«El entierro de Roger Malvin» (Roger Malvin’s Burial) es un relato corto de Nathaniel Hawthorne, publicado en 1832. La historia sigue a Reuben Bourne y Roger Malvin, dos hombres que, tras escapar de una sangrienta batalla entre colonos y nativos americanos, quedan gravemente heridos. Perdidos en la inmensidad del bosque y sin ayuda a la vista, Malvin, consciente de su condición terminal, ruega a Reuben que lo abandone para salvarse. Aunque inicialmente se resiste, Reuben finalmente acepta, prometiendo regresar para darle sepultura si no encuentra ayuda. El cumplimiento de esta promesa marcará el destino de Reuben de maneras que jamás pudo prever.
El entierro de Roger Malvin
Nathaniel Hawthorne
(Cuento completo)
Uno de los pocos sucesos de las guerras contra los indios susceptibles de recibir la luz de luna de lo novelesco, fue la expedición emprendida en defensa de las fronteras en el año de 1725, que terminó con la célebre «batalla de Lovell». La imaginación, si tiene el juicio de dejar en la sombra ciertos incidentes, encuentra mucho que admirar en el heroísmo de la pequeña tropa que combatió en proporción de dos a uno en las entrañas del territorio enemigo. La evidente valentía desplegada por ambos bandos se ajustó a la concepción civilizada del coraje; y los propios anales de la caballería podrían sin bochorno registrar las hazañas de uno o dos individuos. La batalla, fatal para quienes lucharon, no tuvo consecuencias tan infortunadas para el país, pues dispersó las fuerzas de una tribu y condujo a la paz que reinó en los años siguientes. La historia y la tradición son extraordinariamente detalladas en sus recuentos de este suceso; y el capitán de una avanzada de colonizadores adquirió tanta fama militar como los victoriosos caudillos de legiones. Pese al empleo de nombres ficticios, algunos hechos contenidos en las páginas siguientes serán reconocidos por quienes han oído, de labios de los viejos, acerca de la suerte de los pocos combatientes que quedaron en condiciones de replegarse tras la «batalla de Lovell».
Los primeros rayos del sol bañaban con su luz alegre las copas de los árboles, bajo los cuales se habían dejado caer aquella víspera un par de hombres heridos y agotados. Su lecho de hojas secas de roble se esparcía sobre el pequeño espacio llano al pie de una roca, situada cerca de la cima de uno de los suaves promontorios que moldean los contornos de esa parte del país. La mole de granito, que levantaba su lisa superficie unos seis u ocho metros sobre sus cabezas, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida, sobre la cual las vetas parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. En un trecho de varios acres a la redonda, los robles y otros árboles de madera dura tomaban el lugar de los pinos que poblaban aquella zona. Cerca de nuestros caminantes se erguía un robusto roblecillo.
La grave herida del hombre mayor probablemente lo había privado de sueño, ya que se enderezó penosamente hasta quedar sentado tan pronto dio el primer rayo de sol en la copa del árbol más alto. Las hondas líneas de su rostro y sus cabellos entrecanos denotaban que había pasado de la edad madura; pero su musculatura, salvo por los efectos de la herida, habría sido tan capaz de soportar fatigas como en el vigor temprano de la vida. La debilidad y el agotamiento marcaban ahora sus rasgos; y la mirada desesperanzada que dirigió a las profundidades del bosque probaba su convencimiento de que se aproximaba el fin de su peregrinaje. A continuación volvió los ojos hacia el compañero recostado a su lado. El joven —pues escasamente era un hombre crecido— reposaba con la cabeza sobre el brazo, inmerso en un sueño agitado que a cada momento parecía estar a punto de romperse debido a las punzadas de sus heridas. Con la mano derecha agarraba un mosquete y, a juzgar por la violenta expresión de su semblante, en su sopor volvía a presenciar el conflicto del cual era uno de los pocos sobrevivientes. Un grito —potente y penetrante en el delirio de su sueño— se abrió camino como un murmullo imperfecto entre sus labios y, sobresaltándose hasta de oír el delgado sonido de su propia voz, despertó súbitamente. El primer acto de revivir recuerdos fue preguntar lleno de ansiedad por el estado del compañero herido. Éste último sacudió la cabeza.
—Rubén, mi chico —dijo—, la roca a cuya sombra nos sentamos será la lápida de un viejo cazador. Todavía nos faltan leguas y leguas de monte desolado; y de nada me serviría que el humo de mi propia chimenea estuviera al otro lado de aquel cerro. La bala india era más mortífera de lo que yo creía.
—Está cansado por estas tres jornadas —replicó el joven—, y otro poco de descanso lo recuperará. Quédese aquí sentado mientras busco en el bosque las hierbas y raíces que tienen que servirnos de sustento. Cuando hayamos comido se apoyará en mí y enderezaremos nuestras caras rumbo a casa. No dudo que con mi ayuda podrá aguantar hasta algún fuerte fronterizo.
—No me quedan dos días de vida, Rubén —dijo con calma el otro—, y no pienso agobiarte más con mi inútil cuerpo, cuando a duras penas puedes con el tuyo. Tus heridas son hondas y vas con rapidez perdiendo fuerzas. Sin embargo, si te apresuras solo, puedes salvarte. Para mí no hay esperanza. Voy a aguardar la muerte aquí.
—Si ha de ser así, me quedo entonces a cuidarlo —dijo Rubén, resuelto.
—No, hijo mío, no —objetó su compañero—. Deja que el deseo de un moribundo tenga influencia en ti. Dame una vez la mano y ándate. ¿Piensas que aliviará mis últimos momentos la idea de que te abandono a una muerte más lenta? Te he amado como un padre, Rubén; y en una ocasión como ésta debo tener algo de la autoridad de un padre. Te ordeno que te vayas, para poder morir en paz.
