En «Los desterrados» de Ray Bradbury, Marte se convierte en el refugio de escritores y personajes literarios prohibidos. Exiliados de una Tierra donde sus obras han sido censuradas y destruidas, estos seres sobreviven en el planeta rojo, conjurando hechizos y pesadillas para protegerse. Cuando un cohete terrestre se acerca con una tripulación científica y escéptica, el choque entre la razón y lo sobrenatural se vuelve inevitable. En un ambiente cargado de brujería y fantasmas, los astronautas enfrentan alucinaciones y terrores que desafían su cordura, mientras los exiliados se preparan para su última batalla por la supervivencia.
Los desterrados
Ray Bradbury
(Cuento compleo)
LOS OJOS DE LAS BRUJAS eran de fuego y de las bocas les salía un aliento de llamas. Inclinadas sobre el caldero probaban el líquido con palos grasientos y dedos huesudos.
—When shall we three meet again
In thunder, lightning, or in rain?[1]
Las brujas bailaban tambaleándose en la playa de un mar seco, viciando el aire con sus tres lenguas, y calcinándolo con el brillo malévolo de sus ojos de gato.
—Round about the cauldron go;
In the poison’d entrails throw…
Double, double toil and trouble;
Fire burn, and cauldron bubble![2]
Las brujas se detuvieron y miraron a su alrededor.
—¿Dónde está el cristal? ¿Dónde están las agujas?
—¡Aquí!
—¡Bien!
—¿La cera amarilla está bien espesa?
—¡Sí!
—¡Arrojadla en el molde de hierro!
—¿La figura de cera está lista?
El muñeco goteó como una melaza entre las manos voraces.
—Atravesadle el corazón con la aguja.
—¡El espejo, el espejo! Sacadlo del saco del Tarot. Limpiadle el polvo, ¡mirad un momento!
Se inclinaron sobre el cristal con los rostros blancos.
—Mirad, mirad, mirad…
Un cohete se movía por el espacio, desde el planeta Tierra hacia el planeta Marte. Dentro de la nave agonizaban unos hombres.
El capitán, cansado, levantó la cabeza.
—Tendremos que darle morfina.
—Pero, capitán…
—Ya ven ustedes el estado de este hombre.
El capitán apartó la manta de lana, y el hombre acostado sobre la sábana húmeda se estremeció y gimió. Unas nubes sulfurosas llenaban el aire.
—Lo vi… lo vi. —El hombre abrió los ojos, y miró fijamente la ventanilla, por donde sólo se veía el espacio oscuro, las estrellas móviles, la Tierra que se alejaba, y Marte que crecía, grande y rojo—. Lo vi… un murciélago, un murciélago con cara de hombre, detrás de la ventanilla. Aleteaba, y aleteaba y aleteaba…
—¿Qué pulso tiene? —preguntó el capitán.
El enfermero contó los latidos.
—Ciento treinta.
—No puede seguir así. Denle morfina. Vamos, Smith.
El capitán y Smith se alejaron. De pronto, las planchas del piso se cubrieron de huesos y cráneos blancos que lanzaban agudos chillidos. El capitán no se atrevió a bajar los ojos, y volviéndose hacia una puerta, gritó:
—¿Perse está aquí?
Un cirujano vestido de blanco se apartó de un cuerpo.
—No lo entiendo.
—¿Cómo murió Perse?
—No lo sabemos, capitán. No fue el corazón, ni el cerebro… Se murió, simplemente.
El capitán tocó la muñeca del médico. La muñeca se convirtió en una serpiente sibilante y mordió al capitán. El capitán no pestañeó.
—Cuídese, doctor. Tiene usted un pulso bastante rápido.
El médico asintió con un movimiento de cabeza.
—Perse se quejaba de dolores… agujas, decía… en los brazos y piernas. Decía que era un muñeco de cera que estaba derritiéndose. Rodó por el suelo. Lo ayudé a levantarse. Gritaba como un chico. Decía que una aguja le atravesaba el corazón. Y murió. Eso es todo. Podemos repetir la autopsia si usted quiere. No he advertido nada anormal.
—¡Es imposible! ¡Ha muerto de algo!
