Richard Matheson: Viejos territorios

Richard Matheson - Viejos territorios

Sinopsis: Viejos territorios es un cuento de Richard Matheson, publicado en octubre de 1957 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. La historia sigue a Johnson, un hombre de mediana edad que regresa a la ciudad donde vivió sus años universitarios, impulsado por la nostalgia y el deseo de reconectarse con su pasado. Recorre antiguos lugares, revive recuerdos y se hospeda en su antigua habitación, buscando consuelo en lo familiar. Pero a medida que el viaje avanza, la atmósfera se vuelve inquietante, y el pasado, lejos de ofrecer refugio, empieza a revelarse como un territorio más perturbador de lo que imaginaba.

Richard Matheson - Viejos territorios

Viejos territorios

Richard Matheson
(Cuento completo)

Su idea original había sido la de pasar la noche en el centro, en el Hotel Tiger. Pero se le había ocurrido que tal vez su antigua habitación estuviera libre. Estábamos en temporada de verano, y pudiera ser que no hubiera ningún estudiante viviendo allí. Merecía la pena intentarlo. No se le ocurría nada más agradable que dormir en su viejo cuarto, en su vieja cama.

La casa era la misma. Subió por los escalones de cemento, sonriendo al ver los bordes todavía desmigajados. Los mismos viejos escalones, pensó, todavía estropeados. Igual que la desvencijada pantalla de la puerta que daba al porche y el timbre que tenía que ser apretado en cierto ángulo para que hiciera contacto. Movió la cabeza, sonriendo, y se preguntó si la señorita Smith seguiría viva.

No fue la señorita Smith quien abrió la puerta. Su corazón dio un vuelco cuando, en lugar de su tambaleante y vieja figura, una fornida mujer de edad madura llegó apresurándose a la puerta.

—¿Sí? —dijo, su voz un sonido brusco y poco hospitalario.

—¿Sigue viviendo aquí la señorita Smith? —preguntó, con la esperanza, a pesar de todo, de que así fuera.

—No, la señorita Ada lleva años muerta.

Fue como si le dieran una bofetada en la cara. Se sintió momentáneamente aturdido y asintió a la mujer.

—Ya veo —dijo después—. Ya veo. Yo ocupé la habitación libre mientras estaba en la universidad, ¿sabe?, y pensé…

La señorita Smith muerta.

—¿Está usted estudiando? —preguntó la mujer.

No sabía si tomárselo como un insulto o como un cumplido.

—No, no —dijo—, sólo estoy de paso, camino de Chicago. Me licencié hace muchos años. Me preguntaba si… si vivía alguien en la vieja habitación.

—¿Se refiere a la habitación del salón? —preguntó la mujer, observándole con ojo crítico.

—Eso es.

—Hasta el otoño no —dijo.

—¿Podría… verla?

—Bueno, yo…

—Había pensado en quedarme esta noche —se apresuró a decir—, es decir, si es que…

—Oh, perfectamente —la mujer adoptó un tono más cálido—. Si eso es lo que quiere.

—Eso es lo que quiero —dijo—. Es un poco como reanudar una vieja amistad, ¿sabe?

Sonrió tímidamente, deseando no haber dicho eso.

—¿Cuánto quiere pagar? —preguntó la mujer, más preocupada por el dinero que por los recuerdos.

—Bueno, ¿sabe qué? —dijo él, impulsivamente—. Solía pagar veinte dólares al mes. ¿Y si le pago eso?

—¿Por una noche?

Se sintió estúpido. Pero ahora no podía echarse atrás, aunque sentía que su oferta había sido una torpeza nostálgica. Ninguna habitación valía veinte dólares la noche.

Se paró en seco. ¿Por qué vacilar? Revivir los viejos recuerdos valía eso. Veinte dólares ya no eran nada para él. El pasado sí lo era.

—Los pagaré encantado —dijo—. Para mí lo vale.

Sacó los billetes de la cartera y se los ofreció con dedos torpes.

Echó un vistazo al cuarto de baño mientras avanzaban por el pasillo mal iluminado. La imagen familiar le hizo sonreír. Había algo maravilloso en aquel regreso. No podía evitarlo; sencillamente lo había.

—Sí, la señorita Ada lleva muerta casi cinco años —dijo la mujer.

Su sonrisa se esfumó.

Cuando la mujer abrió la puerta de la habitación, quiso quedarse allí durante un largo instante antes de entrar una vez más. Pero ella se quedó esperándole y él sabía que se sentiría ridículo pidiéndole que esperase para que pudiera respirar hondo antes de entrar.

