«El diario de Porfiria Bernal», cuento de Silvina Ocampo, es una historia intrigante que se desarrolla en Argentina, centrada en la compleja relación entre una institutriz inglesa, Antonia Fielding, y su joven alumna, Porfiria Bernal. Antonia, contratada por una familia de la alta sociedad argentina, se encuentra inmersa en un ambiente cargado de misterio y sutiles tensiones. La narrativa toma un giro inesperado cuando Porfiria comienza a escribir un diario, animada por su institutriz, que se convierte en un elemento crucial en la trama. A través de las entradas del diario, se revelan percepciones sorprendentes y a menudo perturbadoras sobre la familia, el entorno y la propia Antonia. Este cuento, que entrelaza lo cotidiano con lo enigmático, es una exploración fascinante de la psicología de los personajes, la naturaleza de la realidad y el poder de la imaginación.
El diario de Porfiria Bernal
Silvina Ocampo
(Cuento completo)
Relato de Miss Antonia Fielding
A Juli
Pocas personas creerán este relato. A veces habría que mentir para que la gente admitiera la verdad; esta triste reflexión la hacía en la infancia por razones fútiles, que ya he olvidado; ahora la hago por razones trascendentes. Las personas consideradas honestas, son muchas veces las insensibles, las que no se conmueven ante un destino complejo, o las que saben con sumo sacrificio o habilidad mentir para hacerse respetar. No me encuentro en ninguna de estas categorías. Soy modestamente, torpemente honesta. Si llegué al borde del crimen, no fue por mi culpa: el no haberlo cometido no me vuelve menos desdichada.
Escribo para Ruth, mi hermana, y para Lilian, mi hermana de leche, cuyo afecto de infancia perdura a través de los años. Escribo también para la conocida Society for Psychical Research; tal vez algo, en las siguientes páginas, pueda interesarle, pues investiga los hechos sobrenaturales. El primer presidente de esta sociedad, el profesor Henry Sidwick, fue uno de los mejores amigos de mi abuelo. Recuerdo haber oído en mi infancia muchos cuentos de hadas, pero ninguno me impresionó tanto ni me pareció tan misterioso como la conversación entre mi abuelo y Henry Sidwick, cuando hablaron de Eusapia Palladino y de Alexandre Aksakof, después de una comida veraniega, en el pequeño y hermoso jardín de nuestra casa. Escribo sobre todo para mí misma, por un deber de conciencia.
No quiero detenerme en ínfimas anécdotas de la infancia, sin duda superfluas. Ruth y Lilian las conocen, una porque es mi hermana y la otra porque es mi dilecta amiga. Me limitaré a declarar mi respeto por la Society for Psychical Research y a dedicarle este trabajo que encierra el fruto de una amarga experiencia. Pido perdón por la incorrección del estilo, por la falta esencial de claridad. Nunca supe escribir y ahora que me apremia el tiempo, me estremezco pensando en los errores que dejaré grabados en estas páginas, que jamás he de releer.
Me llamo Antonia Fielding, tengo treinta años, soy inglesa y el largo tiempo que pasé en la Argentina no modificó el perfume a espliego de mis pañuelos, mi incorrecta pronunciación castellana, mi carácter reservado, mi habilidad para los trabajos manuales (el dibujo y la acuarela) y esa facilidad que tengo para ruborizarme, como si me sintiese culpable Dios sabe de qué faltas que no he cometido (esto se debe, más que a timidez, a una transparencia excesiva de la piel, que muchas amigas me han envidiado). Entre las dichas que el cielo me deparó están la salud y el optimismo que brillaron en mis ojos durante largos períodos de la juventud. Soy silenciosa y tal vez por ese motivo no parezco alegre como lo soy en realidad, o más bien lo fui. Para los que me ven de lejos soy hermosa: en el espejo aprecio lo necesaria que es la distancia para embellecer la asimetría de una cara. Frente a un espejo, en la infancia, deploré, llorando, mi fealdad.
No necesito, no puedo relatar todos los pormenores de mi vida. Conozco este país como si fuese mío, porque lo amo y porque leí, para conocerlo mejor, los libros de Hudson. Desde que llegué a la Argentina me sentí atraída por este paisaje, por esta música folklórica, tan española, por esta vida rural y por esta gente lánguida y a la vez bulliciosa. Tuve la suerte de poder viajar por las provincias, antes de verme obligada a trabajar como institutriz. (El Jardín de la República y las cataratas del Iguazú me impresionaron vivamente.)
No sufrí por mi difícil situación pecuniaria, ni por mi trabajo, que al principio me pareció, debo confesarlo, altamente romántico: he amado siempre a los niños, no con un sentimiento maternal, sino más bien con un sentimiento amistoso (como si tuviéramos yo y los niños la misma edad y los mismos gustos).
El primer día que desempeñé mi puesto de institutriz pensé con alegría que la vida me premiaba, obligándome de un modo inesperado a educar a niñas de acuerdo con mis íntimos ideales. No suponía que los niños fueran capaces de infligir desilusiones más amargas que las personas mayores.
No contaré las distintas etapas de mi vida de institutriz. Tal vez demasiado desilusionada y sin embargo con la misma timidez, llegué a esta casa desde cuyas ventanas estrechas y altas diviso la plaza San Martín, con su monumento. Aquí, en esta casa de la calle Esmeralda, escribo estas líneas que tendrán que ser las últimas.
