensor. Llegó a un rellano que conocía, y al largo pasillo gris ceniciento iluminado por una opaca ventana en un extremo.

Fue allí donde el horror del lugar se apoderó de ella. Ya no recordaba la iglesia de St. Mary, de modo que no era consciente de su retroceso en el tiempo. Todo tiempo y espacio estaban aquí.

Recordó que tenía que ir a la izquierda, a la izquierda. Pero había algo esperándola ahí, donde el corredor giraba junto a la ventana, al final de todos los corredores. Si iba hacia el otro lado, escaparía.

El corredor se detenía ante una pared blanca. Tuvo que retroceder más allá de la escalera, hacia la izquierda.

En la esquina, junto a la ventana, giró a la derecha por otro largo pasillo ceniciento, y de nuevo a la derecha, donde una luz parpadeaba.

Este tercer pasillo era oscuro, secreto y depravado. Conocía las paredes sucias y la puerta del fondo. Había un rayo de luz en lo alto. Ahora podía ver el número: 107.

Algo había ocurrido allí. Si entraba, volvería a ocurrir.

Oscar Wade la esperaba en la habitación tras la puerta cerrada. Sintió que se movía. Se acercó con la oreja pegada al ojo de la cerradura y escuchó. Podía oír los pasos medidos, deliberados, pensativos. Venían de la cama hacia la puerta.

Se dio la vuelta y echó a correr; aunque le fallaron las rodillas siguió corriendo por los largos pasillos grises y las escaleras, rápida y ciega, como una bestia cazada que busca refugio, escuchando los pasos que la seguían.

Las puertas giratorias la atraparon y la empujaron a la calle.


Lo extraño de su estado era que no existía el tiempo. Recordaba vagamente que una vez existió algo llamado tiempo, pero había olvidado por completo cómo era. Era consciente de las cosas que ocurrían y de las que estaban a punto de ocurrir; las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio que atravesaba.

Pensaba: Si pudiera volver atrás y llegar al lugar donde aquello no había ocurrido.

Volver más atrás…

Ahora caminaba por una carretera blanca que discurría entre anchos linderos de hierba. A derecha e izquierda se veían las largas líneas de las colinas, curva tras curva, brillando en una fina niebla.

La carretera descendía hacia el verde valle. Llegó al puente sobre el río. Más allá vio los dos frontones de la casa gris que se alzaban sobre el alto muro del jardín. Una puerta de hierro se alzaba entre los pilares de piedra.

Ahora se encontraba en una habitación grande, de techos bajos y persianas cerradas. Estaba de pie ante una gran cama matrimonial. Era la cama de su padre. El cadáver, tendido en el lecho bajo la sábana blanca, era el de su padre.

El contorno de la sábana se hundía desde la punta de los dedos de los pies hasta la tibia, y desde el alto puente de la nariz hasta la barbilla.

Levantó la sábana y la dobló sobre el pecho del muerto. El rostro que vio era el de Oscar Wade, inmóvil y terso en la inocencia del sueño, la suprema inocencia de la muerte. Lo contempló, fascinada, con una alegría fría y despiadada.

Oscar estaba muerto.

Recordó cómo solía tumbarse junto a ella en la habitación del Hotel Saint Pierre, de espaldas, con las manos cruzadas sobre la cintura, la boca entreabierta, su gran pecho subiendo y bajando. Si estaba muerto, no volvería a ocurrir. Ella estaría a salvo.

El rostro del muerto la asustó, y estaba a punto de taparlo de nuevo cuando se dio cuenta de un ligero jadeo, un subir y bajar rítmico. Cuando intentó estirar la sábana con fuerza, las manos que había bajo ella empezaron a forcejear, los dedos asomaron por encima del borde, aferrándose a él para sujetarlo. La boca se abrió, los ojos se abrieron, todo el rostro le devolvió una mirada de agonía y horror.

Entonces el cuerpo se echó hacia delante y se sentó, sus ojos se clavaron en los de ella; ambos permanecieron inmóviles durante un instante, cada uno sujeto por el miedo del otro.

De repente, ella se apartó, se dio la vuelta y echó a correr, fuera de la habitación, fuera de la casa.