Un viaje en el tiempo. La frase le pasó por la cabeza al entrar en la habitación. Porque le parecía que había vuelto repentinamente; el nuevo estudiante que entraba en la habitación por vez primera, con la maleta en la mano, al principio de una nueva aventura.

Se quedó allí mudo, mirando la habitación, con una sensación de miedo inexplicable dominándole. La habitación parecía recordarle todo. Todo. Mary y Norman y Spencer y David, y clases y conciertos y fiestas y bailes y partidos de fútbol y cervezas y charlas de toda la noche y todo. Los recuerdos se apelotonaron sobre él hasta que pareció que le iban a aplastar.

—Está un poco polvoriento, pero lo limpiaré cuando salga a comer —dijo la mujer—. Iré a buscarle unas sábanas.

No oyó sus palabras ni sus pasos al bajar por el pasillo. Se quedó allí, poseído por el pasado.

No sabía qué era lo que le había hecho estremecerse y mirar alrededor repentinamente. No era un sonido, ni nada que hubiera visto. Era una sensación en su cuerpo y su alma; una sensación irracional de que iba a pasar algo.

Dio un respingo y tomó aliento cuando la puerta se cerró de golpe.

—Es el viento —dijo la mujer, volviendo con sábanas para su vieja cama.


La Gran Vía. El semáforo se puso rojo y pisó el freno. Su mirada se deslizó por los escaparates.

Allí estaba el supermercado Crown, igual que siempre. Al lado, la zapatería de Flora Dame. Sus ojos cruzaron al otro lado de la calle. La tienda Glendale seguía allí. Y el comercio textil de Barth seguía en su antiguo emplazamiento.

Pareció que algo se liberaba dentro de su cabeza y comprendió que había tenido miedo de ver la ciudad cambiada, pues cuando dobló la esquina para entrar en la Gran Vía y vio que la librería de la señora Sloane y el College Grille habían desaparecido, casi se sintió traicionado. La ciudad que recordaba existía intacta en su mente y le producía cierta tensión e inquietud ver que había cambiado parcialmente. Era como encontrarse con un viejo amigo y descubrir, sorprendido, que le falta una pierna.

Pero había el suficiente número de cosas iguales como para devolverle la solemne sonrisa a los labios.

El College Theatre donde él y sus amigos habían ido a ver espectáculos de medianoche los sábados después de una cita o tras largas horas de estudio. La bolera Collegiate; en el piso de arriba, la piscina.

Y debajo…

Impulsivamente, echó el coche a la cuneta y apagó el motor. Se quedó sentado mirando, por un momento, la entrada al Golden Campus. Luego se bajó rápidamente del coche.

El mismo viejo toldo colgaba sobre la entrada, sus colores antaño chillones ahora desgastados hasta parecer conservados por efecto del tiempo y el clima. Avanzó con una sonrisa asomando a los labios.

Entonces se sintió dominado por una sensación abrumadora de depresión, al contemplar la estrecha y empinada escalera. Puso los dedos sobre el pasamanos y, tras un instante de vacilación, bajó lentamente. No recordaba que la escalera fuera tan estrecha.

Casi al fondo de las escaleras, un sonido chirriante llegó a sus oídos. Alguien estaba encerando la pequeña pista de baile con cepillos giratorios. Descendió el último escalón y vio al pequeño hombre negro siguiendo a la máquina que se desplazaba suavemente. Vio y oyó la nariz de metal del pulimentador tropezar con una de las columnas que señalaban los límites de la pista de baile.

Volvió a fruncir el ceño. Aquel sitio era muy pequeño y lóbrego. Sin duda, la memoria no podía haberse desviado tanto. No, se explicó apresuradamente. No, era porque el sitio estaba vacío y no había luces. Era porque la máquina de discos no bullía con burbujas de colores y no había parejas bailando.

Inconscientemente, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones, una pose que no había asumido más que una o dos veces desde que había salido de la universidad dieciocho años antes. Se acercó más a la pista de baile, asintiendo una vez hacia el estrado de la banda como si fuera un viejo conocido.

Se paró al borde de la pista y pensó en Mary.

¿Cuántas veces habían dado vueltas alrededor de aquel pequeño espacio, moviéndose al ritmo que salía palpitante de la máquina de discos resplandeciente? Bailando lentamente, los cuerpos íntimamente próximos, su mano cálida acariciando ociosamente su nuca. ¿Cuántas veces? Algo se puso tenso en su estómago. Casi podía ver su cara otra vez. Se apartó rápidamente de la pista de baile y miró los reservados de madera oscura.

