Nataniel Hawthorne: La hija de Rapaccini

«La hija de Rapaccini», cuento gótico Nataniel Hawthorne, narra la historia de Giovanni Guasconti, un joven estudiante que llega a Padua y se instala en una modesta habitación con vista a un jardín misterioso. Este jardín pertenece al doctor Rapaccini, un científico renombrado por sus experimentos con plantas venenosas. Giovanni pronto se siente fascinado por Beatriz, la hermosa hija del doctor, que parece vivir en simbiosis con las extrañas plantas del jardín. A medida que Giovanni se acerca más a Beatriz, descubre que su belleza encierra un peligro mortal.

Nataniel Hawthorne - La hija de Rapaccini edit

La hija de Rapaccini

Nataniel Hawthorne
(Cuento completo)

HACE ya muchos años llegó a Padua, con el fin de proseguir sus estudios en la Universidad de aquella ciudad, un joven llamado Giovanni Guasconti. Procedía de la más meridional de las regiones de Italia. Giovanni, cuya bolsa era más bien flaca, se alojó en un humilde aposento situado en los altos de un viejo edificio, que otrora pudo ser el palacio de un noble paduano y que seguía exhibiendo en su fachada el blasón de una familia extinguida hacía mucho tiempo. El forastero, que conocía las nobles gestas de su país, recordó que uno de los antepasados de aquella familia figuraba entre los protagonistas de las eternas agonías del Infierno evocado por Dante. Este recuerdo, unido a la melancolía muy explicable en un joven separado por vez primera de su medio ambiente habitual, hizo que Giovanni no pudiera disimular su desencanto al examinar su habitación, ruinosa y mal amueblada.

—¡Virgen santa! —exclamó la anciana señora Lisabetta, la cual, atraída por el hermoso aspecto del joven, trataba de dar a la estancia un aire acogedor—. ¿Qué aspecto tiene esto para descorazonar a un joven? ¿Le parece oscura la casa? Vamos, asómese a la ventana y verá un sol tan espléndido como el que dejó en Nápoles.

Guasconti hizo maquinalmente lo que la anciana le aconsejaba, pero no estuvo de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuese tan espléndido como el del sur de Italia. Sin embargo, brillaba sobre el jardín situado debajo de la ventana y esparcía su influjo vivificante sobre una colección de plantas que parecían haber sido cultivadas con excesivos cuidados.

—Ese jardín, ¿pertenece a la casa? —inquirió Giovanni.

—De ser así, sus flores serían mucho mejores que las que ahora crecen en él —respondió la señora Lisabetta—. No, este jardín es cultivado por las propias manos del doctor Giacomo Rapaccini, el famoso doctor, cuya fama ha llegado hasta Nápoles. Se dice que destila de ellas unas medicinas tan eficaces como un hechizo. Podrá ver a menudo al doctor en su trabajo, y quizá también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en su jardín.

La anciana señora hacía todo lo posible para mejorar el aspecto de la habitación, y tras encomendar al joven a la protección de los santos, se retiró a su aposento.

Giovanni no encontró mejor entretenimiento que contemplar el jardín. Era uno de aquellos jardines botánicos que fueron creados en Padua antes que en ningún otro lugar de Italia, y aun del mundo. Era probable que hubiese servido de lugar de apacible retiro a una familia opulenta, pues en el centro conservaba una fuente de mármol, en estado ruinoso, esculpida con excelente arte, pero tan deteriorada que era imposible recomponer mentalmente el diseño original a base del caos de fragmentos que quedaban. El agua, sin embargo, seguía brotando en forma de surtidor y desgranándose en brillantes perlas.

Su tenue murmullo llegaba hasta la ventana del joven y le hizo imaginar que la fuente era un espíritu inmortal que cantaba incesantemente su canción, sin preocuparse de lo que sucedía en derredor, mientras un siglo se encarnaba en mármol u otro esparcía por el suelo la belleza perdurable. En el hoyo donde caía el agua crecían varias plantas que parecían muy necesitadas de humedad para nutrir sus gigantescas hojas y magníficas flores. Había, sobre todo, una mata en un jarrón de mármol en medio del charco de la fuente, con gran profusión de purpúreas flores, cada una de las cuales ostentaba el brillo y la riqueza de una gema. Y todo reunido formaba una visión tan resplandeciente, que bastaba para iluminar el resto del jardín, aunque no hubiese sol. Todo el suelo estaba poblado de plantas y de hierbas, las cuales, a pesar de ser menos bellas, recibían también asiduos cuidados, como si tuviesen virtudes especiales, conocidas por la mente científica que las protegía. Algunas de ellas estaban colocadas en jarrones adornados con relieves antiguos, y otras descansaban en vulgares macetas de jardín. Unas reptaban por el suelo como culebras o trepaban a lo alto utilizando para su ascenso todo lo que les salía al paso. Una enredadera se había enroscado en torno a una estatua de Vertumno, cubriéndola con un ropaje de hojas, tan lleno de armonía y de gracia que podría haber servido de modelo a un escultor. Mientras Giovanni permanecía acodado en la ventana, oyó un crujido detrás de una cortina de follaje y comprendió que una persona estaba trabajando en el jardín. No tardó en hacerse visible su figura, y por sus características no se trataba de un obrero vulgar: alto, delgado, cetrino y de aspecto enfermizo, vestido de negro, a la usanza escolar. Tenía más de cincuenta años; sus cabellos eran grises, llevaba una barba finamente recortada y su rostro era el de una persona culta, inteligente y estudiosa, pero carente de sentimientos.

Nadie podría superar la atención con que este científico jardinero estudiaba las plantas que encontraba en su camino; parecía estar analizando su naturaleza íntima, haciendo consideraciones relacionadas con la posibilidad de utilizar su esencia, y preguntarse y contestarse por qué estas hojas nacían de esta forma y aquéllas de la otra, y por qué tales y cuales flores diferían entre sí en forma y en perfume. A pesar de la profunda inteligencia que revelaba en su porte, nunca se aproximaba lo suficiente como para intimar con la vida de aquellos vegetales. Por el contrario, evitaba su contacto o inhalar directamente sus aromas, desplegando para ello unas precauciones que impresionaron desagradablemente a Giovanni. El jardinero se conducía como si anduviera entre seres malignos, tales como bestias salvajes, serpientes ponzoñosas o espíritus diabólicos, con los que el menor descuido podía acarrear terribles consecuencias. El joven quedó asombrado al comprobar aquel aire de inseguridad en una persona que cultivaba un jardín, el más sencillo e inocente de los entretenimientos de un hombre, que había sido ya la tarea y la diversión de los felices progenitores del género humano. ¿Era este jardín, acaso, el Edén del mundo presente? Y este hombre, que conocía perfectamente lo que cultivaba con sus manos, ¿era acaso el Adán de este Paraíso?

El receloso jardinero se protegía las manos con un par de gruesos guantes para apartar las hojas secas o detener el excesivo crecimiento de los arbustos. No era esa, sin embargo, su única protección. Al llegar junto a la magnífica planta que mostraba sus purpúreas gemas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de mascarilla que le cubría boca y nariz, como si toda aquella belleza no hiciera más que disfrazar unas cualidades letales; pero, estimando aún demasiado peligrosa su tarea, retrocedió unos pasos, se quitó la mascarilla y llamó con voz propia de una persona afectada de una enfermedad interna.

—¡Beatriz! ¡Beatriz!

—Aquí estoy, padre. ¿Qué deseas? —exclamó una voz juvenil y armoniosa desde una ventana de la casa de enfrente, una voz tan exquisita como una puesta de sol tropical, que hizo que Giovanni, sin saber por qué, la asociara con intensos colores púrpura o carmesí, y con penetrantes y deliciosos perfumes—. ¿Estás en el jardín?

—Sí, Beatriz —respondió el jardinero—. Y necesito tu ayuda.

