Oscar Wilde: El Príncipe Feliz. Cuento completo, resumen y análisis

En «El Príncipe Feliz», cuento de Oscar Wilde, se narra la historia de una estatua dorada que, situada sobre una alta columna, observa las miserias de la ciudad. Una golondrina que se detiene en su camino hacia Egipto se convierte en su mensajera, llevando a cabo actos de generosidad inspirados por la compasión de la estatua. A través de este vínculo inesperado, ambos personajes encuentran un propósito redentor, trascendiendo su existencia inicial para revelar la profundidad de la empatía y el sacrificio.

Oscar Wilde: El Príncipe Feliz

El Príncipe Feliz

Oscar Wilde
(Cuento completo)

Dominando la ciudad, sobre una alta columna, se elevaba la estatua del Príncipe Feliz. Era toda dorada, cubierta de tenues hojas de oro fino; tenía, por ojos, dos brillantes zafiros, y un gran rubí rojo centelleaba en el puño de su espada. Todo esto le hacía ser muy admirado.

—Es tan hermoso como una veleta —observaba uno de los concejales de la ciudad, que deseaba granjearse una reputación de hombre de gustos artísticos—, sólo que no es tan útil —añadía, temiendo le tomasen por hombre poco práctico, lo que realmente no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —pregunta una madre sentimental a su hijito, que lloraba pidiendo la luna—. Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada.

—Me alegro de que haya alguien en el mundo completamente feliz —murmuraba un desengañado, contemplando la maravillosa estatua.

—Tiene todo el aspecto de un ángel —decían los niños del Hospicio al salir de la Catedral, con sus brillantes capas escarlata y sus limpios delantales blancos.

—¿En qué lo conocéis? —replicaba el profesor de matemáticas—. Nunca visteis ninguno.

—¡Oh, lo hemos visto en sueños! —contestaban los niños; y el profesor de matemáticas fruncía el entrecejo y tomaba un aire severo, pues no podía aprobar que los niños soñasen.

Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina. Seis semanas antes, sus amigas habían partido para Egipto; pero ella se quedó atrás, pues estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, mientras revoloteaba sobre el río en pos de una gran mariposa amarilla; y su talle esbelto la sedujo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Te amaré? —dijo la golondrina, que gustaba de no andar con rodeos. Y el junco le hizo una gran reverencia.

Entonces, la golondrina jugueteó a su alrededor, rozando el agua con las alas y trazando en ellas surcos de plata. Era su modo de hacer la corte; y así pasó todo el verano.

—Es una constancia ridícula —gorjeaban las otras golondrinas—; no tiene un céntimo, y, en cambio, demasiada familia. —Y, efectivamente, todo el río estaba cubierto de juncos.

Cuando llegó el otoño, todas emprendieron el vuelo. Entonces la golondrina se sintió muy sola, y empezó a cansarse de su amante.

—No tiene conversación —se decía—, y temo sea bastante tornadizo, pues siempre está coqueteando con la brisa.

Y, realmente, siempre que corría brisa, el junco multiplicaba sus más graciosas cortesías.

—Es demasiado sedentario —continuaba diciéndose la golondrina—; y a mí me gusta viajar. Por tanto, quien me quiera debe amar también los viajes.

—¿Quieres seguirme? —le preguntó por fin. Pero el junco sacudió la cabeza; tal apego tenía a su hogar.

—¡Has estado jugando conmigo! —exclamó la golondrina—. Me voy a las Pirámides. ¡Adiós!

Y levantó el vuelo.

Durante todo el día estuvo volando y, al anochecer, llegó a la ciudad.

—¿Dónde me hospedaré? —se preguntó—. Espero habrán hecho preparativos para recibirme.

Entonces vio la estatua sobre su alta columna.

—Voy a guarecerme allí —se dijo—. El lugar es bonito y bien aireado.

