Robert Bloch: El ojo hambriento

Robert Bloch - El ojo hambriento

Sinopsis: «El ojo hambriento» (The Hungry Eye) es un cuento de Robert Bloch publicado en mayo de 1959 en la revista Fantastic. La historia comienza en las calles de Chicago, cuando un hombre llamado Dave Larson se encuentra por azar con su hermano George, al que no veía desde hacía años. Al intentar hablar con él, George huye aterrorizado. Poco después, Dave descubre que su hermano está vinculado a un asesinato relacionado con una antigua colección de arte. A medida que avanza la narración, el protagonista se ve arrastrado a una espiral de horror ancestral ligada a una joya de origen incierto, cuya presencia despierta impulsos violentos y revela verdades que desafían toda lógica.

Robert Bloch - El ojo hambriento

El ojo hambriento

Robert Bloch
(Cuento completo)

Hay un antiguo adagio en Chicago que dice: “Si puedes estar en la esquina de las calles Madison y State el tiempo suficiente, verás a todo el mundo pasar por allí”. Un poco exagerado, pero así reza.

Yo llevo ya bastante tiempo en Chicago, aunque no he podido comprobar la veracidad de tal afirmación; y hoy no tenía la intención de comprobarlo tampoco. Pero en realidad, tampoco estaba en la esquina, sino a media manzana de distancia, camino de la boca del “metro”, cuando lo vi. Sólo de perfil, apenas una fracción de segundo, con su inconfundible nariz rota siluetada por un escaparate. A pesar de los cinco años transcurridos, lo reconocí inmediatamente. No es posible olvidarse del rostro de un hermano, aunque el cielo es testigo que en los últimos tiempos lo he intentado de veras.

Por un momento, me sentí tentado a marcharme sin hablarle. Pero había algo en la forma como corría con la cabeza agachada, que exigía una explicación. Antes de darme cuenta, le grité:

—¡George! ¡George, soy yo!

Podría jurar que vi una mirada de pánico en su semblante, y no era que estuviera horrorizado por mi gramática. Se volvió, me miró, me reconoció y se llevó una mano a la boca. Y echó a correr. Corrió por la calle State como un poseso.

Claro que ésta no es la palabra exacta que debía haber escrito. Nadie emplea una frase como “un hombre poseso”. “Poseso… poseído…” ¿Poseído por qué? No hay demonios en el siglo XX. No hay demonios ni espíritus del mal. Vivimos en una época ilustrada, en un mundo sano y material, lleno de cámaras de gas, de incineradores humanos, de matanzas en masa, de instrumentos de tortura y bombas de hidrógeno. Pero todo tiene una explicación lógica, y la crueldad del hombre, así como la falta de humanidad hacia el prójimo no se basa en la posesión demoníaca.

Por lo tanto, mi hermano George, fuese cual fuese su problema, no estaba “poseído”. Sólo era un majadero, hablando con lenguaje vulgar. Y si corría de aquella manera era sencillamente porque estaba enfermo, enfermo, enfermo.

“Enfermo, enfermo, enfermo.” Por un instante pensé en seguirlo, pero la muchedumbre era demasiado numerosa. Además, ¿por qué tenía yo que molestarme? No lo había visto desde cinco años atrás, y cuando lo dejé pareció encantado de ello. Era obvio, fuese cual fuese su preocupación actual, que ahora no quería verme. Me sorprendía haberlo encontrado en Chicago, ya que nos habíamos separado en Boston. En una ciudad de cuatro millones de habitantes, habían muy pocas probabilidades de encontrarnos de nuevo; si él quería buscarme podía hacerlo. Hallaría mi nombre en los periódicos, en los anuncios de espectáculos. Que viniese al club y asistiese a mi representación.

Cada noche actuaba, ejecutando mi número, en el club. Éste estaba situado en North Clark, como otros muchos esparcidos por todo el país, y mi actuación era como tantas otras. Cada semana hay que leer la revista The Reporter, y luego retener en la memoria los chistes publicados. Se hacen chistes de Johnson, de los “sputniks”, de la General Motors, del jazz actual, de Zsa Zsa Gabor, del G.L. de los coches deportivos, de la televisión y si el auditorio lo acepta, pueden hacerse chistes de Zen. La vieja rutina anti-“beatnik”, que es lo que ahora se lleva. Y particularmente, claro está, chistes de moda. Ya han pasado aquellos tiempos en que Will Rogers hacía reír hablando de sus visitas al Congreso. Hoy todos los cómicos tienen que contar que han ido a visitar al psiquiatra, cuando menos. Los chistes de enfermos tienen un gran éxito.

Yo jamás he visitado a uno de esos tipos que se dedican a reducir cabezas, pero debe de haberlos. Porque odio mi rutina. Y odio al público, tan sofisticado, tan seguro de sí mismo, nervioso, no conformista, superior, de alma libre e irresponsable; deseando sólo satisfacer sus caprichos. Caprichos de beber, drogarse y disfrutar, esquivando las consecuencias de sus actos; en una palabra, los mismos caprichos que podrían hallarse en una partida de conductores de camión. La única diferencia está en favor de los últimos, que al menos no pretenden ser racionales. No esperan que nadie escriba libros proclamando que sus faltas en materia de circulación eran realmente la expresión espiritual de una sensibilidad interior en busca de la verdad.

Odiaba mi rutina, sin error posible. Pero era mi forma de vivir. Gracias a la cual obtenía dos billetes semanales… y tenía a Lucy.

Llevábamos ya cuatro meses de casados, viviendo en un apartamento no muy lejos del club. Era un piso, anticuado, con muebles Kroehler y había una reproducción de Audubon en la pared. No era una vivienda de estas donde tienes que sentarte en el suelo y tocar los bongos.