—¿Y porque ha sido un padre para mí debo entonces dejarlo que perezca y quede sin enterrar en la espesura? —exclamó el joven—. No. Si es verdad que se acerca su fin, voy a cuidar de usted y voy a recibir sus últimas palabras. Cavaré cerca de esta roca una tumba en la que, si la debilidad me rinde, yaceremos los dos; o, si el cielo me da fuerzas, me abriré camino a casa.
—En las ciudades y dondequiera que residen los hombres —respondió el otro—, entierran a los muertos; los esconden de la vista de los vivos. Pero aquí, donde quizás no va a oírse un paso en cien años, ¿por qué no descansar a cielo abierto, cubierto sólo por las hojas de roble cuando el viento de otoño las esparza? En cuanto a un monumento, aquí está esta roca gris, en la que labraré con mano moribunda el nombre de Roger Malvin; y el caminante en días futuros sabrá que duerme aquí un cazador y un guerrero. No tardes, pues, por este despropósito; y apresúrate, si no por tu bien, por el de la que se sentirá desconsolada.
Malvin pronunció estas últimas palabras con voz quebrada y su efecto sobre el compañero fue más que evidente. Le recordaban que había otros deberes menos cuestionables que compartir la suerte de un hombre a quien de nada beneficiaría con su muerte. Tampoco puede aseverarse que ningún sentimiento egoísta pugnó por penetrar al corazón de Rubén, aunque la conciencia lo hacía resistirse con mayor ahínco a los ruegos de su compañero.
—¡Qué horrible es esperar el lento paso de la muerte en estas soledades! —exclamó—. El bravo no se acobarda en la batalla; y, cuando hay amigos alrededor del lecho, incluso una mujer puede morir sin perder el aplomo; pero aquí…
—No voy a amilanarme, ni aun aquí, Rubén Bourne —lo interrumpió Malvin—. No soy un hombre de débil corazón y, si lo fuera, existe un soporte más seguro que el de los amigos terrenales. Eres joven y amas la vida. Vas a necesitar más consuelo que yo en tu lance postrero. Y cuando me hayas depositado en la tierra y estés solo, y la noche descienda sobre el bosque, vas a sentir toda la amargura de mi muerte, que ahora puedes esquivar. Pero no quiero incitar un motivo egoísta en tu naturaleza generosa. Déjame por mi bien, de modo que, tras rezar una oración por tu seguridad, me quede tiempo para rendir cuentas sin que me perturben las penas de este mundo.
—Y su hija, ¿cómo me atreveré a mirarla a los ojos? —inquirió Rubén—. Va a preguntarme por la suerte de su padre, cuya vida juré defender con la mía. ¿Debo decirle que marché con él tres días desde el campo de batalla y que lo abandoné para que pereciera en la espesura? ¿No sería mejor recostarme y morir a su lado que regresar a salvo y contarle esto a Dorcas?
—Dile a mi hija —dijo Roger Malvin— que aunque tú mismo estabas gravemente herido, y débil, y agotado, por varias leguas dirigiste mis pasos vacilantes y que me abandonaste sólo a instancias de mis sinceras súplicas, porque yo no quería que tu sangre me manchara el alma. Dile que fuiste leal en el dolor y en el peligro y que si tu flujo vital hubiera podido salvarme, se habría derramado hasta la última gota. Y dile que serás algo más preciado que un padre, que mi bendición cae sobre ambos y que mis ojos moribundos columbran un camino largo y placentero que habrán de recorrer en compañía.
Mientras hablaba, Malvin casi se levantó; y el vigor de sus palabras finales pareció colmar el bosque agreste y desolado con una visión de felicidad. Pero cuando se desplomó, exhausto, en el lecho de hojarasca, se extinguió la luz que se había encendido en los ojos de Rubén. Éste sentía que era pecaminoso y necio pensar en la felicidad en aquellos momentos. Su compañero observaba cómo cambiaba de expresión y trató, con generosa maña, de inducirlo a su propio bien.
—Tal vez me equivoco respecto al tiempo que tengo por vivir —continuó—. Puede ser que, con pronta ayuda, me recupere de mi herida. Los fugitivos delanteros ya deben de haber llevado noticias del combate fatal a las fronteras y van a enviar partidas de socorro para quienes estamos en estas condiciones. Si te encuentras con una de éstas y los traes aquí, ¿quién quita que pueda sentarme otra vez frente a la chimenea?
Una sonrisa lastimera cruzó el rostro del moribundo al insinuar aquella esperanza infundada; la cual, empero, no dejó de producir efecto en Rubén. Ni el mero egoísmo ni la afligida situación de Dorcas lo habrían impelido a abandonar al compañero en esa coyuntura; pero sus deseos se apresuraron a adoptar la idea de que podía salvarse la vida de Malvin y su temperamento optimista elevó casi hasta ser certeza la remota posibilidad de conseguir ayuda humana.
—Ciertamente hay razones, poderosas razones, para esperar que haya amigos no muy lejos —dijo a media voz—. A las primeras escaramuzas salió huyendo un cobarde, ileso y de seguro a muy buen paso. Todo hombre recto en las fronteras se terciaría el mosquete al oír la noticia; y, aunque ningún grupo va a adentrarse tanto en los bosques, tal vez me los encuentre a un día de camino.
—Aconséjeme con sinceridad —dijo, dirigiéndose a Malvin, dudoso de sus propios motivos—. ¿Si se encontrara en mi lugar, me abandonaría mientras hubiera vida?
