Resumen del argumento: Una noche, el vampiro Duggu Van sale de su tumba y entra en el castillo donde duerme Lady Vanda. Atraído por su belleza, en lugar de alimentarse, se enamora de ella y la posee. Poco después, Lady Vanda enferma y descubre que está embarazada. Encerrada en el castillo, es cuidada por la enfermera Miss Wilkinson mientras su cuerpo se debilita. Los médicos no encuentran una explicación. El hijo que lleva dentro crece de forma anómala, absorbiendo su sangre y transformándola. La noche del parto, el cuerpo de Lady Vanda cambia por completo: su piel se oscurece, su sexo se modifica y de ella emerge un ser masculino: el hijo de Duggu Van. A medianoche, Duggu Van llega, toma las manos de su hijo y ambos se marchan por la ventana, dejando atrás a los médicos y a la enfermera, incapaces de entender lo sucedido.

Advertencia
El resumen y análisis que ofrecemos a continuación es sólo una semblanza y una de las múltiples lecturas posibles que ofrece el texto. De ningún modo pretende sustituir la experiencia de leer la obra en su integridad.
Resumen de El hijo del vampiro, de Julio Cortázar
Cada medianoche, Duggu Van, un antiguo vampiro, abandona su tumba y recorre las galerías del castillo en busca de sangre fresca. Su cuerpo, muerto desde el año 1060, conserva una apariencia húmeda y terrosa, con una piel apagada como la madera sumergida y unos ojos intensamente vivos. Camina en silencio, vestido de azul oscuro y rodeado de un olor rancio, hasta llegar al lecho de Lady Vanda, que duerme plácidamente sin sospechar su presencia. Sin embargo, una noche algo cambia: Duggu Van no se lanza sobre su víctima como de costumbre. En lugar de eso, se detiene, la contempla y se siente invadido por un sentimiento desconocido. Se enamora.
Aunque su instinto le empuja a alimentarse, el amor que siente por Lady Vanda le retiene. Finalmente, la posee, tanto como vampiro como amante. Al despertar, Lady Vanda se siente desvanecida y enferma, y todo el castillo se llena de médicos, rituales, diagnósticos y conjuros. Descartan que todo haya sido una pesadilla cuando, con el tiempo, descubre que está embarazada.
Se sella el acceso al castillo y Duggu Van ya no puede volver a verla. Se alimenta de niños, ovejas e incluso cerdos, pero ninguna sangre logra igualar la de Lady Vanda. Desde su húmeda tumba, la imagina constantemente a ella y al hijo que está por nacer. El hambre lo consume, pero el deseo de formar una familia con ella y su descendencia lo mantiene con vida. Fantasea con romper cerrojos, raptarla y construir una tumba matrimonial donde vivir juntos. Sin embargo, el paludismo lo debilita y la fiebre lo enloquece. Pese a su naturaleza inmortal, Duggu Van sufre como si fuese un hombre, arrastrado por un amor que lo consume tanto como el hambre.
Lady Vanda, por su parte, se vuelve cada vez más pálida y etérea. Repite con voz apagada que el hijo es como su padre. Miss Wilkinson, una enfermera inglesa, llega a la conclusión de que la criatura la está desangrando desde dentro con una crueldad refinada. Los médicos proponen un aborto, pero ella lo rechaza, aferrándose con ternura a su vientre. A medida que avanza el embarazo, su cuerpo comienza a ceder por completo. La criatura no solo ocupa su matriz, sino que invade el resto de su organismo, desplazándola por dentro. Ya no puede hablar ni moverse; toda su sangre parece estar ahora en el cuerpo de su hijo. La transformación no es repentina: es lenta, progresiva, imperceptible al principio, pero implacable.
Finalmente, llega el día del parto, fijado con exactitud por la memoria del ataque de Duggu Van. Cuatro médicos rodean la cama. Fuera, Miss Wilkinson ve acercarse al vampiro. Su rostro ha empeorado: está más terroso y opaco, y sus ojos ya no brillan, sino que parecen dos preguntas flotantes. Sin embargo, su voz es serena cuando afirma que el hijo le pertenece y que nadie puede interponerse entre ellos.
En el interior de la habitación, el cuerpo de Lady Vanda empieza a transmutarse ante los atónitos ojos de los médicos. Su piel se oscurece, los músculos se endurecen y su sexo cambia. La mujer desaparece y en su lugar emerge otra figura masculina completamente nueva. Cuando el reloj marca las doce, el ser gestado en Lady Vanda se incorpora, extiende los brazos y mira hacia la puerta abierta.
Duggu Van entra sin prestar atención a nadie. Se acerca, toma las manos de su hijo y ambos se observan con una familiaridad antigua, como si siempre se hubieran conocido. Luego, sin decir nada, se marchan por la ventana, dejando atrás la cama arrugada, los médicos en estado de shock, los instrumentos de parto sin usar y a Miss Wilkinson, de pie en la puerta, haciéndose preguntas que nadie podrá responder. No hay gritos ni dramatismo. Solo un silencio final que consagra lo imposible.