Lucy no era del tipo “beatnik”, y por esto la adoraba. Poseía el título de secretaria y trabajaba en la U. de C. cuando la conocí. Ahora trabajaba en una firma de abogados del Loop. Cuando llegaba a casa guisaba la cena, con un delantal en torno a su cintura, en vez de comenzar a abrir latas de conserva, luciendo unos leotardos sucios.

Estaba ansioso por estar con ella en casa. En el trayecto del “metro” me olvidé de mi hermano George. Era uno de ellos, un “beatnik”. Naturalmente, de haber nacido unos años antes, se habría justificado asegurando que pertenecía a la generación “beat”. No tuvo la suerte de nacer cuando danzaban por doquier las etiquetas de justificación. En “su” época, la gente como George era identificada sencillamente como unos egoístas y bribones. Si mentían, robaban o estafaban, si contraían deudas y se comportaban como unos granujas, y si eran arrojados de la ciudad cuando el padre de una chica empezaba a alborotar, adquirían muy mala reputación. Y si uno los quería, si trataba de ayudarlos, si procuraba sacarlos de todos los líos y procuraba inculcar un poco de sentido común en sus cerebros, uno lanzaba un profundo suspiro de alivio cuando finalmente se largaban a seguir su vida.

Ahora también suspiré y dirigí mis pensamientos a Lucy. Estaría ya en casa, aguardándome.

Así era. Me abrazó cuando llegué y yo me olvidé de todo, de mis tontas ideas moralizadoras y de todas mis preocupaciones. Hasta que ella se apartó y me dio el diario.

—Aquí, querido. Lee esto.

“Esto” era una sola columna de la primera página, y mis ojos la recorrieron apresuradamente. Lucy tenía la costumbre de hacerme leer noticias o artículos que podían inspirarme un chiste; pero yo no me encontraba de humor para descubrir el menor chispazo humorístico en aquella noticia.

Aquella mañana se había cometido un asesinato en los sótanos de la antigua residencia Harvey, en el South Side. El difunto Chandler Harvey era un gran coleccionista de arte oriental que había legado sus adquisiciones al Instituto de Arte de Chicago. Tras haber notificado el notario la última voluntad de su cliente, el Instituto había enviado a dos guardas a catalogar y empaquetar la colección bajo la supervisión del especialista de arte doctor Wilmer Shotwell. Los dos hombres examinaron el sótano mientras esperaban la llegada de éste. Sería aproximadamente las doce y cuarto, cuando Shotwell descubrió el cuerpo de uno de ellos, Raymond Price, de 41 años, que habitaba en el 2319 de la avenida Sunview. Aparentemente había sido asesinado con un poderoso golpe propinado en la cabeza por una pesada figura de piedra. La policía estaba buscando al otro guarda, George Larson, de 33 años…

“Mi hermano, George”, pensé.

Lucy me miró.

—Entonces, yo tenía razón —murmuró.

—Sí.

—Naturalmente, no es un nombre muy raro. Puede tratarse de otro George Larson.

Suspiré.

—¡Ojalá! Pero no es así.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque lo he visto hace menos de una hora. En la calle State, y cuando me reconoció, ha echado a correr.

—¡Oh, Dave! ¿Qué haremos?

Me encogí de hombros.

—¿Qué podemos hacer? No sé dónde está ahora… Seguramente, no en el hotel que dice el periódico. Tal vez haya salido de la ciudad. Eso espero.

—¿A pesar de cuanto te hizo? —yo le había contado a Lucy todo lo referente a George.

—Sí. Esto ya está olvidado. Además, no estoy seguro de que sea culpable.

—Pero el periódico dice…

—Sé lo que dice el periódico y lo que dice la policía. Han encontrado un cadáver, George ha desaparecido, y ellos han sacado unas conclusiones. Pero George es mi hermano. Lo conozco bien. Es un bribón, un canalla, y no puedes confiarle ni la cartera ni la mujer. Pero no es ningún asesino… no siente ansias de matar a nadie. No hay violencia en George.

—¿Cómo lo sabes? —Lucy me colocó sus manos en mis hombros—. ¿Cómo sabes lo que impulsa a un hombre al asesinato?

—Realmente, no lo sé. Pero no me imagino a George matando a nadie.

—A pesar de todo, lo quieres, ¿verdad?

Arrugué el periódico.

—¡Maldito sea, si al menos se hubiese parado cuando lo llamé!

—Estás alterado. Tal vez deberías llamar al club y decirles que no puedes ir a trabajar esta noche.

Meneé la cabeza.

—¿De qué serviría? Hasta que obtengamos más datos, es mejor que nos olvidemos de todo. No figuramos en la guía telefónica, de modo que no hay probabilidad de que George venga aquí. Y dudo de que la policía sepa que es hermano mío. De modo que sigue adelante con tu clase nocturna y yo iré al club. Como suele decirse, el espectáculo debe continuar.

Y continuó, en el club, a las diez. Estaba sujetando el micrófono con la mano cuando apareció George. Llevaba el mismo traje que aquella tarde, pero con el cuello de la camisa abierto y sin corbata. El pelo le colgaba por la frente. Estaba borracho.

No, no era el cuello abierto ni la falta de la corbata, lo que daba tal seguridad. Fue la forma como tropezó contra la mesa del rincón más alejado y comenzó a hablarle a su panda rojo.

Sí, llevaba un panda colorado, de los que suelen ganarse en los parques de atracciones. Y quizá ésta había sido la idea de George. No quería ser cogido ni vivo ni muerto, y para ello lo mejor era desaparecer entre la multitud. Pero estaba nervioso y comenzó a beber, y cuando ya tuvo bastante licor entre pecho y espalda recordó que necesitaba ayuda. Entonces, recordó haber visto mi nombre en los carteles del club y aquí estaba.

