«El baúl» (The Crate) es un cuento de suspense y horror sobrenatural escrito por Stephen King, publicado en 1979 en la revista Gallery. La historia sigue al profesor Dexter Stanley, cuya rutina académica en la universidad se ve interrumpida por un descubrimiento perturbador. Un conserje encuentra un antiguo baúl oculto debajo de una escalera en el edificio de ciencias. Intrigado por el hallazgo, Stanley investiga el origen del misterioso objeto, que parece provenir de una remota isla del Polo Sur y podría tener más de un siglo de antigüedad. Al decidir abrirlo, libera un oscuro secreto que desencadena una serie de eventos escalofriantes.
El baúl
Stephen King
(Cuento completo)
Dexter Stanley estaba asustado. Peor aún, tenía la sensación de que ese eje central que nos une al estado que definimos como cordura se encontraba bajo una tensión mayor de la que nunca había soportado antes. Esa noche de agosto, mientras se dirigía hacia la casa de Henry Northrup, situada en la avenida norte del campus, pensaba que se volvería loco si no conseguía hablar pronto con alguien.
No había nadie con quien hablar aparte de Henry Northrup. Dex Stanley era el jefe del departamento de Zoología y si hubiera sido mejor en cuanto a la política académica habría podido llegar a presidente de la universidad. Su mujer había muerto veinte años antes y no tuvieron hijos. La poca familia propia que le quedaba vivía toda al oeste de las Rocosas. No era particularmente bueno haciendo amigos.
Northrup era una excepción a esa regla. En algunos aspectos eran muy parecidos; los dos se habían desengañado muy pronto del casi siempre absurdo pero continuamente feroz juego de la política universitaria. Tres años antes, Northrup había intentado conseguir la presidencia del departamento de Literatura Inglesa, que estaba vacante. Había perdido y una de las razones, indudablemente, había sido su esposa, Wilma, una mujer tan corrosiva como desagradable. En las pocas fiestas a las que había asistido Dex y en las que resultaba posible que se mezclaran la gente de literatura con la de zoología, le parecía poder recordar siempre la presencia de esa voz semejante al rebuzno de una mula, explicándole a una nueva esposa de la facultad que debía «llamarme Billie, querida, ¡todo el mundo lo hace!».
Dex avanzó por el césped hacia la puerta de la casa de Northrup en una especie de carrera tambaleante. Era jueves y la desagradable mujer de Northrup tenía dos clases la noche de los jueves. Por lo tanto, ésa era la noche que Dex y Henry dedicaban al ajedrez. Los dos habían jugado al ajedrez durante los últimos ocho años.
Dex pulsó el timbre de la puerta casi derrumbándose sobre él. La puerta se abrió al fin y Northrup apareció en el umbral.
—Dex —dijo—. No te esperaba hasta dentro de…
Dex le apartó de un empujón y entró en la casa.
—Wilma… —dijo—. ¿Está aquí?
—No, se fue hace quince minutos. Me estaba preparando algo para comer. Dex, tienes una cara horrible.
Ahora se encontraban bajo la luz del vestíbulo y ésta ponía al descubierto el rostro de pálido queso que ostentaba Dex, pareciendo delinear arrugas tan hondas y oscuras como grietas en el suelo. Dex tenía sesenta y un años pero en esa calurosa noche de agosto daba la impresión de tener casi noventa.
—No me extraña.
Dex se limpió los labios con el dorso de la mano.
—Bien, ¿de qué se trata?
—Henry, me temo que estoy enloqueciendo. O que ya me he vuelto loco, no sé.
—¿Quieres algo para comer? Wilma dejó un poco de fiambre.
—Prefiero beber algo. Y que sea grande.
—De acuerdo.
—Dos muertos, Henry —dijo Dex bruscamente—. Y podrían culparme por ello. Sí, veo perfectamente el modo en que podrían culparme por ello. Pero no fui yo. Fue el baúl. ¡Y ni tan siquiera sé lo que hay allí dentro! —Dex lanzó una risotada salvaje.
—¿Muertos? —dijo Northrup—. ¿De qué se trata, Dex?
—Un portero. No conozco su nombre. Y Gereson. Un estudiante graduado. Estaba allí por casualidad. Estaba en el camino de… lo que sea.
Henry estudió el rostro de su amigo unos instantes y luego dijo:
—Voy a traer un par de copas.
Se fue. Dex entró vacilante en la sala, pasó junto a la mesita donde estaba dispuesto ya el tablero de ajedrez y se quedó mirando por la ventana. Esa cosa de su mente, el eje o lo que fuera, no parecía ahora tan a punto de romperse como antes. Dios mío, gracias te sean dadas por Henry.
Northrup volvió con dos vasos grandes repletos de hielo. «Hielo del congelador automático», pensó Stanley vagamente. Wilma, «llámame Billie, todo el mundo lo hace», Northrup insistía en tener todas las comodidades modernas…, y cuando Wilma insistía en algo lo hacía con franco salvajismo.
Northrup llenó los dos vasos con Cutty Sark. Le tendió uno de ellos a Stanley, que dejó caer algo de escocés sobre sus dedos al cogerlo, sintiendo su escozor en una pequeña herida que se había hecho un par de días antes en el laboratorio. No se había dado cuenta hasta entonces de que le temblaban las manos. Vació de un trago medio vaso y el escocés retumbó en su estómago, primero ardiendo, luego extendiendo dentro de él una reconfortante oleada de calor.
—Siéntate, hombre —le dijo Northrup.
Dex tomó asiento y volvió a beber. Ahora todo iba mucho mejor. Miró a Northrup, que le estaba observando atentamente por encima del borde de su vaso. Dex apartó los ojos y contempló el círculo sanguinolento de la luna aposentada sobre el borde del horizonte, dominando la universidad, a la cual se suponía teóricamente como el centro de la racionalidad, el cerebelo de toda la política corporal. ¿Cómo encaja todo esto con el asunto del baúl? ¿Y con los alaridos? ¿Y con la sangre?
—¿Hay muertos? —preguntó Northrup por fin—. ¿Estás seguro de ello?
—Sí. Los cuerpos han desaparecido. Al menos, eso pienso. Incluso los dientes…, los huesos…, pero la sangre… la sangre, ya sabes…
—No, no sé nada de nada. Tienes que empezar por el principio.
Stanley tomó otro sorbo y dejó el vaso sobre la mesa.
—Claro que empezaré por el principio —dijo—. Sí. Todo empieza justo donde termina. Con el baúl. El portero encontró el baúl…
Dexter Stanley había ido al Amberson Hall, algunas veces llamado el viejo edificio de Zoología, a las tres de la tarde. El día era sofocante de calor y el campus parecía muerto e inmóvil, pese a los asperjadores que giraban lentamente ante los dormitorios de las fraternidades y las residencias del Old Front.
El Old Front se remontaba a inicios de siglo, pero Amberson Hall era mucho más viejo que eso. Era uno de los edificios más antiguos de un campus universitario que había celebrado su tricentenario hacía dos años. Era bastante grande y estaba hecho de ladrillos, aprisionado por grilletes de yedra que parecían brotar del suelo como manos verdes ansiosas por agarrarse a lo que fuera. Sus angostos ventanales se parecían más a troneras para fusil que no a ventanas auténticas y Amberson Hall daba la impresión de contemplar con el ceño fruncido los edificios más recientes, con sus paredes de cristal y sus siluetas curvadas y nada ortodoxas.
El nuevo edificio de zoología, Cather Hall, había sido terminado ocho meses antes, y el proceso de transición continuaría probablemente durante unos dieciocho meses más. Nadie estaba totalmente seguro de lo que pasaría entonces con Amberson Hall. Si la propuesta de construir un nuevo gimnasio convencía a quienes debían votarla, lo más probable era que lo derribaran.
Se detuvo un momento para observar a dos jóvenes que se estaban arrojando un frisbee el uno al otro. Un perro iba y venía corriendo entre ellos, persiguiendo con expresión tozuda y lúgubre el disco de plástico que giraba por el aire. De repente, el perro se rindió para derrumbarse bajo la sombra de un álamo. Un Volkswagen, con una pegatina de «NUCLEARES NO» en la parte trasera, pasó lentamente ante él, dirigiéndose hacia Upper Circle. Nada más se movía. Una semana antes había terminado la última sesión académica del verano y el campus yacía ahora quieto y apagado, como un bloque muerto de mineral sobre el yunque del verano.
Dex tenía bastantes archivos que poner al día, y recoger parte del aparentemente interminable proceso de traslado de Amberson a Cather. El viejo edificio parecía espectralmente vacío. Sus pisadas despertaban ecos soñolientos al pasar ante puertas cerradas con paneles de cristal esmerilado y tablones de anuncios cubiertos de papeles que se estaban volviendo rápidamente amarillos, rumbo a su oficina situada al final del pasillo en el primer piso. El asfixiante olor de la pintura fresca flotaba en el aire.
Se encontraba ya casi ante su puerta, haciendo tintinear las llaves en su bolsillo, cuando el conserje asomó por la sala sexta, la grande que se destinaba a conferencias, dándole un pequeño susto.
Lanzó un gruñido y luego sonrió con cierta vergüenza, como hace la gente cuando alguien les ha pillado por sorpresa.
—Esta vez sí que lo ha conseguido —le dijo al conserje.
El conserje sonrió y sus dedos acariciaron el gigantesco llavero que colgaba de su cinturón.
—Lo siento, profesor Stanley —dijo—. Tenía la esperanza de que fuera usted. Charlie dijo que vendría luego, y le esperaba.
—¿Charlie Gereson sigue aquí?
Dex frunció el ceño. Gereson era un graduado que estaba redactando una tesis muy complicada (y, posiblemente, muy importante) sobre los efectos negativos del ambiente en las migraciones animales a largo plazo. Era un tema que podía tener un fuerte impacto sobre el control de plagas y los hábitos de cultivo de la zona. Pero Gereson estaba invirtiendo casi cincuenta horas a la semana en el gigantesco (y anticuado) laboratorio del sótano. El nuevo complejo de laboratorios situado en Cather habría resultado sustancialmente mejor provisto para lo que se proponía lograr, pero los nuevos laboratorios no tendrían todo su equipo hasta dentro de un plazo que iba de dos a cuatro meses…, si es que no llegaba a más.
—Creo que se fue al Union en busca de una hamburguesa —dijo el conserje—. Yo mismo le pedí que lo dejara un rato y que fuera a buscarse algo de comer. Lleva aquí desde las nueve de la mañana. Se lo pedí. Dije que necesitaba algo de comer. El hombre no vive sólo de amor, ¿verdad?