El capitán se acercó a la ventanilla. Las cuidadas manos le olían a mentol, yodo y jabón antiséptico. Se había cepillado los dientes y se había frotado con fuerza las orejas y las mejillas. Su uniforme tenía el color de la sal. Sus botas eran como espejos oscuros y brillantes. El cabello crespo y cortado al rape le olía a alcohol. Hasta su aliento era suave y limpio. No tenía una sola mancha. Era un instrumento nuevo y afilado que conservaba aún la temperatura del autoclave.
Los otros tripulantes estaban cortados por la misma tijera. Uno esperaba ver en sus espaldas unas llaves enormes que giraban lentamente. Eran juguetes costosos, eficaces, bien aceitados, obedientes y veloces.
El capitán observó el planeta que crecía en el espacio.
—Dentro de una hora estaremos en ese lugar maldito. Smith, ¿ha visto usted algún murciélago? ¿Ha tenido usted pesadillas?
—Sí, señor. Un mes antes que el cohete saliera de Nueva York. Unas ratas blancas me mordían el cuello, me bebían la sangre. No dije nada. Temía que usted no me dejase venir.
—No importa —suspiró el capitán—. Yo también he tenido pesadillas. Hasta poco antes que saliéramos de la Tierra yo nunca había soñado. Ni un solo sueño en mis cincuenta años de vida. Y desde entonces todas las noches sueño que soy un lobo blanco. Me cazan en una colina de nieve y me matan con una bala de plata. Y con una estaca me atraviesan el corazón. —Señaló Marte con un movimiento de cabeza—. ¿Cree usted, Smith, que ellos saben que estamos llegando?
—No sabemos si se trata de marcianos, señor.
—¿No sabemos? Comenzaron a asustarnos hace ocho semanas, antes que dejásemos la Tierra. Mataron a Perse y a Reynolds. Ayer dejaron ciego a Grenville. ¿Cómo? No lo sé. Murciélagos, agujas, sueños, hombres que mueren sin motivo. Brujería, lo hubiesen llamado antes. Pero estamos en el año 2120, Smith. Somos hombres de mente clara. Esto no puede ocurrir. Y sin embargo ocurre. Quienesquiera que sean, con sus agujas y sus murciélagos, tratan de terminar con nosotros. —Se volvió hacia Smith—. Smith, traiga esos libros que hay en mis estantes. Quiero tenerlos conmigo en el momento de aterrizar.
Doscientos libros fueron apilados en la cubierta del cohete.
—Gracias, Smith. ¿Les ha echado una ojeada? Pensará que estoy loco. Quizá. No sé cómo se me ocurrió. Al último momento pedí estos libros al Museo de Historia. A causa de mis sueños. Durante veinte noches fui acuchillado, descuartizado. Durante veinte noches fui un murciélago clavado con alfileres en una mesa de operaciones, algo que se pudría bajo tierra en un negro ataúd. Sueños, pesadillas. Toda la tripulación soñó con brujas y vampiros y fantasmas. Seres que estos hombres no podían de ningún modo conocer. ¿Por qué? Porque todas las obras con estos horribles temas fueron destruidas hace casi un siglo. Se dictó una ley. Se prohibió conservar esos espantosos volúmenes. Esos libros que ve ahí son los últimos ejemplares, objetos históricos que se guardaban en las cajas fuertes de los museos.
Smith se inclinó para leer los títulos cubiertos de polvo.
—Cuentos de Misterio e Imaginación, por Edgar Allan Poe; Drácula, por Bram Stoker; Frankenstein, por Mary Shelley; Otra Vuelta de Tuerca, por Henry James; La Leyenda del Valle del Sueño, por Washington Irving; La Hija de Rapaccini, por Nathaniel Hawthorne; Un Incidente en el Puente del Arroyo del Búho, por Ambrose Bierce; Alicia en el País de las Maravillas, por Lewis Carroll; Los Sauces, por Algernon Blackwood; El Mago de Oz, por L. Frank Baum; La Extraña Sombra sobre Insmouth, por H. P. Lovecraft. ¡Y más! Libros por Walter de la Mare, Wakefield, Harvey, Wells, Asquith, Huxley… todos autores prohibidos. Todos quemados el mismo año en que las fiestas de la víspera de Todos los Santos fueron puestas fuera de la ley, en el que prohibieron la Navidad.
—Pero, señor, ¿para qué nos sirven estos libros?