—Hace ya veinte años —replicó Roger Malvin suspirando, pues era consciente de la gran diferencia entre ambos casos—, hace veinte años que escapé junto con un amigo del cautiverio de los indios cerca de Montreal. Caminamos muchos días por el bosque hasta que al fin, rendido por el hambre y el cansancio, mi amigo se echó al suelo y me rogó que lo dejara, pues sabía que si yo me quedaba ambos pereceríamos. Y, con pocas esperanzas de obtener socorro, hice una almohada de hojas secas bajo su cabeza y partí apretando el paso.
—¿Y volvió a tiempo para salvarlo? —preguntó Rubén, pendiente de las palabras de Malvin como si fueran a profetizarle éxito.
—Sí —respondió el otro—. Llegué al campamento de unos cazadores antes del anochecer de ese mismo día. Los conduje al lugar donde mi camarada esperaba la muerte; y ahora vive sano y vigoroso en su granja, en tierras colonizadas, mientras yo estoy herido aquí en las profundidades del territorio inexplorado.
Este ejemplo, de mucho peso sobre la decisión de Rubén, venía robustecido, sin que él lo supiera, por la fuerza oculta de muchos otros motivos. Roger Malvin se daba cuenta de que estaba a punto de obtener la victoria.
—Ahora vete, hijo mío, y que el cielo te ayude —dijo—. No te regreses con tus compañeros cuando te los encuentres, sino que manda aquí a tres o cuatro que estén disponibles para buscarme; y créeme, Rubén, mi corazón estará más alegre con cada paso que des en dirección a casa.
Pero se dio, tal vez, un cambio en su expresión y en su voz mientras decía esto; puesto que, después de todo, era un sino espantoso quedarse agonizando en la espesura.
Rubén Bourne, apenas medio convencido de estar obrando correctamente, se levantó por fin y se dispuso a partir. Pero antes, contra la voluntad de Malvin, recogió una provisión de hierbas y raíces, lo único que habían comido en los dos últimos días.
Colocó estas inútiles raciones al alcance del moribundo, para quien igualmente apiló un lecho de hojas secas de roble. Luego, subiendo a la cima de la roca, que por un lado era áspera y escabrosa, arqueó el roblecillo y amarró su pañuelo de la rama más alta. Tal precaución no era innecesaria para guiar a quien viniera en busca de Malvin, pues ningún flanco de la roca, excepto el amplio y liso frente, se podía ver desde cierta distancia debido a la tupida broza del bosque. El pañuelo había servido para vendar una herida en el brazo de Rubén. Cuando lo ató al árbol juró por la sangre que lo manchaba que iba a regresar, bien a salvar la vida de su compañero, bien a depositar su cadáver en la tumba. Bajó después y esperó cabizbajo las palabras de despedida de Malvin.
La veteranía de este último le dictó prolijos consejos acerca del viaje del joven por el bosque no hollado. Hablaba sobre el tema con calmosa seriedad, como si enviara a Rubén al combate o de caza mientras él se quedaba en la seguridad del hogar, y no como si el rostro humano que pronto iba a desampararlo fuera el último que jamás contemplara. Pero antes de terminar flaqueó su entereza.
—Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última oración será por ella y por ti. Pídele que no guarde aversión porque me dejaste, pues la vida no te habría pesado si con su sacrificio me hubieras hecho un bien. Se casará contigo después de haber llorado un rato por su padre. ¡Qué el cielo les conceda largos años felices y que los hijos de sus hijos estén al pie de su lecho mortuorio! Y, Rubén —añadió, mientras por fin se abría paso el desaliento de la mortalidad—, regresa, cuando hayan sanado tus heridas y otra vez tengas bríos, regresa a esta roca agreste, entierra mis huesos en una sepultura y reza una oración por ellos.
Los colonos de aquellas fronteras guardaban un respeto casi supersticioso por los ritos de entierro, proveniente tal vez de las costumbres de los indios, que guerreaban con los muertos igual que con los vivos. Y hay muchos casos de sacrificio de la vida en un intento por sepultar a quienes habían sido derribados por la «espada de la selva». Rubén, por tanto, reconocía la enorme importancia de la promesa que con toda solemnidad hizo de regresar y efectuar las exequias de Roger Malvin. Era patente que este último, al expresarse de todo corazón en el adiós, ya ni siquiera trataba de convencer al joven de que la ayuda más rápida serviría para preservar su vida. Rubén sabía en su fuero interno que nunca más vería la cara viva de Malvin. Su generosidad lo habría constreñido a demorarse, hasta pasar la escena de la muerte; pero las ganas de vivir y la esperanza de la dicha le habían animado el corazón y era incapaz de resistirlas.
—Es suficiente —dijo Roger Malvin tras escuchar la promesa de Rubén—. Ándate, y que Dios te dé alas.
Sin decir nada el joven le apretó la mano, dio media vuelta y se alejó. Empero, cuando con paso lento y vacilante había recorrido un corto trecho, lo hizo volver la voz de Malvin.
—Rubén, Rubén —llamaba débilmente.
Rubén se arrodilló junto al agonizante.
—Levántame y recuéstame en la roca —fue su último ruego—. Así mi cara queda mirando a casa y podré verte por un momento más mientras te pierdes entre los árboles.