Fui hacia él, tan pronto como pude concluir mi número. Estaba en su rincón musitándole necedades a su panda. Una cosa estúpida… ¿o no? Parecía un simple borracho, y tal vez sólo fuese una hábil farsa, empleando aquel panda como protección. Tenía que concederle una cualidad a George: bebido o sobrio, siempre era un tipo listo.

Sólo que ahora no lo parecía. Más bien asustado.

—¡Davie, chico! ¡Qué alegría de verte!

Me senté.

—Pues no lo pareció esta tarde, en la calle State.

—Tenía prisa.

—Lo sé. He leído el periódico.

—Pero no entiendes…

—¡Maldito sea lo que no entiendo!

—Tengo que hablar contigo a solas, Dave. He de decirte algo, y necesito tu ayuda. Jamás me había visto en un barullo tan tremendo.

—¿Te refieres al guarda?

Miró a su alrededor, inclinando luego la cabeza.

—No, no es esto. El guarda no importa. Hay algo más. Algo peor. Algo…

—Calla —lo atajé—. No podemos hablar aquí, y ahora no puedo marcharme. A las doce pasamos el último show. Después la orquesta toca ininterrumpidamente. Quédate por aquí hasta entonces y saldremos juntos.

—Pero no puedo aguardar tanto —me asió del brazo—. Dave, no debo estar solo. ¿No lo entiendes? A menos que hable con alguien, muy pronto… sí, muy pronto me volveré loco.

—Habla con tu amiguito —le corté, indicando al panda—. Toma otra copa. Pero espérame. Volveré tan pronto como pueda.

Sus ojos sin ninguna expresión se posaron en los botones del panda, también vacuo de expresión. Mientras contemplaba aquel muñeco, yo me alejé de la mesa. No mentía. Sí, estaba a punto de enloquecer. De volarse la cabeza, de trepar por los muros…

Vi a Sara por el rabillo del ojo, que iba hacia el mostrador. La voluminosa Sara, con su cuerpo que protuberaba por todas partes. Ésta era la historia de su vida… siempre protuberaba por todas partes… pero siempre por las partes más indicadas. Llevaba unos pendientes de cobre que se hermanaban con el tono de su cabello, y estuve seguro de que los había confeccionado ella misma. Porque Sara era una artista y le gustaba ejecutar primores. Incluyendo también escenas desagradables y la colección de hombres guapos. A veces, cuando estaba un poco bebida, también los buscaba feos.

Pero Sara era una artista y tenía ojos de artista. En aquel momento los tenía un poco inyectados en sangre, pero parecía haber descubierto el panda colorado. Se aproximó a mi hermano y empezó a hablar con él. Cuando terminé mi actuación y volví a la mesa, Sara estaba sentada junto a George. Durante el transcurso de mi siguiente actuación, la camarera sirvió más bebidas. Sara le estaba dando todo un tratamiento a mi hermano.

Bien, tal vez esto fuese lo mejor. Al menos, entretendría a mi hermano hasta que yo terminase. Ella sabía reír y esto era lo que él necesitaba. Pero me hubiese gustado que estuviesen un poco más serenos. La camarera volvió a la mesa con más bebidas… dobles.

Yo quería acortar mi actuación, pero el público celebraba todas mis agudezas, y vi a Paul, el gerente, a un lado. Me sonrió y yo a él. Necesitaba a Paul. Era el tipo que podía sacarme de aquella trampa… llevándome a un sitio más tranquilo, tal vez por el centro. Por lo tanto, no era la mejor ocasión para ofenderlo. Tenía que actuar como siempre.

Pero Sara y George también actuaban. Vi como la camarera volvía a aproximarse a la mesa. Estaban brindando por el panda. Sara lo sostenía en su falda. Le dijo algo a George y se echó a reír.

Saludé al público… y me dirigí a la mesa de mi hermano… o a lo que había sido su mesa. Pero George ya no estaba allí. Él y Sara y el panda se habían esfumado. No necesité efectuar un curso de detectivismo por correspondencia para imaginarme dónde estaban. Sara tenía un estudio en la misma calle. El lugar ideal para un mènage à trois. Tal vez estuviese enamorada del panda.

De haber podido marcharme, no habría pasado nada. Pero no podía irme. Dentro de cuarenta minutos había otro show. El último. Después, podría marcharme. George todavía estaría en casa de Sara, si yo conocía a la joven. Y George, además, no se hallaba en condiciones de ofrecer mucha resistencia.

Tal vez esto sería lo mejor; al menos estaría fuera de la circulación. Pero yo no lo estaría, hasta el final del espectáculo. Y mientras tanto, necesitaba un trago.

Me dirigí al mostrador, buscando con la vista a Paul. El gerente estaba de pie en uno de los extremos, cerca de la puerta, conversando con un tipo alto, de cabellos grises, que acababa de entrar. Lo saludé, y me contestó. Luego se volvió hacia su interlocutor y le dijo algo. Entonces, me sorprendió ver que aquel sujeto se dirigía hacia mí. Se detuvo a mi lado.

—¿El señor Larson…?

—¿Sí?

—Soy el doctor Shotwell.

“Shotwell”. ¿Dónde había oído el nombre? Lo recordé: en la crónica del periódico. Wilmer Shotwell, el experto en arte a cargo de la colección Harvey. Mi hermano y el otro guarda lo estaban esperando cuando se cometió el asesinato. Debía conocer a George. Y me había encontrado a mí. ¿Creía que George estaba aún en el club? ¿Había observado Paul como yo hablaba con mi hermano?