—No sé —suspiró el capitán—, todavía.
Las tres hechiceras levantaron el espejo donde temblaba la imagen del capitán. La vocecita tintineó dentro del vidrio.
—No sé —suspiró el capitán—, todavía.
Las brujas de ojos enrojecidos se miraron.
—No tenemos mucho tiempo —dijo una.
—Será mejor que vayamos a la ciudad, a avisarles —dijo otra.
—Querrán saber algo de los libros. Esto no tiene buen aspecto. ¡Ese capitán imbécil!
—El cohete llegará dentro de una hora.
Las tres hechiceras se estremecieron, y entornando los ojos miraron la ciudad de esmeralda, a orillas del mar seco. En la más alta de las ventanas un hombre abría una cortina del color de la sangre. El hombre observó las tierras baldías donde las brujas alimentaban el caldero y modelaban las ceras. Más lejos, diez mil fuegos azules, inciensos de laurel, negras humaredas de tabaco y de ramas de pino y de canela y de polvo de huesos se alzaban suavemente como nubes de insectos en la noche marciana. El hombre contó los fuegos furiosos y mágicos. Luego, mientras las brujas lo estaban mirando, volvió la cabeza. Dejó caer la cortina rojiza y la distante ventana parpadeó como un ojo amarillo.
El señor Edgard Allan Poe miraba por la ventana de la torre, envuelto en una vaga aureola de alcohol.
—Las amigas de Hécate están muy ocupadas esta noche —dijo observando a las brujas, allá abajo.
Una voz murmuró a sus espaldas:
—Hoy vi a Will Shakespeare en la costa, temprano. Estaba azotando a las brujas. Había extendido todo su ejército a lo largo del mar. Miles. Las tres brujas, Oberón, el padre de Hamlet, Puck… todos, todos ellos… ¡Miles! Un mar de gente.
—Ese bueno de William. —Edgard Poe volvió la cabeza. Dejó caer la cortina rojiza. Observó un momento la piedra desnuda de los muros, las llamas de los cirios, y luego miró al otro hombre, el señor Ambrose Bierce, que estaba perezosamente sentado, encendiendo fósforos y dejándolos arder. Bierce silbaba entre dientes y de cuando en cuando se reía.
—Tenemos que avisarle al señor Dickens —dijo Poe—. Ha pasado mucho tiempo. Faltan sólo unas pocas horas. ¿Quiere acompañarme, Bierce?
Bierce abrió alegremente los ojos.
—¿Estaba pensando… qué nos pasará?
—Si no podemos matar a esos hombres del cohete, o asustarlos hasta que se vayan, tendremos que salir de aquí. Iremos a Júpiter, y cuando lleguen a Júpiter, iremos a Saturno, y cuando lleguen a Saturno, iremos a Urano o Neptuno, y luego a Plutón…
—¿Y luego?
El señor Poe parecía fatigado. Unas brillantes brasas de carbón se apagaban lentamente en sus ojos. Había una furiosa tristeza en su voz, y las manos y el pelo largo y lacio que le caía sobre la asombrosa frente blanca revelaban una cierta impotencia. Parecía el demonio de una oscura causa perdida, un general derrotado en una desastrosa invasión. Los labios pensativos mordisqueaban los sedosos y negros bigotes. Era tan pequeño que su frente parecía flotar, amplia y fosforescente, en las sombras del cuarto.
—Tenemos la ventaja de desplazarnos con métodos muy superiores —dijo Poe—. Siempre podemos esperar una de esas guerras atómicas, la decadencia, la vuelta a las épocas oscuras, el retorno de la superstición. Entonces podríamos volver a la Tierra, todos nosotros, sólo en una noche. —Los ojos oscuros del señor Poe se encendieron bajo la frente redonda y luminosa. Miró fijamente el cielo raso—. ¿Así que vienen a arruinar también este mundo? No quieren dejar nada sin clasificar, ¿eh?
—¿Pero acaso una manada de lobos vacila en matar a su presa y devorarle las entrañas? —dijo Bierce—. Será en verdad una guerra, realmente. Me haré a un lado y llevaré la cuenta. Tantos terrestres quemados en aceite, tantos manuscritos encontrados en botellas reducidos a cenizas, tantos terrestres traspasados por agujas, tantas Muertes Rojas puestas en fuga por una batería de jeringas hipodérmicas… ¡ja, ja!
