Orson Scott Card: Indigentes en el infierno

Orson Scott Card - Indigentes en el infierno

Sinopsis: «Indigentes en el infierno» (Homeless in Hell) es un cuento de Orson Scott Card, publicado en 2001 en la web oficial del autor y luego recopilado en la antología Keeper of Dreams (2008). Un hombre fallecido en un accidente descubre que ni el cielo ni el infierno son como esperaba. Rechazado por el cielo, se encuentra con que el verdadero infierno es un club exclusivo reservado solo para los grandes criminales de la historia. Los pecadores comunes deben conformarse con vagar eternamente por las calles de la Tierra, en un plano invisible para los vivos, condenados a una existencia sin hogar ni propósito. Cuando parece resignado a cumplir su condena en este limbo, conoce a un famoso personaje que lo recluta para una peculiar misión.

Orson Scott Card - Indigentes en el infierno

Indigentes en el infierno

Orson Scott Card
(Cuento completo)

Si no vas al cielo, vas al infierno, ¿verdad? Al menos eso es lo que me han enseñado siempre. El cielo es como ingresar en Harvard, y el infierno es como una escuela técnica del condado donde tienen que admitirte a la fuerza si has terminado el bachillerato. Sólo que para ingresar en el infierno no necesitas más título que estar muerto.

También había leído libros sobre las experiencias cercanas a la muerte, en los que se habla de esa «luz» llena de calor y de amor. Bueno, pues la luz sí que resultó agradable, pero también una desilusión; cuando estás muerto de verdad y no has llegado ahí por accidente, ese momento de bienestar pasa muy deprisa, y te encuentras de pronto dentro de la luz, que es como un imán, y te absorbe o te repele. Todo depende de tu polaridad.

A mí me repelió.

Bueno, al fin y al cabo, ¿qué esperaba? Solía ir a la iglesia y todo eso, pero no era muy estricto con lo de decir la verdad, ayudar al prójimo y cosas así. Y algunos artículos de oficina del trabajo tendían a acabar en mi casa. No es gran cosa, pero no era lo que se dice perfecto. Miraba con lujuria a las mujeres, pero sólo al nivel de Victoria’s Secret. Discutía mucho con mi mujer y, aunque nunca llegué a pegarle, la comparé con su madre más veces de la cuenta. O sea, los pecadillos normales. En cierto modo esperaba, si la valoración era porcentual, quedar por encima de la media. Pero no va así: si fallas una pregunta, estás suspendido.

Entonces, ¿qué opción me quedaba? El infierno, ¿verdad? Miré a mi alrededor, preguntándome si Dante se lo había inventado todo y, en caso contrario, qué círculo me tocaría.

El caso es que Dante no tenía ni idea. No hay círculos. Apareces en una calle del infierno, así sin más, y te acercas a una puerta (siempre la misma puerta, sea cual sea la calle), y ves que entra y sale gente vestida de punta en blanco, y piensas: «Qué bien, en el infierno tienen buen gusto», lo cual parece lógico, la verdad. Y llegas a la puerta, y llamas, y te abre un tipo que te mira como si fueras un gusano y te pregunta:

—¿Nombre?

De manera que le dices cómo te llamas, y él hace una mueca despectiva, como si llevaras caducado más de un mes, y dice:

—Por favor, no me haga perder el tiempo.

Y se dispone a cerrarte la puerta en las narices.

—Un momento. Esto es el infierno, ¿no? —preguntas desconcertado.

—El Hades —responde, con un desprecio tan palpable que hasta se puede mascar.

—El Hades, vale. El caso es que no he podido entrar en el cielo, de modo que me tienen que admitir aquí.

—No. —Y se arma de paciencia para explicártelo—. El lugar donde no tienen más remedio que aceptarte a la fuerza es en tu propio hogar, y esto es el infierno. No estamos obligados a aceptar a nadie, es una cuestión de clases. Nadie quiere verte a ti. Aquí hay famosos de verdad: Stalin, Hitler, Calígula… ¡En nombre del cielo! ¡Uf!, ¿qué digo?

—No estoy pidiendo la mejor mesa del local.

—No hay ninguna tan insignificante como para dártela a ti.

Hice un rápido cálculo mental: cuántas personas habían vivido en la Tierra durante toda su historia, cuántas era probable que hubieran suspendido el examen de acceso al cielo y cuántos pecadores de primera categoría estarían por delante de mí.

—Entonces, ¿qué hago?

—Lárgate y deja de molestar.

—¿Qué se ha creído que es esto? ¿Studio 54?

Se ríe.

—Oh, no; mucho peor. Es como un instituto de enseñanza media, y tú… tú no eres guay.

Te planta una manaza en el pecho y, cuando te empuja, no te caes: sales volando por la calle y chocas contra un edificio; sólo que no te duele porque estás muerto (¿recuerdas?), y no te haces nada, y empiezas a darte cuenta de que estás atascado en el infierno pero que no puedes entrar en él. Lo intentas por otras puertas, y detrás de cada una te espera el mismo tipo que te suelta el mismo rollo y te rechaza de la misma manera. Y empieza a llover. Cae una llovizna fina y fría que te cala y te deja helado… y consigue que te sientas como si te hubieran dejado en la calle, a la intemperie, lo cual resulta que es cierto. No enfermarás, no morirás de hambre, pero tampoco entrarás.

Y no soy el único aquí fuera. En el infierno hay muchas calles y mucha gente «sin techo» que vaga de un lado a otro. Y parecen tan locos como los indigentes que sueles ver cuando estás vivo. Algunos parecen esperar a alguien para intercambiar drogas por dinero, pero yo sé que no es así. ¿Qué hay aquí que se pueda comprar o vender? Aunque lleven armas (como los demás te ven como te ves a ti mismo, algunos van armados) no son peligrosos. Si fueran peligrosos de verdad estarían dentro viendo espectáculos eróticos o lo que sea que hagan en el Club Estigia. Esos tipos creen que, si parecen lo bastante malos, si dicen las suficientes groserías, puede que el portero les deje pasar algún día. Lo mismo puede decirse de las que parecen fulanas. No tienen nada que vender. Pero, aceptémoslo, no todos los que acaban en el infierno son listos.

