«La guadaña», cuento de Robert Bloch, narra la historia de Ross, un escritor solitario de 65 años que vive en Michigan sin más compañía que sus libros. En su cumpleaños, Ross recibe una inesperada visita: la Muerte viene a reclamar su vida. Aterrado y aún no listo para morir, Ross consigue hacer un trato con la parca: por cada persona que asesine, ella le concederá un año más de vida. Ross acepta, pero sus intentos de cumplir el trato tienen consecuencias inesperadas.
La guadaña
Robert Bloch
(Cuento completo)
Después de que los niños crezcan y se trasladen, una nueva criatura acude a tu casa.
Su nombre es Muerte.
Viene en silencio, sin los llantos de un infante, y no hará que estés despierto por la noche ni exigirá diariamente tu atención. Pero, de alguna manera, sabrás que ha venido para quedarse. Y sigue creciendo, haciéndose más grande y más fuerte a cada día que pasa, mientras tú te haces más pequeño y más débil. Tarde o temprano tendrá lugar la inevitable confrontación…, y cuando eso suceda, tú serás quien tenga que marcharse.
Ross escribió estas líneas la mañana de su sexagésimo quinto cumpleaños, y luego las hizo a un lado.
Estaba cansado de escribir sobre la Muerte con M mayúscula. Como autor de fantasía había contribuido lo suyo a dramatizar la mortalidad del hombre, y era difícil encontrar un acercamiento nuevo al tema. Demasiados escritores habían agotado la idea: la Muerte como ángel, la Muerte fijando una cita en Samarra, la Muerte de vacaciones, la Muerte atrapada en un árbol, la Muerte erradicada, la Muerte engañada. Todo eran deseos. No había nada angelical en la Segadora; no toma vacaciones no se la puede engañar ni erradicar. La Muerte es una fuerza impersonal, no un esqueleto articulado que porta una guadaña.
Ross se encogió de hombros y se levantó de su mesa. Después de todo, un hombre tiene derecho a celebrar su cumpleaños, aunque a nadie más le importe si vive o muere.
Sus padres y parientes habían muerto hacía tiempo y él nunca había llegado a casarse. Durante los años pasados aquí, en la península al norte de Michigan, Ross no había hecho ninguna amistad. Se escribía con su agente y sus editores, pero su único contacto personal con la gente se producía cuando iba a la ciudad en busca de provisiones.
Ross era un solitario, pero nunca se sentía solo. Periódicos, revistas y libros llenaban su buzón, y sus hijos le hacían compañía.
Sus hijos se encontraban en las estanterías de su despacho, fila tras fila: las novelas con sus columnas dorsales estiradas y sus pieles robustas, las historias cortas aseguradas en el interior de las páginas de revistas y antologías. Algunas, transformadas por las traducciones hablaban lenguas extranjeras. Otras, aparecían solamente en ediciones originales, con las voces debilitadas hasta un susurro por el paso de los años. Pero aquí y en el extranjero, agotadas las ediciones o no, todavía vivían, aún poseían el poder de hablar a nuevos lectores en el futuro.
Ross los cuidaba con orgullo paternal, pues incluso el más pequeño de ellos contenía algo de él. Amaba a sus hijos, y los envidiaba, porque le sobrevivirían. Eventualmente, por supuesto, también ellos morirían, sus columnas vertebrales se agrietarían, sus encuadernaciones se romperían, sus páginas se desmoronarían. Pero mucho antes de que eso sucediera su propia columna vertebral perdería su fuerza, la piel que envolvía su cuerpo se agrietaría y se encogería hasta que lo que había dentro se desintegrara.
Ya casi estaba empezando a suceder. Ahora, mientras los años cobraban su tarifa sin descanso; mientras los ojos se nublaban, los dientes se caían, los dolores proliferaban, la memoria se oscurecía y los pensamientos escapaban de su control para centrarse en el miedo.
Ross vio que el día era soleado y salió a dar un paseo por el bosque. Pero había sombras acechando entre los árboles, y el miedo caminaba con él. Por mucho que lo intentara, no podía dejar de pensar en la Muerte. La Muerte con M mayúscula. Vendría tarde o temprano, propiciando el sueño eterno.
Dormir, tal vez soñar…
Eso era lo que realmente temía. La mente continúa funcionando cuando se duerme. Supongamos que continúa funcionando cuando se muere. Supongamos que la conciencia sigue viviendo, incluso en la tumba, en la húmeda oscuridad donde el cerebro yace enterrado dentro de un cadáver que se pudre, aprisionado aunque consciente, incapaz de escapar a la eternidad definitiva de horror sin esperanza.
¿Se sigue sintiendo todavía dolor? Si se evitan los terrores de la tumba, ¿provocará la cremación un tormento como los fuegos del infierno?
Su mente reflexionaba sobre las formas en que podría venir el final: la súbita violencia de un accidente, o incluso un asesinato, o la lenta agonía de la enfermedad. Mientras Ross paseaba, la luz del sol se debilitó y las sombras se hicieron más profundas. No iba a encontrar solaz aquí en el bosque.
De regreso a la casa, se preparó una comida solitaria y luego tomó unos cuantos tragos, pero difícilmente podía considerar aquello como una celebración de cumpleaños. El pensamiento le obsesionaba…, ¿cómo se encontraría con la Muerte?
Y esa noche, después de quedarse dormido, se encontró con la Muerte en sueños.
Allí estaba, la Reina de los Terrores, un brillante esqueleto al pie de su cama. Los dedos huesudos de su mano izquierda estaban engarbados en torno a un antiguo reloj de arena; las zarpas, sin carne bajo la mano derecha, agarraban el mango de una guadaña.
Ross contempló la cruel curva de la hoja de la guadaña…, la guadaña de la Segadora. La Muerte, advirtió, no era una niña. La aparición que tenía delante registraba todos los atributos de la leyenda, el esquelético símbolo de la tradición y el Tarot.
Ross también advirtió que estaba soñando.
—Te equivocas.
No se produjo ningún sonido, pero Ross oyó la palabra, e incluso vio el movimiento de la mandíbula sobresaliente.
—¡No! —Ross hablaba dormido—. No puedes ser real…, sólo eres producto de mi imaginación.
La Muerte se rió sin emitir sonido, pero Ross la oyó, junto con las palabras no habladas que siguieron.
—¿Y esos libros e historias que has escrito? Todos son producto de tu imaginación, pero son bastante reales. Existen porque las has creado.
—Yo no te he creado —murmuró Ross.
—Porque no has tenido necesidad —respondió la Muerte—. La imaginación posee un poder propio. Y la imaginación de millones de hombres antes que tú me ha dado semblanza y sustancia. Créeme, soy tan real como tú. Aún más, ya que tú morirás y yo viviré eternamente.
Una vez más, la risa sin sonido.
—¿Por qué estás aquí? —susurró Ross.
La Muerte se movió con la guadaña y el sonido de la hoja al cortar el aire fue bastante audible.