Una sonrisa forzada asomó a sus labios. ¿Todavía seguían allí? Rodeó una columna y empezó a caminar hacia la parte trasera.

—¿Está buscando a alguien? —preguntó el viejo negro.

—No, no —dijo—. Sólo quiero mirar una cosa.

Avanzó entre las filas de reservados, intentando ignorar la sensación de incomodidad. ¿Cuál es?, se preguntaba. No podía recordarlo; todos le parecían iguales. Se paró, con las manos en la cadera, y miró todos los reservados, moviendo lentamente la cabeza. Sobre la pista de baile, el negro terminó de cepillar, quitó el enchufe y se llevó la torpe máquina. Reinó un silencio de muerte.

Las encontró en el tercer reservado en que miró. Desgastadas, las letras estaban casi tan oscuras como la madera que las rodeaba, pero no cabía duda de que estaban allí. Se deslizó en el reservado y las miró.

B. J. Bill Johnson. Y, bajo las iniciales, el año 1939.

Pensó en todas las noches que él y Spence y Dave y Norm habían pasado sentados en aquel reservado, diseccionando el universo con los escalpelos afilados y precisos de los estudiantes universitarios.

—Creíamos que lo sabíamos todo —murmuró—. Hasta lo último.

Lentamente, se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa. Lo que deseaba ahora era un vaso de la vieja cerveza de siempre; aquella bebida espesa y con sabor a malta que te llenaba las venas y estimulaba el corazón, como solía decir Spence.

Asintió dándole la razón, haciendo un brindis silencioso.

—Por ti —susurró—. Por el pasado insoportable.

Mientras lo decía, levantó la mirada de la mesa y vio a un hombre joven en pie al otro lado de la habitación, al final de la sombría escalera. Johnson miró al joven, incapaz de verle claramente sin las gafas puestas.

Pasado un momento, el joven se volvió y subió una vez más por las escaleras. Johnson sonrió. Vuelve a las seis, pensó. No abren hasta las seis.

Aquello le hizo pensar de nuevo en todas las noches que había pasado en la húmeda penumbra, bebiendo cerveza, hablando, bailando, derrochando su juventud con el desenfado casual de un millonario.

Se quedó sentado en la semioscuridad, los recuerdos girando a su alrededor como un torbellino, dando vueltas en su cabeza, obligándole a mantener apretados los labios porque sabía que todo aquello había desaparecido para siempre.

En medio de todo, volvió el recuerdo de ella. Mary, pensó, y se preguntó qué habría sido de Mary.


Empezó de nuevo cuando pasaba bajo la puerta que conducía al campus. La incómoda sensación de que el pasado y el presente se estaban fundiendo, de que estaba caminando por la cuerda floja entre ambos, a punto de caer en uno u otro.

La sensación le seguía los pasos, enfriando la euforia que había sentido al volver.

Miró el edificio, pensando en las clases que había recibido allí, en la gente que había conocido. Entonces, casi en el mismo instante, vio su vida actual, las aburridas ventas una tras otra. Los meses y los años de conducir en solitario por todo el país. Y acabar sólo para volver a un hogar que no le gustaba, a una esposa que no amaba.

Seguía pensando en Mary. Qué necio había sido al dejarla escapar. Pensó, con la seguridad inconsciente de la juventud, que el mundo estaba repleto de posibilidades sin fin. Había pensado que era un error elegir tan pronto en la vida y aceptar lo bueno conocido. Había sido un gran defensor de buscar pastos más verdes. Había seguido buscando hasta que el tiempo amarilleó todos sus pastos.

Otra vez la misma sensación: una combinación de sentimientos. Una insatisfacción creciente que le mordisqueaba y le ahogaba, y una sensación de agobio e inquietud. Un ansia ineludible de mirar por encima del hombro y ver quién le seguía. No podía ignorarla, y le molestaba e irritaba.

Ahora estaba caminando por el lado este del campus, la chaqueta echada sobre el brazo derecho, el sombrero inclinado hacia atrás en su cabeza con poco pelo. Sintió que pequeñas gotas de sudor caían por su espalda mientras caminaba.

Se preguntó si debería detenerse y quedarse un rato sentado en el campus. Había varios estudiantes desperdigados bajo los árboles, riendo y charlando.

Pero ahora recelaba de hablar con los estudiantes. Justo antes de ir al campus, había parado en el Café del Campus para tomarse un vaso de té con hielo. Se había sentado al lado de un estudiante y había intentado iniciar una conversación.

El joven le había tratado con un respeto intolerable. No había dicho nada, por supuesto, pero le había resultado muy ofensivo.

