Robert Bloch: El aprendiz de brujo

Robert Bloch - El aprendiz de brujo

«El aprendiz de brujo» de Robert Bloch es un relato sobre Hugo, un joven marginado que huye del orfanato y encuentra refugio con Sadini, un mago itinerante. Hugo admira los trucos de Sadini, pero pronto descubre que no son simples ilusiones. Isobel, la esposa de Sadini, persuade a Hugo de que Sadini ha vendido su alma al diablo y que sus poderes son reales. Deslumbrado por la belleza de Isobel, Hugo se deja convencer de que debe hacer algo para apoderarse del poder de Sadini y así liberarla de la maligna influencia de su esposo.

Robert Bloch - El aprendiz de brujo

El aprendiz de brujo

Robert Bloch
(Cuento completo)

Quisiera que apagaran las luces. Me hacen daño en los ojos.

No necesitan las luces, porque les diré todo lo que deseen saber. Voy a contárselo todo, todo. Pero apaguen las luces.

Y, por favor, no me miren. ¿Cómo puede un hombre pensar, con todos ustedes rodeándole y haciéndole preguntas, preguntas, preguntas…?

De acuerdo, estaré tranquilo. Estaré muy tranquilo. No quería gritar. No suelo perder la calma, de veras. Ustedes saben que nunca le hice daño a nadie.

Lo que ocurrió fue un accidente. Y ocurrió porque yo perdí el Poder.

Pero ustedes no saben lo del poder, ¿verdad? No saben nada acerca de Sadini y de su regalo.

No, no estoy inventando nada. Esta es la verdad, caballeros. Puedo demostrarlo, si me escuchan ustedes. Les contaré lo que ocurrió desde el principio.

Si quisieran apagar las luces…

Me llamo Hugo. No, sólo Hugo. Éste es el único nombre que me daban en la Casa. Viví en la Casa siempre, que yo pueda recordar, y las Hermanas fueron muy buenas conmigo. Los otros niños eran malos, no querían jugar conmigo, a causa de mi espalda y de mi bizquera, ¿saben? Pero las Hermanas eran buenas. No me llamaban «majareta» ni se burlaban de mí porque no podía recitar. Ni me perseguían para pegarme y hacerme llorar.

No, estoy perfectamente. Estaba contándoles lo de la Casa, pero no tiene importancia. Todo empezó después de mi fuga.

Verán, las Hermanas me dijeron que estaba haciéndome demasiado viejo. Querían llevarme a otro lugar, con un médico. Pero Fred —que era uno de los muchachos que no me pegaba— me dijo que no fuera con el médico. Dijo que el lugar al cual querían llevarme era malo, y que el médico era malo. En aquel lugar había habitaciones con rejas en las ventanas, y el médico me ataría a una mesa y me sacaría el cerebro. Fred me dijo que el médico quería operarme el cerebro, y que luego me moriría.

De modo que comprendí que las Hermanas creían también que yo estaba loco, y el médico vendría a buscarme al día siguiente. Por eso me escapé, saltando el muro, aquella misma noche.

Pero a ustedes no les interesa lo que ocurrió después de eso, ¿verdad? Me refiero a cuando vivía debajo del puente, y vendía periódicos, y en invierno pasaba tanto frío…

¿Sadini? Sí, forma parte de ello; del invierno y del frío, quiero decir. Porque fue el frío lo que me hizo desmayar en aquella avenida, detrás del teatro, y así fue como me encontró Sadini.

Recuerdo que la avenida estaba cubierta de nieve, y que de repente ya no vi nada. Luego, cuando me desperté, estaba en un lugar caliente, dentro del teatro, en los vestuarios, y había un ángel que me miraba.

Bueno, en aquel momento pensé que era un ángel. Tenía una cabellera larga y dorada, y cuando alargué la mano para tocarla, ella sonrió.

—¿Te sientes mejor? —me preguntó—. Toma, bébete esto.

Me dio algo bueno y caliente para beber. Yo estaba tendido sobre un diván, y ella sostenía mi cabeza mientras bebía.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —pregunté—. ¿Estoy muerto?

—Creí que lo estabas cuando Víctor te trajo. Pero creo que ahora estás perfectamente.

—¿Víctor?

—Víctor Sadini. No me digas que no has oído hablar del Gran Sadini.

Sacudí la cabeza.

—Es un mago. Ahora va a actuar. ¡Dios mío, esto me recuerda que tengo que cambiarme! —Cogió la taza y añadió—: Quédate aquí descansando hasta que yo vuelva.