Habiendo hecho la deseada modificación en la postura de su compañero, Rubén reemprendió el solitario peregrinaje. Al principio caminó más rápido de lo que era compatible con sus fuerzas, pues una especie de sentimiento de culpa, que en ocasiones atormenta a los hombres en sus acciones más justificadas, lo impelía a ocultarse de los ojos de Malvin. Pero después de haber pisado un largo rato la crujiente hojarasca regresó a hurtadillas, movido por una curiosidad desenfrenada y lancinante y, escondido tras la raíz terrosa de un árbol descuajado, acechó atentamente al hombre abandonado. No se nublaba el sol de la mañana y árboles y arbustos inhalaban el dulce aire del mes de mayo. Sin embargo, la faz de la naturaleza parecía ensombrecida, como si se compadeciera de la agonía mortal y del dolor. Roger Malvin levantaba las manos en fervorosa oración, algunas de cuyas frases se deslizaban por la quietud del bosque y penetraban en el corazón de Rubén, atormentándolo con ramalazos indecibles. Pedían, con acentos quebrantados, por la felicidad de éste y la de Dorcas. Al oír esto el joven, la conciencia, o algo parecido, lo urgía fuertemente a regresar y otra vez reclinarse al pie de la roca. Sentía cuán duro era el destino de aquel ser bueno y generoso que había abandonado en la adversidad. La muerte llegaría como un cadáver que se acercara lentamente, reptando por el bosque y asomando de árbol en árbol, cada vez más cerca, sus espantosos y congelados rasgos. Pero igual suerte habría corrido Rubén de haberse demorado otro crepúsculo. ¿Quién puede reprocharle que rehuyera tan inútil sacrificio? Mientras lanzaba una mirada de despedida, un soplo de brisa agitó el pequeño pendón que colgaba del roblecillo y le hizo recordar a Rubén su promesa.
***
Varias circunstancias se aunaron para retardar al caminante herido en su regreso a la frontera. Al segundo día las nubes, encapotando el cielo, le hicieron imposible ajustar el rumbo según la posición del sol. Sólo sabía que cada impulso de sus ya casi extintas fuerzas lo alejaba aún más del hogar que buscaba. Las bayas y otros frutos silvestres le suministraban el escaso sustento. Es cierto, a veces pasaban saltando frente a él manadas de venados y las perdices al oír sus pisadas batían las alas y volaban, pero había agotado sus municiones en la batalla y no tenía con qué derribarlos.
Las heridas, inflamadas por el constante esfuerzo del que dependían sus esperanzas de sobrevivir, corroían su fibra y a ratos le confundían la razón.
Pero, incluso en los extravíos de la mente, el joven corazón de Rubén se aferraba a la existencia; y sólo cuando por fin fue incapaz de dar un paso más, se desplomó bajo un árbol, obligado a esperar allí la muerte.
En esta situación fue descubierto por una partida que a las primeras nuevas del combate fue despachada a socorrer a los sobrevivientes. Lo condujeron a la colonia más cercana, que resultó ser su lugar de residencia.
Dorcas, con la sencillez característica de antaño, veló al pie del lecho del pretendiente herido y administró ese bálsamo que es don exclusivo de la mano y del corazón de la mujer. Por varios días la memoria de Rubén vagó soñolienta entre los peligros y fatigas que había atravesado y no pudo dar respuestas claras a las preguntas con que muchos estuvieron prontos a importunarlo. No habían circulado detalles de primera mano sobre la batalla, ni tampoco sabían las madres, las esposas y los hijos si los seres queridos estaban retenidos en cautiverio o bajo la más firme cadena de la muerte. Dorcas abrigó sus temores en silencio, hasta una tarde en que Rubén despertó de un sueño agitado y pareció reconocerla más conscientemente que en ningún momento previo. Percibió ella que su mente se había aclarado y no pudo seguir reprimiendo la ansiedad filial.
—¿Y mi padre, Rubén? —comenzó a decir; pero un cambio en la expresión de su enamorado la detuvo.
El joven se crispó como por un dolor agudo y la sangre fluyó violentamente a sus mejillas macilentas. Su primer impulso fue cubrirse la cara; pero, al parecer con un esfuerzo extremo, se enderezó a medias y habló con vehemencia, defendiéndose de una acusación imaginaria.
—Tu padre fue herido de gravedad en el combate, Dorcas; y me pidió que no cargara con él, únicamente que lo llevara a la orilla del lago para poder calmar la sed y allí morir. Pero yo no quería abandonarlo en ese trance y, aunque yo también sangraba, le di apoyo. Le presté la mitad de mis fuerzas y partí con él. Caminamos juntos tres días y tu padre aguantó más de lo que yo esperaba; pero, cuando desperté al amanecer del cuarto día, lo encontré débil y agotado. No podía seguir. Su vida se escapaba rápidamente.
—¡Murió! —gimió Dorcas desmayadamente.
A Rubén le pareció imposible admitir que su egoísta amor a la vida lo había hecho alzar el vuelo antes de que se consumara el destino del padre. No habló más. Se limitó a agachar la cabeza y, entre la vergüenza y el agotamiento, se recostó de nuevo y hundió la cara en la almohada. Dorcas lloró al ver confirmados sus temores; pero, habiéndolo previsto tanto tiempo, el golpe no fue tan violento.
—¿Cavaste en la espesura una tumba para mi pobre padre, Rubén? —fue la pregunta con que manifestó su devoción filial.
—Mis manos estaban débiles, pero hice lo que pude —contestó el joven con acento apagado—. Sobre su cabeza se levanta una noble lápida. ¡Quisiera el cielo que mi sueño fuera tan profundo como el suyo!
Dorcas, notando el extravío de las últimas palabras, por el momento no hizo más preguntas; pero su corazón encontró alivio pensando que a Roger Malvin no le faltaron los ritos funerales que fue posible conferirle. La historia del coraje y la lealtad de Rubén no perdió nada cuando ella la repitió a sus amigos; y el infeliz muchacho, cuando salía tambaleándose a tomar el aire, recibía de todas las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido. Todos convenían en que se había ganado el derecho de pedir la mano de la doncella a cuyo padre le había sido «fiel hasta la muerte»; y, como mi relato no es de amor, baste decir que en unos pocos meses Rubén se convirtió en el esposo de Dorcas Malvin. Durante la boda la novia se cubría de rubores, pero el rostro del novio estaba pálido.