—Ha llegado tu hora.
La cabeza de Ross se sacudió en su almohada.
—¡Pero no quiero morir!
—Pocos hombres quieren, a menos que sufran una agonía insoportable. Considérate afortunado por ahorrarte ese sufrimiento.
Ross se echó a temblar.
—Por favor, te suplico…
—Mueren los mendigos. Y también los reyes. Auténtica democracia.
Súbitamente, Ross fue consciente del escalofrío que le recorría. Su cuerpo fue invadido por un frío aturdidor que le helaba la sangre en las venas.
—¡No! —jadeó—. Tiene que haber algún medio…
La calavera asintió lentamente.
—Ya veo que quieres hacer un trato.
—¿Es posible? —murmuró Ross.
—Por supuesto. —Los dedos huesudos acariciaron la hoja de la guadaña con un sonido chirriante—. Una vez caminé por el mundo con este arma y la descargué sobre cada hombre, mujer o niño en el momento determinado.
La Muerte se llevó al pecho el reloj de arena.
—Pero el mundo cambió. En vez de unos pocos miles, hay millones de mortales, demasiados para caer bajo una simple guadaña.
»Al principio recibí ayuda. Hambre y peste, epidemias de cólera, plaga bubónica, una docena de otras enfermedades fatales. Pero la medicina avanzó y el número de supervivientes volvió a crecer.
»Durante una temporada las guerras solventaron mi problema. Gengis Khan, Atila, Tamerlán y un centenar de nombres en el pasado, gente como Napoleón, Hitler, Stalin, me dieron batallas donde caían cincuenta mil en un solo día.
»Todavía tengo guerras, incluso nuevas drogas y enfermedades, pero nunca es suficiente en esta época de explosión demográfica. Por eso estoy dispuesta a hacer una oferta.
Ross frunció el ceño.
—No soy un gobernante ni un general…, sólo un hombre ordinario.
—No espero nada extraordinario —dijo la voz que no era una voz—. Pero todo ayuda. ¿Qué te parece tratar conmigo en una base de uno por uno? ¿Un año extra de vida por cada muerte?
—¿La inmortalidad?
—No prometo eso. Puedes cansarte y decidir terminar nuestro trato. Mientras tanto, vamos a llamarlo un aplazamiento de la ejecución.
La mandíbula de la calavera tembló con silencioso regocijo. Ross frunció el ceño otra vez.
—Pero me estás pidiendo que me convierta en un asesino.
—Ya has asesinado muchas veces en tu imaginación, y has descrito los hechos en tus libros.
—Eso es distinto. No podría matar de verdad a otro ser humano.
—¿Por qué no? La vida no tiene significado. Todo el mundo muere, tarde o temprano. —La sonrisa de la calavera se acentuó—. Y puedes escoger a quien quieras. Piensa en el poder que te estoy dando.
—¡No quiero ese poder!
—¿Ni siquiera aunque sea un poder para hacer el bien? —Una vez más los dedos huesudos acariciaron la guadaña—. Mira a tu alrededor. El mundo está lleno de gente que merece morir. Elige adecuadamente y no estarás provocando la muerte…, estarás haciendo justicia.
—Sigue siendo asesinato —murmuró Ross.
—Considérate un Ángel Vengador —murmuró la Muerte—. ¿No conoces a nadie que haya perdido el derecho a vivir?
Ross dudó y luego asintió.
—Tienes razón, hay alguien. Un hombre llamado Wade, el que mató a todas esas mujeres y escapó con una sentencia a cadena perpetua, lo que significa que volverá a salir dentro de unos pocos años. No me importaría matar a un asesino de masas.
—Lo siento —le dijo la Muerte—. Da la casualidad de que Wade es uno de mis emisarios. Hicimos un trato hace mucho tiempo y aún le quedan años por vivir, dentro o fuera de la cárcel.
Ross suspiró.
—Entonces me dirigiré a la gente que permitió tal fallo de la justicia. Su despreciable abogado, el imbécil del juez, el estúpido jurado…
La sonrisa de la calavera pareció ampliarse.
—No olvides al oficial que se suponía que tenía que vigilarlo cuando estaba en libertad bajo fianza de una condena previa, ni a las autoridades juveniles, que le pusieron en libertad antes. Si esperas eliminar a todo el mundo conectado con el caso, te convertirás también en un asesino de masas.
—¡Pero tiene que haber alguien que sea responsable en última instancia!
—Tú decides. El poder para matar o salvar será sólo tuyo. Nunca te obligaré a actuar si no quieres. Es parte de nuestro contrato.
—Sigue sin gustarme la idea…
La Muerte blandió su guadaña.
—¿Te gusta esto más? —Se inclinó sobre el pie de la cama—. Piensa en lo que te estoy ofreciendo. Un año entero a cambio de una pequeña vida. Tómate tu tiempo, escoge tu candidato, tu propio método.
—Supón que me cogen.
—No te cogerán. Has dedicado toda tu carrera a escribir crímenes perfectos. Usa la misma ingenuidad en tu propio beneficio y no habrá peligro. —El brazo huesudo alzó la guadaña y una bocanada de aire helado abanicó la cara de Ross—. ¿Será así entonces? ¿Lo haces? ¿O mueres?
Ross se agitó, inquieto.
—Y si acepto tu oferta…, entonces, ¿qué?
Los hombros esqueléticos se encogieron.
—Nada. Ningún contrato firmado con sangre, nada de abracadabra. Sólo un acuerdo verbal. Una vida, un año. Llámalo un regalo de cumpleaños.
Las cuencas de la calavera se fijaron en la cara de Ross.
—¿Y bien?
—Hecho —susurró Ross.
La Muerte alzó el reloj de arena y le dio la vuelta. La arena empezó a caer lentamente sobre la mitad inferior, grano a grano.
—Un año —murmuró la Muerte.
Y desapareció.
Si es que realmente había estado allí.
A la luz del día, Ross no estaba tan seguro. La mente juega malas pasadas.
Y el cuerpo también.
A media tarde estaba de nuevo en la cama, temblando de fiebre. Los sueños pueden anunciar la enfermedad, se dijo. Pero a medida que la oscuridad se hacía mayor, la fiebre aumentó, propiciando visiones… La Muerte, con su cara sin carne y su voz sin sonido, con la guadaña y el reloj de arena. ¿Cuánto tardaría en agotarse la arena? Cuando lo hiciera, la guadaña golpearía, y Ross la temía. «¿No conoces a nadie que haya perdido el derecho a vivir?».
Ross intentó pensar. La mente es un ordenador, y en el delirio, el ordenador está en horas bajas. Esos escritores ricos con sus modernos procesadores de textos…, ¿también se estropeaban sus caros equipos? Tenía la mente en blanco, como la pantalla de un ordenador, pero algo parpadeó en su visión.