Le sonreí. Me resultaba muy difícil hablar, porque a mi alrededor todo daba vueltas.

—¿Quién es usted? —susurré.

—Isobel.

—Isobel —repetí. Era un nombre muy bonito, y lo susurré una y otra vez hasta que me quedé dormido.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertarme… quiero decir, hasta que me desperté y noté que me encontraba perfectamente. Había estado sumido en una especie de duermevela, y a veces podía ver y oír durante unos momentos.

Una de las veces vi a un hombre alto, con el pelo negro y un gran bigote, inclinado sobre mí. Iba vestido de negro, y tenía los ojos negros. Pensé que tal vez era el diablo que había venido para llevarme con él al infierno. Las Hermanas solían hablarnos del diablo. Estaba tan asustado, que volví a desmayarme.

En otra ocasión pude oír unas voces que hablaban, y abrí los ojos y vi al hombre vestido de negro y a Isobel sentados en la habitación. Supongo que no sabían que yo estaba despierto, porque estaban hablando de mí.

—¿Cuánto tiempo crees que voy a aguantar esto, Vic? —estaba diciendo ella—. Estoy hasta la coronilla de hacer de enfermera de ese piojoso. ¿Qué te propones? No le conoces de nada…

—No podíamos dejarle morir como un perro en la nieve. —El hombre vestido de negro se había levantado y andaba de un lado para otro, tirándose de las puntas del bigote—. Sé razonable, querida. El pobre estaba muriéndose. Y no lleva nada encima que pueda identificarle. Está en un apuro, y necesita ayuda.

—¡Vaya con el samaritano! Hay hospitales y casas de beneficencia, ¿no es cierto? Si esperas que me pase el tiempo entre función y función cuidando a un sarnoso…

No podía comprender lo que ella quería decir, lo que estaba diciendo. Era tan hermosa… Sabía que tenía que ser buena, y que todo era un error. Tal vez estaba demasiado enfermo para oír bien.

Luego volví a quedarme dormido, y cuando desperté me sentí mejor, distinto, y supe que todo había sido un error. Porque ella estaba allí, y me sonreía de nuevo.

—¿Cómo estás? —me preguntó—. ¿Te sientes con ánimos para comer algo?

Sólo podía mirarla y sonreír. Llevaba una larga capa verde cubierta de estrellas plateadas, y en aquel momento me convencí de que era un ángel.

Luego entró el diablo.

—Ha recobrado el conocimiento, Vic —dijo Isobel.

El diablo me miró y sonrió.

—¡Hola, muchacho! Me alegro de que estés bien. Durante un par de días, no creí que gozáramos por mucho tiempo del placer de tu compañía.

Me limité a mirarle.

—¿Por qué me miras de ese modo? ¿Te asusta mi disfraz? Claro, ni siquiera sabes quién soy, ¿verdad? Me llamo Víctor Sadini. El Gran Sadini… ilusionista.

Isobel me miraba sonriendo, de modo que supuse que todo iba bien. Asentí.

—Me llamo Hugo —susurré—. Me salvó usted la vida, ¿verdad?

—Olvídalo, muchacho. Deja la conversación para más tarde. Ahora necesitamos comer algo y descansar. Has estado tendido en ese sofá tres días y tres noches. Y tienes que recuperar las fuerzas, porque el miércoles terminan las funciones aquí y tendremos que trasladarnos a Toledo.

El viernes terminaron las funciones y nos trasladamos a Toledo. Sí, yo también. Me había convertido en el nuevo ayudante de Sadini.

Esto fue antes de saber que Sadini era un servidor del diablo. Pensé que era un hombre bueno que me había salvado la vida. Se sentó en el sofá, a mi lado, y me lo explicó todo. Que se había dejado crecer el bigote, y se peinaba de aquel modo, y vestía de negro, porque un mago debía de tener aquel aspecto.

Hizo varios trucos para que los viera; trucos maravillosos con cartas y monedas y pañuelos que sacaba de mis orejas y agua de colores que sacaba de mis bolsillos. También podía hacer desaparecer las cosas, y me asusté mucho, hasta que me dijo que todo era un truco.

El ultimo día me permitió quedarme detrás del escenario, mientras él aparecía ante el público y hacía lo que llamaba su «actuación», y entonces vi cosas maravillosas.