Poe se balanceó colérico, ligeramente borracho.
—¿Qué hemos hecho? Póngase de nuestro lado, Bierce, ¡por favor! ¿Nos ha juzgado limpiamente un grupo de críticos? ¡No! Tomaron nuestros libros con unas pinzas de cirugía, limpias y esterilizadas, y los arrojaron a unos tanques, para que hirviesen, ¡para matar sus mortíferos gérmenes! ¡Malditos sean!
—Encuentro divertida nuestra situación —dijo Bierce.
Un grito histérico que venía de la escalera de la torre interrumpió la charla.
—¡Señor Poe! ¡Señor Bierce!
—¡Sí, sí, ya vamos!
Poe y Bierce descendieron y se encontraron con un hombre que jadeaba apoyándose en uno de los muros de piedra.
—¿Han oído las noticias? —gritó el hombre, tomándose de ellos como si estuviese a punto de caer en un abismo—. ¡Llegarán dentro de una hora! ¡Y traen libros! ¡Viejos libros! ¡Así dijeron las brujas! ¿Qué están haciendo en la torre en un momento como éste? ¿No piensan actuar?
—Hacemos lo que podemos, Blackwood —dijo Poe—. Usted es aún nuevo en estas lides. Acompáñenos, vamos a ver al señor Charles Dickens…
—… a asistir a nuestro destino, a nuestro negro destino —dijo el señor Bierce guiñando un ojo.
Los tres hombres descendieron por las resonantes gargantas del castillo, por escalones verdes y oscuros, hasta la humedad, las ruinas, las arañas y las telas como sueños.
—No se preocupe. —La frente de Poe, una gran lámpara blanca que alumbraba el camino, descendía, hundiéndose en las profundidades—. Todo a lo largo del mar muerto he estado llamando a los otros. Mis amigos y los amigos de ustedes. Todos están allí. Los animales y las viejas y los gigantes de dientes blancos y afilados. Las trampas ya están preparadas, y los pozos, sí, y los péndulos. La Muerte Roja. —Se rio suavemente—. Sí, también la Muerte Roja. Nunca pensé… no, nunca pensé que un día la Muerte Roja iba a existir de veras. Pero ellos la han pedido, ¡y la tendrán!
—¿Pero somos bastante fuertes? —preguntó Blackwood.
—¿Fuertes cómo? No nos esperan, por lo menos. Carecen de imaginación. Esos jóvenes del cohete, tan limpios, con sus escobas antisépticas y sus cascos como peceras… Sacerdotes de un nuevo culto. Alrededor de sus cuellos, colgados de cadenas de oro, escalpelos. Sobre la frente, una diadema de microscopios. En sus dedos santos, unas urnas de incienso humeante que son en realidad unos hornos germicidas para destruir la superstición. Los nombres de Poe, Bierce, Hawthorne, Blackwood… blasfemias en sus labios puros.
Ya fuera del castillo avanzaron por unos terrenos húmedos, un pantano que no era un pantano. Las nieblas se levantaban como una pesadilla. En el aire había ruidos de alas y silbidos agudos. Las tinieblas y el viento corrían de un lado a otro. Se oían unas voces cambiantes, y unas figuras se inclinaban sobre las llamas. El señor Poe observó las agujas que tejían y tejían a la luz del fuego, que tejían el dolor y la miseria, que tejían el mal sobre muñecos de arcilla, sobre títeres de cera. De los calderos surgía, silbando, un olor a ajo, azafrán y pimienta, que llenaba la noche con su acritud demoníaca.
—¡Continuad! —dijo Poe—. ¡Volveré pronto!
Todo a lo largo de la costa del mar seco unas figuras negras giraban y se empequeñecían, crecían y se transformaban en un humo negro que ocultaba el cielo. Unas campanas repicaban en las torres altas como montañas y unos cuervos de alquitrán huían ante el sonido del bronce y se dispersaban en cenizas.