Se formó una cara. La había visto muchas veces antes, en primeros planos durante las entrevistas de televisión, asomada a las primeras páginas de los periódicos, sonriendo con aire de suficiencia en las solapas de los libros.
Kevin Colfax. Conocía el nombre. Gracias a los medios de comunicación, todo el mundo conocía a Kevin Colfax. Un autor famoso. Dueño de una villa en la Riviera, una flota de coches clásicos, una sexta esposa y una docena de amantes.
Novelas en clave, así llamaba a sus libros. Canibalizaba las páginas de The National Enquirer y People, cogía las vidas de las celebridades y las convertía en pornografía: sexo burdamente explícito, e insolencia vulgar para alimentar las fantasías de millones de estúpidos entregados a masturbaciones mentales. Sus productos de baja calidad le habían catapultado a la lista de best sellers y a la cabeza de las fiestas repletas de arribistas, que no tenían otro sitio donde ir excepto donde los llevaran sus experiencias con las drogas, y que se pasaban el día esnifando coca. Pero ahora ya estaba en el sitio al que pertenecía…, en la lista de Ross.
La cara se difuminó en el arrojo de fiebre y Ross murmuró entre sus labios secos y agrietados:
—Mataré a Kevin Colfax.
El sudor bañaba su cuerpo cuando se hundió en el sueño.
Cuando se despertó a la mañana siguiente la fiebre había desaparecido pero la resolución persistía. Kevin Colfax merecía morir.
La única cuestión era cómo… Tenía que haber un medio que no dejara ninguna pista.
¿Veneno?
Años atrás, Ross había investigado toxicología y había amasado un número impresionante de textos de referencia. Era sorprendente cuántos componentes letales eran fáciles de conseguir, o crear, a partir de otras simples sustancias, que pueden encontrarse en todas las casas. De rápida actuación, fatales y casi indetectables si se tomaban las precauciones adecuadas.
Una vez supo qué tenía que buscar, Ross no perdió el tiempo. El insecticida había sido retirado del mercado hacía años, pero él nunca se había molestado en tirarlo a la basura y aún tenía el spray medio lleno.
Tras calentarlo un poco, la materia se condensó, dejando un mortífero destilado que mataría al contacto.
Pero ¿cómo hacer el contacto?
No conocía a Kevin Colfax ni a nadie en los círculos privilegiados en los que se desenvolvía. No había manera de introducir unos gramos de la sustancia venenosa en su comida o en su bebida, o en la cocaína que introducía en sus fosas nasales. Colfax estaba rodeado por guardias de seguridad que lo protegían de amigos, enemigos y fans por igual.
Fans.
Ross se sentó ante la máquina y escribió una carta. La carta de un fan que pedía a Kevin Colfax una foto autografiada.
Escribió con rapidez; los guantes de goma no interfirieron con su velocidad. Ni interfirieron cuando añadió una gota de agua a un miligramo del polvo venenoso, hasta volverlo una pasta que esparció cuidadosamente en la solapa del sobre sellado, que incluyó en su carta para que Colfax le contestara.
El nombre y la dirección del sobre eran falsos, por supuesto, pero el veneno era real. Real y digno de confianza. Un lametón y la lengua absorbería la dosis fatal, propiciando la muerte en cuestión de minutos.
Ross encontró la dirección de Colfax en el Quién es Quién, la copió en el sobre exterior y le pegó un sello. Luego condujo hasta una ciudad situada a treinta millas de su zona postal, y sus manos enguantadas dejaron caer la muerte en el buzón.
Después de eso, todo lo que tuvo que hacer fue esperar.
Cuatro días después, leyó el articuló en el periódico:
POLICÍA INVESTIGA
MUERTE MISTERIOSA
Nueva York (UPI).— Las autoridades investigan la posibilidad de asesinato en la súbita muerte de Florence Rimpau, de 23 años, secretaria personal del famoso novelista Kevin Colfax. Según su jefe, la señorita Rimpau parecía gozar de excelente salud cuando sufrió un colapso en el momento que atendía la correspondencia. Los enfermeros no pudieron reanimarla, y se ha ordenado una autopsia después de que los informes indicaran que el veneno podría ser una posible causa.
Ross dejó que el periódico cayera de sus dedos temblorosos, y pasaron varios días de ansiedad antes de que apareciera otro artículo. Florence Rimpau era más que una secretaria; ambicionaba labrarse una carrera de escritora y, según su apenada familia, esperaba ansiosamente la publicación de su primera novela cuando le sorprendió la muerte.
Había más. Los resultados de la autopsia confirmaron la teoría del veneno, pero no había ninguna pista. El propio Kevin Colfax fue exonerado rápidamente de cualquier conexión con el caso. Aparentemente, la fuente del veneno y el método usado para emplearlo no habían sido descubiertos por la policía ni los patólogos. Ross podía felicitarse: nunca le cogerían. Había sido un crimen perfecto.
El crimen perfecto…, pero la víctima equivocada.
Ross se echó a temblar. Era responsable de la muerte de una muchacha inocente, de cortar un brillante futuro, y de causar pena y dolor a su familia y amistades. ¿Por qué no había anticipado aquella posibilidad?
Sabía la respuesta, por supuesto. Su ansioso acto había sido provocado por la envidia; había sido la envidia, no la justicia, lo que le había inducido a asesinar.
¿Y para qué? Su enemigo, Kevin Colfax, seguía vivo. En cualquier caso, la publicidad que rodeaba la misteriosa tragedia dispararía las ventas de sus libros.
Los meses siguientes pasaron rápidamente, pero cada día le parecía una eternidad a Ross, y las noches eran interminables agonías de sueños cargados de culpa.
Pero el tiempo tiene medios de curar los traumas y enmendar los recuerdos; a medida que se acercaba su siguiente cumpleaños. Ross advirtió que, en efecto, había sobrevivido otro año.
Por supuesto, aquello no tenía nada que ver con su trato, se dijo. Aquello había sido sólo un sueño. Habría seguido viviendo sin la pesadilla relacionada con la Muerte. Y cuando remitieron los retortijones de la culpa, volvió a sentir que la vida era dulce. Como había deseado, había tiempo para leer, descansar y disfrutar de comodidades y diversiones.
Y entonces el tiempo se agotó.
El tiempo se agotó una noche mientras Ross yacía en la cama, revolviéndose y agitándose y maldiciéndose por ser un estúpido.
La diversión había sido su caída. La diversión bajo las formas de una tal Janice Coy. Coy, reflexionó amargamente, era un nombre poco apropiado para la joven que había conocido casualmente hacía un mes en un bar del pueblo vecino, pues no tenía nada de tímida. A su edad, el sexo apenas era un imperativo…, al menos eso había pensado hasta su encuentro con Janice. Había ido al bar a tomar sólo un trago, y le resultó una sorpresa verse tonteando con una hembra atractiva. Del tonteo pasó a asuntos más serios. Cuando descubrió que Janice se dedicaba a eso, Ross simplemente se encogió de hombros y pagó. Adiós. Janice.