En el pecho de Rubén Bourne había ahora un relato inconfesable, algo que había de ocultar con suma cautela a la mujer que más quería y en quien más confiaba. Deploraba honda y amargamente la cobardía moral que había refrenado sus palabras cuando estuvo a punto de revelarle la verdad a Dorcas. Pero el orgullo, el temor de perder su cariño, el miedo del desprecio general, le prohibían enmendar su falsedad. No creía merecer censura alguna por haber abandonado a Roger Malvin. Su presencia, el vano sacrificio de su vida, sólo habría añadido otra agonía innecesaria a la hora final del moribundo; pero el encubrimiento le había impartido a un acto justificable muchos de los efectos de la culpa. Así, Rubén, mientras que la razón le decía que había obrado bien, padecía en alto grado los horrores mentales que castigan al autor de un crimen secreto. Ciertas asociaciones de ideas a veces lo llevaban a imaginarse casi que era un asesino. También, durante años, lo rondó un pensamiento que, aunque se daba cuenta de cuán insensato y extravagante era, no estaba en su poder desterrar de su mente. Era la obsesiva y atormentadora fantasía de que su suegro todavía esperaba, al pie de la roca, sobre las hojas secas, vivo, la ayuda prometida.
Estos espejismos, sin embargo, se iban como venían y él nunca los tomaba por realidades; pero en los estados de ánimo más tranquilos y lúcidos era consciente de tener una promesa por cumplir y de que un cadáver insepulto lo llamaba desde la espesura. No obstante, las consecuencias de su engaño eran tales que le impedían obedecer aquel llamado. Ahora era demasiado tarde, no podía pedir la ayuda de los amigos de Roger Malvin para efectuar la postergada inhumación; y los temores supersticiosos, de los que nadie era más susceptible que las gentes de los poblados fronterizos, le impedían ir solo. Tampoco sabía cómo buscar en el ilimitado bosque virgen la piedra lisa y con una inscripción en cuya base reposaba el cadáver: los recuerdos de cada etapa de su trayectoria eran confusos y del último tramo no quedó en su mente impresión alguna. Había, sin embargo, un impulso continuo, una voz que sólo él oía, que le ordenaba ir a cumplir con su promesa; y tenía la impresión de que, en caso de decidirse a abrir trocha, sería conducido derecho hasta los huesos de Malvin. Pero año tras año, sin oírlo pero sí sintiéndolo, pasaba sin atender el llamamiento. Su obsesión secreta llegó a ser como una cadena que le agarrotaba el alma y como una serpiente que le roía el corazón. Se convirtió en un hombre triste, desalentado e irritable.
Pasados unos años tras su boda, comenzaron a hacerse visibles ciertos cambios en la prosperidad material de Rubén y Dorcas. Las únicas riquezas del primero habían sido su recio corazón y su potente brazo; pero ella, única heredera de su padre, hizo a su marido amo de una granja, cultivada por más tiempo, más grande y más bien surtida que la mayoría de las de la frontera. Rubén Bourne, sin embargo, era un negligente labrador. Y mientras las tierras de los otros colonos cada año eran más productivas, las suyas se deterioraban al mismo ritmo. Los obstáculos para la agricultura habían disminuido grandemente con el cese de las hostilidades de los indios, durante las cuales los hombres sostenían el arado en una mano y el mosquete en la otra, y corrían con suerte si el salvaje enemigo no arruinaba, en el campo o en el granero, los frutos de su labor riesgosa. Pero Rubén no se benefició de la cambiada situación del país. Tampoco puede negarse que las ocasiones en que atendió con diligencia sus asuntos fueron recompensadas con muy poco éxito. La irritabilidad que últimamente lo había distinguido fue otra causa de la mengua de su prosperidad, pues daba pie a frecuentes disputas en el inevitable roce con los colonos vecinos. El resultado fueron incontables litigios, ya que las gentes de Nueva Inglaterra, en las primeras etapas y en las circunstancias más incivilizadas del país, recurrían, cuando podían, a las vías legales para dirimir sus pleitos. En resumen, al mundo no le iba bien con Rubén Bourne; y, aunque no fue sino muchos años después del matrimonio, por fin llegó a arruinarse. Contaba sólo con un último recurso contra el mal sino que lo perseguía. Desnudaría al sol algún rincón profundo de los bosques y buscaría la subsistencia en el regazo virgen de la tierra.
Rubén y Dorcas tenían un hijo único de quince años cumplidos, bello en la juventud y promesa de una espléndida hombría. Estaba especialmente dotado, y ya empezaba a sobresalir en ellas, para las bravías faenas de la vida de frontera. Su pie era ligero, su puntería certera, alerta su sentido, alegre y noble el corazón; y todos los que esperaban un regreso de las guerras de los indios hablaban de Cyrus Bourne como un futuro caudillo del país. Su padre lo quería con un fervor profundo y silencioso, como si todo lo que fuera bueno y dichoso en su persona hubiese sido traspasado al hijo, llevándose consigo su cariño. Incluso Dorcas, amorosa y amada, le era asaz menos querida; ya que los pensamientos secretos de Rubén y sus emociones retraídas lo habían ido convirtiendo en un hombre egoísta. Ya no podía amar intensamente, excepto cuando percibía o imaginaba un reflejo o parecido de su propia mente. Reconocía en Cyrus lo que él había sido en otros tiempos; y de vez en cuando parecía compartir el espíritu del muchacho y reanimarse con una vida lozana y festiva. Rubén partió en compañía de su hijo en una expedición que tenía el propósito de escoger una extensión de tierra y de talar y quemar la broza, condición necesaria para el trasteo de los enseres domésticos. En estas estuvieron dos meses de otoño, tras los cuales Rubén Bourne y el joven cazador regresaron para pasar el último invierno en el asentamiento.