Al cabo de unos instantes apareció bajo un artístico porche la figura de una joven vestida con la gracia de la más espléndida de las flores, bella como el día y con una vitalidad tan exuberante que de ser un poco mayor hubiese resultado exagerada. Respiraba vida, salud y energía; parecía como si todos esos atributos sólo estuviesen reprimidos por su virginal castidad. Mientras miraba el jardín, Giovanni imaginó que se habría criado enfermiza; pero la impresión que la hermosa desconocida le produjo fue la de que había aparecido otra linda flor, más hermosa que la más hermosa de todas, pero a la cual había que acercarse cubierto con una mascarilla y tocar con manos protegidas por unos guantes. Mientras descendía por el sendero del jardín, podía verse cómo manipulaba e inhalaba el olor de varias de las plantas que su padre había evitado con más celo.

—Ven aquí, Beatriz —dijo el jardinero—. Mira cuántos cuidados necesita nuestro mayor tesoro. Como estoy tan delicado, mi vida peligraría si me acercara todo lo que las circunstancias requieren. De ahora en adelante, temo que esta planta tendrá que ser vigilada sólo por ti.

—Me alegro de encargarme de ella —respondió la joven con su armoniosa voz, mientras se aproximaba a la hermosa planta y abría sus brazos como si se dispusiera a abrazarla—. Sí, hermana mía, mi gloria, Beatriz se encargará de cuidarte y de servirte, y tú, en recompensa, le darás tus besos y tu perfumado aliento, que es para ella fuente de vida.

Entonces, con la misma ternura en sus gestos que la que habían expresado sus palabras, dedicó a la planta tantas atenciones como parecía necesitar. Giovanni, desde su elevado observatorio, se frotó los ojos y se preguntó si se trataba realmente de una muchacha que estaba cuidando a su planta favorita o de una hermana que cumplía cerca de otro con sus deberes de afecto fraternal. La escena terminó pronto, bien porque el doctor Rapaccini hubiese dado término a sus tareas en el jardín, bien porque su aguda mirada hubiese notado la presencia del forastero. Lo cierto es que tomó a su hija del brazo y se retiró.

Anochecía, y por la abierta ventana penetraban efluvios sofocantes procedentes de las plantas del jardín. Giovanni cerró la ventana antes de acostarse. Aquella noche soñó con una bella flor y una hermosa joven. La flor y la joven eran distintas, aunque a veces parecían ser la misma. En una y otra forma parecían entrañar un misterioso peligro.

Pero en la luz matinal hay algo que tiende a rectificar los errores de la fantasía, y aun del raciocinio, en que hemos incurrido durante la puesta de sol, entre las sombras de la noche o a la todavía menos saludable claridad de la luna. El primer movimiento de Giovanni al despertarse a la mañana siguiente fue abrir la ventana y mirar al jardín que sus sueños habían hecho tan fecundo en misterios. Se sorprendió y avergonzó un poco al ver lo real de su aspecto bajo la luz del día. Los rayos del sol doraban las gotas de rocío, las cuales, suspendidas de las hojas y de las flores, realzaban su belleza y les devolvían su aspecto, ordinario. El joven experimentó una gran satisfacción al pensar que en el centro mismo de la ciudad tendría el privilegio de poder disfrutar de la contemplación de aquel rincón de espléndida y frondosa vegetación. Le serviría, se dijo a sí mismo, para ayudarle a mantenerse en contacto con la naturaleza. Ni el doctor Rapaccini ni su hermosa hija estaban allí, de modo que Giovanni no pudo determinar cuánto había de realidad y cuánto de fantasía en las singulares cualidades que atribuía a ambos. Pero estaba dispuesto a adoptar un punto de vista más racional en todo el asunto.

En el curso del día presentó sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de Medicina de la Universidad y médico de eminente reputación, para el cual traía una carta de presentación. El profesor era un anciano de carácter afable y de modales que rezumaban cordialidad. Invitó a almorzar a Giovanni y se mostró locuaz y jovial, sobre todo después de animarse con un par de botellas de vino toscano. Giovanni pensó que los hombres de ciencia que vivían en una misma ciudad debían mantener buenas relaciones, y buscó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rapaccini. Pero el profesor no respondió con la cordialidad que el joven había imaginado.

—No estaría bien que un profesor del divino arte de la Medicina —dijo el profesor Pietro Baglioni, en respuesta a la pregunta de Giovanni— negase las cualidades que adornan a un médico de tanta fama y prestigio como Rapaccini; pero, por mi parte, sería mucho peor permitir que un joven de mérito como usted, señor Giovanni, hijo de un querido amigo mío, adquiriera ideas erróneas acerca de un hombre en cuyas manos podría confiar su propia vida. La verdad es que nuestro respetable doctor Rapaccini tiene más conocimientos científicos que cualquier otro miembro de la Facultad —con una sola excepción, quizás—, en Padua y en Italia. Pero su carácter profesional puede ser objeto de ciertas objeciones, bastante graves.

—¿Cuáles son esas objeciones? —preguntó Giovanni.

—Amigo mío, ¿está usted enfermo, acaso, del cuerpo o del corazón para preocuparse tanto de los médicos? —inquirió el profesor con una sonrisa—. De Rapaccini se dice —y yo que le conozco bien puedo asegurar que es cierto— que le preocupa mucho más la ciencia que la humanidad. Sus pacientes sólo le interesan como materia para nuevos experimentos. Sacrificaría una vida humana, la suya propia o la del ser más querido para él, con tal de poder añadir un diminuto grano de mostaza al caudal de sus conocimientos.

—Imagino que será un hombre terrible —dijo Giovanni, recordando el aspecto intelectualizado y frío de Rapaccini—. No obstante, querido profesor, creo que en el fondo puede decirse de él que es un espíritu noble. ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan apasionado a la ciencia?

—Que Dios perdone a los que tengan los mismos puntos de vista de Rapaccini acerca del arte de curar —dijo el profesor, con cierto desdén—. Sostiene la teoría de que todas las propiedades curativas se hallan encerradas en el interior de aquellas sustancias que nosotros denominamos venenos vegetales. Los cultiva con sus propias manos y se dice que ha producido nuevas variedades de venenos más mortales que los de la Naturaleza. Es innegable que el doctor Rapaccini hace menos daño del que pudiera esperarse con sustancias tan peligrosas. En algunas ocasiones, tengo que reconocerlo, ha hecho o parece haber hecho alguna cura maravillosa; pero, si he de ser sincero, señor Giovanni, no puede prestárseles entero crédito, ya que quizá son producto de la casualidad. En cambio, se le considera responsable de sus fracasos, que son el resultado frecuente de sus trabajos.

El joven escuchó con cierto escepticismo la opinión de Baglioni, porque sabía que existía una antigua rivalidad entre el profesor y el doctor Rapaccini, y se consideraba a este último como ganador de la partida. (Si el lector quiere juzgar por sí mismo, le aconsejamos la lectura de ciertos opúsculos en letra gótica sobre la materia que se conservan en los archivos de la Universidad de Padua).

—Mi querido profesor —dijo Giovanni, después de meditar en lo que había oído acerca del exagerado celo por la ciencia que demostraba Rapaccini—, no sé hasta qué punto ama a su arte ese médico, pero seguramente existe algo mucho más querido para él: su hija.

—¡Ah! —exclamó el profesor, riéndose—. Ya sé el secreto de nuestro amigo Giovanni: ha oído usted hablar de su hija, de la cual están enamorados todos los jóvenes de Padua, aunque no hay ni media docena de ellos que hayan tenido la suerte de verle el rostro. No sé gran cosa acerca de doña Beatriz, excepto que, según dicen, Rapaccini la ha hecho partícipe de la mayor parte de sus conocimientos y que, joven y hermosa como es, está considerada ya como apta para ocupar un sillón de catedrático. ¡Quizá su padre la destina para el mío! Otros rumores que corren no merecen ser citados ni que se les dé oídas. De modo que, ahora, bébase el vino tranquilamente.

Guasconti regresó a su alojamiento algo mareado por el vino que había bebido e imaginando extrañas fantasías relacionadas con el doctor Rapaccini y su bella hija Beatriz. Al pasar ante una tienda de flores entró y compró un ramo recién cortado.