Dos semanas después fue «Hola, doctor».
Herpes. Eso era lo que la furcia le había contagiado. Sucia pécora. Ahora sufría, pero las llagas sanarían y habría períodos de mejora. Podría haber sido peor; al menos su estado no era fatal.
Sólo la guadaña era fatal. La guadaña, que se deslizaba en un arco de plata a través de la oscuridad de sus sueños.
La Muerte estaba de pie junto a su cama.
La guadaña se mecía distraídamente, pero conocía su propósito. La Muerte tendió el reloj, y Ross vio que los últimos granos de arena caían en la mitad inferior. Y ahora, a medida que la arena iba descendiendo, la guadaña se alzaba. De repente, la habitación oscura se volvió muy fría.
La Muerte sonrió.
—¡No! —Ross sacudió la cabeza—. Ahora no… ¡Dame otra oportunidad!
La sonrisa de la Muerte era fija, pero la guadaña osciló.
—¿Deseas renovar nuestro trato?
La voz que no era una voz se repitió en los oídos de Ross, y éste asintió rápidamente.
—Por favor…
Las mandíbulas sonrientes se movieron.
—Según recuerdo, querías matar a alguien que mereciera morir. Pero no salió así, ¿no?
—Fue un accidente —tembló Ross—. Cometí un error.
—Un error que aún lamentas. —La Muerte hizo una pausa—. ¿Deseas volver a correr el riesgo?
—Confía en mí —susurró Ross.
—Es en tu conciencia en lo que no confío —dijo la Muerte—. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo?
Ross miró el reloj que se iba vaciando. Luego contempló la guadaña alzarse, miró la hoja ancha y brillante. Si aquella hoja descendía, su brillo se volvería opaco, bañado con su propia sangre.
—¡Estoy seguro! —chilló Ross—. ¡Te lo prometo!
—De acuerdo.
La guadaña se retiró, el reloj dio la vuelta, y una vez más la mitad llena del globo doble quedó en la parte de arriba. Las arenas del tiempo tardarían un año en agotarse.
—Feliz cumpleaños.
La Muerte se dio la vuelta, aún sonriendo.
Y desapareció.
Después de todo, resultó un cumpleaños feliz, porque ahora Ross sabía lo que tenía que hacer.
Esta vez ya había decidido quién merecía morir: Janice, la puta que le había contagiado, que aún difundía la enfermedad entre las víctimas inocentes de sus corruptos encantos.
Una vez más, era simplemente cuestión de método.
Ross no conocía nada de Janice, aparte de su breve encuentro, pero, para tener éxito, el cazador debe estudiar primero la naturaleza de la bestia. Sólo después de haberse familiarizado con sus hábitos y hábitat puede acosar a su presa.
Así, Ross se dedicó a descubrirla, a acorralarla.
Volver a encontrarla en el bar no fue ningún problema. Pretender alegrarse por este segundo encuentro fue más difícil, y llevarlo hasta su lujuriosa conclusión fue casi imposible a la luz de lo que sabía. Pero Ross se las arregló.
Para Janice, en las semanas que siguieron, Ross fue sólo uno de sus fulanos regulares, un cliente entrado en años que hacía pocas demandas a sus habilidades profesionales y del que siempre se podían sacar unos cuantos pavos rápidos. Chas-chas-gracias-señora.
Ella no llegó a darse cuenta de que era un cazador que estudiaba su presa, buscando un método para derribarla.
Ross ya sabía que poseía los medios para asegurar la muerte sin ningún fallo; su veneno no dejaría ninguna pista.
Pero ¿cómo usarlo? Los fans de Janice (si podían ser llamados así) no escribían cartas. No iban detrás de su autógrafo precisamente. Los pobres idiotas no se daban cuenta nunca de que les dejaba una firma de otro tipo, como había hecho con él. La sucia contagiadora merecía morir, y moriría.
El buen cazador es paciente, y la paciencia de Ross dio sus frutos. Cuando la visitó por tercera vez ya se había familiarizado lo suficiente con los hábitos de Janice para encontrar una solución.
Lo descubrió en el baño: la solución líquida del gel de baño que usaba. Y el pequeño frasco de plástico que lo contenía estaba casi vacío.
Durante el curso de su cuarto encuentro, él se excusó y volvió a comprobar. Notó que sólo había gel para una aplicación más. Probablemente Janice se bañaría cuando él se marchara, y ni ella ni nadie más detectaría la pequeña cantidad de líquido incoloro e inodoro que añadió al frasco. Con suerte, el veneno no haría efecto hasta pasados unos minutos, y entonces ya habría salido del baño y se estaría preparando para acostarse. Por supuesto, quedaba el problema del frasco, que posiblemente vaciaría y tiraría a la basura, pero era probable que nadie se diera cuenta. En cualquier caso, tenía que prepararse para aceptar aquel riesgo…, y así lo hizo.
Una vez más sufrió los tormentos de la espera, pero Janice no sufrió nada. A la semana siguiente, cuando regresó al bar, el camarero le dio la triste noticia.
El cuerpo de Janice había sido encontrado el día anterior, tendido en la cama, en su pequeño apartamento situado calle arriba. No tenía ninguna marca, a excepción de algunos herpes delatores; aparentemente había sufrido un ataque cardíaco y no parecía que fueran a practicarle la autopsia.
Ésa era la mala noticia, y Ross se la tomó con bastante calma. Fue la noticia triste lo que realmente le sacudió.
Janice no había muerto sola. Lo que nadie sabía (y lo que Janice no mencionaba nunca) era que el segundo dormitorio del apartamento estaba ocupado por su hijo de seis meses. El bebé no había sido atendido durante los días que siguieron a la muerte de su madre, y había muerto de inanición.
Ross salió del bar anonadado. Se fue a casa pero no encontró paz allí. Aunque el camarero tuviera razón y no fuera a haber investigación, aunque la policía nunca llamara a su puerta, Ross no sintió ningún consuelo en su seguridad.
Su misión había tenido éxito, pero no se había detenido allí. No era ningún Ángel Vengador…, era el asesino de un niño inocente.
El tormento interior se convirtió en agonía externa. No era el escozor de un herpes, sino el síntoma de una psique atormentada. Ross no podía trabajar, no podía leer ni descansar. Aún peor, no podía comer ni dormir. Cuando por fin llamó a un médico, estaba demasiado débil para andar. Terminó en el hospital con un gota a gota en el brazo y cuidados intensivos las veinticuatro horas. Le alimentaron a la fuerza, le llenaron de medicamentos hasta que por fin se recuperó.
Pero el médico estaba profunda y profesionalmente sorprendido.
—La verdad, no sé qué decirle —admitió—. Electrocardiogramas, escáneres, todas esas pruebas de laboratorio y aún no hemos sacado nada en limpio. Excepto el herpes, claro, que va remitiendo. Si tuviera que aventurar un diagnóstico, diría que el problema es geriátrico.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Ross.