Y también están los locos, los que gritan y predican sobre Jesús y el fin del mundo. No tardé mucho en darme cuenta de que no están locos; quiero decir, que después de muerto no puedes tener esquizofrenia porque no tienes un cerebro que funcione mal. Si predican es porque intentan desequilibrar la balanza hacia el otro lado y demostrar lo rectos que son, invocando el nombre de Jesús o de quien sea, depende. Pero la mayoría de los que gritan son… digamos que son renacidos pero la cosa no salió como pensaban.

Me quedaba de pie mirándolos, y paseaba mirándolos, y me sentaba mirándolos, y por mucho que lo intentaba no conseguía que me importaran. Empezaba a darme cuenta de lo larga que iba a ser la eternidad atascado allí, en las calles del infierno. Probé una tras otra pero no cambiaba nada, sólo las caras. Ni siquiera cambiaba el idioma, porque después de morir todos los idiomas son el mismo. La gente habla y cree que está hablando en árabe o en tagalo, pero tú los oyes en inglés; por lo menos te parece inglés si tu idioma es el inglés. El caso es que entiendes a todo el mundo. Y eso es lo peor, porque ni siquiera puedes ir a alguna parte donde no entiendas a nadie y desconectar. Siempre estás conectado, y eso es aburridísimo.

Hay día y noche, igual que en la Tierra. Y, poco a poco, me hice a la idea de que aquello era la Tierra. De hecho, era Washington D.C., que fue donde lié el petate cuando me atropelló un coche mientras cruzaba la avenida Wisconsin, en Georgetown, la Nochevieja de 1999. Así que, se acabara o no el mundo aquella noche, como todos aseguraban que sucedería, el caso es que para mí se acabó. Conocía las calles, podía pasear por ellas… pero todos los que veía estaban muertos.

Durante cierto tiempo creí que todo el mundo había muerto o algo parecido, pero en tal caso habría habido más gente recién muerta como yo… todos los gobernantes, por ejemplo. Si el mundo se acabase, no cabe duda de que una buena proporción de ellos iría al infierno, y no todos alcanzarían la nota para entrar en el Studio 666, así que, ¿dónde estaban? No, el mundo no se había acabado; sólo mi propio saco de carne y huesos, que consumía oxígeno y emitía dióxido de carbono.

Y, cuando empecé a fijarme, vi señales de que la vida continuaba. Las cosas cambiaban de sitio, los cubos de basura desaparecían de un sitio y aparecían en otro, los coches aparcaban en cualquier parte y después no estaban… Eso sí, nunca los veías moverse. No se movía nada, era como si desaparecieran las cosas mientras estaban en movimiento. Y se me ocurrió que era como en una fotografía de larga exposición. Si gradúas la cámara para un tiempo de exposición muy largo, con una apertura de diafragma muy reducida, sólo saldrán en la foto las cosas que no se mueven. La gente, los coches, todo lo que se mueve, desaparece.

Es como si el tiempo en el infierno pasase tan despacio que la gente viva nos resultara invisible. ¡Por fin lo había entendido!

—Crees haberlo entendido, ¿verdad? —oí que decía un gordo.

Lo miré, un poco extrañado de que fuera gordo. Es decir, seguro que cuando te mueres ya no hace falta que sigas siendo gordo.

—El truco es cómo te ves a ti mismo —explicó el gordo—. La gente suele decir: «Dentro de toda persona gorda, hay una persona delgada que lucha por salir.» Bien, pues es mentira. Dentro de un gordo hay otro gordo. De hecho, suele ser más gordo todavía.

—¿No puedes perder peso? —pregunté.

Me alegraba poder conversar con alguien que no parecía querer ascender al cielo o hundirse más en el infierno. Además, parecía simpático.

—Si piensas en ti mismo como en una persona delgada, puedes parecer más delgado —aseguró el gordo.

—Entonces, si piensas en ti mismo como en una persona buena, ¿puedes ser más bueno e ir al cielo?

Él negó con la cabeza.

—Esos predicadores callejeros no se ven a sí mismos como alguien bueno. Se ven como justos, salvados, elegidos.

—Mejores que los demás.

—Bingo. Lo mismo puede decirse de los tipos duros y de las… bueno, de las chicas. Todos están necesitados, y la necesidad no te saca de la calle. La necesidad te mantiene en la calle.

—Si eres capaz de comprender todo eso, ¿qué haces aquí todavía? —le pregunté.

—Tengo un conflicto —confesó—. Un problema habitual. Cuando me muevo en una dirección, hago algo que me envía en la contraria. Pero tú… tú tienes talento —añadió con una sonrisita.

—¿Talento? No soy yo el que lee la mente. Quiero decir… has estado respondiéndome a cosas que ni siquiera he preguntado.

—Sí, tengo buen oído. No hace falta que termines de hablar porque tampoco tenemos una verdadera voz, ¿sabes? Es como si deseásemos que se oigan nuestros pensamientos y entonces la gente que está cerca los oye. Pero tus pensamientos suenan muy fuerte, por así decirlo. Así que, sí, oigo cosas. Pero, tú… tú ves cosas.

Miré a mi alrededor.

—No más que cualquiera.

—No, no, qué va. Te he observado. Cuando ibas a cruzar la calle, esperaste al semáforo.

—No es verdad. Los semáforos no cambian.

—Y esquivas a los transeúntes.

—No hay transeúntes.

—Da igual.

—Si no los veo, ¿cómo puedo esquivarlos?

—Oh, estás hecho todo un filósofo.

—¿Por qué te importa tanto?

—Quiero ver lo útil que eres. Lo que puedes hacer.