Subió a su habitación y se sentó cerca de la ventana, en la sombra, de modo que podía ver el jardín sin correr el riesgo de ser descubierto. No se veía a nadie. Las plantas desconocidas estaban iluminadas por el sol y de vez en cuando inclinaban sus cabezas cortésmente, saludándose unas a otras, como si entre ellas existiesen relaciones de parentesco o de simpatía. En el centro del jardín, sobre la fuente en ruinas, crecía la más hermosa de las plantas, cubierta de gemas color de púrpura que brillaban en el aire y se reflejaban en el agua del estanque. Las aguas parecían pobladas con los colores radiantes que se reproducían en, ellas. Al cabo de un rato, tal como Giovanni había esperado y al mismo tiempo temido, una figura hizo su aparición bajo el antiguo y artístico porche. Fue acercándose entre las hileras de plantas, aspirando sus varios perfumes, como si se tratara de uno de aquellos seres fantásticos de que nos hablan las viejas fábulas y que se alimentaban de dulces olores.

Al ver de nuevo a Beatriz, el joven se maravilló de que su belleza excediese incluso al recuerdo que conservaba de ella; era tan brillante e intensa, que resplandecía al sol, y, como Giovanni se dijo a sí mismo, iluminaba los más sombríos rincones del fantástico jardín. Su rostro era ahora mucho más visible que la primera vez que tuvo ocasión de contemplarlo, y a Giovanni le llamó la atención su expresión de sencillez y de dulzura, cualidades que no había imaginado que la joven pudiese poseer y que le hicieron preguntarse cómo sería su carácter. De nuevo le pareció encontrar cierta semejanza entre la hermosa hija de Rapaccini y el espléndido arbusto que lucía flores parecidas a gemas purpúreas, analogía que Beatriz acentuaba con la forma de sus trajes y los colores que escogía.

Cuando estuvo cerca de la planta, la joven abrió sus brazos, como si estuviera poseída de un ardor apasionado y oprimió sus ramas en un abrazo íntimo, tan íntimo que quedó semioculta en el seno de las hojas, y los dorados rizos de su pelo se entremezclaban con las flores.

—¡Dame tu aliento, hermana mía! —exclamó Beatriz—. Dame tu aliento, pues con el aire común me siento débil. Y dame también tus flores, que separaré con delicadeza de tu tallo y colocaré junto a mi corazón.

Mientras pronunciaba estas palabras, la hermosísima hija del doctor Rapaccini cortó una de las flores más espléndidas y se dispuso a prenderla en su pecho. En aquel momento ocurrió algo singular, a no ser que el vino hubiese perturbado los sentidos de Giovanni. Un pequeño reptil de color anaranjado, semejante a un lagarto o a un camaleón, se deslizaba en aquel instante por el sendero, junto a los pies de Beatriz. A Giovanni le pareció —ya que a la distancia en que se encontraba apenas si pudo ver una cosa tan diminuta— que una o dos gotas del jugo del tallo roto de la flor caían sobre la cabeza del animalito. Por espacio de un par de segundos el reptil se contorsionó violentamente y luego quedó completamente inmóvil. Beatriz observó aquel fenómeno extraordinario y se santiguó con tristeza, aunque sin revelar la menor sorpresa, y no dudó en prenderse en su pecho la flor fatal. Allí se hizo más roja y lanzó unos destellos casi tan vivos como los de una piedra preciosa, confiriendo al vestido de la joven y a todo su aspecto en general un extraordinario encanto. Sin embargo, Giovanni, saliendo de la sombra de la ventana, se inclinó hacia adelante y volvió a retirarse inmediatamente, murmurando en voz baja y temblorosa:

«¿Estoy despierto? ¿Estoy en mi sano juicio? ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede ser bella, y, al mismo tiempo, un ser insensible y terrible?»

Beatriz caminaba ahora cuidadosamente por el jardín y se detuvo tan cerca de la ventana de Giovanni que el joven no tuvo más remedio que asomar la cabeza fuera de la ventana con objeto de satisfacer la intensa y dolorosa curiosidad que la hija de Rapaccini despertaba en él. En aquel preciso instante divisó un insecto que volaba por encima de la tapia del jardín; quizás había estado vagabundeando por la ciudad y no halló flores ni verdor, hasta que los intensos perfumes de los arbustos de Rapaccini le habían tentado. Sin posarse en las flores, ya que no parecía sentir más atractivo que el de Beatriz, se entretuvo revoloteando en el aire en torno a su cabeza. Los ojos de Giovanni Guasconti no podían ahora engañarle. Y lo que vio fue que mientras Beatriz contemplaba al insecto con infantil alegría, el animalito descendió en su vuelo hasta caer a los pies de la joven; allí permaneció unos segundos, agitando débilmente las alas, y luego quedó completamente inmóvil, muerto. ¿Cuál había sido la causa de su muerte? Giovanni lo ignoraba. ¿Sería acaso el aliento de la joven? Una vez más, Beatriz se santiguó y suspiró al inclinarse sobre el insecto muerto.

Un impulsivo movimiento de Giovanni hizo que la joven alzase sus ojos hacia la ventana. Contempló la hermosa cabeza del estudiante, más parecida a una cabeza griega que a una italiana, de rasgos bellos y regulares y ensortijados cabellos dorados, que la miraba desde lo alto como si estuviera suspendida en el aire.

Giovanni, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, le lanzó el ramo de flores que hasta entonces había tenido en la mano.

—Señorita —le dijo—, acepte estas flores puras y saludables. Acéptelas en nombre de Giovanni Guasconti.

—Gracias, señor —respondió Beatriz con su armoniosa voz, que sonó como un chorro musical, y con una alegre expresión, mitad infantil y mitad de mujer.

—No las merezco —murmuró Giovanni.

—Acepto su presente y siento no poder recompensarle con esta preciosa flor purpúrea, porque aunque se la enviara por el aire no le alcanzaría. Así, pues, señor Guasconti, tendrá que conformarse con las gracias.

Recogió el ramillete del suelo y, como avergonzada de haber hablado con un desconocido, faltando a la reserva que debe mostrar siempre una doncella, se dirigió presurosa hacia la casa a través del jardín. Pero, a pesar del escaso tiempo transcurrido, a Giovanni le pareció, cuando la muchacha estaba ya a punto de desaparecer por el porche, que su bello ramillete empezaba a marchitarse en sus manos. Era una idea descabellada, no había posibilidad de distinguir unas flores marchitas de otras lozanas, a tanta distancia.

En los días que siguieron a aquel incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rapaccini, como si algo frío y monstruoso hubiese apagado su vista. Tenía la impresión de haber caído, en cierto modo, bajo el influjo de un poder ininteligible a través de la relación que había entablado con Beatriz. La conducta más prudente sería, si su corazón corría un verdadero peligro, marcharse de la casa donde se alojaba, e incluso de Padua. No debía acostumbrarse de ningún modo a la cotidiana vista de Beatriz, y lo mejor sería evitar el verla en absoluto, ya que su proximidad y la posibilidad de trato con ella harían que la fantasía de Giovanni corriese desenfrenada, dando cuerpo y realidad a los encuentros que su imaginación creaba continuamente. Guasconti no era un joven apasionado —o en todo caso no lo estaba—, pero tenía una gran fantasía y un ardiente temperamento meridional que tendía a cada instante a las mayores agitaciones. Giovanni no sabía si Beatriz poseía o no aquel aliento mortífero, aquella afinidad con unas flores muy hermosas y al mismo tiempo fatales que él había creído descubrir, pero lo cierto es que había inoculado un veneno sutil y activo en todo su ser. No era amor, aunque la gran belleza de la joven le trastornaba; ni horror, a pesar de que suponía que su espíritu estaría impregnado del mismo perfume pernicioso que parecía poseer su organismo. Era una mezcla desordenada de ambos sentimientos, de amor y de horror; uno le abrasaba y otro le hacía temblar. Giovanni no sabía qué temer o qué esperar; esperanza y temor luchaban sin cesar en su pecho, venciéndose alternativamente e iniciando de nuevo la lucha. Benditas sean todas las emociones simples, sean buenas o malas. La lóbrega mezcla de las dos produce los resplandores que alumbran las regiones infernales.

A veces trataba de mitigar la fiebre de su espíritu paseando de prisa por las calles de Padua o saliendo de sus murallas; sus pasos seguían el ritmo de los latidos de su cerebro, de modo que en ocasiones el paseo se convertía en una carrera. Un día se sintió apresado por los brazos de un personaje respetable que se había vuelto al reconocer al joven y que necesitó mucho aliento para alcanzarle.