—Va a cumplir usted sesenta y siete años. Según las estadísticas actuales, puede continuar sano durante una buena temporada. El problema es que el cuerpo humano no se rige siempre por las estadísticas. He visto casos de gente más joven que usted sacar un certificado médico y dos días después del examen… bingo. —El doctor trató de suavizar su aseveración con una sonrisa—. Supongo que todo se reduce al viejo dicho. Cuando llega tu hora, te tienes que ir.
—Pero no me siento viejo —murmuró Ross—. Sólo débil…
El doctor se encogió de hombros.
—Eso pasará. En cuanto recupere las fuerzas, es probable que se encuentre bien. Recuperará sus signos vitales. Pero a partir de ahora será mejor que se tome las cosas con calma. Le enviaré a casa una dieta estricta, no más alcohol, se acabó el fumar. Aparte de eso, lo único que puedo decirle es que se cuide.
Ross se miró al espejo cuando regresó a casa pero no le gustó lo que vio. Resultado de su crimen o de la enfermedad, la cara que le miraba era la de un anciano.
«Cuando llega tu hora, te tienes que ir».
Si su aspecto le sorprendía, aún más le conmovieron sus otros cambios físicos. Aunque poco a poco ganó peso, aún no tenía la fuerza para enfrentarse con la rutina diaria. Las tareas de cocinar y limpiar la casa le dejaban exhausto, hasta el punto de que buscar placer se hizo inútil. Pasear se convirtió en una carga, subir las escaleras era como escalar el monte Everest.
¿Descansar? No aquí, ya no. «Cuando llega tu hora…».
Finalmente, fue.
Aunque su mente ponía obstáculos y su cuerpo se rebelaba, Ross se obligó a visitar las casas de descanso, de retiro, de convalecencia locales… Ninguna parecía realmente un hogar, y la mayoría eran simples almacenes donde apilar cuerpos cansados, bien fuera de pie, en sillas de ruedas, o en lechos de muerte.
Pero Ross no tenía miedo de morir; aunque había tomado una vida por error, su deuda con la Muerte estaba pagada durante meses Y aunque su búsqueda era deprimente, continuó hasta encontrar un lugar que parecía confortable en comparación. Era con diferencia el más caro de todos, pero podría soportar los gastos extra después de vender la casa.
Ponerla en el mercado y venderla le ocupó más de lo que esperaba, y lo mismo pasó con el período de depósito que siguió. Incluso con el tiempo extra, Ross tenía las manos llenas. Vaciarlas era el problema auténtico; vaciarlas de todo lo que había acumulado durante años. Lo peor fue decir adiós a sus hijos, vendérselos a un librero que se los llevó en cajas de cartón que parecían ataúdes en miniatura. Ross se preguntó en qué tipo de ataúd habría sido enterrado el hijo de Janice, y luego descartó el pensamiento. «Olvida el pasado, deja que los muertos entierren a los muertos». Tenía que encargarse de los anuncios, tratar con los compradores de muebles de segunda mano, vaciar la casa hasta que de ella sólo quedara un cubo vacío donde pasear mientras esperaba el fin.
«No, el fin no —se recordó Ross—. Esto es un nuevo principio».
La Casa de Descanso de Sunset Cres resultó ser mejor de lo que había esperado. Localizada en los barrios residenciales de una ciudad cercana, el edificio era moderno y bien equipado. Había servicio de lavandería, y una línea de autobuses para ir de compras a la ciudad. Las comidas estaban preparadas decentemente, con dietas especiales para aquellos que las necesitaban. Su habitación era amplia, con un gran armario, baño privado, una cómoda cama y un balcón que daba al jardín.
Y lo mejor de todo, allí estaba Sheila.
Sheila era una de las tres enfermeras residentes. Alta, delgada, con pelo castaño y ojos azules, debía rondar los cincuenta años, pero no aparentaba esa edad. Ya que estaba asignada a su planta, Ross la veía muy a menudo, y lo que veía le gustaba.
Para su sorpresa, ella le había identificado como escritor, e incluso dijo haber leído algunos de sus libros. Cierto o falso, se sintió adulado por su reconocimiento y complacido por su presencia. Gradualmente, la reticencia profesional de Sheila remitió y llegó a saber más cosas de ella. De joven había trabajado en un hospital importante, y luego lo había dejado para casarse, al parecer, felizmente. Tres años antes, después de la muerte de su marido, regresó a su oficio de enfermera. Llevaba bien su viudedad, pero al ir trabando amistad con él Sheila le confesó que a veces echaba de menos la intimidad y las tareas domésticas de su casa. Ross pudo entenderlo fácilmente, pues también añoraba su hogar.
Lo que más le molestaba era su contacto diario con los otros residentes a la hora de comer, en la sala de recreo, los pasillos o los jardines.
Ross no podía entablar amistad con los otros residentes. No le gustaba la forma en que sus mentes se centraban en el pasado, o cómo trataban sus cuerpos con el presente. Le irritaba el castañeteo de los dientes postizos, el temblequeo de las piernas envejecidas, el continuo contrapunto de toses y gargantas aclaradas. Le molestaba ver sus muletas y sillas de ruedas, le deprimía ver cómo algunas caras familiares desaparecían dentro de habitaciones oscuras equipadas con tanques de oxígeno y camas de hospital.
Hacía todo lo posible para no pensar en aquellas cosas…, cáncer, colapsos, ataques cardíacos, la enfermedad de Alzheimer. No importaba lo que le dijera el espejo, Ross no se sentía viejo. En realidad, desde que había conocido a Sheila, le parecía sentirse más joven. ¿No le había dicho el médico que si se cuidaba podría vivir muchos años?
Tenía un futuro por delante y no necesitaba pasarlo aquí. Tal vez no podría vivir en otra casa, pero había apartamentos en la zona. Y Sheila había dicho que añoraba tener un hogar propio. Podría levantar un hogar para ella, un hogar para él.
Lo pensó una noche mientras estaba tendido en la cama y miraba el techo a oscuras. Su vida no había acabado. Después de todo, aún no tenía setenta años…, ahora que lo pensaba, mañana cumpliría sesenta y ocho.
—¿Habrá un mañana?
Escuchó la pregunta con escalofriante claridad. Sólo que no la había formulado él, y el escalofrío que le apretaba entre sus gélidos dedos estaba realmente presente en la habitación. Sus ojos se dirigieron rápidamente al pie de la cama y a la figura fosforescente que allí había.
La Muerte saludó, sonriente, y alzó el reloj de arena que tenía ya casi vacía la mitad superior.
Pero fue la guadaña lo que observó Ross…, la guadaña, alzada en un arco inexorable y cuya hoja desnuda cayó después rápidamente para amenazar su garganta.
—¡Detente! —chilló.
La guadaña osciló.
—¿Otro año? —susurró la Muerte.
—Sí —asintió Ross ansiosamente—. Otro año.