Hizo que Isobel se tendiera sobre una mesa, y luego agitó una varita y ella flotó en el aire sin que nada la sostuviera. Luego la hizo ponerse en pie, y el público aplaudió mucho. Después, Isobel le fue entregando cosas para que él hiciera trucos con ellas, y él agitaba su varita mágica y las cosas desaparecían, estallaban o cambiaban. Hizo crecer un enorme árbol de una pequeña planta, ante mis propios ojos. Y luego metió a Isobel dentro de una caja, y unos hombres trajeron una gran sierra circular, y él dijo que iba a aserrar a Isobel por la mitad del cuerpo.

Estuve a punto de correr al escenario, para detenerle, pero Isobel no estaba asustada, y los hombres que estaban cerca de mí se reían mucho, de modo que supuse que se trataba de otro truco.

Pero cuando enchufó la sierra, que era una sierra eléctrica, y empezó a aserrar la caja, todo mi cuerpo quedó empapado en sudor, porque pude ver que estaba partiendo a Isobel por la mitad. Pero ella seguía sonriendo, señal de que no estaba muerta…

Luego, Sadini la cubrió con un paño, apartó la sierra, agitó su varita mágica… y un segundo después Isobel estaba en pie, toda entera. Era la cosa más maravillosa que había visto en toda mi vida, y creo que aquel espectáculo fue lo que me decidió a quedarme con Sadini.

De modo que hablé con él, diciéndole quién era, y que no tenía ningún lugar adónde ir, y que trabajaría para él por nada, en agradecimiento a que me había salvado la vida. Lo que no le dije era que quería ir con él para poder ver a Isobel, porque sospeché que no le gustaría. Y creo que tampoco a ella le hubiera gustado. Me había enterado de que estaba casada con Sadini.

Lo que le dije no tenía mucho sentido, pero él pareció comprenderlo.

—Tal vez puedas serme útil —dijo—. Necesito a alguien que cuide del material. Eso me ahorraría mucho tiempo. Además, podrías montar y desmontar los aparatos…

Ixnay —dijo Isobel—. Utsnay.

Sadini la comprendió, pero yo no entendí nada. Tal vez era un lenguaje mágico.

—Hugo lo hará bien —dijo Sadini—. Necesito a alguien, Isobel. Alguien de quien pueda fiarme, ¿comprendes?

—Escucha, este…

—Tómalo con calma, Isobel.

Isobel estaba muy enojada, pero cuando su marido la miró disimuló y trató de sonreír.

—De acuerdo, Vic. Lo que tú digas. Pero recuerda que has sido tú el que has tomado la decisión.

—Desde luego. —Sadini se acercó a mí—. Bueno, muchacho —dijo—. Desde este momento eres mi ayudante.

Así ocurrió.

Las cosas transcurrieron bien durante mucho tiempo. Fuimos a Toledo, y a Detroit, y a Indianápolis, y a Chicago, y a Milwaukee, y a St. Paul… a un montón de lugares. Aunque para mí eran todos iguales. Viajábamos en tren, y luego Sadini e Isobel se iban a un hotel, y yo me quedaba descargando los aparatos. (Ése era el nombre que Sadini daba a las cosas que utilizaba en su espectáculo). Después ayudaba a trasladarlos al teatro, en un camión.

Dormía en el mismo teatro, casi siempre en el camerino destinado a Sadini, y comía con Sadini y con Isobel. Aunque no siempre con Isobel. Le gustaba quedarse durmiendo hasta muy tarde en el hotel, y creo que estaba avergonzada de mí, al principio. Con mi aspecto, no puedo reprochárselo.

Desde luego, al cabo de una temporada Sadini me compró un traje nuevo. Sadini era muy bueno conmigo. Hablaba mucho de sus trucos y de su actuación, y siempre hablaba de Isobel. No comprendía cómo era posible que un hombre tan bueno como él dijera aquellas cosas de su esposa.

Aunque Isobel no parecía simpatizar conmigo, yo sabía que era un ángel. Era tan hermosa como los ángeles que había en los libros que las Hermanas me enseñaban. Desde luego, Isobel no podía estar interesada en unas personas tan feas como yo o como el propio Sadini, con sus ojos negros y su negro bigote. No comprendo cómo se casó con él, pudiendo haberlo hecho con hombres tan guapos como George Wallace, por ejemplo.

Isobel veía a George Wallace continuamente, ya que él tenía un pequeño número en el mismo espectáculo con el que viajábamos nosotros. Era alto, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y era cantante y bailarín. Isobel solía permanecer entre bastidores (así es como llaman a las partes laterales del escenario) cuando él actuaba. A veces hablaban animadamente y se reían mucho, y en cierta ocasión, cuando Isobel dijo que iba a marcharse al hotel porque le dolía la cabeza, vi que se metía en el camerino de George Wallace.