Así, fue a posarse justamente entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo una alcoba dorada —se dijo dulcemente, mirando a su alrededor. Y se dispuso a dormir. Pero no había acabado de esconder la cabeza bajo el ala, cuando le cayó encima una gran gota de agua.

—¡Qué cosa tan rara! —exclamó—. No hay una nube en todo el cielo, las estrellas están claras y brillantes, y sin embargo llueve. Realmente, este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le gustaba la lluvia; pero era puro egoísmo.

Entonces, cayó otra gota.

—¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? —dijo—. Voy a buscar una buena chimenea.

Y decidió elevar su vuelo a otra parte.

Pero, antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota; y mirando hacia arriba, vio… ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían por sus doradas mejillas. Tan bello era su rostro, a la luz de la luna, que la golondrina se sintió llena de compasión.

—¿Quién sois? —preguntó.

—Soy el Príncipe Feliz.

—Entonces, ¿por qué lloráis? Casi me habéis empapado.

—Cuando estaba en vida y tenía corazón de hombre —contestó la estatua—, yo no sabía lo que eran las lágrimas, pues vivía en el Palacio de la Despreocupación, donde no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín, y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se elevaba un altísimo muro; pero jamás sentí curiosidad por conocer lo que había tras él; tan hermoso era cuanto me rodeaba. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz, y feliz era en verdad, si el placer es la dicha. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han subido tan alto que puedo ver todas las fealdades y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no tengo más remedio que llorar.

«¡Cómo! ¿No es de oro de ley?» —dijo para sí la golondrina. (Era demasiado bien educada para hacer en voz alta observaciones sobre la gente.)

—Allá abajo —continuó la estatua con voz queda y musical—, allá abajo, en una callejuela, hay una casuca miserable. Una de las ventanas está abierta, y, a través de ella, veo a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está demacrado y marchito y sus manos, ásperas y rojizas, están llenas de pinchazos, pues es costurera. Borda pasionarias en un traje de seda que debe lucir en el próximo baile de Palacio la más bella de las damas de la reina. Sobre una cama, en un rincón del aposento, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre, y pide naranjas. Su madre sólo puede darle agua del río; así que el niño llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿querrás llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están clavados a este pedestal, y no puedo moverme.

—Me esperan en Egipto —respondió la golondrina—. Mis amigas revolotean sobre el Nilo, y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir a la tumba del Gran Rey. Allí está el Rey, en su pintado ataúd, envuelto en lienzo amarillo, y embalsamado con especias. Alrededor del cuello tiene una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas secas.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarás conmigo una noche, y serás mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y la madre está tan triste!

—No creo que me gusten los niños —contestó la golondrina—. El verano pasado, cuando vivía a orillas del río, había dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, que no cesaban de tirarme piedras. ¡Claro que no atinaban nunca! Nosotras, las golondrinas, volamos demasiado bien; y, además, yo soy de una familia célebre por su ligereza; pero, de todos modos, era una falta de respeto.

Mas la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que la golondrina se conmovió.

—Hace mucho frío aquí —dijo—; pero me quedaré una noche con vos, y seré vuestra mensajera.

—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.

Entonces la golondrina arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe, y con él en el pico remontó su vuelo por encima de los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de danza. Una preciosa muchacha salió al balcón con su novio.

—¡Qué hermosas son las estrellas —dijo él—, y cuán maravilloso es el poder del amor!

—Espero que mi traje estará listo para el baile de gala —replicó ella—. He mandado bordar en él pasionarias. ¡Pero las costureras son tan holgazanas!

Pasó sobre el río, y vio linternas colgadas de los mástiles de los navíos. Pasó sobre la Judería, y vio a los viejos mercaderes urdiendo negocios y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casuca, y miró. El niño se agitaba febrilmente en su cama, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina saltó al cuarto y depositó el gran rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Luego, revoloteó dulcemente alrededor de la cama, abanicando con sus alas la frente del niño.

—¡Qué fresco tan agradable! —dijo el niño—. Debo de estar mejor.

Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho.

—Es curioso —añadió—, pero ahora casi tengo calor; y, sin embargo, hace mucho frío.

—Es porque has hecho una buena acción —respondió el Príncipe.

Y la golondrina comenzó a reflexionar, y se durmió. Siempre que reflexionaba se dormía.

Al rayar el alba, voló hacia el río a tomar un baño.

—¡Qué extraordinario fenómeno! —exclamó el profesor de Ornitología, que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió sobre ello una larguísima carta al periódico de la localidad. Todo el mundo habló de ella. (¡Contenía tantas palabras que no se entendían!)

«Esta noche partiré para Egipto» —decíase la golondrina; y a esta idea, sentíase muy contenta.

Visitó todos los monumentos públicos, y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones susurraban a su paso, y se decían unos a otros: «¡Qué extranjera tan distinguida!», cosa que la llenaba de alegría.

Al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

—¿Tenéis algunos encargos que darme para Egipto? —le gritó—. Voy a partir.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarás conmigo otra noche?

—Me esperan en Egipto —contestó la golondrina—. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Entre las cañas duerme allí el hipopótamo, y sobre un gran trono de granito se yergue el dios Memnón. Toda la noche pasa acechando las estrellas, y cuando brilla la estrella matutina lanza un grito de alegría y queda silencioso. A mediodía los leones fulvos bajan a beber a la orilla del río. Tienen ojos como berilos verdes, y sus rugidos son más sonoros que los rugidos de la catarata.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en un desván. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles, y en un vaso, a su lado, se marchita un ramo de violetas. Sus cabellos son castaños y rizados, y sus labios rojos como granos de granada, y sus ojos anchos y soñadores. Se esfuerza en acabar una obra para el director del teatro; pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo. No hay fuego en la chimenea, y el hambre le ha extenuado.

—Me quedaré otra noche con vos —dijo la golondrina, que realmente tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?

—¡Ay!, no tengo más rubíes —dijo el Príncipe—. Mis ojos es lo único que me queda. Son dos rarísimos zafiros traídos de la India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, y comprará pan y leña, y acabará su obra.

—Querido Príncipe —dijo la golondrina—, yo no puedo hacer eso.

Y se echó a llorar.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, haz lo que te pido.

Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y echó a volar con él hacia el desván del estudiante. No era difícil entrar en él, pues había un agujero en el techo que aprovechó la golondrina para entrar como una flecha. Tenía el joven la cabeza hundida entre las manos; así que no oyó el rumor de las alas. Cuando, al fin, levantó los ojos vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

—Empiezo a ser estimado —exclamó—. Esto debe provenir de algún rico admirador. Ya puedo acabar mi obra.

Y parecía completamente dichoso.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran navío, y se entretuvo mirando a los marineros, que subían con cuerdas unas enormes cajas de la cala.

—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina.

Pero nadie le hacía caso.

Al salir la luna volvió hacia el Príncipe Feliz.

—Vengo a deciros adiós —le dijo.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarás conmigo otra noche?

—Es invierno —contestó la golondrina— y pronto llegará la nieve helada. En Egipto el sol calienta sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos, echados entre el fango, miran indolentemente en torno suyo. Mis compañeras construyen sus nidos en el templo de Baalbec, y las palomas, rosadas y blancas, las siguen con los ojos, y se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejaros, pero nunca os olvidaré, y la próxima primavera os traeré de allí dos piedras bellísimas para reemplazar las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro tan azul como el gran mar.

—Allá abajo, en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una niña que vende cerillas. Se le han caído las cerillas en el barro y se han echado a perder. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y por eso llora. No lleva zapatos ni medias, y su cabecita va sin nada. Arranca mi otro ojo y dáselo, y su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche con vos —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancaros el otro ojo. Os quedaríais ciego del todo.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, haz lo que te pido.

Entonces, la golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe y echó a volar con él. Posándose sobre el hombro de la niña, deslizó la joya en sus manos.