***
Corrían los primeros días del mes de mayo cuando la reducida familia partió en dos los lazos afectivos que los ligaban a las cosas y se despidió de los pocos que en el infortunio decían llamarse sus amigos. La tristeza del adiós tuvo para cada uno de los peregrinos mitigaciones particulares. Rubén, taciturno y huraño por la infelicidad, arrancó a paso largo, con su habitual ceño fruncido, cabizbajo, lamentando muy poco y sin dignarse a reconocerlo. Dorcas, aunque lloró profusamente el rompimiento de los vínculos con que su espíritu sencillo y afectuoso se aferraba de todo, sentía que los habitantes de las entrañas de su corazón se mudaban con ella y que lo demás se repondría donde quiera que fuese. Y el muchacho, tras derramar una lágrima, pensaba en los azarosos placeres del bosque inexplorado.
¿Quién, en el fervor de la ilusión, no ha deseado ser un nómada en un mundo silvestre y soleado, con un ser tierno y puro que se apoye liviano en su brazo? Para la marcha libre y jubilosa de la juventud no habría más barreras que el agitado océano y las montañas coronadas de nieve. La más serena madurez escogería una morada donde la naturaleza hubiera derramado sus riquezas por partida doble en el valle de un arroyo transparente. Y cuando la vejez, tras largos años de vida sana, se arrimara furtiva y allí lo sorprendiera, encontraría al padre de una raza, al patriarca de un pueblo, al fundador de una nación en ciernes. Al sobrevenir la muerte, como el dulce sueño que nos embarga tras un día de dicha, sus lejanos descendientes llorarían ante el polvo venerable. Revestido de misteriosos atributos por la tradición, los hombres de las generaciones venideras lo mirarían como a un dios y la remota posteridad vería su figura, vagamente gloriosa, erguida en las lejanías del valle de cien siglos.
El enmarañado y lóbrego bosque que atravesaban los personajes de mi relato era harto distinto de la tierra de fantasía del soñador. Pero en el modo de vivir de éstos había algo que la naturaleza reclamaba como suyo y los atenazantes cuidados que habían traído del mundo eran los únicos estorbos de su felicidad. El alentado y brioso caballo que cargaba todos sus haberes no se plantaba bajo el peso añadido de Dorcas, aunque la recia crianza la sostenía a ella, en el último tramo de cada jornada, al lado del marido. Rubén y el hijo, mosquetes al hombro y hachas a las espaldas, marchaban a paso vigoroso, cada uno a la mira de la caza que les proporcionaba alimento. Al dictado del hambre hacían un alto y preparaban la comida a la orilla de alguna corriente cristalina que, cuando se arrodillaban a beber con labios sedientos, murmuraba con dulce renuencia como una doncella ante el primer beso de amor. Dormían bajo una enramada y despertaban al despuntar el alba, repuestos para las faenas de otro día. Dorcas y el muchacho avanzaban llenos de alborozo; y hasta el ánimo de Rubén reflejaba a ratos alegría exterior, aunque adentro había una helada pesadumbre que él comparaba con los ventisqueros en las hoyas y vegas de los riachuelos mientras la fronda arriba era de un verde claro.
Cyrus Bourne era tan buen baquiano de los bosques como para saber que su padre no se ceñía a la ruta que habían seguido en la expedición del otoño anterior. Ahora caminaban más hacia el norte, alejándose directamente de los poblados y penetrando en una región cuyos únicos dueños seguían siendo las bestias salvajes y los hombres salvajes. El muchacho a veces insinuaba sus opiniones al respecto y Rubén escuchaba con atención, llegando a cambiar de rumbo en una o dos ocasiones, según el consejo del hijo. Pero después de hacerlo parecía incómodo. Lanzaba vistazos rápidos y erráticos, como al acecho de enemigos ocultos tras los árboles; y, al no descubrir nada, miraba atrás como con miedo de que alguien lo siguiera. Cyrus, dándose cuenta de que el padre poco a poco retomaba la antigua dirección, dejó de intervenir; y, aunque algo empezó a pesarle en el pecho, su temple aventurero le impedía lamentar que el camino se hiciera más largo y misterioso.
Hicieron alto en la tarde del quinto día y organizaron el sencillo campamento casi una hora antes de la puesta del sol. En las últimas leguas el territorio se había ido diversificando con suaves ondulaciones que parecían las enormes olas de un mar petrificado; y en una de las correspondientes hondonadas, en un lugar agreste y romántico, la familia levantó el cobertizo y encendió la hoguera. Algo nos hace estremecer —y sin embargo nos caldea el corazón— cuando pensamos en los tres, unidos por los fuertes lazos del amor y separados de todos los que vivían por fuera de este vínculo. Los negros pinos los miraban desde arriba y cuando el viento soplaba entre sus copas se escuchaba por el bosque un sonido compasivo. ¿O gemían esos añosos árboles por miedo a que por fin hubieran venido los hombres a hundir el hacha en su corteza? Mientras Dorcas alistaba la cena, Rubén y el hijo se proponían dar una vuelta en busca de la caza que no habían podido conseguir durante la jornada. El chico, luego de prometer que no se alejaría del campamento, partió con paso tan ligero y elástico como el del venado que pensaba derribar; en tanto que su padre, sintiendo una dicha pasajera al seguirlo con la vista, se dispuso a tomar el rumbo opuesto. Dorcas, mientras tanto, se había acomodado cerca de la fogata de chamizas, sobre el musgoso y carcomido tronco de un árbol desarraigado años atrás. Su ocupación, interrumpida por un vistazo ocasional a la olla que empezaba a hervir en las llamas, era la lectura del Almanaque de Massachusetts de ese año, el cual, con la excepción de una vieja Biblia en letra gótica, componía el acervo literario de la familia. Nadie presta más atención a las divisiones arbitrarias del tiempo que quienes están apartados de la sociedad; y Dorcas comentó, como si el dato tuviera importancia, que ese día era doce de mayo. Su marido dio un bote.