—¡Señor Giovanni! ¡Párese, mi joven amigo! —exclamó—. ¿No me ha reconocido? Lo creería posible, si yo estuviera tan cambiado como usted.

Era Baglioni, al cual Giovanni había evitado desde su primer encuentro por temor a que la sagacidad del profesor pudiera leer su secreto. Luchando por recobrarse, miró extrañado desde su mundo interior y habló como un hombre en sueños.

—Sí, soy Giovanni Guasconti y usted es el profesor Pietro Baglioni. Y, ahora, déjeme pasar.

—Un momento, un momento, señor Giovanni Guasconti —dijo el profesor sonriendo, al tiempo que examinaba al joven con mirada atenta—. ¿Cómo voy a dejar que pase por mi lado como un extraño el hijo de un amigo de la infancia? Calma, señor Giovanni. Antes de que nos separemos quiero hablar unos instantes con usted.

—En tal caso, no perdamos tiempo, querido profesor —replicó Giovanni con febril impaciencia—. ¿No se da cuenta su señoría de que tengo prisa?

Mientras hablaban vieron avanzar por la calle, en dirección a ellos, a un hombre vestido de negro, encorvado y de andar vacilante, como si estuviera enfermo. Su rostro tenía un tinte enfermizo y cetrino, pero poseía una expresión de inteligencia tan aguda que el observador pasaba por alto las condiciones físicas para fijarse únicamente en su asombrosa energía intelectual. Al cruzarse con Giovanni y el profesor Baglioni cambió un saludo frío y distante con este último, pero fijó una mirada tan intensa en Giovanni, que dio la impresión de que acababa de extraer del interior del joven todo lo que de valor tenía dentro. Sin embargo, en su mirada había una serenidad peculiar, como si el interés que le inspiraba el joven fuese meramente especulativo y no humano.

—¡Ése es el doctor Rapaccini! —murmuró el profesor, una vez que hubo pasado el desconocido—. ¿Le ha visto a usted anteriormente?

—Que yo sepa, no —respondió Giovanni, sobresaltándose al oír el nombre.

—¡Él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —exclamó Baglioni con pasión—. Ese hombre le está estudiando a usted por algún motivo: ¡Conozco ese modo de mirar! Es la misma frialdad que revela su rostro cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa, a los cuales ha matado con el perfume de una flor en el curso de un experimento: una mirada tan profunda como la Naturaleza misma, pero desprovista de amor. Señor Giovanni, apuesto la vida a que es usted objeto de uno de los experimentos del doctor Rapaccini.

—¿Pretende usted asustarme? —inquirió Giovanni, con intensa emoción—. Eso, señor profesor, sería un experimento muy molesto.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! —exclamó el imperturbable profesor—. Le repito, mi pobre Giovanni, que el doctor Rapaccini encuentra en usted un interés científico. Ha caído usted en unas manos terribles. ¿Y qué papel juega en este misterio la señorita Beatriz?

Guasconti, encontrando insoportable la impertinencia de Baglioni, se marchó antes de que el profesor pudiera retenerlo de nuevo. El profesor se quedó mirando al joven mientras se alejaba y se encogió de hombros.

«No puedo consentir esto —se dijo Baglioni—. El muchacho es hijo de un viejo amigo mío y quién sabe lo que podría acarrearle la arcana ciencia de la Medicina. Por otra parte, la impertinencia de Rapaccini es intolerable: me quita, como quien dice, al muchacho de las manos y trata de utilizarlo para sus experimentos infernales. Pero ¡veremos! ¡Tal vez, inteligente Rapaccini, frustre yo tu sueño!»

Entretanto, Giovanni había seguido su camino, llegando por fin ante la puerta de la casa donde se alojaba. Al cruzar el umbral se encontró con la vieja Lisabetta, la cual sonrió con zalamería y dio muestras de querer llamar su atención, aunque inútilmente, pues la ardiente ebullición de los sentimientos de Giovanni se había trocado de pronto en una fría y desinteresada vacuidad. Volvió sus ojos hacia la arrugada cara que se plegaba todavía más en una sonrisa, pero no pareció verla. La anciana, entonces, le agarró por la capa.

—¡Señor! ¡Señor! —murmuró, con una sonrisa en los labios que daba a su rostro el aspecto de una grotesca máscara de madera ennegrecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada secreta al jardín!

—¿Cómo? —exclamó Giovanni, volviéndose repentinamente, como un objeto inanimado que adquiere de pronto una intensa vida—. ¿Una entrada secreta al jardín del doctor Rapaccini?

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No hable tan alto! —murmuró Lisabetta, poniéndose la mano delante de la boca—. Sí, al jardín del respetable doctor; podrá ver sus espléndidas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían de buena gana una moneda de oro para ser admitidos entre esas flores.

Giovanni puso una mano en la de la vieja.

—Muéstreme el camino —dijo.

Una sospecha, nacida probablemente de su conversación con Baglioni, cruzó su cerebro: tal vez la intervención de la anciana Lisabetta estaba relacionada con la intriga, cualquiera que fuese su naturaleza, en la que el profesor suponía que el doctor Rapaccini estaba tratando de envolverle. Pero esta sospecha, aunque preocupó a Giovanni, era insuficiente para detenerle. El instante que tanto había esperado de poder acercarse a Beatriz le impulsaba con demasiada fuerza. No importaba si ella era ángel o demonio; estaba dentro de su ser de forma irremisible y tenía que obedecer la llamada que le impulsaba a girar en círculos cada vez menores hacia un fin que no intentaba adivinar. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, súbitamente le sobrevino la duda de si aquel intenso interés por su parte no sería ilusorio; si sería tan profundo y positivo como para justificar el dar un paso cuya trascendencia era imprevisible; si no se trataba de una fantasía del cerebro de un joven, sin que en ella participaran, o participaran sólo muy levemente, sus sentimientos.

Vaciló unos instantes, pero finalmente, decidido, siguió hacia adelante. Su macilenta guía le condujo por varios pasillos oscuros y, por último, se detuvo ante una puerta a través de la cual se oía el susurro de las hojas recalentadas por el sol. Giovanni siguió andando y se metió entre un arbusto que extendía sus zarcillos sobre la oculta entrada, hasta llegar debajo de la ventana de su habitación, en el área descubierta del jardín del doctor Rapaccini.

A menudo sucede que, cuando se han vencido las dificultades, han condensado su nebulosa sustancia en una realidad tangible, nos hallamos tranquilos e incluso fríamente dueños de nosotros mismos, en circunstancias cuya anticipación hubiese sido un delirio de júbilo o de agonía. El destino se divierte desconcertándonos así. La pasión, deseosa de tener ocasión de actuar, vacila perezosamente cuando los acontecimientos parecen exigir su aparición. Y esto era lo que le sucedía en aquel momento a Giovanni. Día tras día, su pulso se había agotado febrilmente ante la improbable idea de una entrevista con Beatriz y el deseo de estar con ella en aquel mismo jardín, iluminado por el esplendor oriental de su belleza y tratando de arrancar a su contemplación el misterio que él consideraba el enigma de su propia existencia. Pero en aquel momento había nacido en su pecho una ecuanimidad singular. Lanzó una mirada a su alrededor para comprobar si veía a Beatriz o a su padre, y, dándose cuenta de que estaba solo, empezó a examinar las plantas.

Su aspecto le desagradó; su esplendor parecía salvaje, apasionado y, al propio tiempo, artificial. Casi todas las plantas que crecían en aquel jardín habrían sobresaltado al viajero que hubiese tropezado con ellas al cruzar un bosque, produciéndole la impresión de que un rostro le estaba espiando a través de la espesura. Algunas de ellas hubieran llamado también la atención de un entendido en la materia por su apariencia de artificialidad; parecían una adulteración de varias especies vegetales mezcladas, no muy distintas de las creadas por Dios, pero obra de la depravada fantasía de un hombre. Probablemente eran fruto del experimento, que en uno o dos casos había alcanzado el éxito, de combinar dos plantas hermosas en una sola, que adquiría el sospechoso y siniestro aspecto característico de todo lo que crecía en el jardín. Giovanni sólo pudo reconocer dos o tres plantas en toda la colección, y de las especies que él sabía que eran venenosas. Mientras estaba entretenido en estas observaciones, oyó el crujido de un vestido de seda y, al volverse, vio aparecer a Beatriz bajo el artístico porche.