Personajes de El hijo del vampiro, de Julio Cortázar
Duggu Van es el protagonista, un vampiro que ha vivido siglos desde su muerte aparente en el año 1060. Es una figura nocturna y silenciosa, de aspecto perturbador, con una piel húmeda y opaca y unos ojos intensos que contrastan con el resto de su rostro apagado. Está acostumbrado a moverse sin ser advertido, habitando el castillo con pasos invisibles y una presencia impregnada de perfumes rancios. Lo particular de este personaje es su inesperada transformación emocional: aunque su naturaleza lo impulsa a alimentarse de sangre humana, por primera vez experimenta el amor. Lady Vanda no es solo una víctima más: Duggu Van se siente atraído por su belleza, y su deseo se transforma en una forma estrepitosa de enamoramiento. A lo largo del cuento, sufre por no poder acercarse a ella, se debilita física y mentalmente, y acaba obsesionado con el hijo que ha engendrado en su interior. Pese a su condición monstruosa, Cortázar lo humaniza a través del deseo y la espera, dotándolo de una ternura inquietante.
Lady Vanda es el personaje más trágico del relato. Representa la belleza dormida, la inocencia profanada, la vulnerabilidad expuesta ante una amenaza que se manifiesta con violencia, aunque esta se disimule tras la atmósfera de lo fantástico. Duggu Van entra en su habitación mientras ella duerme, la observa, y la toma por la fuerza: el cuento describe ese momento con un lenguaje sugerente, pero la violencia es evidente. Su papel no es solo el de víctima del vampiro, sino también el de madre de una criatura imposible. Desde que es poseída, cae en un estado de languidez progresiva. Su cuerpo comienza a transformarse durante el embarazo, y el hijo que lleva dentro la va desangrando hasta consumirla por completo. Sin embargo, su actitud ante este proceso es de entrega absoluta: nunca muestra rechazo hacia su hijo, a quien acaricia incluso cuando ya no le queda energía para hablar. Repite con ternura resignada que es «como su padre», sin cuestionar el destino que se le impone. Su transformación final, en la que literalmente es reemplazada por la criatura que ha gestado, consuma su completa anulación como individuo. Esa anulación no surge del amor, sino de una continuidad forzada: el cuerpo violado se convierte en matriz de lo monstruoso, y su aceptación del embarazo no implica consentimiento, sino una forma desesperada de reconciliarse con lo inevitable.
Miss Wilkinson es la enfermera inglesa encargada del cuidado de Lady Vanda. Su presencia introduce un contrapunto curioso en el relato: mujer práctica, aficionada a la ginebra y dotada de cierto cinismo, representa la mirada externa que observa los acontecimientos sin comprenderlos del todo, pero sin perder la compostura. Es una figura testigo, que ve lo que sucede pero no puede intervenir. Aunque no tiene un papel protagónico, es la única que asiste, desde el inicio hasta el final, al proceso de deterioro de Lady Vanda. A través de sus observaciones y reacciones —como cuando ve llegar a Duggu Van en la noche del parto— el lector percibe la dimensión incomprensible del fenómeno. Su desconcierto final, cuando se queda preguntando sin respuestas ante la desaparición del vampiro y su hijo, encarna la impotencia de la lógica frente a lo inexplicable. Funciona como una mediadora entre el lector y lo fantástico, y es la única que mantiene una actitud emocional sin perder el sentido práctico. Su incredulidad, más que científica, es profundamente humana.
Los médicos que rodean a Lady Vanda funcionan más como una entidad colectiva que como personajes individuales. Representan la ciencia, el intento de explicación racional frente a lo sobrenatural. Participan del diagnóstico, sugieren soluciones, como el aborto, y finalmente son testigos silenciosos de una metamorfosis que los supera. Su miedo durante el parto y su incapacidad para actuar los deja paralizados ante lo imposible. No tienen rostro, no tienen nombre, y por eso mismo encarnan la frustración del conocimiento técnico frente a lo inexplicable. Son figuras casi teatrales, cuyo discurso fracasa cuando la realidad se sale del marco de lo que puede ser nombrado.
Análisis de El hijo del vampiro, de Julio Cortázar
«El hijo del vampiro», escrito por Julio Cortázar en 1937 y publicado póstumamente en 1994, es un relato que se inscribe en el universo del cuento fantástico, pero desde una perspectiva inusual, donde lo sobrenatural no irrumpe bruscamente, sino que se desliza como una lógica interna y devastadora. En lugar de construir una historia de persecución o resistencia frente al monstruo, Cortázar propone una fábula oscura en la que el horror brota desde dentro: del cuerpo femenino, del deseo, de la herencia. Aunque pertenece al subgénero del relato gótico y vampírico, se aleja de sus convenciones más habituales: aquí no hay estacas ni cazadores, sino amor, embarazo, enfermedad y desaparición. El vampiro no amenaza desde fuera: fecunda, consume y sustituye.