—¡El doce de mayo!, y bien que debería recordarlo —murmuró, mientras numerosos pensamientos le confundían momentáneamente el cerebro—. ¿Dónde estoy? ¿Adónde me dirijo? ¿En dónde lo dejé?
Dorcas, demasiado acostumbrada a los accesos caprichosos del marido como para notar alguna rareza en su conducta, puso a un lado el almanaque y le habló con el tono compungido que los de tierno corazón asignan a las penas que hace tiempo se enfriaron y murieron.
—Fue por estas fechas, hace dieciocho años, que mi padre dejó este mundo por uno mejor. Contó con un brazo amable que le sostuviera la cabeza y una voz bondadosa que lo animara, Rubén, en la hora final. Y el pensamiento del fiel cuidado que le prestaste me ha consolado en muchas ocasiones desde entonces. ¡Oh, morir sería horrible para un hombre solo en un lugar salvaje como este!
—Pídele al cielo, Dorcas —dijo Rubén con voz entrecortada—, pídele al cielo que ninguno de nosotros muera solo y quede sin enterrar en este bosque lúgubre.
Y se alejó de prisa, dejándola que vigilara el fuego bajo los tristes pinos.
Rubén Bourne aflojaba el paso a medida que se hacía menos aguda la punzada que sin intención le habían causado las palabras de Dorcas. Sin embargo, lo abrumaban numerosas y extrañas reflexiones; y, caminando más como sonámbulo que como cazador, no puede atribuirse a sus designios el hecho de que su tortuosa orientación lo hubiera mantenido en las cercanías del campamento. De modo imperceptible sus pasos fueron trazando un círculo; tampoco se dio cuenta de que estaba en los límites de un terreno muy poblado de vegetación, pero no de pinos. En lugar de estos últimos había robles y otras maderas duras; y rodeaban sus raíces tupidos matorrales que dejaban, empero, claros entre los árboles, cubiertos por una gruesa capa de hojarasca. Cuando se oía el susurro de las ramas o el crujir de los troncos, como si el bosque despertara de un sueño, Rubén alzaba por instinto el mosquete que descansaba en su brazo y echaba una mirada rápida y aguda a cada lado; pero, convencido en su atención parcial de que allí no había animal alguno, volvía a sumirse en sus cavilaciones. Meditaba en la extraña influencia que lo había desviado del curso prefijado hasta este recóndito paraje. Incapaz de penetrar en el rincón secreto del alma donde yacían escondidos sus motivos, creía que una voz sobrenatural lo había llamado y que una fuerza sobrenatural le había impedido retroceder. Confiaba en que el propósito del cielo fuera darle la oportunidad de expiar su pecado; tenía la esperanza de encontrar los huesos insepultos hacía tanto tiempo y de que, tras cubrirlos de tierra, la paz bañaría con su luz el sepulcro de su corazón. Fue despertado de estos pensamientos por un chasquido en la maleza, a cierta distancia del sitio por donde vagaba. Percibiendo que algo se movía tras las espesas frondas, disparó con el instinto de un montero y con la puntería de un tirador. Un gemido apagado, prueba de que había dado en el blanco, y mediante el cual hasta los animales expresan la agonía de la muerte, pasó inadvertido para Rubén Bourne. ¿Qué recuerdos lo asaltaban ahora?
El matorral hacia donde Rubén había disparado quedaba cerca de la cima de un promontorio y se enmarañaba al pie de una roca que, por la forma y lisura de uno de sus flancos, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida. Su imagen persistía en la memoria de Rubén como reproducida en un espejo. Incluso reconoció las vetas que parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. Todo seguía igual, con la excepción de que un espeso monte bajo envolvía la parte inferior de la roca y habría ocultado a Roger Malvin de haber estado aún recostado en ella. Pero a continuación Rubén echó de ver otro cambio efectuado por el tiempo desde que estuvo allí escondido en ese mismo sitio, tras la raíz terrosa del árbol descuajado. El roblecillo en el que había atado el símbolo ensangrentado de su promesa había crecido bastante, convirtiéndose en un árbol ciertamente distante del pleno desarrollo, pero con una nada exigua extensión del umbroso ramaje. Exhibía una peculiaridad que hizo temblar a Rubén. Las ramas del medio para abajo eran de una vitalidad exuberante y el follaje excesivo orlaba el tronco casi hasta el suelo; pero una plaga al parecer había atacado la parte superior del roble y la rama más alta aparecía marchita, privada de savia y por completo muerta. Rubén recordó cómo ondeaba la pequeña bandera en esa última rama, verde y lozana dieciocho años atrás. ¿De quién era la culpa que la había maldecido?