Recuerdo como si fuese hoy la calurosa mañana de diciembre, brillando sobre el llamador de bronce, en forma de mano. Aquel día yo había estrenado un vestido floreado, que me daba felicidad, esa felicidad exagerada que sentimos, las mujeres, ante una prenda que nos embellece. Hacía tiempo que deseaba tener un vestido de ese color, celeste turquesa, con esas mismas flores, que me recordaban a la vez un jardín y una taza de té, en el día de mi cumpleaños. La súbita aparición del llamador en la puerta de calle oscureció por un instante mi alegría. En los objetos leemos el porvenir de nuestras desdichas. La mano de bronce, con una víbora enroscada en su puño acanalado, era imperiosa y brillaba como una alhaja sobre la madera de la puerta. Un portero con levita verde me llevó hasta el ascensor. Yo estaba nerviosa porque no sabía o suponía no saber pronunciar un nombre y un apellido que ahora me parecen familiares: el nombre de la dueña de casa. En los momentos en que nos creemos más perturbados, distraídos o abstraídos, más incapaces de observar, es cuando observamos mejor. Cuando murió mi padre, entre mis lágrimas, descubrí la forma verdadera de sus cejas y un lunar que oscurecía la parte inferior de su mandíbula; con pasión descubrí la forma exacta de un mueble de caoba, mueble de la época victoriana, donde guardaba los anteojos y los biblioratos, y que yo había visto toda mi vida, distraídamente.
Recuerdo el vívido olor a piso recién encerado, la alfombra roja y gastada de la escalera, con bordes más oscuros. Recuerdo en el hall el atardecer, con todas las nubes, del cuadro pintado al óleo, donde una mujer semidesnuda (entre una lluvia de rosas blancas) daba de comer a cuatro palomas con plumas irisadas. Recuerdo las claraboyas con vidrios de distintos colores, las tonalidades verdes, rojas, violetas predominantes, las guirnaldas complicadas, una flor que parecía un pájaro preso en su eterno vuelo. Recuerdo un piano vecino cuya música melancólica me perseguiría.
Ana María Bernal (este es el nombre de la dueña de casa) acababa sin duda de bañarse y de vestirse; una fragancia a polvos, cremas y perfumes delicados la aureolaban o más bien la alimentaban, como el agua alimenta a ciertas flores lujosas. La imaginé envuelta en tules, como una bailarina española perseguida por un reflejo dorado: un rayo de sol la iluminaba y un público invisible presenciaba la escena, ese público encantado y horrible que hay a veces en los muebles tapizados, en las cajas de bombones finos, en los costureros y en los antiguos tarjeteros de marfil.
Nunca pude saber, ni entonces ni después, la edad de Ana María Bernal: sólo supe que su edad dependía de la dicha o de la desventura que le traía cada momento. En un mismo día podía ser joven y envejecer con elegancia, como si la vejez o la juventud fueran para ella frivolidades, meras vestiduras intercambiables, de acuerdo a las necesidades del momento. Recuerdo el perfume estridente de su blusa bordada, el dibujo nacarado de su prendedor y la melancolía falsa y magnífica de sus ojos castaños. Parecía una reina egipcia del British Museum, de esas que me asustaron en la infancia y que admiré más tarde, cuando aprendí que hay bellezas que son muy desagradables. Aun entonces, atareada como yo estaba en estudiar aquel nuevo y asombroso rostro, aun entonces me pareció descifrar el lenguaje lúgubre de la casa, como si cada objeto, cada adorno fuera un símbolo cuidadoso, un anuncio de mis sufrimientos futuros.
Frente a esta desconocida mujer argentina me sentí desamparada. Me sentí transparente, de una transparencia definitivamente dolorosa y oscura. El color de mi piel, el oro gastado de mi cabello (que veía reflejados en los vidrios de la ventana) me parecieron en ese instante no sólo los despojos de mi personalidad sino una maldición inexplicable. El color oscuro de la piel suele dar a los seres una jerarquía, un poder oculto, que admiro, desprecio y temo secretamente: esto me hacía decir en mi infancia: «Podría enamorarme de un hombre de tez oscura, pero nunca me casaría con él, porque le tendría miedo».
Incapaz de ocultarle a Ana María Bernal mis faltas de erudición, equivocadamente me creía inferior a ella. Me ruborizaba y ella en la sombra de sus ojos como detrás de una máscara, con serenidad, seguía los subterfugios de mis movimientos.
—No creí que fuera tan joven —dijo, invitándome a sentarme en un sillón tapizado de damasco amarillo—. Mi suegra me habló de usted. Ella se ocupa del personal de la casa. Es una señora de ochenta años, pero mantiene su agilidad y su memoria. Yo no tengo carácter para estas cosas.
Asentí con la cabeza.
—No sabía que usted fuera tan joven —volvió a repetir con dulzura.
—No soy tan joven —le dije con cierta impaciencia—, tengo treinta años.
Una sonrisa desganada pasó por sus labios.
—Es cierto que la edad, a veces, no significa nada. Además, nunca se sabe la edad de las inglesas. Usted parece tímida. tal vez sin carácter; probablemente por eso parece más joven de lo que es.
—Señora, no hay que juzgar por las apariencias. Yo he sido como una madre con mis hermanos, cuando tenía quince años quedamos huérfanos y yo sola manejaba la casa.
—¡Qué interesante! —dijo Ana María Bernal, cruzando las piernas y colocando las manos, cubiertas de anillos, sobre las faldas—, ¡las vidas de ustedes son tan diferentes de las nuestras! Estoy segura de que la vida de usted debe de ser como una novela muy romántica, como las novelas de Henry James. ¿Henry James o Francis James? Los confundo siempre. Nada asoma al exterior; parece una niña tímida, sin experiencia y sin carácter. Ana María suspiró suavemente. —Le recomiendo que tenga mucha seriedad con mi hija. No le dé confianza. Sea severa con ella. Porfiria es hija del rigor. ¿Sabe usted lo que es ser hija del rigor? Es voluntariosa. Este año no la mandaremos al colegio, porque tuvo una pleuresía y está delicada de salud. Usted tendrá que educarla e instruirla, entreteniéndola. Cuando estemos en el borde del mar (usted sabe que veraneamos en el mar) sus baños no pasarán de cinco minutos: con el reloj y la toalla en la mano tendrá usted que esperarla en la orilla, como hacía mi abuela con mi madre cuando mi madre era chica. Mi hija debe alimentarse bien y comer lentamente; lo ha dicho el médico; tiene que masticar mucho. Espero que usted se haga obedecer y que no tenga debilidades con ella.
