Alfred Bester: Los hombres que asesinaron a Mahoma

Alfred Bester - Los hombres que asesinaron a Mahoma

«Los hombres que asesinaron a Mahoma» (The Men Who Murdered Mohammed») es un cuento de ciencia ficción escrito por Alfred Bester, publicado en 1958. La historia sigue al profesor Henry Hassel, quien, tras descubrir la infidelidad de su esposa, construye una máquina del tiempo con la intención de borrar su existencia alterando eventos históricos. Sin embargo, a medida que asesina figuras clave del pasado, Hassel descubre que el tiempo es un asunto mucho más complejo de lo que esperaba. Con una mezcla de humor negro y paradojas temporales, Bester cuestiona la naturaleza del tiempo y las consecuencias de manipularlo.

Alfred Bester - Los hombres que asesinaron a Mahoma

Los hombres que asesinaron a Mahoma

Alfred Bester
(Cuento completo)

Hubo un hombre que mutiló la historia. Derribó imperios y desarraigó dinastías. A causa de él, Mount Vernon no debía ser un santuario nacional, y Columbus, Ohio, debería llamarse Cabot, Ohio. A causa de él, el nombre Marie Curie debía ser maldecido en Francia, y nadie debería jurar por las barbas del profeta. En verdad estas realidades no sucedieron, porque ese hombre era un profesor loco; o, para decirlo de otra manera, sólo logró hacerlas irreales para sí mismo.

Ahora bien, el lector paciente conoce demasiado bien al profesor loco convencional, un hombre pequeño con grandes cejas, que crea monstruos en su laboratorio que invariablemente se rebelan contra su hacedor y amenazan a su encantadora hija. Esta historia no es sobre esa clase de hombre imaginario. Es sobre Henry Hassel, un auténtico profesor loco en una clase donde había hombres bien conocidos tales como Ludwig Boltzmann (ver Ley del Gas Ideal), Jacques Charles y André Marie Ampère (1775-1836).

Todos deberían saber que el amperio eléctrico recibió su nombre en honor a Ampère. Ludwig Boltzmann era un distinguido físico austríaco, tan famoso por su investigación sobre la radiación de los cuerpos negros como por la que se refería a los Gases Ideales. Podrían ustedes encontrarlo en el Volumen III de la Enciclopedia Británica, Balt a Bray. Jacques Alexandre César Charles fue el primer matemático que se interesó en el vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Éstos eran hombres reales. Eran también verdaderos profesores locos. Ampère, por ejemplo, iba camino a un importante encuentro de científicos en París. En su taxi tuvo una idea brillante (de naturaleza eléctrica, supongo) y sacó un lápiz y anotó la ecuación en la pared del bonito vehículo. Aproximadamente, decía: dH = ipdl/r2 donde p es la distancia perpendicular de P a la línea del elemento di; o dH = i sin dl/r2. Esto se conoce a veces como Ley de Laplace, aunque Laplace no estuvo en la reunión. De todas maneras, el taxi llegó a la Académie, Ampère bajó, pagó al conductor y corrió a la reunión para contar su idea a todos. Entonces se dio cuenta de que no tenía la nota con él, recordó dónde la había dejado, y tuvo que buscar ese taxi por las calles de París para recuperar la ecuación que se le había escapado. A veces imagino que así fue como Fermat perdió su famoso «Último Teorema», aunque Fermat tampoco estuvo en la reunión, porque había muerto unos doscientos años antes.

O consideremos a Boltzmann. Al dar un curso sobre «Gases Ideales Avanzados», salpicaba sus conferencias de cálculos implícitos, que resolvía en forma rápida y distraída en su cabeza. Tenía esa clase de mente. Sus alumnos tenían tantos problemas para tratar de resolver las matemáticas de oído que no podían seguir sus conferencias, y rogaron a Boltzmann que desarrollara sus ecuaciones en el pizarrón.

Boltzmann se disculpó y prometió ser más cuidadoso en el futuro. En la siguiente clase comenzó:

—Caballeros, al combinar la Ley de Boyle con la Ley de Charles, llegamos a la ecuación pv = 1%/v0(1 + at). Ahora bien, obviamente, si asb = f(x)dx + (a), entonces pv = RT y vS f (x,y,z) dV = 0. Es tan fácil como que dos más dos son cuatro. —En este punto Boltzmann recordó su promesa. Se volvió al pizarrón, escribió cuidadosamente dos más dos igual cuatro, y siguió rápidamente adelante, haciendo distraídamente los complicados cálculos en su cabeza.

Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles (a veces conocida como Ley de Gay-Lussac), tenía una pasión lunática por llegar a ser un famoso paleógrafo… es decir, un descubridor de antiguos manuscritos. Creo que el haberse visto obligado a aceptar a Gay-Lussac tal vez lo haya trastornado.

Pagó a un aparente impostor llamado Vrain-Lucas doscientos mil francos por holografiar cartas supuestamente escritas por Julio César, Alejandro el Grande y Poncio Pilatos. Charles, un hombre que veía a través de cualquier gas, ideal o no, realmente creyó en estas falsificaciones a pesar de que el malhadado Vrain Lucas las había escrito en francés moderno, en papel moderno con rayado moderno. Charles incluso trató de donarlas al Louvre.

Bien, estos hombres no eran idiotas. Eran genios que pagaban un alto precio por su genio, porque el resto de su pensamiento pertenecía a otro mundo. Un genio es alguien que viaja hacia la verdad por un camino inesperado. Lamentablemente, los caminos inesperados conducen al desastre en la vida cotidiana. Esto le sucedió a Henry Hassel, profesor de Compulsión Aplicada en la Universidad Desconocida en el año de 1980.

Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida o qué enseñan allí. Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos, y un cuerpo estudiantil de unos dos mil inadaptados… del tipo de los que permanecen anónimos hasta que ganan un premio Nobel o se convierten en el Primer Hombre en Marte. Siempre es posible ubicar a un graduado de la UD cuando uno pregunta a la gente dónde se ha educado. Si se obtiene una respuesta evasiva como «Estado», «Ah, en una universidad nueva de la que nunca has oído hablar», pueden ustedes estar seguros de que fue a la Desconocida. Un día espero decirles algo más sobre esta universidad, que es un centro de aprendizaje sólo en un sentido Pickwickiano.

De todas maneras, Henry Hassel salió de su casa para la oficina en el Centro Psicótico una tarde temprano, y echó a andar por la galería de Cultura Física. No es cierto que lo hizo para deleitarse ante los muchachos y chicas que practicaban Euritmia Arcana; más bien Hassel deseaba admirar los trofeos presentados en la galería en memoria de los grandes equipos Desconocidos que habían ganado el tipo de campeonato que ganan los equipos Desconocidos… en deportes como el Estrabismo, la Oclusión y el Botulismo. (Hassel había sido campeón single de Frambesia durante tres años seguidos). Llegó a su casa muy ensoberbecido, y entró alegremente sin llamar, sólo para descubrir que su esposa estaba en brazos de un hombre.

Allí estaba ella, una hermosa mujer de treinta y cinco años, con cabello pelirrojo y ojos almendrados, apasionadamente abrazada por una persona que tenía los bolsillos llenos de panfletos, aparatos microquímicos y un martillo para probar el reflejo en la rótula… un típico personaje de campus de la UD, en realidad. El abrazo era tan concentrado que ninguna de las partes culpables advirtió a Henry Hassel mirándolos con furia desde el pasillo.

Bien, recuerden a Ampère y a Charles y a Boltzmann. Hassel pesaba unos noventa kilos. Era musculoso y desinhibido. Para él habría sido juego de niños descuartizar a su esposa y al amante de ésta, y lograr así en forma simple y directa el fin que deseaba… Terminar con la vida de su esposa. Pero Henry Hassel pertenecía a la clase de los genios. Su mente simplemente no operaba de esa manera.

Hassel tomó aire, se volvió y entró en su laboratorio privado. Abrió un cajón etiquetado DUODENUM y sacó de allí una pistola calibre 45. Abrió otros cajones, con etiquetas más interesantes, y aparatos ordenados. En exactamente siete minutos y medio (tal era su furia) armó una máquina del tiempo (tal era su genio).

El profesor Hassel armó la máquina del tiempo alrededor de él, colocó un dial para el año 1902, tomó el revólver y apretó un botón. La máquina hizo un ruido como de cañerías rotas y Hassel desapareció. Reapareció en Filadelfia el 3 de junio de 1902, fue directamente al número 1218 de Walnut Street, una casa de ladrillos rojos con escalones de mármol, y tocó el timbre. Un hombre abrió la puerta y miró a Henry Hassel.

