Ray Bradbury: Mañana y mañana

Ray Bradbury - Mañana y mañana

Sinopsis: «Mañana y mañana» (Tomorrow and Tomorrow) es un cuento de Ray Bradbury, publicado en mayo de 1947 en la revista Fantastic Adventures. La historia comienza en Los Ángeles, en 1955, donde Steve Temple, un joven escritor sin trabajo ni esperanzas, regresa a su apartamento y descubre una extraña máquina de escribir que no le pertenece. Brillante, metálica y viva, la máquina comienza a escribir por sí sola, estableciendo contacto con una mujer del año 2442. Este inesperado vínculo entre pasado y futuro abre un intenso diálogo entre dos desconocidos separados por quinientos años, cuyas palabras comienzan a alterar la realidad que los rodea.

Ray Bradbury - Mañana y mañana

Mañana y mañana

Ray Bradbury
(Cuento completo)

Hasta el momento en que abrió la puerta, el día no fue diferente de los demás. Había deambulado por Los Ángeles buscando un empleo que no encontraba y se preguntaba por qué la costumbre de vivir era tan fuerte que no podía romperse, ni aun queriendo.

No habría sido tan malo, si al llegar a casa hubiera encontrado su máquina de escribir. Podía asomar la nariz al mundo exterior por unas horas y construir otros mundos bellos y perfectos, donde él era un chico estupendo que nunca pasaba hambre. Incluso podía imaginarse que algún día se convertiría en un gran escritor, nadando en la abundancia y adorado por la gente.

Antes habría preferido perder su pierna izquierda que su máquina de escribir. Pero ninguno de los prestamistas que conocía prestaba dinero a cambio de una pierna, y una persona tiene que comer y pagar el alquiler.

—Oh, ¿sí? —le gruñó a la hoja de la puerta—. Dame dos razones.

No pudo dar ni una. Abrió, cerró de nuevo una vez dentro, encendió la luz y comenzó a quitarse el sombrero.

Pero no llegó a terminar el gesto. Se olvidó de que tenía una cabeza y hasta un sombrero.

La máquina de escribir estaba en el suelo.

Sí, esa era su casa. El techo agrietado, el empapelado descolorido, el pijama a rayas sobre la cama sin hacer, el olor del café de aquella mañana…

No era su máquina de escribir.

Era imposible que una máquina de escribir regresara por sí sola. Ya era malo encontrar camellos en la bañera. Pero, en cualquier caso, es posible aceptar la presencia de un camello. Los que verdaderamente molestaban eran los verdes y con alas.

La máquina de escribir también molestaba. Era grande y estaba construida con algo que parecía plata pulimentada, que brillaba y se estremecía como un pez bajo el agua. Parecía tener vida propia. En el rodillo había una hoja de papel y en el teclado unas teclas rojizas y desconocidas.

Cerró los ojos, sacudió la cabeza y volvió a mirar. Seguía allí.

—No he bebido —exclamó en voz alta—. Me llamo Steve Temple. Vivo en el 221 de la calle Novena, Este, y debo tres semanas de alquiler. Tampoco tengo nada para cenar.

Su voz sonaba como siempre, lo cual tenía sentido.


La máquina no lo tenía, pero estaba allí.

Respiró profundamente y dio la vuelta. Tenía cuatro lados. Parecía sólida, excepto por el temblor que la sacudía. Se agachó con dignidad sobre la raída alfombra y se dejó bañar por aquel resplandor, que parecía haber aumentado junto con la habitación.

—Está bien —le espetó a la máquina—. Estás aquí. Y si esto te hace feliz, me asustas como el demonio. ¿Y ahora qué?

La máquina comenzó a teclear sola en el centro de la sala.

Esteve no se movió. No podía. Estaba agachado, como paralizado, contemplando las teclas que se iluminaban, como si alguien las aporreara.

«¡Llamando al pasado! ¡Llamando al pasado! ¡Llamando al pasado!»

Era como el agua pegando en una ventana aceitada y resbalando sin dejar rastro. Steve oyó un leve campanillazo y contempló las palabras. Sin hilos, sin mecanógrafa… pero funcionaba. Sin hilos, como la telegrafía. Una máquina de escribir controlada por radio.

La cogió, como si quemase, y la dejó sobre la mesa.

«¡Llamando al pasado! ¡Llamando al pasado! Presione sobre la clavija marcada con la palabra «envío» y escriba la respuesta. Presionar sobre la clavija marcada «envío» y…»

Steve sintió que algo se movía. Era su mano. «Presionar la clavija». La apretó.

La máquina se detuvo y esperó.

Silencio. De pronto, el silencio se hizo casi audible. Temple sintió cómo le ardía la sangre en las mejillas y le quemaba las orejas. El silencio era tan absoluto que se vio obligado a hacer algún ruido.

Comenzó a escribir:

«Cualquier buen chico lo hace bien. Cualquier buen chico lo hace bien. Ya es hora de que todos los hombres de buena voluntad vengan en ayuda de la patria…».

De repente, la máquina saltó como si la azotara el puño de Temple. Sonó la campanita. El control se apartó de Steve.

Hola —manifestó la máquina, escribiendo sola sobre el papel—. Entonces, estás vivo. Temí haber llegado en un tiempo más remoto, cuando no había máquinas de escribir… Hitler no te mató… ¡Tienes suerte!»