En una hoja de block Ana María Bernal anotó con un lápiz el régimen alimenticio de Porfiria y luego me lo entregó con un ademán grosero, mascando las sílabas de su última frase:
—No le dé chocolate, aunque se lo pida.
Cuando Porfiria Bernal vino a saludarme me asombró lo diferente que era de la imagen que yo me había formado de ella. Su nombre, que me recordaba una apasionada poesía de Byron, y la conversación que yo había tenido con su madre habían formado en mí una imagen resplandeciente y muy distinta. Pálida y delgada, con modestia se acercó para que le besara la frente.
Porfiria no era hermosa, no se parecía a su madre, pero hay una belleza casi oculta en los seres, que presentimos difícilmente si no somos bastante sutiles; una belleza que aparece y desaparece y que los vuelve más atrayentes: Porfiria tenía esa modesta y recatada belleza, que vemos en algunos cuadros de Botticelli, y esa apariencia de sumisión, que me engañó tanto en el primer momento.
Me parece que esta casa es la morada de todos mis recuerdos. El infierno debe de ser menos minucioso, menos estrictamente atormentador, en la elaboración de sus detalles. Podría describir los ruidos, uno por uno, las comidas, la luz esencial de los silencios y de las ventanas. Podría describir el día de cada semana con un cielo adecuado. Podría enumerar los cuadros, las fotografías, las manchas de humedad de ciertos cuartos. Podría enumerar las estatuitas de porcelana, con grupos de gatos, y las miniaturas con retratos de antepasados. Podría repetir las lecciones, los dictados, las lecturas que le infligía a Porfiria los lunes, jueves y sábados por la mañana. Podré morir tal vez sin lograr extinguir en mi memoria la precisión punzante y extraña de estos recuerdos.
La vida me asusta y sin embargo ese árbol que veo desde mi ventana me llama y aún me cautiva con sus ramas verdes. Quisiera ser aún la mujer que he sido. La plaza San Martín es alegre: tiene plantas tropicales y un monumento grande, negro y rosado. ¿No respiraré otra vez el olor vernacular de sus tumbergias? ¿No volveré a descubrir esa intimidad argentina, en sus bancos debajo de los gomeros? ¿Quién podrá creer en mi inocencia? ¿Qué hacer para seguir viviendo la humilde felicidad, que tengo todavía, de ser como soy?
El hermano de Porfiria se llamaba Miguel. Cinco años mayor que ella, este adolescente era de una extraordinaria belleza; de piel oscura, de rasgos perfectos, de ojos negros, que brillaban sin melancolía. Una suave sonrisa contradecía la dureza de la mirada, iluminaba a veces la cara; una sonrisa cruel la ensombrecía, otras veces. Su cabello, como las plantas, crecía apasionadamente. Porfiria, vuelvo a repetir, no era única hija y sin embargo su padre la mimaba como si lo fuera. Mario Bernal era un hombre tranquilo y bondadoso y sentía por su hija una ternura casi maternal, una ternura parecida a la que sentía por su madre, que lo admiraba y que siempre lo había preferido.
Hice cuanto pude por mejorar la educación de Porfiria. Leí mucha geografía, mucha historia: debo confesar que había olvidado casi todas las fechas y los acontecimientos históricos importantes. Mi padre siempre decía: Enseñar es la mejor, tal vez la única manera de aprender. Me instruí yo misma, para poder instruir a Porfiria. Nunca estudié tan fervorosamente. Nunca me sentí tan alentada por una familia entera. Hasta la abuela de Porfiria, esa viejita de ochenta años que trataba en vano desde hacía dos años de terminar de tejer una esclavina de lana lila, se interesaba por los métodos de enseñanza y me daba consejos.
Porfiria era extraordinariamente inteligente. La literatura le interesaba, casi lo diría, con pasión. Ciertas composiciones que escribió fueron verdaderamente notables: Los pequeños príncipes en la torre, La muerte de un árbol, Un día de lluvia, Un paseo en el Tigre, Los gatos abandonados, me sobrecogieron, me conmovieron. Yo la dejaba elegir los temas. Yo fui también, Dios me perdone, quien le dio la idea de escribir un diario. Pasaba muchas horas escribiendo como un ángel inclinada sobre el cuaderno, con los ojos iluminados. (¡Entonces la veía inspirada como un ángel!)
—Las niñas inglesas tienen siempre un diario —le dije una mañana en un tren que huyendo de los calores sofocantes de la ciudad nos llevaba a las playas del sur.
—¿Y hay que decir la verdad? —me preguntó Porfiria.
—De otro modo ¿para qué sirve un diario? —le contesté sin pensar en el significado que tendrían para ella mis palabras.
Por la ventanilla del tren veía todo el campo incendiado por el poniente: ni un árbol lo interrumpía; los animales parecían juguetes recién pintados. De vez en cuando pasaba un campo de flores moradas o de lino. He venerado siempre la naturaleza: sus diversas manifestaciones me traen a la memoria versos, frases enteras de algunas novelas, hermosas miniaturas que había en la sala de nuestra casa, en Inglaterra, reproducciones de cuadros pintados al óleo por Turner, cuyas bellezas me estremecen, ciertas canciones de Purcell (canciones de pastores), que le oía cantar a mi madre, de noche, cuando estaba vestida con un maravilloso vestido rosado, con cintas verdes, que anudaba para hacer juego con su peinado. Un recuerdo de perfumes de heliotropo me traen ciertos cielos parecidos a los de aquella tarde: en esos perfumes están mi patria y mi romanticismo.