Poe y Bierce cruzaron de prisa un páramo solitario y un vallecito, y se encontraron de pronto en una callejuela empedrada, por donde corría un viento frío y penetrante. La gente se paseaba de arriba abajo, tratando de calentarse los pies. La niebla cubría la calle, y las velas ardían en los escaparates y ventanas donde colgaban los pavos de Navidad. A cierta distancia, algunos niños, envueltos en ropas de lana, exhalando sus pálidos alientos en el aire invernal, entonaban un villancico, mientras que las campanas de un inmenso reloj daban continuamente las doce de la noche. Otros chicos salían corriendo de la panadería llevando en los brazos harapientos unas cenas que humeaban en bandejas y fuentes de plata.
En un anuncio se leía SCROOGE, MARLEY y DICKENS. Poe hizo sonar el llamador, que era el retrato de Marley, y al abrirse la puerta brotó del interior una bocanada de música que casi los hizo bailar. Y allí, por encima del hombro de alguien que les apuntaba con una barbita y unos bigotes, vieron al señor Fezziwig, que batía palmas, y a la señora de Fezziwig, una vasta e inalterable sonrisa, que bailaba y chocaba con otros alegres compañeros, mientras los violines chillaban y las risas corrían alrededor de la mesa como los cristales de una araña de luces agitada por el viento. Sobre la mesa se amontonaban las carnes, y los pavos, y las ramas de acebo, y los gansos, y los pasteles, y los tiernos lechones coronados de salsas, y las naranjas y las manzanas. Y allí estaban Bob Cratchit y la pequeña Dorrit y Tiny Tim y el mismo señor Fagin, y un hombre que parecía un trozo de carne a medio asar, un grano de mostaza, una pizca de queso, un fragmento de papa mal cocida. ¿Quién podía ser sino el mismísimo señor Marley, con cadenas y todo? Y corría el vino, y de los pavos asados brotaba un humo que esparcía por el cuarto lo mejor de las aves.
—¿Qué quieren? —preguntó el señor Charles Dickens.
—Venimos a pedírselo otra vez, Charles —dijo Poe—. Necesitamos su ayuda.
—¿Mi ayuda? ¿Pero creen que voy a enfrentar a esos hombres excelentes? Además, éste no es mi mundo. Quemaron mis libros sólo por error. No soy un aficionado a lo sobrenatural. No he escrito libros terroríficos como usted, Poe; usted, Bierce, y los otros. No soy como ustedes, ¡horribles criaturas!
—Es usted un razonador convincente —comentó Poe—. Podría usted recibir a los hombres del cohete, adormecerlos, adormecer sus sospechas, y luego… Luego intervendríamos nosotros.
El señor Dickens miraba los pliegues de la capa en donde Poe ocultaba las manos. Poe, sonriendo, sacó un gato negro.
—Para uno de los visitantes.
—¿Y para los otros?
Poe sonrió otra vez, complacido.
—¿El enterramiento prematuro?
—Es usted un hombre siniestro, señor Poe.
—Soy un hombre asustado y lleno de odio. Soy un dios, señor Dickens, como usted, como todos nosotros. Y no sólo amenazaron nuestras creaciones… nuestros personajes, si así lo prefiere. Las suprimieron, quemaron, destrozaron y censuraron. Acabaron con ellas. ¡Nuestros mundos se derrumban! ¡La lucha alcanza a los dioses!
—¿Y? —El señor Dickens miró a un lado y a otro, deseando volver a la fiesta, la música y la comida—. ¿Por eso estamos aquí?
—La guerra engendra guerra. La destrucción engendra destrucción. Hace un siglo, en la Tierra, en el año 2020, proscribieron nuestros libros. Oh, algo horrible. Destruir así nuestras obras… Tuvimos que salir de… ¿qué? ¿La muerte? ¿El más allá? No me gustan las palabras abstractas. No sé. Sólo sé que oímos el llamado de nuestros mundos, nuestras invenciones, y que tratamos de salvarlos. Hemos pasado un siglo entero en Marte, esperando que la Tierra se ahogara a sí misma con el peso de sus sabios, y las dudas de sus sabios. Y ahora vienen a arrojarnos de aquí, a nosotros y a nuestras tenebrosas creaciones, y a todos los alquimistas, brujas, vampiros y espectros que, uno a uno, se retiraron al espacio. La ciencia infestó la Tierra, sin dejarnos finalmente más salida que el éxodo. Ayúdenos, señor Dickens. Habla usted con mucha elegancia. Lo necesitamos.