—¡Cielos, no! —gritó Steve en voz alta—. ¡Hitler lleva muerto diez años! —Entonces, dándose cuenta de que hablar no le servía de nada, volvió a escribir:

«Estamos en 1955. Hitler ha muerto». Después se contempló los dedos, preguntándose por qué estaba escribiendo. Las teclas de la reluciente máquina se movían.

«¿Quién eres? ¡Pronto! ¿Dónde estás?»

«¿Puedo hacerte la misma pregunta? —teclearon los dedos de Steve—. ¿Es una broma? —chasqueó los dedos, respirando hondamente—. Harry… ¿Eres tú, Harry? ¡Tienes que serlo! Desde el cuarenta y siete no he sabido nada de ti… de ti y de tus bromas.»

La clavija «recibido» permaneció fría. La de «envío» se levantó.

«Lo siento. No soy Harry. Me llamo Ellen Abbott. Mujer. Veintiséis años. Año 2442, mido un metro setenta. Cabello rubio, ojos azules… Experta en semántica e investigación dimensional. Lo siento. No soy Harry».

Steve Temple trató de desviar la vista de la máquina. No podía.


La máquina se estremeció. Las teclas, el rodillo y las clavijas escarlatas se disolvieron como si estuvieran dentro de un baño ácido. La máquina desapareció. Y, un momento después, volvió a aparecer, brillante y dura bajo sus manos. Volvió con un mensaje oscuro:

«Tengo que explicártelo rápidamente y hacerlo bien, pero es posible que por otro sistema tardase mucho en hacértelo comprender. No hay tiempo. Hablar ociosamente como el dictador Kraken es fatal. Te lo diré de manera sencilla, dándote solo los hechos escuetos. Primero, explícame tus antecedentes, los datos exactos y otros detalles. Yo debo saberlo todo. Si no puedes ayudarme, retiraré la máquina y la proyectaré en otra era. Responde, por favor…

«Me llamo Steve Temple. Profesión: escritor. Tengo veintinueve años, aunque parecen cien. Fecha de hoy: lunes, diez de enero de 1955. Debo de estar loco».

Loco o no, la máquina de escribir respondió:

«Bien. He proyectado a muy poco espacio de la Crisis. Hay que hacer una gran labor antes del 14 de enero, viernes de tu año. Mi arena se acaba. Espera. La guardia viene, escoltando a Kraken. Me sacarán de esta celda para mi proceso. Creo que esta noche dictarán el veredicto. Hasta mañana por la noche, a la misma hora. Volveré a ponerme en contacto contigo. No me atrevo a retirar la máquina. Son tan escasas las probabilidades de volver a proyectarla… Espera…».

Nada más.

La máquina continuó allí, reluciente y sin decir nada. Temple apretó las teclas. Estaban inmovilizadas.

Se levantó de la silla, con la mirada perdida, y se llevó el último cigarrillo a los labios, sin encenderlo. Luego buscó por todas partes su sombrero, lo encontró en su cabeza y se apresuró a salir de casa.

Anduvo hacia el parque. No era ninguna novedad caminar por el parque, pero le ayudaba. Podía contemplar las estrellas, la gente y las barcas en el lago. Caminó hasta quedar completamente agotado y no sentirse asustado. Regresó.

Sin encender la luz, se desnudó y se acostó. Un viejo truco. Así daba la sensación de estar pasando la noche en el lujoso Biltmore.

De repente, encendió la luz. Mirando al otro lado de la habitación, aunque sin gafas, distinguió la máquina de escribir.

Volvió a apagar la luz y se tapó con la sábana hasta las orejas.

«Lo siento. No soy Harry. Me llamo Ellen Abbott. Año 2442. Lo siento, no soy Harry».

Sintió un escalofrío.


Alguien le estaba gastando una broma, aunque no sabía por qué.

Al menos eso es lo que le pareció a la mañana siguiente. Esto, y como si le hubiesen pateado la cabeza. La habitación tenía una sensación eléctrica, como si alguien hubiese entrado y se hubiese desvanecido un instante antes de que él abriera los ojos.

La puerta estaba cerrada por dentro.

Vio la máquina de escribir. Se sentó en la cama lentamente.

Un sueño persistente. Persistente hasta ser real. Y, sin embargo, lo había olvidado por completo durante el sueño, sin saber por qué podía olvidar algo tan dramático que acababa de introducirse en su vida.

Mientras se vestía y limpiaba la habitación, fingió interesarse en todo, menos en la máquina de escribir. Era una pobre farsa. Volvió a salir a la calle en busca de empleo. Pero escuchó en el umbral. No se oía nada, salvo su propia respiración. Y entonces se acordó. Esta noche. A la misma hora. Eso le había dicho Ellen Abbott. Esta noche. A la misma hora.

Salió en busca de un empleo que no existía.

Debió de andar mucho, porque se le hincharon los pies. Debió hablar con una docena de personas y debieron negarle una docena de empleos, y debió subir a un autobús porque al llegar a su casa por la noche encontróse un billete en el bolsillo. También encontró un dólar. Lo había pedido, pero no sabía dónde ni a quién. Ni le importaba. Lo único importante era llegar pronto a casa.

Era como si fuese la primera vez que entraba en aquella habitación o en cualquier otra. Era gracioso. La puerta se movía. Subió los peldaños con una rapidez inusitada. Se detuvo a medio camino. Apretó el paso.

