Ray Bradbury: El pijama del gato

Ray Bradbury - El pijama del gato

Sinopsis: «El pijama del gato» (The Cat’s Pajamas) es un cuento de Ray Bradbury, publicado en julio de 2004 en la colección The Cat’s Pajamas: Stories. En una carretera solitaria de California, un gatito negro aparece de pronto en la calzada y obliga a dos autos a frenar. De uno baja un joven; del otro, una muchacha. Ambos se inclinan a la vez para quedarse con el animal. La disputa los conduce a un café cercano, donde, entre silencios y confidencias, el azar de la carretera comienza a tornarse en la promesa de otra historia.

Ray Bradbury - El pijama del gato

El pijama del gato

Ray Bradbury
(Cuento completo)

No todas las noches, al conducir por Millpass, la Ruta 9 de California, uno espera encontrarse con un gato en el carril central.

De hecho, tampoco suele encontrarse a un animal así en cualquier camino solitario, sobre todo si se trata, más o menos, de un gatito abandonado.

Sin embargo, allí estaba la pequeña criatura, ocupada en limpiarse, cuando ocurrieron dos cosas:

Un auto que viajaba hacia el este a toda velocidad frenó de golpe.

Al mismo tiempo, un convertible que venía hacia el oeste, aún más veloz, casi reventó las llantas al detenerse en seco.

Las puertas de ambos autos se abrieron de par en par, al unísono.

El animalito permaneció tranquilo mientras unos tacones repiqueteaban hacia un lado y unos zapatos de golf golpeaban hacia el otro.

Casi chocando sobre la criatura que se acicalaba, un joven apuesto y una joven hermosa se inclinaron y extendieron las manos.

Ambas manos tocaron al gato al mismo tiempo.

Era una tibia, redonda y aterciopelada bola negra con bigotes, de la que sobresalían dos grandes ojos amarillos y una pequeña lengua rosada.

El gato adoptó, con retraso, una expresión de sorpresa al sentir las manos de los viajeros sobre su cuerpo.

—¡Ah, no, no lo harás! —gritó la joven.

—¿Ah, no haré qué? —replicó el muchacho.

—¡Suelta a mi gato!

—¿Desde cuándo es tuyo?

—Llegué primero.

—Fue un empate.

—No lo fue.

—Sí lo fue.

Él tiró desde atrás y ella desde adelante, hasta que el gato maulló.

Ambos soltaron.

De inmediato volvieron a apresar al animal, pero esta vez la joven lo tomó por detrás y el joven por delante.

Se miraron largamente, sin saber qué decir.

—Me encantan los gatos —explicó ella al fin, sin poder mirarle a los ojos.

—¡A mí también! —exclamó él.

—Baja la voz.

—Nadie nos oye.

Miraron a ambos lados de la carretera. No había tráfico.

Ella parpadeó hacia el gato, como si esperara una revelación.

—Mi gato murió.

—El mío también —contestó él.

Eso suavizó la presión sobre el animal.

—¿Cuándo? —preguntó ella.

—El lunes —respondió él.

—El viernes pasado —dijo ella.

Reacomodaron sus manos, apenas rozándolo más que sujetándolo.

Hubo un momento de silencio incómodo.

—Bueno —dijo él al fin.

—Sí, bueno —repitió ella.

—Lo siento —balbuceó él.

—Yo también —respondió ella.

—¿Qué vamos a hacer? No podemos quedarnos aquí para siempre.

—Parece —dijo ella— que los dos estamos necesitados.

—Escribí un artículo para Cat Fancy —dijo él de pronto.

Ella lo miró con más atención.

—Yo presidí una exposición felina en Kenosha —replicó ella.

Se quedaron de pie, torturados por el nuevo silencio.

Un auto rugió al pasar. Saltaron atrás y, cuando desapareció, se dieron cuenta de que seguían sosteniendo al gato, apartándolo del peligro.

Él miró hacia el camino.

—Allí hay un café abierto, veo las luces. ¿Por qué no tomamos algo y hablamos del futuro?

—No hay futuro sin mi gato —dijo ella.

—Ni sin el mío. Vamos. Sígueme.

Le quitó el gatito de las manos.

Ella gritó y extendió los brazos.

—Tranquila —dijo él—. Sígueme.

Ella retrocedió, subió a su auto y lo siguió carretera abajo.


Entraron en el café vacío, se sentaron en un reservado y colocaron al gatito sobre la mesa, entre los dos.

La mesera los miró a ellos y al gato, se alejó y regresó con un plato de crema, que dejó en la mesa con una amplia sonrisa. Los dos comprendieron que estaban ante otra amante de los gatos.

El gatito comenzó a lamer la crema mientras la mesera servía el café.

—Bueno, aquí estamos —dijo el muchacho—. ¿Cuánto va a durar esto? ¿Vamos a hablar toda la noche?

La mesera seguía de pie.

—Me temo que ya es hora de cerrar —dijo.

Impulsivamente, el joven soltó:

—Mírenos.

La mesera obedeció.

—Si tuviera que dar este gatito a uno de nosotros, ¿a quién se lo daría?

La mesera los estudió a ambos y respondió:

—Gracias a Dios no soy el rey Salomón. —Escribió la cuenta y la dejó en la mesa—. Todavía hay personas que leen la Biblia.

—¿Hay otro lugar donde podamos hablar? —preguntó el joven.

La mesera asintió y señaló por la ventana.

—Un hotel, más abajo por la carretera. Admiten mascotas.

Los dos jóvenes casi saltaron de sus asientos.

Diez minutos después, entraban en el hotel.

El bar ya estaba cerrado.

—Esto es una locura —dijo ella—, dejarme traer aquí por la posesión de mi gato.