Pero la guadaña no se retiró; permaneció alzada, afilada y brillante, dispuesta a completar su trabajo.
—Ya conoces el precio —murmuró la Muerte.
—Lo pagaré…, puedes estar segura.
—¿Sí?
La guadaña permaneció en el aire, tan cerca que incluso en las sombras Ross pudo distinguir las manchas oscuras por sus filos, las gotas resecas que ensuciaban la superficie de la hoja.
La Muerte fijó en él su mirada sin ojos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Ya has seleccionado a tu siguiente víctima?
—¡No uses esa palabra! Esta vez no cometeré ningún error. No sufrirá ningún inocente.
La Muerte se encogió de hombros.
—Pero ¿quién es inocente? Todos deben morir, tarde o temprano. —La guadaña volvió a avanzar—. No puedo confiar en ti para que sigas siendo juez y jurado. Sólo hay una ley…, una vida por otra vida.
La hoja cayó.
—¡Por favor! —chilló Ross—. ¡Tendrás tu vida, lo juro!
La hoja se retiró. Pero Ross no dejó de temblar hasta que la zarpa huesuda de la Muerte agarró el reloj y le dio la vuelta.
—Rápido —murmuró la Muerte—. Tienes que hacerlo rápido.
Su voz sólo resultó audible al oído interno de Ross; por fuera, fue tan silenciosa como las arenas cambiantes. Y ahora voz y visión se difuminaron, perdidas en las profundidades del sueño.
Aquella noche Ross durmió como un muerto, pero la mañana siguiente estaba vivo, disfrutando de la brillante promesa de los días por venir. La Muerte había desaparecido durante otro año, dejando sólo el eco débil y fantasmal de su despedida.
«Rápido».
Pero ¿cómo podía obedecer? Ross sopesó el problema mientras se afeitaba y se vestía. Los recuerdos de sus errores anteriores regresaron y permanecieron con él mientras corría al patio. Sentado en el jardín, contempló la calle que había más allá, lleno de deseos de ser parte de la vida que allí había una vez más.
Un coche pasó velozmente, ajeno a su presencia. De alguna manera, los coches siempre parecían acelerar cuando pasaban junto a los hospitales, sanatorios o lugares como éste. Nadie quería recordar qué había dentro. La vida es para los vivos. «Que pase un buen día».
El día de Ross no mejoró hasta que regresó a su habitación aquella tarde. Para su sorpresa, había recibido correspondencia: un solo sobre, pero no el de costumbre. Generalmente no recibía nada más que el cheque mensual de su pensión y algún que otro concurso publicitario que acababa en la papelera. Ross estaba anonadado; aparte de los vendedores por correo, ¿quién se preocupaba por él?
Sheila.
De alguna manera se había enterado de la fecha de su cumpleaños y le había enviado una postal. Sheila se preocupaba.
Oscureció, pero para Ross el mundo era otra vez brillante. Sheila se preocupaba, y él también.
Aquella noche, cuando ella le miró, le contó cómo se sentía y lo que esperaba del futuro.
—Nuestro futuro —dijo—. Juntos.
Ross esperó su respuesta, confiando en que aceptara y parapetándose contra una negativa. Pero Sheila guardó silencio y no hubo contestación en sus ojos.
—¿No lo comprendes? —murmuró él—. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Ella suspiró.
—Claro. El síndrome de la última enfermera.
Ross la miró y Sheila asintió.
—Es así como lo llaman los abogados. Un hombre mayor, solterón o viudo, cae enfermo y una enfermera le atiende. Cuando se recupera, se le declara lleno de gratitud…
—No es sólo gratitud.
Ross le cogió la mano, buscando su calidez y suavidad.
La calidez se convirtió en calor, la suavidad se afirmó en respuesta. Luego ya la tuvo entre los brazos y fue fácil hablar, exponer sus planes.
Sheila escuchó, sonriente, con los ojos brillantes.
—Parece magnífico, de verdad, pero tienes que darme una oportunidad para pensar. No podemos salir de aquí mañana, ya sabes. Tenemos que ser prácticos, asegurarnos de que tenemos suficiente para vivir, encontrar un apartamento, amueblarlo. Hay un millón de cosas de las que encargarse. Y tengo que anunciarlo.
—¡Entonces, hazlo! —dijo Ross—. Ahora. Rápido.
Cuando ella se marchó, su alegría permaneció empañada simplemente por una sola sombra…, ¿o era otra vez un eco?
«Rápido. —Las palabras de la Muerte—. Tienes que hacerlo rápido».
Esa noche intentó reflexionar sobre el significado de aquella frase, a pensar en lo impensable.
Y por primera vez desde su llegada buscó en el maletín que tenía guardado en el armario. Según todas las apariencias estaba vacío; sólo él sabía de la existencia del bolsillo oculto en su base. En su interior se encontraba el pequeño frasco de cristal con la poción de veneno definitiva. Al menos, así lo había pensado al empaquetar: una poción reservada para él mismo en caso de que la vida en este sitio se volviera insoportable.
Pero la vida ya no era insoportable y no necesitaba malgastarla aquí. Lo que significaba que la poción sería ahora definitiva para alguien más.
Ross contempló el incoloro contenido del frasco girando silenciosamente. Luego lo apartó y el movimiento cesó. Ahora sólo giraban sus pensamientos; pensamientos venenosos que no podían ser contenidos mucho tiempo.
Reflexionó durante toda la noche. Tenía que hacerlo rápido…, pero ¿a quién?
No tenía ningún enemigo aquí. Y la amarga experiencia le había enseñado que la venganza era inútil. Ross recordó su resolución: no sufriría ningún inocente.
«Pero ¿quién es inocente? —Otra vez las palabras de la Muerte—. Todos deben morir tarde o temprano. Una vida por otra vida».
Preguntas en la oscuridad, a la espera de una respuesta. Luego, poco antes del amanecer, Ross oyó su propia voz susurrando un nombre:
—La señora Endicott.
Aquí tenía su respuesta. La señora Endicott era la residente más vieja del hogar. Noventa y tres años, ciega y postrada en cama; nunca salía de su habitación, pero todos la conocían. La pura longevidad la había convertido en una institución dentro de la institución: «Imagina, lleva aquí más de veinte años y aún aguanta. Hay que reconocer que tiene ganas de vivir».
Ross sonrió ante la idea. ¿No se daban los idiotas cuenta de la verdad? ¿No podían al menos imaginar lo que tenía que ser estar postrado ciego e indefenso un año tras otro? Nadie tenía deseos de vivir en tal estado; simplemente, el pobre cuerpo ciego rehusaba obedecer la voluntad de morir. «Hay que reconocerlo», decían. Bien, él lo reconocería. Le daría la liberación que ansiaba. No sería asesinato. Sería eutanasia, un acto de piedad.
Ross se despertó el sábado por la mañana extrañamente fresco a pesar de su falta de sueño. Ahora sabía lo que tenía que hacer; aún mejor, sabía que quería hacerlo. El resto era cuestión de forma y medios.