Giovanni no se había parado a pensar en cual debía ser su comportamiento: si tenía que disculparse por su intrusión en el jardín o fingir que estaba allí con el consentimiento, ya que no por deseo, del doctor Rapaccini o de su hija, pero la conducta de Beatriz le tranquilizó, a pesar de que en su espíritu persistía la duda acerca del motivo por el cual había conseguido la admisión. Beatriz avanzó con paso alado por el sendero y se encontraron cerca de la fuente en ruinas. Su rostro mostraba sorpresa, pero estaba iluminado por una sencilla y amable expresión de placer.

—Es usted un experto en flores, señor —dijo Beatriz con una sonrisa, aludiendo al ramillete que Giovanni le había echado desde la ventana—. No es extraño que la rara colección de mi padre le haya inspirado el deseo de verla de cerca. Si él estuviera aquí, podría contarle cosas extraordinarias y muy interesantes acerca de la naturaleza y virtudes de estas plantas, ya que ha dedicado toda su vida a estudiarlas y este jardín constituye su mundo.

—Y usted misma, señora —respondió Giovanni—, si la fama no miente, es también muy experta en las virtudes que revelan el magnífico desarrollo de las plantas y su aromático olor. Si no tiene inconveniente en ser mi profesora, prometo ser un alumno más aplicado que si me enseñara el mismo doctor Rapaccini.

—¿Corren tan falsos rumores? —preguntó Beatriz, con la música de su agradable voz—. ¿Dice la gente que soy una experta como mi padre en conocimientos de botánica? ¡Que gracioso! No. Aunque he crecido entre estas flores, no conozco de ellas más que su color y su perfume, y a veces pienso que incluso esto debería ignorar. Muchas de estas flores, y quizá las más hermosas de ellas, me repugnan con su olor y me ofenden cuando las veo. Pero le ruego, señor, que no crea esas historias acerca de mi ciencia. No crea de mí más que lo que vean sus propios ojos.

—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis propios ojos? —preguntó Giovanni, estremeciéndose al recuerdo de las primeras escenas que contempló en aquel jardín—. No, señora, exige usted poco de mí. Permítame creer únicamente lo que proceda de sus labios.

Beatriz pareció haber comprendido. Sus mejillas se colorearon de rubor, pero mirando a Giovanni a los ojos respondió a su mirada de ansiosa sospecha con la altivez de una reina.

—Eso es lo que le ruego, señor —respondió—. Olvide todo lo que ha imaginado acerca de mí. Lo que nos dicen los sentidos externos puede ser falso en esencia, pero las palabras que salen de los labios de Beatriz Rapaccini brotan de lo más profundo de su corazón. Esas son las que debe usted creer.

Había hablado con gran vehemencia, y sobre la conciencia de Giovanni brilló como la luz de la verdad misma, pero mientras hablaba aparecía rodeada de una fragancia exquisita y deliciosa, aunque imperceptible, que el joven, con una inexplicable sensación de repugnancia, no se atrevía apenas a respirar. ¿Era acaso el olor de las flores? ¿Sería que el aliento de Beatriz embalsamaba sus palabras con una extraña fragancia, como si tuviera las entrañas impregnadas de ella? Giovanni sintió un leve mareo, pero se recobró inmediatamente; parecía contemplar a través de los ojos de la hermosa muchacha su alma transparente, y no volvió a sentir duda ni temor.

El tinte de pasión que había coloreado las facciones de Beatriz se desvaneció; su rostro adquirió una expresión alegre, como si la presencia del joven le inspirase un puro placer, semejante al que podría sentir la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era evidente que su experiencia de la vida se encerraba en los límites del jardín. Unas veces hablaba de materias tan simples como la luz del día y las nubes de verano, otras hacía preguntas acerca de la ciudad, o del país natal de Giovanni, de sus amigos, de su madre, de sus hermanas, preguntas que revelaban una existencia tan retirada y una ausencia tal de familiaridad con las maneras y trato sociales, que Giovanni contestaba como si estuviese hablando con una niña. Su espíritu brotaba ante él como un arroyuelo recién nacido que recibiera por primera vez la caricia del sol y se maravillase de la tierra y del cielo reflejados en su propio fondo. Tenía también pensamientos profundos y fantasías brillantes como gemas, como diamantes y rubíes desgranándose en medio del hervor de la fuente. Mientras la joven hablaba, Giovanni se asombraba de estar paseando con ella y de que su imaginación se la hubiese pintado con colores terroríficos; le maravillaba estar conversando con Beatriz como un hermano, y que pudiera parecerle tan humana y tan llena de candor. Pero estas reflexiones fueron sólo momentáneas; las muestras de su naturaleza eran demasiado reales para sentirse tranquilizado del todo.

En esta confiada conversación habían paseado por el jardín, y después de muchas vueltas a lo largo de sus avenidas volvieron a detenerse junto a la fuente en ruinas, donde crecía la magnífica planta con su tesoro de flores espléndidas. Alrededor de ella se esparcía una fragancia idéntica a la que Giovanni había atribuido al aliento de Beatriz, aunque mucho más intensa. Cuando la joven vio la planta, Giovanni observó que se oprimía el pecho con la mano, como si su corazón estuviera palpitando aceleradamente y le produjera dolor.

«Por primera vez en mi vida —murmuró Beatriz, dirigiéndose a la planta— me olvidé de ti».

—Recuerdo, señora —dijo Giovanni—, que en cierta ocasión me prometió recompensarme con una de esas vividas gemas a cambio del ramillete que tuve la osadía de echar a sus pies. Permítame ahora coger una en recuerdo de esta entrevista.

El joven dio un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatriz se precipitó hacia adelante lanzando un grito que traspasó el corazón de Giovanni como un puñal. Le cogió de la mano y le obligó a retroceder con toda la fuerza de su delicado cuerpo. El joven sintió su contacto con un temblor en todo su ser.

—¡No la toque! —exclamó Beatriz, con voz angustiada—. ¡No lo hagas, por tu vida! ¡Es una planta fatal!

E inmediatamente, ocultando el rostro entre sus manos, huyó de su lado y desapareció bajo el porche.

Al seguirla con la mirada, Giovanni vio la delgada y pálida figura de Rapaccini, que había estado observando la escena, no sabía desde hacía cuánto tiempo, oculto tras las sombras del porche.

Antes de que Guasconti llegara a su habitación, era ya Beatriz el objeto de sus apasionadas meditaciones, revestida de todo el hechizo de que la había rodeado desde que la viera por primera vez, llena ahora, además, del afectuoso calor de su encantadora femineidad. Era humana; su carácter tenía todas las cualidades dulces y femeninas que hacen a una mujer digna de ser adorada. Era capaz, seguramente, de los sacrificios y heroísmos del amor. Lo que Giovanni había considerado hasta entonces como muestras de una temible constitución física y moral, era olvidado ahora por la sutil influencia de la pasión y se transformaba en una dorada corona de encantos que convertían a Beatriz en la más admirable de todas las mujeres, por ser única. Todo lo que le había parecido feo era ahora hermoso, o, si no podía cambiarlo de un modo tan radical, se ocultaba en la tenebrosa región que se halla debajo de la zona de la conciencia. Pasó la noche pensando en ella. Cuando se durmió, la aurora empezaba ya a despertar a las flores que dormitaban en el jardín del doctor Rapaccini. Giovanni, en sueños, también se encontraba allí. Salió el sol a su debido tiempo y lanzó sus rayos sobre los párpados del joven, el cual despertó con una sensación dolorosa. Después de levantarse notó una especie de quemadura y latidos en su mano —la derecha—. La mano que le había cogido Beatriz cuando estaba a punto de arrancar una de las flores con aspecto de gema. En el dorso de la mano aparecían ahora unas impresiones rojas, como la huella de cuatro dedos, y una señal, como de un pulgar, en su muñeca.