Tenía que correr el riesgo. Y en un caso semejante, el ataque es la mejor defensa.

—Sí, leí su nombre en el diario de esta noche. ¿Todavía no han hallado a mi hermano?

—Esperaba que usted pudiera contestar a esta pregunta, señor Larson.

—Mi hermano y yo llevamos separados más de cinco años. Hasta no he sabido que se hallaba en Chicago —hice una pausa mas sin dejarle hablar—. ¿Cómo sabe que es mi hermano?

—Efectué unas investigaciones. Por lo visto dio su nombre como referencia cuando solicitó el empleo de guarda temporal en el Instituto, hace varios meses.

Si Shotwell había realizado unas investigaciones, ello significaba que la policía también las había hecho. Tal vez era preferible que George estuviese con Sara. De esta forma nos evitábamos muchas explicaciones.

—No me lo dijo nunca —repliqué—. Temo no poder ayudarlo.

—No es éste el motivo de mi presencia aquí —repuso el doctor Shotwell—. Quería avisarle.

—¿Respecto a George? No es peligroso. En realidad, no creo lo que dicen los periódicos. No creo que haya matado a aquel desgraciado.

—Yo sí. Y es muy posible que vuelva a matar.

—¿Pero por qué? ¿Porque tal vez discutió con su compañero en aquel sótano, y en un acceso de rabia lo…?

El doctor Shotwell sacudió la cabeza.

—Esto es lo que cree la policía. Yo sé que están equivocados, pero no hice el menor esfuerzo por corregirlos. Es mejor que ignoren los hechos.

—¿Cuáles son?

—Señor Larson, yo conocía muy bien al difunto Chandler Harvey. Era un insaciable coleccionista d’objets d’art, y “curiosidades”. Los adquiría en las subastas, se los compraba a los comerciantes, a través de agentes, y se gastó una fortuna en muchas rarezas. Como experto en arte, yo he ayudado a catalogar sólo una pequeña parte de sus tesoros, porque esto es lo que tales objetos eran para él. Coleccionar puede ser una forma de monomanía, particularmente en el caso de un hombre acaudalado, que llega al punto de no saber lo que desea. Esto era verdad en el caso de Harvey. Literalmente, no conocía la extensión de sus pertenencias. Bajorrelieves, porcelanas, lozas, esculturas, joyas de todo el mundo y de fuera de él.

—¿Fuera de él?

Shotwell se inclinó más hacia mí.

—¿Sabe algo de meteoritos?

—Un poco.

—Bueno, no le daré una conferencia. Pero permítame afirmarle que tengo motivos para creer que existen todavía muchos fenómenos, todavía no explicados, respecto a estas partículas procedentes del espacio. Por ejemplo, las australitas que parecen caer preferentemente en ciertas zonas de la superficie terrestre, como si fuesen enviadas a las mismas. O como si estuviesen buscando…

—¿Buscando? Habla de ellas como si estuviesen vivas.

—¿Tan imposible es creer que haya otra forma de vida, aparte de la animal y la vegetal en el universo? ¿Cuál es la diferencia entre vida y existencia? ¿Qué leyes gobiernan sus normas? ¿Cómo podemos reconocer la vida cuando la vemos? Hay seres vivos cuyos esqueletos crecen fuera del cuerpo, existe el misterio de la reencarnación y la metamorfosis, que conduce de la larva a la mariposa. ¿Qué provoca la regeneración de las uñas? ¿Cómo explicar el crecimiento de un solo pelo del cuerpo humano? ¿Cuál es el común denominador de una hoja de hierba y un pino gigante de California? —Shotwell hizo una pausa y sonrió—. Pero dije que no pronunciaría una conferencia. Lo que deseo decirle es que creo que entre la colección de rarezas de Harvey había un meteorito muy extraño… un objeto antiguo, semejante a una joya, que en cierto sentido está vivo. Y creo que su hermano lo halló hoy.

—¿Intenta decirme que lo confundió con una joya, que el otro guarda lo sorprendió robándolo y que entonces lo asesinó?

—Tal vez.

—Entonces, ¿por qué ha venido a verme? ¿Por qué no informa a la policía?

—Porque no me creerían. Ni adoptarían las precauciones adecuadas con el meteorito si lo recobrasen.

—¿Precauciones?

Shotwell suspiró.

—Usted habrá oído hablar de piedras preciosas que acarrean maldiciones consigo, sembrando la muerte y la violencia a su paso. ¿Tiene algún conocimiento de los ídolos de los templos ante cuyos ojos, que siempre son joyas preciosas, se realizan sacrificios? ¿No se ha preguntado jamás por qué algunos asesinos, particularmente los que matan en masa, llevan encima los llamados “amuletos”?

Lo contemplé fijamente.

—¿Cree, entonces, que este meteorito posee alguna inteligencia que obliga a matar a quien lo posee? ¿Pero por qué?

—Algunas entidades vivas subsisten en el aire, algunas a la luz del sol, otras en la carne. Algunas necesitan agua… y otras sangre. No sé gran cosa de esto, la verdad —sonrió el doctor—. Sólo he podido seguir las huellas de este fragmento de meteorito hasta cincuenta años más atrás. Por aquel entonces apareció en San Petersburgo, como propiedad de un tal Gregorovich, el Pequeño Hermano Gris. La historia le conoce como Rasputín. El meteorito, por entonces, ya había sido pulido, tallado en facetas, pero tal vez aún no cuando lo compró, durante sus años de exilio en Siberia. En aquella zona siempre caen muchos meteoritos. Se dice que Rasputín utilizaba varias joyas como agentes hipnóticos…

—Realmente, doctor Shotwell, no veo que puede ganar usted con todo esto.