—¿El señor Jessup? —preguntó Hassel con voz ahogada.

—¿Si?

—¿Es usted el señor Jessup?

—Sí soy yo.

—¿Usted tiene un hijo, Edgar? Edgar Alan Jessup… que lleva ese nombre por la lamentable admiración que usted tiene por Poe.

—No que yo sepa —dijo el hombre desconcertado—. Todavía no me he casado.

—Ya se casará —repuso Hassel con furia—. Tengo la desgracia de estar casado con la hija de su hijo, con Greta. Perdone. —Levantó la pistola y disparó contra el futuro abuelo de su esposa.

—Ella habrá dejado de existir —murmuró Hassel, mientras salía humo del revolver—. Seré soltero. Hasta puedo casarme con otra… ¡Dios mío! ¿Con quién?

Hassel esperó impacientemente el llamado automático de la máquina del tiempo que lo llevaría de vuelta a su propio laboratorio. Corrió al living. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos de un hombre.

Hassel quedó como herido por un rayo.

—De manera que ésas tenemos —gruñó—. Una tradición familiar de infidelidad. Bien, veremos qué hacemos. Existen formas y medios. —Se permitió una risa hueca, volvió a su laboratorio, y se envió a sí mismo de vuelta al 1901, donde mató a Emma Hotchkiss, la futura abuela materna de su esposa. Volvió a su propia casa y a su propio tiempo. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos del otro hombre.

—Pero yo  que esa vieja puta era tu abuela —murmuró Hassel—. El parecido es evidente. ¿Qué carajo falló?

Hassel estaba confundido y perturbado, pero no sin recursos. Fue a su estudio, tuvo dificultades en levantar el receptor del teléfono, pero finalmente logró llamar al laboratorio de Errores en la Práctica. Su dedo marcaba con furor en los agujeros del disco.

—¿Sam? —dijo—. Habla Henry.

—¿Quién?

—Henry.

—Habla más alto.

—¡Henry Hassel!

—Ah, buenas tardes, Henry.

—Háblame del tiempo.

—¿Del tiempo? Mmmmm… —La computadora Simplex-y-Multiplex se aclaró la garganta mientras esperaba que los circuitos de datos se eslabonaran.

—Ajá. Tiempo. Uno: Absoluto. Dos: Relativo. Tres: Recurrente.

Uno Absoluto: Período, contingente, duración, carácter diurno, perpetuidad…

—Lo lamento, Sam. La pregunta estaba mal formulada. Volvamos atrás. Quiero Tiempo, referente a la sucesión de, viaje en.

Sam hizo el cambio necesario y comenzó otra vez. Hassel escuchaba atentamente. Asintió. Gruñó.

—Ajá. Ajá. Bien. Ya veo. Eso pensaba. Un continuo, ¿eh? Los actos que se realizan en el pasado deben alterar el futuro. Entonces estoy bien encaminado. Pero el acto debe ser significativo, ¿no es cierto? Masa-acción-efecto. Las cosas triviales no pueden diversificar las corrientes existentes de fenómenos. Mmmm. Pero ¿cuán trivial es una abuela?

—¿Qué intentas hacer, Henry?

—Matar a mi mujer —saltó Hassel. Colgó el receptor. Volvió a su laboratorio. Se puso a pensar, siempre en medio de una furia de celos.

—Voy a hacer algo significativo —murmuró—. Borrar a Greta. Borrarla del todo. ¡Bien, por Dios! Ya verán.

Hassel volvió al año 1775, visitó una granja en Virginia y disparó contra un joven coronel en el pecho. El nombre del coronel era George Washington, y Hassel se aseguró de que estuviera muerto. Volvió a su propio tiempo y a su propia casa. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos de otro.

—¡Carajo! —dijo Hassel. Se estaba quedando sin municiones. Abrió una nueva caja de balas, regresó en el tiempo y masacró a Cristóbal Colón, Napoleón, a Mahoma y a media docena más de celebridades—. ¡Con esto debería alcanzar, por Dios! —dijo Hassel.

Volvió a su propio tiempo, y encontró a su esposa como antes.

Se le doblaron las rodillas; sus pies parecieron fundirse con el suelo. Volvió a su laboratorio, caminando entre arenas movedizas de pesadillas.

—¿Qué carajo es lo significativo? —se preguntaba Hassel penosamente—. ¿Cuánto tiempo lleva cambiar el futuro? Por Dios, con el tiempo realmente lo cambiaré. Me iré a la quiebra.