—Todavía no es tuyo —replicó él.

—No pasará mucho —dijo ella, mirando hacia la recepción.

—Está bien —dijo él, alzando al gatito—. Este pequeño te protegerá. Se interpondrá entre tú y yo.

Llevó al gato hasta el mostrador. El encargado lo miró, puso una llave sobre el libro de registro y les tendió un bolígrafo.

Cinco minutos después, observaban al gatito corretear feliz hacia el baño de la suite.

—¿Alguna vez —reflexionó él—, al subir a un ascensor, en lugar de hablar del clima, has contado una historia sobre tu gato favorito? Para cuando llegas al último piso, el aire se llena de sonidos insólitos de tus compañeros de viaje.

En ese momento, el gatito regresó a la habitación.

Saltó sobre la cama y se acomodó en medio de una almohada. Al verlo, el muchacho comentó:

—Justo lo que iba a proponer. Si necesitamos descansar mientras hablamos, dejamos que el gato se quede en medio y nosotros, vestidos, nos acostamos a cada lado. Quien el gato elija primero, ese será su dueño. ¿De acuerdo?

—Tienes algún truco bajo la manga —dijo ella.

—No. El gato se quedará con quien él elija.

El animal, en su almohada, casi dormía.

El joven buscó algo que decir, porque la amplia cama estaba vacía, salvo por la pequeña bestia adormilada. Entonces se le ocurrió preguntar:

—¿Cómo te llamas?

—¿Qué?

—Bueno, si vamos a discutir hasta el amanecer por mi gato…

—¡Hasta el amanecer, qué disparate! A lo sumo hasta medianoche. Y mi gato, querrás decir. Catherine.

—¿Perdón?

—Es ridículo, pero me llamo Catherine.

—No me digas tu apodo —contestó él casi riéndose.

—No lo haré. ¿Y tú?

—No lo vas a creer: Tom —dijo, sacudiendo la cabeza.

—He conocido al menos a una docena de gatos con ese nombre.

—Yo no vivo a su sombra.

Probó la cama como si fuera un baño tibio, esperando.

—Puedes quedarte de pie si quieres, pero yo…

Se recostó en el colchón.

El gatito dormitaba.

Con los ojos cerrados, dijo:

—¿Y bien?

Ella se sentó y luego se tendió del otro lado.

—Así está mejor. ¿Por dónde íbamos?

—Demostrando quién merece irse a casa con Electra.

—¿Le has puesto nombre al gato?

—Un nombre neutro, basado en la personalidad, no en el sexo.

—¿Entonces no miraste?

—Ni miraré. Electra. Prosigamos.

—¿Mi alegato por la propiedad? Veamos…

Se quedó mirando el techo un instante.

—Es curioso lo que pasa con los gatos. Cuando era niño, mis abuelos nos dijeron a mis hermanos y a mí que debíamos ahogar una camada. Ellos lo hicieron. Yo no pude y salí corriendo.

Hubo un largo silencio.

Ella miró al techo.

—Gracias a Dios por eso.

Él continuó:

—Hace unos años me ocurrió algo aún más extraño, pero mejor. Fui a una tienda de mascotas de Santa Mónica buscando un gato. Había veinte o treinta de todo tipo. Estaba mirando cuando la vendedora señaló uno y dijo: «Este necesita ayuda de verdad».

El gato parecía como si lo hubieran metido en una lavadora. Pregunté qué le había pasado. Ella contestó: «Era de alguien que lo golpeaba, así que ahora teme a todos».

Lo miré a los ojos y dije: «Este me lo llevo».

Estaba aterrado. Lo llevé a casa, lo puse en el suelo y se fue corriendo al sótano. No quería salir.

Pasó más de un mes antes de que lograra atraerlo, poco a poco. Iba todos los días a dejarle comida y crema. Entonces, un día, se convirtió en mi compañero.

Bonita diferencia de historias, ¿no?

—Caramba. Sí —dijo ella.

La habitación ya estaba a oscuras y en silencio. El gatito dormía en la almohada, entre ambos, y los dos lo observaron.

Dormía profundamente.

Se quedaron acostados mirando el techo.

—Tengo algo que decirte —murmuró ella—, algo que pospuse porque suena como una petición especial.

—¿Una petición especial?

—En casa tengo un trozo de tela que corté y cosí para hacerle algo a mi gato, que murió hace una semana.

—¿Qué clase de tela?

—Es un pijama para gato.

—¡Dios mío! —exhaló él—. Has ganado. Esta criatura es tuya.

—¡Oh, no! No es justo.

—Cualquiera que haga un pijama para un gato merece ganar. Este gato es tuyo.

—No puedo aceptarlo.

—Es un placer para mí.

Permanecieron acostados en silencio durante un largo rato.

—¿Sabes? —dijo ella al fin—, no eres tan malo.

—¿Tan malo como qué?

—Como pensé cuando te conocí.

—¿Qué es ese sonido?

—Creo que estoy llorando.

—Durmamos un rato.

La luna cruzó el techo.


Salió el sol.

Él yacía en su lado de la cama, sonriendo.

Ella, en el suyo, también sonreía.

El gatito reposaba en la almohada que había entre ambos.

Finalmente, mirando la luz que entraba por la ventana, ella preguntó:

—¿El gato se movió durante la noche hacia uno de nosotros para indicar a quién iba a pertenecer?

—No —respondió él, sonriendo—. El gato no se movió. Pero tú sí.

FIN

(2003)

Ray Bradbury - El pijama del gato
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: El pijama del gato
  • Título Original: The Cat’s Pajamas
  • Publicado en: The Cat’s Pajamas: Stories (2004)
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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