—No es cuestión de ganancia. Al venir a verlo lo he hecho sólo con una finalidad. Si su hermano acude a usted, quítele el meteorito. Y no lo entregue a las autoridades, sino comuníquemelo a mí. Aquí tiene mi tarjeta.

Alguien me golpeó en el hombro. Era Lew Kirby, el jefe artístico del club.

—Dos minutos solamente para tu salida —me anunció. Le di las gracias.

—Tengo que dejarlo —le dije a Shotwell—. Ya lo ha oído.

—Sí, pero si ocurre algo…

—Bien, me pondré en contacto con usted.

Me separé de él. El viejo mostrenco. Ésta era la única manera de quitarse a los pelmazos de encima, y Shotwell lo era. Sólo deseaba que no siguiese adelante. Pero lo malo era que sí seguía adelante con sus fantasías. Y yo ya no podía apartar de mi mente lo que acababa de manifestarme. Mientras duró mi actuación, algo me estuvo atormentando el cerebro.

¿Qué había intentado decirme, realmente? Que las extrañas entidades podían subsistir en el espacio y que ocasionalmente llegaban a la Tierra, que necesitaban sangre para alimentarse y obligaban a los hombres a proporcionársela, que mi hermano había encontrado hoy uno de estos objetos, que lo había robado y había matado al guarda.

Esto no tenía sentido. Además, George no había vertido ni una gota de sangre. Había aporreado la cabeza del guarda con una estatua y había salido huyendo. Era más probable que el objeto fuese una joya, que él la hubiese visto y la hubiese robado, sorprendiéndole el guarda. Entonces, George, en un instante de apuro, había cogido la estatuilla y… En cuyo caso, tal vez Shotwell estaba fabricando un cuento con toda deliberación. Sabía que yo no repetiría a nadie aquella majadería, y al mismo tiempo él me pasaba un mensaje. George poseía una joya, y probablemente Shotwell quería apropiarse de ella. Y yo tenía que servir de monigote. Quitársela a George y entregársela a Shotwell. No era extraño que se hubiese gastado dinero en buscar sus huellas… si la joya era valiosa y nadie sabía que estaba en la colección, podía quedarse con ella impunemente.

Esto tenía más sentido. Era una de esas cosas que ocurren todos los días en “mí” mundo, el mundo del club, donde todo quisque sólo se mueve por dos cosas: el dinero y el vicio. Y no hay misterios, solamente las psicosis y neurosis que siente la gente cuando pretende obtener dinero o caer en algún vicio.

Bien, justamente ahora la gente se estaba gastando el dinero en el club y yo tenía que divertirla. Y lo hice. Recité mi monólogo, y todos se sintieron tranquilizados, como habitantes de un mundo superior.

Finalmente, me aplaudieron. Saludé y abandoné la pista, saliendo acto seguido del club. Sabía adonde iba, dónde tenía que ir. Al estudio de Sara, al final de la misma manzana. Encontraría allí a George y le sermonearía. Le ordenaría que me lo contase todo, y si todavía estaba bebido haría que se serenase, y que se dispusiese a viajar. Pero por encima de todo, tenía que sacarlo de allí.

El portal estaba abierto, como siempre, de día y de noche. Y en la escalera, también como siempre, la luz brillaba… por su ausencia. En el cuarto piso vi un débil resplandor filtrándose por debajo de una puerta. Aquella puerta tampoco estaba nunca cerrada.

Supongo que debí llamar. Y en aquella circunstancia era lo más caballeroso. Pero precisamente las circunstancias me hicieron olvidar que yo era un caballero.

Las circunstancias eran que ya pasaba de la medianoche, que el descansillo estaba a oscuras, y que yo sentía cierto miedo. Lo sentía porque en la oscuridad de la escalera no era difícil recordar todas aquellas fantasías y alucinaciones contadas por Shotwell. Y era más fácil aceptar los recuerdos atávicos y las amenazas de una vida extraterrestre, una vida que se alimentaba de nosotros, unas bocas monstruosas sedientas de sangre…

No llamé. Penetré directamente en el estudio. Y Sara no me ocasionó la menor molestia. Continuó delante del caballete, pintando.

Llevaba ya algún tiempo pintando, aparentemente, y dudo que se diese cuenta de mi presencia. Tal vez jamás volvería a darse cuenta de la presencia de nadie. No, no era que estuviese bebida, ni que se hallase en un estado de parálisis. Sus movimientos tenían la rigidez de una catatonia incipiente (con qué facilidad acude la palabra, y qué poco explica, en realidad), y sus ojos estaban fijos en la lona.

Pintaba el panda colorado, claro está, pero no se molestaba en utilizarlo como un modelo directo. Su panda era enorme, una figura que iba cubriendo rápidamente toda la tela, con las líneas grotescamente distorsionadas. No era cubismo, surrealismo ni abstracto. Se limitaba a añadir y alterar, de modo que el panda era un monstruo sin forma definida y con un solo ojo; un mutante grotesco con forma de eso y de Cíclope. Ya no era un panda “colorado”. Era rojo, era escarlata, con pigmentaciones que ya se congelaban en masas oscuras.

Ocasionalmente, se inclinaba sobre el sofá a su lado para mojar el pincel. Miré su paleta.

Su paleta era el cuerpo de mi hermano George, que se hallaba sobre el sofá, con los brazos asiendo al panda contra su pecho. De arriba abajo estaba abierto en canal, y Sara mojaba el pincel en su sangre, mientras iba pintando aquel monstruo. Que cobraba vida con la sangre de George.