Se quedó en la puerta, mirando a un lado y a otro de la calle, sin saber qué camino tomar para escapar de Oscar. A la derecha, cruzando el puente, subiendo y cruzando la colina, llegaría a las galerías de la rue de Rivoli y a los horribles pasillos grises del hotel. A la izquierda, la carretera atravesaba el pueblo.

Si conseguía alejarse, estaría a salvo, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte de su padre había sido joven, pero no lo suficiente. Debía volver a un lugar donde fuera aún más joven, al parque, al camino verde bajo las hayas y al pabellón blanco junto a la cruz. Sabía cómo encontrarlo. Al final del pueblo, la calle principal discurría a derecha e izquierda, este y oeste, bajo los muros del parque; la puerta sur estaba en lo alto, mirando hacia la estrecha calle.

Corrió hacia allí a través del pueblo, pasó por delante de los largos graneros grises de la granja de Goodyer, de la tienda de ultramarinos, de la fachada amarilla y el letrero azul del «Queen’s Head», de la oficina de correos, con su única ventanilla parpadeante bajo la enredadera, de la iglesia y los tejos del cementerio, hasta donde la puerta sur formaba un delicado dibujo negro sobre la hierba verde.

Estas cosas parecían insustanciales, replegadas tras una lámina de aire que brillaba sobre ellas como un fino cristal. Se abrían, pasaban flotando y se alejaban; y en lugar de la carretera y los muros del parque vio una calle londinense de fachadas blancas y sucias, y en lugar de la puerta sur las puertas de cristal del restaurante Schnebler.


Las puertas se abrieron y entró en el restaurante. La escena la golpeó con el duro impacto de la realidad: los paneles blancos y dorados, los pilares blancos y sus capiteles dorados, las mesas redondas y blancas, relucientes, los rostros sonrojados de los comensales, que se movían mecánicamente.

Un impulso irresistible la empujó hacia una mesa del rincón, donde se sentaba un hombre solo. La servilleta que usaba le ocultaba la boca, la barbilla y el pecho, y ella no estaba segura de reconocerlo por la parte que quedaba a la vista. La servilleta cayó y vio la cara de Oscar Wade. Se acercó a él, arrastrada, sin poder resistirse; se sentó a su lado, y él se inclinó hacia ella por encima de la mesa; pudo sentir el calor de su rostro enrojecido y congestionado; el olor a vino flotó hacia ella en un susurro espeso.

—Sabía que vendrías.

Comió y bebió en silencio, mordisqueando y sorbiendo lentamente, aplazando el momento abominable en que todo acabaría.

Por fin se levantaron y quedaron frente a frente. Su cuerpo imponente se erguía ante ella, por encima de ella; casi podía sentir la vibración de su poder.

—Ven —dijo él —. Ven.

Y ella le adelantó, despacio, deslizándose por el laberinto de las mesas, oyendo tras de sí el paso medido, deliberado y pensativo de Oscar. La empinada escalera, alfombrada de rojo, se alzaba enfrente.

Quiso evitarla, pero él se lo impidió.

—Ya conoces el camino.

Al final de la escalera reconoció la puerta blanca de la habitación. Todo era igual, las grandes ventanas protegidas por persianas de muselina; el espejo dorado sobre la chimenea que reflejaba grotescamente la cabeza y los hombros de Oscar entre dos bebés de porcelana blanca con miembros bulbosos y guirnaldas en la cintura; la mancha sobre la alfombra, el raído e infame sofá tras el biombo.

Se movían por la habitación, revolviéndose como bestias enjauladas, incómodos, hostiles, evitándose mutuamente.

Por fin se quedaron quietos, él junto a la ventana, ella junto a la puerta, separados por la amplitud del cuarto.

—No está bien que te escapes de esa manera. No podía ser otro el final… considerando lo que hicimos.

—Pero eso se acabó.

—Terminó allí, pero no aquí.

—Terminó para siempre. Terminamos para siempre.

—No lo hemos hecho. Tenemos que empezar de nuevo. Y continuar. Y seguir.

—Oh, no. No. Cualquier cosa menos eso.