—Ya se lo he dicho. No soy uno de ustedes. No estoy de acuerdo ni con usted ni con los otros —dijo Dickens, enojado—. Yo no he jugado con brujas, vampiros y cosas nocturnas.
—¿Y Cuento de Navidad?
—¡Ridículo! Sólo un libro. Oh, escribí otros que también tratan de fantasmas, pero ¿y eso qué? Mis obras esenciales no tienen ninguna relación con esas tonterías.
—De un modo o de otro lo identificaron como uno de los nuestros. Destruyeron sus libros… sus mundos. ¡Tiene que odiarlos! ¡Tiene que odiarlos, señor Dickens!
—Reconozco que son unos estúpidos mal educados, pero nada más. ¡Buenos días!
—¡Deje venir al señor Marley, por lo menos!
—¡No!
Dickens dio un portazo. Mientras Poe se alejaba, en el fondo de la calle, resbalando en el suelo escarchado, apareció una carroza. El cochero tocaba en un cuerno una alegre melodía. Y de la carroza, con las mejillas encendidas como cerezas, riéndose y cantando, salieron los Pickwickianos y golpearon la puerta, y cuando el rollizo muchacho salió a recibirlos, entraron gritando ¡Feliz navidad! con voces fuertes y alegres.
El señor Poe corrió a lo largo de la costa envuelta en las sombras de la medianoche. De cuando en cuando se detenía, ante los fuegos y las humaredas, y lanzaba órdenes, o examinaba los hirvientes calderos, los brebajes y los pentagramas trazados con tiza.
—¡Muy bien! —decía y volvía a correr—. ¡Magnífico! —gritaba, y seguía corriendo. La gente se acercaba y corría con él. El señor Coppard y el señor Machen lo acompañaban ahora. Y allí, gimiendo, babeando, escupiendo, quedaron las sibilantes serpientes, los airados demonios, los feroces dragones amarillos, las víboras, las brujas temblorosas, y las púas y las ortigas y las espinas, y todo lo que el retirado mar de la imaginación había dejado en esa costa melancólica.
El señor Machen se detuvo. Se dejó caer, como un niño, sobre la arena fría. Sollozó. Los otros trataron de calmarlo. Machen no los escuchaba.
—Se me acaba de ocurrir —les dijo—. ¿Qué será de nosotros el día que destruyan los últimos ejemplares?
El aire se arremolinó.
—¡No hable de eso!
—Tenemos que hablar —gimió el señor Machen—. Ahora, ahora mismo, mientras se acerca el cohete, señor Poe; usted, Coppard; usted, Bierce… todos parecen más débiles. Como una humareda. Se deshacen. Las caras se les disuelven…
—¡La muerte! ¡La muerte real!
—Sólo existimos en el sufrimiento de la Tierra. Si un edicto final destruye esta noche los últimos ejemplares de nuestras obras, seremos sólo unas luces que se apagan.
Coppard reflexionó:
—Me pregunto quién soy. ¿En qué mente terrestre existo esta noche? ¿En alguna choza africana? ¿Algún ermitaño estará leyendo mis obras? ¿Será él la única luz que el huracán del tiempo y la ciencia ha dejado encendida? ¿La llama vacilante que alimenta este exilio rebelde? ¿Ser él? ¿O algún niño que me encuentra, justo a tiempo, en una olvidada bohardilla? Oh, anoche me sentí enfermo, enfermo hasta la médula, pues existe también un cuerpo del alma, lo mismo que un cuerpo del cuerpo, y este cuerpo del alma me dolía, todo este cuerpo luminoso. Anoche me sentí como una vela goteante… ¡Y de pronto me incorporé difundiendo una luz nueva! Como si algún niño hubiese encontrado en un granero terrestre, enmohecido y polvoriento, uno de mis agusanados ejemplares, manchado por los años. ¡Y tuve así un nuevo respiro!
En una cabaña, junto a la costa, se golpeó una puerta. Un hombre de baja estatura, de carnes flacas y colgantes, salió de la choza, y sin fijarse en los otros, se sentó en la playa de arena y se miró los puños crispados.