Eso era. Un sonido débil. Campanilleos. Y los sonidos, que golpeaban con la misma velocidad que su corazón, procedían de las teclas de la máquina.

Habían transcurrido varios años desde la última vez que subió las escaleras de tres en tres. Pero ahora recordó cómo se hacía.

Al cerrar la puerta, se quedó inmóvil ante lo que vio. Caminó a través de la habitación como un hombre sumergido en un sueño o bajo el mar. La máquina de escribir estaba tecleando.

«Hola, Steve Temple».

Entró. Sus dedos se retorcieron con indecisión sobre las teclas y apretó con dureza la mandíbula. Después, cedió a la tentación.

«Hola, Ellen», escribió. Añadió en voz alta:

—Hola, Ellen.

En los primeros momentos después de establecer aquel contacto, Temple fue esbozando su existencia en la hoja de papel a regañadientes. Los años grises, en los que, como tantos otros hombres, se había visto apresado en una cadena de circunstancias. Las noches de contemplar la puerta, esperando una llamada, esperando la llegada de alguien que fuese amigo suyo. Y la única aparición del casero exigiéndole el pago del alquiler. Sus únicos amigos vivían entre las páginas de los libros y algunos habían surgido de su máquina de escribir antes de empeñarla. Eso era todo.

Entonces respondió Ellen:

«Si quieres ayudarme, Steve Temple, y tú eres el único que puede moldear el porvenir, mereces una completa explicación. Mi padre era el profesor Abbott. Por supuesto que habrás oído hablar de él. No, tonta de mí. ¿Cómo puedes conocerle? Hace quinientos años que falleciste…»

Steve tragó saliva.

«Estoy vivo, gracias, y me siento bien. Adelante».

«Es una paradoja —prosiguió Ellen—. Yo aún no he nacido para ti, lo cual es increíble. Y tú estás muerto y enterrado hace ya quinientos años, y sin embargo todo el porvenir del mundo gira en torno a nuestras dos imposibilidades y, especialmente, a ti, si aceptas ayudarme.

«Steve Temple, tendrás que creerme. No puedo esperar una obediencia ciega al momento, pero solo te quedan tres días para decidirte. Si te niegas en el último momento, nuestra conversación no habrá servido de nada, mientras que yo habría podido tratar de convencer a otro ser de tu época. Debo convencerte de mi completa sinceridad. Tienes que llevar a cabo una misión…».

Temple vio las siguientes palabras y todo a su alrededor se borró. El cuarto se tornó frío y el joven no se movió, mirando fijamente las palabras que iban apareciendo ante sus ojos.

«Tienes que realizar una misión por mí… no, no por mí, sino por todos nosotros, pensando en el futuro».


Lo siguiente que Steve vio fue una taza de café que parecía haber aparecido en su mano derecha. Contrayendo los músculos de la garganta, notó cómo el café le escaldaba el estómago. El Griego estaba allí. Gordo y grasiento, detrás del mostrador. Algo blanco relucía: los dientes del Griego.

—Hola, Griego —saludó el joven sin apenas mover los labios—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Has entrado como has hecho cada noche en estos tres años. Tómatelo con calma. Pareces un fantasma. ¿Qué te pasa?

—Bueno, algo. ¿Hace niebla esta noche?

—¿No lo sabes?

—¿Yo? —Steve se retorció las manos, que estaban húmedas—. —Oh, sí, seguro. Seguro, hace niebla. Lo había olvidado. Respiró y se sintió como si hubiese olvidado hacerlo en varias horas. Es gracioso, Griego… Dentro de quinientos años también tendrán niebla… Aunque sabrán cómo ahuyentarla.

—¿Alguna ley de la Cámara de Comercio?

—Control del tiempo —replicó Steve. Control. Meditó una y otra vez la misma palabra. Luego añadió en voz alta:

—Sí, control de distintos tipos. Tal vez una dictadura.

—¿De veras? Enarcando las cejas, el Griego se inclinó sobre el mostrador y preguntó:

—¿Crees que tendremos otra, del modo como van las cosas?

—Dentro de quinientos años.

—¡Caray, a quién le importa! ¡Quinientos años!

—¿A quién le importa? Tal vez a mí, Griego. Aún no lo sé —dijo Steve agitando la cucharilla en la taza de café—. Mira, Griego, si hace cuarenta años hubieras sabido lo que Hitler iba a hacer y hubieras tenido la ocasión, ¿lo habrías asesinado?

—¡Seguro! ¿Quién no? ¿No recuerdas el mal que hizo?

—Piensa. Piensa en todos los tipos que se criaron con Hitler. Alguien debió de sospechar lo que iba a ocurrir. ¿Hicieron algo para impedirlo? No.

El Griego se encogió de hombros.

Steve contempló el café durante unos instantes.

—¿Y a mí, Griego? ¿Me matarías sabiendo que yo seré el tirano del mañana?

—¿Tú… otro Hitler? —rio el Griego.

Steve le devolvió la carcajada.

—¿Ves? No crees que yo pueda poner en peligro la paz mundial. Por eso Hitler llevó a cabo su propósito. Porque cuando eres joven nadie te hace caso.

—Hitler «era» diferente.

—¿Sí? ¿Un empapelador? ¿Diferente? Esto es gracioso. Nadie reconoce a un asesino hasta que ya es demasiado tarde.

—De acuerdo. Supongamos que te liquidara —aceptó el Griego—. ¿Cómo probaría entonces que tú ibas a ser un dictador? No serviría de nada y me llevarían a la cámara de gas.