—¡Qué trozo de cristal tan bonito! —exclamó la niña. Y corrió hacia su casa riendo.

Entonces, la golondrina volvió hacia el Príncipe.

—Ahora que estáis ciego —dijo— me quedaré a vuestro lado para siempre.

—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—, tienes que ir a Egipto.

—Me quedaré a vuestro lado para siempre —repitió la golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe.

Al día siguiente, se posó sobre el hombro del Príncipe y le contó lo que había visto en países extraños.

Le habló de los ibis rojos, que se colocan en largas filas a orillas del Nilo y pescan con sus picos peces dorados; de la Esfinge, tan vieja como el mundo, que vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos y llevan en la mano rosarios de ámbar; del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; de la gran serpiente verde, que duerme en una palmera y a la que veinte sacerdotes se encargan de alimentar con pasteles de miel, y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y están siempre en guerra con las mariposas.

—Querida golondrinita —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso es todavía lo que sufren los hombres. No hay misterio tan grande como la miseria. Vuela por mi ciudad, golondrinita, y cuéntame lo que veas.

Entonces la golondrina voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se regocijaban en sus palacios soberbios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles negras. Bajo los arcos de un puente había dos chiquillos acostados, uno en brazos del otro, para darse calor.

—¡Qué hambre tenemos! —decían.

—¡Largo de ahí! —les gritó un guardia; y tuvieron que alejarse bajo la lluvia.

Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe y le contó lo que había visto.

—Estoy cubierto de oro fino —dijo el Príncipe—; despréndelo hoja a hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede darles la dicha.

Hoja a hoja arrancó la golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz no tuvo ya ni brillo ni belleza. Hoja a hoja distribuyó el oro fino entre los pobres; y los rostros de los niños se pusieron sonrosados, y los niños rieron y jugaron por las calles.

—¡Ya tenemos pan! —gritaban.

Entonces vino la nieve, y después de la nieve el hielo. Las calles parecían de plata, de tal modo brillaban. Carámbanos, largos como puñales, colgaban de los aleros de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros encarnados y patinaban sobre el hielo. La pobre golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe; le amaba demasiado. Picoteaba las migajas a la puerta del panadero cuando éste no la veía e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, comprendió que iba a morir. Tuvo aún fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, querido Príncipe! —murmuró—. ¿Me permitís que os bese la mano?

—Me alegro de que al fin te vayas a Egipto, golondrinita —dijo el Príncipe—. Demasiado tiempo has estado aquí. Pero bésame en los labios, porque te amo.

—No es a Egipto adonde voy —contestó la golondrina—. Voy a casa de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante resonó un singular crujido en el interior de la estatua, como si algo se hubiese roto en ella. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Indudablemente, hacía un frío terrible.

A la mañana siguiente paseaba el alcalde por la plaza con los concejales de la ciudad.

Al pasar al lado de la columna levantó los ojos hacia la estatua.

—¡Caramba —dijo—, qué aspecto tan desarrapado tiene el Príncipe Feliz!

—¡Completamente desarrapado! —repitieron los concejales, que eran siempre de la opinión del alcalde; y subieron todos para examinarlo.

—El rubí de la espada se ha caído, los ojos desaparecieron, y ya no es dorado —dijo el alcalde—. En una palabra: un pordiosero.

—¡Un pordiosero! —hicieron eco los concejales.

—Y a sus pies hay un pájaro muerto —prosiguió el alcalde—. Será preciso promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que vengan a morir aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota de la idea.

Mandaron, pues, derribar la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya no es bello, para nada sirve —dijo el profesor de Estética en la Universidad.

Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió el Municipio para decidir qué harían con el metal.

—Podemos —propuso—, hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

—O la mía —dijo cada uno de los concejales.

Y empezaron a disputar. La última vez que oí hablar de ellos seguían disputando.

—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.

Y lo arrojaron al basurero en que yacía la golondrina muerta.

—Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto.