El sábado era el día libre de Sheila, lo que hacía las cosas todavía más fáciles. Ella se detuvo en su habitación antes de marcharse y le dijo que iba a la ciudad a consultar con algunos agentes de la propiedad.
—No te preocupes, voy a insistir hasta que encuentre el lugar apropiado. En caso de que regrese tarde, te veré por la mañana. Oh, querido, estoy tan excitada…
Su sonrisa y su abrazo le dijeron más que sus palabras, y Ross se alegró cuando se marchó.
En cuanto a él, se puso a trabajar.
Hizo preguntas; preguntas cuidadosas, casuales, indiferentes. La habitación de la señora Endicott era la 409, a mitad del pasillo, a la izquierda, en su misma planta. Le servían de comer a las horas regulares; los miembros del personal le echaban un vistazo a intervalos durante el día. A las nueve apagaban las luces (aunque aquello no creaba ninguna diferencia para la pobre anciana). Comprobaban su estado cada tres horas por la noche, inspecciones de rutina a cargo de quien estuviera de guardia al otro extremo del pasillo. Esta noche, el enfermero a cargo era Bill Hawthorne, un joven muy amable aunque algo perezoso. Tendía a pasar parte del tiempo entre sus rondas sentado en su mesa leyendo cómics. «Tanto mejor —pensó Ross—. Sea paciente, señora Endicott. La ayuda viene de camino».
Fue él quien tuvo que ser paciente a medida que el día se arrastraba. Al atardecer, estaba realmente tenso. Sheila no había regresado y las horas finales parecían interminables.
La primera ronda tenía lugar a medianoche. Cuando Hawthorne echó un vistazo en su habitación, Ross estaba tapado, aparentemente dormido. Pero momentos más tarde, después de que Hawthorne cerrara la puerta, Ross se puso en pie y se abrió camino en la oscuridad hasta el armario. Tras procurarse el frasco y llevárselo a la cama, esperó. Dentro de media hora Bill Hawthorne habría regresado a su mesa en el cuarto situado al otro extremo del corredor. Desde allí, el enfermero no podía ver el pasillo y sólo el sonido le haría investigar su fuente.
Pero no habría sonidos.
Ross abrió la puerta en silencio a las doce y media. No hizo ningún ruido al dirigirse lentamente hacia la izquierda. Hawthorne no podía oírlos latidos de su corazón.
En silencio, llegó a la habitación 409. En silencio, abrió la puerta. En silencio, entró, cerró la puerta tras él y caminó de puntillas hasta la cama.
Al principio sólo vio una silueta difusa acurrucada entre las mantas. Gradualmente, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. La habitación era fría y olía débilmente a desinfectante mezclado con otro olor, el olor de la edad. Ross vio que emanaba de la boca medio abierta de la anciana cuando observó la arrugada ruina que era su cara, los mechones de pelo blanco que la enmarcaban. No dormía, pues tenía los ojos ciegos abiertos en una mirada sin vista.
En cierto sentido, la blancura lechosa de las cataratas que cubrían sus pupilas le confirmaron en sus conclusiones; se encontraba ante alguien que agradecería su promesa de alivio, aunque nunca supiera quién se lo había concedido. Ross supo lo que tenía que hacer.
Se identificaría como el doctor Morgan, el nuevo médico residente, que había venido a darle un sedante. Todo lo que necesitaba hacer era verter el contenido del frasco en el vaso de agua que había sobre la mesilla de noche y ayudarla a llevárselo a los labios.
—¿Señora Endicott? —dijo en voz baja.
No hubo respuesta. Ross se recordó que era muy probable que con noventa y tres años no oyera bien, y se acercó más.
—Señora Endicott.
Seguía sin haber respuesta. Suavemente, bajó la mano y la colocó sobre la frente huesuda. La frente fría, la frente helada que se dobló con su contacto mientras la cara giraba sobre la almohada y la boca se abría. No brotó ninguna respiración de aquellos labios, sólo un olor delator, y entonces lo supo.
La señora Endicott estaba muerta.
De alguna manera se las arregló para dar la vuelta, marcharse, reemprender sus pasos por el pasillo hasta llegar a la seguridad de su habitación. Allí, cesó su control y se hundió en la cama, sosteniendo aún el frasco inútil que había llevado en su inútil misión. El frasco resbaló de sus dedos temblorosos mientras se estremecía en silencio y cerraba los ojos llenos de desesperación.
Cuando volvió a abrirlos, tenía un visitante.
La desesperación dio paso al horror, pero esta vez Ross supo que no estaba soñando. La descarnada figura a los pies de su cama era bastante real…, eso, o se había vuelto loco. Cerró los ojos una vez más, deseando que su mente y su visión se aclararan.
Pero cuando abrió los ojos la figura seguía allí; se había acercado, y ahora se encontraba a la vera de su cama.
—¡Tú! —susurró Ross.
La calavera asintió levemente.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Tenía una cita pasillo abajo.
Ross noto la burla en la respuesta, en la sonrisa espectral.
—Sabías lo que iba a hacer —murmuró—. Podrías haber esperado
—Había llegado su hora.
—¡Me engañaste!
—Yo no engaño —dijo la Muerte—. Recuerda, te advertí que actuases con rapidez. Pero lo hecho, hecho está.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
La Muerte se encogió de hombros.
—Creía que ya conocías la respuesta.
La calavera se acercaba. Ross pudo ver los manchones de moho verdoso pudriéndose en los amarillentos bordes craneanos. Pudo ver el filo manchado de sangre de la guadaña directamente encima de él, el reloj junto a su pecho. La mitad superior aún estaba llena de arena.
Ross negó con la cabeza.
—¡Todavía no es el momento!
—Quien decide soy yo —le dijo la Muerte—. Tu tiempo se cumplió.
—Pero hicimos un trato…
—Un trato que no pudiste cumplir. No me arriesgaré a que cometas más fallos.
—¡No fallaré! —Las palabras surgieron atropelladamente—. Dame una oportunidad y lo demostraré. Elige tú…, no me importa quién sea la víctima mientras yo siga vivo.
—¿Lo dices en serio?
—Lo prometo. Dime a quién quieres que mate. Sólo dame el nombre.
—Muy bien —asintió la Muerte—. El nombre es Sheila.
—¡Oh, no! Sheila no…, no puedo…
La calavera, sonriente, se acercó más.
—¿Ves? Tu promesa no tiene valor. —La muerte alzó la guadaña—. ¡Ni tú tampoco!
Súbitamente, la hoja bajó, buscando la garganta de Ross.
Aterrado, Ross echó la cabeza a un lado mientras la guadaña descendía y se hundía en la almohada a sólo una pulgada de su cuello. El instinto le hizo levantar las manos y agarrar la huesuda muñeca de la Muerte, que luchaba por liberar la hoja. Desesperado, Ross afianzó su presa, retorciendo con todas sus fuerzas hasta que los huesos crujieron bajo la presión.