—Pero ya tengo un diario —dijo Porfiria con una voz agria, que no le conocía—. Usted misma, Miss Fielding, me dio la idea de hacerlo el día que me contó que había escrito un diario a los doce años. ¿No recuerda?
Yo no recordaba haberle dicho nada sobre aquel diario de mi infancia pero sentí al mirar sus ojos que me decía la verdad. Aquellas palabras que yo le había dicho tan distraídamente la habían sin duda impresionado. Continuó hablando con esa pequeña voz agria y desagradable, acentuada por el ruido del tren, que le obligaba a hablar más alto.
—Mi diario, es un diario muy especial. Tal vez un día se lo entregue para que lo lea. Pero se lo entregaré a usted solamente. Mamá no lo tiene que ver porque a ella le parecería inmoral.
La miré con asombro. ¿Cómo se atrevía a hablarme así?
—¿Por qué le parecería inmoral a su madre y no a mí? —le pregunté con una ansiedad mal disimulada.
—Porque usted, Miss Fielding, es inteligente y sobre todo porque usted no es mi madre. Las madres fácilmente dejan de ser inteligentes.
Sentí mucha inquietud al oír estas palabras. ¡Qué había querido decir Porfiria! En ese momento la señora de Bernal, que viajaba en otro vagón, se acercó para invitarnos a comer. ¡Ya empezaba a abrumarme la responsabilidad de ser institutriz!
Comenzaba a hacer frío, caía la noche y por primera vez me apresó una tristeza indecible, inmotivada, recordando mis veraneos natales, los distintos trenes que me habían llevado a otras playas. Me contemplé discretamente en un espejo, para alisar mi cabello. Descubrí en mi rostro, en las esquinas de mi boca, una nueva arruga, una arruga que nunca había visto. Porfiria se apoyaba contra mí, me tomaba del brazo, hacía el ademán de besarme; me parecía que un secreto ya nos unía: un secreto peligroso, indisoluble, inevitable.
Durante muchos meses, Porfiria me amenazó con la lectura de su diario. De tiempo en tiempo me recordaba la urgencia que ella sentía porque yo lo leyera, pero al ver mi indiferencia tal vez se cansó de insistir.
Pasó el invierno y luego la primavera. Llegó el verano. Entonces Porfiria logró, con mil artimañas, hablarme otra vez del diario. Sabía que el asunto me desagradaba. Quería vencer mi repugnancia.
Estábamos en el mes de septiembre de mil novecientos treinta. Tardé unos días en abrir el diario que Porfiria me había entregado y en recorrer superficialmente las páginas. Me repugnaba la idea de leerlo, me parecía, vuelvo a repetir, que ese diario podía herirnos, que era una especie de vínculo secreto, un objeto clandestino, que me traería disgustos; pero Porfiria insistió tanto que no pude rehusarme por más tiempo. ¿A qué abismos del alma infantil, a qué infierno cándido de perversión habían de llevarme estas páginas cuya trémula escritura, en tinta verde, trataba de imitar la mía? ¡Qué lejos estaba yo de imaginar la verdad!
No puedo detenerme en los pormenores de este relato. Mis recursos literarios son nulos. Sospecho que las palabras que he escrito no me proporcionarán siquiera un desahogo, sino un profundo sufrimiento.
Porfiria fue mi primera, mi última discípula. Fue la única por quien tuve un afecto verdadero, por quien sufrí como una madre puede sufrir por una hija, por quien padecí las perturbaciones más hondas que habrá sufrido una persona adulta por una niña. La verdad es que esta criatura influyó sobre mí como sólo puede influir una amiga aviesa.
Con cierta repugnancia, con cierta curiosidad avergonzada, emprendí la lectura del diario. ¿Qué significado tenía para Porfiria la palabra inmoral? ¿Nada de tan terrible como yo me lo había imaginado? ¿Qué secretos familiares me revelarían esas páginas? ¿Hablaría de su abuela, de su madre, de su padre, de su hermano Miguel, irrespetuosamente? ¿La lectura de este diario no me traería problemas de conciencia, sinsabores de diversa índole? Todas estas reflexiones me parecieron bajas, egoístas, insignificantes, ininteligentes. Conmovida y reconfortada por mi resolución, leí las primeras páginas.
El diario de Porfiria
3 de enero de 1931.
Tengo ocho años cumplidos. Me llamo Porfiria y Miguel es mi único hermano. Miguel tiene un perro grande como una oveja. Durante muchos años esperé tener un hermano mejor y menor, pero ya he desistido: no quiero a mi familia. Miss Fielding piensa que no soy hermosa, pero que tengo una expresión fugitivamente hermosa. «Es la expresión de la inteligencia» me ha dicho. «Es lo único importante.» Me parezco a los ángeles de Botticelli que usan cuellitos bordados y que tienen «las caras viejas de tanto pensar en Dios» como dice Miss Fielding. Yo no pienso en Dios, sino de noche, cuando nadie ve mi cara; entonces le pido muchas cosas y le hago promesas que no cumplo. La noche tiene grandes follajes con flores y pájaros en donde me escondo para ser feliz, a veces para ser muy desdichada, porque si es fácil ser audaz a esas horas, es también fácil morir de susto o de desesperación A esas horas podría escaparme de mi casa, matar a alguien, robar un collar de brillantes, ser una estrella de cine.
