Shirley Jackson: Los veraneantes

«Los veraneantes» (The Summer People), es un inquietante relato de la aclamada autora estadounidense Shirley Jackson, publicado en septiembre de 1950 en la revista Charm. El cuento explora la historia de un matrimonio de ancianos, los Allisons, quienes, tras años de pasar los veranos en una tranquila cabaña rural, deciden prolongar su estadía más allá de la temporada habitual. Sin embargo, esta decisión aparentemente inofensiva desencadena una serie de sucesos inesperados.

Shirley Jackson - Los veraneantes

Los veraneantes

Shirley Jackson
(Cuento completo)

LA casa de campo de los Allison, a siete millas de distancia del pueblo más cercano, se erguía airosamente sobre una colina; desde tres de sus lados se divisaba una extensión cubierta de hermosos árboles y de una vegetación que casi nunca, ni siquiera en pleno verano, aparecía agostada y seca. En el cuarto lado estaba el lago, que llegaba hasta el embarcadero de madera que los Allison no se molestaban ya en reparar y que se divisaba igualmente bien desde el porche delantero, el porche lateral o cualquier lugar de la rústica escalera que conducía desde el porche hasta el agua. Aunque los Allison estaban profundamente enamorados de su casita de verano, esperaban con ansia que llegara el buen tiempo y odiaban tener que marcharse en otoño, no se habían preocupado por introducir mejoras en ella, considerando que la casita en sí y el lago eran una mejora suficiente para el tiempo que les quedaba de vida. La casita no tenía calefacción, ni agua corriente, ni electricidad. Durante diecisiete veranos, Janet Allison había cocinado en una estufa de petróleo, calentando en ella toda el agua que necesitaba; Robert Allison, por su parte, había acarreado diariamente cubos de agua desde el pozo existente en el patio trasero, y había leído su periódico por las noches a la luz de una vela; y los dos, acostumbrados a la higiene de la ciudad, habían terminado por despreocuparse de un modo absoluto por algunos aspectos poco agradables, desde el punto de vista higiénico, de aquella existencia semisalvaje.

Los Allison no eran unas personas refinadas, desde luego. Mrs. Allison tenía cincuenta y ocho años, y Mr. Allison sesenta; habían visto crecer a sus hijos y huir de la casita de verano para instalarse con sus propias familias en alguna playa de moda; sus amigos estaban muertos o se sentían demasiado viejos para abandonar las confortables viviendas de sus nietos y sobrinos. En invierno, los Allison se decían el uno al otro que podían soportar su apartamiento de Nueva York con la esperanza de que llegara el verano; en verano se decían el uno al otro que valía la pena pasar el invierno con la esperanza de que llegara el buen tiempo.

Dado que eran lo bastante viejos como para no avergonzarse de tener unas costumbres regulares, los Allison se marchaban invariablemente de su casita de verano el martes siguiente al Labour Day, y se sentían invariablemente disgustados cuando los meses de septiembre y principios de octubre resultaban insufriblemente calurosos en la ciudad; cada año reconocían que no había nada que les obligara a regresar a Nueva York, pero les costó muchísimo superar su inercia tradicional y decidir quedarse en la casita de verano después del Labour Day.

—En realidad, no hay nada que nos obligue a regresar a la ciudad —le dijo Mrs. Allison a su marido gravemente, como si la idea acabara de ocurrírsele.

Y él replicó, como si hasta entonces no se le hubiera ocurrido la idea:

—Desde luego, podríamos disfrutar del campo una temporada más…

En consecuencia, con mucho placer y una leve sensación de aventuras, Mrs. Allison se dirigió al pueblo al día siguiente del Labour Day y les dijo a los indígenas con los cuales tenía tratos, con un divertido aire de conspiración, que ella y su marido habían decidido quedarse a pasar otro mes en su casita de campo.

—Al fin y al cabo, nada nos reclama en la ciudad —le dijo a Mr. Babcock, el dueño de la tienda de comestibles—. Podemos disfrutar del campo unas semanas más.

—Hasta ahora, nadie se había quedado en el lago después del Labour Day —dijo el tendero. Estaba colocando las compras de Mrs. Allison en una gran caja de cartón, y se interrumpió un momento para mirar con aire reflexivo un paquete de pastas para té—. Nadie —añadió.