Viajó a París a comienzos del siglo XX y visitó a Madame Curie en un taller en una bohardilla cerca de La Sorbona.

—Madame —dijo en su execrable francés—, para usted soy un completo extraño, pero soy todo un científico. Conociendo sus experimentos con radio… ¿cómo? ¿Todavía no ha llegado al radio? No importa. Estoy aquí para darle todo sobre la fisión nuclear.

Le enseñó. Tuvo la satisfacción de ver a París elevarse en un hongo de humo antes de que el llamado automático lo llevara a casa.

—Eso enseñará a las mujeres a ser infieles —gruñó… ¡ahhh! Esto se le escapó de los labios al ver que su esposa pelirroja todavía… pero no hace falta insistir en lo obvio.

Hassel avanzó entre nieblas hasta su estudio y se sentó a pensar. Mientras él piensa será mejor que les advierta que éste no es un cuento convencional sobre el tiempo. Si imaginan por un momento en que Henry va a descubrir que el hombre que acaricia a su esposa es él mismo, están equivocados. El maldito no es Henry Hassel ni su hijo ni un pariente ni siquiera Ludwig Boltzmann (1844-1906). Hassel no hace un círculo en el tiempo, terminando donde comienza la historia… para satisfacción de nadie y furia de todos, por la simple razón de que el tiempo no es circular ni lineal ni tándem ni discoide ni en zigzag, ni longuícuito ni pandicularteado. El tiempo es un asunto privado, eso fue lo que descubrió Hassel.

—Tal vez me haya equivocado en algún punto —murmuró Hassel—. Será mejor que lo averigüe. —Luchó con el teléfono, que parecía pesar cien toneladas, y por fin consiguió comunicarse con la biblioteca.

—¿Hola, con la biblioteca? Habla Henry.

—¿Quién?

—Henry Hassel.

—Hable más fuerte, por favor.

—¡HENRY HASSEL!

—Ah. Buenas tardes, Henry.

—¿Qué tienen sobre George Washington?

La biblioteca hacía ruidos sordos mientras sus unidades exploradoras buscaban en los catálogos.

—George Washington, primer presidente de los Estados Unidos, nació en…

—¿Primer presidente? ¿No fue asesinado en 1775?

—Realmente, Henry. Qué pregunta absurda. Todo el mundo sabe que George Wash…

—¿Nadie sabe que lo balearon?

—¿Quién lo baleó?

—Yo.

—¿Cuándo?

—En 1775.

—¿Cómo lograste hacerlo?

—Tengo una pistola.

—No, quiero decir, ¿cómo es que lo hiciste hace doscientos años?

—Tengo una máquina del tiempo.

—Bien, como no hay registro de eso aquí —dijo la biblioteca—, en mis archivos todavía está bien. Debes de haber errado.

—No erré. ¿Y Cristóbal Colón? ¿Hay algún registro de su muerte en 1489?

—Pero descubrió el nuevo mundo en 1492.

—No es posible. Lo asesinaron en 1489.

—¿Cómo?

—Con una bala de una .45 en la garganta.

—¿También tú, Henry?

—Sí.

—Aquí no está registrado —insistió la biblioteca—. Debe de haber sido un mal disparo.

—No quiero perder los estribos —dijo Hassel con voz temblorosa.

—¿Por qué no, Henry?

—Porque ya están perdidos —gritó—. ¡Muy bien! ¿Y Marie Curie? ¿Descubrió o no la bomba de fisión que destruyó París a fin de siglo?

—No la descubrió. Enrico Fermi…

—Sí la descubrió.

—No la descubrió.

—Se lo enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.

—Todos dicen que eres un maravilloso teórico, pero un mal profesor, Henry. Tu…

—Vete al diablo, gallina vieja. Eso requiere una explicación.

—¿Por qué?

—No me acuerdo. Estaba pensando en algo, pero no importa ahora. ¿Qué sugerirías tú?

—¿Realmente tienes una máquina del tiempo?

—Por supuesto que tengo una máquina del tiempo.

—Entonces vuelve atrás y fíjate qué ha pasado.

Hassel volvió al año 1775, visitó Mount Vernon e interrumpió la siembra de primavera.

—Perdone, coronel —comenzó.

El hombre corpulento lo miró con curiosidad.

—Hablas en forma extraña, desconocido —dijo—. ¿De dónde eres?