Entonces la Muerte soltó su tenaza y la guadaña quedó libre. Mientras caía, Ross soltó las manos y cerró los dedos en torno al mango del arma.
Al agarrarla, sintió una repentina descarga de fuerza que le recorría el brazo. El poder estaba en la guadaña, y él la poseía ahora.
La voz sin sonido de la Muerte dejó escapar una queja.
—¡Devuélvemela!
Ross sacudió la cabeza.
—No. Ahora es mía.
—Pero no tienes derecho…
—Éste es mi derecho.
Ross blandió la guadaña. La figura esquelética se retiró y susurró en silencio.
—Idiota… ¿Crees de verdad que podrás burlarme tan fácilmente?
—¡Pero te he burlado! —exclamó Ross.
Se levantó de la cama y blandió el arma. La Muerte cayó al suelo.
Las mandíbulas de la Muerte se abrieron y se cerraron convulsivamente.
—¡Devuélveme mi guadaña!
El poder que Ross poseía aumentó en su brazo y en su voz. Avanzó, gritando:
—¡No! ¡Márchate!
La forma esquelética se encogió, apretando fuertemente el reloj de arena contra su huesudo pecho. Una vez más Ross descargó un golpe, pero la hoja no alcanzó su blanco.
Durante un momento se hizo el silencio. Entonces la calavera se meneó y sus dientes podridos se abrieron en ronca respuesta.
—Te lo advierto. Nadie burla a la Muerte.
Ross sacudió la cabeza.
—¡Yo soy la Muerte ahora!
Ross alzó la guadaña, golpeó el aire vacío y luego parpadeó. La figura se había marchado.
Parpadeó de nuevo, abriendo mucho los ojos. ¿O simplemente lo sabría por primera vez? ¿Había andado y hablado en sueños otra vez? ¿Era otro sueño?
Entonces miró lo que tenía en la mano. La Muerte había desaparecido pero la guadaña permanecía, y era real. El arma de la Muerte estaba allí. El poder irradiaba de la hoja manchada de sangre. Era su poder, ahora.
Mientras la contemplaba, el alivio dio paso a la aprensión. Ross no quería tal poder. Todo lo que pretendía era salvarse, pero nunca podría representar el papel de la Segadora, nunca podría empuñar la guadaña. Su poder era inútil.
¿O no?
Mientras poseyera el arma, la Muerte no podría golpear a sus víctimas; había sido vencida. Durante un instante Ross sintió el calor de aquella idea, pero luego el calor dio paso a una oleada de frío miedo.
Miró otra vez la hoja. ¿Y si la Muerte regresaba a reclamar la guadaña mientras dormía? Ross no podría permanecer despierto eternamente, no podía guardarla día y noche. ¿Y qué pasaría si otros veían el arma? ¿Cómo podría explicar su presencia?
Sólo había una respuesta. Tenía que esconderla. Esconderla de los otros. Esconderla de la Muerte.
Ross miró el reloj. Las dos y diez. Dentro de menos de una hora el enfermero volvería a hacer su ronda. Hiciera lo que hiciese, tenía que ser pronto.
Agarrando el mango de la guadaña, se dirigió hacia la puerta, la abrió, se asomó al pasillo desierto. El enfermero estaría sentado ante su mesa en la alcoba al fondo del pasillo, a la derecha, y no había manera de pasar por delante de él sin que se diera cuenta. Pero a la izquierda el pasillo terminaba en una escalera trasera.
Se dirigió hacia allí de puntillas, bajó en silencio hasta la planta baja y se encaminó a la puerta que daba a los patios exteriores.
Al fondo de los patios estaba el jardín, y en el jardín florecían las rosas, con los pétalos cerrados como protección contra la noche.
Ross inhaló su aroma en la oscuridad mientras se acercaba, se arrodilló y luego cavó con la guadaña en la arena húmeda. Cavó profundamente, hasta que el hoyo fue lo suficientemente grande. Inspirando con fuerza, partió el mango del arma contra su rodilla. La madera cedió bajo el impacto. Sus dedos encontraron una roca. La alzó y golpeó la hoja de la guadaña, hasta que el metal se retorció y se curvó, y luego la hizo pedazos. Recogiendo los fragmentos, los arrojó al profundo hoyo. Tras cubrirlo con arena, alisó el suelo con los pies para que no se notara nada.
Jadeando, Ross se puso en pie. Se había acabado. Ni siquiera la Muerte sabría que era aquí donde había sido enterrada su arma. Y aunque la encontrara no tendría importancia, porque la guadaña había sido destruida.
Cruzó de vuelta el jardín, aliviado. Al subir la escalera y regresar en silencio a su habitación, Ross sintió la posesión de un poder aún mayor que el de la guadaña que había robado. Nadie podría detenerle ahora. Mañana, cuando viera a Sheila, llevarían a cabo sus planes, encontrarían su futuro.
Cansado, pero triunfante, Ross se hundió en la cama. Miró la oscuridad pero ya no la temía. No tenía necesidad de temerla, pues la Torva Segadora ya no era tal. La Reina de los Terrores había sido destronada.
Ross advirtió que se había equivocado en considerar a la Muerte como una niña… Tal vez la verdad era que la Muerte era vieja. Arrancarle la guadaña de las manos había sido sorprendentemente fácil, pues los viejos no pueden ofrecer resistencia. Esconder el arma había sido también fácil, pues la sabiduría se oscurece con la edad.
«Nadie burla a la Muerte».
Ross sonrió ante el recuerdo de la amenaza, pues también era débil. El paso de incontables siglos había tomado su precio; el único poder de la Muerte residía en su guadaña, y ahora el poder había sido roto y enterrado.
Había otra posibilidad que Ross, ahora que pensaba con claridad, no descontaba del todo. Tal vez su visión de la Muerte había sido un sueño después de todo; un sueño recurrente nacido de su viva imaginación. Tal vez todo era parte de una ilusión nocturna; incluso su viaje al jardín podría ser fruto de alguna fuga sonambulística en la que había roto y enterrado algo que no existía. Pero fuera cual fuese la verdad, ahora estaba libre de ella para siempre. Fuera pesadilla o realidad, la guadaña nunca volvería a golpear, y por fin estaba a salvo.
Todavía sonriendo, Ross se sumergió en el sueño.
Poco después, el enfermero hizo su ronda y entró en la habitación. Sonreía también, pero no por mucho tiempo. Lo que vio le hizo salir tambaleándose al pasillo, llamar a los otros a gritos. Acudieron a mirar e investigar, pero no descubrieron evidencia alguna de que ningún intruso hubiera forzado la entrada.
Lo que encontraron y nunca pudieron explicar fueron los fragmentos rotos de un reloj de arena en el suelo, junto a la cama. Y a Ross, tendido muerto en ella, con la boca abierta de par en par y la garganta llena de arena.