—Esto es verdad —dijo Steve, contemplando un cartel de la pared. Era un anuncio de la campaña de un hombre rubio, de ojos azules y claros. Bajo el anuncio se leía: J. H. McCracken, senador por el distrito 13.


Todo se volvió negro. Temblando violentamente, Steve se puso de pie, miró a su alrededor con la mirada extraviada, se pasó una mano por los ojos y gritó:

—¿Griego, a qué día estamos? ¡De prisa, lo he olvidado! ¡Estoy olvidándome de cosas muy importantes!

Pareció como si el Griego fuese una cámara de resonancia:

—Son las cinco de la madrugada del 11 de enero. Diez centavos, por favor.

—Oh, sí, sí —dijo Steve, mientras pagaba, balanceándose como un borracho y sin dejar de contemplar el anuncio. El cartel con la efigie de J. H. McCracken, que deseaba ser elegido para el Senado—. Entonces, todavía tengo tiempo. Aún quedan tres días para que maten a Ellen…

—¿Sí? —inquirió el Griego, asombrado.

—Nada —replicó Steve. Un momento después, Steve ya estaba abriendo la puerta de la cafetería, mientras que el Griego seguía hablando a un millón de kilómetros de distancia.

—¿Te vas tan temprano?

—Sí —contestó Steve, y añadió—: ¿Griego…?

—¿Bien…?

—¿Nunca has tenido una de estas pesadillas en las que te despiertas asustado en la oscuridad y luego vuelves a dormirte y tienes uno de esos sueños estupendos que te reaniman y brillan como las estrellas? Es muy bueno, Griego. Es un cambio. Te olvidas de todas las pesadillas durante unos días. Te despiertas vivo una vez en muchos años. Esto es lo que me ha pasado a mí, Griego…

Abrió la puerta y entró la niebla en grandes jirones. Steve pensaba en muchas cosas y le asustaba haber olvidado algunas. Ellen, la máquina y el porvenir. «No debería haberlas olvidado.» Nunca. En el muro colgaba el retrato de J. H. McCracken. Bueno, quitando el «Mac» y cambiando la primera C por una K… El tipo parecía decente. Era la clase de individuo que ama a su esposa y a sus hijos.

Le gustase o no, era un hecho. J. H. McCracken era una de las personas que tenía que asesinar. Tenía que recordarlo.

Y recordó algo más. Recordó las primeras palabras, inconscientemente irónicas, que había tecleado en la máquina la noche anterior:

«Ya es hora de que todos los hombres de buena voluntad vengan en ayuda de la patria…».

¡Lo futuro! Steve Temple salió a la calle y cerró la puerta, dejando dentro de ella al estupefacto Griego.

La niebla comenzó a disiparse, llevándose consigo la oscuridad. No tardaría en amanecer.

Trepando por las verdes colinas de Griffith, un autobús llevó a Steve Temple a los abiertos espacios descritos por la vívida pluma de Ellen Abbott.

Caminó solo. Arriba, donde los años se fundían en una bruma distante, habría gente moviéndose, gesticulando y hablando dentro del palacio de un dictador. Los edificios surgirían aquí como azagayas puntiagudas y rígidas. Habría música, suave y dulce, procedente de las radios escondidas entre los árboles y en las cuevas. Y en el firmamento, las naves voladoras cruzarían como los copos de nieve en un bello sueño.

Y, por encima de todo, dentro de quinientos años, en este mismo lugar —Steve acababa de subir a una colina y contemplaba el risueño paisaje, mientras cerraba los ojos—, una mujer llamada Ellen Abbott estaría prisionera dentro del palacio cristalino. Unas teclas rojizas susurrarían bajo la presión de sus dedos y su mensaje vibraría a quinientos años de distancia en el pasado… hasta llegar a él.


El porvenir era tan real que extendió un brazo como si lo estuviera tocando. El viento jugaba con las cuartillas donde estaba escrito el prolongado diálogo que habían mantenido la noche anterior.

En la bruma del futuro se alzaba la negra amenaza de Kraken, manchándolo. Kraken era el cuarto de una dinastía, el hombre pálido, de rostro suave, que tenía al mundo en sus manos y no quería soltarlo.

Steve se frotó el mentón. Odiaba a un tipo al que nunca conocería.

Solo, si acaso, indirectamente. ¡Diablo! Era algo fantástico. Conducir una guerra contra un hombre a través de tantos años… ¿Quién habría pensado jamás que a un tipo tan insignificante como él le iba a tocar desempeñar el papel de héroe?

Ellen le había contado muchas cosas. Steve volvió a leerlas:

«Papá y yo trabajamos arduamente en el método dimensional como el único poder capaz de desarraigar los rígidos fundamentos de Kraken. Tras retroceder en la historia hasta el punto más probable, la crisis donde sería más sencilla la eliminación de sus antepasados, papá y yo hemos llegado a esta conclusión. Y esta ha sido la investigación que hemos llevado a cabo. Pero Kraken ha dictado una orden prohibiendo la investigación del tiempo por miedo. Luego descubrió lo que mi padre estaba haciendo. El día en que asesinaron a mi padre, me capturaron y encerraron. Pero el trabajo ya estaba terminado. Pude llevarme mi máquina de escribir a la celda, fingiendo que deseaba escribir las memorias de mis últimos días.

«¿Por qué una máquina de escribir?», la interrumpió Steve.