—Ah, de una nueva universidad sobre la que nunca has oído hablar.

—Tienes aspecto raro también. Un tanto neblinoso, por así decirlo.

—Dígame, coronel, ¿qué sabe usted de Cristóbal Colón?

—No mucho —respondió el coronel Washington—. Hace doscientos o trescientos años que murió.

—¿Cuando murió?

—En mil quinientos y algo, por lo que recuerdo.

—No. Murió en 1489.

—Tienes mal las fechas, amigo. Descubrió América en 1492.

—Gaboto descubrió América. Sebastián Gaboto.

—No. Gaboto vino un tiempo después.

—¡Tengo una prueba irrefutable! —comenzó Hassel, pero se interrumpió cuando un hombre corpulento y algo gordo, con el rostro ridiculamente enrojecido por la rabia, se aproximó a él. Llevaba pantalones grises, abolsados, y una chaqueta de tweed dos tamaños más grandes que para él. Llevaba una pistola .45. Sólo después de haberlo mirado un momento, Henry Hassel se dio cuenta de que se estaba mirando a si mismo y que no le gustaba su aspecto.

—¡Dios mío! —murmuró Hassel—. Soy yo, que vuelvo de asesinar a Washington esa primera vez. Si hubiera hecho mi segundo viaje una hora más tarde, habría encontrado muerto a Washington. ¡Eh! —gritó—. Todavía no. Espera un minuto. Tengo que arreglar algo primero.

Hassel no se prestaba atención a sí mismo; en realidad no parecía tener noción de sí mismo. Fue directamente hacia el coronel Washington y le pegó un tiro en el estómago… el coronel Washington cayó muerto. El primer asesino inspeccionó el cuerpo, y luego, ignorando el intento de Hassel de detenerlo e iniciar una discusión con él, se volvió y se fue, murmurando cosas venenosas para sí.

—No me oyó —se dijo Hassel—. Ni siquiera me sintió. ¿Y por qué no me recuerdo a mí mismo tratando de detenerme la primera vez que disparé contra el coronel? ¿Qué diablos sucede?

Considerablemente perturbado, Henry Hassel visitó Chicago y entró en las canchas de squash de la Universidad de Chicago a principios de 1940. Allí encontró a un científico italiano llamado Fermi.

—Según veo repite usted el trabajo de Marie Curie, dottore —dijo Hassel.

Fermi echó una mirada a su alrededor como si hubiera oído un leve sonido.

—¿Repitiendo el trabajo de Marie Curie, dottore? —rugió Hassel.

Fermi lo miró extrañamente.

—¿De dónde es usted, amico?

—Del Estado.

—¿Del Departamento de Estado?

—Simplemente del Estado. Es verdad, ¿no, dottore, que Marie Curie descubrió la fisión nuclear alrededor de 1900?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Fermi—. Nosotros somos los primeros, y todavía no hemos llegado. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!

—Esto quedará registrado —gruñó Hassel. Sacó su confiable .45, la vació en el pecho del doctor Fermi, y esperó el arresto y la inmolación en los archivos de los diarios. Ante su consternación, el doctor Fermi no cayó. Sólo exploró su pecho y, a los hombres que respondieron a sus gritos, les dijo:

—No es nada. Tengo una repentina sensación de quemadura, que puede ser una neuralgia del nervio cardíaco, pero lo más probable es que sean gases.

Hassel estaba demasiado agitado como para esperar el llamado automático de la máquina del tiempo. En cambio volvió de inmediato a la Universidad Desconocida bajo su propio poder. Esto debería haberle dado una clave, pero estaba demasiado ofuscado como para advertirla. Fue en esta época (1913-1975) cuando lo vi por primera vez… una figura oscura que merodeaba entre los autos estacionados, las puertas cerradas y las paredes de ladrillos, con la cara iluminada por una determinación lunática.

Se escurría en la biblioteca, se preparaba para una discusión exhaustiva, pero no lograba hacerse oír ni aparecer en los catálogos. Iba al Laboratorio de Malpraxis, donde Sam, la computadora Simplex-y-Multiplex, tiene instalaciones de sensibilidad que llegan a los diez mil setecientos amstrongs. Sam no veía a Henry, pero lograba oírlo a través de una especie de fenómeno de interferencia de ondas.

—Sam —dijo Hassel—, acabo de hacer un importante descubrimiento.