—¡Oh, la ciudad! —Mrs. Allison le hablaba siempre a míster Babcock de la ciudad como si Mr. Babcock estuviera soñando trasladarse allí—. Hace un calor horroroso…, no tiene usted idea del calor que hace en la ciudad. Cuando mi marido y yo nos marchamos de aquí siempre tenemos un gran disgusto.

—No les gusta marcharse —dijo Mr. Babcock. Una de las más enojosas costumbres indígenas de las que Mrs. Allison se había dado cuenta era la de repetir una afirmación vulgar, convirtiéndola en una afirmación todavía más vulgar—. A mí tampoco me gusta marcharme —dijo Mr. Babcock, tras una leve reflexión, y él y Mrs. Allison sonrieron—. Pero, hasta ahora, nunca oí decir que nadie se quedara en el lago después del Labour Day.

—Bueno, nosotros vamos a probarlo —dijo Mrs. Allison.

—Las cosas no se saben hasta que se prueban —replicó gravemente Mr. Babcock.

Físicamente, decidió Mrs. Allison, como hacía siempre que salía de la tienda de comestibles después de una de sus vagas conversaciones con Mr. Babcock, físicamente, Mr. Babcock podía servir de modelo para una estatua de Daniel Webster; pero, mentalmente…, era horrible pensar hasta qué punto había degenerado la raza yanqui de Nueva Inglaterra. Lo comentó con su marido, mientras subía al automóvil, y él dijo:

—Es el resultado de generaciones de reproducirse con padres de la misma raza. Eso, y la pobreza del suelo.

Dado que éste era su gran viaje al pueblo, el cual efectuaban solamente cada dos semanas para comprar cosas que no podían enviarles, pasaban allí todo el día, deteniéndose a comer un bocadillo en la tienda de los periódicos y los refrescos, y dejando los paquetes amontonados en la parte trasera del auto. A pesar de que Mrs. Allison podía hacer sus pedidos de comestibles por teléfono, prefería hacer sus compras personalmente, para ver lo que adquiría. En esta ocasión, además, Mrs. Allison estaba interesada en un juego de platos de cristal resistentes al fuego que había encontrado por casualidad en los grandes almacenes en miniatura del pueblo, un interés que sólo ella parecía tener, ya que la gente del campo, con su desconfianza instintiva hacia todo lo que no ofreciera un aspecto tan permanente como los árboles, las rocas y el cielo, apenas habían empezado a experimentar las baterías de cocina de aluminio en sustitución de las de barro cocido.

Mrs. Allison pidió que le envolvieran cuidadosamente los platos, de modo que pudieran soportar el incómodo viaje por el camino rocoso que conducía a la casita de campo, y mientras Mr. Charley Walpole, que en unión de su hermano menor Albert regentaba la tienda (a la tienda se la conocía por el nombre de Johnson’s, porque se encontraba en el lugar donde se había alzado la antigua cabaña de Johnson, que ardió cincuenta años antes de que naciera Charley Walpole), envolvía los platos en papel de periódico, Mrs. Allison dijo, en tono casual:

—Desde luego, pude haber esperado a comprar esos platos en Nueva York, pero este año no vamos a marcharnos tan pronto.

—He oído decir que van ustedes a quedarse —dijo míster Charley Walpole. Siguió envolviendo los platos, y no miró a Mrs. Allison mientras continuaba—: No sé que nadie se haya quedado en el lago después del Labour Day.

—Bueno, verá —dijo Mrs. Allison, como si el viejo Charley mereciera una explicación—, todos los años hemos regresado apresuradamente a Nueva York, como si nos estuvieran esperando allí, pero ahora nos hemos dado cuenta de que no teníamos necesidad de apresurarnos. Ya sabe usted lo que es la ciudad en otoño.

Y sonrió a Mr. Charley Walpole con cierto aire de complicidad.

Pausadamente, el tendero continuó envolviendo los platos. Lo hacía con una calma exasperante, y Mrs. Allison se esforzó por no revelar su impaciencia.

—Me alegro que hayamos decidido quedarnos más tiempo —dijo—. Tengo la sensación de que pertenecemos a este lugar.

Y, para demostrarlo, sonrió cordialmente a través de la tienda a una mujer con rostro familiar, que podía haber sido la mujer que les vendió las fresas a los Allison un año, o la mujer que ocasionalmente ayudaba a Mr. Babcock en su tienda y que probablemente era tía suya.