Todas las expresiones de mi cara las he estudiado en los espejos grandes y en los espejos chicos. Los cuadros de Botticelli los he visto en la colección de Pintores Célebres.
No ambiciono, para cuando sea grande, ser como mi madre, ni como Miss Fielding, ni como mi prima Elvira. Me parece que nunca voy a ser ni siquiera joven: esta idea no me entristece, me da una sensación de inmortalidad, que muchas niñas de mi edad sin duda no tuvieron.
10 de enero.
Miss Fielding me dio la idea de escribir este diario. Antes de conocerla no se me hubiera ocurrido: antes de conocerla no se me hubiera ocurrido contemplar los ángeles de Botticelli ni mi cara en tantos espejos, porque siempre encontré que yo era horrible y que mirarme en un espejo era un pecado. En una cadenita de oro entre dos medallitas, tengo una llave; es la llave del cajón donde guardo mi diario. El cajón y la llave despiertan la curiosidad de los sirvientes y de mi madre, que es astuta.
Ella sola, Miss Fielding, podrá leer estas páginas tal vez Miguel, que sabe ortografía.
Porfiria Bernal es mi nombre: me asombra, me contraría continuamente, me cambia el color de los ojos, la forma de la boca y de los brazos y hasta el afecto que siento por mi madre. ¡Mi madre! A veces la veo como una extranjera, como una intrusa que acaricia mi pelo, cuando le doy las buenas noches. Mi padre tiene cara de prócer, me es familiar como las miniaturas que guarda en la vitrina. Besarlo me da vergüenza.
Soy la esclava de mi nombre.
—Todo es cuestión de costumbres. Cuando seas grande te gustará tu nombre, porque es original —me dijo ni madre.
—Preferiría llamarme Miguel. Miguel es nombre de varón y es vulgar.
15 de enero.
Me enojé con Miss Fielding: no quería que me despidiera de los gatos de Palermo.
20 de febrero.
Hoy llegamos al mar. Los viajes en tren son demasiado cortos: tenía tantas cosas que pensar y sólo el tren me permite pensar. Los ejercicios físicos me sacan los pensamientos, y la gente y la aritmética.
28 de febrero.
La arena es hecha de piedras, caracoles, huesos, pelos, uñas de náufragos y pedacitos de animales que se han aventurado dentro del mar y han dejado su esqueleto: la he mirado de cerca con mi vidrio de aumento.
Mi madre conversa con un señor cuyos ojos azules son del color de algunos pescados. Es claro que hablan de cosas muy desagradables, de parientes o de negocios, porque mi madre frunce las cejas y mira su reloj, y el señor, que tiene un anillo de oro, mira con odio el mar y se recuesta contra el toldo fumando como si estuviera muy cansado. La arena se pega entre los dedos de los pies; trato de sacarla, pero no puedo. Miss Fielding mira de reojo al señor del anillo de oro. ¿Qué piensa Miss Fielding? No piensa. Sale a nadar: sigo su gorra verde sobre el mar, la sigo hasta que vuelve.
¡Cuántos ombligos tiene la arena!
Me regalaron una virgen que sirve de velador: son las más prácticas.
1° de marzo.
Estoy enferma. Miss Fielding no me deja pensar: lee, con su monótona voz de gato, Robinson Crusoe. Pero ¿qué interés puede tener para mí un libro como ése? Me gustan los libros de amor o de crímenes. Me gustan los libros de pensamientos. No espero sino la hora de la comida, que no me trae nada. ¿Moriré antes de los quince años? He contado las horas que Miss Fielding no me ha dejado pensar desde que estoy en cama: cinco horas hoy, ayer tres, anteayer ocho: dieciséis en total. Si muero antes de los quince años, no se lo perdonaré.
10 de marzo.
Me despedí del mar: fue difícil besarlo, más fácil me resultó besar la arena, que estaba húmeda. No volveré hasta el año que viene (pero ya no será lo mismo, tendré un año más, ya no seré la misma).
Iremos a pasar unos días a una estancia de mi abuelo, en Arrecifes.
12 de marzo.
La estancia se llama La Dormida.
—Seguramente La Bella Durmiente del Bosque era uno de los cuentos preferidos de las hijas del antiguo propietario de esta estancia y por eso le pusieron ese nombre —me dijo Miss Fielding la noche que llegamos.
Tuve que explicarle que no se llamaba La Bella Durmiente del Bosque sino La Dormida, lo que era distinto. Me contestó como si me diera un dato histórico:
—Seguramente han querido abreviar el nombre porque resultaba un poco largo.
14 de marzo.
La estancia se llama La Dormida, porque su antiguo propietario tenía una hija más callada, mucho más callada y tímida que yo. Cuando llegaban visitas, el dueño de casa, que tenía una barba, mitad negra, mitad colorada, para alabar o llamar a su hija mientras servía las masas que ella misma había preparado, decía en voz alta:
—No es dormida. No es dormida, mi hija.
Las visitas, que eran todas señoras viejas, de luto y golosas como chanchos, tomaron la costumbre, cuando llegaban a la estancia, de preguntar por la que «no era dormida» y finalmente para abreviar un poco por «la dormida», pensando en las masas caseras que parecían, por los firuletes de merengue, masas de una gran confitería. Poco a poco, la Dormida se hizo famosa. «¿Dónde está la dormida?», «¿Cómo está la dormida?» «¿Qué está haciendo la dormida?» eran frases que empezaron a oírse cuando la gente reclamaba masas. La estancia acabó por llamarse La Dormida.
Pero ahora no hay nadie que pueda convencer a Miss Fielding de que La Bella Durmiente del Bosque no fue responsable de ese nombre.
15 de marzo.