Tal vez no debí contarle eso a Sadini, pero se me escapó antes de que pudiera evitarlo. Se puso muy furioso, me hizo muchas preguntas, y luego me dijo que mantuviera la boca cerrada y los ojos abiertos.

Ahora comprendo que hice mal al decirle que sí, pero en aquel momento sólo pensaba que Sadini había sido bueno conmigo. De modo que me dediqué a espiar a Isobel y a George Wallace; y un día, cuando Sadini estaba ausente, entre dos funciones, les vi entrar de nuevo en el camerino de Wallace. Me acerqué de puntillas a la puerta y miré a través del ojo de la cerradura. No había nadie por allí, y nadie pudo verme enrojecer.

Porque Isobel estaba besando a George Wallace y él estaba diciendo:

—Vamos, querida… no discutamos más. Cuando termine el espectáculo, nos marcharemos juntos. Nos dirigiremos a la costa, y…

—¡Deja de decir tonterías! —Isobel parecía estar furiosa—. No me desagradas, Georgie, ya lo sabes, pero sé lo que me conviene. Vic es cabecera de cartel; gana mil dólares por semana, en tanto que tú no eres más que un telonero. Y el negocio es el negocio, querido.

—¡Vic! —exclamó George Wallace sarcásticamente—. ¿Qué es lo que tiene, a fin de cuentas? Un camión lleno de aparatos, y un bigote. Cualquiera puede hacer un número de ilusionismo… Yo mismo lo haría, si tuviera el dinero para comprar los aparatos. Tú conoces todos sus trucos. Podríamos formar pareja y presentar nuestro propio espectáculo. El Gran Wallace y Compañía… ¿Qué tal suena?

—¡Georgie!

Lo dijo con tanta rapidez y se movió tan aprisa, que no tuve tiempo de marcharme. Isobel abrió la puerta… y allí estaba yo.

—¿Qué diablos…?

George Wallace asomó detrás de Isobel, y al verme levantó amenazadoramente una mano, pero ella le cogió del brazo.

—¡Quieto! —le dijo—. Yo arreglaré esto. —Luego me dirigió una sonrisa, y comprendí que no estaba enfadada—. Vamos abajo, Hugo —me dijo—. Tú y yo tenemos que hablar un poco.

Nunca olvidaré aquella conversación.

Nos sentamos en el camerino, Isobel y yo, completamente solos. Isobel me cogió la mano —tenía unas manos muy finas y muy suaves—, y me miró a los ojos, y habló con su cantarina voz, que era como estrellas y rayos de sol.

—De modo que lo has descubierto —me dijo—. Esto significa que tendré que contártelo todo. No… no deseaba que lo supieras, Hugo. Nunca. Pero temo que ahora no me queda otro camino.

Asentí. No me atrevía a mirarla; de modo que me limité a mirar el tocador. Allí estaba la varita de Sadini… su larga varita negra con el puño dorado.

—Sí, es cierto, Hugo. George Wallace y yo estamos enamorados. Quiere que me marche con él.

—Pe… pero Sadini es un hombre muy bueno —le dije—. Aunque tenga ese aspecto.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, la primera vez que le vi, pensé que era el diablo, pero ahora…

Noté que Isobel contenía la respiración.

—¿Pensaste que parecía el diablo, Hugo?

Me eché a reír.

—Sí. Verá, las Hermanas decían que yo no era muy listo, y querían operarme de la cabeza porque no comprendía las cosas. Pero estoy perfectamente. Usted lo sabe. Pensé que Sadini podía ser el diablo, hasta que él me dijo que todo era un truco. Que no tenía ninguna varita mágica, y que no la aserraba a usted por la mitad…

—¡Y tú lo creíste!

La miré. Estaba sentada con el cuerpo muy erguido, y sus ojos brillaban intensamente.

—¡Oh, Hugo! Si lo supieras… A mí me pasó lo mismo, ¿sabes? Al principio de conocerle, confiaba en él. Y ahora soy su esclava. Por eso no puedo escaparme, porque soy su esclava. Del mismo modo que él es esclavo… del diablo.