Hubiese podido chillar, golpearla salvajemente y correr en busca de ayuda. Salvo que sabía que no había ayuda posible. George estaba muerto y ella poseída. No psíquicamente, sino poseída. Impulsada, impelida a hacer lo que hacía; se hallaba ya más allá de la cordura, después de haber cometido el asesinato, con la razón fundida con la catarsis, pensando sólo en su arte. Estaba destruyendo su crimen pintando un retrato simbólico del criminal.

No grité porque comprendí que Shotwell me había dicho la verdad. “Había más cosas en la Tierra y en el cielo…”.

Hay más cosas que llegan a la Tierra, procedentes del cielo o de algún infierno desconocido. George había tropezado con una de ellas, asesinando. Le entregó el objeto a Sara, y ésta lo había matado a él. Y esto continuaría incansablemente, a menos que yo actuase a tiempo.

Actúe. Me incliné sobre el cadáver y cogí el panda. Ella no me oyó, no me vio. Estaba pintando la boca del monstruo. La boca hambrienta que parecía jadear bajo los hambrientos ojos.

Cogí el panda, di media vuelta y salí corriendo del estudio. Los peldaños crujían bajo mis pies, y el panda golpeaba contra mi pecho. Golpeaba, y oí cómo palpitaba camino de casa. No tenía que ir muy lejos. Era ya tarde y las calles estaban desiertas. Incluso en una gran ciudad pueden ocurrir muchas cosas de noche, por las desiertas calles. Un cadáver puede levantarse de entre las aguas del río. Un vampiro puede asomarse fuera de su escondrijo. Una lluvia de vida puede caer desde las estrellas…

Y un panda, un panda colorado de un parque de atracciones, puede sonar como un inicuo tambor.

Esperaba que Lucy no me oyera al entrar en el apartamento. Esperaba que ya estuviese dormida, después de su clase, y que se hubiese cansado de aguardarme. Usualmente, se acostaba sin aguardarme. ¡Ojalá también esta noche! Luego llamaría a Shotwell y aguardaría su llegada. Tal vez podría entregarle el objeto sin que Lucy lo advirtiera. Sería mejor que no lo supiese, que nunca lo supiese.

Tuve suerte.

Lucy estaba acostada, habiendo dejado encendida la luz de la cocina. Habría comido un bocado antes de acostarse, porque todavía se veían los restos sobre la mesa. Empujé a un lado el plato y el cubierto y dejé el panda en su lugar.

Ahora que ya no lo sostenía, dejé de oír sus latidos. Era sólo un muñeco; un muñeco tontorrón e inofensivo. Que era lo que siempre había sido. No había perversión en él, ni ninguna esencia ciclópea. George lo había conseguido en el parque de atracciones, llevándoselo consigo como el capricho de un borracho. Tenía una oreja un poco mordisqueada y el lado de la cabeza desgarrado…

¿Desgarrado? Cortado.

George lo había cortado, y no por culpa de ningún impulso de alcohólico. La había cortado, llevándose consigo el monigote, y no era raro que latiese porque el meteorito estaba en su interior. Allí lo había escondido. Y se lo había llevado al estudio de Sara y allí…

¿Allí qué?

¿Había ocurrido todo como me había contado Shotwell? ¿Había bastado la mera presencia de la piedra para influir en una psiquis susceptible, ya algo desequilibrada?

No lo sabía, ni me importaba. Lo único que tenía que hacer era coger la tarjeta de Shotwell, llamarlo, entregarle el panda y terminar así el asunto. Aquel maldito objeto estaba ya relacionado con dos crímenes, y sólo Dios sabía con cuántos más al correr de los años. Si Shotwell no estaba tan loco como el resto. Tan loco como Sara, tan loco como George.

Pero George no estaba loco. Ni yo. No hay monstruos. Un meteorito no es más que un pedazo de metal. Puede esconderse dentro de las entrañas de un panda rojo, y puede sacarse fácilmente del mismo.

Es posible tenerlo en las manos y sentirlo, porque late. No está frío ni caliente… sólo late. Late en la palma de la mano y tú lo miras.

“Y él te mira.”

Te mira porque es un ojo.

¿Qué había dicho Shotwell? ¿Qué la habían tallado y pulimentado hasta darle el aspecto de una joya? Estaba equivocado. No lo habían tallado artificialmente, ni parecía una joya. Parecía un ojo. “Era” un ojo.

Es posible encontrar un ojo en la frente de un ídolo antiguo. Y fácilmente se le puede imaginar en la cabeza de un cíclope. Pero al mirarlo ahora, no tenía que imaginarlo porque lo “veía”.

Miré el ojo… y lo vi todo…


La llanura ártica era árida, llena de nieve con la llegada de la primavera. Las estalagmitas punteaban la blanca superficie; grandes masas rocosas parecían embutidas en el suelo, pero podían haber caído de las estrellas. No había vida allí, ninguna clase de vida, tal como la conocemos, bajo aquel cielo brumoso.

Y entonces llegó la vida. Los viejos de la tribu avanzaron a través de la pradera en lenta procesión, llevando las antorchas de sebo. Ante ellos iba el angekok, el brujo. Y éste llevaba a la joven en brazos.

Ella no forcejeaba, ya que la habían drogado y estaba desnuda e insensible. El brujo la colocó sobre el reborde de una estalagmita, y los tambores atronaron el espacio. Era la elegida, la doncella que sacrificaban en la primavera. La muchacha estaba allí, con el cuerpo desnudo bajo el salvajismo de aquel cielo; y allí se quedó hasta que cayó la noche.