—Has elegido bien —dijo Dios—, pues en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.

FIN

Guía de apoyo a la lectura: El Príncipe Feliz, resumen y análisis

Resumen de El Príncipe Feliz de Oscar Wilde

El cuento «El Príncipe Feliz» de Oscar Wilde comienza con la descripción de una magnífica estatua que domina la ciudad. La estatua, conocida como el Príncipe Feliz, está completamente cubierta de hojas de oro, con zafiros en sus ojos y un gran rubí en el puño de su espada. La estatua es admirada por todos los habitantes de la ciudad, quienes la consideran un símbolo de belleza y felicidad.

Una noche, una golondrina que ha quedado rezagada de su grupo durante la migración a Egipto, busca refugio en la ciudad y decide pasar la noche entre los pies de la estatua. Al prepararse para dormir, una gota de agua la sorprende, aunque el cielo está despejado. La golondrina descubre que las gotas provienen de las lágrimas del Príncipe Feliz. Al preguntarle por qué llora, el Príncipe le cuenta su triste historia.

En vida, el Príncipe era un hombre que vivía en el Palacio de la Despreocupación, donde solo conocía la alegría y el placer. No sabía lo que eran el dolor y la miseria. Al morir, fue transformado en una estatua desde la cual puede ver toda la tristeza y sufrimiento de la ciudad. El Príncipe ahora llora porque ve el hambre, la pobreza y la desesperación que azotan a sus habitantes.

El Príncipe le pide a la golondrina que lo ayude a aliviar el sufrimiento de su gente. Primero, le pide que lleve el rubí de su espada a una costurera pobre cuyo hijo está enfermo y tiene sed. La golondrina, aunque inicialmente renuente debido a su compromiso de volar a Egipto, accede a ayudar al Príncipe y lleva el rubí a la costurera. La madre se alegra al encontrar la joya y puede cuidar mejor a su hijo.

La noche siguiente, el Príncipe le pide a la golondrina que le quite uno de sus zafiros y se lo lleve a un joven escritor que está muriendo de hambre y frío en su buhardilla. La golondrina, conmovida por la petición del Príncipe, arranca el zafiro y se lo lleva al joven. El escritor, al encontrar la preciosa piedra, siente una renovada esperanza y puede continuar con su obra.

En la tercera noche, el Príncipe le pide a la golondrina que lleve el otro zafiro a una niña que vende cerillas y ha perdido su mercancía en el barro. La golondrina, aunque triste por dejar ciego al Príncipe, obedece. La niña, al encontrar el zafiro, se llena de alegría y puede evitar el castigo de su padre.

Con el Príncipe ahora ciego, la golondrina decide quedarse con él para siempre. La golondrina vuela por la ciudad describiendo al Príncipe las injusticias y sufrimientos que observa. El Príncipe le pide que le arranque el oro que cubre su cuerpo para distribuirlo entre los pobres. La golondrina obedece y lleva hojas de oro a los necesitados, quienes mejoran sus condiciones de vida gracias a la generosidad del Príncipe.

A medida que el invierno avanza, la golondrina se debilita por el frío y, finalmente, muere a los pies de la estatua del Príncipe. En el mismo momento, el corazón de plomo del Príncipe se parte en dos.

Al día siguiente, el alcalde y los concejales de la ciudad, al ver la estatua despojada de su esplendor, deciden derribarla y fundirla. Sin embargo, el corazón de plomo no se derrite y es arrojado a un basurero junto al cuerpo de la golondrina. En el cielo, Dios le pide a uno de sus ángeles que le traiga las dos cosas más preciosas de la ciudad, y el ángel le lleva el corazón de plomo y la golondrina muerta. Dios declara que el Príncipe y la golondrina vivirán eternamente en el Paraíso debido a su gran amor y sacrificio.