—Siempre estás haciendo descubrimientos, Henry —se quejó Sam—. Tu sector de datos está lleno. ¿Tendré que empezar otra cinta para ti?

—Pero necesito consejos. ¿Quién es la principal autoridad sobre Tiempo, referencia a sucesión de, viajar en?

—Debe de ser Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de Yale.

—¿Cómo me pongo en contacto con él?

—No podrás, Henry. Ha muerto. Murió en el setenta y cinco.

—¿Qué autoridad tienes sobre Tiempo, viajar en, vivir?

—Wiley Murphy.

—¿Murphy? ¿De nuestro Departamento de Traumas? Qué feliz casualidad. ¿Dónde está ahora?

—En realidad, Henry, fue a tu casa a pedirte algo.

Hassel fue a su casa volando, buscó en su laboratorio y estudio sin encontrar a nadie, y por fin flotó al living, donde su esposa pelirroja seguía en los brazos de otro hombre. (Todo esto, comprenderán ustedes, había tenido lugar en el espacio de pocos momentos después de la construcción de la máquina del tiempo, ésa es la naturaleza del tiempo y del viaje por el tiempo). Hassel carraspeó una o dos veces y trató de dar un golpecito a su esposa en el hombro. Sus dedos la atravesaron.

—Perdona, querida —dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy?

Entonces miró mejor y vio que el hombre que abrazaba a su esposa era Murphy mismo.

—¡Murphy! —exclamó Hassel—. Precisamente el hombre que buscaba. Acabo de tener la experiencia más extraordinaria. —Hassel de inmediato se lanzó a una lúcida descripción de su extraordinaria experiencia, que era más o menos así:

—Murphy, u-v = u12 − v14 (ua + uxvy + vb) pero cuando George Washington F(x) y2 dx y Enrico Fermi F (u12) dxdt la mitad de Marie Curie, entonces, ¿cómo se explica Cristóbal Colón por la raíz cuadrada de menos uno?

Murphy ignoró a Hassel, lo mismo que Mrs. Hassel. Yo anoté las ecuaciones de Hassel en la capota de un taxi que pasaba.

—Escúchame, Murphy —dijo Hassel—, Greta, querida, ¿te molestaría dejarnos solos un momento?… por Dios, ¿quieren dejar de hacer esa tontería? Hablo en serio.

Hassel trató de separar a la pareja. No podía tocarlos más de lo que ellos podían oírlo. Su rostro enrojeció nuevamente y se puso tan colérico que golpeó a la señora Hassel y a Murphy. Era como golpear a un Gas Ideal. Pensé que sería mejor interferir.

—¡Hassel!

—¿Quién es?

—Salga un momento. Necesito hablar con usted.

Salió atravesando la pared.

—¿Dónde está usted?

—Aquí.

—Lo veo un poco velado.

—A usted también.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Lennox. Israel Lennox.

—Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale…

—El mismo.

—Pero usted murió en el setenta y cinco.

—Yo desaparecí en el setenta y cinco.

—¿Qué quiere decir?

—Inventé una máquina del tiempo.

—¡Por Dios! —dijo Hassel—. Esta tarde. Me llegó la idea como un relámpago… no sé por qué… y tuve una experiencia extraordinaria. Lennox, el tiempo no es un continuo.

—¿No?

—Es una serie de partículas discretas… como perlas en un collar.

—¿Sí?

—Cada perla es un «ahora». Cada «ahora» tiene su propio pasado y futuro. Pero ninguno de ellos se relaciona con los otros. ¿Se da cuenta? Si a = a1 + a2 Ji + ⋔ a x (b1

—La matemática no tiene importancia, Henry.

—Es una forma de transferencia quantum de la energía. El tiempo se emite en corpúsculos discretos de quanta. Podemos visitar a cada quantum individual y hacer cambios dentro de él, pero no hay cambios en ningún corpúsculo que acepte a otro corpúsculo. ¿De acuerdo?

—Está mal —dije, apenado.

—¿Qué quiere decir con eso de «está mal»? —preguntó él, haciendo un gesto furioso que atravesó a un estudiante que pasaba—. Tome las ecuaciones trocoides y…

—Mal —repetí con firmeza—. ¿Quiere escucharme, Henry?

—Bien, hable —dijo.

—¿No ha notado que se ha vuelto un poco insustancial? ¿Oscuro? ¿Espectral? ¿Que el espacio y el tiempo ya no lo afectan?

—Sí.

—Henry, tuve la desgracia de construir una máquina del tiempo en el año setenta y cinco.

—Eso dijo. Escuche, ¿y el consumo de energía? Supongo que estoy usando alrededor de 7,3 kilovatios por…

—El consumo de energía no importa, Henry. En mi primer viaje al pasado, visité el pleistoceno. Tenía mucho interés en fotografiar al mastodonte, un gigante de la Tierra, y al tigre con dientes de sable. Mientras retrocedía para poner al mastodonte completo en el campo de visión en f/6.3 a 1/100.º de segundo, o en la escala LVS…

—La escala LVS no tiene importancia —dijo.

—Mientras retrocedía, sin querer tropecé y maté a un pequeño insecto del pleistoceno.

—¡Ajá! —dijo Hassel.

—Me aterrorizó el incidente. Tuve visiones de volver a mi mundo y encontrarlo completamente cambiado como resultado de esta única muerte. Imagine mi sorpresa cuando volví a mi mundo y encontré que nada había cambiado.

—¡Ah! —dijo Hassel.

—Me despertó curiosidad. Volví al pleistoceno y maté al mastodonte. Nada había cambiado en 1975. Volví al pleistoceno y asesiné a toda la vida salvaje… sin ningún efecto. Bajé por todas las épocas, matando y destruyendo, en un intento de cambiar el presente.

—Entonces usted hizo lo mismo que yo —exclamó Hassel—. Qué extraño que no nos hayamos topado.

—No es extraño en absoluto.

—Yo llegué a Colón.

—Yo llegué a Marco Polo.

—Yo llegué a Napoleón.

—Yo pensé que Einstein era más importante.

—Mahoma no cambió mucho las cosas… yo esperaba más de él.

—Lo sé. Yo también lo encontré.

—¿Qué quiere decir con eso de que usted también lo encontró? —preguntó Hassel.

—Lo maté el 16 de septiembre del año 599. En el viejo estilo.

—Pero si yo lo maté el 5 de enero del año 598.

—Le creo.

—Pero ¿cómo pudo usted haberlo matado después de que lo había matado yo?

—Los dos lo matamos.

—Eso es imposible.

—Amigo —dije—, el tiempo es enteramente subjetivo. Es un asunto privado… una experiencia personal. No existe nada que pueda llamarse tiempo objetivo, así como no hay nada que sea amor objetivo o un alma objetiva.

—¿Es decir que un viaje por el tiempo es imposible? Pero nosotros lo hemos hecho.

—Claro que sí, y muchos otros, por lo que sé. Pero cada uno viaja a su propio pasado, no al de otra persona. No hay un continuo universal, Henry. Sólo hay billones de individuos, cada uno con su propio continuo: y un continuo no puede afectar al otro. Somos como millones de fideos en la misma cacerola. En ningún momento un viajero puede encontrarse con otro viajero en el pasado o en el futuro. Cada uno de nosotros debe viajar hacia arriba y hacia abajo por su propio fideo solamente.

—Pero ahora nos encontramos.

—Ahora no somos viajeros, Henry. Nos hemos convertido en la salsa de los fideos.

—¿En la salsa de los fideos?

—Sí. Usted y yo podemos visitar cualquier fideo que queramos, porque nos hemos destruido.

—No comprendo.

—Cuando un hombre cambia el pasado solo afecta su propio pasado… y el de ningún otro. El pasado es como la memoria. Cuando usted borra la memoria de un hombre, lo borra a él, pero no borra a ningún otro. Usted y yo hemos borrado nuestro pasado. Los mundos individuales de los otros continúan. Pero nosotros hemos dejado de existir. —Hice una pausa significativa.

—¿Qué quiere decir con eso de que hemos «dejado de existir»?

—Con cada acto de destrucción nos disolvimos un poco. Ahora estamos acabados. Hemos cometido un cronocidio. Somos fantasmas. Espero que la señora Hassel sea muy feliz con el señor Murphy… ahora volvamos a la Académie. Ampère está contando una gran historia sobre Ludwig Boltzmann.

Alfred Bester - Los hombres que asesinaron a Mahoma
  • Autor: Alfred Bester
  • Título: Los hombres que asesinaron a Mahoma
  • Título Original: The Men Who Murdered
  • Publicado en: The Magazine of Fantasy & Science Fiction, 1958
  • Traducción: Alicia Steimberg

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