—No hay nada más.

—No podemos. No podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

—¿Acordarme? ¿Crees que te tocaría si pudiera evitarlo?… Pero para eso estamos aquí. Debemos hacerlo. Debemos.

—No. No. Me iré… ahora.

Se volvió hacia la puerta para abrirla.

—No puedes —dijo él—. Está cerrada con llave.

—Oscar, ¿por qué hiciste eso?

—Siempre lo hacíamos. ¿No te acuerdas?

Se volvió de nuevo hacia la puerta y la sacudió; la golpeó con las manos.

—Es inútil, Harriott. Si salieras ahora sólo tendrías que volver otra vez. Podrías evitarlo durante una hora o así, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?

—¿Inmortalidad?

—Eso es lo que nos espera.

—Ya tendremos tiempo para hablar de inmortalidad cuando estemos muertos…. Ah…

Eran atraídos el uno hacia el otro a través de la habitación, desplazándose lentamente, como figuras de una danza monstruosa y terrible, con las cabezas echadas hacia atrás sobre los hombros, los rostros vueltos para no ver la horrible cercanía. Sus brazos se alzaban lentos, con intolerable desgana; los extendieron el uno hacia el otro, doloridos, como si sostuvieran un peso abrumador. Sus pies los arrastraban hacia el otro, aunque se resistían.

De pronto las rodillas se hundieron bajo ella; cerró los ojos; todo su ser se hundió ante él en la oscuridad y el terror.

Todo había terminado. Había escapado. Regresaba al camino del parque, entre las hayas, donde Oscar nunca había estado, donde nunca la encontraría. Cuando cruzó la puerta sur, su memoria se volvió repentinamente limpia y lozana. Olvidó la rue de Rivoli y el Hotel Saint Pierre; olvidó el restaurante Schnebler y la habitación al final de la escalera. Volvió a ser joven. Era Harriott Leigh yendo a esperar a Stephen Philpotts en el pabellón frente a la puerta oeste. Se sentía ella misma, una figura esbelta que se movía con rapidez sobre la hierba entre las líneas de las grandes hayas. La frescura de su juventud la invadía.

Llegó al corazón del camino, donde se bifurcaba a derecha e izquierda en forma de cruz. Al final del brazo derecho, el blanco templo griego, con su frontón y sus pilares, brillaba en el bosque.

Estaba en su asiento, al fondo del pabellón, observando la puerta lateral por la que entraría Stephen.

La puerta se abrió de un empujón; vino hacia ella, ligero y joven, deslizándose entre las hayas con su paso ansioso y en puntillas. Se levantó para recibirlo. Dio un grito.

—¡Stephen!

Había sido Stephen. Lo había visto venir. Pero el hombre que estaba ante ella entre los pilares del pabellón era Oscar Wade.

Y ahora caminaba por el sendero del campo que se extendía desde la puerta del huerto hasta la verja; cada vez más atrás, hasta donde el joven George Waring la esperaba bajo el saúco. El olor de las flores de saúco le llegaba a través del campo. Podía sentir en sus labios y en todo su cuerpo la dulce e inocente excitación de su juventud.

—¡George, oh, George!

Lo había visto mientras avanzaba por el camino. Pero el hombre que la esperaba bajo el saúco era Oscar Wade.

—Te dije que era inútil escapar, Harriott. Cada camino te trae de vuelta a mí. Me encontrarás a cada paso.

—Pero ¿cómo has llegado hasta aquí?

—Del mismo modo que entré en el pabellón. Como entré en la habitación de tu padre, en su lecho de muerte. Porque estaba allí. Estoy en todos tus recuerdos.

—Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste ocupar el lugar de mi padre, y de Stephen, y de George Waring? ¿Tú?

—Porque los remplacé.

—Nunca. Mi amor por ellos era inocente.

—Tu amor por mí era parte de ello. Crees que el pasado afecta al futuro. ¿Nunca se te ha ocurrido que el futuro puede afectar al pasado? En tu inocencia estaba el principio de tu pecado. Eras lo que ibas a ser.

—Me escaparé —dijo ella.

—Y, esta vez, iré contigo.