—Bueno —dijo Mr. Charley Walpole. Empujó el paquete a través del mostrador, para dar a entender que estaba terminado y que por una venta bien hecha, y un paquete bien envuelto, estaba dispuesto a aceptar cierta cantidad de dinero—. Bueno —repitió—. Hasta ahora, los veraneantes no se habían quedado nunca en el lago después del Labour Day.

Mrs. Allison le entregó un billete de un dólar y el tendero le devolvió el cambio, contando cuidadosamente los peniques.

—No se habían quedado nunca después del Labour Day —repitió, dirigiendo una inclinación de cabeza a Mrs. Allison y cruzando lentamente la tienda para atender a las dos mujeres que estaban examinando los vestidos de algodón.

Antes de cruzar la puerta, Mrs. Allison oyó que una de las mujeres decía:

—¿Por qué está marcado este vestido a un dólar y treinta y nueve centavos, y este otro a sólo noventa y ocho centavos?

—Son unas excelentes personas —le dijo Mrs. Allison a su marido cuando se reunió con él en la puerta de la tienda—. Tan sólidas, tan razonables y tan honradas

—Resulta muy agradable saber que aún hay pueblos como éste —dijo Mr. Allison.

—En Nueva York —dijo Mrs. Allison—, podía haber conseguido estos platos unos centavos más baratos, pero no hubiera habido nada personal en la transacción.

—¿Van a quedarse en el lago? —preguntó Mrs. Martin, en la tienda de los periódicos y refrescos—. He oído decir que van a quedarse.

—Hemos decidido aprovechar el buen tiempo que hace este año —dijo Mr. Allison.

Mrs. Martin era comparativamente una recién llegada al pueblo; había vivido en una casa de labor de los alrededores hasta que se casó con el dueño de la tienda, y continuaba regentándola después de la muerte de su marido. Servía refrescos embotellados, y preparaba bocadillos de huevos fritos con cebolla.

—No sé que nadie se haya quedado tanto tiempo antes de ahora —dijo Mrs. Martin—. Por lo menos, nadie se ha quedado después del Labour Day.

—Creí que se marchaban ustedes el Labour Day —les dijo más tarde Mr. Hall, su vecino más próximo, enfrente de la tienda de Mr. Babcock, donde los Allison se disponían a subir a su automóvil para regresar a casa—. Me sorprendió enterarme de que iban a quedarse.

—Nos ha parecido una lástima marcharnos tan pronto —dijo Mrs. Allison.

Mr. Hall vivía a tres millas de distancia de la casita de campo; suministraba huevos y mantequilla a los Allison, y ocasionalmente, desde la cumbre de su colina, los Allison podían ver las luces de la casa a primeras horas de la noche, antes de que los Hall se acostaran.

—Habitualmente, todos se marchan el Labour Day —dijo Mr. Hall.

El camino de regreso era largo y escabroso; empezaba a oscurecer, y Mr. Allison tenía que conducir con mucho cuidado sobre el sucio sendero que discurría junto al lago. Mrs. Allison iba reclinada contra el asiento, agradablemente relajada después de un día que parecía agitadísimo comparado con su existencia cotidiana; en su mente cosquilleaban de modo placentero los nuevos platos de cristal, y la media arroba de manzanas rojas, y el paquete de papeles pintados con los cuales iba a decorar los estantes de la cocina.

—¡Qué agradable resulta regresar a casa! —murmuró cuando llegaron a la vista de su casita, siluetada encima de ellos contra el cielo.

—Me alegro que decidiéramos quedarnos —asintió míster Allison.

Mrs. Allison pasó la mañana siguiente colocando los papeles pintados en los estantes de la cocina; decidió utilizar algunas de las manzanas rojas para confeccionar un pastel para la cena, y mientras el pastel estaba en el horno y míster Allison iba en busca del correo, se sentó en el pequeño trozo de césped que se extendía a uno de los lados de la casita y contempló las cambiantes luces sobre el lago, alternativamente gris y azul mientras las nubes avanzaban rápidamente a través del sol.