Miss Fielding aprendió en un día a andar a caballo. Todo el mundo la felicitó. No se asusta de las víboras ni de los murciélagos, ni de las luces malas. No sé si adora o si odia los gatos. Los acaricia y les da pedacitos de carne cruda, que roba de la cocina, cuando el cocinero duerme la siesta, pero también les da puntapiés.
Camina con Miguel por el parque a la noche. Oigo las voces hasta que me duermo. Dicen que vieron un fantasma y que Miss Fielding cayó desmayada: eran los ojos fosforescentes de un gato, que corría por el techo de la casa, como un gigante negro.
20 de marzo.
Pienso que voy a ser una gran artista cuando veo un rayo de sol sobre el césped, o cuando tomo el olor a trébol que brota de la tierra al caer la noche o cuando me imagino que un tigre me devora en pleno día. Pintaré muchos cuadros para el Museo Nacional.
26 de marzo.
Ser pobre, andar descalza, comer fruta verde, vivir en una choza con la mitad del techo roto, tener miedo, deben de ser las mayores felicidades del mundo. Pero nunca podré ambicionar esa suerte. Siempre estaré bien peinada y con estos horribles zapatos y con estas medias cortas.
La riqueza es como una coraza que Miss Fielding admira y que yo detesto.
28 de marzo.
He inventado esta oración: Dios mío, haced que todo lo que yo imagine sea cierto, y lo que no pueda yo imaginar no llegue nunca a serlo. Haced que yo, como los santos, desprecie la realidad.
29 de marzo.
He dudado de la existencia de Dios: las personas grandes siempre mienten y ellas me hablaron de la existencia de Dios.
1° de abril.
No puedo encontrar un trébol de cuatro hojas. Nunca seré feliz, porque ser feliz es creer que uno lo es.
2 de abril.
Dormir y comer en el tren me gusta. Me gusta también Buenos Aires, hoy, porque es día de llegada y porque hay olor a naftalina en las alfombras.
4 de abril.
Sin convicción estudio el piano. Para tocar bien el piano tengo que imaginar un teatro lleno de gente, oír aplausos. Le pago diez centavos a Filomena por cada aplauso. En la salita de esta casa, cuando hay una visita, mi madre me pide que toque Au Couvent, de Borodine: pero detesto esa visita y detestaría cualquier teatro con semejante público. Para no llorar tengo que imaginar que estoy en un jardín con rosales y sauces y que un joven descalzo y muy pobre me lleva de la mano; entonces la música se abre como un sendero para dejarnos pasar y el teclado se vuelve invisible.
20 de mayo.
Pablo Lerena comió anoche en casa. Es un primo segundo de mi padre.
Hasta los veinte años vivió en Europa: es lo único que sé de él. Me saludó agachando la cabeza perfumada. Apenas le contesté. Me había caído de la escalera y me dolía la rodilla.
21 de mayo.
Sobre las rosas, en los floreros de la sala, recordando mi infancia, lloré como si fuera grande. A las seis de la tarde no había nadie en la casa. Un silencio intimidante, como el de una presencia, se internaba por las habitaciones. Los corredores oscuros me llevaron al cuarto de Miss Fielding. Me detuve un instante antes de abrir el cajón de la mesa de luz: encontré un paquete de cartas atado con una cinta (sabía de quién eran esas cartas), un frasquito de perfume, un lápiz y una caja de fósforos. Desaté la cinta. Leí las cartas una por una; a medida que las iba leyendo las guardaba en un bolsillo, para no releer las que ya había leído. Oí un ruido en la puerta de calle. Con la cinta rápidamente até las cartas. Una quedó en mi bolsillo: la conozco de memoria.
22 de mayo.
Miss Fielding sabe que le falta una carta. Sabe que yo se la robé y que se la mostré a Miguel. «Son cartas comprometedoras» diría mi madre. Lloré con la cabeza escondida entre las faldas de Miss Fielding. Me perdonó porque es inteligente. Se lo conté a mi madre.
27 de mayo.
Rosa, Fernanda y Marcelina son mis mejores amigas. Soy admirada por la primera, dominada por la segunda, ignorada por la tercera, que toca muy bien el piano y que anda como un mono en bicicleta. Las amigas pueden dividirse en varias clases: las que escuchan siempre, las que escuchamos, las que amamos cuando están cerca, las que preferimos cuando están lejos, las que deseamos que tengan diferentes opiniones de las nuestras, las que recordamos cuando oímos una música, las que son como un jardín, las que se parecen únicamente a ellas mismas, las que saben lo que íbamos a decir antes de hablar y lo dicen para avergonzarnos, las que nos roban las cosas amadas amándolas, las que perfeccionan la soledad, las grandes, las que no se ocupan de nosotras.
Rosa, Fernanda y Marcelina no son en realidad mis mejores amigas; es sólo en algunas composiciones que lo digo, como por ejemplo en la composición titulada Un paseo en el Tigre.
4 de junio.
Pablo Lerena come casi todas las noches en cosa. Tiene un negocio a medias con mi padre. Después de comer Miss Fielding y mi madre hacen solitarios, mientras mi padre y Pablo Lerena conversan envueltos en el humo espeso de los cigarros. Mi abuela teje una esclavina. Teje como una tortuga con manos de araña. Oye todo lo que nadie alcanza a oír, pero no oye nada de lo que todo el mundo oye. A veces parece disfrazada. A veces parece disfrazada sobre todo en invierno porque se abriga mucho cuando va a misa.
Miss Fielding cree que me burlo de ella: no es mi culpa, es tan distinta de todo el mundo, con sus ojos de gato de angora y con su voz llorona.
20 de junio.