—¿Esto es una entrevista de trabajo?

—Tengo libre un puesto de elfo.

Lo miré de arriba abajo con más detenimiento. No llevaba una pipa entre los dientes, pero su vientre se parecía bastante a un montón de gelatina en un cuenco.

—¿Tengo que reírme cuando te miro, aunque no quiera?

—Clement Moore no llegó a verme, hace mucho que no hago apariciones personales. Pero, verás, eso no cambia mucho las cosas. Mi cara es la misma todas las Navidades… mejor dicho, todas las Navidades y los dos meses anteriores, desde Halloween. Y doy gracias por no tener que llevar el traje rojo todo el año. Cuando los holandeses se ocupaban de mi imagen, yo era delgado.

—¿Y qué haces en el infierno? ¿No se supone que eres san Nicolás?

—No estoy en el infierno. No más que tú.

—Te daré una pista, Nick. Esto no es el cielo.

—Estamos flotando, amigo mío. O puede que vayamos de un lado a otro como la pluma en el bádminton. Casi una cosa, casi la otra.

—Yo sólo paseo por la calle.

—Esquivando a los transeúntes.

—No fabrico juguetes.

—No me importa. Todo eso de fabricar juguetes es parte del mito. ¿No se han enterado de que estoy muerto? Nadie nos da martillos y sierras para que fabriquemos juguetes de madera. Somos muy pocos los que podemos ver a los vivos, y los capaces de mover cosas en el mundo material escasean más todavía.

—Entonces, ¿de dónde sacas todos esos juguetes para los niños y las niñas que se portan bien?

—Cuando necesitamos juguetes, lo que no sucede con tanta frecuencia como crees, los robamos.

—¡Ah! —exclamé—. Empiezo a comprender el motivo de que no estés en el cielo. No eres Papá Noel, eres Robin Hood.

—En general, los robamos o los escondemos —reconoció Papá Noel—. Pero tampoco podemos moverlos mucho. Y hoy en día te exigen el pago al contado. Claro que, pensándolo bien, también exigían lo mismo cuando estaba vivo. Solían representarme con bolsas de dinero porque fue lo que hice, mi célebre buena obra. Salvé a unas chicas pagando su rescate con monedas. Ahora seguimos usando dinero y resulta más fácil, porque es de papel, más ligero. Hasta mis elfos menos dotados son capaces de moverlo.

Hablaba tan en serio que no pude evitar echarme a reír.

—Tío, esto es demasiado. Papá Noel robando juguetes, escondiéndolos, haciendo tratos con dinero al contado. ¿También mandas a tus elfos a robar carteras?

No pareció divertirle la idea.

—Sí. Y no le veo la gracia.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Quiero ver si eres capaz de mover cosas en el mundo material.

—Ya te he dicho que no veo a la gente, ¿cómo voy a robarle la cartera? Y, aunque pudiera, nunca he sido un ladrón. —De repente sentí una punzada de mala conciencia—. Al menos, no de manera deliberada. No por sistema.

—¿Tienes una oferta de trabajo mejor?

—Quiero aspirar al cielo —reconocí—. Mientras no esté del todo en el infierno, ¿por qué no?

—Yo también —confesó Papá Noel—. Algunos años he estado muy cerca.

—¿Y lo de entrar en el taller del demonio? ¿También has estado cerca?

El otro se encogió de hombros.

—Me invitan de vez en cuando como a un mono de circo, no para que me quede, ¿sabes?

—¿Por qué tendría yo que hacer esto? Veamos, tú llevas aquí… ¿cuánto tiempo? ¿Mil quinientos años? Y aquí sigues.

—¿Tienes un plan mejor? Tampoco es que corra prisa.

—Perdona que te lo diga, pero creo que estás más loco que un cencerro.

Papá Noel sacudió la cabeza.

—Amigo mío, aquí nadie está loco. Puede que estemos equivocados en muchas cosas, pero no podemos mentir y no estamos locos. De todas formas, ya te he dicho que no hay prisa. Búscame si decides que formar parte de mi equipo de elfos es más interesante que… bueno, que lo que estés haciendo ahora.

—¿Cómo te encontraré?

Puso los ojos en blanco.

—Pregunta por ahí. Soy famoso, por si no lo sabías. La gente sabe por dónde ando.

—Suponía que tendría que ir al Polo Norte o algo así.

Volvió a sacudir la cabeza, me dio la espalda y se alejó.

Tenía razón. Resulta que puedo ver a los vivos. Y no es cuestión de ir más despacio o más deprisa; se trata de prestar atención a otra cosa, mirar hacia otro lado pero al mismo tiempo ser consciente de lo que ves con el rabillo del ojo. Lo raro es que, cuando estás muerto, no tienes límites. Después de pasarte muchos años mirándolo todo con dos ojos, te acostumbras a ver únicamente la zona que tienes delante y captas todo lo demás como de reojo, como desenfocado. La mayoría de los muertos nunca pasan de ahí, pero la verdad es que cuando estás muerto no tienes esas limitaciones. Puedes ver… bueno, ¿recordáis cuando decíamos que los profesores parecían tener ojos en la nuca? ¿O eso de que sientes que alguien te mira aunque lo tengas detrás? Bueno, pues una vez que consigues dominar el truco, estar muerto es algo así. Eres consciente de lo que hay por todas partes. No es que lo veas, sino que lo sabes, y tu mente lo interpreta como si lo estuvieras viendo. Yo no veía realmente los coches ni a los transeúntes, de modo que no «sabía» que estuvieran. Pero era consciente de los coches, consciente de las personas que iban en ellos, consciente de las personas que caminaban por la calle, y por una especie de instinto las esquivaba, las sorteaba sin darme cuenta.