Mr. Allison regresó algo enojado; siempre le fastidiaba andar una milla hasta la estafeta de correos de la carretera general y volver con las manos vacías, a pesar de que suponía que el paseo era beneficioso para su salud. Aquella mañana no había nada más que una circular de unos grandes almacenes de Nueva York, y su periódico neoyorquino, el cual llegaba erráticamente por correo de uno a cuatro días más tarde de lo debido, de modo que algunos días los Allison recibían tres periódicos, y frecuentemente ninguno. Mrs. Allison, aunque compartía con su marido la decepción de no recibir la carta que tanto esperaban, no tardó en consolarse con la circular de los grandes almacenes, y decidió mentalmente dejarse caer en ellos cuando finalmente regresaran a Nueva York y comprobar la oferta de las mantas de lana; en los tiempos actuales, resultaba difícil encontrar buenas mantas a un precio razonable. Pensó que tenía que guardar la circular para que no se le olvidara, pero al final renunció a entrar en la casa para dejarla en un lugar seguro y se dejó caer en la hierba al lado de su mecedora, con los ojos semicerrados.

—Parece que vamos a tener lluvia —dijo Mr. Allison, contemplando el cielo.

—Será buena para las cosechas —dijo Mrs. Allison lacónicamente, y los dos se echaron a reír.

El hombre del petróleo se presentó a la mañana siguiente, mientras Mr. Allison había ido en busca del correo; su provisión de petróleo empezaba a escasear, y Mrs. Allison acogió al hombre calurosamente; vendía petróleo y hielo, y durante el verano, recogía la basura de los veraneantes. Un basurero sólo era necesario para los descuidados habitantes de la ciudad; la gente del campo no tenía basura.

—Me alegro mucho de verle —dijo Mrs. Allison—. Nos estábamos quedando sin petróleo.

El hombre del petróleo, de cuyo nombre no había podido enterarse nunca Mrs. Allison, utilizaba una manguera de goma para llenar el bidón de cien litros de los Allison; pero hoy, en vez de dirigirse a la parte trasera de su camioneta y desenroscar la manguera, el hombre miró con aire de apuro a Mrs. Allison, sin parar el motor de la camioneta.

—Creí que iban ustedes a marcharse —dijo.

—Vamos a quedarnos otro mes —dijo Mrs. Allison alegremente—. Hace un tiempo tan agradable, que nos ha parecido…

—Eso es lo que me han dicho —dijo el hombre—. No puedo servirles petróleo.

—¿Qué quiere usted decir? —Mrs. Allison enarcó las cejas—. Nos ha servido usted de un modo regular…

—Después del Labour Day —dijo el hombre—, apenas me queda petróleo.

Mrs. Allison se recordó a sí misma, como hacía frecuentemente cuando estaba en desacuerdo con alguno de sus vecinos, que los modales ciudadanos no daban buen resultado con la gente del campo; no podía tratarse a un empleado del campo como a un obrero de la ciudad, y Mrs. Allison sonrió amablemente mientras decía:

—Pero, seguramente podrá proporcionarnos un poco más de petróleo, al menos mientras estemos aquí, ¿verdad?

—Verá —dijo el hombre. Repiqueteó exasperantemente con su dedo contra el volante del vehículo mientras hablaba—. Verá —repitió lentamente—. Yo encargo el petróleo. Tienen que traérmelo desde cincuenta o cincuenta y cinco millas de distancia. Hago el pedido en junio, calculando lo que necesitaré para todo el verano. Luego hago otro pedido…, en noviembre. De modo que apenas me queda petróleo para mí.

Como si aquello dejara zanjada la cuestión, dejó de repiquetear y apretó sus manos sobre el volante, disponiéndose a marcharse.

—Pero, ¿no puede usted servirnos un poco? —insistió Mrs. Allison—. ¿No hay alguien más que pueda hacerlo?

—No creo que puedan conseguir petróleo en ninguna parte —dijo el hombre con aire meditativo—. Yo no puedo darles ni una gota. —Antes de que Mrs. Allison pudiera hablar, la camioneta empezó a moverse; luego se detuvo un momento y el conductor miró a Mrs. Allison a través de la ventanilla del vehículo—: ¿Hielo? —inquirió—. Puedo dejarle un poco de hielo.

Mrs. Allison sacudió la cabeza; no necesitaba hielo, y estaba furiosa. Dio unos cuantos pasos al lado de la camioneta, gritando:

—¿Tratará usted de conseguirnos algo de petróleo? ¿La semana próxima?