El conserje sonrió de forma algo vacilante y Dex le devolvió la sonrisa. El conserje tenía razón; Gereson había emprendido una auténtica misión por amor. Dex había visto demasiados escuadrones de graduados gruñendo y limitándose a montar sus tesis de forma mecánica como para no apreciar eso… y, de vez en cuando, preocuparse por la salud y el bienestar de Charlie Gereson.
—Eso mismo le habría dicho de no haberle visto tan ocupado —explicó el conserje, ofreciéndole de nuevo su vacilante sonrisita—. Además, quería enseñárselo en persona.
—¿El qué? —preguntó Dex.
Estaba empezando a sentir una leve impaciencia. Ésa era su noche de ajedrez con Henry; quería cuidarse de sus archivos y que le restara el tiempo suficiente para comer con calma en Hancock House.
—Bueno, quizá no sea nada —dijo el conserje—. Pero…, bueno, este edificio es muy viejo y de vez en cuando encontramos cosas, ¿verdad que sí?
Dex sabía de qué estaba hablando. Era como mudarse de una casa que había sido habitada durante generaciones. Halley, esa joven y brillante profesora que llevaba ya tres años aquí, había encontrado media docena de prendedores con bolitas de latón en los extremos. No tenía ni la menor idea de qué podían ser esos prendedores, algo parecidos a los huesos de pollo que se utilizan para pedir deseos. Dex había podido decírselo. No muchos años después de la guerra civil, esos prendedores habían sido utilizados para sostener las cabezas de los ratoncitos blancos de laboratorio, que en aquel entonces eran operados sin usar anestesia. La joven Halley, con su educación de Berkeley y su brillante cascada de cabellos a lo Farrah Fawcett-Majors, había parecido sentir una gran repugnancia ante ello.
—En esos días no existían los antiviviseccionistas —le había dicho jovialmente Dex—. Al menos, por aquí no.
Y Halley le había respondido con una mirada inexpresiva que probablemente escondía el disgusto o incluso el aborrecimiento. Dex había vuelto a meter la pata. Al parecer, tenía un auténtico talento para ello.
Habían encontrado sesenta cajas con ejemplares de El zoólogo norteamericano en un conducto de ventilación y el ático resultó ser un laberinto de viejo instrumental e informes mohosos. Había cosas que nadie, ni tan siquiera Dexter Stanley, era capaz de identificar. En el recinto dedicado a los animales de laboratorio que existía en la parte trasera del edificio el profesor Viney había encontrado un complejo laberinto para cobayas con exquisitos paneles de cristal. El Museo de Ciencias Naturales de Washington lo había aceptado para su exhibición.
Pero durante el verano los hallazgos habían disminuido y Dex pensaba que Amberson Hall ya había rendido el último de sus secretos.
—¿Qué ha encontrado? —le preguntó al conserje.
—Un baúl. Lo encontré metido bajo la escalera del sótano. No lo he abierto. Además, tiene la tapa clavada.
Stanley no podía creer que nada realmente interesante hubiera pasado desapercibido durante tanto tiempo sólo gracias a que lo hubieran metido bajo la escalera. Cada semana del año académico decenas de miles de personas subían y bajaban por ella. Lo más probable era que el baúl del conserje estuviera lleno de registros de algún departamento que se remontaban a veinte o veinticinco años atrás. La cosa podía ser aún más prosaica: toda una caja con ejemplares del National Geographic.
—No creo que…
—Es un auténtico baúl —dijo el conserje con voz apremiante, interrumpiéndole—. Quiero decir que mi padre era carpintero y este baúl está hecho tal y como los construían en la década de los años veinte. Y él aprendió de su padre.
—Realmente, dudo mucho de que…
—Además, tenía encima una capa de polvo de un par de centímetros. Quité un poco y hay una fecha: mil ochocientos treinta y cuatro.
Eso cambiaba las cosas. Stanley miró su reloj y decidió que podía perder media hora.
Pese al húmedo calor de agosto que reinaba en el exterior, la pulida garganta embaldosada de la escalera estaba casi fría. Por encima de ellos los globos de cristal glaseado arrojaban una tenue y meditabunda claridad amarilla. Los peldaños habían sido en tiempos de color rojo, pero su parte central se había vuelto de un negro mortecino gracias a los pies de los años que habían ido desgastando una tras otra las sucesivas capas de pintura nueva. El silencio era casi total, como una corriente suave y rápida.
El conserje fue el primero en llegar abajo y señaló hacia delante.
—Ahí —dijo.
Dex se quedó junto a él contemplando la oscura cavidad triangular que había bajo la gran escalera. Sintió un leve estremecimiento de repugnancia al notar donde el conserje había quitado un velo de telarañas, sutiles como gasas. Empezó a pensar que después de todo era posible que el viejo hubiera encontrado algo que no fueran meros recuerdos de la posguerra, viendo el lugar. Pero ¿1834?
—Un momento —dijo el conserje y le dejó solo.
Dex se agachó un poco más, aprovechando la soledad, y miró hacia dentro. No logró distinguir nada salvo una zona donde las sombras eran todavía más espesas. Un instante después el conserje regresó con una pesada linterna de cuatro pilas.
—Con esto podrá verlo.
—De todos modos, ¿qué estaba haciendo usted aquí abajo? —le preguntó Dex.
El conserje sonrió.
—Pues estaba ahí delante parado intentando decidir qué hacía primero, si limpiar el vestíbulo del segundo piso o lavar las ventanas del laboratorio. No lograba decidirme, así que arrojé una moneda de veinticinco centavos al aire. Sólo que no la pude coger y se metió rodando ahí abajo. —Señaló hacia la oscura caverna de forma triangular—. Probablemente la hubiera dejado allí, pero era mi única moneda de veinticinco centavos para la máquina de Coca-Cola. Así que cogí mi linterna y aparté a un lado las telarañas y cuando me arrastré ahí dentro para recuperarla, vi ese baúl. Tenga, échele un vistazo.
El conserje iluminó con su linterna el agujero. Partículas del polvo que se habían levantado giraban perezosamente en el rayo luminoso. La linterna trazó un círculo semejante al de un proyector en el muro más lejano, subió brevemente por los costados de la escalera, haciendo resaltar una vieja telaraña en la que colgaban, momificados, insectos muertos hacía mucho tiempo y, finalmente, cayó para centrarse en un baúl que tendría metro y medio de largo por la mitad de alto y aproximadamente un metro de fondo. Tal y como había dicho el conserje, no se trataba de ningún trabajo descuidado hecho con cuatro tablones. Había sido delicadamente montado usando una madera de aspecto pulido, gruesa y de color oscuro. «Un ataúd —pensó Dexter con cierta inquietud—. Parece el ataúd de un niño».
El color oscuro de la madera sólo se distinguía débilmente en uno de los lados, una mancha en forma de abanico. El resto del baúl estaba cubierto por una capa uniforme de polvo grisáceo. En el costado había algo escrito a lápiz.
Dex forzó la vista pero no logró leerlo. Buscó a tientas sus gafas en el bolsillo del pecho, y cuando se las puso siguió sin ser capaz de leerlo. Parte de lo escrito estaba oscurecido por el polvo y, desde luego, el polvo no eran los dos centímetros que había dicho el conserje, sino una capa extraordinariamente gruesa.
No deseando arrastrarse hasta allí abajo y ensuciarse los pantalones, Dex se agachó todo lo que pudo bajo la escalera, reprimiendo una repentina y asombrosamente fuerte sensación de claustrofobia. Se le secó la saliva en la boca y en su lugar notó un sabor seco, parecido al de la madera o un guante viejo de lana. Pensó en las generaciones de estudiantes que habían desfilado subiendo y bajando por esta escalera: hasta 1888 todos habían sido varones y luego habían llegado los pelotones de la coeducación, llevando sus libros, sus ejercicios y sus dibujos anatómicos, con los rostros brillantes y los ojos despejados, cada uno de ellos convencido de que tenía por delante un futuro productivo y emocionante… y allí, bajo sus pies, la araña iba tejiendo su eterna trampa para la mosca y el escarabajo vagabundo, en tanto que este baúl aguardaba impasible, inmóvil, acumulando el polvo sobre él…
Un tentáculo de telarañas le rozó la frente y Dex lo apartó lanzando una exclamación ahogada de asco, sintiendo en su interior un encogerse de todo su ser que no era nada típico de él.
—No se está muy bien ahí abajo, ¿verdad? —le preguntó el conserje con voz algo compasiva, manteniendo su linterna centrada en el baúl—. Dios, odio los sitios estrechos.
Dex no le contestó. Había llegado hasta el baúl. Ahora estaba mirando las letras que había sobre él y luego apartó el polvo. Éste se alzó en una nube, haciendo aún más fuerte el sabor a lana vieja que sentía en la boca, haciéndole toser con fuerza. El polvo flotaba en el haz luminoso de la linterna del conserje como magia envejecida y Dex Stanley leyó lo que algún jefe de embarques muerto hacía mucho tiempo garabateó sobre este baúl.
«ENVIAR A LA UNIVERSIDAD DE HORLICKS», decía la línea superior. «DESTINO JULIA CARPENTER», decía la línea del medio. En la tercera línea sólo ponía: «EXPEDICIÓN ÁRTICA». Debajo de eso alguien había escrito, con gruesos y negros trazos: «19 de julio de 1834». Ésta era la única línea que el conserje había dejado totalmente al descubierto limpiándola con la mano.
«EXPEDICIÓN ÁRTICA», leyó nuevamente Dex. Su corazón había empezado a latir con fuerza.
—¿Qué le parece? —sonó la voz del conserje, flotando hasta él.
Dex cogió uno de los extremos del baúl y lo levantó. Pesaba. Al dejarlo caer de nuevo, con un golpe apagado, algo se movió en el interior, algo que no pudo oír pero que sintió mediante las palmas de sus manos, como si lo que estuviera dentro se hubiera desplazado por voluntad propia. Estúpido, por supuesto. Había sentido casi algo parecido a un líquido, como si en la oscuridad del baúl se hubiera agitado perezosamente una masa a medio solidificar.
EXPEDICIÓN ÁRTICA.
Dex sintió la emoción de un coleccionista de antigüedades al tropezar con un armario olvidado sobre el que hay una etiqueta de veinticinco dólares, escondido en el cuarto trastero de una vieja trapería de un pueblo recóndito…, un armario que podría ser quizá un Chippendale.
—Ayúdeme a sacarlo —le gritó al conserje.
Trabajando encorvados para no darse con la cabeza en el fondo de la escalera y haciendo resbalar lentamente el baúl por el suelo lograron sacarlo y luego lo agarraron entre los dos. Dex se había ensuciado los pantalones después de todo, y en su cabello había telarañas.