¡Con qué obstinación se defiende el amor, e incluso lo que es astuta semejanza del amor, que florece en la imaginación, pero que no tiene profundas raíces en el corazón! ¡Con qué obstinación mantiene su fe, hasta que llega el momento en que es condenado a desvanecerse en humo! Giovanni envolvió su mano con un pañuelo, se preguntó qué bicho maligno le habría picado y no tardó en olvidar su dolor con el recuerdo de Beatriz.

Después de la primera entrevista, una segunda va implícita en lo que nosotros llamamos destino. Una tercera, una cuarta… y muy pronto, los únicos momentos felices para Giovanni fueron los que pasaba en compañía de Beatriz; el tiempo restante transcurría recordando la entrevista anterior y esperando la siguiente. Y lo mismo le ocurría a la hija de Rapaccini. Aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan libre de reservas como si hubiesen sido compañeros de juego desde la más tierna infancia, y como si siguieran siéndolo todavía. Si por un motivo inesperado Giovanni se retrasaba un poco, Beatriz se detenía debajo de su ventana y cantaba la más dulce de sus canciones, la cual flotaba alrededor de él en su habitación y resonaba en su corazón como un eco: «¡Giovanni! ¡Giovanni! ¿Por qué tardas? ¡Ven!» Y Giovanni bajaba presuroso a aquel edén de flores envenenadas.

Pero, a pesar de tan íntima familiaridad, en la conducta de Beatriz había aún cierta reserva, tan rígida e invariablemente mantenida, que raras veces pasaba por la imaginación de Giovanni la idea de forzarla. Según todas las apariencias, se amaban; se habían dicho su amor con los ojos, que comunican el secreto sagrado desde las profundidades de un alma a las de otra; aquel secreto era demasiado grande para expresarlo por medio de la palabra. Sin embargo, se habían dicho su amor en aquellas explosiones de pasión cuando sus espíritus volaban fuera de sus cuerpos en articulado suspiro, como lengua de una llama escondida demasiado tiempo. En cambio, no había habido un beso, ni un apretón de manos, ni la más leve de las caricias que el amor demanda y santifica. Giovanni no había tocado nunca ni uno solo de los dorados rizos de Beatriz; el vestido de la joven —tan grande era la barrera psíquica que los separaba— no había ondeado nunca contra él con la brisa. En las pocas ocasiones en que Giovanni parecía dispuesto a saltar aquella barrera, Beatriz se ponía tan triste, su continente era tan severo, y mostraba además tal aspecto de desesperación, que no eran necesarias las palabras para que el joven desistiera. En tales momentos, Giovanni se sobresaltaba ante la horrible sospecha que nacía, semejante a un monstruo, en lo profundo de su corazón. La miraba al rostro, su amor se entibiaba y se desvanecía, como la niebla matinal ante el sol, y sólo quedaban sus dudas.

Pero cuando el rostro de Beatriz recobraba su alegría después de su momentánea tristeza, dejaba de ser la persona misteriosa a la que Giovanni observaba con miedo y horror y volvía a ser la muchacha hermosa y sencilla cuyo espíritu comprendía por encima de todo otro conocimiento.

Había transcurrido un tiempo considerable desde el último encuentro de Giovanni con Baglioni, cuando una mañana se vio desagradablemente sorprendido por la visita del profesor, en el cual había pensado muy poco durante las últimas semanas y de quien hubiese querido olvidarse completamente. Se hallaba en un estado de ánimo tal, que sólo podía aceptar la compañía de personas que no pusieran objeciones a sus actuales sentimientos. Tal comprensión era algo que no podía esperar del profesor Baglioni.

El visitante charló despreocupadamente durante unos minutos de los chismes de la ciudad y de la Universidad, y luego abordó otro tema.

—Últimamente he estado leyendo a un antiguo autor, un clásico —dijo—, y me encontré con una historia que me llamó la atención. Posiblemente la recordará usted. Trata de un príncipe de la India que envió una hermosa mujer como presente a Alejandro Magno. Era tan bella como la aurora y tan vistosa como una puesta de sol, pero lo que la caracterizaba era cierto aliento perfumado, más dulce que el de las rosas de un jardín persa. Alejandro, como es natural en un hombre joven, quedó enamorado de la hermosa extranjera en cuanto la vio; pero cierto sabio, que estaba presente en aquel momento, descubrió en ella un secreto terrible.

—¿Y en qué consistía el secreto? —preguntó Giovanni, bajando los ojos para evitar los del profesor.

—Aquella hermosa mujer —continuó Baglioni— había sido alimentada con venenos desde su nacimiento, hasta el punto de que habían pasado a formar parte de su organismo, y ella misma era el veneno más mortal que existía. El delicioso perfume de su aliento emponzoñaba el aire. Su amor hubiese sido mortal. ¿No es un cuento maravilloso?

—Una fábula infantil —respondió Giovanni, agitándose nerviosamente en su silla—. Me asombra que su señoría pierda el tiempo leyendo esas paparruchas, mientras está dedicado a estudios serios.

—A propósito —dijo el profesor, mirando inquieto a su alrededor—, ¿qué extraña fragancia es la que se respira en esta habitación? ¿Es acaso el perfume de sus guantes? Es débil, pero delicioso, aunque no se puede decir que sea agradable. Creo que si lo respirase mucho tiempo llegaría a ponerme enfermo. Es como la esencia de una flor, pero no veo flores en la habitación.

—No hay ninguna —dijo Giovanni, que se había puesto pálido mientras el profesor hablaba—, ni creo que haya aquí otro perfume que el de la imaginación de vuestra señoría. El olor, siendo como es una mezcla de lo sensorial y de lo espiritual, puede engañaros de este modo. El recuerdo de un perfume puede ser confundido con una realidad presente.

—Mi imaginación no suele gastarme esas bromas —replicó Baglioni—, y si percibo un olor es porque alguna droga de vil boticario ha untado mis dedos. Nuestro querido amigo Rapaccini, según he oído decir, perfuma sus medicinas con olores más ricos que los de Arabia. La bella y docta Beatriz podría tratar también a sus pacientes con drogas tan dulces como el aliento de una doncella. Pero… ¡ay del que las bebiera!

El rostro de Giovanni reflejó un cúmulo de emociones contenidas. El tono en el que el profesor hablaba de la pura y encantadora hija de Rapaccini era una tortura para su alma, y, sin embargo, no podía dejar de sentir mil confusas sospechas que se mofaban de él como otros tantos demonios. Procuró dominarse y respondió a Baglioni con la fe de un amante perfecto.

—Señor profesor —dijo—, fue usted amigo de mi padre y creo que su propósito es obrar también como un amigo con el hijo. No puedo sentir hacia usted más que respeto y deferencia, pero le ruego que comprenda que hay algo acerca de lo cual no podemos hablar. Usted no conoce a la señorita Beatriz, y, por lo tanto, es incapaz de estimar lo erróneo de su juicio sobre ella.

—¡Mi pobre Giovanni! —exclamó el profesor, con expresión de lástima—. Conozco a esa joven perversa mucho mejor que usted. Y voy a decirle la verdad acerca del envenenador Rapaccini y de su venenosa hija; sí, tan venenosa como bella. La antigua fábula de la mujer india se ha convertido en realidad, merced a la profunda y fatal ciencia de Rapaccini, en la persona de la hermosa Beatriz.

Giovanni gimió y ocultó el rostro entre las manos.

—Su padre —continuó Baglioni—, haciendo oídos sordos al cariño que debía sentir por su hija, la ofreció en holocausto a la ciencia. Hagámosle la justicia de reconocer que es un auténtico científico, que destilaría su propio corazón en un alambique. ¿Cuál puede ser el destino de usted, mi querido Giovanni? Ha sido usted escogido como material para un nuevo experimento. El resultado quizá sea la muerte o algo aún más terrible. Rapaccini, por lo que él llama interés por la ciencia, no se detendría ante nada.

«Es un sueño —se dijo Giovanni—. No puede ser más que un mal sueño».