—No lo creo —dijo el hombre—. Después del Labour Day, es muy difícil.

La camioneta se alejó y Mrs. Allison, tratando de consolarse con la idea de que podría obtener algo de petróleo de Mr. Babcock, o, en el peor de los casos, de los Hall, la contempló con aire enojado.

—Espera que llegue el próximo verano —murmuró—. ¡Ya vendrás por aquí el próximo verano!

No había ninguna carta; sólo el periódico, que en los últimos días parecía llegar con rara puntualidad, y Mr. Allison estaba francamente contrariado cuando regresó. Cuando Mrs. Allison le contó lo del petróleo, Mr. Allison no se mostró especialmente impresionado.

—Probablemente lo guardan para subirle el precio durante el invierno —comentó—. ¿Qué les habrá sucedido a Anne y a Jerry?

Anne y Jerry eran su hija y su hijo, ambos casados, él en Chicago, ella en el lejano Oeste; sus acostumbradas cartas semanales se estaban retrasando; se estaban retrasando tanto, en realidad, que Mr. Allison tenía motivos para sentirse enojado.

—Saben perfectamente la ansiedad con que esperamos sus cartas —dijo—. ¡Los hijos! Todos son igual. Egoístas, desatentos…

—No te lo tomes así, querido —dijo Mrs. Allison en tono conciliador. El enojo hacia Anne y Jerry no suavizaría sus sentimientos hacia el hombre del petróleo. Al cabo de unos instantes añadió—: Voy a llamar a Mr. Babcock y a encargarle que nos envíe un poco de petróleo.

—Al menos una tarjeta postal —murmuró Mr. Allison.


Al igual que con la mayoría de los inconvenientes de la casita de campo, los Allison no se fijaban ya de un modo especial en el teléfono, limitándose a aceptar sus rarezas sin quejarse conscientemente. Era un teléfono de pared, de un modelo que todavía puede verse en algunas zonas apartadas; para establecer la comunicación con el encargado de la centralita, Mrs. Allison tenía que hacer girar la pequeña manivela situada a la derecha del aparato. Habitualmente, eran necesarias dos o tres tentativas para que el encargado de la centralita respondiera, y Mrs. Allison, cuando se veía obligada a hacer una llamada, se acercaba al teléfono con resignación y una especie de desesperada paciencia. De modo que aquella mañana hizo girar la manivela tres veces antes de que el encargado de la centralita respondiera, y luego tuvo que esperar que Mr. Babcock descolgara el receptor situado en un rincón de la tienda, detrás del mostrador de la carne.

—¿Diga? —inquirió la voz de Mr. Babcock, con una inflexión que parecía indicar las sospechas que le inspiraba alguien que trataba de comunicarse con él por medio de aquel diabólico aparato.

—¿Mr. Babcock? Aquí, Mrs. Allison. He pensado que podía hacerle mi pedido con un día de anticipación, porque quería estar segura y obtener algo de…

—¿Qué dice usted, Mrs. Allison?

Mrs. Allison levantó un poco la voz; vio que Mr. Allison, desde el césped, se volvía en su mecedora y la miraba con una expresión de comprensiva simpatía.

—Decía, Mr. Babcock, que he pensado que podía anticiparle mi pedido a fin de que me enviara usted…

—¿Mrs. Allison? —dijo Mr. Babcock—. Tendrá que pasar a recogerlo usted misma.

—¿A recogerlo yo misma?

En su sorpresa, Mrs. Allison dejó que su voz volviera a su tono normal, y Mr. Babcock gritó:

—¿Qué pasa, Mrs. Allison?

—Creí que usted me lo enviaría, como de costumbre —dijo Mrs. Allison.

—Verá, Mrs. Allison —dijo Mr. Babcock. Hubo una pausa, y mientras Mrs. Allison esperaba contempló la cabeza de su marido, que se recortaba contra el cielo—. Mrs. Allison —continuó finalmente Mr. Babcock—, en verano mi hijo me ayuda en la tienda, como usted ya sabe, pero ayer regresó a la escuela y no tengo a nadie para atender a los envíos. Sólo los hago en verano, ¿comprende?

—Creí que los hacía siempre —dijo Mrs. Allison.