Mientras lo llevaban hacia el anticuado laboratorio que tenía el tamaño de una estación ferroviaria, Dex notó de nuevo esa sensación de que algo se movía cambiando de postura dentro del baúl y por la expresión del rostro del conserje se dio cuenta de que también él la había sentido. Lo dejaron sobre una de las mesas recubiertas de formica. La mesa de al lado estaba atestada con las cosas de Charlie Gereson: cuadernos de notas, papel para gráficos, mapas de la zona, una calculadora Texas Instruments.
El conserje retrocedió un paso, limpiándose las manos en su camisa de tela gris, jadeando un poco.
—Ese hijo de mala madre pesa lo suyo —dijo—. Lo menos unos noventa kilos. ¿Se encuentra usted bien, profesor Stanley?
Dex apenas si le oyó. Estaba mirando el fondo del baúl donde había otra serie de líneas escritas a lápiz:
PAELLA/SANTIAGO/SAN FRANCISCO/CHICAGO/NUEVA YORK/HORLICKS
—Profesor…
—Paella —murmuró Dex y luego lo repitió, esta vez un poco más alto. Sentía en su interior una emoción y un nerviosismo increíbles que sólo eran contenidos a duras penas por la idea de que quizá todo fuera alguna especie de fraude—. ¡Paella!
—¿Paella, Dex? —le preguntó Henry Northrup.
La luna había subido ya en el cielo, volviéndolo color plata.
—Paella es una pequeña isla al sur de Tierra del Fuego —dijo Dex—. Quizá sea la más pequeña de las islas que ha llegado a poblar la raza humana. Después de la segunda guerra mundial se encontraron en ella unos cuantos monolitos parecidos a los de la isla de Pascua. No eran demasiado interesantes comparados con sus hermanos mayores, pero eran igual de misteriosos. Los nativos de Paella y Tierra del Fuego pertenecían a la Edad de Piedra, prácticamente. Los misioneros cristianos se encargaron de exterminarles bondadosamente.
—Perdona, ¿qué quieres decir?
—Allí hace mucho frío. Las temperaturas en el verano apenas si suben a los cinco grados centígrados. Los misioneros les dieron mantas, en parte para que tuvieran un poco de calor y básicamente para cubrir su pecaminosa desnudez. Las mantas casi andaban solas a causa de las pulgas y los nativos de las dos islas fueron barridos por enfermedades europeas hacia las cuales no habían podido desarrollar inmunidad alguna. Principalmente, la viruela.
Dex tomó un sorbo. El escocés había logrado devolverle cierto color a sus mejillas pero ese color no era demasiado saludable y estaba demasiado concentrado en dos puntos de rubor que ardían en lo alto de sus pómulos, igual que dos manchas de carmín.
—Pero Tierra del Fuego y esa isla, Paella…, no están en el Ártico, Dex. Están en el Antártico.
—En mil ochocientos treinta y cuatro no era así —dijo Dex, dejando el vaso sobre la mesa, cuidando mucho pese a su nerviosismo de ponerlo en el posavasos que Henry había traído antes. Si Wilma encontraba la huella circular de un vaso en alguna de las mesas, su amigo tendría que pagarlo muy caro—. Los términos Subártico, Antártida y Antártico fueron inventados después. En esos días sólo existía el Ártico norte y el Ártico sur.
—Diablos, yo cometí el mismo tipo de error. No lograba entender por qué razón figuraba Frisco en ese itinerario como puerto de llegada. Entonces me di cuenta de que estaba contando con el canal de Panamá, el cual no iba a ser construido hasta unos ochenta años después, aproximadamente.
—¿Una expedición ártica? ¿En mil ochocientos treinta y cuatro? —preguntó dubitativamente Henry.
—Todavía no he tenido ocasión de examinar los registros —dijo Dex, tomando de nuevo su vaso—. Pero por mis estudios de historia recuerdo que hubo «expediciones árticas» en una época tan temprana como la de Francis Drake. Ninguna de ellas tuvo éxito, eso es todo. Estaban convencidos de que encontrarían oro, plata, joyas, civilizaciones perdidas y sólo Dios sabe qué más. El Instituto Smithsoniano proveyó de fondos y equipo a un intento de explorar el Polo Norte en… creo que fue en mil ochocientos ochenta y uno o mil ochocientos ochenta y dos. Todos murieron. Un grupo de miembros del Club de los Exploradores de Londres intentó llegar al Polo Sur hacia mil ochocientos cincuenta. Su barco fue hundido por los icebergs, pero tres o cuatro sobrevivieron. Lograron seguir con vida chupando la humedad que se condensaba en sus ropas y comiendo las algas que se iban acumulando en el casco de su bote, hasta que fueron recogidos. Perdieron la dentadura. Y afirmaron haber visto monstruos marinos.
—¿Qué sucedió, Dex? —preguntó Henry en voz baja.
Stanley alzó la mirada.
—Abrimos el baúl —dijo sin la menor entonación—. Que Dios nos ayude, Henry, abrimos el baúl.
Se quedó callado durante un tiempo bastante largo, o eso les pareció a los dos, antes de seguir hablando.
—¿Paella? —preguntó el conserje—. ¿Qué es?
—Una isla situada en la punta de América del Sur —dijo Dex—. No importa. Abramos esto.
Tiró de uno de los cajones del laboratorio y empezó a hurgar en su interior, buscando algo con que desclavar la tapa.
—No busque ahí —dijo el conserje. Ahora él también parecía excitado y nervioso—. Tengo un martillo y un punzón en mi armario, arriba. Iré a buscarlos. Espéreme aquí.
Se fue. El baúl seguía sobre la mesa de formica, una masa callada y rechoncha.
«Achaparrado, inmóvil y silencioso», pensó Dex, sintiendo un leve estremecimiento. ¿De dónde había venido eso? ¿Algún relato? Las palabras tenían una extraña cadencia que le resultaba desagradable. Las apartó de su mente. Era muy bueno en cuanto a eso, el no pensar en lo que no tenía relación con los asuntos actuales. Era un científico.
Miró alrededor suyo para apartar sus ojos del baúl. Salvo por la mesa de Charlie, todo presentaba un silencio y un orden nada naturales, al igual que el resto de la universidad. Las paredes cubiertas con baldosas blancas que recordaban a las estaciones del metro relucían suavemente bajo los globos luminosos del techo e incluso éstos parecían sumergidos en la pulida superficie de las mesas de formica, reflejándose sobre ellas, igual que lámparas fantasmales emitiendo su resplandor desde lo más hondo del agua. Una enorme y anticuada pizarra negra dominaba la pared opuesta a las piletas. Y armarios, armarios por todas partes. Resultaba muy fácil —quizá demasiado fácil—, ver los antiguos espectros de todos esos viejos estudiantes de zoología, en tonos sepia, vistiendo sus batas blancas con manguitos verdes, sus cabelleras cubiertas de pomada o cuidadosamente onduladas, haciendo sus disecciones y escribiendo sus informes…
Unos pasos resonaron en la escalera y Dex se estremeció, pensando otra vez en el baúl que aguardaba sobre la mesa —sí, achaparrado y silencioso—, el que había estado esperando bajo la escalera durante tantos años, mucho después de que los hombres que lo empujaron hasta allí se hubieran muerto convirtiéndose otra vez en polvo.
«Paella», pensó, y un instante después el conserje entró con un martillo y un punzón.
—¿Me permite que me encargue de esto, profesor? —le preguntó y Dex ya estaba a punto de negarse cuando percibió el brillo de súplica que ardía en los ojos del conserje.
—Por supuesto —dijo.
Después de todo, era él quien lo había encontrado.
—Probablemente, ahí dentro no habrá nada más que un montón de rocas y unas plantas tan viejas que se convertirán en polvo nada más las toque. Pero…, es raro, tengo unas ganas enormes de abrirlo.
Dex sonrió con una mueca que no quería decir nada. No tenía ni la menor idea de lo que podía contener el baúl, pero dudaba de que fuera sólo rocas y especímenes de alguna planta. Esa sensación ligeramente líquida de movimiento cuando lo habían llevado hasta aquí…
—Ahí vamos —dijo el conserje, y empezó a meter el punzón por entre la madera con rápidos martillazos.
La madera se alzó un poco, revelando una doble hilera de clavos que, de forma más bien absurda, hicieron que Dex pensara en unos dientes. El conserje hizo presión sobre el mango del punzón y la madera se soltó, en tanto que los clavos brotaban de ella con un fuerte chirrido. Luego hizo lo mismo en el otro extremo del baúl y la madera quedó libre, cayendo con un golpe seco al suelo. Dex la apartó a un lado, dándose cuenta de que incluso los clavos parecían distintos a los de ahora: eran más gruesos, tenían la punta cuadrada y les faltaba ese brillo azulado del acero que delata un sofisticado proceso de metalurgia.
El conserje estaba mirando hacia el interior del baúl, pegado al largo y angosto hueco que había dejado el madero al soltarse.
—No puedo ver nada —dijo—. ¿Dónde he dejado mi linterna?
—No importa —dijo Dex—. Siga y ábralo del todo.
—De acuerdo.
Sacó un segundo madero y luego un tercero. En lo alto del baúl habían clavado seis o siete. Empezó a trabajar en el cuarto, inclinándose sobre el hueco que había creado para colocar su punzón bajo otro madero cuando de pronto el baúl empezó a silbar.
Era un ruido muy semejante al que hace una tetera cuando ha llegado al punto de ebullición; no se trataba de ningún silbido de alegría o animación sino algo más parecido al feo chirrido histérico que emite un niño durante una rabieta. Y el silbido de pronto se hizo más grave y fue enronqueciendo hasta convertirse en una especie de gruñido gutural. No era muy fuerte pero había en él algo tan salvaje y primitivo que los pelos de Stanley se erizaron de inmediato al oírlo. El conserje miró a su alrededor, con los ojos desorbitados… y su brazo quedó aprisionado. Dex no pudo ver lo que le había cogido; sus ojos habían ido instintivamente hacia el rostro del hombre.
El conserje chilló y el grito hizo que un estilete de pánico se clavara en el pecho de Stanley. Lo único que pensó entonces fue: «Ésta es la primera vez en toda mi vida que oigo gritar a un hombre adulto…, ¡qué vida tan protegida he llevado!».
El conserje, un hombre francamente corpulento que quizá pesara más de noventa kilos, se vio de repente impulsado hacia un lado con una fuerza irresistible. Hacia el baúl.
—¡Ayúdeme! —gritó—. ¡Oh, profesor, ayúdeme, me ha cogido, me está mordiendo, me está mordiendooooo…!
