Ray Bradbury: La última noche del mundo

«La última noche del mundo», cuento corto de Ray Bradbury publicado en 1951, cuenta la historia de un matrimonio que enfrenta la posibilidad de que esa noche la humanidad llegue a su fin. En una tarde que transcurre con normalidad, mientras sus hijas juegan, el marido comparte con su esposa un sueño premonitorio sobre el apocalipsis que, curiosamente, también ha sido experimentado por sus colegas y muchas otras personas. Este no será un cataclismo natural ni un desastre bélico, sino un final tranquilo y silencioso, sin estridencias. La narrativa explora cómo ellos y su comunidad manejan la inminente certeza de estar viviendo sus últimas horas en la Tierra.

Ray Bradbury - La última noche del mundo

La última noche del mundo

Ray Bradbury
(Cuento completo)

—¿QUÉ HARÍAS SI SUPIERAS que ésta es la última noche del mundo?

—¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?

—Sí, en serio.

—No sé, no lo he pensado.

El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café torrado.

—Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.

—¡No lo dirás en serio!

El hombre asintió.

—¿Una guerra?

El hombre sacudió la cabeza.

—No.

—¿La bomba atómica o la bomba de hidrógeno?

—No.

—¿Una guerra bacteriológica?

—Nada de eso —dijo el hombre, revolviendo suavemente el café—. Sólo, digamos, un libro que se cierra.

—Me parece que no entiendo.

—No. Y yo tampoco, realmente. Sólo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y sólo una cierta paz. —Miró a las niñas y los caballos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara—. No te lo he dicho. Ocurrió por primera vez hace cuatro noches.

—¿Qué?

—Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: ¿Qué piensas, Stan?, y él me dijo: Tuve un sueño anoche. Antes que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ése. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.

—¿Era el mismo sueño?

—Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente, cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios, o que se observaban las manos, o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.

—¿Y todos habían soñado?

—Todos. El mismo sueño, exactamente.

—¿Crees que será cierto?

—Sí, nunca estuve más seguro.

—¿Y cuando terminará? El mundo, quiero decir.

—Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.

Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.

—¿Merecemos esto? —preguntó la mujer.

—No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?

—Creo tener una razón.

—¿La que tenían todos en la oficina?

La mujer asintió.

—No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era sólo una coincidencia. —La mujer levantó de la mesa el diario de la tarde—. Los periódicos no dicen nada.

—Todo el mundo lo sabe. No es necesario. —El hombre se reclinó en su silla, mirándola—. ¿Tienes miedo?

—No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.

—¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?

—No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.

—No hemos sido tan malos ¿no es cierto?

—No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.

En el vestíbulo las niñas se reían.

—Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.

—Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.

—¿Sabes? Te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad, ni mi trabajo, ni nada, excepto vosotras tres. No me faltará nada más. Salvo, quizá, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?

—No se puede hacer otra cosa.

—Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.

—Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.

—Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.

—En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.

El hombre permaneció inmóvil durante un rato, y al fin se sirvió otro café.

—¿Por qué crees que será esta noche?

—Porque sí.

—¿Por qué no alguna noche del siglo pasado o de hace cinco siglos o diez?

—Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 1969 y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.

—Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano, y que nunca llegarán a tierra.

—Eso también lo explica, en parte.

—Bueno —dijo el hombre incorporándose—, ¿qué haremos ahora? ¿Lavamos los platos?

Lavaron los platos y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.

—No sé… —dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.

—¿Qué?

—¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?

—¿Lo sabrán también las chicas?

—No, naturalmente que no.

El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada, cada uno a su modo.

—Bueno —dijo el hombre al fin.

Besó a su mujer durante un rato.

—Nos hemos llevado bien, después de todo —dijo la mujer.

—¿Tienes ganas de llorar? —le preguntó el hombre.

—Creo que no.

Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche, y retiraron las colchas.

—Las sábanas son tan limpias y frescas…

—Estoy cansada.

—Todos estamos cansados.

Se metieron en la cama.

—Un momento —dijo la mujer.

El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.

—Me había olvidado de cerrar los grifos.

Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse. La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.

—Buenas noches —dijo el hombre después de un rato.

—Buenas noches —dijo la mujer.

Ray Bradbury - La última noche del mundo
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: La última noche del mundo
  • Título Original: The Last Night of the World
  • Publicado en: Esquire, febrero de 1951
  • Traducción: Francisco Abelenda

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