La acción se desarrolla en un castillo sin nombre, en un tiempo impreciso, que podría ser el pasado medieval o una noche suspendida fuera del calendario. El espacio está marcado por lo cerrado: la tumba, las galerías, la habitación, la cama. Cada uno de estos espacios se carga simbólicamente como lugares de espera, de encierro y de mutación. El castillo no solo es el escenario del relato, sino una especie de matriz metafórica donde la historia se gesta, como se gesta el hijo monstruoso en el vientre de Lady Vanda. La narración está hecha en tercera persona por un narrador omnisciente que observa con distancia y con un leve tono irónico, en ocasiones casi cómplice, que refuerza el carácter ambiguo de lo narrado. Este narrador no juzga ni moraliza, pero tampoco disimula la extrañeza.
Uno de los núcleos temáticos más inquietantes del cuento es la articulación entre el amor, la violencia y la gestación. Duggu Van no solo se enamora de Lady Vanda: la viola. El texto sugiere ese acto mediante una prosa estilizada, pero los elementos están claramente presentes: ella duerme, él la observa, y al despertar se desmaya. La unión no es deseada ni consentida. Ese acto fundacional, que debería dar lugar al vínculo entre dos seres, engendra en cambio una criatura que acabará por destruir a su madre. En este sentido, el cuento subvierte radicalmente la imagen de la maternidad como experiencia de plenitud: aquí, gestar es desaparecer. El embarazo no culmina en el nacimiento de un otro, sino en la sustitución del yo.
El cuerpo femenino, en el cuento, no es solo un espacio de fecundación sino también un campo de ocupación. El hijo de Duggu Van no solo habita el útero de Lady Vanda: lo desborda, lo invade, lo absorbe. Su presencia interna va borrando la voz, la fuerza, la sangre y, finalmente, la identidad de su madre. No hay parto: hay reemplazo. No hay alumbramiento: hay transfiguración. El cuerpo de Lady Vanda, como el castillo, es un contenedor de lo monstruoso.
Otro de los grandes temas del relato es el de la herencia y la perpetuación. El hijo del vampiro no es una figura híbrida ni ambigua: no combina lo humano y lo monstruoso, sino que encarna plenamente la continuidad de lo vampírico. No hereda lo materno: lo elimina. Es una réplica perfeccionada del padre. Esta visión de la descendencia es profundamente inquietante: en lugar de producir novedad o renovación, el hijo es la repetición sin fisuras del linaje del monstruo. Cortázar parece sugerir que, en ciertos órdenes simbólicos, la herencia no transmite vida, sino muerte. Lo que se perpetúa no es una historia, sino un destino ineludible.
El estilo de escritura de este cuento —escrito cuando Cortázar tenía poco más de veinte años— muestra ya una conciencia estética muy marcada. La prosa es densa, rítmica, cargada de imágenes sensoriales que oscilan entre lo elegante y lo macabro. No hay sobresaltos narrativos ni rupturas temporales: el relato avanza con una cadencia hipnótica, como una especie de ritual. El horror no se anuncia, se insinúa. El narrador evita explicar, no busca convencer al lector, sino colocarlo frente a lo inevitable. Las transformaciones suceden no como milagros ni como castigos, sino como lógica interna de un mundo que se pliega sobre sí mismo.
El tono general del relato es ambiguo: mezcla la solemnidad de lo gótico con una ironía sutil. Cortázar se permite ciertos guiños humorísticos (como el paludismo del vampiro o la ginebra de Miss Wilkinson), pero nunca rompe la atmósfera pesada que envuelve el cuento. Esa combinación entre lo siniestro y lo irónico no desactiva el horror: lo complejiza. Lo monstruoso no grita, pero tampoco deja de avanzar.
La última escena condensa todo el sentido simbólico del relato. A la medianoche exacta, el cuerpo de Lady Vanda ya no está; en su lugar, se incorpora el hijo, completamente formado, autónomo, ajeno a cualquier necesidad humana. Duggu Van lo reconoce sin dudas, y el hijo lo acepta sin reservas. No hay conflicto generacional, ni separación. El padre y el hijo salen por la ventana, dejando atrás el mundo de los médicos, los instrumentos quirúrgicos, los testigos racionales que no comprenden lo ocurrido. No hay explicación ni castigo: solo un vacío lleno de preguntas.
Miss Wilkinson, testigo final de lo inefable, encarna la posición del lector frente al relato. Su gesto de preguntarse —en voz baja, sin esperanza— es el mismo que queda flotando al cerrar el cuento. Como ocurre en otras obras de Cortázar, lo fantástico no busca ser resuelto, sino que queda abierto. Aquí, el desconcierto no es un efecto decorativo, sino el núcleo mismo de la experiencia narrativa. El cuento no termina con una respuesta, sino con una desaparición. Y eso lo hace aún más perturbador.