Dex se dijo que debía correr hacia él y coger al conserje por el brazo que aún tenía libre, pero sus pies igual podrían haber estado clavados al suelo. El conserje estaba ahora con el hombro pegado al baúl y los gruñidos seguían y seguían, cada vez más feroces. El baúl resbaló a lo largo de la mesa medio metro o algo así y luego quedó firmemente encajado contra un instrumento atornillado al borde. Empezó a moverse de un lado a otro. El conserje gritaba y un instante después dio un tremendo empujón para apartarse del baúl. El extremo de éste sobresalió de la mesa a causa del impulso y luego cayó hacia el suelo. Parte de su brazo emergió del baúl y para su horror Dex vio que la manga de su camisa gris había sido masticada hasta convertirla en harapos cubiertos de sangre. En la piel del brazo que podía ver a través de la tela ensangrentada distinguió un arco de mordeduras que recordaban la sonrisa de un dibujo.
Y entonces algo que debía ser increíblemente fuerte le arrastró de nuevo. La cosa del baúl empezó a rugir y gorgotear. De vez en cuando, en los escasos intervalos que separaban esos sonidos, se oía un silbido ahogado.
Por fin, Dex logró romper su parálisis y saltó tambaleándose hacia delante, agarrando al conserje por el brazo libre. Tiró… sin ningún resultado. Era como tirar de un hombre que ha sido esposado al parachoques de un gran camión.
El conserje volvió a gritar, emitiendo un prolongado ulular que rebotó de un lado a otro por entre las brillantes paredes embaldosadas del laboratorio. Dex vio cómo relucían los empastes de oro en el fondo de su boca y pudo distinguir el fantasma amarillo de la nicotina en su lengua.
La cabeza del conserje se estrelló contra el borde del madero que había estado a punto de quitar cuando la cosa le cogió. Y esta vez Dex vio algo, algo que se movía con una velocidad tan mortífera y salvaje que luego fue incapaz de hacerle una descripción adecuada de ello a Henry. Era algo seco, marrón y escamoso como un reptil del desierto, emergiendo del baúl, algo que tenía unas garras enormes. Hizo pedazos la garganta del conserje, allí donde los músculos se retorcían a causa del esfuerzo y la postura, abriéndole la vena yugular. La sangre empezó a caer sobre la mesa, formando un charco encima de la formica y cayendo luego al suelo de baldosas blancas. Por un segundo una neblina de sangre pareció flotar en el aire.
Dex soltó el brazo del conserje y retrocedió vacilante, las manos apretadas contra las mejillas, los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
Los ojos del conserje giraron locamente hasta clavarse en el techo. Su boca se aflojó de golpe y luego se cerró con un chasquido. El crujido de sus dientes fue audible incluso a través del gruñido hambriento que brotaba del baúl. Sus pies, calzados con pesadas botas negras de trabajo, bailaron un breve y frenético claqué sobre el suelo.
Luego pareció dejar de interesarse en todo aquello. Sus ojos cobraron una expresión casi plácida, contemplando extasiados el globo luminoso manchado de sangre que había sobre su cabeza. Sus pies se abrieron formando una especie de V. La camisa se le salió de los pantalones, dejando al aire su blanco y prominente estómago.
—Está muerto —murmuró Dex—. Oh, Jesús…
El corazón del conserje empezó a fallar, perdiendo su ritmo. Ahora, la sangre que fluía de esa honda herida de contornos irregulares, abierta en su cuello, olvidaba la urgencia inicial con que había brotado, limitándose a caer hacia abajo siguiendo las indiferentes órdenes de la gravedad. El baúl estaba manchado de sangre y rodeado por un charco de color rojizo. El gruñido parecía seguir y seguir incesantemente. El baúl osciló un poco hacia un lado y luego hacia otro, pero estaba demasiado encajado contra la montura del instrumento para ir muy lejos. El cuerpo del conserje se sacudió grotescamente, aferrado aún con firmeza por lo que hubiera dentro del baúl. Sus riñones estaban apretados contra el borde de la mesa de laboratorio. Su mano libre colgaba dejando ver el vello que le cubría los nudillos y que se iba desvaneciendo falange abajo. Su gran anillo emitía un resplandor cromado bajo la luz.
Y su cuerpo empezó a moverse lentamente de un lado a otro. Sus zapatos se arrastraban sobre las baldosas, ahora ya no bailando claqué sino un obsceno vals. Y luego dejaron de rozarlo. Ahora colgaban a un centímetro del suelo…, luego a dos…, luego a un palmo. Dex se dio cuenta de que el conserje estaba siendo arrastrado hacia el interior del baúl.
Su nuca descansó en el tablero de madera que estaba al otro lado del agujero que había abierto en lo alto del baúl. Parecía un hombre descansando en alguna extraña postura zen de contemplación. Sus muertos ojos centelleaban. Y Dex oyó bajo los salvajes gruñidos un chirrido seco y algo que se partía. Y luego el rechinar de un hueso.
Dex echó a correr.
Salió tambaleándose del laboratorio, cruzó la puerta y subió por la escalera. Cuando estaba a medio camino se cayó, sus manos arañando la barandilla, logró ponerse en pie y siguió corriendo. Llegó al vestíbulo del primer piso y lo cruzó a la carrera, pasando junto a las puertas cerradas con sus paneles de cristal esmerilado y los tableros de anuncios. El eco de sus propios pasos le perseguía. En sus oídos resonaba aún ese maldito silbido.
Corrió hasta chocar con Charlie Gereson y casi le hizo caer, y el batido que Charlie había estado bebiendo se derramó por encima de los dos.
—Por todos los diablos, ¿qué sucede? —preguntó Charlie, algo cómico de tan sorprendido que estaba.
Era bajo y corpulento, llevaba unos pantalones de algodón y una camiseta blanca. Sobre su nariz descansaban unas gruesas gafas con aire decidido, proclamando que estaban allí para un largo trayecto y allí pensaban quedarse.
—Charlie —dijo Dex, jadeando roncamente—. Muchacho…, el conserje…, el baúl… silba…, silba cuando tiene hambre y silba otra vez cuando está saciado…, chico…, tenemos que…, la seguridad del campus…, tenemos…, tenemos que…
—Cálmese, profesor Stanley —dijo Charlie. Parecía preocupado y un poco asustado. Nadie espera que le caiga encima de repente el profesor más veterano de su departamento cuando no tiene en la cabeza nada más agresivo que seguir la prolongada migración de las moscas de la fruta—. Cálmese, más despacio, no sé de qué está hablando.
Stanley, sin enterarse apenas de lo que decía, le fue narrando una inconexa versión de lo sucedido con el conserje. Charlie Gereson parecía cada vez más confuso y lleno de dudas. Aun en su actual estado de preocupación, Dex empezó a comprender que Charlie no creía ni una sola palabra de todo aquello. Con una nueva especie de horror pensó que Charlie muy pronto iba a preguntarle si había estado trabajando demasiado duro y cuando lo hiciera él se echaría a reír en un incontrolable estallido de locas carcajadas.
Pero lo que Charlie dijo fue:
—Eso me parece bastante difícil de creer, profesor Stanley.
—Es cierto. Tenemos que traer aquí a la seguridad del campus. Tenemos que…
—No, eso no serviría de nada. Lo primero que haría cualquiera de ellos es meter la mano dentro de ese baúl. —Vio la expresión que había en los ojos de Stanley y siguió hablando—: Si yo tengo mis problemas para tragarme todo esto, ¿qué van a pensar ellos?
—No lo sé —dijo Dex—. Yo… yo nunca pensé…
—Pensarán que acaba usted de coger una cogorza monumental y que en lugar de elefantes rosa está viendo demonios de Tasmania —dijo alegremente Charlie Gereson, empujando sus gafas algo más arriba de su nariz—. Además, por lo que dice, la responsabilidad de todo esto ha recaído siempre en los del zoo… durante algo así como ciento cuarenta años.
—Pero… —Tragó saliva y en su garganta resonó un chasquido mientras se preparaba para enunciar en voz alta el peor de sus miedos—. Pero puede salir de ahí.
—Lo dudo —dijo Charlie, pero sin extenderse más en las razones de tal creencia.
Y en esa falta de elaboración Dex percibió dos cosas: que Charlie no creía ni una sola palabra de lo que le había dicho y que nada de cuanto pudiera contarle bastaría para disuadir a Charlie de que bajara al laboratorio.
Henry Northrup miró su reloj. Llevaban sentados en el estudio algo más de una hora; Wilma no volvería hasta dentro de otras dos horas. Tenían tiempo más que suficiente. A diferencia de Charlie Gereson, aún no se había formado juicio alguno sobre la posible base factual de la historia narrada por Dex. Pero le había conocido durante un tiempo mucho más prolongado que el joven Gereson y no creía que en su amigo se notaran las señales del hombre que ha desarrollado repentinamente una psicosis. Lo que se notaba en él era una especie de temor aparatoso, un miedo imposible de esconder, ni más ni menos de lo que podría esperarse en un hombre que ha tenido muy recientemente un contacto cercano con…, bueno, mejor dejarlo en eso, un contacto cercano con algo.
—¿Fue abajo, Dex?
—Sí. Lo hizo.
—¿Tú fuiste con él?
—Sí.
Henry se removió en su asiento, cambiando de postura.
—Puedo comprender que no quisiera llamar a la seguridad del campus hasta haber comprobado por sí mismo cuál era la situación. Pero, Dex, aunque él no lo supiera tú sí sabías que le habías contado toda la verdad pura y simple. ¿Por qué no llamaste tú?
—¿Me crees? —preguntó Dex. Su voz temblaba—. Me crees, Henry, ¿verdad?
Henry lo estuvo pensando durante unos segundos. La historia era una locura, de eso no había duda. La más leve sugerencia de que en el interior de ese baúl pudiera haber algo lo bastante grande y con la vida suficiente como para matar a un hombre después de ciento cuarenta años era una locura. No creía en ello. Pero se trataba de su amigo Dex…, y tampoco podía dejar de creer en él tan fácilmente.
—Sí —dijo.
—Doy gracias a Dios por ello —dijo Dex, buscando a tientas el vaso—. Doy gracias a Dios por ello, Henry.
—Pero eso no responde a la pregunta. ¿Por qué no llamaste a la policía del campus?
—Pensé…, bueno, si es que a mi estado de entonces se le puede llamar pensar…, pensé que la cosa quizá no quisiera salir del baúl y exponerse a la luz. Tenía que haber estado viviendo tanto tiempo en la oscuridad…, tanto, tanto tiempo… y… por grotesco que esto suene…, pensé que podía ser capturada o algo parecido. Pensé…, bueno, lo verá…, verá el baúl…, el cuerpo del conserje…, verá la sangre…, y entonces llamaremos a los de seguridad. ¿Entiendes?
En los ojos de Stanley había una súplica de que lo entendiera y Henry lo entendió. Pensó que, considerando cómo había tenido que decidir sometido a la presión de semejante situación, Dex había logrado pensar con toda claridad. La sangre. Cuando ese joven graduado viera la sangre estaría más que de acuerdo en llamar a los guardias de seguridad.
—Pero las cosas no salieron de ese modo.
—No.
Dex se pasó una mano por entre su ya escasa cabellera.
—¿Por qué no?
—Porque cuando llegamos allí abajo el cuerpo ya no estaba.
—¿Había desaparecido?
—Eso es. Y también el baúl había desaparecido.
Cuando Charlie Gereson vio la sangre, su rostro rollizo y bienhumorado se volvió muy pálido. Sus ojos, ya aumentados por sus gruesas gafas, se hicieron todavía más grandes. En la mesa de laboratorio había un pequeño charco de sangre y un reguero se había deslizado por una de las patas. Había acabado formando una mancha en el suelo y había gotas de sangre medio seca colgando del globo luminoso y de las baldosas blancas de la pared. Sí, había mucha sangre.
Pero no había ningún conserje. Y ningún baúl.
La mandíbula de Stanley se aflojó sin que pudiera impedirlo.
—¡Joder! —murmuró Charlie.
Y entonces Dex vio algo, y quizá ese algo era lo único que podía hacerle conservar la cordura. Ya podía sentir cómo ese eje central de su ser amenazaba con soltarse. Cogió a Charlie por el hombro y dijo:
—¡Mira la sangre de la mesa!
—Ya he visto suficiente —dijo Charlie.
Su manzana de Adán subía y bajaba como un ascensor a toda velocidad mientras luchaba por conservar dentro de su estómago la reciente comida que había tomado.
—Por el amor de Dios, contrólate —dijo Dex con voz áspera—. Eres un graduado en zoología. Ya has visto sangre antes.
Era la voz de la autoridad, al menos en ese momento. Charlie logró recobrar el control y los dos se acercaron un poco más a la sangre. Los pequeños charcos que había sobre la mesa no estaban esparcidos tan al azar como al principio había podido parecer. Cada uno de ellos terminaba limpiamente cortado en una línea recta.
—Ahí estaba el baúl —dijo Dex. Se encontraba un poco mejor. El hecho de que el baúl hubiera estado realmente allí le había hecho recobrar una buena parte de su dominio—. Y mira ahí. —Señaló hacia el suelo.
La sangre de esa zona había sido extendida en una especie de rastro que empezaba allí donde se encontraban los dos y luego se curvaba hacia las puertas del laboratorio. El rastro se iba haciendo cada vez más débil y a medio camino entre la mesa del laboratorio y las puertas ya se había borrado bastante. Resultaba tan claro como el cristal para Dex Stanley y el sudor nervioso que cubría su piel se volvió repentinamente frío y pegajoso.
Había salido de allí.
Había salido y luego había empujado el baúl hasta sacarlo de la mesa. Y, luego, empujándolo también, lo había llevado hasta… ¿dónde? Bajo la escalera, por supuesto. Una vez más bajo la escalera. Donde había estado a salvo durante tanto tiempo.
—¿Dónde está el…, el…? —Charlie no logró terminar la frase.
—Bajo la escalera —dijo Dex con voz átona—. Ha vuelto al lugar del que vino.
—No. El… —Finalmente logró decirlo y su voz tembló con esas palabras—. El cuerpo.
—No lo sé —dijo Dex.
Pero creía saberlo. Lo que ocurría, sencillamente, era que su mente se negaba a admitir la verdad.
Charlie se dio la vuelta sin avisar y atravesó las puertas.
—¿Adónde vas? —gritó Dex con voz aguda y echó a correr tras él.
Charlie se detuvo ante la escalera. Ante él se abría el negro agujero triangular que nacía bajo los peldaños. La gran linterna de cuatro pilas propiedad del conserje seguía aún en el suelo. Y junto a ella había un fragmento ensangrentado de tela gris y uno de los bolígrafos que antes habían estado en el bolsillo de su camisa.
—¡No te metas ahí abajo, Charlie! No entres.
El latir de su corazón retumbaba salvajemente en sus oídos, asustándole todavía más que antes.
—No —dijo Charlie—. Pero el cuerpo…
Charlie se agachó, recogiendo la linterna y alumbrando con ella bajo la escalera. Y el baúl estaba allí, pegado a la pared del fondo, igual que había estado antes, achaparrado y silencioso. Salvo que ahora no estaba cubierto de polvo y en lo alto habían sido quitados tres de los tablones.
La luz se movió para centrarse en una de las grandes botas de trabajo del conserje. Charlie tragó aire con un jadeo ronco y áspero. El grueso cuero de la bota había sido mordido y masticado salvajemente. Unos trozos de cordón pendían de los ojales.
—Parece como si alguien la hubiera hecho pasar por una trilladora —dijo con voz ronca.
—¿Me crees ahora? —preguntó Dex.
Charlie no respondió. Con una mano pegada a los peldaños se inclinó bajo la escalera, presumiblemente para recoger la bota. Más tarde, sentado en el estudio de Henry, Dex dijo que sólo se le podía ocurrir una razón por la cual Charlie hubiera hecho eso: para medir y, quizás, averiguar de qué tipo era el mordisco de la cosa que había dentro del baúl. Después de todo, era un zoólogo y era condenadamente bueno como tal.
—¡No! —gritó Dex, agarrando a Charlie por la camisa.
De pronto, dos ojos verde dorado ardieron en lo alto del baúl. Eran casi iguales en color a los de un búho, pero más pequeños. Se oyó una mezcla de rugido y balbuceo, ronca e irritada. Charlie retrocedió sobresaltado y se golpeó la nuca en la parte inferior de la escalera. Una sombra saltó sobre él saliendo del baúl con la velocidad de una bala. Charlie lanzó un aullido. Dex oyó el seco crujido de su camisa al desgarrarse y el chasquido producido por las gafas de Charlie al estrellarse en el suelo dando vueltas. Charlie intentó retroceder una vez más. La cosa empezó a gruñir… y, de pronto, los gruñidos cesaron en seco. Y Charlie Gereson empezó a gritar agónicamente.
Dex tiró de su camiseta blanca con todas sus fuerzas. Durante un segundo, Charlie pudo retroceder un par de pasos y Dex vio fugazmente una silueta peluda que se retorcía sobre el pecho del joven, una silueta que no parecía tener cuatro miembros sino seis, y la cabeza en forma de bala de un lince joven. La pechera de la camiseta de Charlie Gereson había quedado tan rápida y completamente destrozada que ahora de su cuello parecían colgar una serie de cintas de confeti blanco.
Entonces, la criatura alzó su cabeza y esos pequeños ojos verde dorado se clavaron en los de Stanley con una mirada torva y feroz. Jamás había visto tal salvajismo, jamás había soñado que pudiera existir siquiera. Sintió que le abandonaban las fuerzas y por unos instantes los dedos que sujetaban la camiseta de Charlie se aflojaron.
Bastó con esos instantes. El cuerpo de Charlie Gereson fue arrastrado bajo la escalera con la grotesca velocidad de unos dibujos animados. Silencio durante un segundo y luego, una vez más, empezaron a oírse los gruñidos y los secos chasquidos de los huesos.
Charlie gritó, emitiendo un largo quejido de miedo y dolor que fue cortado bruscamente… como si le hubieran tapado la boca con algo.
O como si le hubieran metido algo en ella.
Dex se quedó callado. La luna colgaba en lo alto. La mitad de su tercer vaso —un fenómeno casi inaudito— había desaparecido y sentía ya en su interior la reacción a la bebida en forma de cierta somnolencia y un extremo cansancio.
—¿Qué hiciste entonces? —le preguntó Henry.
Lo que no había hecho, eso sí lo sabía, era acudir a la seguridad del campus; jamás habrían hecho caso de una historia semejante soltándole luego para que pudiera ir a contársela una vez más a su amigo Henry.
—Di vueltas en un estado de aturdimiento absoluto, supongo. Subí otra vez corriendo por la escalera, tal y como había hecho después…, después de que cogiera al conserje, sólo que esta vez no había ningún Charlie Gereson para tropezarme con él. Caminé… kilómetros enteros, supongo. Creo que me había vuelto loco. No paraba de pensar en la cantera de Ryder. ¿Conoces ese lugar?
—Sí —dijo Henry.
—Pensaba continuamente en que sería lo bastante hondo. Si…, si hubiera algún modo de transportar el baúl hasta allí, pensaba una y otra vez… —Se llevó las manos a la cara—. No sé. Ya no estoy seguro de nada. Creo que estoy enloqueciendo.
—Si la historia que me has contado es cierta, puedo entenderlo perfectamente —dijo Henry en voz baja y calmada. Luego se puso en pie bruscamente—. Ven conmigo. Te llevaré a casa.
—¿A casa? —Dex miró a su amigo con expresión vacua y algo asombrada—. Pero…
—Le dejaré una nota a Wilma diciéndole adónde hemos ido y luego llamaremos…, ¿a quién sugieres tú, Dex? ¿La seguridad del campus o la policía del estado?
—Me crees, ¿verdad? ¿Me crees? Di que me crees.
—Sí, te creo —dijo Henry, y era la verdad—. No sé qué clase de criatura pueda ser o de dónde ha venido, pero te creo.
Dex Stanley empezó a llorar.
—Termina tu vaso mientras yo escribo la nota para mi mujer —dijo Henry, aparentemente sin darse cuenta de las lágrimas. De hecho, incluso estaba sonriendo un poco—. Y, por el amor de Dios, salgamos de aquí antes de que vuelva.
Dex cogió a Henry por la manga.
—Pero no nos acercaremos para nada al Amberson Hall, ¿verdad? ¡Prométemelo, Henry! Nos mantendremos alejados de allí, ¿verdad que sí?
—¿A ti qué te parece? —le preguntó a su vez Henry Northrup. El trayecto hasta la casa de Stanley, situada en las afueras de la ciudad, era de unos cinco kilómetros y antes de que llegaran hasta allí él ya se había quedado medio dormido en su asiento—. Creo que sería mejor la policía estatal —dijo Henry. Sus palabras parecían llegar de una gran distancia—. Tengo la impresión de que la opinión de Charlie Gereson en cuanto a los guardias del campus es bastante cierta. El primero que llegara hasta allí metería tranquilamente el brazo dentro de ese baúl.
—Sí. Está bien. —Durante todo el tiempo, en ese estado de vaga y cansada estupidez que siguió a su conmoción inicial, Dex había sentido una tenue pero innegable gratitud hacia su amigo por haberse encargado de todo con semejante eficiencia. Sin embargo, una parte más honda de su ser creía que Henry habría sido incapaz de ello si hubiera visto todo lo que él había visto—. Sólo que… la importancia de las precauciones…
—Yo me ocuparé de eso —dijo Henry con expresión muy seria, y entonces fue cuando Dex se quedó dormido.
Despertó a la mañana siguiente con el sol de agosto trazando un enrejado luminoso en las sábanas de su cama. Sólo un sueño, pensó sintiendo un alivio indescriptible. Todo ha sido un sueño estúpido y loco.
Pero en su boca notaba el sabor del escocés…, del escocés y de algo más. Se irguió en el lecho y una punzada de dolor le atravesó las sienes. Pero no era el tipo de dolor que procede de una resaca; ni tan siquiera cuando se es de quienes sufren de resaca por haber tomado tres vasos de escocés, y él no era de ésos.
Sentado en el lecho vio a Henry, al otro extremo de la habitación. Lo primero que pensó fue que a Henry le hacía falta un buen afeitado. Lo segundo fue que en los ojos de Henry había algo que no había visto antes…, algo así como pequeños fragmentos de hielo. Dex tuvo una idea ridícula que atravesó rápidamente su cerebro para esfumarse de inmediato. «Los ojos de un francotirador. Henry Northrup, cuya especialidad son los poetas primitivos ingleses, tiene ojos de francotirador».
—¿Cómo te encuentras, Dex?
—Un ligero dolor de cabeza —dijo Dex—. Henry…, la policía…, ¿qué ocurrió?
—La policía no va a venir —dijo Northrup con voz tranquila—. En cuanto a tu cabeza, lo siento mucho. Puse uno de los somníferos de Wilma en tu tercer vaso. Puedes estar seguro de que pronto se te pasará.
—Henry, ¿qué estás diciendo?
Henry sacó una hoja de papel de su bolsillo.
—Ésta es la nota que le dejé a mi mujer. Creo que servirá para explicar muchas cosas. La recuperé una vez que todo hubo terminado. Corrí el riesgo de confiar en que ella la dejara sobre la mesa y tuve suerte.
—No sé a qué…
Cogió la nota que Henry tenía entre los dedos y la leyó, y sus ojos se fueron desorbitando a medida que leía.
Querida Billie:
Me acaba de llamar Dex Stanley. Se encuentra histérico. Al parecer, ha cometido algún tipo de indiscreción con una de sus graduadas. Está en Amberson Hall. La chica también. Por el amor de Dios, ven rápido. No estoy muy seguro de cuál es exactamente la situación, pero quizá resulte imperativa la presencia de una mujer y, dadas las circunstancias, una de las enfermeras no serviría de nada. Ya sé que no aprecias demasiado a Dex, pero un escándalo semejante podría arruinar su carrera. Ven, por favor.
HENRY
—En nombre de Dios, ¿qué has hecho? —le preguntó Dex con voz ronca.
Henry tomó la nota de entre sus fláccidos dedos, sacó su Zippo y le prendió fuego por una de las esquinas. Cuando la nota estuvo ardiendo bien la dejó caer en un cenicero que había en el alféizar de la ventana y la hoja de papel se convirtió rápidamente en cenizas.
—He matado a Wilma —dijo con la misma voz tranquila de antes—. Ding, dong, la bruja mala ha muerto. —Dex intentó decir algo y no pudo. Ese eje central de su mente intentaba soltarse de nuevo y bajo él se abría la sima de la más completa locura—. He matado a mi mujer y ahora acabo de ponerme en tus manos.
Esta vez Dex sí fue capaz de encontrar su voz. Sonaba algo oxidada y, al mismo tiempo, muy aguda.
—El baúl —dijo—. ¿Qué has hecho con el baúl?
—Eso es lo mejor de todo —dijo Henry—. Tú mismo pusiste la última pieza del rompecabezas. El baúl se encuentra en el fondo de la cantera.
Dex intentó comprender y asimilar todo eso mientras miraba los ojos de Henry. Los ojos de su amigo. Ojos de francotirador. No puedes cargarte a tu reina, eso no entra en ninguna regla de ajedrez, nadie juega así, pensó, luchando por contener la repentina necesidad de reírse a carcajadas, de rugir y dejar libre ese sabor rancio que notaba en su interior. La cantera, había dicho. La cantera de Ryder. Algunos decían que tenía doscientos metros de hondo. Se encontraba a unos veinte kilómetros al este de la universidad. En los treinta años que Dex llevaba aquí una docena de personas se habían ahogado en ella y tres años antes la ciudad había puesto vallas.
—Te metí en la cama —dijo Henry—. Tuve que llevarte a tu habitación. Estabas completamente fuera de combate. Escocés, somnífero, conmoción. Pero respirabas bien, con normalidad. El corazón latía fuerte y seguro. Comprobé todo eso. Puedes creer lo que te parezca, Dex, pero jamás tuve ni la menor intención de hacerte daño.
»Faltaban quince minutos para que terminara la última clase de Wilma y le harían falta otros quince para volver a casa en el coche y quince más para llegar hasta Amberson Hall. Eso me daba cuarenta y cinco minutos. Llegué al Hall en diez. Estaba abierto. Eso bastó para acabar con las pocas dudas que aún pudieran quedarme.
—¿A qué te refieres?
—El llavero que tenía el conserje en su cinturón. Se fue con él.
Dex se estremeció.
—Si la puerta hubiera estado cerrada…, perdóname, Dex, pero cuando te metes en algo tan importante tienes que tomar en consideración todas las posibilidades y no correr riesgos; bueno, entonces me quedaba el tiempo suficiente para volver a casa antes que Wilma y quemar esa nota.
»Bajé la escalera…, y mientras bajaba puedes creer que me mantuve tan pegado a la pared como me fue posible…
Henry se detuvo en el laboratorio y miró a su alrededor. Todo estaba tal y como lo había dejado Dex. Se pasó la lengua por encima de sus resecos labios y luego se limpió el rostro con la mano. Su corazón retumbaba en el pecho. «Contrólate, viejo. Una cosa cada vez. No te adelantes a los acontecimientos».
Los maderos que el conserje había arrancado del baúl seguían aún sobre la mesa del laboratorio. En la mesa de al lado se encontraban dispersas las notas de Charlie Gereson, esas que ahora jamás llegarían a ser completadas. Henry las examinó brevemente y luego sacó su propia linterna, la que llevaba siempre en la guantera del coche por si había alguna emergencia. Si esto no podía calificarse de emergencia, nada podría serlo.
La encendió y cruzó el laboratorio hacia la puerta. El haz luminoso osciló inseguro durante un segundo entre la oscuridad y luego Henry lo apuntó hacia el suelo. No quería pisar nada que no debiera. Avanzando lenta y cautelosamente, Henry fue hacia la escalera y alumbró el hueco con su linterna. Dejó de respirar durante un segundo y luego respiró de nuevo, más lentamente. De repente, la tensión y el miedo habían desaparecido, y ahora sólo sentía frío. El baúl estaba allí abajo, tal y como había dicho Dex. Y también estaba allí el bolígrafo del conserje. Y sus botas. Y las gafas de Charlie Gereson.
Henry paseó el rayo luminoso de la linterna sobre cada uno de esos objetos muy lentamente, iluminándolos uno tras otro como en un escenario. Luego miró su reloj, apagó la linterna y la volvió a guardar en su bolsillo. Sólo tenía media hora. No había tiempo que perder.
En el armario que tenía el conserje arriba encontró cubos, un buen producto de limpieza, trapos… y guantes. Nada de huellas. No iba a dejar huellas, por si acaso. Seguidamente bajó la escalera como el aprendiz de brujo, con un pesado cubo de plástico lleno de agua caliente en una mano y espumeante limpiador en la otra, los trapos encima de su hombro. Sus pisadas resonaban con un seco chasquido en el silencioso edificio. Pensó en Dex cuando decía: «Achaparrado y silencioso». Y seguía teniendo frío, pero nada más.
Empezó a limpiar.
—Vino —dijo Henry—. Oh, sí, claro que vino. Y estaba… nerviosa y feliz.
—¿Cómo? —dijo Dex.
—Nerviosa —repitió él—. No paraba de hablar con esa voz suya de siempre, aguda y desagradable, pero creo que eso era sólo la fuerza de la costumbre. Dex, durante todos esos años la única parte de mí que no logró controlar por completo, la única parte que no pudo tener aplastada bajo su pulgar, fue mi amistad contigo. Nuestros dos tragos cuando ella estaba en sus clases. Nuestro ajedrez. Nuestra…, nuestra mutua compañía.
Dex asintió. Sí, compañía era la palabra adecuada. Una pequeña luz en las tinieblas de la soledad. No había sido sólo el ajedrez o las copas; había sido el rostro de Henry encima del tablero. La voz de Henry explicando cómo iban las cosas en su departamento, sólo un poco de charla inofensiva, algo de cotilleo y una carcajada por cosas sin importancia.
—Así que allí estaba, parloteando y molestándome en su mejor estilo «llámame Billie», pero creo que eso era sólo por costumbre. Estaba nerviosa y feliz, Dex. Y lo estaba porque finalmente iba a conseguir el control sobre ese último… pedacito de mí. —Miró a Dex con ojos tranquilos—. Sabía que vendría, ¿comprendes? Sabía que tendría muchos deseos de ver con sus propios ojos el tipo de jaleo en el cual te habías metido, Dex.
—Están abajo —le explicó Henry a Wilma. Wilma llevaba una blusa sin mangas de un amarillo muy fuerte y unos pantalones verdes que le estaban demasiado apretados—. Abajo, ahí mismo.
Y de pronto dejó escapar una fuerte carcajada.
Wilma giró bruscamente la cabeza y su flaco rostro se oscureció en una expresión suspicaz.
—¿De qué te ríes? —le preguntó con su voz parecida a un zumbido—. ¿Tu mejor amigo se mete en un apuro con una chica y tú te ríes?
No, no debería estar riendo. Pero era incapaz de evitarlo. Estaba allí esperando bajo la escalera, achaparrado y silencioso, Wilma, prueba a conseguir que esa cosa del baúl te llame Billie, Wilma… y se le escapó otra carcajada que bajó rodando por la escalera y resonó en la penumbra del vestíbulo del primer piso como una carga de profundidad.
—Bueno, tiene su lado divertido —dijo él, sin darse apenas cuenta de lo que estaba diciendo—. Espera hasta que lo veas. Pensarás que…
Sus ojos, nunca inmóviles, siempre inquisitivos, se posaron en el bolsillo de la camisa, allí donde había guardado los guantes de goma.
—¿Qué tienes ahí? ¿Son unos guantes?
Henry empezó a hablar sin preocuparse de sus palabras y, al mismo tiempo, pasó el brazo sobre los huesudos hombros de Wilma y la llevó hacia la escalera.
—Bueno, ha perdido el conocimiento, ya puedes suponértelo. Apesta igual que una destilería. No consigo imaginarme lo que ha llegado a beber. Vomitó por todas partes. He estado limpiando un poco. Billie, ha montado un lío espantoso. Convencí a la chica para que se quedara un rato. Me ayudarás, ¿verdad? Después de todo, se trata de Stanley.
—No lo sé —dijo ella mientras empezaban a bajar la escalera hacia el sótano del laboratorio. En sus ojos crepitaba una oscura alegría—. Quiero ver cuál es la situación primero. Resulta obvio que no has logrado enterarte de nada. Estás histérico. Exactamente lo que debí esperar de ti.
—Tienes razón —dijo Henry. Habían llegado al final de la escalera—. Aquí mismo. Lo único que debes hacer es dar la vuelta.
—Pero el laboratorio está por ahí…
—Sí…, pero la chica…
Y se puso a reír, lanzando carcajadas más propias de un lunático que de otra cosa.
—Henry, ¿qué te pasa?
Y ahora en su ácido desprecio de costumbre se mezclaba algo más…, algo que podría haber sido miedo.
Eso hizo que Henry se riera aún más fuerte. Su risa despertó ecos que rebotaban en las paredes, llenando la oscuridad del sótano con un sonido que recordaba el alarido de los espectros que anuncian la muerte con su risa o el de los demonios que celebran una broma especialmente conseguida.
—La chica, Billie —dijo Henry, sin poderse contener, entre risotada y risotada—. Eso es lo más graciosa, la chica, la chica se ha metido a rastras bajo la escalera y no quiere salir, eso es lo gracioso, ajee-jee-ah-jaja-jaaa…
Y ahora en los ojos de ella empezó a quemarse el negro queroseno de la alegría; sus labios se curvaron hacia arriba como dos hojas de papel carbonizado en lo que los moradores del infierno habrían podido llamar una sonrisa. Y Wilma murmuró:
—¿Qué le ha hecho?
—Tú puedes sacarla de ahí —balbuceó Henry, llevándola hasta el oscuro agujero triangular que se abría bajo la escalera—. Estoy seguro de que tú puedes sacarla de ahí, no te costará nada, no tendrás ningún problema…
De repente, cogió a Wilma con fuerza por la nuca y la cintura, obligándola a encorvarse mientras la empujaba al interior del hueco.
—¿Qué estás haciendo? —protestó ella con voz algo temblorosa—. Henry, ¿qué estás haciendo?
—Lo que debí hacer desde el principio —dijo Henry, riendo—. Entra ahí, Wilma. Anda, perra, dile que te llame simplemente Billie…
Ella intentó darse la vuelta, luchando con él. Una mano convertida en garra buscó su cintura y Henry vio brillar en el aire sus gruesas uñas cuadradas, pero las uñas sólo encontraron el aire.
—¡Basta, Henry! —gritó ella—. ¡Estate quieto, para! ¡Basta de tonterías! Yo… ¡gritaré!
—¡Grita todo lo que quieras! —aulló Henry, aún riendo. Levantó una pierna y colocó su pie justo en el centro de ese flaco trasero que jamás le había dado ni un momento de alegría, y empujó—. ¡Yo te ayudaré, Wilma! ¡Sal! ¡Despierta, seas lo que fueres! ¡Despierta! ¡Aquí tienes la cena! ¡Carne envenenada! ¡Despierta, despierta!
Wilma lanzó un penetrante chillido, un sonido inarticulado en el cual había más rabia que miedo.
Y entonces Henry lo oyó.
Primero fue un leve silbido, el sonido que podría emitir un hombre que está a solas, trabajando, sin darse cuenta de que silba. Luego el silbido se hizo más agudo, alzándose por toda la escala tonal hasta llegar a un zumbido que desgarraba los tímpanos y apenas si resultaba audible. Y, de pronto, el zumbido volvió a bajar convirtiéndose en un gruñido…, y luego en un ronco gañido. El sonido era absolutamente salvaje, totalmente implacable. Durante toda su vida de casado Henry Northrup le había tenido miedo a su mujer, pero la criatura del baúl hacía que Wilma pareciera una niña del jardín de infancia teniendo su primera rabieta. Henry tuvo el tiempo suficiente para pensar: «Santo Dios, puede que realmente sea un demonio de Tasmania, puede que… sea lo que fuere, es alguna especie de diablo».
Wilma empezó a gritar de nuevo pero esta vez el grito era más suave y casi agradable… o, al menos, lo fue para los oídos de Henry Northrup. Era un grito de puro y simple terror. Su blusa amarilla destelló en la oscuridad que había bajo la escalera como un faro borroso. Se lanzó hacia la salida del hueco, pero Henry la empujó hacia atrás, usando toda su fuerza.
—¡Henry! —aulló Wilma—. ¡Hen-ryyyyyy!
Se lanzó de nuevo hacia él, esta vez con la cabeza por delante, como un toro a la carga. Henry le cogió la cabeza con las dos manos, sintiendo aplastarse bajo sus palmas el rígido alambre de su cabellera, como una gorra vieja y reseca. Empujó. Y entonces, por encima de los hombros de Wilma, vio algo que podía ser el brillo dorado de los ojos de un búho no muy grande. Los ojos estaban llenos de un odio y una frialdad infinitos. El gañido se hizo más fuerte llegando a un crescendo feroz. Y cuando la cosa golpeó a Wilma la vibración que comunicó a su cuerpo fue lo bastante fuerte como para hacerle caer de espaldas.
Tuvo un último vislumbre de su rostro y sus ojos desorbitados, y un segundo después fue arrastrada hacia la oscuridad. Gritó una vez más.
Sólo una.
—Dile que te llame Billie —murmuró él.
Henry Northrup tragó aire con un ronco y tembloroso jadeo.
—Siguió… durante un rato —dijo—. Después de un tiempo bastante largo, quizás unos veinte minutos, el gruñido y los ruidos de… de su alimentación…, también eso cesó. Y empezó a silbar. Tal y como dijiste, Dex. Como una tetera feliz o algo parecido. Estuvo silbando durante algo así como cinco minutos y luego se paró. Alumbré una vez más el hueco con la linterna. El baúl estaba un poco más hacia fuera. Había… sangre nueva. Y el bolso de Wilma estaba tirado allí, con su contenido esparcido por todo el lugar. Pero de sus zapatos no había ni rastro. Mejor eso que nada, ¿verdad?
Dex no le respondió. La habitación estaba inmóvil y tranquila, llena de sol. En el exterior de la casa cantaba un pájaro.
—Acabé de limpiar el laboratorio —dijo Henry un momento después—. Me hicieron falta cuarenta minutos más y casi se me escapa una gota de sangre que había en el globo de la luz… La vi cuando ya estaba a punto de irme. Pero cuando hube terminado el lugar estaba limpio e impecable. Luego fui hasta mi coche y crucé el campus en dirección al departamento de Literatura. Era ya un poco tarde, pero no sentía ni pizca de cansancio. A decir verdad, Dex, creo que en toda mi vida no me había sentido con la cabeza tan despejada. En el sótano del departamento de Literatura había un baúl. Apenas empezaste a contar tu historia pensé en ello: supongo que debía estar asociando un monstruo con otro.
—¿Qué quieres decir?
—El año pasado, cuando Badlinger estaba en Inglaterra… Te acuerdas de Badlinger, ¿no?
Dex asintió. Badlinger era el hombre que había vencido a Henry en la competición por el departamento de Literatura…, en parte debido a que la esposa de Badlinger era vivaz, brillante y sociable, en tanto que la de Henry era una bruja insoportable. O lo había sido.
—Durante su año sabático fue a Inglaterra —dijo Henry—. Hizo que metieran todas sus cosas en un baúl y las mandó por barco. Una de las cosas que mandó era un animal gigantesco, de peluche. Le llaman Nessie. Para sus críos. Ya sabes que siempre deseé tener niños. Wilma no. Dijo que los niños son un estorbo, que siempre andan molestando.
»Bien, todo llegó en ese gigantesco baúl de madera y Badlinger lo bajó al sótano del departamento porque en su garaje no había sitio, dijo, pero tampoco quería tirarlo porque algún día podía acabar siendo útil. Mientras tanto, nuestros conserjes lo han venido usando como si fuera una especie de papelera gigantesca. Cada vez que se llenaba de basura, la tiraban en el camión y luego empezaban a llenarlo de nuevo.
»Creo que la idea se metió en mi cabeza gracias al baúl de Badlinger, el baúl en el que su condenado monstruo vino de Inglaterra. Empecé a ver de qué modo podíamos librarnos de tu demonio de Tasmania. Y eso me hizo empezar a pensar en algo de lo que deseaba librarme. Oh, cómo lo deseaba…
»Tenía mis llaves, naturalmente. Abrí la puerta y bajé la escalera. Allí estaba el baúl. Era un trasto muy grande y difícil de manejar, pero también estaba allí la carretilla de los conserjes. Quité la poca basura que tenía dentro y logré subir el baúl a la carretilla. Luego lo llevé hasta arriba y fui con la carretilla directamente hasta Amberson Hall.
—¿No cogiste tu coche?
—No. Dejé mi coche en el sitio que tengo para estacionar en el departamento de Literatura. De todos modos, no podría haber metido el baúl dentro.
Dex empezó a verlo todo más claro. Henry habría estado conduciendo su MG, claro, un viejo coche deportivo al que Wilma siempre había llamado el juguete de Henry. Y si Henry tenía el MG, entonces Wilma tendría el Scout, un jeep con el asiento trasero abatible. Montones de espacio para guardar cosas, tal y como decía la publicidad.
—No me encontré a nadie —dijo Henry—. En esta época del año el campus está desierto como en ninguna otra. Todo el asunto resultaba infernalmente perfecto. Ni tan siquiera vi las luces de otro coche a lo lejos. Una vez en el Hall bajé el baúl de Badlinger al sótano. Lo dejé en la carretilla, con la tapa abierta dando a la escalera. Luego subí de nuevo hasta el armario del conserje y cogí ese palo tan largo que utilizan para abrir y cerrar las ventanas. Ahora esos palos sólo los tienen en los viejos edificios. Bajé al sótano y me preparé para sacar el baúl —tu baúl, el de Paella—, de ese hueco. Entonces fue cuando lo pasé un poco mal. Verás, comprendí que no había modo de cerrar el baúl de Badlinger, que no tenía tapa. Me había dado cuenta de ello antes, pero fue ahora cuando lo comprendí. Hasta mis tripas lo comprendieron.
—¿Qué hiciste?
—Decidí correr el riesgo —dijo Henry—. Cogí el palo de las ventanas y fui sacando el baúl. Lo saqué con mucho cuidado, como si estuviera lleno de huevos. No… como si estuviera lleno de frascos de cristal con nitroglicerina dentro.
Dex irguió el cuerpo, mirando fijamente a Henry.
—Qué…, qué…
Henry le devolvió la mirada con ojos sombríos.
—Recuerda que ésa fue la primera vez en que pude verlo todo con claridad. Era horrible. —Hizo una pausa, deliberadamente, y luego siguió hablando—: Era horrible, Dex. Estaba cubierto de sangre y había partes de la madera en que ésta parecía haber penetrado hasta lo más hondo. Me hizo pensar en…, ¿recuerdas esas cajas para gastar bromas que vendían antes? Le dabas a una palanquita y la caja empezaba a temblar y emitía una especie de chirrido y entonces una mano verde pálido salía de lo alto y le daba a la palanquita y se escondía dentro una vez más. Me hizo pensar en eso.
»Lo saqué con mucho cuidado, oh, sí, y me dije que no iba a mirar dentro de él, no importaba lo que pasara. Pero miré, naturalmente. Y vi… —Su voz bajó de tono sin que pudiera evitarlo, como si hubiera perdido todas sus fuerzas—. Vi la cara de Wilma, Dex. Su cara.
—Henry, no…
—Vi sus ojos, mirándome desde ese baúl. Sus ojos vidriosos. También vi algo más. Algo blanco. Creo que era un hueso. Y algo negro. Peludo. Estaba enroscado. Y silbaba un poco. Era un silbido muy bajo. Creo que estaba durmiendo.
»Lo saqué todo lo que pude y entonces me quedé allí inmóvil, mirándolo, dándome cuenta de que no podía conducir sabiendo que esa cosa quizá saliera en cualquier momento… para aterrizar en mi nuca. Así que empecé a buscar algo, lo que fuera, algo con que cubrir el baúl de Badlinger.
»Fui hacia la sala de los animales y allí dentro había un par de jaulas lo bastante grandes para meter dentro el baúl de Paella, pero no pude encontrar las malditas llaves. Así que fui al piso de arriba y tampoco logré encontrar nada. No sé cuánto tiempo estuve buscando pero sentía continuamente el tiempo… resbalando entre mis dedos, escapándose. Estaba empezando a perder los estribos. Y entonces se me ocurrió mirar en esa gran sala de conferencias que hay al final del pasillo…
—¿La sala seis?
—Sí, creo que ésa es. Habían estado pintando las paredes. En el suelo había una gran lona para evitar las manchas de pintura. La cogí y bajé la escalera y metí el baúl de Paella en el baúl de Badlinger. ¡Con mucho cuidado…! Ah, Dex, te resultaría imposible llegar a creer lo cuidadoso que fui al hacerlo…
Cuando el más pequeño de los dos baúles estuvo dentro del más grande, Henry cogió el extremo de la lona y fue hacia la carretilla del departamento de Literatura. La lona emitió un seco susurro en el silencioso sótano de Amberson Hall. Su respiración parecía también susurrar secamente. Y también oía el silbido, muy tenue. Esperaba continuamente que el silbido se detuviera, que cambiara. Pero no lo hizo. Tenía la camisa cubierta de sudor y se le había pegado al cuerpo.
Moviéndose con mucho cuidado, negándose a la tentación de la prisa, envolvió el baúl de Badlinger con la lona: tres, cuatro, cinco veces dobló la gruesa tela sobre él. A la tenue luz que llegaba del laboratorio el baúl de Badlinger parecía ahora haber sido momificado. Sosteniendo el final de la tela con una mano, Henry cogió una cinta de la carretilla con la otra y la pasó por encima. Ató bien la cinta, hizo lo mismo con la segunda y luego retrocedió un par de pasos, quedándose inmóvil durante un instante. Miró su reloj. La una. Sentía en su garganta el rítmico latido de su pulso.
Fue de nuevo hacia la carretilla, deseando absurdamente un cigarrillo (había dejado de fumar hacía ya dieciséis años), cogió la carretilla, levantándola por el extremo, y empezó a subir lentamente la escalera.
Una vez fuera, la luna le observó con su fría mirada mientras subía la carretilla y su carga a la parte trasera del vehículo en el que había llegado a pensar como el jeep de Wilma, aunque Wilma no hubiera ganado ni un solo centavo desde el día en que se casó con ella. Era el peso más grande que había manejado desde los tiempos en que estuvo trabajando en una compañía de mudanzas en Westbrook, antes de graduarse. Cuando tenía el bulto en lo más alto de su trayectoria, sintió una punzada de dolor clavándose en sus riñones. Pese a ello acabó instalándolo en la parte trasera del Scout, tan suave y delicadamente como si fuera un bebé dormido.
Intentó cerrar la portezuela trasera, pero ésta no podía subir: el mango de la carretilla sobresalía un par de centímetros. Tuvo que conducir con la portezuela abierta y a cada bache y salto del camino su corazón parecía tropezar también. Sus oídos buscaban continuamente el silbido, esperando que empezara a trepar por la escala tonal hasta convertirse en un agudo alarido que luego descendería hasta un aullido gutural de furia, esperando el áspero desgarrarse de la lona cuando dientes y garras se abrieran camino a través de ella.
Y en el cielo, sobre su cabeza, la luna bogaba como un místico disco plateado.
—Fui hasta la cantera de Ryder —siguió diciendo Henry—. Al final del camino había puesta una cadena, pero logré rodearla gracias a la tracción del Scout. Luego me acerqué hasta el mismo borde. La luna seguía muy alta y podía ver su reflejo perdiéndose en la negrura, como un dólar de plata ahogado. Estaba allí y bajé del jeep, pero pasó un largo tiempo antes de que lograra decidirme a coger el baúl. Dex, después de todo, lo cierto es que allí dentro había tres cadáveres…, los restos de tres seres humanos. Y empecé a pensar, haciéndome preguntas…, ¿adónde se han ido? Vi el rostro de Wilma, pero se parecía a…, que Dios me ayude, estaba todo plano, como una máscara de Halloween. Dex, ¿qué parte de ellos se comió? ¿Cuánto podía comer? Y entonces empecé a comprender lo que tú pretendías decir sobre ese eje central que amenazaba con soltarse.
»Seguía silbando. Podía oírlo, débil y apagado, envuelto por la lona. Entonces la cogí y tiré…, realmente, creo que se trataba de hacerlo entonces o de no hacerlo nunca. El fardo vino hacia mí resbalando fácilmente…, y creo que quizá lo sospechó, Dex…, porque, justo cuando la carretilla empezaba a volcarse hacia el agua, entonces oí de nuevo el gruñido y el balbuceo…, y la lona empezó a oscilar y a romperse…, y yo di otro tirón. Tiré con todas mis fuerzas…, con tanta fuerza que a punto estuve de caer yo mismo en esa maldita cantera. Y allí dentro se fue. Hubo un chapoteo… y luego desapareció. Desapareció, dejando sólo unas pocas ondulaciones en el agua. Y luego también las ondulaciones desaparecieron.
Se quedó callado, mirándose las manos.
—Y viniste aquí —dijo Dex.
—Primero volví al Hall. Limpié bien bajo la escalera. Recogí todas las cosas de Wilma y volví a meterlas dentro de su bolso. Recogí la bota del conserje y su bolígrafo y las gafas de tu graduado. El bolso de Wilma sigue en el asiento. Aparqué el coche en nuestra…, en mi entrada. De regreso hasta aquí arrojé todo lo demás al río.
—Y entonces, ¿qué hiciste? ¿Viniste aquí?
—Sí.
—Henry, ¿y si me hubiera despertado antes de que llegaras tú? ¿Y si hubiera llamado a la policía?
—No lo hiciste —se limitó a decir Henry Northrup.
Ambos se miraron, Dex desde su cama, Henry desde la silla que había junto a la ventana.
—La pregunta es: ¿y ahora qué ocurre? —dijo Henry, hablando en voz tan baja que resultaba casi inaudible—. Pronto informarán de que han desaparecido tres personas. No hay ningún elemento que las conecte entre sí. No hay señales de que haya pasado algo raro; me ocupé de eso. El baúl de Badlinger, la carretilla, la lona de los pintores…, supongo que también informarán de que todo eso ha desaparecido. Habrá una investigación. Pero el peso de la carretilla llevará el baúl hasta el fondo de la cantera y… realmente, no hay cuerpos, ¿verdad que no, Dex?
—No —dijo Dexter Stanley—. Supongo que no.
—Pero, Dex, ¿qué harás tú? ¿Qué vas a decir?
—Oh, podría contar una gran historia —dijo Dex—. Y si la contara tengo la sospecha de que acabaría en el hospital mental del estado. Quizá acusado de haber asesinado al conserje y a Gereson, si es que no también de haber matado a tu mujer. No importa lo bien que limpiaras, la unidad forense de la policía del estado podría encontrar huellas de sangre en el suelo y las paredes de ese laboratorio. Creo que mantendré la boca cerrada.
—Gracias —dijo Henry—. Gracias, Dex.
Dex pensó en esa cosa tan escurridiza que había mencionado antes Henry: la compañía. Un poco de luz en la oscuridad. Pensó en jugar dos veces semanales al ajedrez, en vez de una sola. Quizá incluso tres veces por semana…, y si a las diez no habían terminado con la partida, quizá seguirían jugando hasta la medianoche, si es que ninguno de los dos tenía clases que dar por la mañana, y no tendrían que apartar el tablero a un lado (y lo más probable era que Wilma hiciera caer «accidentalmente» las piezas, «mientras quitaba el polvo», de tal forma que deberían empezar de nuevo toda la partida la noche del próximo jueves). Pensó en su amigo, libre por fin de esa otra especie de los demonios de Tasmania, esa que mataba mucho más lentamente pero con la misma seguridad…, mediante el ataque cardíaco, la úlcera, la presión sanguínea demasiado alta, farfullando y silbando continuamente en su oído mientras ocurría todo eso.
Y por último pensó en el conserje, arrojando distraídamente su moneda al aire, y la moneda de veinticinco centavos cayendo al suelo para rodar bajo la escalera, donde un horror muy viejo estaba esperando, achaparrado y silencioso, cubierto de polvo y telarañas, esperando…, tomándose su tiempo…
¿Qué había dicho Henry? Todo había sido infernalmente perfecto.
—No hace falta que me des las gracias, Henry —dijo.
Henry se puso en pie.
—Si te vistes —le dijo—, podrías llevarme hasta el campus. Podría coger mi MG y volver a casa para informar luego de que Wilma ha desaparecido.
Dex pensó en ello. Henry estaba invitándole a cruzar una línea casi invisible, al parecer, una línea que separaba al espectador del cómplice. ¿Quería cruzar esa línea?
Y, por fin, sacó los pies de la cama.
—Está bien, Henry.
—Gracias, Dexter.
Dex le miró y acabó sonriendo.
—No importa —dijo—. Después de todo, ¿para qué están los amigos?
FIN