«Papá quería volver a la Crisis para asegurarse de que los asesinatos se llevasen a cabo correctamente. Los experimentos con conejillos de indias habían dado resultados… muy desagradables. Algunos conejillos de indias volvieron invertidos, con sus órganos expuestos al exterior. No sabemos por qué. Pero así fue. No todos; algunos volvieron incompletos, sin cabeza, o sin cuerpo, y algunos no volvieron. No podíamos arriesgar a papá para el golpe. Viajar en el tiempo era imposible. Alguien del pasado tenía que encargarse de la misión, sin preguntar, sin cobrar nada…»

«¿Un tipo apellidado Temple?»

«Sí, si quiere y si está plenamente convencido de que el porvenir depende de él. ¿Estás convencido, Steve?»

«No lo sé. Creo que sí, pero…»

«Probamos la radio, Steve. Hablar directamente habría resultado mucho más fácil. Pero la cuarta dimensión destruye las ondas radiadas. Por eso quedó descartado. El metal es más sólido y resistente que las ondas, y además la máquina de escribir está construida con materiales muy poderosos; era el único método que podíamos utilizar, el mejor. Y cuando por fin te he localizado… ahora que falta tan poco tiempo…

Steve conocía el resto de memoria. La máquina era una manifestación dimensional, compacta y con actividad autónoma debida a su propia energía. Y había más respecto a Kraken. El asesinato de personas inocentes, la esclavitud de miles de millones… Y las páginas finalizaban con:

«Puedes hacer andar a los muertos, Steve. Puedes resucitar a mi padre matando a Kraken y librarme de la prisión. Puedes hacer todo esto. Ahora debo irme. Otra vez mañana por la noche…”

Steve levantó la vista de las cuartillas de papel mecanografiadas y miró al cielo, hacia el lugar donde se alzaría el palacio de un dictador, con Ellen presa dentro. Pero solo divisó unas nubes.

«Hacer andar a los muertos», pensó.

Volvió a su casa.


«Hacer andar a los muertos». Sí, matar a Kraken y surgiría un nuevo mundo Probable, que se haría real. La gente asesinada por Kraken reviviría. El padre de Ellen… También, ya que él no sería asesinado.

Un mundo de «condicionales»: si se sentaba a mirar la máquina de escribir sin tocarla durante el resto de la semana, ejecutarían a Ellen Abbott. Si él mataba a Mac-Craken, ella viviría.

Y había muchos otros. Si él quería, podrían ocurrir muchas otras cosas. Ahora podía irse a Chicago, Nueva York o Seattle. Podía escoger. Podía comer o morirse de hambre en esas ciudades. Podía asesinar, robar o suicidarse. Elecciones. Cada una conducía a una vida diferente, a una existencia distinta de las demás, una vez realizada la elección.

Ellen y Kraken no eran improbables. Ella vivía en el mundo más Probable del si condicionado. Y continuaría viviendo en él y moriría ejecutada el viernes por la noche si él no lo impedía. Si. Si. Si.

Si tenía valor. Si tenía éxito. Si alguien no se lo impedía. Si vivía hasta entonces. El mundo del mañana era una colmena de posibilidades, esperando llenarse de realidades, de actos verdaderos y definidos.

Aquella noche, Ellen y él conversaron sobre música y pintura. Él se enteró de la pasión que ella sentía por Beethoven, Debussy, Chopin, Glière y un compositor llamado Mourdene nacido en 1987. Su literatura favorita era un producto de Dickens, Chaucer, Cristopher Morley…

No mencionaron a un tal McCracken. Tampoco a otro llamado Kraken.

Durante la conversación, Steve no tenía voz ni cuerpo, sino fuego y resplandor en su interior. La habitación estaba transformada por la esencia de un mundo aún por nacer. Era como la luz del sol pasando por el tamiz de los altos ventanales de una catedral y llevándose consigo el mundo de 1955. No es posible recibir el sol de pleno en el rostro y dentro de uno, mientras los dedos teclean con fuerza sobre una máquina llamada Ellen Abbott y se habla de sociología, psicología, literatura, semántica y otras cuestiones importantes.

«Todos los detalles deben quedar bien claros, Steve. Si crees en mi mundo tal y como es y tal y como será cuando lo modifiques, debes saberlo todo. No espero que lo aprendas ni que te decidas inmediatamente. Esto iría contra todas las reglas de la lógica. He apostado por ti…».

Cuando sonó medianoche todavía estaban cambiando información. Modas, religiones, creencias…

Y también amor.

«Lo siento, pero jamás tuve tiempo de enamorarme —escribió Ellen—. He estado tan ocupada todos estos años, yendo de ciudad en ciudad, trabajando y alentando a mi padre… Él era mi única devoción. Lo siento. Si alguna vez… Si al menos quedase tiempo…».

«Habrá tiempo —replicó Steve—. Si lo que dices respecto al futuro Probable es una teoría exacta, habrá tiempo. Más del que necesitamos. Yo lo conseguiré».

«¿Y si fracasas?»

No quería pensar en eso. En absoluto.


De repente, se hizo el silencio en la habitación. Steve oyó los latidos de su corazón casi en su garganta. No recordaba haberlo escrito. Pero sus manos se habían movido y allí estaba:

«Me… Me gustaría verte, Ellen. Solo una vez».

Más silencio. El silencio duró tanto que el joven temió que ella no volviera a hablar. Pero habló.