Veo muy poco a mi padre o más bien lo miro muy poco: ayer descubrí que tenía los ojos verdes y la nariz aguileña. Tener siempre cerca a las personas las aleja: conozco pedacitos de mi madre, conozco sus muñecas, el espesor de su peinado y el lugar que ocupa una de sus ondas preferidas, el crujido de sus pasos, la sonoridad de su risa, pero a Pablo Lerena lo conozco de arriba abajo y no como un busto, como la conozco a mi abuela, lo conozco todo entero como en un gran espejo.
21 de julio.
Fui a Palermo con Miss Fielding. Llevamos carne cruda para los gatos.
Cerca del lago, donde alquilan las bicicletas, nos sentamos para mirarlos comer; ronroneaban, se frotaban contra mí. De pronto Miss Fielding se puso a temblar; su cara se transformó: parecía horrible, un verdadero gato. Se lo dije y me cubrió de arañazos. Con la cara sangrando llegué a casa.
23 de julio.
Me escondí en el rellano de la escalera. No veía pero oía todo lo que decían: Miss Fielding hablaba con Miguel: parecía que lloraba. Hablaban mal de mí. Cantaban los pájaros de las jaulas, en el balcón, como si se besaran. En la claridad de la pared veía agitarse las sombras, como las figuras de una linterna mágica.
30 de julio.
Es mi cumpleaños. Mi padre me regaló una pulsera de oro fina, Miss Fielding un libro, mi madre un monedero, mi abuela cien pesos, Pablo Lerena no sabía que era mi santo y cuando vio el postre con mi nombre y con las velitas encendidas sobre la mesa en medio de la comida se levantó para besarme. Me ruboricé. Mi abuela comió en la mesa pero no probó el postre porque tenía huevo.
10 de agosto.
Dije a Miss Fielding:
—Dale que eras un gato y yo un perro y me arañabas. Miss Fielding me puso en penitencia.
15 de agosto.
Me gustan los libros de amor o de crímenes, me gustan los libros de Rossetti y de Tennyson: algunos versos los sé de memoria y los recito silenciosamente cuando estoy en la iglesia esperando que termine la misa.
24 de agosto.
En medio de las lecciones, Miss Fielding se detiene, suspira sus ojos se aventuran por el paisaje de la ventana. Miguel la llamó ayer para que le ayudara a escribir una carta: tardaron más de una hora.
2 de septiembre.
Soy romántica, Miss Fielding me lo dijo anoche mientras me hacía las trenzas. Ella es más romántica porque ha vivido más, pero menos intensamente.
Miss Fielding lo abraza a Remo y le clava las uñas, le dice en inglés:
¿Sabes cómo te quiero? Remo no comprende el inglés, pero sabe que Miss Fielding es idéntica a un gato y no la quiere y baja las orejas.
29 de septiembre.
Miss Fielding me ve tal vez como a un demonio. Siente un horror profundo por mí y es porque empieza a comprender el significado de este diario, donde tendrá que seguir ruborizándose, dócil, obedeciendo al destino que yo le infligiré, con un temor que no siento por nada ni por nadie.
5 de octubre.
Roberto Cárdenas vino a comer por primera vez esta noche. En seguida reconocí al señor, con los ojos azules, que había visto durante el verano, en la playa, conversando con mi madre. Me saludó con amabilidad. Yo apenas le contesté. Miss Fielding se ruborizó violentamente.
Remo, el perro de Miguel, murió en un accidente.
Interrumpo este diario, como lo interrumpí entonces, con estupor, el 5 de octubre, a las doce de la noche, al comprobar que todo lo que Porfiria había escrito en su diario hacía casi un año estaba cumpliéndose.
Roberto Cárdenas había venido a comer esa noche por primera vez. Y ahí tenía, ante mis ojos, la fecha increíble, 5 de octubre, escrita sobre la página del diario, como un testimonio mágico, infernal. El cuaderno había estado en mi poder todo ese tiempo. Me constaba que Porfiria no había podido tocarlo ni durante todos esos días, ni hoy, después de la comida. Qué horrible misterio alimentaba diariamente las páginas de este diario. Recuerdo que no dormí en toda la noche, presa de inexplicables temores.
A la mañana siguiente, le pregunté a Porfiria si no había agregado anotaciones nuevas al diario. ¡Demasiado bien sabía que no lo había tocado! Le señalé con un vago temor la distracción que había tenido en anticipar las fechas. Me miró con asombro. Abriendo desmesuradamente los ojos, me dijo con exaltación inusitada:
—Escribir antes o después que sucedan las cosas es lo mismo: inventar es más fácil que recordar.
Confieso que la inteligente, la dulce Porfiria, me pareció presa de algún demonio. Sentí ese día horror por ella, y a la noche, en la soledad de mi habitación, leí las páginas siguientes del diario.
26 de octubre.
Roberto Cárdenas y mi madre se despiden como si temieran no verse nunca más. ¿Qué secretos terribles se dicen en la oscuridad de la sala cuando pasa el tranvía? Miss Fielding es muy celosa. ¿Los gatos son celosos?
Hoy nos pidieron a Miss Fielding y a mí que tocáramos el piano a cuatro manos. Miss Fielding, tristemente, se sentó al piano y yo a su lado, en el taburete. En la madera brillante del piano yo veía a mi madre que lloraba y a Roberto Cárdenas que le besaba las manos para consolarla.
Mi madre llora sin lágrimas con frecuencia. Sabe que Miss Fielding me lastima. Sabe que Miss Fielding no es un ser humano, pero no se atreve a despedirla, porque le tiene miedo.
5 de noviembre.
Estar enamorada, no significa amar a un hombre: puede uno estar enamorado sin amar a nadie. Una fotografía, una puesta de sol, un perfume, un ángel o una música bastan.
20 de noviembre.