Gracias al consejo de Nick (no me gusta nada llamarle Papá Noel porque ese nombre tiene demasiado bagaje cultural; cada vez que me imagino saludándole con un «¡Hola, Papá Noel!» me entra la risa) se me da bastante bien ver a los mortales. La verdad es que me acostumbré a saber dónde estaban y lo que hacían. Además, descubrí que mi capacidad tenía bastante alcance. Porque una simple pared no bloquea la consciencia, sé quién va a doblar una esquina antes de verlo, por ejemplo. No es que sea un superdotado; supongo que hay otros capaces de ver a kilómetros de distancia, a través de montes, ciudades y todo lo que haya por medio. Puede que si alguien tiene la suficiente capacidad para suprimir todo lo que se interponga en su camino mental será capaz de ver a cualquier distancia.

Y yo no sólo tenía esa consciencia. Podía mover cosas.

El caso es que tocar el mundo material, cambiarlo, no funciona como la consciencia; no ocurre automáticamente con sólo centrarte en ello. Lo normal, cuando estás muerto, es no tener ninguna influencia sobre el mundo material. No te hundes en el suelo ni atraviesas paredes, pero sólo porque respetas esas superficies tal como aprendiste a hacer mientras vivías. Puedes atravesarlas del mismo modo que puedes hundirte en el suelo; aunque resulta aburridísimo, porque una vez que has dejado atrás las lombrices y los topos no ves gran cosa.

Pero puedes influir en las cosas. No tocándolas, ni empujándolas, ni arrastrándolas, sino… ¿cómo decirlo?, deseando mucho mucho que se muevan. Sí, deseándolo. No me refiero a simples deseos y caprichos como «¡Ay, me gustaría comerme otra chocolatina!», no. Hace falta un deseo tan intenso que te consuma, al menos un instante, como un fuego de campamento consume una bolsa vacía de malvaviscos. Te sientes disminuido, flaco, débil. Pero es curioso, porque también te sientes maravillosamente poderoso, como un superhéroe. Y sólo por mover una silla.

Claro que, ¿realmente importa mucho mover una silla? Por eso son tan raros los poltergeist, y por eso suelen ser tan malévolos. Siempre están enfadados y mueven las cosas para atemorizar a los vivos. Ése es el deseo que los consume, que los vivos les tengan miedo. Es patético, y está claro que cae en el plato malo de la balanza. Cae en el malo, pero el portero tampoco deja entrar en el club de abajo a los poltergeist. Supongo que no quieren que nadie les mueva los muebles ni derrame las bebidas.

No soy un poltergeist porque no estoy enfadado con nadie y… Bueno, vale, es mentira. Me cabrea bastante estar atascado entre el cielo y el infierno, y me da rabia que me mataran antes de llegar a la plenitud de la vida (supongo que aún tenía que llegar a la plenitud, en vista de lo poco plenos que habían sido los años vividos). Así que, ¿cómo iba a mover nada?

Fue Nick quien me enseñó a hacerlo. Cuando me di cuenta de que él tenía razón y podía ver a los vivos, fui a buscarlo y me acogió. Él y otros elfos (que no son pequeños ni una monada, sólo muertos como yo) me enseñaron cuál era su trabajo.

Y no sólo en Navidad, aunque la Navidad sea para ellos como la época de las declaraciones de hacienda para los contables. Nick y su equipo se pasan todo el año observando a los niños. Eligen uno al azar, o eso me parece, aunque puede que sigan algún sistema, que se fijen en algún tipo de indicios. Se limitan a seguirlo y a observar. La vida de la mayoría de los niños no está mal. Vale, les gritan, les calientan el culo, pasan de ellos, les hacen burla… en fin, cosas que dan interés a la vida. Pero la mayoría tiene a alguien que los quiere; alguien que vela por ellos, alguien a quien le parece bien tener un niño. Si cuentas con eso puedes superar muchos malos tragos.

Pero hay otra clase de niños, que se subdividen en dos subclases: los matones y las víctimas. Y Nick está pendiente de ambas clases. Las víctimas te parten el corazón. Por aquellos a los que pegan o a quienes torturan no podemos hacer gran cosa. La rabia que anida en la persona que hace daño a otra es una fuerza poderosa, tan fuerte como cualquier deseo que podamos formular nosotros, y además el abusón tiene cuerpo, por lo que no podemos hacer nada. En esos casos, el equipo de Nick hace todo lo posible para que otras personas vivas se den cuenta de lo que sucede. Ya sabéis, subir una camiseta para que quede al descubierto un cardenal, o hacer que un vecino se asome a una ventana cuando oye un ruido… cualquier cosa para que empiecen a sospechar. En los países donde la policía se ocupa de estos casos y hay servicios de protección de menores, muchos avisan a la una o a los otros. Pero a veces no interviene nadie, y al final se nos parte el corazón por esos niños. En cierto modo nos limitamos a esperar a que se reúnan con nosotros, porque muchos de los mejores fichajes de Nick son esos niños. Son sus exploradores, por así decirlo, y tienen olfato para esas cosas.

Pero el equipo de Nick ayuda mucho en los casos de niños desatendidos. Unas veces les llevamos comida, otras abrimos una puerta… lo cual es mucho más difícil y complicado de lo que podáis imaginar. Y cuando están solos, en el equipo hay algunos que no son capaces de mover cosas pero sí de emitir sonidos que los vivos oyen; de modo que les cantamos o les hablamos. Les contamos cuentos. A veces los niños dicen que somos amigos invisibles, pero no queremos arrogarnos ningún mérito. Sólo pretendemos ayudarlos y que sepan que no están solos, que a alguien les importa que estén pasando por lo que están pasando. Y esos cantantes cantan unas nanas muy dulces, os lo aseguro. Canciones que oyen hasta los sordos, porque cantan directamente a la mente. A veces los acompaño sólo por oírlos cantar. No podemos salvarles la vida, pero se la hacemos un poco más agradable, y eso es bueno. Tampoco es que la muerte nos parezca una cosa tan importante… Quiero decir, estamos muertos, así que la muerte no nos da miedo. Por eso no solemos dedicarnos a salvar vidas. Si podemos llevarle a un chico unas galletas, se las llevamos, claro está, pero… mañana necesitará más, ¿no? Mientras que una buena canción puede permanecer en su recuerdo durante muchas noches oscuras de miedo y soledad.