—Ése me apena de veras —murmuró Blackwood—. Mírenlo. Se muere. Fue una vez más real que nosotros, y nosotros éramos hombres. Nació como una idea esquelética, y luego, durante siglos, lo fueron vistiendo con carnes rosadas y barbas de nieve y trajes de terciopelo rojo y botas negras. Le añadieron pinos, lentejuelas, hojas de acebo. Y al fin lo ahogaron en una cuba de desinfectante.
Los hombres guardaron silencio.
—¿Cómo será la Tierra sin navidad? —se preguntó Poe—. Sin castañas, sin árbol, sin adornos, tambores ni velas. Nada. Nada, sino la nieve y el viento y los hombres solitarios y prácticos…
Todos miraron al viejito, de barba rala y traje descolorido.
—¿No conocen la historia?
—Me la imagino. El psiquiatra de ojos brillantes, el inteligente sociólogo, el pedagogo resentido de boca espumosa, los padres antisépticos…
—Una situación lamentable para los comerciantes —dijo Bierce con una sonrisa—. Recuerdo que exhibían adornos y entonaban villancicos desde fines de octubre. Este año habrán empezado en setiembre…
Bierce dejó de hablar. Lanzó un suspiro y cayó de bruces. Tendido en la arena tuvo tiempo de decir:
—¡Qué interesante! —Y luego, mientras los demás lo miraban con horror, ardió y fue un polvo azul, y unos huesos calcinados, y unas cenizas que flotaron en el aire como copos oscuros.
—¡Bierce, Bierce!
—Se ha ido.
—Su último libro. Alguien acaba de quemarlo allá en la Tierra.
—Que descanse en paz. Nada de él queda ahora. Desaparecemos con ellos. Un sonido veloz en el aire.
Todos gritaron, asustados, y alzaron los ojos. En el cielo, envuelto en unas luminosas y chirriantes nubes de fuego, estaba el cohete. Alrededor de las figuras de la costa se agitaron las linternas. Rechinaron los dientes, burbujearon los líquidos, y se sintió un olor de filtros destilados. Las calabazas de ojos de velas encendidas se elevaron en el aire claro y frío. Los dedos huesudos se cerraron en puños, y una bruja de boca desdentada gritó:
—¡Nave, nave, cae, destrózate! ¡Nave, nave, incéndiate! ¡Rómpete, quiébrate, fúndete! ¡Conviértete en polvo de momia, en pellejo de gato!
—Hora de irse —murmuró Blackwood—. A Júpiter, a Saturno o a Plutón.
—¿Escapar? —gritó Poe en medio del viento—. ¡Nunca!
—Soy viejo y estoy cansado.
Poe miró la cara de Blackwood y comprendió. Subió rápidamente a la cima de una duna y enfrentó las diez mil sombras grises y las luces verdes y los ojos amarillos que flotaban en el viento ululante.
—¡Los polvos! —gritó.
Un olor caliente y espeso a almendras amargas, cebollas, comino, santónico y raíces de lirio.
El cohete descendía, implacablemente, aullando como un alma condenada. Poe lo miró enfurecido. Alzó los puños, y la orquesta de calor, olor y odio le respondió con un acorde. Como cortezas arrancadas de un árbol se levantaron los murciélagos. Unos corazones en llamas se elevaron como proyectiles y estallaron en el aire chamuscado como sangrientos fuegos de artificio. El cohete descendía, descendía, incesantemente, como un péndulo. Y Poe, furioso, gritaba, retrocedía mientras el cohete avanzaba y avanzaba cortando y devorando el aire. Y el mar muerto parecía una cisterna donde las víctimas esperaban el descenso de la máquina horrible, del hacha centelleante, de la roca que caía hacia ellos.
—¡Las serpientes! —gritó Poe.
Y unas luminosas serpientes de un verde ondulante atacaron el cohete. Pero el cohete —una llama, un movimiento— descendió en las arenas, a un kilómetro de distancia, lanzando alrededor los últimos restos de su plumaje rojo.
—¡A él! —gritó Poe—. ¡Cambiaremos los planes! ¡Una oportunidad aún! ¡La última! ¡A él! ¡Corran! ¡Ahoguémoslo con nuestros cuerpos! ¡Que mueran todos!