—Únicamente hasta el Labour Day, Mrs. Allison —dijo Mr. Babcock en tono firme—. Usted no ha estado nunca aquí después del Labour Day, de modo que no podía saberlo, desde luego.

Mrs. Allison se contuvo, repitiéndose, una y otra vez, que no pueden utilizarse los mismos modales con la gente del campo que con la de la ciudad, y que el enfurecerse no le serviría de nada.

—¿Está usted seguro? —preguntó finalmente—. ¿No podría enviarnos un último pedido hoy, Mr. Babcock?

—Imposible, Mrs. Allison —respondió Mr. Babcock—. No puedo emplear a alguien para un envío a un solo cliente del lago. Compréndalo.

—¿Qué me dice de Mr. Hall? —preguntó repentinamente Mrs. Allison—. Vive a tres millas de distancia de nuestra casa… Mr. Hall podría recogerlo cuando vaya al pueblo, y…

—¿Hall? —inquirió Mr. Babcock—. ¿John Hall? Se han marchado a visitar a unos parientes.

—Pero, los Hall nos sirven los huevos y la mantequilla… —dijo Mrs. Allison, anonadada.

—Se marcharon ayer —dijo Mr. Babcock—. Probablemente no creyeron que se quedaran ustedes ahí.

—Pero, yo le dije a Mr. Hall… —empezó a decir Mrs. Allison, pero se interrumpió—. Mañana enviaré a Mr. Allison a recoger algunas cosas —añadió.

—Le atenderé con mucho gusto —dijo Mr. Babcock.

Después de colgar el receptor, Mrs. Allison fue a sentarse de nuevo en la mecedora contigua a la de su marido.

—Mr. Babcock no va a enviarnos nada —dijo—. Tendrás que ir tú mañana. Sólo tenemos el petróleo suficiente hasta que tú regreses.

—Debió avisarnos antes —dijo Mr. Allison.

No era posible permanecer preocupados durante el resto del día; el campo no había ofrecido nunca un aspecto más atractivo, y el lago se movía plácidamente debajo de ellos, entre los árboles, con la casi increíble suavidad de un cuadro veraniego. Mrs. Allison suspiró profundamente, en el placer de poseer para ellos aquella vista del lago, con las lejanas y verdes colinas más allá y el susurro amable de la brisa a través de los árboles.


El tiempo continuó siendo bueno; a la mañana siguiente, Mr. Allison, con una lista encabezada por la palabra «Petróleo», se encaminó hacia el garaje, mientras Mrs. Allison empezaba a preparar otro de sus pasteles. Estaba mondando las manzanas cuando Mr. Allison se presentó inesperadamente en la cocina.

—El condenado auto no quiere ponerse en marcha —anunció, en el tono preocupado de un hombre que depende de su automóvil tanto como de su brazo derecho.

—¿Qué le pasa? —preguntó Mrs. Allison, con el cuchillo en una mano y una manzana en la otra—. El jueves funcionaba perfectamente.

—Bueno —dijo Mr. Allison entre dientes—, eso era el jueves. Pero hoy estamos a viernes y no funciona.

—¿No puedes arreglarlo? —inquirió Mrs. Allison.

—No —respondió Mr. Allison—, no puedo arreglarlo. Tendré que avisar a alguien, supongo.

—¿A quién? —preguntó Mrs. Allison.

—Al hombre de la estación de servicio. —Mr. Allison se encaminó hacia el teléfono—. El pasado verano, cuando se estropeó, lo arregló él.

Con cierta aprensión, Mrs. Allison continuó mondando las manzanas, sin pensar en lo que estaba haciendo. Mr. Allison, por su parte, hizo girar la manivela del teléfono, esperó, dio el número al encargado de la centralita, volvió a esperar, dio el número de nuevo y finalmente soltó el receptor.

—No contesta —anunció, regresando a la cocina.

—Probablemente ha salido un momento —dijo nerviosamente Mrs. Allison; ignoraba el motivo de que se sintiera tan nerviosa, a menos que fuera por la posibilidad de que su marido perdiera los estribos—. Supongo que estará allí solo, de modo que si sale un momento no quedará nadie para contestar al teléfono.

—Sí, eso debe ser —dijo Mr. Allison con punzante ironía.