Personajes de El Príncipe Feliz de Oscar Wilde

El Príncipe Feliz es el personaje central del relato. En vida, el Príncipe era un joven que vivía en un palacio rodeado de lujo y despreocupación, sin conocer el sufrimiento. Su felicidad superficial y despreocupada contrasta fuertemente con su estado actual como estatua, desde donde ve las miserias y la pobreza de su ciudad. Esta transformación de un ser insensible a un símbolo de compasión y sacrificio es el núcleo de la historia. El Príncipe Feliz, ahora hecho de plomo pero cubierto de joyas y oro, representa la dualidad entre la belleza superficial y el verdadero valor interior. A pesar de su inmovilidad física, su generosidad y amor por su pueblo le permiten, a través de la golondrina, realizar actos de bondad que aligeran el sufrimiento de los más necesitados.

La golondrina es otro personaje principal y simboliza la lealtad, el sacrificio y el amor desinteresado. Al principio, la golondrina parece ser un ser frívolo, preocupada solo por su propia comodidad y deseos de migrar a lugares cálidos. Sin embargo, su encuentro con el Príncipe Feliz despierta en ella un profundo sentido de empatía y compasión. A pesar del frío y de su deseo de unirse a sus compañeras en Egipto, la golondrina decide quedarse y cumplir con los deseos del Príncipe. Su transformación de una golondrina aparentemente superficial a una criatura noble y sacrificada subraya el tema del amor y el sacrificio personal por el bien de los demás.

Entre los personajes secundarios, destaca la costurera. Vive en la pobreza extrema, bordando un vestido de lujo para una dama de la corte mientras su hijo enfermo sufre de fiebre. Este contraste entre la laboriosa vida de la costurera y el mundo de opulencia para el cual trabaja destaca la desigualdad social y económica. La intervención de la golondrina, llevándole el rubí del Príncipe, alivia su situación momentáneamente y refleja la importancia de la empatía y la ayuda mutua en tiempos de necesidad.

El joven escritor es otro personaje secundario que enfrenta la miseria y la desesperación. Vive en un desván frío, tratando de terminar una obra literaria que le permitirá sobrevivir. La golondrina le lleva uno de los zafiros del Príncipe, lo que le da el sustento necesario para continuar con su trabajo. Este personaje simboliza el valor del arte y la creatividad, y cómo estos aspectos esenciales de la humanidad pueden florecer incluso en condiciones adversas si se les brinda el apoyo adecuado.

La niña vendedora de cerillas es un personaje que simboliza la inocencia y la vulnerabilidad. Su pobreza es tan extrema que ni siquiera tiene zapatos ni medias, y teme el castigo de su padre por no haber vendido las cerillas que se han arruinado en el barro. La golondrina le lleva el otro zafiro del Príncipe, evitando su castigo y proporcionándole una alegría momentánea. Este acto de bondad subraya el tema recurrente de la compasión y la necesidad de cuidar a los más vulnerables.

Por último, el alcalde y los concejales de la ciudad representan la indiferencia y superficialidad de aquellos en el poder. Al ver la estatua del Príncipe despojada de su riqueza, solo se preocupan por su apariencia y deciden fundirla, mostrando una falta de comprensión de su verdadero valor. Esta crítica a las autoridades insensibles y a la sociedad que valora lo superficial por encima de la esencia refleja una fuerte denuncia social presente en la obra de Wilde.

Análisis de El Príncipe Feliz de Oscar Wilde

«El Príncipe Feliz» de Oscar Wilde es un cuento que se desarrolla en un escenario urbano ficticio, dominado por una majestuosa estatua del Príncipe Feliz, colocada en lo alto de una columna desde donde puede observar toda la ciudad. Este entorno urbano está marcado por la disparidad entre la opulencia y la pobreza, y sirve como un microcosmos para explorar las injusticias sociales y las desigualdades económicas que preocupaban a Wilde.

La narración del cuento es en tercera persona, permitiendo al lector tener una perspectiva omnisciente que se enfoca principalmente en los pensamientos y acciones de la estatua del Príncipe y la golondrina. Esta técnica narrativa ofrece una visión integral de los personajes y sus interacciones, facilitando la exploración de temas profundos como el sacrificio y la empatía.