Y como si le hubiese ordenado a un mar furioso que cambiara su curso, que abandonara su lecho primitivo, los torbellinos y las salvajes trombas del fuego se dispersaron y corrieron, como vientos y lluvias y relámpagos, sobre las arenas del mar, por las hondonadas vacías, con sombras y gritos, silbidos y lamentos, chispas y corrientes, hacia el cohete que yacía extinguido, como una antorcha metálica y limpia, en el más lejano de los valles. Y como si un inmenso caldero calcinado de lava espumosa se hubiese volcado de pronto, una hirviente marea de animales y hombres cubrió los abismos desiertos.
—¡Mátenlos! —gritó Poe.
Los hombres del cohete salieron de la nave, con las armas preparadas. Dieron unos pasos, oliendo el aire como perros de presa. No vieron nada. Se tranquilizaron. Por último, salió el capitán. Dio brevemente unas órdenes. Se juntaron unas maderas, se encendieron, y el fuego creció en un instante. El capitán reunió a su alrededor a los hombres, en un semicírculo.
—Un mundo nuevo —dijo, tratando de hablar con serenidad, aunque de cuando en cuando miraba nerviosamente y por encima del hombro hacia el mar vacío—. El viejo mundo ha quedado atrás. Empezamos otra vez. Nada será más simbólico que dedicarnos, con mayor firmeza aún, a la ciencia y al progreso. —Hizo una seña a su ayudante—. Los libros.
La luz de la hoguera iluminó los borrosos títulos dorados: Los Sauces, El Extraño, La Mirada, El Soñador, El Doctor Jekyll y el Señor Hyde, El País de Oz, Pellucidar, El País Olvidado por el Tiempo, El Sueño de una Noche de Verano, y los monstruosos nombres de Machen y Edgard Allan Poe y Campbell y Dunsany y Blackwood y Lewis Carroll; los nombres, los viejos nombres, los nombres malditos.
—Un mundo nuevo. Con este acto tan simple quemamos los últimos restos del pasado.
El capitán arrancó las páginas de los libros. Las hojas marchitas alimentaron la hoguera.
Un grito.
Los hombres dieron un salto, y se quedaron mirando, por encima de las llamas, las orillas del océano desierto.
¡Otro grito! Penetrante y triste, como la agonía de un dragón, o el espasmo de un cetáceo jadeante cuando las aguas del mar se secan y evaporan en los abismos.
El silbido del aire que corría a ocupar el sitio vacío donde antes había habido algo.
El capitán dispuso del último libro arrojándolo al fuego.
El aire dejó de vibrar. Silencio.
Los hombres del cohete se inclinaron hacia delante para escuchar mejor.
—Capitán, ¿ha oído?
—No.
—Como una ola, señor. ¡En el fondo del mar! Me pareció ver algo. Allí. Una ola negra. Enorme. Venía hacia nosotros.
—Habrá visto mal.
—¡Allá, señor!
—¿Qué?
—¿No ve? ¡La ciudad! La ciudad verde junto al lago. Se parte en dos. ¡Se derrumba!
Los hombres se adelantaron entornando los ojos.
Smith temblaba. Se llevó una mano a la cabeza como buscando algo.
—Sí, recuerdo —dijo—. Sí. Hace muchos años, cuando yo era chico. Un libro que leí. Un cuento. Oz, creo que se llamaba. Sí, Oz. La ciudad esmeralda de Oz.
—Oz. Nunca oí ese nombre.
—Sí, Oz. Eso era. La acabo de ver. Como en el cuento. Se derrumba.
—¡Smith!
—¿Señor?
—Preséntese mañana al psicoanalista.
—Sí, señor.
Smith saludó.
—Y tenga cuidado.
Los hombres avanzaron de puntillas, con las armas vigilantes, alejándose de las luces asépticas del cohete para examinar el mar extenso y las colinas bajas.
—Pero ¡cómo! —murmuró Smith, desilusionado—. No hay nadie aquí. Absolutamente nadie.
El viento gimió cubriéndole de arena los zapatos.
[1] «¿Cuándo volveremos a encontrarnos las tres, bajo el trueno, el relámpago o la lluvia?» Macbeth, acto I, escena I (N. del T.)
[2] «Giremos alrededor del caldero; arrojemos en él entrañas envenenadas… Redoblemos, redoblemos trabajos y afanes; ¡que arda el fuego y que hierva el caldero!» Macbeth, acto IV, escena I (N. del T.)