Y con la llegada de las tinieblas, los hermanos de la oscuridad avanzaron para el festín. Los lobos de las tinieblas vendrían a devorar lo que se les debía, y luego regresarían a sus cubiles para toda la estación. Así, la primavera se presentía propicia en la llanura; ya que aquellos devoradores de vida la apaciguarían con este sacrificio.

Y hablaron los tambores. Y habló el brujo. Y todos los de la tribu se alejaron, y sus antorchas murieron en la distancia. El cuerpo sobre el altar estaba inerte cuando el negro horizonte se tragó al sol.

Entonces volvió a resonar el trueno, pero no era el ruido de los tambores. El cielo se estremeció y una nueva radiación iluminó el firmamento. La doncella se agitó y recobró el conocimiento. Se incorporó, y miró a su alrededor. Se abrieron desmesuradamente sus ojos porque entre las sombras, más allá de las estalagmitas, divisó a los lobos, esperando. Los lobos ya habían llegado. Aullaban contra el cielo y se iban acercando. Y el trueno repercutía en la llanura.

De repente, dieron media vuelta, corriendo y aullando.

Y la nueva radiación arrojó sangre sobre sus lomos; ya que cayó una lluvia rojiza.

La doncella se levantó y se deslizó hasta el suelo, estremeciéndose. La tierra temblaba a su alrededor, y las estalagmitas temblaban alocadamente. La luz descendía del cielo… ¡caía del cielo!

La joven se dispuso a huir, pero la luz la persiguió. Y de repente, se condensó en un solo rayo luminoso, que pasó por entre las estalagmitas como un enorme ojo. Un ojo que la perseguía. Un ojo que tejió una telaraña luminosa sobre su desnudez, un ojo que la obligó a detenerse, a agacharse, a recoger el ojo, sólo para volver a soltarlo con un alarido, mezcla de horror y de asombro, cuando lo tuvo en la palma de su mano.

Pero siguió mirándolo. Y el trueno se alejó y la luz se desvaneció, y llegó la noche, pero ella continuó contemplando aquel ojo. Lo miró hasta que el ojo se enfrió, y entonces lo cogió y lo sostuvo contra su pecho; un ojo que vivía. Atravesó la árida planicie, andando en la oscuridad, hasta llegar al lugar donde moraba su tribu, durmiendo en torno a las consumidas hogueras.

Miró fijamente el ojo y luego cogió el cuchillo de piedra, y empezando a andar por entre los suyos, los fue asesinando. El cuchillo se alzaba y descendía, y ellos se despertaban gritando. Pero cuando veían los ojos de la doncella, cuando veían el tercer ojo que llevaba, no se resistían, no intentaban huir. La joven mató hasta que su cuchillo quedó rojo hasta la empuñadura, hasta que el arma estuvo tinta en sangre, hasta que su propio brazo lo estuvo también. Y entonces, el brujo se inclinó ante ella y los ancianos la adoraron; ya que comprendieron que ella era la esposa de un dios. Después, fue ella quien realizó los sacrificios y ella quien llevaba un ojo en un amuleto que colgaba de su garganta…


Con el tiempo, ella murió, pero el ojo siguió viviendo. Y se trasladó de lugar. Vi la llegada de los tártaros, y el ojo se marchó hacia el sur con ellos, en la bolsa de un jefe. Éste pasaba horas enteras contemplándolo antes de entrar en combate, y entonces mataba, mataba, mataba…

Un mongol se lo arrebató al tártaro y se lo llevó a la India, y por algún tiempo fue el ojo de una diosa: Kali, la Madre de la Noche, cuyos fansigars mataban con la soga de seda…

Y un musulmán lo robó del templo, y un aventurero seljuk se lo arrebató al musulmán, y un soldado de Napoleón lo encontró en el campo de Aboukir. Volvió con él a Marsella, y durante muchos años Marsella se vio atormentada por varios asesinatos en masa, cometidos por un salvaje que recorría las calles a medianoche, cortando gargantas con una bayoneta.

La policía del último Luis lo halló durante la Comuna, y lo fue pasando de mano en mano. Un prusiano lo tuvo algún tiempo (hubo una serie de brutales asesinatos en Praga), y un marinero se lo llevó a Londres, donde cayó en poder de un excéntrico caballero que de repente se sintió impulsado a llevar a cabo una cruzada contra las damas de la noche…

Y volvió a Rusia, a la santa madre Rusia y al santo padrecito Rasputín. Mirando al ojo, el monje tenía visiones, de sí mismo y de los demás que eran sus víctimas.

Los bolcheviques lo encontraron cuando murió Rasputín. Un mercader de San Petersburgo se lo vendió a un comerciante griego, y luego se ahorcó. El comerciante griego lo perdió cuando fue sentenciado por asesinato. El agente de Chandler Harvey lo adquirió cuando cayó el gobierno, y un funcionario corrompido lo vendió a una sala de arte, para ser subastado. No había sido desembalado hasta esta mañana, en que mi hermano George lo descubrió, colocado en una caja de cartón que contenía montañas de monedas coptas. Y el guarda vio cómo se lo metía en el bolsillo; le increpó y George cogió una figura que había sobre una mesa a su lado y aplastó el cráneo del guarda.