Uno de los principales temas que Wilde desarrolla en la historia es la compasión desinteresada. A través de la figura del Príncipe Feliz, que sacrifica sus riquezas para aliviar el sufrimiento de los más pobres, y la golondrina, que pospone su migración a tierras cálidas para cumplir los deseos del Príncipe, el cuento ilustra el valor del sacrificio personal por el bienestar de los demás. Otro tema relevante es la crítica a la superficialidad y la indiferencia de las clases altas y las autoridades, representadas por el alcalde y los concejales que solo valoran la estatua por su apariencia y no por su verdadero significado.

El estilo de escritura de Wilde en «El Príncipe Feliz» es característicamente elegante y cargado de lirismo, con descripciones detalladas y un uso rico del lenguaje que añade una dimensión poética al cuento. El tono de la narración oscila entre lo melancólico y lo esperanzador, reflejando tanto la tristeza de la miseria urbana como la belleza del sacrificio y la bondad desinteresada. El ritmo del cuento es constante, con una fluidez que permite al lector seguir fácilmente el desarrollo de la trama y la evolución de los personajes.

Wilde emplea varias técnicas literarias para contar la historia, incluyendo el simbolismo y la alegoría. La estatua del Príncipe Feliz es un símbolo de la transformación de la superficialidad a la verdadera compasión, mientras que la golondrina representa la lealtad y el amor incondicional. Además, Wilde utiliza la ironía para criticar a la sociedad, como cuando los concejales deciden fundir la estatua y el corazón de plomo, que se ha convertido en un símbolo de la verdadera nobleza, es descartado como basura.

El contexto histórico y cultural en que fue escrita la historia también influye en su contenido. Publicado en 1888, «El Príncipe Feliz» refleja las preocupaciones sociales de la época victoriana, marcada por grandes disparidades económicas y una creciente conciencia de las injusticias sociales. Wilde, conocido por su aguda crítica social, utiliza el cuento para señalar la necesidad de una mayor empatía y acción social por parte de los privilegiados.

La interpretación del sentido y propósito del cuento puede variar, pero en esencia, «El Príncipe Feliz» es una reflexión sobre la verdadera naturaleza de la felicidad y la belleza. Wilde sugiere que la verdadera felicidad no proviene de la riqueza y el lujo, sino de los actos de bondad y sacrificio por los demás. Asimismo, la belleza verdadera no reside en la apariencia externa, sino en la pureza de corazón y las acciones altruistas.

En resumen, «El Príncipe Feliz» es un cuento que, a través de su narrativa rica y emotiva, invita a los lectores a reflexionar sobre la compasión, el sacrificio y la crítica social. Wilde teje una historia conmovedora que, aunque ambientada en un entorno ficticio, aborda temas universales y atemporales, haciendo una llamada a la humanidad para valorar más el corazón y las acciones desinteresadas que las riquezas materiales.

Comentario general sobre el cuento El Príncipe Feliz de Oscar Wilde

«El Príncipe Feliz» de Oscar Wilde es una obra que, a través de su narrativa emotiva y sus personajes entrañables, deja una profunda huella en el lector. La historia no solo entretiene, sino que también desafía a reflexionar sobre la naturaleza del verdadero valor, la felicidad y la belleza en un mundo a menudo cegado por la superficialidad y la opulencia material. Wilde, con su maestría literaria, consigue que la estatua del Príncipe y la pequeña golondrina se conviertan en símbolos perdurables de la empatía y el sacrificio.

El cuento resalta la importancia de mirar más allá de las apariencias y valorar las acciones desinteresadas que realmente enriquecen a una comunidad. A través de la dolorosa transformación del Príncipe, de una figura inerte de esplendor dorado a un símbolo de sacrificio y compasión, Wilde critica de manera sutil pero efectiva la superficialidad de la sociedad. La golondrina, con su lealtad y amor incondicional, se convierte en la ejecutora de los deseos del Príncipe, demostrando que la verdadera nobleza se encuentra en los actos de bondad y sacrificio.