Se dejó caer en una de las sillas de la cocina y contempló a su esposa mientras mondaba las manzanas. Al cabo de un rato, Mrs. Allison dijo:

—¿Por qué no vas a buscar el correo y luego vuelves a llamarle?

Mr. Allison meditó unos instantes y luego dijo:

—Creo que será lo mejor. —Se puso en pie trabajosamente y cuando llegó a la puerta de la cocina se volvió y dijo—: Pero, si no hay ninguna carta…

Y se marchó, dejando un horrible silencio detrás de él.

Mrs. Allison continuó con su pastel. Por dos veces se acercó a la ventana para contemplar el cielo y comprobar si estaba nublado. La cocina parecía inesperadamente oscura, y la propia Mrs. Allison se sentía en el estado de tensión que precede a una tormenta, pero las dos veces vio que el cielo estaba despejado y claro, sonriendo con indiferencia a la casita de verano de los Allison así como al resto del mundo. Cuando Mrs. Allison, con su pastel listo para el horno, se acercó por tercera vez a mirar hacia el exterior, vio a su marido que ascendía por el sendero; tenía un aspecto más alegre, y al ver a su esposa agitó una carta en el aire.

—¡Es de Jerry! —gritó, cuando estuvo lo bastante cerca para que ella pudiera oírle—. ¡Al fin…, una carta!

Mrs. Allison se dio cuenta, con cierta preocupación, de que su marido no era ya capaz de subir el ligero repecho que conducía hasta la casa sin respirar penosamente; pero inmediatamente Mr. Allison cruzó el umbral, esgrimiendo la carta.

—No he querido abrirla hasta llegar aquí —dijo.

Mrs. Allison examinó con una avidez que la sorprendió a ella misma la familiar escritura de su hijo; no podía imaginar por qué la excitaba tanto aquella carta, a no ser porque era la primera que recibían después de mucho tiempo; sería una carta agradable, respetuosa, contando lo que hacían Alice y los niños, informando de los progresos en su trabajo, comentando el tiempo que hacía en Chicago, para terminar con cariñosos saludos de parte de todos; Mr. y Mrs. Allison hubieran podido recitar, sin el menor esfuerzo, una carta típica de cualquiera de sus dos hijos.

Mr. Allison abrió el sobre lentamente, y luego extendió la carta sobre la mesa de la cocina para que su esposa pudiera leerla al mismo tiempo que lo hacía él.

Queridos mamá y papá —empezaba, con la familiar caligrafía de Jerry, algo infantil—. Me alegro de que esta carta os llegue al lago como de costumbre, siempre hemos pensado que regresabais a la ciudad demasiado pronto, y que debíais de quedaros más tiempo en el campo. Alice dice que ya no sois tan jóvenes como antes, y que ya no tenéis nada que os reclame en la ciudad, de modo que lo mejor es que os divirtáis mientras podéis hacerlo. Dado que los dos os encontráis bien ahí, ha sido una buena idea quedaros.

Con cierta sensación de intranquilidad, Mrs. Allison miró de soslayo a su marido; éste leía con profunda atención, y Mrs. Allison cogió el sobre vacío, sin saber exactamente por qué. La dirección, escrita por el propio Jerry, era la de siempre, y el matasellos era el de Chicago. Desde luego que era el de Chicago, pensó Mrs. Allison rápidamente. ¿Por qué iban a echarla al correo en otra parte? Cuando volvió de nuevo su atención a la carta, su marido había vuelto la página y Mrs. Allison leyó con él:

… y, desde luego, si cogen ahora el sarampión, etc., más tarde se encontrarán mejor. Alice está bien, lo mismo que yo. Últimamente hemos jugado mucho al bridge con los Carruthers, una pareja encantadora, de nuestra misma edad, aproximadamente. El que ha muerto ha sido el viejo Dickson, de nuestra oficina de Chicago. Solía preguntar mucho por papá. Procurad pasarlo lo mejor posible en el lago, y no tengáis prisa en regresar. Cariñosos saludos de todos nosotros. Jerry.

—¡Qué raro! —comentó Mrs. Allison—. No parece una carta de Jerry. Jerry no escribe nunca algo como…

—¿Cómo qué? —preguntó Mr. Allison—. Nunca escribe algo, ¿cómo qué?