Además, había pasado otra cosa. Mientras se dirigía a la caja para pagar, un joven había pasado caminando por la calle. Johnson había creído que le conocía y había levantado la mano para llamar la atención del estudiante.

Luego se había dado cuenta de que era imposible que conociera a ninguno de los estudiantes actuales y había bajado el brazo sintiéndose culpable. Había pagado su cuenta, sintiéndose muy deprimido.

La depresión seguía aferrándose a él mientras subía por la escalera del edificio de las Artes Liberales.

Al llegar a lo alto de las escaleras se dio la vuelta y contempló el campus. A pesar de cierto sentimiento de desánimo, le estimuló ver que el campus seguía siendo el mismo. Al menos aquello no había cambiado, y había cierta sensación de continuidad en el mundo.

Sonrió y se dio la vuelta, y entonces volvió a girarse otra vez. ¿Había alguien siguiéndole? La sensación era muy fuerte. Su mirada preocupada se deslizó sobre el campus sin ver nada fuera de lo común. Encogiéndose de hombros con irritación, entró en el edificio.

También seguía siendo el mismo, y se sintió bien caminando sobre las baldosas oscuras una vez más, bajo los frescos del techo, subiendo por los escalones de mármol, atravesando los salones insonoros y frescos.

No se fijó en la cara del estudiante que pasó a su lado, aunque sus hombros casi se tocaron. Pareció notar que el estudiante le miraba. Pero no estaba seguro y, cuando miró por encima de su hombro, el estudiante ya había doblado la esquina.

La tarde pasó lentamente. Caminó de edificio en edificio, entrando en cada uno de ellos religiosamente, mirando los tablones de anuncios, echando vistazos a las aulas y sonriendo a todo con sonrisas cuidadosamente calculadas.

Pero empezaba a sentir el deseo de huir. Le dolía que nadie hablara con él. Pensó en ir al director de alumnos y charlar con él, pero decidió no hacerlo. No quería parecer pretencioso. Sólo era un ex-alumno que visitaba discretamente el escenario de sus días universitarios. Nada más. No tenía sentido montar un espectáculo.


Mientras volvía caminando a la habitación después de cenar, tuvo la clara impresión de que alguien le estaba siguiendo.

Cada vez que se detenía con el ceño fruncido por la sospecha y miraba hacia atrás, no veía nada. Sólo el sonido de los coches dando bocinazos en la Gran Vía o la risa de los jóvenes en sus habitaciones.

En los escalones del porche de la casa se paró y miró hacia la calle, con un escalofrío incómodo bajándole por la espalda. Probablemente había sudado demasiado aquella tarde, pensó. Ahora el aire frío le estaba helando. Al fin y al cabo, ya no era tan joven como…

Agitó la cabeza, intentando sacudirse la frase de la cabeza. Un hombre es tan joven como se siente, se dijo con autoridad, y asintió secamente para grabarse el dato en la cabeza.

La mujer había dejado la puerta principal cerrada sin echar la llave. Al entrar, oyó que hablaba por teléfono en el dormitorio de la señorita Smith. Johnson asintió en silencio. ¿Cuántas veces había hablado con Mary a través de aquel viejo teléfono? ¿Cuál era el número? 4458. Justo. Sonrió orgulloso de ser capaz de recordarlo.

¿Cuántas veces había estado sentado en la vieja mecedora negra, charlando de tonterías con ella? Le cambió la cara. ¿Dónde estaría ahora? ¿Se habría casado y tenía hijos? ¿Habría…?

Se detuvo, tenso, al oír el crujido de una tabla detrás de él. Aguardó un momento, esperando oír la voz de la mujer. Luego miró hacia atrás rápidamente.

El pasillo estaba vacío.

Tragando saliva, entró en su habitación y cerró la puerta con firmeza. Buscó a tientas el interruptor de la luz y por fin lo encontró.

Volvió a sonreír. Aquello estaba mejor. Caminó por su vieja habitación, pasando la mano por encima del escritorio, la mesa de estudio, el colchón de la cama. Arrojó su sombrero y su abrigo sobre la mesa y se dejó caer sobre la cama con un suspiro de agotamiento. Una sonrisa iluminó su cara al oír el gruñido de los viejos muelles. Los mismos viejos muelles, pensó.

Levantó las piernas y se recostó en la almohada. Dios, qué bien se sentía. Pasó los dedos sobre la colcha, acariciándola con afecto.