Wilde también nos recuerda que incluso los gestos más pequeños pueden tener un impacto significativo en las vidas de aquellos que sufren. Los actos de la golondrina, aunque aparentemente insignificantes, transforman la vida de personas desesperadas, subrayando la importancia de la empatía y la ayuda mutua en tiempos de necesidad.

La intemporalidad de «El Príncipe Feliz» reside en su capacidad para resonar con lectores de todas las épocas y contextos. La historia se presenta como una alegoría de la justicia social, invitando a los lectores a cuestionar sus propias prioridades y a considerar cómo pueden contribuir a aliviar el sufrimiento ajeno. El cuento de Wilde, con su delicado equilibrio entre tristeza y esperanza, deja un mensaje claro: la verdadera felicidad y belleza se encuentran en la compasión y en el amor desinteresado.

En conclusión, «El Príncipe Feliz» es una joya literaria que trasciende el tiempo, ofreciendo una lección valiosa sobre la naturaleza de la verdadera riqueza y nobleza. A través de la desgarradora pero hermosa historia del Príncipe y la golondrina, Wilde nos insta a mirar más allá de las apariencias y a valorar las acciones que realmente embellecen el alma humana. Esta obra, aunque sencilla en su trama, profundiza en temas universales que siguen siendo relevantes hoy en día, recordándonos la importancia de la empatía y el sacrificio en la búsqueda de una sociedad más justa y compasiva.

Para que público se recomienda el cuento El Príncipe Feliz de Oscar Wilde

«El Príncipe Feliz» de Oscar Wilde es un cuento que, debido a su lenguaje accesible y su rica narrativa, es adecuado para una amplia gama de edades. Para los niños más pequeños, el cuento puede leerse en voz alta, permitiéndoles disfrutar de la magia de la historia y de sus personajes entrañables. Los elementos de fantasía, como la estatua parlante y la golondrina, capturan la imaginación infantil, mientras que las lecciones de bondad y generosidad proporcionan una valiosa enseñanza moral.

Para los niños en edad escolar, aproximadamente de 7 a 12 años, «El Príncipe Feliz» ofrece una introducción perfecta a la literatura clásica. En esta etapa, los jóvenes lectores pueden apreciar no solo la narrativa, sino también empezar a comprender las capas más profundas de significado en el cuento. A través de discusiones guiadas, pueden explorar temas como la empatía, el sacrificio y la crítica social, lo cual enriquece su comprensión y apreciación literaria. La historia también puede servir como un punto de partida para hablar sobre la importancia de ayudar a los demás y de ser compasivo.

En la adolescencia, de 13 a 18 años, los lectores pueden profundizar aún más en el análisis del cuento, explorando sus aspectos simbólicos y alegóricos. A esta edad, pueden comprender mejor la crítica social implícita de Wilde y reflexionar sobre cómo estos temas se aplican al mundo actual. «El Príncipe Feliz» puede estimular discusiones sobre la justicia social, la desigualdad y el verdadero significado de la felicidad, temas que son particularmente relevantes durante los años formativos de la adolescencia.

Para los adultos, el cuento de Wilde no solo es una pieza literaria encantadora, sino también una obra profunda que invita a la reflexión. Los adultos pueden apreciar plenamente el estilo poético de Wilde, su uso del simbolismo y la ironía, y la relevancia de sus críticas sociales. La historia puede resonar con los lectores adultos de maneras complejas, evocando una reevaluación de sus propias vidas y valores.

Oscar Wilde: El Príncipe Feliz
  • Autor: Oscar Wilde
  • Título: El Príncipe Feliz
  • Título Original: The Happy Prince
  • Publicado en: The Happy Prince and other tales, 1888
  • Traducción: Ricardo Baeza