Ése no es mi trabajo, sin embargo. No soy cantante y, para mover cosas, tengo que estar muy enfadado. Es mi sentido de la injusticia lo que las mueve. Por eso estoy en la Patrulla Antimatones.

Ya sabéis de qué chicos hablo. Algunos ejercen la violencia física, pero la mayoría de los matones hacen daño simplemente hablando. Saben instintivamente qué es lo que más le duele a un chico más débil. A veces salta a la vista: si un niño tiene una nariz enorme no hace falta ser premio Nobel para adivinar cómo burlarte de él. Pero parece que algunos de esos matones lean la mente. Si su víctima tiene una madre borracha, el matón va directamente a los chistes de madres. ¿Cómo lo sabe? Si una niña está sola y tiene miedo de no valer para nada, las matonas se ríen de su ropa o le gastan bromas ruines haciéndose pasar por amigas, hasta que dice algo que indica que ha tomado por verdadera su falsa amabilidad y entonces se burlan de ella. Hacen algunas cosas tan complicadas, que requieren tanto esfuerzo y reflexión, que parece casi imposible que una persona se tome tantas molestias sólo para que otra se sienta desgraciada.

Bueno, eso me revienta, me saca de mis casillas, me enfado y, entonces, soy capaz de mover cosas.

La cuestión es qué mover. No es que el matón merezca la muerte tampoco, de modo que no puedo hacer que se le caiga encima el techo. Aunque no demos mucha importancia a la muerte, el asesinato la tiene, y parece que una de las reglas por las que se rige el universo es que, si bien podemos manipular un poco el mundo natural, no se nos permite matar. No podemos, punto. Por mucho que queramos, si lo que intentamos mover puede matar a alguien, no se mueve.

De manera que tengo que aguzar el ingenio. En general, procuro hacer justicia. Si una niña se burla de la nariz grande de otra, me encargo de que la matona se dé de bruces con una puerta que no está exactamente donde ella pensaba que estaba. La nariz enorme e hinchada, un ojo morado. Que se entere de lo que se siente cuando la gente te mira fijamente a la cara y se ríe. O, si es un matón que va por ahí empujando a los más pequeños, puedo encargarme de que se le tuerza un tobillo y se caiga de bruces cuando persiga a otro chico, puedo hacer que quede mal delante de todos o distraerlo con un poco de dolor. Mi recurso favorito es hacer que a la víctima le mane sangre de la nariz como de una fuente, que se le hinche mucho el ojo o la mandíbula. Cuando provoco esas cosas, a la víctima no le duele de verdad, pero parece que el matón lo ha agredido en toda regla y se mete en un buen lío. He tenido algunos casos en los que el matón se ha asustado tanto del daño que cree haber hecho que controla su hostilidad y deja de meterse con los demás.

Pero hay un problema. Me dedico a impartir justicia, a proteger a unos niños de otros niños, a intentar que cambien los apasionados de la crueldad. Los ayudo a ser un poco más buenos, a tener un poco de compasión. Pero, bien mirado, ¿qué hago en realidad? Provoco dolor. Hago daño a las personas. Es por un buen fin, vale, pero recordemos que el tipo que te juzga es el mismo que dijo aquello de «poned la otra mejilla».

Suelo decirme que, si se tratara de mí, pondría la otra mejilla. Pero él no dijo nunca que si ves abofetear a otro le des la espalda como si no pasara nada, ¿verdad? También dijo que es mejor atarse una piedra de molino al cuello y tirarse al mar que hacer daño a uno de sus pequeños.

Pero debo ser sincero y reconocer que estoy haciendo daño a algunos de esos pequeños. A los ruines, a los malintencionados, a esos que él quizá ni siquiera tiene por suyos. Aunque si su capacidad de perdón es infinita, como dicen algunos, entonces todos son sus pequeños. Claro que, ¿acaso no se enfadó con unos mercaderes, les dio unos buenos azotes y volcó algunas mesas? Seguro que comprende lo que sentimos nosotros, los que intentamos frenar a los matones.

¿Sabéis cuál es el problema de verdad? Que somos muy pocos. Somos pocos los que tenemos la capacidad de ver a los vivos (¡si no ves lo que pasa, no puedes hacer gran cosa!) y menos todavía los que los vemos y nos importan. Porque la mayoría de los muertos se limitan a desconectar. ¿Que los mortales se maltratan entre sí? ¿Y qué? Tú a lo tuyo. Sigue adelante con… bueno, con tu muerte o con lo que sea esto. No puedes arreglar nada del mundo mortal, no eres quién para intentarlo. Te han juzgado y declarado indigno de ir al cielo, así que, ¡que los zurzan!

A pocos nos importan los niños y somos menos todavía los capaces de hacer algo por ellos. De modo que, aunque cambiemos un poco la vida de unos cuantos críos, hay miles, millones a los que no vemos nunca. Eso no es motivo para abandonar, sin embargo, sino para esforzarse más. No dormimos, que ya es algo. Así que disponemos de las veinticuatro horas del día.

Pero te cansas. No física, sino anímicamente. Ver que existen tantas personas malvadas, ver el ansia con que las víctimas esperan que sus padres los quieran algún día, hacer amigos en la escuela… Y ahí estamos, intentando contribuir a que esa esperanza no muera. Se te parte el corazón. A veces te dan ganas de rendirte porque siempre hay un matón que la frustra. ¿Por qué aborrecen tanto la felicidad de los demás? Y sobre todo los niños: ¿dónde aprenden a disfrutar tanto con el sufrimiento de sus semejantes?

¿Yo era así?

Oh, me vienen a la cabeza una y otra vez todas las groserías que dije. Fui amigo de un chico con el que estudié toda la secundaria, ¿sabéis? Compartimos obras de teatro y banda de música. Era listo, tenía talento y yo lo apreciaba. Pero un día estaba sentado dándole vueltas a una canción y, por algún motivo, se me ocurrió una letra nueva en la que me burlaba de mi amigo, una canción que hablaba de lo creído que era Bruce. Pues bueno, no era realmente creído, digamos que se emocionaba por todas las cosas interesantes que era capaz de hacer. Ahora que lo recuerdo, me doy cuenta de que no presumía, simplemente disfrutaba descubriendo cosas nuevas y quería compartir ese deleite con sus amigos. Bueno, pues lo «curé». Porque no sólo compuse una canción, sino que se la canté al resto del grupo y todos se rieron. Aquello fue todo un descubrimiento para mí, era la primera vez que demostraba talento para algo, talento para la maldad musical. Debí de escribir veinte canciones sobre Bruce… hasta que Bruce dejó de venir con el grupo. Y ya no era divertido cantarlas cuando él no estaba, ya no parecía listo, sólo quedaba mal.

Pensando en todo aquello, me pregunto dónde estaba Nick entonces. Puede que alguien de su equipo me viera pero pensara que Bruce era listo, que tenía talento de verdad y que no le hacía falta un fracasado como yo por amigo. No tenían que detenerme, porque no era tan importante en la vida de Bruce como para que tuvieran que rescatarlo de mí. Espero que así fuera, de verdad. Espero no haberle hecho ningún daño.

Ésta es la clase de cosas que te pasan por la mente cuando estás en la Patrulla Antimatones. Personalmente me parece demasiada autoreflexión, pero no puedes evitarlo; no dejas de verte retratado, tanto en los matones como en las víctimas. Al fin y al cabo, todos son niños. Aunque sean malos y crueles, son niños. Todavía pueden convertirse en algo que valga la pena.

La Navidad es nuestra temporada alta. Yo pasé todo un año de aprendizaje, sobre todo por calles de Estados Unidos, puesto que conocía su cultura, comprendía lo que les pasaba a los niños y podía discurrir formas de ayudarlos. Cuando ya me daba bastante maña en eso de frenar a los matones, Nick vino a verme y me dijo:

—Empieza la campaña de Navidad. Se acabó la Patrulla Antimatones hasta después del gran día.

Estaba claro que era Navidad. Quiero decir que era imposible no darse cuenta, porque Nick llevaba un traje rojo. Cuando se colocan los adornos navideños, te encuentras imágenes de él por todas partes, con su aspecto de Papá Noel bebedor de Coca-Cola de las ilustraciones de Norman Rockwell, y es incapaz de mantener su imagen de paisano. El traje rojo le sale de dentro y ése es el aspecto que tiene. Y menos mal que no puedo verme en los espejos porque, sinceramente, no me sorprendería nada descubrir que parezco muy pequeño y voy vestido de verde. A veces me dan ganas de soltarle unos cuantos sopapos a esos tipos de la publicidad. ¿Es que no pueden respetar un poco nuestra dignidad?

La Navidad y los elfos. Es entonces cuando empezamos a robar en serio.

¡A lo mejor os habíais creído que los juguetes los hacíamos nosotros! Pues no, estamos muertos. Y aunque estuviésemos vivos, la mayoría de los juguetes que quieren los niños actualmente necesitan una maquinaria muy compleja. ¿Tenéis idea del equipo que se necesita para construir una simple pieza de Lego? Y no digamos nada de un muñeco articulado de Toy Story. No; nosotros no construimos juguetes. Lo que hacemos es redistribuirlos.

Y no en las mismas tiendas. Pensadlo: ¿quién va a Toys «R» Us? ¿La gente sin dinero? ¡Claro que no! ¿Qué queréis, que vayamos al aparcamiento y saquemos los juguetes de un carrito para meterlos en otro? Además, tampoco podemos mover tanto las cosas, agitarlas un poco ya nos deja agotados. De manera que, de eso de bajar sacos de juguetes por las chimeneas, nada de nada. Sería bastante raro que debajo del árbol apareciera algo que papá y mamá no hayan comprado.

Además, ya he dicho que para mover las cosas tenemos que concentrarnos mucho, ¿verdad? De modo que lo que hacemos es lo siguiente.

Estamos atentos a la gente que tiene más de lo que necesita cuando va por la calle y pasa cerca de otros más pobres, o cuando hay niños pobres en un lugar donde mucho dinero cambia de manos. Yo trabajo en equipo con una elfa cantante. Ella distrae al rico cuando tiene el dinero en la mano, mientras yo «libero» un billete de cinco dólares (a veces, incluso uno de veinte) y hago que caiga al suelo. Después, monto guardia junto al billete e impido que nadie se fije en él mientras la cantante atrae a algún niño pobre. Cuando consigue que se acerque lo suficiente, empujo el billete de cinco o de veinte (o el de dólar o la moneda de veinticinco centavos, que a veces es lo único que puedo sacar), y lo dejo donde lo pueda ver el chico.

¿Y sabéis lo más genial? Que muchos de esos niños intentan devolvérselo al dueño de la tienda o se lo llevan directamente a sus padres. En fin, una vez que se lo hemos dado pueden hacer lo que quieran, nosotros ya se lo hemos regalado. Y, si lo piensas bien, puede que el mejor regalo para un niño sin dinero sea devolver ese billete de veinte y demostrar que en realidad no necesita el dinero, demostrar que es más importante ser honrado que tener cualquier cosa que pueda comprarse con dinero. Y si se lo da a sus padres… bueno, puede que signifique un poco más de comida en la mesa. También es posible que los padres se lo gasten en alcohol y que precisamente por eso sean pobres, pero eso ya no es culpa del niño. El niño hizo lo que debía, aportó algo a la familia.