La casa estaba en silencio. Johnson giró sobre su estómago y miró por la ventana. Allí estaba el viejo callejón, el gran roble todavía alzándose sobre la casa. Agitó la cabeza ante los abrumadores sentimientos que los recuerdos del pasado le habían provocado.

Entonces dio un respingo al notar que la puerta se movía ligeramente en su marco. Es el viento, recordó las palabras de la mujer.

Estaba decididamente crispado, pensó, pero todo aquello le había resultado perturbador. Bueno, era comprensible. El día había supuesto una experiencia emocional. Revivir el pasado y lamentar el presente era mucho esfuerzo para cualquier hombre.

Se sintió soñoliento después de la fuerte cena que había comido en la Black and Gold Inn. Se levantó y se arrastró hasta el interruptor de la luz.

La habitación se sumió en la oscuridad y volvió a la cama a tientas. Se tumbó con un gruñido de satisfacción.

Seguía siendo una buena cama. ¿Cuántas noches había dormido allí, su cerebro hirviendo con el contenido de los libros que había estudiado? Bajó la mano y se desabrochó el cinturón, fingiendo que no sentía una pizca de remordimiento por la forma en que su cuerpo, antaño esbelto, había engordado. Suspiró al notar que la presión de su estómago se aliviaba. Luego giró sobre el costado en la habitación cálida y sofocante y cerró los ojos.

Se quedó tumbado tres minutos, escuchando el sonido de un coche al pasar por la calle. Luego se tumbó de espaldas con un gruñido. Estiró las piernas, y las dejó sueltas. Luego se sentó y, agachándose, se desató los zapatos y los dejó caer sobre el suelo. Se recostó en la almohada y volvió a ponerse de costado con un suspiro.

Ocurrió lentamente.

Al principio pensó que le molestaba el estómago. Luego se dio cuenta de que no eran sólo los músculos del estómago, sino todos los músculos de su cuerpo. Sintió que los ligamentos se tensaban y un escalofrío recorrió su cuerpo.

Abrió los ojos y parpadeó en la oscuridad. ¿Qué estaba pasando, en nombre de Dios? Miró la mesa y vio el contorno oscuro de su sombrero y su chaqueta. Volvió a cerrar los ojos. Tenía que relajarse. En Chicago iba a ver a algunos clientes importantes.

Hace frío, pensó irritado, buscando a tientas a su lado y echándose por fin la manta por encima de su robusto cuerpo. Sintió que se le ponía la carne de gallina. Escuchó atentamente, pero no había más sonido que la brusquedad de su propia respiración. Se retorció incómodo, preguntándose cómo era posible que la habitación se hubiera enfriado tanto de golpe. Debía de haber pillado un resfriado.

Rodó sobre la espalda y abrió los ojos.

Al instante, su cuerpo se puso rígido y todos los sonidos se paralizaron en su garganta.

Allí, inclinándose sobre él, a un palmo de él, estaba la cara más blanca y llena de odio que hubiera visto en toda su vida.

Se quedó mirando la cara con aturdimiento, con la boca abierta por el horror.

—Vete —dijo la cara, su voz ronca y chirriante de maldad—. Vete. No puedes volver.

Durante un rato, después de que la cara hubiera desaparecido, Johnson se quedó tumbado, apenas capaz de respirar, las manos apretadas en rígidos nudos junto a su cuerpo, los ojos abiertos de par en par. Seguía intentando pensar, pero el recuerdo de la cara y las palabras habían petrificado su cerebro.

No se quedó. Cuando recuperó las fuerzas, se levantó y consiguió escabullirse sin llamar la atención de la mujer. Salió rápidamente de la ciudad, empalidecido, pensando sólo en lo que había visto.

Era él.

Era su cara cuando estaba en la facultad. Su joven yo, que odiaba a aquel encallecido intruso por inmiscuirse en lo que nunca podría volver a ser suyo. Y el joven del Golden Campus; aquél había sido su joven yo. El estudiante que pasaba junto al Café del Campus había sido él, tal como fue en tiempos. Y el estudiante del pasillo y la presencia resentida que le había seguido por el campus, odiándole por volver y manosear el pasado. Todos habían sido él.

No volvió nunca, y nunca le contó a nadie lo que había ocurrido. Y cuando, en raros momentos, hablaba de sus días universitarios, siempre era encogiéndose de hombros y con una sonrisa cínica para demostrar lo poco que realmente habían significado para él.

FIN

Richard Matheson - Viejos territorios
  • Autor: Richard Matheson
  • Título: Viejos territorios
  • Título Original: Old Haunts
  • Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, octubre de 1957
  • Traducción: Santiago García

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: