Washington Irving: La leyenda de Sleepy Hollow

Washington Irving - La leyenda de Sleepy Hollow

Sinopsis: «La leyenda de Sleepy Hollow» (The Legend of Sleepy Hollow) es un cuento del escritor estadounidense Washington Irving, publicado en 1820 dentro de la colección The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent. Ambientado en un apacible y supersticioso valle del estado de Nueva York, el relato narra la historia de Ichabod Crane, un excéntrico maestro rural fascinado por lo sobrenatural. Su llegada a Sleepy Hollow lo pone en contacto con un mundo poblado de leyendas, en especial la del Jinete sin Cabeza, el espectro de un soldado hessiano que ronda la región. Mientras Ichabod intenta conquistar a la bella Katrina Van Tassel, fuerzas misteriosas comienzan a acecharlo.

Washington Irving - La leyenda de Sleepy Hollow

La leyenda de Sleepy Hollow

Washington Irving
(Cuento completo)


(HALLADO ENTRE LOS PAPELES DEL DIFUNTO DIEDRICH KNICKERBOCKER)

Era una tierra amena de somnolencia,
de ensueños trémulos ante el ojo entreabierto
y de castillos alegres en las nubes que pasan,
eternamente arreboladas en un cielo de verano.

El castillo de la indolencia


En medio de una de esas amplias ensenadas que recortan la orilla este del Hudson, en ese gran ensanchamiento del río que los viejos navegantes holandeses denominaron el Tappan Zee, donde siempre reducían velas de manera prudente e imploraban la protección de san Nicolás al atravesarlo, se encuentra una pequeña villa comercial o puerto rural que algunos llaman Greensburg, pero a la cual se conoce de manera más general y apropiada con el nombre de Tarry Town. Se cuenta que fueron las buenas mujeres de los alrededores quienes la bautizaron así en los tiempos de antaño, debido a la inveterada propensión de sus maridos a entretenerse en la taberna del pueblo en los días de mercado. Sea como fuere, no aseguro que esto sea cierto, simplemente lo menciono, al objeto de ser riguroso. No lejos de esta población, quizás a unas dos millas de distancia, hay un pequeño valle, o más bien una hondonada del terreno entre altas colinas, que constituye uno de los lugares más tranquilos del mundo. Un pequeño arroyo discurre plácidamente a través de él, murmullando sólo lo justo como para inducirnos al sosiego con su arrullo, y el silbido ocasional de la codorniz o el golpeteo del pájaro carpintero son prácticamente los únicos sonidos que turban alguna vez la continua calma del lugar.

Recuerdo que, cuando era un muchacho, mi primer logro en la caza de ardillas fue en un bosquecillo de altos nogales que dan sombra a uno de los lados del valle. Mis pasos me habían llevado hasta allí hacia el mediodía, cuando el campo se halla particularmente en silencio, y me vi sobresaltado por el rugido de mi propia escopeta cuando esta rompió la quietud dominical del entorno, prolongándose y reverberando en furiosos ecos. Si alguna vez deseara encontrar un retiro donde poder escabullirme del mundo y sus distracciones y pasar el resto de mi agitada vida soñando apaciblemente, no conozco un lugar más prometedor para ello que ese pequeño valle.

Debido a la lánguida tranquilidad del sitio y al carácter peculiar de sus habitantes, descendientes de los primeros colonos holandeses, esta apartada cañada se ha conocido desde hace mucho tiempo con el nombre de Sleepy Hollow, y sus rústicos mozos son llamados «los muchachos de Sleepy Hollow» en toda la región. Una influencia adormecedora y onírica parece flotar sobre el lugar e impregnar el propio aire. Hay quien dice que el valle fue embrujado por un doctor alemán en los primeros tiempos del asentamiento; otros, que un antiguo jefe indio, el profeta o hechicero de su tribu, celebraba allí sus asambleas antes del descubrimiento de la zona por el Sr. Hendrick Hudson. Ciertamente, el lugar continúa aún bajo el influjo de algún poder nigromántico que mantiene hechizadas a sus buenas gentes, haciendo que vayan siempre de acá para allá como en un estado de ensoñación. Suelen albergar todo tipo de creencias maravillosas, son propensas a experimentar trances y visiones, y vislumbran cosas extrañas y oyen música y voces sin origen aparente con asiduidad. Toda la zona abunda en leyendas locales, rincones encantados y supersticiones asociadas al crepúsculo; las estrellas fugaces y los meteoros luminosos son más frecuentes en el valle que en cualquier otra parte de la región, y el demonio de las pesadillas, con sus nueve vástagos, parece haberlo tomado como su patio de recreo favorito.

Sin embargo, el espíritu rondador que prepondera en esta región encantada, y da la impresión de ser el comandante en jefe de todas las fuerzas del más allá, es la aparición de una figura sin cabeza que viaja a caballo. Algunos dicen que se trata del fantasma de un soldado hessiano al que una bala de cañón le arrancó la cabeza en una batalla sin nombre de la Guerra de Independencia, y al que la gente de la región ve en ocasiones cabalgando en la oscuridad de la noche como a lomos del viento. Los sitios que suele frecuentar no se limitan únicamente al valle, sino que incluyen también a veces los caminos adyacentes, y especialmente las inmediaciones de una iglesia cercana. De hecho, algunos de los historiadores más fiables de aquellos pagos, que han recabado y cotejado de manera cuidadosa las informaciones que circulan sobre este espectro, afirman que, dado que el cuerpo del soldado fue enterrado en el cementerio de la iglesia, el fantasma cabalga cada noche hacia el escenario de la batalla en busca de su cabeza, y que la velocidad frenética con la que pasa en ocasiones por el valle, como un vendaval nocturno, se debe a la prisa con que ha de regresar al cementerio cuando el amanecer le pisa los talones.

Esto es en líneas generales lo que cuenta la leyenda, la cual ha servido de base a un gran número historias delirantes en aquella región sombría; y al espectro se lo conoce en todos los hogares de la comarca con el nombre de «el jinete sin cabeza de Sleepy Hollow».

Un hecho que sorprende es que la propensión a las visiones que he citado no se circunscribe únicamente a los habitantes nacidos en el valle, sino que también impregna inconscientemente a todo aquel que reside allí durante un tiempo. Por muy despierto que este hubiera sido antes de entrar en aquella región adormecedora, es cosa segura que al cabo de poco tiempo inhalará la hechizante influencia del aire y empezará a volverse imaginativo, a tener ensueños y ver apariciones.

Menciono este tranquilo lugar con todo el elogio posible, ya que es en ese tipo de pequeños valles apartados de raíces holandesas, que uno encuentra recogidos aquí y allá en el gran estado de Nueva York, donde la población, las maneras y las costumbres se mantienen inalteradas en tanto el caudaloso torrente de la inmigración y el progreso, que tan incesantes cambios provoca en otras partes de este agitado país, pasa junto a ellos sin ser advertido. Son como esos pequeños rincones de aguas quietas que hay en los bordes de un rápido arroyo, donde es posible ver una brizna de paja o una burbuja tranquilamente ancladas, o dando vueltas con lentitud en su remedo de puerto, a salvo de la fuerza de la corriente. Aunque han transcurrido muchos años desde la última vez que pisé los soñolientos y umbríos parajes de Sleepy Hollow, me pregunto si no encontraría todavía allí los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su abrigado seno.

En este lugar perdido de la mano de Dios vivió, en un remoto periodo de la historia estadounidense —esto es, hace unos treinta años—, un respetable caballero llamado Ichabod Crane, que estuvo residiendo —o «morando», como él decía— en Sleepy Hollow con el propósito de instruir a los niños del vecindario. Era oriundo de Connecticut, un estado que suministra a la Unión pioneros tanto del conocimiento como de los bosques y envía cada año legiones enteras de leñadores fronterizos y maestros rurales. El apellido de Crane no resultaba nada inadecuado para su persona. Era alto, pero extremadamente delgado, con hombros estrechos, brazos y piernas largos, manos que colgaban a una milla de sus mangas y pies que podrían haber servido como palas, y todo su cuerpo daba siempre la impresión de estar a punto de desarmarse. Tenía la cabeza pequeña y chata por arriba, con orejas enormes, grandes ojos verdes y vidriosos y una nariz larga y fina, tal que parecía una veleta colocada sobre su alargado cuello para saber en qué dirección soplaba el viento. En caso de verlo caminando a grandes zancadas sobre el perfil de una colina, con sus ropas colgando y agitándose alrededor de él, uno podría haberlo confundido con el fantasma del hambre descendido a la tierra o con algún espantapájaros huido de un maizal.

Su escuela era una construcción baja hecha de troncos, con una sola habitación de gran amplitud cuyas ventanas estaban en parte acristaladas y en parte parcheadas con hojas de viejos cuadernos de caligrafía. En las horas en que estaba vacía, se protegía de manera ingeniosa por medio de un mimbre enrollado en la manija de la puerta y estacas apoyadas en los postigos de las ventanas; de tal modo que, si bien un ladrón podía entrar con absoluta facilidad, pasaría cierta vergüenza cuando quisiera salir: una idea que el arquitecto, Yost Van Houten, había tomado prestada con toda probabilidad del misterioso sistema de las trampas para pescar anguilas. La escuela se hallaba en un emplazamiento bastante solitario pero agradable justo al pie de una colina boscosa, cerca de un riachuelo y con un abedul formidable creciendo en uno de sus extremos. En los soporíferos días de verano podía oírse salir de allí, como el zumbido de una colmena de abejas, el débil murmullo de las voces de sus pupilos mientras estudiaban sus lecciones, interrumpido de tanto en tanto por la autoritaria voz del maestro en tono amenazante o imperativo, o quizá por el terrible sonido de la vara cuando azuzaba a algún tardo holgazán a apretar el paso por el florido sendero del conocimiento. A decir verdad, Ichabod Crane era un hombre concienzudo, que tenía presente en todo momento esa valiosa máxima que dice «la letra con sangre entra». Y sus alumnos, ciertamente, tenían bien aprendida la letra.

No obstante, no querría que se creyera que era uno de esos crueles potentados de la escuela que hallan regocijo al azotar a sus súbditos; por el contrario, administraba justicia con más criterio que severidad, aliviando las espaldas de los débiles del peso de la culpa para depositarlo sobre las de los fuertes. El típico mozalbete enclenque que se estremecía al menor movimiento de la vara era perdonado con indulgencia; pero la demanda de justicia se satisfacía infligiendo una ración doble sobre algún cerril golfillo holandés de piel dura y lomo ancho que se enfoscaba, se henchía de rabia y se volvía más terco y hosco bajo la vara. El maestro llamaba a todo esto «cumplir con su deber para con los padres de los muchachos», y nunca propinaba un castigo sin asegurar acto seguido al escocido bribonzuelo que recordaría y le agradecería aquello todos los días de su vida, lo cual suponía un gran consuelo para el muchacho.

Al término de la jornada escolar, Ichabod hacía incluso de compañero de ocio y juegos de los chicos más mayores, y en las tardes de los días festivos solía acompañar a casa a algunos de los más pequeños que resultaban tener hermanas guapas o buenas esposas por madres, conocidas por las delicias de sus alacenas. Ciertamente, mantener buenas relaciones con sus alumnos constituía para él una necesidad. Los ingresos que le proporcionaba la escuela eran pequeños, y apenas habrían bastado para su sustento diario, pues era un gran comilón y, pese a su delgadez, tenía la capacidad de dilatación de una anaconda; pero para ayudar a su manutención comía y se alojaba en las casas de los granjeros a cuyos hijos enseñaba, según era costumbre en los pueblos de la región. Vivía sucesivamente con cada uno de ellos durante una semana, yendo de este modo de una casa a otra del vecindario con todos sus efectos materiales envueltos dentro de un pañuelo de algodón.

A fin de que todo esto no resultara excesivamente oneroso para la bolsa de sus rústicos patrones, quienes tendían a ver los costes de la escolarización como una pesada carga y a los maestros como simples zánganos, empleaba diversos métodos para hacer su estancia útil y agradable. A veces echaba una mano a los granjeros en las labores más ligeras de sus granjas, les ayudaba a hacer heno, reparaba las vallas, llevaba los caballos a abrevar, traía las vacas de los pastos y cortaba leña para el invierno. También dejaba a un lado toda la dignidad autoritaria y el absolutismo con que gobernaba despóticamente su pequeño imperio —la escuela—, y se volvía maravillosamente afable y obsequioso. Se ganaba el favor de las madres mimando a los niños, especialmente a los más pequeños; y al igual que el audaz león, que otrora al corderito tan magnánimamente sujetó, solía sentarse con un infante encima de la rodilla y mecerlo moviendo el pie durante horas.

Adicionalmente a sus otras vocaciones, era el maestro de canto de la zona, y se sacaba una buena cantidad de brillantes chelines enseñando a cantar salmos a los jóvenes. Para él era una cuestión de no poco orgullo ocupar cada domingo su puesto frente a la galería de la iglesia junto con un coro de cantantes seleccionados, momento en que, en su opinión, le arrebataba la palma al pastor. Es cierto que su voz resonaba mucho más alto que la de todos los demás fieles, y hay ciertos trinos peculiares que aún han de oírse en esa iglesia, y que incluso pueden sentirse a media milla de distancia, hasta en el lado opuesto de la represa del molino en una tranquila mañana dominical, que según se dice descienden legítimamente de la nariz de Ichabod Crane. De esta forma, realizando diversos trabajillos temporales de ese modo ingenioso comúnmente denominado «servir igual para un roto que para un descosido», al respetable pedagogo le iba medianamente bien, y todos aquellos que no entendían en absoluto el trabajo intelectual pensaban que llevaba una vida maravillosamente cómoda.

El maestro es por lo general un hombre de cierta importancia en el círculo femenino de un vecindario rural, al estar considerado una especie de personaje ocioso y caballeroso muy superior en gusto y talentos a los toscos mozos de la región, y, de hecho, solamente inferior en erudición al pastor de la iglesia. Su aparición en una casa a la hora del té, por lo tanto, tiende a generar un pequeño revuelo y la adición de un plato extra de pasteles o confites, o, tal vez, la exhibición de una tetera de plata. Así pues, nuestro hombre de letras se sentía especialmente feliz en medio de las sonrisas de todas las damiselas campestres. ¡Cómo podía vérsele entre estas últimas los domingos en el jardín de la iglesia, entre oficio y oficio, recogiendo uvas para ellas de las parras silvestres que plagaban los árboles circundantes; recitando para su diversión todos los epitafios de las lápidas, o paseando, con un grupo entero de ellas, por las orillas de la vecina represa del molino, mientras los pueblerinos, que eran más tímidos, se mantenían atrás con vergüenza, envidiando su superior elegancia y modales!

Debido a su vida parcialmente itinerante, era una especie de gaceta que circulaba de casa en casa llevando consigo todos los cotilleos locales, por lo que su aparición siempre era recibida con agrado. Las mujeres, además, lo consideraban un hombre de vasta cultura, pues había leído varios libros de principio a fin y era un completo experto en la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra de Cotton Mather, arte en la cual, por cierto, creía con total fuerza y firmeza.

El hombre, de hecho, combinaba de manera extraña una cierta sagacidad con una credulidad cándida. Su hambre de maravillas y su capacidad para digerirlas eran igual de extraordinarias, y ambas habían aumentado desde que vivía en aquella región encantada. Ninguna historia era demasiado vulgar o truculenta para su enorme apetito. Por las tardes, tras dejar irse a casa a sus alumnos, disfrutaba a menudo tumbándose en la tupida alfombra de tréboles que bordeaba el riachuelo que discurría quejumbroso junto a su escuela y leyendo allí con atención los horribles episodios del viejo Mather hasta que la creciente penumbra del atardecer convertía las letras impresas en la página frente a sus ojos en un simple borrón. Después, mientras se encaminaba a la casa en que resultaba estar alojado, pasando junto a pantanos, riachuelos y bosques espeluznantes, todos los sonidos de la naturaleza aguijoneaban su excitada imaginación en esa hora bruja: el gemido del chotacabras que llegaba desde la ladera de la colina; el ominoso croar de la rana arbórea, ese heraldo de la tormenta; el lúgubre ulular de la lechuza, o el súbito susurro del arbusto al abandonar su rama unos pájaros espantados. También las luciérnagas, que centelleaban de manera sumamente vívida en los lugares más oscuros, lo asustaban algunas veces cuando una inusualmente brillante se cruzaba en su camino dejando una estela luminosa; y si por casualidad un escarabajo idiota llegaba volando torpemente a toda velocidad y chocaba contra él, el pobre bribón se quedaba al borde de exhalar su último aliento, al pensar que una bruja lo había golpeado por medio de algún maleficio. Su único recurso en tales ocasiones, ya fuese para ahogar sus pensamientos o ahuyentar a los espíritus malignos, era ponerse a cantar melodías de salmos; y la buena gente de Sleepy Hollow que se encontraba sentada a la puerta de sus casas, como era su costumbre al caer el día, se sobrecogía al oír su tonada nasal flotando en el aire, «prolongándose dulcemente» desde la lejana colina o a lo largo del oscuro camino.

Otro de sus aterradores placeres era pasar las largas tardes de invierno en compañía de las señoras holandesas mientras estas hilaban sentadas junto al fuego, con una ristra de manzanas asándose y crepitando en el hogar, y escuchar sus maravillosas historias de fantasmas y duendes; de campos, arroyos, puentes y casas embrujados, y especialmente del jinete sin cabeza, o de «el hessiano que galopa por el valle», como a veces lo llamaban. Él hacía igualmente las delicias de las matronas con sus anécdotas de brujería, y de los temibles augurios y las fantasmagorías premonitorias que tan comunes habían sido en Connecticut en otros tiempos; y las asustaba de un modo lamentable con especulaciones sobre cometas y estrellas fugaces, y con la inquietante realidad de que el mundo daba efectivamente vueltas sobre sí mismo y se pasaban la mitad del tiempo cabeza abajo.

Pero si Ichabod Crane encontraba placer en todo esto, mientras se acurrucaba confortablemente en el rincón de la chimenea de una estancia completamente bañada por el rojizo resplandor de una lumbre chisporroteante, donde, por supuesto, ningún espectro se atrevía a aparecer, lo pagaba sobradamente con el miedo que pasaba durante su subsiguiente vuelta a casa. ¡Qué espantosas sombras y siluetas plagaban su ruta en medio del brillo tenue y fantasmal de una noche de nieve! ¡Con qué expresión anhelante miraba cada trémulo rayo de luz que se derramaba sobre los yermos campos desde alguna ventana lejana! ¡Cuán a menudo se horrorizaba al ver un arbusto cubierto de nieve que, como una aparición amortajada, lo acosaba en su camino! ¡En cuántas ocasiones se encogía sobrecogido al oír sus propias pisadas en la capa de hielo bajo sus pies y le daba pavor mirar a su espalda, por miedo a ver algún ser extraño caminando pesadamente justo detrás de él! ¡Y la de veces que se veía completamente acongojado por una fuerte ráfaga de viento que soplaba aullando entre los árboles, al creer que era el hessiano galopando por el valle en una de sus batidas nocturnas!

Todo esto, sin embargo, eran simples terrores nocturnos, fantasmas de la imaginación que caminan en la oscuridad; y aunque Ichabod había visto muchos espectros a lo largo de sus días, y sido acosado más de una vez por Satán con diversas formas en sus solitarios paseos, la luz del alba ponía fin a todos estos males; y habría llevado con ello una vida placentera, a pesar del demonio y todas sus obras, si no se hubiera cruzado en su camino un ser que causa más desconcierto en el hombre que los fantasmas, los trasgos y la raza entera de las brujas juntos, el cual fue… una mujer.

Entre los discípulos musicales que se reunían una tarde a la semana para recibir sus enseñanzas sobre salmodia estaba Katrina van Tassel, hija y única descendiente de un acaudalado granjero holandés. Era una muchacha radiante de dieciocho años recién cumplidos; llenita como una perdiz; tierna por dentro, y turgente y sonrosada por fuera, como uno de los melocotones de su padre, y conocida por doquier, no sólo por su belleza, sino también por sus grandes perspectivas de futuro. Era además un poco coqueta, tal como podía notarse incluso en su manera de vestir, que era una mezcla de estilos antiguos y modernos, de acuerdo con lo que mejor le venía para realzar sus encantos. Lucía los adornos de oro puro que su tatarabuela había traído desde Saardam; el sugerente peto típico de otros tiempos, y también una saya provocadoramente corta, para exhibir los pies y tobillos más bonitos de toda la región.

Ichabod Crane sentía una candorosa debilidad por el bello sexo, y no es de extrañar que un miembro tan atractivo de él se ganara pronto su aceptación, más aún si cabe después de haber ido a verla a la mansión paterna. El viejo Baltus van Tassel era el retrato perfecto de un granjero próspero, satisfecho y generoso. Es cierto que raras veces dirigía su mirada o sus pensamientos más allá de los límites de su hacienda, pero dentro de ellos todo era comodidad, felicidad y bienestar material. Estaba contento con su riqueza, pero no se gloriaba de ella, y se sentía más orgulloso de la gran abundancia en que vivía que de la elegancia con la que lo hacía. Su fortaleza estaba situada a orillas del Hudson, en uno de esos verdes, abrigados y fecundos rincones en que a los granjeros holandeses les gusta establecerse. Sobre ella extendía sus amplias ramas un gran olmo, al pie del cual borboteaba un manantial de aguas muy blandas y dulces dentro de un pequeño pozo hecho con un tonel, que después desaguaba surcando de manera silenciosa y centelleante la hierba en un riachuelo cercano que discurría burbujeando entre alisos y sauces enanos. Cerca de la casa había un granero inmenso, que podría haber hecho las veces de iglesia, cuyas ventanas y resquicios parecían a punto de reventar con los tesoros de la granja; el mayal resonaba afanosamente en su interior de sol a sol; las golondrinas revoloteaban trinando en torno a sus aleros, e hileras de palomas, algunas con un ojo levantado, como si estuvieran pendientes del tiempo, otras con las cabezas bajo las alas o enterradas en sus pechos, y otras tantas ahuecando las plumas, gorjeando y haciendo reverencias a sus damas, disfrutaban del sol en el tejado. Unos cerdos hermosos y desgarbados gruñían en la placidez y abundancia de sus porquerizas, de donde salían, de tanto en tanto, tropeles de lechones como para olisquear el aire. Un majestuoso escuadrón de gansos blancos como la nieve se deslizaban sobre la superficie de una laguna adyacente, escoltando a flotillas enteras de patos; regimientos de pavos glugluteaban por los terrenos de la granja, y unas gallinas de Guinea los recorrían de manera inquieta, como amas de casa malhumoradas, emitiendo su llamada quejumbrosa y malcontenta. Frente a la puerta del granero se paseaba ufano el gallo gallardo, ese modelo de esposo, guerrero y caballero, batiendo sus bruñidas alas y cacareando el orgullo y gozo que sentía, a veces escarbando la tierra con las patas, y después llamando generosamente a su siempre hambrienta familia de esposas e hijos para que disfrutaran del delicioso bocado que había descubierto.

Al pedagogo se le hacía la boca agua al contemplar esta suntuosa promesa de lujosos platos invernales. En su voraz imaginación veía a cada cochinillo que correteaba por la granja con un pudin en la tripa y una manzana en la boca; a los pichones acostados en un confortable pastel y arropados con un cobertor de corteza; a los gansos nadando en una salsa elaborada con su propia carne, y a los patos íntimamente emparejados en platos, como cónyuges bien avenidos, junto con una cantidad decente de salsa de cebolla. En los cerdos veía trinchadas futuras lonchas de lustrosa panceta ahumada y suculentos jamones; no había un pavo que no se imaginara delicadamente atado, con la molleja bajo el ala y, tal vez, un collar de sabrosas salchichas; y hasta el radiante Chantecler yacía despatarrado sobre un plato de acompañamiento, con las garras levantadas, como implorando la clemencia que su espíritu de caballero no se dignaba a pedir cuando se encontraba vivo.

Al tiempo que el extasiado Ichabod se imaginaba todo esto, y recorría con sus grandes ojos verdes las fértiles praderas, los exuberantes campos de trigo, de centeno, de alforfón y de maíz criollo, y las huertas de árboles cargados de fruta rubicunda que rodeaban la acogedora morada de Van Tassel, su corazón suspiraba por la damisela que habría de heredar aquellos dominios, y su fantasía se desbocaba al pensar en cómo podría venderlos inmediatamente para invertir en vastas extensiones de tierra virgen y palacios de madera en plena naturaleza. Es más, su viva imaginación ya hacía realidad sus esperanzas, y le mostraba a la radiante Katrina, en compañía de una familia entera de niños, montada en un carromato cargado de enseres domésticos, con ollas y hervidores colgando por debajo, y él se veía montado a horcajadas de una yegua al paso, con un potrillo detrás, ¡rumbo a Kentucky, Tennessee o Dios sabe dónde!

Cuando Ichabod entró en la mansión, quedó conquistado del todo. Era una de esas espaciosas casas de granja con tejados de cumbreras altas y faldones que descendían en una larga pendiente, construidos según el estilo transmitido de generación en generación desde los primeros colonos holandeses, cuyos bajos y prominentes aleros formaban una veranda en la parte frontal de la vivienda susceptible de cerrarse cuando hacía mal tiempo. Debajo de ella había colgados mayales, arreos, diversos utensilios de agricultura y redes para pescar en el cercano río. Se habían construido unos bancos en sus laterales para sentarse en verano, y una gran rueca en un extremo y una mantequera en el otro revelaban los variados usos a los que podía destinarse aquel importante porche. Desde aquella veranda, el asombrado Ichabod accedió al vestíbulo de la mansión, que constituía su centro y sala de estar habitual. Allí deslumbraron su mirada varias hileras de cacharros de peltre, alineados sobre un largo aparador. En un rincón había una gran saca de lana para hilar; en otro un paño de sarga de lino y lana recién salido del telar; espigas de maíz criollo y ristras de manzanas y melocotones desecados colgaban de las paredes en alegres festones, mezclados con llamativos pimientos rojos, y una puerta entreabierta le permitió echar un vistazo al salón, donde las sillas con pies de bola y garra y las mesas de caoba oscura relucían como espejos; los morillos, junto con la pala y las tenazas que suelen acompañarlos, brillaban desde su matorral de puntas de espárragos; celindas y conchas decoraban la repisa de la chimenea; por encima de ella pendían ristras de huevos de diversos colores; un gran huevo de avestruz colgaba en el centro de la habitación, y un aparador esquinero, dejado abierto a sabiendas, exhibía enormes tesoros de plata vieja y porcelana cuidadosamente reparada.

Desde el momento en que Ichabod posó su mirada sobre estas tierras del placer, la tranquilidad se acabó para él, y el hombre se centró por completo en averiguar cómo obtener el amor de la incomparable hija de Van Tassel. Sin embargo, encontró más dificultades en esta empresa de las que comúnmente caían en suerte a los caballeros andantes de antaño, quienes rara vez tenían que enfrentarse a otra cosa que no fuesen gigantes, hechiceros, dragones flamígeros y otros fáciles adversarios semejantes; y debían abrirse camino a través de simples puertas de hierro y latón y muros de roca adamantina hasta la torre principal del castillo, donde la dama de su corazón se hallaba confinada —todo lo cual lograba con la misma sencillez con que un hombre cortaría un pastel de Navidad hasta su centro—, y después, como era de esperar, la dama le concedía su mano. Ichabod, en cambio, tenía que ganarse el amor de una coqueta de pueblo, lidiando con una confusa miríada de antojos y caprichos que no paraban de plantearle nuevas dificultades y obstáculos, y hacer frente a una legión de temibles oponentes de carne y hueso: los numerosos admiradores rurales que trataban de conquistar a la joven por todos los medios, vigilándose unos a otros de manera atenta y airada, pero preparados para saltar con furia sobre cualquier nuevo rival en aras de su causa común.

El más formidable de estos últimos era un joven apuesto, fornido, brioso y jaranero llamado Abraham —o Brom, según la abreviación holandesa— van Brunt, el héroe de los alrededores, donde sus proezas de fuerza y audacia se referían por doquier. Era ancho de espaldas y muy flexible, con el pelo negro, corto y rizado y un rostro chato pero no desagradable, y tenía un aire que combinaba diversión y arrogancia. Debido a su cuerpo hercúleo y a la gran fortaleza de sus miembros, le habían puesto el apodo de Brom el Huesos, por el que todo el mundo lo conocía. Tenía fama de poseer amplios conocimientos y habilidad en el arte de la monta, y era tan diestro a lomos de un caballo como un tártaro. Resultaba ganador en todas las carreras y duelos de gallos, y, con la superioridad que otorga la fuerza física en la vida rural, ejercía de árbitro en todas las disputas, ladeándose el sombrero y dando sus dictámenes con un aire y un tono que no admitían rechazo ni apelación posible. Siempre estaba dispuesto para la pelea o el jolgorio, pero había más pillería que mala voluntad en su manera de ser; y, pese a toda su rudeza autoritaria, en el fondo poseía un marcado toque bienhumorado y bromista. Tenía tres o cuatro amigos inseparables que lo consideraban su modelo a seguir, al frente de los cuales recorría la comarca asistiendo a todas las escenas de hostilidad o diversión en millas a la redonda. Cuando el tiempo era frío se le distinguía por un peludo gorro de piel con una ostentosa cola de zorro en lo alto, y cuando un grupo de gente congregada en el campo divisaba esta cimera a lo lejos, moviéndose rápidamente de un lado a otro en medio de una cuadrilla de impetuosos jinetes, siempre se esperaba algún alboroto. Algunas veces se oía a su grupo de amigos pasar velozmente a medianoche por delante de las granjas entre gritos de exultación y espoleamiento, como una tropa de cosacos del Don; y las señoras mayores, al ser arrancadas de su sueño con sobresalto, se quedaban escuchando durante un momento hasta que la ruidosa galopada pasaba de largo, y después exclamaban: «¡Allá van Brom el Huesos y su cuadrilla!». Los vecinos veían al joven con una mezcla de respeto, temor, admiración y benevolencia; y cada vez que ocurría alguna travesura alocada o pendencia rural en las inmediaciones, siempre meneaban la cabeza con resignación y aseguraban que Brom el Huesos estaba detrás de ella.

Este héroe alborotador había elegido desde hacía algún tiempo a la radiante Katrina como objeto de sus toscas galanterías, y, si bien sus flirteos recordaban a las delicadas caricias y cariños de un oso, corría la voz de que ella no ponía freno a sus esperanzas. Ciertamente, las insinuaciones del joven eran una señal de retirada para aquellos candidatos rivales que no sentían deseos de entrometerse en sus asuntos amorosos; hasta tal punto que, cuando veían su caballo amarrado a la cerca de Van Tassel un domingo por la noche, un signo inequívoco de que su amo estaba dentro cortejando —o, como suele decirse, «arrullando»— a la hija, todos los demás pretendientes pasaban de largo con desespero y se iban a probar fortuna a otra parte.

Así era el formidable adversario con el que Ichabod Crane tenía que competir, y, a la vista de todo lo anterior, un hombre más fornido que él se habría retirado acobardado de la contienda, y uno más sensato habría perdido cualquier esperanza de ganarla. Sin embargo, su carácter aunaba por suerte flexibilidad y perseverancia; era en forma y espíritu como una vara de mimbre: plegadizo, pero, con todo, aunque cedía, nunca se venía abajo, y si bien se doblaba bajo la más mínima presión, en el momento en que esta desaparecía, ¡boing!, volvía a estar tan erguido y a llevar la cabeza tan alta como siempre.

Haberse lanzado abiertamente a la palestra contra su rival habría sido una locura, pues este no era un hombre que aceptara ser frustrado en sus amores, como tampoco lo era aquel amante tempestuoso, Aquiles. Ichabod, en consecuencia, efectuaba sus insinuaciones de una manera contenida y discreta. Bajo el pretexto de impartir sus clases de canto, realizaba frecuentes visitas a la casa de Van Tassel; y no es que hubiera de temer en modo alguno intromisiones por parte de los padres, cosa que constituye muy a menudo un escollo en el camino de los enamorados. Balt van Tassel era un tipo permisivo y complaciente; quería más a su hija que a su pipa, y, como un hombre razonable y un padre excelente, le dejaba hacer todo lo que le venía en gana. Su distinguida mujercita, asimismo, tenía ya suficientes cosas de las que ocuparse entre la casa y las aves del corral, pues tal como observaba sabiamente, los patos y las ocas son criaturas estúpidas y necesitan que alguien esté encima de ellas, pero las muchachas saben cuidarse solas. Así, mientras la atareada señora trajinaba por la casa o se afanaba en la rueca del extremo de la veranda, el buen Balt se sentaba a fumar su pipa de la tarde en el otro, observando los logros de un pequeño guerrero de madera que, armado con una espada en cada mano, luchaba valientemente contra el viento en lo alto del granero. Ichabod, entretanto, perseveraba en su cortejo a la hija junto al manantial bajo el gran olmo, o paseando a la media luz del atardecer, esa hora tan propicia para la elocuencia del enamorado.

Confieso no saber cómo se corteja a las mujeres y se gana uno su corazón. Para mí siempre han sido objetos de misterio y admiración. Algunas parecen tener sólo un punto vulnerable, o vía de acceso, mientras otras poseen un sinfín de avenidas y pueden ser conquistadas de mil maneras diferentes. Ganarse a las primeras es una gran proeza, pero constituye una prueba aún mayor de habilidad táctica el conservar la posesión de las segundas, dado que el hombre ha de defender su fuerte en cada puerta y ventana. Aquel que conquista un millar de corazones corrientes tiene derecho por lo tanto a un cierto renombre, pero aquel que mantiene un dominio indiscutido sobre el corazón de una coqueta es desde luego un héroe. Mas, ciertamente, este no era el caso del imponente Brom el Huesos; y desde el momento en que Ichabod Crane comenzó su galanteo, el interés de aquel decayó de manera evidente; ya no se veía su caballo amarrado a la cerca los domingos por la noche, y poco a poco fue surgiendo una enemistad mortal entre él y el preceptor de Sleepy Hollow.

Brom, en cuyo carácter había un cierto grado de caballerosidad violenta, habría llevado con gusto la situación a una guerra abierta y establecido sus pretensiones hacia la dama a la manera de esos razonadores sumamente simples y concisos, los caballeros andantes de los tiempos antiguos: por medio de un duelo; pero Ichabod era demasiado consciente de la superior fuerza de su adversario como para entrar en liza con él; había oído fanfarronear al Huesos de que «doblaría al maestro por la cintura y lo pondría en un estante de su propia escuela», y este último era demasiado precavido para darle una oportunidad de hacerlo. Había algo extremadamente provocador en este sistema obstinadamente pacífico, ya que no dejaba a Brom más alternativa que recurrir a su repertorio de gracietas pueblerinas y gastarle bromas groseras a su rival. Ichabod pasó a ser objeto de una caprichosa persecución por parte del Huesos y su cuadrilla de jinetes pendencieros, quienes comenzaron a causar problemas en los hasta entonces plácidos dominios del maestro: ahumaban sus clases de canto obstruyendo la chimenea, se colaban en la escuela por las noches a pesar de los magníficos sistemas de bloqueo de la puerta y las ventanas hechos con mimbre y estacas, y ponían todo patas arriba; de tal suerte que el pobre preceptor empezó a creer que todas las brujas de la zona celebraban allí sus aquelarres. Pero lo que resultaba aún más irritante es que Brom aprovechaba cualquier ocasión para ridiculizarlo en presencia de su amada, y tenía un perro sinvergüenza al que había enseñado a gimotear de una manera sumamente irrisoria, y presentado como un competidor a la altura de Ichabod en la enseñanza de la salmodia.

Las cosas continuaron así durante algún tiempo sin producir ningún efecto sustancial en la situación de las fuerzas en liza. Una soleada y tranquila tarde de otoño, Ichabod se encontraba sentado con aire regio y pensativo en el taburete alto desde el que solía controlar todos los asuntos de su pequeño reino académico. En su mano blandía una férula, ese cetro del poder despótico; la vara de la justicia, terror constante de los malhechores, descansaba sobre tres clavos situados detrás del trono, mientras que encima del escritorio que el maestro tenía ante sí podían verse diversos artículos de contrabando y armas prohibidas halladas en posesión de golfillos gandules, como manzanas mordisqueadas, escopetillas de juguete, molinetes, jaulas para moscas y legiones enteras de gallos de pelea rampantes hechos de papel. Parecía haberse infligido de forma reciente algún terrible acto de justicia, pues todos sus alumnos estaban afanosamente concentrados en sus libros o susurrando a hurtadillas detrás de ellos con un ojo puesto en el maestro, y en el aula reinaba una especie de quietud envuelta en murmullos. Esta se vio súbitamente interrumpida por la aparición de un negro vestido con una chaqueta de estopa, pantalones y un sombrero de copa redondeada cortado de tal manera que parecía el gorro de Mercurio, y subido a lomos de un potro desgreñado y medio salvaje al que dirigía con una soga a modo de ronzal. El hombre llegó a la puerta de la escuela trapaleando sobre su montura y portando una invitación para que Ichabod asistiera a una fiesta campestre o «velada de costura» que se iba a celebrar esa noche en casa de mynheer Van Tassel; y, habiendo entregado su mensaje con los aires pretenciosos y el pulcro lenguaje que los negros tienden a emplear con esfuerzo en aquel tipo de embajadas intrascendentes, cruzó galopando el riachuelo y lo vieron alejarse ágilmente hacia la parte alta del valle, lleno de dignidad y premura por su misión.

La agitación y el revuelo se apoderaron entonces del aula previamente en calma. Los alumnos recibieron órdenes de terminar sus lecciones a toda prisa sin entretenerse con nimiedades; los ágiles de mente se saltaron la mitad de ellas con impunidad, y los torpes sufrieron alguna que otra instancia enérgica en el trasero para acelerar el ritmo de estudio o ayudarles a salvar alguna palabra complicada. Luego los libros se apartaron de un manotazo sin colocarlos de vuelta en las estanterías, se volcaron los tinteros, se tiraron los bancos y se dejó salir una hora antes de lo normal a toda la clase, que se marchó de allí en tropel como una hueste de pequeños demonios, armando un gran griterío y escándalo en el jardín por la alegría de su temprana liberación.

Después el galano Ichabod dedicó por lo menos media hora más de lo habitual a arreglarse, cepillando y limpiando su mejor —y en realidad único— traje, de color negro descolorido, y acicalándose frente a un trozo de espejo roto que había colgado en la escuela. A fin de presentarse ante su amada como un auténtico caballero, pidió prestado un caballo al granjero en cuya casa se hospedaba, un colérico anciano holandés llamado Hans van Ripper; y, montado de esta forma tan gallarda, partió como un caballero andante en busca de aventuras. Mas resulta apropiado, siendo fiel al espíritu de los romances, que describa un poco el aspecto y equipo de mi héroe y su corcel. Este último era un viejo caballo de tiro que había resistido prácticamente todo en la vida excepto su propia agresividad. Estaba demacrado y hecho polvo, tenía el cuello caído y la cabeza como un martillo; llevaba su herrumbrosa crin y cola enmarañadas y llenas de nudos causados por los abrojos; uno de sus ojos había perdido la pupila y tenía una mirada fiera y espectral, pero el otro poseía un brillo verdaderamente taimado. Con todo, debía de haberse tratado de un animal bravo y fogoso en su día, a juzgar por el nombre que ostentaba: Pólvora. De hecho, había sido uno de los caballos favoritos de su amo, el iracundo Van Ripper, que era un jinete impetuoso y, de manera muy probable, había transmitido parte de su propio espíritu al animal; dado que, por decrépita que fuera la apariencia de este, en el fondo era más pícaro e indócil que cualquier potra de la región.

Ichabod era un jinete apropiado para una cabalgadura así. Montaba con estribos cortos que dejaban sus rótulas casi a la altura de la perilla de la silla; sus puntiagudos codos sobresalían como los de los saltamontes; llevaba la fusta erguida en la mano como si fuera un cetro, y, con el trote de su caballo, el movimiento de sus brazos recordaba al batir de un par de alas. Llevaba un pequeño sombrero de lana calado hasta la parte alta de la nariz —pues así podría uno referirse a su escasa frente— y los largos faldones de su casaca negra se agitaban en el aire hasta casi tocar la cola de su caballo. Tal era el aspecto de Ichabod y su corcel cuando salieron desgarbadamente por la puerta de la finca de Hans van Ripper: una aparición, desde luego, con la que uno rara vez se encuentra a plena luz del día.

Era, como ya he dicho, un soleado y tranquilo día de otoño; el cielo estaba despejado y sereno, y la naturaleza vestía los dorados y suntuosos ropajes que siempre asociamos a la idea de abundancia. Los bosques se habían puesto sus sobrios atuendos de color pardo y amarillo, en tanto que algunos de los árboles más delicados se habían quemado por culpa de las heladas adoptando brillantes tonalidades de naranja, púrpura y escarlata. Líneas en movimiento de patos silvestres empezaban a aparecerse en las alturas; se oía el chillido de las ardillas en los bosques de hayas y nogales, y, a ratos, el silbido pensativo de la codorniz en las cercanas rastrojeras.

Los pajarillos estaban dándose sus últimos banquetes antes de emigrar. Revoloteaban, piaban y brincaban de arbusto en arbusto y de árbol en árbol en actitud caprichosa debido a la abundancia y variedad que los rodeaba, completamente inmersos en su jolgorio. Allí estaban el honesto zorzal robín, blanco favorito de los pequeños cazadores, con su canto sonoro y quejumbroso; los gorjeantes tordos sargento, que volaban formando nubes de color azabache; el carpintero escapulario, con su cresta carmesí, su amplio collar negro y su esplendoroso plumaje; el ampelis americano, con sus alas de punta roja, su cola de punta amarilla y su pequeña montera de plumas, y la chara azul, ese petimetre ruidoso, con su alegre casaca celeste y su camisa blanca, chillando, chachareando, cabeceando, haciendo reverencias y fingiendo llevarse bien con todos los pájaros cantores de la floresta.

Mientras Ichabod iba trotando tranquilamente, su mirada, siempre receptiva a cualquier señal de abundancia culinaria, se paseó con deleite por los tesoros del alegre otoño. Vio por todas partes vastas provisiones de manzanas, algunas colgando en opresiva opulencia de los árboles, otras reunidas en cestos y toneles para el mercado, y otras tantas apiladas en copiosos montones para el lagar. Más a lo lejos avistó extensos campos de maíz criollo, con sus espigas doradas asomando por entre su cobertura de hojas y ofreciendo una promesa de futuras tartas y gachas dulces de maíz, y en el suelo debajo de ellas las calabazas amarillas, con sus hermosas y redondas barrigas vueltas hacia el sol, brindando abundantes perspectivas de los más lujosos pasteles. Al poco rato pasó por los fragantes campos de alforfón, aspirando el aroma de las colmenas, y al contemplarlos le invadió la tierna ilusión de degustar unas exquisitas tortitas, bien untadas de mantequilla y aderezadas con miel o melaza por la delicada mano cubierta de hoyitos de Katrina van Tassel.

Mientras alimentaba su imaginación de este modo con numerosas fantasías agradables y «dulces conjeturas», Ichabod siguió avanzando a lo largo de una de las vertientes de una cadena de colinas que ofrecían vistas a algunos de los paisajes más hermosos del poderoso Hudson. El sol hacía rodar poco a poco su amplio disco hacia el oeste. El ancho seno del Tappan Zee permanecía inmóvil como una lámina de cristal, excepto en algunos puntos dispersos donde se levantaban suaves ondulaciones que prolongaban la sombra azul de la lejana montaña. En el cielo flotaban unas pocas nubes ambarinas, sin ninguna brisa que las empujara. El horizonte tenía un esplendoroso tono dorado, que iba cambiando de forma gradual hasta convertirse en un puro color verde manzana y luego en el azul intenso del medio cielo. Un rayo de sol oblicuo se detenía en las crestas arboladas de los precipicios que se inclinaban sobre algunas partes del río, acentuando la profundidad del gris oscuro y el púrpura de sus rocosas paredes. Una balandra flotaba sin rumbo en la distancia, descendiendo lentamente con la marea, con su vela colgando inútil junto al mástil, y dado que el cielo se reflejaba con intensidad en las quietas aguas parecía como si la embarcación estuviese suspendida en el aire.

Fue hacia la caída de la tarde cuando Ichabod arribó al castillo de heer Van Tassel, el cual encontró abarrotado con la flor y orgullo de los alrededores: viejos granjeros —gente enjuta y de tez curtida—, ataviados con casacas y calzones de confección casera, medias azules, zapatos enormes y magníficas hebillas de peltre; sus ajadas pero briosas mujercitas, vestidas con cofias fuertemente plisadas, caracos de faldones largos y sayas hechas a mano, de las que colgaban tijeras, alfileteros y alegres bolsitos de calicó; muchachas bien dotadas, casi tan anticuadas en el atuendo como sus madres, salvo en los casos en que un sombrero de paja, un bonito lazo o tal vez un vestido blanco ofrecían signos de innovación urbana. Los hijos lucían casacas cortas de faldones cuadrados con hileras de estupendos botones de latón, y llevaban el pelo generalmente recogido en una trenza conforme a la moda de la época, especialmente si podían conseguir una piel de anguila para tal objeto, ya que esta se consideraba en todo el país un potente reparador y tónico capilar.

No obstante, el héroe de la escena fue Brom el Huesos, pues llegó a la reunión montado en su corcel favorito, de nombre Temerario: una criatura, al igual que él, de carácter fuerte y turbulento, y que nadie excepto su dueño era capaz de manejar. Este último, de hecho, era conocido por preferir las monturas bravas, dadas a hacer toda clase de jugarretas que mantenían a su jinete en peligro constante de romperse el cuello, pues sostenía que un caballo dócil y completamente amansado era indigno de llevar a un joven de espíritu arrojado.

De buen grado me pararía a describir en detalle el mundo de encantos que asaltó la mirada extasiada de mi héroe cuando entró en el majestuoso salón de la mansión de Van Tassel. No los del grupo de muchachas voluptuosas con su exuberante despliegue de rojo y blanco, sino los abundantes atractivos de una mesa de té campestre al verdadero estilo holandés en la suntuosa estación otoñal. ¡Qué fuentes rebosantes de dulces de tipos diversos y casi indescriptibles, conocidos sólo por amas de casa holandesas con largos años de experiencia! Allí estaban la resuelta rosquilla, el tierno olykoek y el crujiente y quebradizo cruller; bollitos azucarados y pastelillos de fruta, dulces de jengibre y miel, y todos sus demás parientes. Y luego había pasteles de manzana, melocotón y calabaza, además de lonchas de jamón y ternera ahumada; y también deliciosos platos de ciruelas, melocotones, peras y membrillos en conserva; por no hablar del sábalo a la parrilla o los pollos asados, junto con cuencos de leche y nata, todo mezclado sin orden ni concierto, más o menos como lo he enumerado, con la maternal tetera en el centro soltando nubecillas de vapor. ¡Válgame Dios! Me falta tiempo y aliento para hablar de este banquete como se merece, y estoy demasiado impaciente por continuar con mi historia. Por suerte, Ichabod Crane no tenía tanta prisa como su cronista, e hizo sobrada justicia a todas aquellas exquisiteces.

Era una persona amable y agradecida, cuyo corazón se agrandaba tanto más cuanto más lleno tenía el estómago, y al que la comida le alegraba igual que a otros hombres la bebida. Asimismo, no podía evitar mirar con sus grandes ojos a su alrededor mientras comía y regocijarse quedamente ante la posibilidad de ser un día el dueño de todo aquel panorama de lujo y esplendor casi inimaginable. Entonces —pensaba—, ¡con que rapidez mandaría la vieja escuela a paseo, miraría por encima del hombro a Hans van Ripper y al resto de patrones agarrados, y echaría de su casa de una patada a cualquier pedagogo itinerante que osara llamarlo «compañero»!

El viejo Baltus Van Tassel se paseaba entre sus invitados con una cara henchida de satisfacción y buen humor, redonda y alegre como la luna de la cosecha. Sus hospitalarias atenciones eran breves, pero expresivas, limitándose a un apretón de manos, una palmada en el hombro, una risotada o una insistente invitación a «atacar la mesa y servirse».

Después la música que salía de la sala común o gran salón convocó a los invitados al baile de la velada. El músico era un viejo negro canoso que llevaba más de medio siglo haciendo el papel de orquesta ambulante del vecindario. Su instrumento tenía tantos años y signos de deterioro como él mismo. Se pasaba la mayor parte del tiempo rascando dos o tres cuerdas; acompañando cada movimiento del arco con otro de cabeza, inclinando el cuerpo casi hasta el suelo y dando un pisotón en él cada vez que una nueva pareja se disponía a echarse a la pista.

Ichabod se sentía tan orgulloso de sus dotes de bailarín como lo estaba de sus aptitudes vocales. No había una sola extremidad ni una sola fibra de su ser que no pusiera en movimiento; y, al ver su cuerpo de miembros laxos completamente entregado a él y trapaleando por la sala, uno habría creído que el propio san Vito, ese bendito patrón del baile, estaba haciendo figuras delante de él. El maestro era la admiración de los negros de todas las edades y tamaños, quienes, tras acudir desde otras partes de la granja y del vecindario, se juntaban formando pirámides de brillantes caras tiznadas en cada puerta y ventana, observando encantados la escena, haciendo gestos de incredulidad y mostrando sonrientes hileras de dientes blancos como el marfil que se extendían de oreja a oreja. ¿Cómo no iba a estar el azote de los golfillos feliz y animado? La dueña de su corazón se había puesto a bailar con él, y sonreía elegantemente en respuesta a todas sus ávidas miradas amorosas, mientras Brom el Huesos, sufriendo terriblemente de amor y celos, permanecía sentado en un rincón dándole vueltas a la cabeza.

Cuando el baile llegó a su fin, Ichabod se vio atraído hasta un grupo de sabios locales que, junto con el viejo Van Tassel, estaban sentados en uno de los extremos de la veranda fumando, chismeando sobre los días de antaño y contando largas historias de la guerra.

Aquella comarca, en los tiempos de los que estoy hablando, era uno de esos sitios privilegiados que abundan en crónicas y hombres ilustres. El frente había pasado cerca de él durante la guerra de Independencia, y, debido a ello, había sido escenario de saqueos, y se había visto invadida por refugiados, vaqueros y todo tipo de personajes fronterizos idealizados. Había pasado suficiente tiempo desde entonces como para que cada narrador adornara su relato con alguna pequeña ficción favorecedora y, debido a la vaguedad de sus recuerdos, se colocara a sí mismo como héroe de todas las hazañas.

Se escuchó la historia de Doffue Martling, un gigantesco holandés de poblada barba morena que había estado a punto de rendir una fragata británica con un viejo cañón de hierro disparado desde un parapeto de barro, y no fue así únicamente porque el arma explotó a la sexta descarga. Y había un señor anciano cuyo nombre no diré —pues era un mynheer demasiado rico como para hacerlo a la ligera— que, en la batalla de White Plains, al ser un maestro en el arte de la esgrima, desvió una bala de mosquete con una pequeña espada, hasta tal punto que notó perfectamente cómo el proyectil se deslizaba zumbando por la hoja y rebotaba en la guarda; en prueba de lo cual estaba dispuesto en cualquier momento a enseñar el acero, cuya guarnición estaba un poco doblada. Había varios más que habían sido igual de grandes en el campo de batalla, y todos ellos estaban convencidos de que habían contribuido de manera importante a llevar la guerra a su feliz término.

Pero todo esto no fue nada en comparación con las historias de fantasmas y apariciones que vinieron después. La comarca es rica en valiosas leyendas de esa clase. Las historias y supersticiones locales se multiplican y arraigan mejor en estos lugares retirados y poblados desde hace largo tiempo, pero resultan pisoteadas por la cambiante multitud que habita en la mayoría de nuestros pueblos. Además, en la práctica totalidad de ellos no hay nada que incentive la existencia de fantasmas, pues estos apenas tienen tiempo de terminar su primera siesta y cambiar de costado dentro de sus tumbas antes de que las amistades que les han sobrevivido se vayan del vecindario, de tal suerte que, cuando salen a hacer su ronda nocturna, ya no les queda ningún conocido al que visitar. Esta es quizá la razón de que rara vez oigamos hablar de fantasmas salvo en nuestras comunidades holandesas más arraigadas.

Sin embargo, la causa directa del gran número de leyendas sobrenaturales en estos lares era sin ningún género de duda la cercanía a Sleepy Hollow. Había algo contagioso en el aire mismo que llegaba desde esa zona embrujada, la cual exhalaba por toda la región una atmósfera infecciosa que provocaba ensoñaciones y fantasías. Varios de los habitantes de Sleepy Hollow estuvieron presentes en la fiesta de Van Tassel, y, como de costumbre, se dedicaron a compartir sus delirantes y asombrosas leyendas con el resto de invitados. Se contaron muchas historias lúgubres sobre cortejos fúnebres, y sobre voces de duelo y lamentos oídos y vistos en los alrededores del gran árbol donde se capturó al infortunado comandante André, el cual se halla en la zona. Se hizo mención asimismo de la mujer de blanco que rondaba la oscura cañada de Raven Rock, a la que a menudo se oía chillar en las noches de invierno cuando se iba a producir una tormenta, ya que había perecido allí durante una nevada. Con todo, la mayor parte de las historias giraban en torno al espectro favorito de Sleepy Hollow, el Jinete Sin Cabeza, que había sido oído últimamente dando vueltas por la zona, y que, según se decía, amarraba su caballo cada noche entre las tumbas del camposanto de la iglesia.

La aislada ubicación de esta última parecía haber hecho siempre de ella un lugar de aparición predilecto para los espíritus sin reposo. El templo se alza sobre un cerro rodeado de falsas acacias y olmos de gran altura, entre los cuales relucen con modestia sus decorosas paredes enjalbegadas, tal como la pureza cristiana penetra en las sombras de la soledad. Una suave pendiente baja desde él hasta una plateada extensión acuosa bordeada por árboles altos, entre los cuales se pueden entrever las colinas azules del Hudson. Al mirar el herboso jardín del edificio, en el que los rayos del sol parecen dormir con tanta tranquilidad, uno pensaría cuando menos que los muertos podrían descansar en paz allí. A un lado de la iglesia se extiende una amplia hondonada boscosa por la que un gran arroyo pasa furiosamente entre rocas hendidas y troncos de árboles caídos. Sobre una parte oscura y profunda del torrente, no lejos de la iglesia, se había construido tiempo ha un puente de madera; el camino que conducía hasta él y el propio puente quedaban densamente ensombrecidos por la cubierta arbórea del lugar, que dejaba la zona en penumbra incluso durante el día, y que producía una oscuridad aterradora por la noche. Aquel era uno de los sitios que más gustaba de frecuentar el Jinete Sin Cabeza, y donde solía encontrársele más a menudo. Se contó la historia del viejo Brouwer, un paisano cuya nula creencia en los fantasmas resultaba de lo más herética; de cómo se tropezó con el Jinete volviendo de una visita a Sleepy Hollow y fue obligado a montarse detrás de él en su caballo; cómo galoparon a través de arbustos y zarzas, de colinas y pantanos, hasta que llegaron al puente, momento en que el Jinete se transformó de repente en un esqueleto, tiró al viejo Brouwer al arroyo y saltó por encima de las copas de los árboles mientras retumbaba un trueno.

Esta historia fue igualada de inmediato por una aventura tres veces más portentosa de Brom el Huesos, quien restó méritos al hessiano como jinete. El joven afirmó que aquel soldado de las tinieblas se le había aparecido por sorpresa una noche cuando regresaba del pueblo cercano de Sing-Sing; que le había propuesto echarle una carrera por un tazón de ponche, y que además le habría ganado —pues Temerario había vencido con contundencia al caballo demoníaco— de no ser porque justo cuando ambos estaban llegando al puente de la iglesia el hessiano dio un salto y desapareció en medio de un fogonazo.

Todas estas historias, que se contaron en esa adormecedora voz baja que los hombres ponen cuando hablan a oscuras, con los rostros de los oyentes iluminados sólo de vez en cuando por el brillo ocasional de una pipa, causaron una honda impresión en Ichabod. Este les correspondió del mismo modo recitando largos pasajes del para él inestimable escritor Cotton Mather, y añadió a su intervención muchos hechos maravillosos que habían tenido lugar en su estado natal de Connecticut y algunas apariciones espantosas que había visto en sus paseos nocturnos por los alrededores de Sleepy Hollow.

La fiesta fue luego llegando gradualmente a su fin. Los viejos granjeros reunieron a sus familias en sus carros, y los ecos de estos se oyeron durante un tiempo mientras traqueteaban por los vacíos caminos y a través de las lejanas colinas. Algunas de las damiselas montaron detrás de sus galanteadores favoritos, y sus alegres risas, entremezcladas con el ruido de los cascos de los caballos, resonaron por los silenciosos bosques, hasta que poco a poco fueron extinguiéndose y la reciente escena de alboroto y jolgorio quedó completamente desierta y en calma. Sólo Ichabod alargó un poco la velada, conforme era costumbre en el campo entre los pretendientes, para tener una conversación íntima con la heredera, totalmente convencido de que estaba ya en el buen camino hacia el éxito. No pretendo decir qué pasó en dicho encuentro, pues lo cierto es que no lo sé. Sin embargo, me temo que algo debió de ir mal, pues Ichabod salió bruscamente de la casa, al cabo de no mucho rato, con un aire completamente desolado y abatido. ¡Cómo son las mujeres! ¿Podía haber estado poniendo quizás en práctica aquella coqueta uno de sus ardides? ¿Eran las esperanzas que daba al pobre pedagogo un mero teatro para asegurarse la conquista de su rival? Sólo Dios sabe, ¡yo desde luego no! Baste decir que Ichabod salió de allí en silencio como alguien que hubiera asaltado un gallinero, en vez del corazón de una bella dama. Sin desviar la mirada para contemplar el panorama de opulencia rural en el que se había regodeado tantas veces, se fue directo a la cuadra, y con varias cachetadas recias y patadas despertó a su caballo de forma sumamente descortés en el cómodo compartimento donde se encontraba profundamente dormido, soñando con montañas de maíz y avena y valles enteros de hierba y tréboles.

A la mismísima hora de las brujas, Ichabod, apesadumbrado y decaído, seguía viajando hacia su casa a lo largo de una de las vertientes de las altas colinas que se elevan sobre Tarry Town, y que tan alegremente había atravesado esa tarde. La hora era tan sombría como el ánimo del hombre. Abajo en la distancia el Tappan Zee extendía su vacía y oscura masa acuosa, con algún que otro mástil elevándose aquí y allá, perteneciente a una balandra silenciosamente anclada en el fondo del valle. En el silencio sepulcral de la medianoche Ichabod podía incluso oír el ladrido de un perro guardián en la orilla contraria del Hudson; pero era tan vago y débil que sólo le permitía hacerse una idea de la gran distancia que lo separaba de aquel fiel compañero del hombre. Asimismo, de vez en cuando, se oía muy a lo lejos el prolongado cacareo de un gallo despierto por accidente en alguna granja entre las colinas; pero al maestro le parecía como si aquel sonido fuera producto de un sueño. No se daban signos de vida cerca de él, salvo de tanto en tanto el chirrido melancólico de un grillo, o quizás el canto gutural de una rana toro en una ciénaga próxima, como si estuviera durmiendo incómoda y se girase de repente en su lecho.

En ese momento a Ichabod le vinieron de golpe a la memoria todas las historias de duendes y fantasmas que había oído aquella tarde. La noche se estaba volviendo cada vez más oscura; las estrellas parecían hundirse más y más en el cielo, y a veces las impetuosas nubes bloqueaban su visión. Ichabod nunca se había sentido tan solo y abatido. Estaba acercándose, además, al lugar preciso donde se habían situado muchas de aquellas historias de fantasmas. En el centro del camino se alzaba un enorme tulípero, que descollaba como un gigante sobre todos los demás árboles de los alrededores y constituía una especie de punto de referencia en el paisaje. Sus ramas eran extrañas y nudosas, y lo bastante grandes como para ser troncos de árboles normales, y bajaban hasta casi tocar el suelo para luego elevarse de nuevo en el aire. Estaba ligado a la trágica historia del infortunado André, al que habían cogido prisionero cerca de él, y todo el mundo lo conocía como «el árbol del comandante André». La gente común lo veía con una mezcla de respeto y superstición, en parte por lástima por el destino del desventurado que le había dado su nombre, y en parte por las historias de visiones extrañas y lúgubres lamentos que se contaban acerca de él.

Cuando se aproximaba a este árbol espantoso, Ichabod se puso a silbar; le pareció entonces que alguien le devolvía el silbido, pero no era más que una ráfaga de viento pasando de repente por entre las ramas secas. Al acercarse un poco más, creyó ver algo blanco colgando en medio del árbol. Ichabod se detuvo y paró de silbar, pero al mirar más de cerca, advirtió que era una parte del árbol, dañada por un rayo, en la que la blanca madera había quedado expuesta. De pronto oyó un crujido —los dientes le castañetearon y sus rodillas dieron contra la silla—; pero sólo era una rama enorme rozando con otra al ser sacudidas ligeramente por la brisa. El hombre pasó junto al árbol sin percance alguno, pero nuevos peligros aguardaban frente a él.

A unos doscientos metros del árbol, un pequeño arroyo cruzaba el camino para luego adentrarse en una cañada cenagosa y densamente arbolada conocida como el Pantano de Wiley. Unos cuantos troncos toscos, colocados uno al lado del otro, servían de puente sobre la corriente. En el lado del camino donde el arroyo se internaba en el bosque, un grupo de robles y castaños, cubiertos de manera profusa con vides silvestres, proyectaban sobre él una oscuridad cavernosa. Pasar aquel puente resultaba sumamente difícil. Había sido exactamente allí donde habían capturado al infortunado André, y los fuertes y robustos granjeros que lo sorprendieron se habían escondido en la espesura de aquellos castaños y vides. Desde entonces, se considera que el arroyo está embrujado, y el colegial que ha de cruzarlo solo después de anochecer lo hace con el corazón encogido.

El de Ichabod comenzó a palpitar con fuerza al acercarse al agua; no obstante, el maestro hizo acopio de toda su determinación, dio a su caballo una decena de patadas en las costillas e intentó cruzar el puente con rapidez; pero en vez de avanzar, el viejo y tozudo animal hizo un movimiento lateral y se lanzó de costado contra una cerca. Ichabod, ahora más asustado aún debido al contratiempo, tiró de las riendas hacia el otro lado y pateó con energía al animal con el pie contrario, mas todo fue en balde; su corcel echó a andar, es cierto, pero sólo para lanzarse hacia un matorral de zarzas y arbustos de aliso en el lado opuesto del camino. El maestro aplicó entonces la fusta y el tacón a las flacas costillas del viejo Pólvora, que salió disparado hacia delante, resollando y resoplando, pero se frenó justo al llegar al puente con una brusquedad que a punto estuvo de hacer salir volando a su jinete por encima de su cabeza. Justamente en ese momento, el fino oído de Ichabod oyó un pesado chapoteo cerca de la pasarela. Bajo la oscura sombra de los árboles, al borde del arroyo, vio una enorme silueta tenebrosa y amorfa. No se movía, pero daba la impresión de estar encogida en la penumbra, como si fuera algún tipo de monstruo gigantesco preparado para abalanzarse sobre el viajero.

Al aterrado pedagogo se le pusieron los cabellos de punta por el miedo. ¿Qué iba a hacer? Era ya demasiado tarde para darse la vuelta y huir; y, además, ¿qué posibilidades había de escapar de un fantasma o aparecido —si es que eso era— capaz de moverse tan rápido como el viento? De modo que, armándose de fingido coraje, preguntó en tono tartamudeante: «¿Quién eres?». No recibió contestación. Volvió a hacer la misma pregunta con voz aún más agitada. Siguió sin haber respuesta. Ichabod aporreó una vez más los costados del inflexible Pólvora y, cerrando los ojos, comenzó a entonar un salmo con involuntario fervor. Justo en ese momento, el sombrío objeto de alarma se puso en movimiento, y, con el remonte de una pequeña subida y un brinco, se plantó de inmediato en medio del camino. Aunque la noche era oscura y lóbrega, era posible distinguir hasta cierto punto la forma del desconocido. Parecía tratarse de un jinete corpulento montado en un caballo negro de físico poderoso. No manifestó ninguna intención de acoso o socialización, sino que se mantuvo alejado a un lado del camino, trotando por el flanco ciego del viejo Pólvora, que se había sobrepuesto ya a su miedo y terquedad.

Ichabod, que no gustaba de la compañía de aquel extraño a medianoche, y se acordaba de la aventura de Brom el Huesos con el hessiano que galopa por el valle, hizo entonces apretar el paso a su montura con la esperanza de dejarlo atrás. No obstante, el desconocido hizo acelerar a su caballo al mismo ritmo. Entonces Ichabod se detuvo, y se puso a andar, con idea de que el otro lo adelantara; pero este hizo lo mismo que él. El maestro empezó a desasosegarse; trató de reanudar su salmo, pero tenía la lengua reseca y pegada al paladar, y no pudo articular una sola estrofa. Había algo misterioso y horrible en el obstinado silencio taciturno de su pertinaz acompañante, para el cual se halló pronto una terrorífica explicación. Al ascender una loma, hecho que hizo que la figura de su compañero de viaje se recortase sobre el cielo, gigantesco en altura y envuelto en una capa, Ichabod se quedó horrorizado al advertir que ¡no tenía cabeza!; pero su horror fue todavía mayor al observar que aquel ser llevaba la testa que debería haber descansado sobre sus hombros sujeta delante de él, sobre la perilla de su silla de montar. El terror de Ichabod creció hasta tornarse desesperación, y el hombre descargó una lluvia de coces y golpes sobre Pólvora, con la esperanza de zafarse de su acompañante con un movimiento inesperado; mas el espectro salió inmediatamente tras él a toda velocidad. Los dos, pues, se lanzaron al galope, salvando todos los obstáculos, haciendo saltar piedras y chispas con cada brinco. La liviana ropa de Ichabod se agitaba en el aire mientras este estiraba su cuerpo larguirucho sobre la cabeza de su caballo en su ansia por escapar de su perseguidor.

Llegaron entonces al camino que se desviaba hacia Sleepy Hollow; pero Pólvora, que parecía poseído por un demonio, en vez de seguir cuesta arriba por él, torció hacia el lado contrario y se lanzó de cabeza hacia la izquierda colina abajo. Este último camino conduce a través de una hondonada arenosa y a la sombra de los árboles durante un cuarto de milla, y luego cruza el famoso puente de las historias de fantasmas, justo tras el cual se eleva el verde cerro en cuya cima se levanta la iglesia de paredes enjalbegadas.

Hasta el momento el pánico del corcel había dado a su torpe jinete una aparente ventaja en la persecución; pero, justo cuando ya había atravesado la mitad de la hondonada, las cinchas de su silla de montar se rompieron, e Ichabod notó cómo esta empezaba a resbalarse debajo de él. La agarró entonces por la perilla e intentó sujetarla, mas fue en vano; tuvo el tiempo justo para salvarse agarrándose al cuello del viejo Pólvora, momento en que la silla cayó al suelo e Ichabod oyó cómo su perseguidor pasaba por encima de ella con su caballo. Por un instante lo asaltó el terror a sufrir la ira de Hans van Ripper, ya que se trataba de su silla de los domingos; pero aquel no era momento para miedos intrascendentes; el espectro le pisaba los talones, e Ichabod (siendo como era un mal jinete) tenía muchos problemas para mantenerse a lomos de su montura, resbalándose unas veces por uno de sus costados, otras por el otro y botando en ocasiones sobre la parte superior de la columna de su caballo con tal violencia que verdaderamente temía partirlo en dos.

Un claro entre los árboles lo animó con la esperanza de que el puente de la iglesia estuviera ya cerca. El trémulo reflejo de una estrella plateada en el seno del arroyo le reveló que no se equivocaba. Ichabod vio las paredes de la iglesia brillando tenuemente bajo los árboles del otro lado, y recordó el lugar en el que había desaparecido el contrincante fantasmal de Brom el Huesos. «Si logro alcanzar el puente —pensó Ichabod—, estaré a salvo». Justo en ese momento oyó al corcel negro jadeando y resollando detrás de él, e incluso le pareció notar su aliento caliente. Otro taconazo convulsivo en las costillas y el viejo Pólvora saltó sobre el puente, cuyas tablas resonaron con estruendo a su paso. Ichabod alcanzó el otro lado, y entonces se giró para ver si su perseguidor desaparecía, de acuerdo a la norma, en un fogonazo de fuego y azufre. Justo entonces vio al espectro ponerse de pie sobre sus estribos, y en pleno acto de arrojarle su cabeza. Ichabod trató de esquivar el horrible misil, pero no tuvo tiempo. Este impactó contra su cráneo con un estrépito tremendo; el maestro cayó de cabeza al suelo, y Pólvora, el corcel negro y el jinete fantasma se alejaron pasando junto a él como una exhalación.

A la mañana siguiente encontraron al viejo caballo mordisqueando sobriamente la hierba a la puerta de la finca de su dueño, sin su silla y con la brida bajo sus cascos. Ichabod no se presentó a desayunar como de costumbre. Más tarde llegó la hora del almuerzo, pero Ichabod siguió sin aparecer. Los muchachos se reunieron en la escuela y se pasearon ociosamente por las orillas del riachuelo, pero, del maestro, ni rastro. Hans van Ripper comenzó entonces a sentir cierta inquietud por la suerte del pobre Ichabod y su silla. Se formó un grupo de búsqueda, y, tras una diligente investigación a pie, dieron con su pista. En una parte del camino que llevaba a la iglesia se encontró la silla de montar pisoteada; las huellas de los cascos de los caballos, marcadas con fuerza en la tierra del camino y claramente a una velocidad vertiginosa, fueron seguidas hasta el puente, al otro lado del cual, a orillas de un tramo ancho del arroyo donde el agua corría oscura y profunda, se halló el sombrero del desventurado Ichabod, así como, a escasa distancia de él, una calabaza hecha pedazos.

Se realizó una batida por las inmediaciones del arroyo, pero el cuerpo del maestro no llegó a encontrarse. Hans van Ripper, como albacea de su herencia, examinó el hato que contenía todos sus efectos materiales. Estos consistían en dos camisas y media, dos stocks para el cuello, un par o dos de medias de estambre, un viejo par de calzones de pana, una navaja de afeitar oxidada, un libro de salmos con las esquinas de muchas de sus páginas dobladas y un diapasón de boca roto. En cuanto a los libros y muebles de la escuela, pertenecían a la comunidad, exceptuando la Historia de la brujería de Cotton Mather, un almanaque de Nueva Inglaterra y un libro sobre sueños y adivinación, en el cual había una hoja de papel llena de frases poco legibles y borrones que constituían diversos intentos sin éxito de escribir versos en honor de la heredera de Van Tassel. Hans van Ripper lanzó al fuego inmediatamente aquellos libros de magia y garabatos poéticos, y a partir de ese mismo momento decidió dejar de mandar a sus hijos a la escuela, observando que jamás había visto que sirviese de nada la lectura ni escritura de aquella clase de cosas. Tuviera el dinero que tuviera el maestro —y este había recibido su salario del último trimestre sólo uno o dos días antes—, debía de haberlo llevado encima en el momento de su desaparición.

El misterioso suceso dio pie a muchas especulaciones el domingo siguiente en la iglesia. Se formaron corrillos de curiosos y chismosos en el jardín de la iglesia, en el puente y en el lugar donde se habían encontrado el sombrero y la calabaza. Acudieron a su memoria las historias de Brouwer, del Huesos y de un montón de otras personas; y, cuando las hubieron considerado de forma cuidadosa y comparado con los indicios de aquel caso, sacudieron la cabeza resignados y llegaron a la conclusión de que a Ichabod se lo había llevado el hessiano que galopaba por el valle. Como el maestro era soltero y no debía dinero a ningún vecino, nadie se preocupó más por su suerte, la escuela se trasladó a otra parte del valle y otro pedagogo reinó en su lugar.

Es cierto que un viejo granjero que estuvo de visita en Nueva York varios años después, y que fue quien me hizo este relato de la aventura fantasmal, llevó a su pueblo la noticia de que Ichabod Crane seguía vivo; de que se había marchado de la zona, en parte por miedo al espectro y a Hans van Ripper, y en parte por la vergüenza que le había producido el súbito rechazo de la heredera; de que se había trasladado a una región distante del país, había seguido dando clases y cursado estudios de derecho al mismo tiempo, había ingresado en la abogacía, se había convertido en político, había hecho campaña electoral, había escrito para los periódicos y, finalmente, lo habían hecho juez del Tribunal de Causas Menores. Se observó además que Brom el Huesos, quien había conducido al altar de manera triunfante a la radiante Katrina poco después de la desaparición de su rival, adoptaba una expresión taimada cada vez que alguien relataba la historia de Ichabod, y siempre se echaba a reír sonoramente cuando se mencionaba la calabaza; lo cual hacía sospechar a algunos que sabía más del asunto de lo que quería confesar.

No obstante, las viejas matronas de la comarca, que son las que más entienden de estas cuestiones, mantienen hasta la fecha que hicieron desaparecer a Ichabod por medios sobrenaturales; y esta es una historia muy popular en la región, que se cuenta muy a menudo en torno al fuego en las noches de invierno. El puente pasó a ser objeto de más temores supersticiosos que nunca, y tal vez sea esa la razón de que el trazado del camino se haya modificado en los últimos años para que se aproxime a la iglesia por el borde de la represa del molino. El abandono de la escuela provocó que esta última acabara al poco tiempo en un estado ruinoso, y se decía que la rondaba el fantasma del desventurado pedagogo; y los chicos que trabajan en el campo, cuando regresan a casa sin prisa en las silenciosas tardes de verano, creen oír a menudo su voz en la distancia, entonando un salmo melancólico entre las tranquilas soledades de Sleepy Hollow.

EPÍLOGO HALLADO, DEL PUÑO Y LETRA DEL SR. KNICKERBOCKER

El relato anterior se ofrece casi con las mismas palabras exactas con que lo oí contar en una reunión de la corporación municipal de la antigua ciudad de Manhattoes, en la cual se hallaban presentes muchos de sus ciudadanos más sabios e ilustres. El narrador era un desastrado anciano agradable y caballeroso, con un semblante divertido pero teñido de tristeza, que vestía de color grisáceo, y cuyos grandes esfuerzos por resultar entretenido me hicieron sospechar fuertemente que era pobre. Cuando concluyó su historia, hubo muchas risas y palabras de aprobación, especialmente por parte de dos o tres viceconcejales que se habían pasado dormidos la mayoría del tiempo. No obstante, hubo un caballero alto y mayor, de aspecto serio y cejas prominentes, que mantuvo una expresión grave y bastante severa durante todo el relato, y que de vez en cuando cruzaba los brazos, inclinaba la cabeza y miraba al suelo como si estuviera dando vueltas en su cabeza a alguna duda. Era uno de esos hombres precavidos que sólo ríen si tienen buenos motivos para ello: es decir, si tienen la razón y la ley de su lado. Cuando las risas del resto de los presentes se apagaron y volvió a hacerse el silencio, el hombre apoyó un brazo en la parte homónima de su silla y, poniendo el otro en jarras, preguntó, con un movimiento de cabeza y una contracción del ceño leves pero sumamente solemnes, cuál era la moraleja de la historia y qué venía a demostrar.

El narrador, quien estaba justo llevándose una copa de vino a los labios para refrescarse tras el duro trabajo, se quedó parado por un segundo, miró a su interrogador con un aire de infinita deferencia y, bajando lentamente la copa a la mesa, apuntó que la historia pretendía demostrar con toda la lógica del mundo:

«que no hay situación en la vida por difícil que sea que no tenga sus cosas buenas y agradables, siempre y cuando nos la tomemos con sentido del humor;

»que, en consecuencia, aquel que echa carreras con soldados fantasma tiene muchas probabilidades de pasarlas moradas en ellas;

»ergo, que a un maestro rural le nieguen la mano de una rica heredera holandesa es indudablemente un escalón hacia un cargo elevado en el sector público.»

El cauteloso caballero de edad avanzada frunció mil veces más el entrecejo tras esta explicación, pues el razonamiento de aquel silogismo lo había dejado terriblemente confundido; y, al mismo tiempo, me pareció ver al anciano vestido de gris lanzarle una especie de mirada ladina y triunfante. Al final el primero comentó que toda aquella historia estaba muy bien, pero que le seguía pareciendo un poco extravagante; había uno o dos puntos sobre los que tenía sus dudas.

«A fe mía, señor —le contestó el narrador—, que a ese respecto yo mismo no me creo la mitad de ella.»

D. K.

FIN

La leyenda de Sleepy Hollow y otros relatos de Washington Irving

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La Leyenda de Sleepy Hollow y Otros Relatos

Washington Irving

Washington Irving - La leyenda de Sleepy Hollow
  • Autor: Washington Irving
  • Título: La leyenda de Sleepy Hollow
  • Título Original: The Legend of Sleepy Hollow
  • Publicado en: The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent (1820)
  • Traducción: Axel Alonso Valle

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