—Sin embargo, puede usted tener esperanzas, mi joven amigo —continuó Baglioni—. No es demasiado tarde para la salvación. Es muy posible que tengamos éxito al tratar de volver a esa miserable criatura a la normalidad, de la que ha sido sacada por la locura de su padre. Esta pequeña redoma de plata fue labrada por el famoso Benvenuto Cellini y es un presente de amor digno de la dama más encopetada de Italia. Su contenido es aún más valioso: un pequeño sorbo de este antídoto hubiera neutralizado el veneno más virulento de los Borgia. No cabe duda de que será eficaz contra los de Rapaccini. Dele el pomo a su Beatriz y espere confiado los resultados.

Y Baglioni dejó sobre la mesa una redoma de plata exquisitamente labrada. A continuación se marchó, dejando que sus palabras produjeran el efecto deseado sobre la mente de Giovanni.

«Te venceremos, Rapaccini —se decía a sí mismo, sonriendo, mientras bajaba la escalera—. Aunque estoy obligado a reconocer que eres un maravilloso hombre de ciencia, los que respetamos las normas clásicas de la profesión médica no podemos tolerar tus despreciables experimentos».

En sus relaciones con Beatriz, Giovanni se había visto asaltado a menudo por negros presentimientos en lo que respecta a la naturaleza íntima de la hija de Rapaccini. Pero la joven se había comportado siempre de un modo tan sencillo, tan natural, tan cariñoso y tan ingenuo, que la descripción que de ella acababa de hacer el profesor Baglioni le parecía monstruosa e increíble, algo que escapaba a la realidad. Es cierto que Giovanni conservaba recuerdos estremecedores relacionados con las primeras veces que vio a la encantadora Beatriz… No podía olvidar el ramillete que se marchitó en su mano, ni el insecto que pereció en medio del aire dorado por el sol, sin otra intervención evidente que la fragancia del aliento de la joven. Estos incidentes, sin embargo, se desvanecían ante la luz pura de su carácter, dejando de tener la eficacia de los hechos, y adquirían el aspecto de errores de la fantasía, a pesar de que el testimonio de los sentidos parecía desmentirlo. ¿Hay algo más verdadero y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los dedos? En esta idea basaba Giovanni su confianza en Beatriz, aunque en realidad se debía más a la fuerza de las virtudes de la joven que a una fe profunda y generosa. Pero, ahora, su espíritu era incapaz de mantenerse a la altura a que le había elevado el primer entusiasmo de la pasión; la duda se había insinuado en su cerebro, manchando el albo recuerdo de la imagen de Beatriz. No estaba dispuesto a abandonarla, pero deseaba someterla a prueba. Decidió hacer algo que pudiera convencerle, de una vez para siempre, de que aquellas terribles cualidades físicas no tenían correspondencia en su alma. Sus ojos podían haberle engañado en lo que respecta al lagarto, al insecto y a las flores, debido a la distancia. Tenía que comprobar, estando junto a ella, si al tocar una flor recién cortada se marchitaba en su mano. Entonces no le quedaría ninguna duda. Con esta idea, Giovanni corrió a la tienda de flores y compró un ramillete que estaba aún perlado con las gotas de rocío de la mañana.

Era la hora acostumbrada de su entrevista con Beatriz. Antes de bajar al jardín, Giovanni no resistió a la tentación de mirarse al espejo, vanidad que puede disculparse en un joven bien parecido, aunque con ello demuestre cierta frivolidad de sentimientos y un carácter poco formado. Se miró y se dijo a sí mismo que sus facciones no habían sido nunca tan graciosas, ni sus ojos habían tenido nunca aquella vivacidad, ni sus mejillas un tinte tan saludable como en aquel momento.

«Al menos —pensó—, su veneno no ha penetrado en mi organismo. No soy una flor que puede marchitarse en una mano».

Con este pensamiento dirigió sus ojos al ramillete que había conservado en la mano. Un estremecimiento de horror sacudió todo su cuerpo al notar que aquellas flores húmedas de rocío estaban marchitándose; tenían el aspecto de haber sido frescas el día anterior. Giovanni palideció y se quedó inmóvil delante del espejo, mirando a su propia imagen como si estuviese contemplando algo terrible. Recordó el comentario de Baglioni acerca de la fragancia que parecía inundar la habitación. ¡Su aliento debía estar envenenado! Luchó por recobrarse de su estupor y comenzó a observar con ojos curiosos una araña que estaba atareada fabricando su tela en la antigua cornisa de su habitación, cruzando y recruzando el ingenioso sistema de hilos entrelazados; era una araña tan vigorosa y activa como todas las que se columpian en un techo viejo. Giovanni se colocó debajo mismo del insecto y emitió una profunda y larga bocanada de aliento. La araña interrumpió repentinamente su tarea y la tela vibró a consecuencia del estremecimiento del cuerpo del diminuto artesano. Giovanni volvió a lanzar el aliento sobre la araña, con más fuerza que la vez anterior, y con un venenoso sentimiento en su corazón: no sabía si era un ser perverso o una criatura desesperada. La araña contrajo convulsivamente sus miembros y quedó colgada, muerta, a través de la ventana.

«¡Maldito! ¡Maldito! —murmuró Giovanni—. ¿Te has vuelto tan venenoso como para que este insecto muera bajo los efectos de tu aliento?»

En aquel momento ascendió desde el jardín una voz dulce y agradable.

—¡Giovanni! ¡Giovanni! Ya pasa de la hora… ¿Por qué tardas? ¡Baja!

«Sí —murmuró Giovanni—. Ella es el único ser al que mi aliento no puede asesinar. ¡Ojalá pudiera hacerlo!»

Bajó corriendo, y al cabo de unos instantes se encontraba ante los ojos brillantes y adorables de Beatriz.

Unos segundos antes, su rabia y su desesperación eran tan intensas que sólo había deseado poder destruirla con una mirada. Pero en su presencia surgían influencias demasiado reales y vivas para que pudiera librarse fácilmente de ellas. Giovanni recordaba ahora los momentos en que Beatriz, con su femenina dulzura, le había envuelto en una paz religiosa, recordaba los apasionados arrebatos de su corazón en presencia de la joven. Y aquellos recuerdos convencieron a Giovanni de que Beatriz era un ángel, algo celestial, y que sólo una persona alucinada podía atribuirle aquellas horribles cualidades. La ira del joven se apaciguó y se transformó en un estado de hosca insensibilidad. Beatriz, con su aguda intuición, comprendió inmediatamente que entre ellos había un mar de tinieblas que ninguno de los dos podría cruzar. Pasearon juntos, tristes y en silencio, y llegaron hasta la fuente de mármol, cerca de la cual crecía la planta de flores semejantes a gemas. Giovanni se sorprendió del placer —o, mejor dicho, del apetito— con que inhalaba la fragancia de las flores.

—Beatriz —preguntó de pronto—, ¿de dónde vino esta planta?

—La creó mi padre —respondió la joven con sencillez.

—¿La creó? ¿Qué quieres decir con eso?

—Es un hombre que conoce mucho los secretos de la Naturaleza —respondió Beatriz—. Y en el mismo instante en que yo empecé a respirar, esta planta se alzó del suelo; es el producto de su ciencia, de sus conocimientos, en tanto que yo no soy más que su hija mortal. ¡No te acerques! —exclamó, al ver que Giovanni se aproximaba a la planta—. Tiene cualidades que apenas podrías soñar. Yo, queridísimo Giovanni, he crecido y me he desarrollado con la planta y me nutro con su aroma. Es mi hermana, y la amo con afecto humano. Pero ¡ay! ¿No lo has sospechado? Existe un terrible destino en ella.

Giovanni la miró con una expresión tan ceñuda que Beatriz se interrumpió, temblando. Pero la fe en su cariño barrió su vacilación y le hizo reprocharse el haber dudado de Giovanni, siquiera por un instante.

—Existe un terrible destino en ella —repitió—, efecto del fatal amor de mi padre por la ciencia, que me aleja de toda sociedad con los de mi clase. Hasta que el cielo te envió, no puedes imaginar cuán sola estuvo tu pobre Beatriz…

—¿Era ése tu destino? —preguntó Giovanni, fijando en ella sus ojos.

—Sólo ahora sé lo duro que era —respondió Beatriz con ternura—. ¡Oh, sí! Mi corazón estaba adormecido, y, por lo tanto, tranquilo.

La ira de Giovanni estalló repentinamente como un relámpago surgiendo de las tinieblas.