Debí poner una cara muy rara, porque Isobel me contempló con expresión divertida mientras continuaba:

—No sabías esto, ¿verdad? Le creíste cuando te dijo que todo eran trucos, y que el aserrarme por la mitad en el escenario no era más que una ilusión, provocada por medio de un juego de espejos…

—Pero él utiliza espejos —dije—. Lo sé, porque cada vez tengo que cargarlos y descargarlos.

—Sólo sirven para engañar a los tramoyistas —dijo Isobel—. Si supieran que Sadini es realmente un brujo, lo harían encerrar. ¿No te hablaron las Hermanas del diablo y de venderle el alma?

—Sí, había oído contar algunas historias, pero pensé…

—Me crees, ¿verdad, Hugo? —Me cogió de nuevo la mano y me miró fijamente—. Cuando Sadini me levanta en el aire, en pleno escenario, es brujería. Una palabra, y yo caería muerta. Cuando me parte por la mitad, es real. Por eso no puedo escaparme, por eso soy su esclava.

—Entonces, la varita mágica que utiliza para hacer los trucos debió de dársela el diablo…

Isobel asintió, mirándome.

Miré la varita. Brillaba sobre el tocador, y los cabellos de Isobel brillaban, y sus ojos brillaban.

—¿Por qué no puedo robar la varita? —pregunté.

Isobel sacudió la cabeza.

—No serviría de nada. No serviría de nada… mientras Sadini esté vivo.

—Mientras Sadini esté vivo —repetí.

—Pero si a Sadini le pasara… ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme! Sólo hay un medio, y no sería un pecado, porque Sadini ha vendido su alma al diablo. ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme, me ayudarás…!

Isobel me besó.

Isobel me besó. Sí, rodeó mi cuello con sus brazos, y sus dorados cabellos me acariciaron el rostro, y sus labios eran suaves, y sus ojos eran como estrellas, y me dijo lo que tenía que hacer, y cómo tenía que hacerlo, y que no sería un pecado, porque Sadini le había vendido su alma al diablo, y que nadie lo sabría nunca.

De modo que le dije que sí, que lo haría.

Isobel me dijo cómo tenía que hacerlo.

Y me hizo prometer que nunca se lo contaría a nadie, sucediera lo que sucediera, incluso si las cosas salían mal y empezaban a hacerme preguntas.

Se lo prometí.

Y luego esperé. Esperé que Sadini regresara al camerino, después de la función. Isobel se marchó, y le dijo a Sadini que se quedara conmigo y me ayudara a empaquetar las cosas, porque yo estaba enfermo, y él dijo que lo haría. Todo iba saliendo tal como Isobel me había dicho.

Empezamos a empaquetar las cosas, y en el teatro no había nadie más que el portero, y estaba abajo, en el cuartito que daba a la avenida. Mientras Sadini continuaba empaquetando salí al vestíbulo, y vi que todo estaba oscuro y silencioso.

Luego entré de nuevo en el camerino y vi que Sadini se disponía a llevarse algunos de sus aparatos.

No había tocado la varita mágica. Seguía sobre el tocador, y deseé cogerla y sentir la magia del Poder que el diablo le había dado a Sadini.

Pero ahora no tenía tiempo para eso. Porque debía aprovechar el momento en que Sadini, cargado, me diera la espalda, para acercarme a él por detrás, sacar el trozo de tubo de hierro de mi bolsillo, y golpear a Sadini en la cabeza.

Le golpeé una vez, dos veces, tres veces…

Se oyó un crujido de huesos rotos antes de que Sadini se desplomara.

Ahora, lo único que tenía que hacer era arrastrarle fuera y…

En aquel momento se oyó otro ruido.

Alguien llamó a la puerta.

Alguien manipuló en el tirador de la puerta mientras yo arrastraba el cadáver de Sadini a un rincón y trataba de encontrar un lugar donde ocultarle. Pero fue inútil. Se repitió la llamada, y oí una voz que gritaba:

—¡Abre, Hugo! ¡Sé que estás ahí!

De modo que abrí la puerta, ocultando el trozo de tubo detrás de mi espalda. Entró George Wallace.

Pensé que estaba borracho. De todos modos, al principio no pareció ver a Sadini tendido en el suelo. Se limitó a mirarme y a agitar sus brazos.

—Quiero hablar contigo, Hugo. —Estaba borracho, desde luego: apestaba a alcohol—. Isobel me lo ha contado todo —susurró—. Me ha dicho lo que iba a pasar. Trató de emborracharme, pero yo soy más listo que ella. Me escapé. Quería hablar contigo antes de que hicieras alguna tontería.