Pero la mitad de los niños, aproximadamente, se quedan con el dinero. Y me parece bien, me parece incluso mejor, porque, ¿sabéis una cosa?, casi siempre se gastan parte del dinero en algún capricho, un helado o una chocolatina, puede que en unas galletas, pero el resto lo dedican a comprarle un regalo a otra persona, a un hermanito o una hermanita, o a papá y mamá. A veces incluso a un maestro o una maestra que ha sido bueno o buena con ellos. Una vez vi a un chico que tenía en la mano cuatro dólares y veintiocho centavos (el cambio que le habían dado en la heladería); vio a otro que parecía más pobre todavía, se le acercó, se lo dio todo y le dijo: «Feliz Navidad.» ¡Cuánto quise a aquel chico! Porque lo había captado, lo había comprendido. Cuando te mueres, no puedes llevarte contigo cosas materiales, sólo lo que hayas hecho por los demás y lo que los demás hayan hecho por ti. Es lo único que importa cuando estás muerto. Cuando ese chico se muera, se llevará con él muchas cosas estupendas porque tiene buen corazón. No tendrá que vagar por las calles del infierno sin poder refugiarse en ningún lugar, no señor. Encajará perfectamente en la luz, aprobará el examen de ingreso y lo recibirán cantando, ¿sabéis? Y ese billete de cinco que compartió se lo conseguí yo. Y eso ya es algo.

Así es la Navidad. Nos limitamos a aprovechar esa temporada para que los niños que no tienen nada tengan algo. Es una cuestión de esperanza, igual que el resto del año. A eso se dedica Nick; es un profesional de la esperanza.

Pues resulta que llega el día después de Navidad y volvemos al trabajo normal. Pero Nick viene a verme (sigue pareciéndose a Papá Noel, todavía no se ha disipado el traje rojo) y me dice:

—¿Quieres que hagamos juntos la larga excursión?

No sé de qué me habla, pero respondo que claro, porque quiere que lo acompañe, y le debo el sentirme útil para algo más que para hacer bulto, aunque sea en las calles del infierno. No sé qué es la larga excursión, pero sé que no voy a cansarme, ni tendré que cargar con una tienda de campaña en la mochila. De modo que le digo: «Claro», y nos ponemos en marcha.

Y ascendemos directamente hacia la luz.

La excursión no es muy larga, diga lo que diga Nick. Es como cuando estás en la Tierra, te mueres y decides buscar la luz. Resulta que la tienes ahí, justo por encima de los hombros, casi al alcance de la mano. Nick asciende como si conociera el camino, y supongo que lo conoce. Todos los años intenta entrar, una vez pasada la Navidad. Supongo que casi todos los elfos lo han acompañado alguna vez, y muchos más de una. Y supongo que se han puesto de acuerdo en que sea el nuevo quien le acompañe esta vez.

Así que allá va Nick. Entra directamente en la luz y tú piensas: «¡Vamos, tío, esta vez lo conseguirás! ¡Esta vez saldrás del infierno!»

Y pasa allí dentro mucho tiempo. Me siento lleno de esperanza por él.

Y, entonces… plop. Vuelve a salir. Te mira y se encoge de hombros.

—Quizá tenga más suerte la próxima vez —dice.

Pero yo soy nuevo en esto. Y llevo todo el año incubando mi indignación, ¿sabéis? Y no es que me falte poco para entrar en el cielo. Es decir, si Nick no es capaz de superar el examen de ingreso, ¿qué posibilidades creéis que tengo yo?

De modo que empiezo a gritar (no en voz alta, porque no emito ningún sonido, pero sí con verdadera intensidad, ¿me entendéis?), y sé que no debería enfadarme con la luz, por el amor de Dios, pero el caso es que grito:

—¿No crees que tus estúpidos requisitos pueden ser demasiado exigentes? ¿A quién tienes ahí, a un puñado de mártires beatos? ¿A un puñado de soseras que no se han saltado una regla en toda su vida? ¡Pues bien, Nick estará muerto pero sigue en primera línea de combate intentando hacer algo! ¡A ti no te veo aquí abajo, en las calles, intentando mejorar la vida de los niños! ¿Qué me dices a eso, eh? ¿No has pensado nunca que algunos de los que están en el cielo no dan palo al agua, mientras que algunos de los que estamos en el infierno intentamos hacer algún bien en el mundo?

Por fin me desahogo lo bastante para que se me pase la intensidad, y entonces me acuerdo de a quién le estoy hablando y pienso: «Tío, voy a tardar unos diez mil años en compensar todo lo que acabo de soltar.»

Pero en ese momento oigo una voz dentro de mi cabeza, algo similar a lo que deben oír los niños que sufren cuando la patrulla de Nick les canta una nana. Una voz suave, llena de bondad que me dice: «Lo que hagas por el menor de mis pequeños, lo harás por mí.»

Y casi me caigo de culo. Él lo ve. Él lo sabe. Lo que hacemos. Cuál es nuestro trabajo. Él lo sabe y nos ama por ello. Y sin embargo… sin embargo, Nick sigue sin poder entrar.

Miro a Nick, y él vuelve a encogerse de hombros.

—Gritando no resolverás nada —dice.

Y después me guía en el largo viaje de vuelta. Sí, resulta que la parte larga de la «larga excursión» es ésa. A la luz llegas enseguida; lo difícil, lo lento, lo largo, es volver de ella. Porque cada paso duele. Duele apartarse de toda esa belleza y volver al mundo de siempre, con los muertos predicando o haciéndose los duros, y los vivos atendiendo a sus asuntos como si la vida fuera eterna y tuvieran todo el tiempo del mundo. Y no puedes dejar de pensar en una cosa cuando miras a los vivos; piensas: «Qué fácil lo tienen, pueden hacer multitud de cosas sin más, pero rara vez hacen nada importante. Hay tantos niños que no necesitarían más que una palabra y una sonrisa, que no necesitarían más que un acto de bondad y de generosidad, cosa de la que cualquier vivo sería capaz y que sin embargo tenemos que hacer muchas veces los muertos… Los que son buenos con los niños son amigos míos, ¿sabéis? Son mis hermanos y mis hermanas. Yo no puedo hacer nada para demostrarles lo que siento, pero me alegro de que estén vivos. Son el único motivo por el que el infierno no es más… bueno, más infernal.»

Por fin llegamos abajo, a las calles del infierno. Y Nick dice:

—Otro año por delante.

Y yo le digo:

—Nick, gracias por dejarme participar. A lo mejor todo esto no les parece lo bastante bueno… pero a mí sí.

Y él sonríe. Y, aunque no se mueve, siento como si me acabara de dar una palmada en el hombro.

—Entonces, a mí también me lo parece.

Y se marcha.

Sólo que en su aspecto algo no me cuadra. Lo estoy viendo y lleva encima algo más que un traje rojo. Es como si caminara con especial alegría y, aunque debe de ser mi mente la que está creando una imagen que se ajusta a la sensación que me produce, el caso es que no deja de ser cierto. Nick acaba de fracasar en su intento número mil quinientos de entrar en el cielo, pero prácticamente está bailando.

—¡Oye! —le grito—. ¡Oye, Papá Noel!

Se vuelve hacia mí y quedamos cara a cara. Y le pregunto:

—¿Por qué estás tan contento?

—Porque ha sido una buena Navidad —responde con aire inocente. Y sé que no miente porque no puede mentir, pero tampoco me lo está diciendo todo.

—¿Por qué no lo has conseguido este año? —insisto.

—No es que te den una lista…

—Chorradas —le corto—. Cuando he salido de esa luz sabía hasta el último pecadillo que cometí en vida. Te dan todo el inventario, Nick. Y quiero que me digas por qué no puedes entrar.

Se vuelve despacio y abre los brazos, como si quisiera abarcar toda la calle. Todavía no han quitado los adornos de Navidad, claro, y en todos los escaparates se ve su cara, la de Papá Noel, sonriendo y vendiendo cosas.

—Quizá sea por todo esto —dice.

—¿Qué? ¿Por los adornos de Navidad?

—Porque es mi cara y no la suya.

—¡Esos retratos no los has pintado tú! ¡No los has colocado tú!

—No; pero me gusta verlos ahí. Me gusta ser famoso. A él no le gusta.

—¿Es por eso? ¿Eso es todo?

—Ni siquiera sé si el motivo es ése… —Duda—. A mí no me dan una lista de pecados. Pero es una explicación. Mejor que nada, ¿no?

Y se marcha. Esta vez de verdad. Yo tengo que volver con la Patrulla Antimatones, pero una idea me viene a la cabeza. Si a él no le dan una lista de pecados, quizá sea porque no la hay, quizá no tiene una lista porque no ha cometido pecados. Pasó muchísimo tiempo en la luz antes de volver a salir. ¿Y si no lo echan? ¿Y si todos los años es él quien prefiere volver aunque no esté obligado? Puede que prefiera estar aquí, que prefiera ser un «indigente» en el infierno y hacer el trabajo que hace, a ser feliz en el cielo. De hecho, hasta es posible que el cielo sea un infierno para él, pudiendo estar dirigiéndonos para ayudar a los niños en vez de estar allí tocando el arpa o lo que sea que hagan. De manera que, para él, la única forma de estar en el cielo es no estando en el cielo. Tiene un trabajo que hacer y lo hace. Y eso es el cielo para él.

Y entonces se me ocurre otra cosa francamente extraña. ¿Y si el cielo es lo mismo para todos? ¿Y si a todo el mundo lo echan a las calles del infierno pero éstas se convierten en un cielo para ti si encuentras algo bueno que hacer? Mirad lo que tengo: un trabajo importante para el mundo, compañeros que son buenos amigos míos y a Nick como jefe, un hombre al que admiro. ¿Qué puede haber en el cielo mejor que esto?

No, no puede ser. Porque si fuera así, ¿no estarían aquí abajo san Francisco y san Pedro y todos ésos trabajando con nosotros? No. El cielo es el cielo y esto es el infierno. Tal vez Nick sea un ángel disfrazado o justamente lo que parece: un muerto más, un sin techo más que busca desesperadamente el modo de salir de la calle. En el fondo, ¿qué importa que sea una cosa u otra?

Yo no sufro tormentos. La verdad es que he pasado una Navidad bastante feliz. He visto muchas cosas tristes, pero también algunas cosas buenas. Y he sido yo quien ha hecho que pasaran algunas de esas cosas buenas.

Y entonces se me ocurre que quizá pueda hacer que pasen más cosas buenas si les cuento a los vivos cómo son aquí las cosas, cómo funciona todo. No puedo presentarme como un ángel con trompeta para que todo el mundo me crea, pero sí contarlo en forma de relato, hacer que aparezcan letras en una pantalla de ordenador. Está tirado en comparación con sacar un billete de cinco dólares de una cartera y hacer que caiga en la calle.

Así que he encontrado a un tipo que tiene el ordenador encendido día y noche, y he escrito todo esto. Y ahora lo estáis leyendo vosotros. Podéis tomarlo como ficción o como realidad, a mí me da igual. No me importa lo que creáis. Lo que me importa es lo que hagáis.

Bueno, ya he dedicado a esto todo mi tiempo libre. Ahora, como suele decirse, toca dar el callo. Estoy de trabajo hasta el cuello y somos pocos para arrimar el hombro. Feliz Navidad, Dios nos bendiga a todos, dejad que los niños se acerquen a mí y todas esas cosas.

FIN

Orson Scott Card - Indigentes en el infierno
  • Autor: Orson Scott Card
  • Título: Indigentes en el infierno
  • Título Original: Homeless in Hell
  • Publicado en: Web oficial del autor, 2001
  • Aparece en: Keeper of Dreams (2008)
  • Traducción: Francisco Pérez Navarro

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