«Eres simpático, Steve. El tiempo cambia un poco las emociones. Hay un débil campo de energía que se ajusta a esta máquina. Presiona las teclas con los dedos, inclínate hacia la máquina y concéntrate. Tal vez, por un instante, nuestras imágenes se alineen. Steve, presiona…».

Steve obedeció al instante, con algo en sus ojos grises que jamás había estado allí. Algo cálido. Sus labios se apretaron contra sus dientes, con expectación.

Algo le pasó a sus pulmones y le costaba respirar.

Ella estaba allí.

Al principio no fue más que un temblor. Estaba sentada delante de él. Separados por quinientos años. Tenía el cabello como el sol y sus ojos eran profundos y azules bajo el resplandor de su cabellera. Su roja boca se abrió y pronunció unas palabras:

—Hola, Steve…

Solo esto.

Después, la imagen se esfumó y la habitación se calentó tanto como el acero fundido. Los dos continuaron tecleando un poco más y, al final, todo concluyó aquella noche. Ella se marchó y él continuó contemplando el sitio donde había estado Ellen; el cuarto volvió a enfriarse lentamente.

Aquella noche soñó «antes» de dormirse.


Jamás le había quitado nada a nadie.

Ahora había robado una pistola de rayos paralizantes en una tienda de armas de la Novena Este. Tardó medio día en decidirse, cinco minutos en conseguirlo y el resto del día trató de calmar sus nervios y olvidarse de ello.

Era ya jueves por la noche y, a quinientos años de distancia, una mujer estaba sentada escribiendo sus Memorias.

Hablaron de frivolidades y arte. Hablaron de la misión con la que él tendría que enfrentarse dentro de poco. Aquel destello, aquella materialización vívida de la joven la noche anterior, le había convencido. Alguien tan frío, tan suave, tan bello… Alguien como ella… Sí, valía la pena sacrificarse.

Ella colocó los planos sobre sus dedos con unas cuantas presiones sobre las teclas. Al día siguiente por la tarde, J. H. McCracken estaría en su despacho del norte de Los Ángeles, ultimando los detalles antes de volar a Washington. No debía salir de él. Tampoco su hijo. Ambos tenían que morir.

«¿Lo has comprendido, Steve?»

«Sí. Ya tengo la pistola».

«¿Hay algo que no esté claro?»

«Ellen… De vez en cuando, olvido cosas. Cosas que se esfuman. La primera noche, cuando me desperté, ya no te recordaba. También en la cafetería. Tuve que preguntar la fecha. No quiero olvidarte, Ellen. ¿Por qué me ocurre esto?»

«¡Oh, Steve!, todavía no lo entiendes. El tiempo es algo tan extraño para ti. Es como una neblina que cambia con los vientos, con la luz, con la oscuridad. El futuro está torcido por las circunstancias. Hay dos Ellen Abbott, y solo una conoce a Steve Temple. Cuando algo amenaza sus probabilidades de existir, naturalmente, tú te olvidas de ella. Tu contacto, por pequeño que sea, con el tiempo es suficiente para trastornarte. Por eso sufres amnesia momentánea».

«No quiero olvidarte —repitió él—. Lo haré, esperando que, si indirectamente elimino a Kraken, aseguraré tu vida, pero…»

La joven se lo aclaró. Se lo aclaró todo. Para Steve fue como recibir un puñetazo en el estómago, como recibir una coz de una mula.

«Steve, cuando eliminemos a Kraken, nacerá un nuevo mundo libre. La misma gente estará en él, pero cantando. El nombre de Kraken no significará nada para ellos. Y los millones de seres asesinados volverán a vivir. En este mundo, el profesor Abbott y su hija no tendrán sitio».

«Yo no te recordaré, Steve. No te he conocido. No habrá ningún motivo para que me conozcas cuando Kraken haya desaparecido. Olvidaré nuestras conversaciones nocturnas y hasta el sueño que tuve de construir una máquina del tiempo. Y así será, Steve, mañana por la noche, cuando mates a J. H. McCracken».

«Pero yo pensaba…», dijo aturdido.

«No te engañé a propósito, Steve. Creí que comprenderías que mañana por la noche era el final… de lo que sea».

«Creí que conseguirías retroceder de alguna manera hasta 1955 o que me ayudarías a ir a tu época», los dedos de Steve temblaban violentamente.

«¡Oh, Steve, Steve!»

El joven se estaba mareando. Le dolía la garganta.

«Es tarde y no tardará en venir el celador. Será mejor que nos despidamos para siempre…»

«¡No, por favor, Ellen! ¡Espera! Mañana…».

«Entonces ya será tarde, si has matado a McCracken».

«Tengo un plan. Será un éxito, sí, lo será. Si pudiera hablar contigo una vez más, Ellen… Solo una vez.»

«Está bien. Sé que es imposible, pero… ¿mañana por la noche? Buena suerte. Buena suerte y buenas noches».

La máquina dejó de moverse.

El silencio. Silencio profundo e implacable. Steve continuó sentado, balanceándose como un beodo en la silla, riendo sin cesar.

Bueno, podía volver a andar entre la niebla. Siempre había mucha niebla. Andaba a su lado, detrás, delante, y jamás hablaba. A veces te rozaba el rostro, como si comprendiera. Eso era todo. Andaría por la noche, regresaría a casa, se desnudaría en la oscuridad y se metería en cama, rezando para dormirse y no volver a despertar. Nunca más.

«Olvidaré nuestras conversaciones nocturnas. Yo no te recordaré, Steve».


A última hora de la tarde del viernes 14 de enero, Steve Temple se metió el arma paralizante dentro de la manchada chaqueta y se cerró la cremallera.

Hiciera lo que hiciera, Ellen Abbott estaría destruida hoy. Si no actuaba con prontitud, sería ejecutada en público. Y si triunfaba, la Ellen que conocía se desvanecería como ráfagas de humo en el aire.

Si quería volver a hablar con Ellen, tendría que matar a McCracken cuidadosamente. Tenía que hablar con ella una vez más antes de que el Tiempo se modificase, se consolidase de nuevo para la Eternidad y pudiera darle su último mensaje. Lo meditó detenidamente. Sabía cuáles eran las palabras que tenía que proferir.

Comenzó a andar a buen paso.

Le parecía que no era su cuerpo, sino el de otro individuo. Era como tener que ajustarse a un nuevo traje ceñido y demasiado caliente. Los ojos, la boca, todo su rostro formaban un modelo que no quería destruir. Cuando se calmase, todo se resquebrajaría.

Cuadró los hombros como nunca, y apretó los puños, relajados por la desesperación. Era como recuperar la propia estima empuñando una pistola y sabiendo que iba a transformar todo el curso del tiempo futuro.

Tenía pulmones y los utilizaba para respirar, y el corazón ya no estaba en su pecho. Deseaba salir por su garganta. El cielo estaba límpido y sus pies avanzaban rápidamente, con aplomo y seguridad. De repente, vio que eran las cuatro de la tarde. Unos edificios extraños se elevaban al frente, y empezó a escrutar los números de las casas. Continuó andando porque, si se detenía, sus piernas se negarían a seguir transportándolo.

Esta era la calle.

De repente, empezó a llorar. El llanto estaba escondido tras las duras líneas de su cara y su cerebro pugnaba por escaparse del cráneo con un nudo en la garganta que podía ser su corazón. Un líquido cálido manó de sus ojos, sin poder evitarlo. El viento sopló lejos, susurrando, pero el día era apacible, sin viento. Nada podía detenerlo. Nada. Dobló por una callejuela, avanzó hasta una puerta lateral, la abrió y cruzó el umbral.

Subió por un tramo de escaleras donde el sol proyectaba unas sombras terroríficas. No encontró a nadie. Deseaba encontrar a alguien a quien decirle que todo era una farsa, que podía desprenderse de la pistola y despertar. Pero nadie lo detuvo. Nadie le dijo nada. Subió cuatro tramos de peldaños soleados.

En el interior de su cabeza, su cerebro trataba de hallar un freno; pero no existía. Tenía que hacerlo. No podía permitir que volviese a ocurrir lo mismo que con Hitler. Hitler renacido. Sin que nadie lo encerrase, o llenase su malvado cuerpo de plomo. McCracken. El tipo al que iba a matar parecía inocente. Todo el mundo lo alababa. Sí, pero ¿y sus hijos? ¿Y los hijos de sus hijos?

Ellen. Moviendo los labios. Ellen. Le dio un vuelco el corazón. Ellen. Movió de nuevo los pies. Allí estaba la puerta. En una placa plateada ponía:

«J. H. McCracken. Representante de Estados Unidos».


Steve, pálido y callado, abrió la puerta y se quedó contemplando a un joven sentado detrás de una enorme mesa de nogal. Un triángulo verde anunciaba: «William McCracken. Hijo del representante».

Echó un vistazo a un rostro sorprendido y cuadrado, a una boca abierta mostrando los dientes y las manos hacia arriba como para eludir lo inevitable.

La presión de un dedo. La pistola en manos de Steve zumbó como el ronroneo de una gatita. Todo duró un instante. El instante de una respiración. Un latido del corazón. Era fácil y muy difícil matar a un hombre. Volvió a ajustar la cámara del tubo paralizante.

—¡Oh, Will! —se oyó una voz en el despacho contiguo—, hijo. Ven un momento. Quiero volver a comprobar estos billetes del avión de Washington.

A veces es difícil abrir una puerta, aunque esté entornada.

Era la voz de J. H. McCracken, senador electo de Estados Unidos.

Steve abrió la segunda puerta en silencio. Esta vez, McCracken estaba más cerca.

—¿Has solicitado los billetes que necesitamos, hijo? —inquirió la voz—. ¿No ha habido ningún error?

Steve contempló los anchos hombros de McCracken y contestó:

—No ha habido ningún error.

Al oírle, McCracken giró su silla. Sostenía un cigarrillo encendido en la mano izquierda y una pluma estilográfica en la derecha. Sus azules pupilas no vieron la pistola.

—¡Ah, hola! —sonrió. Fue entonces cuando divisó el arma y la sonrisa se le borró de la cara.

—Usted no me conoce —dijo Steve—. No sabe por qué voy a matarlo, porque usted siempre ha procurado jugar limpio. Como yo. Lo cual significa que dentro de quinientos años una persona tampoco podrá jugar sucio. El veredicto del tiempo sentencia su culpabilidad. Lástima que no parezca un bandido, porque sería más fácil.

McCracken abrió la boca para protestar, pero la pistola disparó. Con poco poder. El suficiente para debilitar los nervios cardíacos. Steve se acercó y dejó que la pistola siguiera a media fuerza. Tras cerrarla, se inclinó para palpar el corazón. Aún funcionaba. Débilmente.