»Isobel me lo ha contado todo. Te ha tendido una trampa. Tú matas a Sadini, ella te denuncia a la policía, y como todo el mundo cree que estás… bueno, un poco mal de la cabeza… Y cuando cuentes esa historia acerca del diablo, se convencerán de que estás loco y te encerrarán. Entonces, Isobel quiere que nos fuguemos, ella y yo, para montar el número por nuestra cuenta. Y he venido a avisarte, antes de…

Entonces vio a Sadini. Se quedó helado, con la boca abierta. Esto me permitió acercarme a él por detrás y golpearle con el tubo de hierro; golpearle, y golpearle, y golpearle.

Porque sabía que mentía, que estaba mintiendo acerca de Isobel. El que quería fugarse con ella era el propio George, pero yo lo impediría. Lo había impedido ya, en realidad. Lo que realmente deseaba George era la varita del Poder, la varita del diablo. Y la varita era mía.

Me acerqué al tocador y la cogí. Mientras contemplaba el brillante puño, sentí el Poder que se deslizaba a lo largo de mi brazo. La tenía aún en la mano cuando entró Isobel.

Debió de seguir a George, pero había llegado demasiado tarde. Se dio cuenta al verle tendido en el suelo, con su nuca riendo como una gran boca roja.

Antes de que pudiera explicarle nada, Isobel se desplomó. Se había desmayado.

Me quedé en pie en el centro del camerino, empuñando la varita del Poder, contemplando a Isobel y sintiendo una gran tristeza. Tristeza por Sadini, que estaba ardiendo en el infierno. Tristeza por George Wallace, porque había venido aquí. Tristeza por Isobel, porque todos los planes habían salido mal.

Luego miré la varita, y tuve una maravillosa idea. Sadini estaba muerto, y George estaba muerto, pero Isobel me tenía aún a mí. No me tenía miedo… incluso me había besado.

Y yo tenía la varita, que era el secreto de la magia. Ahora, mientras Isobel estaba dormida, podría comprobar si era cierto. Y cuando Isobel se despertara, recibiría una gran sorpresa. Le diría: «Tenía usted razón, Isobel. La varita funciona. Y, a partir de ahora, usted y yo haremos el número. Tengo la varita, de modo que no tiene que temer nada. Puedo hacerlo. Lo hice ya cuando usted dormía».

Cogí a Isobel en mis brazos y la llevé al escenario. Luego llevé también los aparatos allí. Incluso encendí el foco, porque sabía dónde estaba. Resultaba muy divertido estar allí completamente solo, saludando a un patio de butacas oscuro y vacío.

Pero yo llevaba la capa de Sadini, y con la varita mágica en la mano me sentía como un hombre nuevo: como Hugo el Grande.

Y yo era Hugo el Grande.

Aquella noche, en el teatro vacío, fui Hugo el Grande. Sabía lo que tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo. No había ningún tramoyista, de modo que no necesitaba molestarme en colocar los espejos. Metí a Isobel en la caja, pulsé el interruptor que ponía en marcha la sierra. Cuando la acerqué a la caja, la hoja no pareció girar con tanta rapidez como antes, pero seguía funcionando.

La hoja avanzó y avanzó, y luego Isobel abrió los ojos y gritó, pero yo le mostré la varita mágica para tranquilizarla. Isobel continuó gritando y gritando, hasta que el chirrido de la sierra ahogó su voz y la hoja traspasó la caja de parte a parte.

El acero estaba rojo. Goteaba un líquido rojo.

Al verlo me entró una especie de mareo, de modo que cerré los ojos y agité la varita mágica del Poder muy rápidamente.

Luego volví a abrir los ojos.

Todo estaba… igual.

Agité la varita de nuevo.

No ocurrió nada.

Algo había fallado. Entonces fue cuando supe que algo había fallado.

Luego empecé a gritar, y el portero terminó por oír los gritos y llegó corriendo, y luego llegaron ustedes y me trajeron aquí.

De modo que, como pueden ver, sólo fue un accidente. La varita no funcionó. Tal vez el diablo se llevó el poder cuando murió Sadini. No lo sé. Lo único que sé es que estoy muy cansado.

¿Quieren apagar las luces ahora, por favor?

Tengo mucho sueño…

Robert Bloch - El aprendiz de brujo
  • Autor: Robert Bloch
  • Título: El aprendiz de brujo
  • Título Original: The Sorcerer’s Apprentice
  • Publicado en: Weird Tales, enero de 1949
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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