La verja, el saúco y el campo se alejaban de ella. Pasaba bajo las hayas por el camino del parque hacia la puerta sur y el pueblo, escurriéndose cerca de la hilera de árboles de la derecha. Era consciente de que Oscar Wade iba con ella bajo la hilera de la izquierda, manteniéndose a su altura, paso a paso y árbol a árbol. De pronto vio un pavimento gris bajo sus pies y una hilera de pilares grises a su derecha. Caminaban codo con codo por la rue de Rivoli en dirección al hotel.

Estaban sentados juntos en el borde de la sucia cama blanca. Sus brazos colgaban a los lados, pesados y flácidos, sus cabezas caídas, ladeadas. Su pasión pesaba sobre ellos con el insoportable, ineludible aburrimiento de la inmortalidad.

—Oscar… ¿cuánto tiempo va a durar esto?

—No te lo puedo decir. No sé si esto es un momento de la eternidad, o la eternidad de un momento.

—Tiene que terminar alguna vez. La vida no es eterna. Moriremos.

—¿Morir? Ya hemos muerto. ¿No sabes lo que es esto? ¿No sabes dónde estás? Esto es la muerte. Estamos muertos, Harriott. Estamos en el infierno.

—Sí. No puede haber nada peor que esto.

—Esto no es lo peor. Aún no estamos muertos del todo. No lo estaremos mientras nos quede algo de vida para huir y alejarnos el uno del otro, mientras podamos escapar a nuestros recuerdos. Pero cuando hayas vuelto al recuerdo más lejano de todos y no haya nada más allá de él… Cuando no haya más recuerdo que éste…

»En el último infierno ya no huiremos; no encontraremos más caminos, ni pasadizos, ni puertas abiertas. No tendremos necesidad de buscarnos.

»En la última muerte estaremos encerrados juntos en esta habitación, detrás de esa puerta cerrada. Yaceremos aquí juntos, por los siglos de los siglos, tan unidos que ni siquiera Dios podrá separarnos. Seremos una sola carne y un solo espíritu, un solo pecado repetido por los siglos de los siglos; el espíritu aborreciendo a la carne, la carne aborreciendo al espíritu; tú y yo aborreciéndonos mutuamente.

—¿Por qué? ¿Por qué? —gritó ella.

—Porque es todo lo que nos queda. Esto es lo que hiciste del amor.


La oscuridad se apoderó de la habitación. Caminaba por el sendero de un jardín entre altos setos, más altos que ella, con flores que se balanceaban por encima de su cabeza. Tiraba de los tallos, pero no tenía fuerzas para romperlos. Era muy pequeña.

Se dijo entonces que estaba a salvo. Había retrocedido tanto que volvía a ser una niña; tenía la inocencia de la infancia. Ser una niña, inocente y sin memoria, era estar a salvo.

El camino la condujo a través de un cerco de tejos hasta un parque de color verde brillante. En medio del parque había un estanque redondo y poco profundo, rodeado de rocas y flores pequeñas, amarillas, blancas y moradas. En el agua aceitunada nadaban peces dorados. Se sentiría segura cuando viera a los peces nadando hacia ella. El más viejo, el de las escamas blancas, se acercaría primero, levantando la nariz y haciendo burbujas en el agua.

Al fondo del parque había un seto cortado por un ancho sendero que atravesaba el huerto. Sabía lo que encontraría allí; su madre estaría en el huerto. La levantaría en brazos para jugar con las rojas manzanas que colgaban del árbol. Había vuelto al recuerdo más lejano de todos; no había nada más allá.

En el muro había una puerta de hierro. Daba a un campo.

Pero algo era diferente, algo que la asustaba. En lugar de una puerta de hierro, había una puerta gris ceniza.

La empujó y entró en el último corredor del Hotel Saint Pierre.

May Sinclair - Donde su fuego nunca se apaga
  • Autor: May Sinclair
  • Título: Donde su fuego nunca se apaga
  • Título Original: Where Their Fire is not Quenched
  • Publicado en: English Review, octubre de 1922
  • Aparece en: Uncanny Stories (1923)
  • Traducción: Juan Pablo Guevara

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