George lo metió dentro del panda y se lo llevó consigo. Había una enorme confusión en la mente de mi hermano George. No comprendí por qué había matado. No había querido matar. Vio aquella joya y se imaginó que era valiosa. A veces es posible obtener unas monedas de una cosa así, y nadie lo habría echado de menos. Con que se lo metió en el bolsillo y aquel otro tipo, aquel Ray Price, lo vio; George se asustó y quiso echar a correr. Pero aquella maldita cosa se le había escurrido del bolsillo, cayendo al suelo, y lo estaba mirando, y él lo miró, y acto seguido, sin saber cómo cogió la estatuita y la blandió sobre el cráneo del guarda…

Yo “sabía” lo que había pensado mi hermano, porque el ojo lo sabía. Sí, el ojo sabía todo lo que ellos pensaban: la desnuda doncella, el tártaro de cara curtida, el barbudo mongol, el sumo sacerdote de Kali, el mameluco que murió en Aboukir, el Destripador que merodeaba por las calles de Whitechapel, el monje que estrangulaba a sus devotos en las orgías de San Petersburgo…

Y sabía lo que había pensado Sara, la embriagada Sara, lo que había sentido cuando llevó a George a su estudio. Lo que su intuición desequilibrada, indisciplinada y artística le había dictado, sin necesidad de ver… La presencia del ojo en el panda era suficiente para obligarla a actuar.

—Bésame, George —y un cálido brazo rodeando la garganta de mi hermano, y el otro asiendo con la mano la paleta y el cuchillo y levantando éste, y el color rojo del panda, después la herida, el asombro, el trauma de la hazaña realizada y la fugue a la negación de la realidad y la catarsis combinadas, la pintura ciega de la bestia asesina…

Esto es lo que el ojo quería. Por esto había venido de las estrellas, para alimentarse. Para alimentarse, para gozar. Shotwell tenía razón; hay otras formas de vida, otros medios. Y esta entidad necesitaba alimentarse. Sara había utilizado un afilado instrumento y otros la cuerda, el lazo o las manos. El instrumento no importaba, porque la sangre no importaba. No era sangre lo que la entidad necesitaba, ni siquiera el asesinato. Se alimentaba de algo más… de la emoción contenida del asesino. Esto era lo que necesitaba; por esto buscaba la vida en la muerte. “Comía emociones”.

Lo miré fijamente y me miró fijamente, y ambos nos comprendimos.

Ambos sabíamos lo que estaba bien y lo que estaba mal, y la respuesta se hallaba en el “ser”. Ser y convertirse. Ser es el único propósito, y convertirse el único objetivo. Uno se convierte en algo más grande destruyendo al ser más pequeño e incorporándolo a la esencia del individuo. Hay que devorar la sensación de los demás, añadir a la propia la capacidad y el conocimiento ajenos. Es un festín interminable, una existencia infinita.

Buscar la emoción en la sexualidad es una desilusión, una necedad, ya que se desgasta la sustancia propia en el intento; como el que se comiese a sí mismo intentando, tratando, de elevar la sensación por medio de las drogas o el alcohol. Por esto los “beatniks” son unos locos, y sus “desplantes” simplemente los espasmos convulsivos del rigor mortis en un cadáver ya rígido. Y los puritanos también son unos locos, porque rehúyen la sensación y temen sus efectos.

Y yo era doblemente loco y doblemente maldito porque trataba de vivir al borde de los mejores mundos posibles. Sin saberlo, hasta ahora, había más de dos mundos. Había los mundos inconcebibles más allá del nuestro y de las estrellas, mundos de sensaciones más allá de toda sensación, que yo podía buscar y disfrutar.

Presentí estos mundos cuando miré lo que el ojo me mostró. Ya sabía por qué algunos hombres matan… no por su fanatismo, no porque sean sádicos, no porque estén trastornados mentalmente. Matan porque tienen hambre, hambre de lo que puede sentirse y experimentarse, un hambre que nunca cesa. Y mientras alimentan este apetito, hacen temblar las estrellas. Psicosis, neurosis… nombres sin sentido, más insanos que lo que intentan describir tan inadecuadamente. Todas las palabras carecen de sentido. ¿Loco? ¿Necio? ¿Hombre? ¿Frío?

El ojo podía abrirse paso hasta el cerebro de uno.

El ojo estaba loco.

El ojo tenía anhelos.

¿El hombre? ¿Qué es el hombre? Es posible ser mejor que el hombre, cuando se comparte la sensación de ser una entidad superior, un conocedor más inteligente de un mundo más elevado.


Frío. El ojo estaba frío en mi mano. Latía porque estaba vivo. Vivo y mirándome.

¿Por qué me miraba?

Para decirme todo esto.

Para pedirme que lo ayudase.

Para pedirme que me ayudase a mí mismo.

Para “compartir” conmigo todo lo que era y podía ser.

El ojo me miraba. Me miraba con hambre. Era esto. El ojo estaba hambriento. Siempre estaría hambriento, y yo siempre estaría hambriento, pero si me lo llevaba conmigo gozaría de muchos años de hartazgo.

Y era esto lo que tenía que hacer. El ojo y yo nos iríamos juntos. Lejos de este mundo estúpido de puritanos y lejos de ese mundo igualmente estúpido de “beatniks”.

Ahora sabía lo que todos ellos sentían… lo que habían sentido los afamados y temibles asesinos del tiempo pasado.

Di media vuelta para marcharme. Era ésta mi única intención: marcharme.

No esperaba hallar allí a Lucy. Apenas podía verla, porque los ojos me rodeaban por todas partes, un círculo de ojos hambrientos.

No podía verla, como apenas podía ver el cuchillo encima de la mesa.

Sólo podía ver el ojo.

Y todo lo que podía hacer fue lo que hice.

Alargué la mano hacia Lucy.

La mano armada del cuchillo.

Y alimenté al ojo hambriento.

FIN

Robert Bloch - El ojo hambriento
  • Autor: Robert Bloch
  • Título: El ojo hambriento
  • Título Original: The Hungry Eye
  • Publicado en: Fantastic, mayo de 1959
  • Traducción: Miguel Giménez Sales

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