—¡Estoy maldito! —gritó con desesperación—. ¡Encontrabas aburrida tu soledad, y me has separado de todo lo noble de la existencia, atrayéndome a esta región de inenarrable horror!

—¡Giovanni! —exclamó Beatriz, mirándole con sus grandes y brillantes ojos. No había comprendido del todo sus palabras, pero estaba asustada por lo repentino de aquella explosión.

—¡Sí, criatura emponzoñada! —prosiguió Giovanni, acercándose a ella—. ¡Tú me has puesto así! ¡Tú me has infamado! ¡Tú me has llenado mis venas de ponzoña! ¡Me has convertido en un ser tan odioso, tan horrendo, tan aborrecible y fatal como tú misma! ¡Ahora, si nuestro aliento es tan fatal para nosotros mismos como para los demás, unamos nuestros labios en un beso de indecible odio y muramos!

—¡Virgen santa! —murmuró Beatriz, con voz plañidera—. ¡Ten piedad de mí! No soy más que una pobre niña con el corazón roto.

—¿Puedes rezar? ¿Tú? —exclamó Giovanni, con diabólico desprecio—. Al salir de tus labios, tus oraciones tiñen la atmósfera de muerte. Sí, sí, recemos. ¡Vayamos a la iglesia y mojemos nuestros dedos en la pila del agua bendita! ¡Los que vengan detrás morirán apestados! ¡Tracemos en el aire el signo de la cruz! ¡Serán maldiciones esparcidas con apariencia de símbolos sagrados!

—Giovanni —dijo Beatriz, ya calmada, pues su pena era menor que su amor—, ¿por qué te unes conmigo en esas palabras terribles? Yo, es cierto, soy la cosa horrible que tú me llamaste. Pero, tú, ¿qué has de hacer sino estremecerte ante lo espantoso de mi condición y marcharte muy lejos, olvidándote de que se arrastran por la tierra monstruos semejantes a la pobre Beatriz?

—¡No pretenderás ignorarlo! —estalló Giovanni, encarándose con ella—. ¡Mira! ¡Este poder me lo ha proporcionado la cándida hija de Rapaccini!

Un enjambre de insectos volaba en el aire en busca del alimento prometido por el olor de las flores del jardín fatal. Rodearon, formando un círculo, la cabeza de Giovanni, y era evidente que se sentían atraídos hacia él por el mismo influjo que les había atraído por un instante a varios de los arbustos: Giovanni sopló entre ellos y sonrió con amargura a Beatriz cuando una veintena de los insectos cayeron muertos al suelo.

—¡Oh! —gimió Beatriz—. ¡Es la ciencia fatal de mi padre! ¡No, no, Giovanni! No fui yo. ¡Nunca! ¡Yo sólo soñé amarte y estar a tu lado hasta que quisieras marcharte, dejando tu imagen en mi corazón! Créelo, Giovanni, aunque mi cuerpo se haya nutrido de veneno, mi espíritu es una criatura de Dios y suplica amor como alimento cotidiano. Pero mi padre nos ha unido con esta terrible afinidad. Sí… Despréciame, pisotéame, mátame. ¡Oh! ¿Qué es la muerte después de oír palabras como las tuyas? No fui yo. Ni por toda la felicidad del mundo lo hubiese hecho.

El ardor de Giovanni se agotó después de la explosión de sus sentimientos. Comenzó a experimentar una sensación de tristeza no desprovista de ternura, ante la íntima y extraña afinidad existente entre Beatriz y él mismo. Estaban, prácticamente, en soledad absoluta, aunque les rodeara una inmensa multitud. ¿No era lógico que se unieran, abandonados como estaban de todos? Si se trataban con crueldad, ¿quién iba a ser amable con ellos? Por otra parte, pensaba Giovanni, ¿no existía una esperanza de regresar a la normalidad y conducir a Beatriz, a la redimida Beatriz, de la mano? ¡Oh, espíritu débil, egoísta y vil, que pensaba aún en una felicidad vulgar y en una unión terrena después de haber infamado con palabras tan horribles un amor como el de Beatriz! No, no podía caber tal esperanza. Beatriz debía caminar lentamente, con el corazón destrozado, a través de las fronteras del tiempo, lavar sus heridas en alguna fuente del paraíso y olvidar su pena en la luz de la inmortalidad. Allí sería feliz.

Pero Giovanni lo ignoraba.

—Querida Beatriz —dijo, acercándose a ella, que retrocedió como retrocedía siempre que Giovanni se le había acercado, pero ahora por distinto motivo—, mi querida Beatriz, nuestro estado no es tan desesperado como supones. ¡Mira! Tengo aquí una medicina muy eficaz, según me aseguró un prestigioso médico. Sus efectos son maravillosos. Está compuesta de ingredientes opuestos por entero a los que tu terrible padre ha inoculado en nosotros. Son plantas benditas… Podemos tomarla juntos y purificarnos del mal.

—¡Dámela! —suplicó Beatriz, extendiendo la mano para coger la pequeña redoma de plata que Giovanni había sacado de su bolsillo—. Voy a bebérmela, pero tú debes esperar los resultados que en mí produzca.

La joven llevó a sus labios el antídoto de Baglioni. En aquel mismo instante surgió del porche la figura de Rapaccini, que se acercaba lentamente a la fuente de mármol Cuando estuvo cerca, el hombre de ciencia sonrió con expresión de triunfo al contemplar a la hermosa pareja, como si se tratara de un artista que después de dedicar toda su vida a la creación de un cuadro o de un grupo escultórico, se sintiera orgulloso de su éxito. Súbitamente, se detuvo; su cuerpo encorvado se irguió, consciente de su poder; extendió las manos sobre los dos jóvenes en la actitud de un padre impartiendo la bendición a sus hijos, pero aquellas manos habían sido las mismas que lanzaron el veneno en el cauce de sus vidas. Giovanni tembló, Beatriz se estremeció y se oprimió el corazón con ambas manos.

—Hija mía —dijo Rapaccini—, ya no estarás sola en el mundo. Arranca una de las preciosas gemas de tu planta hermana, y ruega a tu prometido que la lleve en su pecho. Ahora ya no le hará ningún daño. Mi ciencia y la simpatía que existe entre vosotros le ha traído a formar parte de tu constitución, apartándole de la de los hombres normales. Viviréis amándoos y siendo temidos por el resto de la gente.

—Padre mío —murmuró Beatriz—, ¿por qué diste ese miserable destino a tu hija?

—¿Miserable? —exclamó Rapaccini—. ¿Cómo te atreves a calificarlo de miserable, insensata? ¿Consideras miserable el estar dotada de dones maravillosos, contra los cuales no sirven de nada la fuerza y el poder de un enemigo? ¿Consideras miserable el ser capaz de matar al más fuerte sólo con el aliento? ¿Consideras miserable el ser tan terrible como hermosa? ¿Hubieras preferido, acaso, la condición de una mujer débil, expuesta a todo daño e incapaz de hacer ninguno?

—Hubiera preferido ser amada a ser temida —murmuró Beatriz, desplomándose al suelo—. Pero ya no importa. Me voy a un lugar donde el mal que te has esforzado en mezclar con mi ser desaparecerá como un sueño, como la fragancia de esas flores venenosas que no teñirán más mi aliento entre las flores del Paraíso. ¡Déjame, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo que apesadumbra mi corazón, pero también desaparecerán cuando yo suba.

Beatriz había sido transformada por su padre en un ser tan extraño, que el veneno era vida para ella, y, en cambio, el antídoto representaba la muerte. Así, la víctima inocente de la iniquidad de un hombre y de su torcida naturaleza, pereció a los pies de su padre y de Giovanni.

En aquel mismo instante apareció en la ventana el profesor Pietro Baglioni, el cual, dirigiéndose al anonadado hombre de ciencia, le gritó en un tono en el que se mezclaban el triunfo y el horror:

—¡Rapaccini! ¡Rapaccini! ¡Contempla el resultado de tu experimento!

Nataniel Hawthorne - La hija de Rapaccini edit
  • Autor: Nataniel Hawthorne
  • Título: La hija de Rapaccini
  • Título Original: Rappaccini’s Daughter
  • Publicado en: The United States Magazine and Democratic Review, diciembre de 1844
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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