***
Dorcas, tras la partida de los dos cazadores, continuó preparando la comida de esa noche. La rústica mesa era el tronco invadido de musgo de un gran árbol derribado. En la parte más ancha había extendido un mantel de blancura inmaculada y había dispuesto lo que quedaba de los relucientes cubiertos de peltre que habían sido su orgullo en el asentamiento. Extraña vista la de aquel limitado rincón de solaz hogareño en la desierta entraña de la naturaleza. El sol se demoraba todavía en las ramas más altas de los árboles que crecían en las lomas; pero las sombras de la noche se hacían más oscuras en la hondonada donde habían instalado el campamento y la lumbre se ponía más roja mientras reverberaba en los altos troncos de los pinos y oscilaba en los negros matorrales que bordeaban el paraje. El corazón de Dorcas no se sentía triste, puesto que presentía que era mejor viajar por la espesura con dos seres queridos que ser una mujer desamparada en medio de un gentío indiferente. Mientras se ocupaba en componer asientos de madera carcomida cubriéndolos con hojas para Rubén y el hijo, su voz danzaba por el sombrío bosque al compás de una tonada que había aprendido en la juventud. La tosca melodía, creación de un bardo que no alcanzó la fama, se refería a una noche de invierno en una cabaña en la frontera, en la que, protegida de incursiones salvajes por la nieve apilada, la familia se reunía llena de contento junto al fuego. La canción poseía el anónimo encanto del pensamiento que no se tomó en préstamo, pero en particular había tres o cuatro versos repetidos que fulguraban aparte de los otros como las llamas del hogar cuyos placeres celebraban. En ellos, con la magia de unas pocas y sencillas palabras, el poeta había infundido la mismísima esencia del amor doméstico y la dicha hogareña. Eran al mismo tiempo poesía y retrato. Mientras Dorcas cantaba, las paredes del hogar abandonado volvían a rodearla; ya no veía más los tristes pinos ni escuchaba el viento que, al iniciarse cada verso, soplaba gravemente entre las ramas y que se extinguía con un sordo quejido por el peso de aquella tonada. La espabiló el estallido de un arma en las cercanías; y el sonido repentino, o bien su soledad junto a la hoguera, la hizo temblar violentamente. Al momento siguiente echó a reír con el orgullo de un corazón materno.
—¡Mi hermoso cazador! ¡Mi niño ha matado un venado! —exclamó, recordando que Cyrus había salido en la dirección de donde procedió el disparo.
Esperó un rato prudente a que se oyeran los ligeros pasos de su hijo, saltando por la crujiente hojarasca para contarle de su éxito. Pero él no aparecía, de modo que envió en su busca un alegre llamado entre los árboles.
—¡Cyrus, Cyrus!
Todavía demoraba en llegar, así que, puesto que la detonación parecía haber venido de muy cerca, decidió ir a buscarlo en persona. Además, podría necesitar su ayuda para traer la carne de venado que, en su ilusión, había conseguido. Partió pues, dirigiendo los pasos por el sonido recordado y cantando al andar para que el muchacho se percatara de su aproximación y corriera a su encuentro. Detrás de cada árbol y en cada escondrijo entre los matorrales esperaba toparse el rostro de su hijo, riendo con la malicia juguetona que nace del cariño. El sol ahora se había puesto tras el horizonte y la luz mortecina que se filtraba entre las hojas bastaba para conjurar múltiples espejismos en su acuciosa fantasía. Varias veces le pareció ver su cara borrosa atisbando entre el follaje; y en una ocasión le pareció que él le hacía señas al pie de un peñasco. Pero al fijar la mirada en aquella figura descubrió que no era más que el tronco de un roble orlado hasta el suelo de ramitas, una de las cuales sobresalía entre las otras y era mecida por la brisa. Bordeando la base de la roca se encontró de pronto al lado de su esposo, que había llegado por otro lado. Apoyado en la culata del mosquete, cuya boca apuntaba contra las hojas secas, parecía absorto en la contemplación de un objeto a sus pies.
—¿Qué es esto, Rubén? ¿Mataste un venado y te dormiste sobre él? —exclamó Dorcas, riendo con alegría tras dar una ojeada superficial a su postura y su semblante.
Él no se movió ni volvió sus ojos hacia ella; y un temor escalofriante, vago en su origen y en su objeto, comenzó a helarle la sangre en las venas. Entonces se dio cuenta de que la cara de su esposo mostraba una palidez cadavérica y de que sus rasgos estaban tiesos, como si no pudieran asumir una expresión distinta del terrible desespero que había cuajado en ellos. No daba la menor muestra de haber notado su llegada.
—¡Por amor al cielo, Rubén, háblame! —gritó Dorcas; y el extraño sonido de su propia voz la asustó más que el silencio total.
Su marido reaccionó, la miró a la cara, la condujo al frente de la roca y señaló con el dedo.
¡Ay, allí yacía el muchacho, dormido, pero no soñando, sobre las hojas secas del bosque! La mejilla descansando en el brazo; los rizos echados hacia atrás, despejada la frente; los miembros levemente relajados. ¿Lo había rendido un súbito cansancio? ¿Lo iría a despertar la voz de la madre? Pero ella sabía que se trataba de la muerte.
—Esta piedra anchurosa es la lápida de tu sangre cercana, Dorcas —dijo su esposo—. Verterás tus lágrimas al mismo tiempo por tu padre y tu hijo.
Ella no lo escuchó. Profiriendo un alarido desgarrado que parecía venir de las profundidades de su alma doliente, perdió el sentido y se desplomó al lado de su muchacho muerto. En ese instante la rama marchita del roble se desprendió en el aire quieto y cayó hecha pedazos en la roca, en las hojas, en Rubén, en la mujer y el hijo, en los huesos de Roger Malvin. Y fue así que se abrió el corazón de Rubén y brotaron las lágrimas como agua de una piedra. El desdichado adulto vino a pagar la promesa hecha por el joven herido. Reparó su pecado… se había levantado la maldición que pesaba sobre él. En la misma hora en que derramó sangre más preciada que la propia, una oración, la primera en años, subió al cielo salida de los labios de Rubén Bourne.
FIN