Quisiera ser pruebista. Vestirme con un traje verde y brillante. Un pruebista se parece mucho a un ángel; cuando salta en los trapecios, otro ángel lo recibe en sus brazos.
4 de diciembre.
Tengo un presentimiento. Nuestro fin se acerca. Algunas personas tienen caras de criminales cuando se les acerca la muerte; inconscientemente adoptan la cara que imaginan que tiene la muerte.
Ayer hablamos con Miss Fielding de la muerte, del suicidio, del crimen. No son conversaciones para tener con niños.
5 de diciembre.
Hace calor. Miss Fielding volvió del campo con un enorme ramo de flores. Las arregló en los floreros del comedor. Mi madre no las agradeció, porque es orgullosa.
El sol amarillo brilla sobre las calles y las casas todavía, y ya es tarde.
Miss Fielding está enamorada de Miguel. Así tienen que ser las institutrices con los discípulos y no tratarlos con la rudeza con que me trata a mí. Pero Miguel no es el discípulo de Miss Fielding, es el discípulo de un gato. Soy yo la discípula y es de mí de quien tiene que ocuparse, y no arañarme como un felino; se lo dije a mi madre.
8 de diciembre.
Fui a misa con Miguel y Miss Fielding.
Trataré de alejarlos. No me importa que me odien. Cuando uno no consigue el afecto que reclama, el odio es un alivio. El odio es lo único que puede reemplazar al amor.
Conseguí que me pegara, que me clavara las uñas de nuevo. He triunfado, exasperándola.
9 de diciembre.
Podría matar a Miss Fielding sin remordimiento. Si lloré por la muerte de Remo no lloraría por la de ella, como ella no lloraría por la mía.
15 de diciembre.
Es como si una voz me dictara las palabras de este diario: la oigo en la noche, en la oscuridad desesperada de mi cuarto.
Puedo ser cruel, pero esta voz lo puede infinitamente más que yo. Temo el desenlace, como lo temerá Miss Fielding.
De nuevo cerré el diario. Lo tuve guardado dos días. Pensé que si no lo leía, tal vez el diario dejaría de existir; yo rompería su encantamiento, ignorándolo. Creo innecesario describir mi angustia, mi tortura, mi humillación.
Todas las cosas que me han sucedido las leo en este diario.
Leí las últimas páginas: no pude evitarlo.
Hablará por mí el diario de Porfiria Bernal. Me falta vivir sus últimas páginas.
20 de diciembre.
Me he contemplado largamente en el espejo, para decirme adiós, como si los espejos del mundo fueran a desaparecer para siempre.
Creo que existo porque me veo.
Miss Fielding me asusta. Todos los gatos me asustan. Les doy de comer para que no me odien.
21 de diciembre.
¿Cuándo comenzó nuestra enemistad? El día que los vi con las dos cabezas juntas, leyendo un libro de poesía. Miss Fielding me ha perdonado todo, menos eso tal vez. Me guarda el rencor de los gatos por los perros o de los malos discípulos por sus maestros.
22 de diciembre.
Uno desea, en el fondo de su alma, que llegue pronto el día de la tragedia. Miss Fielding me arañó tres veces hoy.
23 de diciembre.
Fuimos al Tigre. El cielo cubría de reflejos el agua. La canoa verde se deslizaba silenciosa. Por un instante nos olvidamos de todo. Almorzamos debajo de los sauces. A las cinco de la tarde, Miss Fielding me miró con horror. ¿Qué había visto? La sombra de un gato. Cuando las personas están por transformarse ven una sombra que las persigue, que les anuncia el porvenir.
24 de diciembre.
Miss Fielding me regaló un libro; yo le regalé un gato de porcelana.
Subimos a la azotea, con Miss Fielding, como siempre lo hacemos cuando llegan los días calurosos. La baranda es endeble. La altura de una casa de cuatro pisos no puede dar vértigo a nadie. Miss Fielding dice que siente vértigo en cualquier parte donde se encuentra, desde una altura grande o pequeña. Sin embargo, cuando estábamos en el campo se subía al molino.
Deme la mano —me dijo al pasar por la parte más angosta de la escalerita.
Tenía las manos heladas y temblaba. Me clavó las uñas. Me sorprendió de nuevo con su cara de gato; se lo dije. Alcanzamos a ver el río. De pronto perdí pie. ¿Es Miss Fielding que me ha empujado? Trato de asirme a los barrotes de hierro.
No caí afuera; caí sobre las baldosas, desmayada. Oí un grito estridente, desgarrador. Era la sirena del puerto, la que he oído, siempre a esa hora de la tarde.
26 de diciembre.
Miss Fielding trató de matarme. No se lo diré a nadie. Ella cree que duermo. Por la ventana abierta veo la plaza San Martín, donde florecen las primeras tumbergias. Brillan las palmas y el cielo de Buenos Aires se extiende hasta el río amarillo. Estoy en cama. Me permiten tomar una taza de chocolate. Por la puerta entreabierta veo que Miss Fielding prepara el chocolate. Hierve la leche en un calentador. Ya no podrá traerme la taza. Se ha cubierto de pelos, se ha achicado, se ha escondido; por la ventana abierta, da un brinco y se detiene en la balaustrada del balcón. Luego da otro brinco y se aleja. Mi madre se alegrará de no tenerla más en la casa. Comía mucho, sabía todos los secretos de la casa. Me arañaba. Mi madre la temía aún más que yo. Ahora Miss Fielding es inofensiva y se perderá por las calles de Buenos Aires. Cuando la encuentre, si algún día la encuentro, le gritaré, para burlarme de ella: «Mish Fielding, Mish Fielding» y ella se hará la desentendida, porque siempre fue una hipócrita, como los gatos.