—Todavía no has muerto —le dijo al moribundo—. Hazme un favor. Mantente vivo hasta que yo pueda hablar con Ellen.

Después se estremeció con tanta violencia que la carne pareció querer desprenderse de los huesos. Enfermo, con los dientes castañeteándole, la mirada borrosa, dejó caer la pistola, la recogió y empezó a preocuparse por su seguridad. Le quedaba un largo trecho hasta llegar a su casa, a la máquina de escribir y a Ellen.

Tenía que conseguirlo. Acababa de estafar al tiempo futuro. Y tenía que buscar la forma de conservarla a su lado. De algún modo.

Reprimió sus temores. Tras abrir la puerta, se encaró con el personal de McCracken, que estaba estupefacto. Tres mujeres y dos hombres que venían a despedirse y que ahora estaban boquiabiertos, inclinados sobre el cadáver de su hijo.

Temple retrocedió, con la boca llena de saliva, y salió por una escalera de incendios, cerrando la puerta y bajando rápidamente. Se escuchó un golpe de ventana. Sus pies levantaban un enorme estruendo en la escalera metálica.

Saltando al callejón, Steve corrió hasta la esquina, abrió la portezuela del primer taxi que encontró y le gritó la dirección. Dos hombres de la oficina de McCracken aparecieron en la esquina del callejón gritando. El taxi se apartó de la acera rápidamente. El taxista no se había dado cuenta de nada.

Temple se dejó caer sobre el asiento y escupió. No le gustaba ser un héroe de novela. Estaba asustado y se sentía empequeñecido, agazapado en el interior del coche. Acababa de modificar el porvenir. Nadie lo sabía, excepto él y Ellen Abbott.

«Y ella lo olvidaría».

«¡Espera, Ellen! ¡Por favor, aguarda!»

Este era el resultado de salvar al mundo. Estar helado por dentro, con gruesos lagrimones resbalando por las mejillas y las manos agitadas por un violento temblor. ¡Ellen!

El coche se detuvo frente al edificio. Salió del mismo tambaleándose y murmurando cosas sin sentido. Oyó cómo el taxista le gritaba algo, pero él siguió corriendo. Entró en el edificio y subió la escalera a toda velocidad.

Abrió la puerta y cruzó el umbral, atemorizado. Temía mirar dentro de la habitación. El taxista subía profiriendo improperios. ¿Y si había llegado tarde?

Con el corazón en un puño, Steve terminó de abrir la puerta y vio que estaba allí, intacta. Cerró de un portazo, hizo girar la llave y, con un gesto de locura, cruzó el cuarto hasta la máquina, gritando y tecleando a la vez:

—¡Ellen Abbott! ¡Lo he conseguido! ¡Todo ha concluido! ¿Estás ahí todavía?


Se hizo una pausa. Contemplando aquel papel en blanco, notó cómo le empezaba a circular la sangre por las venas hasta que le dolieron. Le pareció que habían transcurrido varios siglos antes de que las teclas se movieran.

«¡Oh, Steve, lo has conseguido! Lo has hecho por nosotros. Apenas sé qué decir. No hay recompensa para ti. No puedo ayudarte, pero me gustaría. Las cosas ya están cambiando, todo se transforma en una bruma y la gente se disuelve como figuras de cera… desapareciendo en la Corriente del Tiempo…».

«¡Espera un poco, Ellen! ¡Por favor!»

«Antes teníamos todo el tiempo, Steve. Ahora no puedo reajustar la materia ni los segundos, ¡es como pretender las estrellas!»

Abajo, en la calle soleada, un coche frenó. Del coche salieron varias voces. Se abrió una portezuela de metal. Eran los hombres de McCracken que venían en busca de Steve Temple. Tal vez iban armados con revólveres…

«¡Ellen, solo una cosa! Aquí, en mi tiempo, debe de vivir uno de tus antepasados… ¡En algún lugar! ¿Dónde, Ellen?»

«No te mortifiques, Steve. No lo entiendes. De nada sirve».

«Por favor, dímelo. Alguien a quien podré hablar, alguien a quien podré ver. Dímelo, por favor. ¿Dónde?»

«Cincinatti. Se llama Helen Anson. Pero…»

En el rellano resonaron unos pasos pesados y se oyeron más voces.

«La dirección es calle C, 6987…»

Se acabó el tiempo. Al otro lado de la ciudad, McCracken estaba exhalando su último aliento. Y cada latido de su corazón resonaba sobre Ellen y Steve.

«Steve, Steve, yo…».

Y entonces él le tecleó su último mensaje. Quería decirle lo que sentía. La puerta estaba siendo aporreada por puños y hombros, mientras lo tecleaba, pero logró concluir, desesperadamente, en los últimos segundos.

«¡Ellen, Ellen, te amo! ¿Me oyes, Ellen? ¡Te amo! ¡No te vayas! ¡No, por favor!».

Continuó tecleando una y otra vez, llorando como un chiquillo, sin poder expresarse de palabra, tecleando sin cesar… Hasta que las teclas se disolvieron, se fundieron y desaparecieron bajo sus dedos, pero él continuó tecleando fuertemente sobre la brillante y sólida máquina que se había esfumado y sus manos caían sobre el vacío de la mesa.

Y cuando desencajaron la hoja de la puerta, no pudo dejar de llorar…

FIN

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