Mrs. Allison dio vueltas a la carta entre sus dedos, con las cejas fruncidas. Era imposible encontrar ninguna frase, ninguna palabra, incluso, que no pareciera de Jerry. Tal vez se debía únicamente a que la carta se había retrasado tanto, o a la anormal cantidad de huellas de dedos que había en el sobre.

—No lo sé —respondió finalmente Mrs. Allison.

—Voy a llamar de nuevo a la estación de servicio —anunció Mr. Allison.

Mrs. Allison leyó la carta dos veces más, tratando de encontrar una frase que resultara anormal. Luego regresó Mr. Allison y dijo, en voz baja:

—El teléfono no funciona.

—¿Qué? —inquirió Mrs. Allison, dejando caer la carta.

—Él teléfono no funciona —repitió Mr. Allison.


El resto del día transcurrió rápidamente; después de un almuerzo a base de galletas y leche, los Allison fueron a sentarse sobre el césped, pero la tarde se acortó inesperadamente a causa de unas nubes tormentosas, hasta el punto de que a las cuatro había oscurecido. La tormenta, sin embargo, parecía retrasarse, como si quisiera saborear por anticipado el placer de descargar su furia sobre la casita y el lago; de cuando en cuando relampagueaba, pero no cayó una sola gota de lluvia. Por la noche, Mr. y Mrs. Allison, sentados muy juntos en el interior de su casita, pusieron en marcha la radio de pilas que se habían traído de Nueva York. No había ninguna lámpara encendida, y la única claridad procedía de los relámpagos del exterior y del pequeño recuadro iluminado en la parte delantera del aparato de radio.

La frágil estructura de la casita no era lo bastante recia como para contener en su interior los ruidos de la ciudad, la música y las voces de la radio, y los Allison podían oír todos aquellos sonidos esparciéndose a través del lago, los saxófonos de la orquesta de Nueva York sollozando sobre el agua, la voz de la vocalista desvaneciéndose inexorablemente en el límpido aire campestre. Incluso el locutor, anunciando con entusiasmo las cualidades de unas determinadas hojas de afeitar, no era más que una voz inhumana surgiendo de la casita de campo de los Allison y regresando a ella, como si el lago y las colinas y los árboles la rechazaran por indeseable.

De pronto, Mrs. Allison se volvió hacia su marido y sonrió débilmente.

—Me pregunto si se supone que vamos a…, a hacer algo —dijo.

—No —respondió Mr. Allison—. Creo que no. Sólo esperar.

Mrs. Allison suspiró, y su marido añadió rápidamente:

El automóvil ha sido estropeado a propósito. Incluso yo he podido darme cuenta.

Mrs. Allison vaciló unos instantes y luego murmuró:

—Supongo que los hilos del teléfono han sido cortados.

—Eso creo —dijo Mr. Allison.

Al cabo de un rato, la música de baile cesó y los Allison escucharon atentamente un boletín de noticias. La voz del locutor les habló de un matrimonio que iba a celebrarse en Hollywood, les informó de los resultados de los partidos de base-ball, y del probable aumento que sufrirían los precios durante la próxima semana. Les habló, en la casita de verano, como si todavía merecieran oír noticias de un mundo con el cual sólo estaban unidos ahora a través de las pilas de la radio, que por cierto empezaban ya a gastarse.

Mrs. Allison se acercó a la ventana y miró a la lisa superficie del lago, a la negra masa de los árboles y a la tormenta a punto de descargar, y dijo en tono casual:

—Ahora comprendo lo de la carta de Jerry.

—Lo supe anoche, cuando vi apagarse la luz en casa de los Hall —dijo Mr. Allison.

El viento, soplando repentinamente sobre el lago, remoloneó alrededor de la casita de verano y chocó contra las ventanas. Involuntariamente, Mr. y Mrs. Allison se acercaron más el uno al otro, y, al primer estallido del trueno, Mr. Allison alargó el brazo y cogió la mano de su esposa. Y luego, mientras en el exterior llameaban los relámpagos, y el aparato de radio enmudecía, los dos ancianos se abrazaron en su casita de verano y esperaron.

FIN

Shirley Jackson - Los veraneantes
  • Autor: Shirley Jackson
  • Título: Los veraneantes
  • Título Original: The Summer People
  • Publicado en: Charm, septiembre de 1950
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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