Bram Stoker: El regreso de Abel Behenna

Bram Stoker - El regreso de Abel Behenna

Sinopsis: «El regreso de Abel Behenna» (The Coming of Abel Behenna) es un cuento de Bram Stoker, de tono romántico y oscuro, publicado en 1893 en Lloyd’s Weekly Newspaper. En el apacible puerto de Pencastle, dos jóvenes inseparables desde la infancia, Abel y Eric, comparten no solo una profunda amistad, sino también el amor por la bella Sarah Trefusis, la joven más codiciada del pueblo. Cuando ella se ve obligada a elegir entre ambos, una propuesta inusual da origen a un arriesgado acuerdo que la mantendrá alejada de su prometido durante un año. Mientras el azar determina el futuro, los celos, la ambición y la incertidumbre comienzan a enturbiar el vínculo entre los antiguos camaradas.

Bram Stoker - El regreso de Abel Behenna

El regreso de Abel Behenna

Bram Stoker
(Cuento completo)

El pequeño puerto de Pencastle, en Cornualles, lucía radiante a principios de abril, cuando parecía que el sol había decidido quedarse tras un largo y despiadado invierno. El peñón se recortaba negro y macizo contra un fondo azul sombreado, donde el cielo se desvanecía en la niebla y se unía con el horizonte lejano. El mar tenía el auténtico color zafiro de Cornualles, salvo en las insondables profundidades bajo los acantilados, donde las cuevas de las focas abrían sus siniestras fauces. En las laderas, el pasto estaba reseco y parduzco. Las espinas de los tojos mostraban un gris ceniciento, pero el amarillo dorado de sus flores corría a lo largo del cerro formando líneas que se interrumpían al surgir la roca y que se reducían a manchas y puntos hasta desaparecer por completo donde los vientos marinos, al rodear los acantilados salientes, recortaban la vegetación como si unas tijeras aéreas trabajaran sin descanso. Toda la ladera, con su manto marrón y destellos amarillos, parecía un enorme martillo amarillo.

El pequeño puerto se abría al mar entre altos acantilados y estaba protegido por una roca solitaria horadada por numerosas cavernas y respiraderos marinos por donde, en tiempos de tormenta, el mar enviaba su voz atronadora junto con un surtidor de espuma errante. Desde allí, el canal se curvaba hacia el oeste en un curso serpenteante, protegido en su entrada por dos pequeños espigones curvos, uno a cada lado. Estaban construidos toscamente con pizarras oscuras colocadas de canto y sujetas entre sí por grandes vigas reforzadas con bandas de hierro. A partir de ahí, el canal ascendía por el lecho rocoso del arroyo, cuyo cauce entre los cerros había sido tallado antaño por los torrentes invernales. Al principio, el arroyo era profundo y, en algunos tramos en los que se ensanchaba, afloraban formaciones de roca fragmentada que quedaban al descubierto en la bajamar, llenas de oquedades donde se podían encontrar cangrejos y langostas cuando retrocedía la marea. Entre las rocas se alzaban postes robustos para amarrar las pequeñas embarcaciones costeras que frecuentaban el puerto. Más arriba, el arroyo seguía siendo hondo porque la marea se internaba tierra adentro, aunque siempre en calma, ya que la violencia de las tormentas quedaba amortiguada más abajo. A unos cuatrocientos metros del mar, el arroyo aún era profundo en pleamar, pero en bajamar se veían nuevas formaciones de roca quebrada como las anteriores, entre cuyas grietas goteaba y murmuraba el agua dulce del arroyo tras retirarse la marea. También había allí postes de amarre para las barcas de los pescadores. A ambos lados del canal había una hilera de casitas, casi al nivel de la marea alta. Eran casas encantadoras, sólidas y acogedoras, con jardines bien cuidados en la parte frontal llenos de plantas tradicionales: groselleros de flor, prímulas de colores, alhelíes y siemprevivas. Muchas de ellas estaban cubiertas de clemátides y de glicinas trepadoras. Las molduras de las ventanas y los marcos de las puertas eran tan blancos como la nieve, y cada sendero que llevaba a la entrada estaba pavimentado con piedras claras. Algunas puertas tenían pequeños pórticos y otras disponían de asientos rústicos tallados en troncos o hechos con viejos barriles. Casi siempre, los alféizares estaban repletos de macetas y cajas con flores o plantas de follaje vistoso.

Dos hombres vivían en cabañas situadas exactamente una frente a la otra, a ambos lados del arroyo. Eran jóvenes, apuestos y prósperos, y habían sido compañeros y rivales desde la infancia. Abel Behenna era moreno, con ese tinte oscuro y vagamente gitano que los antiguos navegantes fenicios dejaron a su paso; Eric Sanson —nombre que, según el anticuario local, era una corrupción de Sagamanson— era rubio, con ese tono rojizo que delataba el paso de los feroces nórdicos. Desde el principio, parecía que ambos se habían elegido para trabajar y competir juntos, para luchar el uno por el otro y estar siempre espalda con espalda en toda empresa. Ahora habían puesto la piedra angular en su templo de la unidad: ambos se habían enamorado de la misma mujer.

Sarah Trefusis era, sin duda, la muchacha más bonita de Pencastle, y había muchos jóvenes que habrían intentado con gusto conquistarla, de no ser porque había que enfrentarse a dos rivales, cada uno de los cuales era el más fuerte y decidido del puerto… salvo por el otro. El joven promedio consideraba que eso era una gran injusticia y, por ello, no sentía simpatía por ninguno de los tres protagonistas. En cuanto a las jóvenes —que, para evitar males mayores, debían conformarse con las quejas de sus pretendientes y con el sentimiento implícito de ser solo una segunda opción—, tampoco miraban a Sarah con buenos ojos. Así fue como, al cabo de un año o poco más —pues en el campo el cortejo es un proceso lento—, los dos hombres y la joven comenzaron a verse juntos con frecuencia. Los tres estaban satisfechos, así que no parecía importarles, y Sarah, que era coqueta y algo frívola, se las arreglaba para vengarse a su manera de hombres y mujeres. Cuando una joven, al salir a pasear, solo puede jactarse de tener un pretendiente —y, además, descontento—, no le resulta grato ver que otra va acompañada de dos admiradores devotos.

Finalmente llegó el momento que Sarah tanto temía y que había intentado posponer: debía elegir entre los dos hombres. Le gustaban ambos y cualquiera de ellos habría satisfecho a una chica más exigente que ella. Pero su mente estaba hecha de tal manera que pensaba más en lo que podría perder que en lo que podía ganar, y cada vez que creía haber tomado una decisión, la asaltaban dudas sobre si su elección era sensata. Siempre que imaginaba haber perdido a uno de los dos, ese hombre adquiría, en su mente, una nueva y espléndida colección de virtudes que jamás había notado antes. A ambos les prometió, por separado y en secreto, que daría su respuesta el día de su cumpleaños, el 11 de abril. Y ese día había llegado.

Desde primera hora de la mañana, los encontró a los dos merodeando cerca de su puerta. Ninguno le había dicho nada al otro y cada uno buscaba la oportunidad de obtener una respuesta y, si era posible, avanzar en su cortejo. Damon, por regla general, no lleva consigo a Pythias cuando va a declararse, y los asuntos del corazón tienen prioridad absoluta sobre cualquier requerimiento de amistad. Así pues, pasaron el día turnándose para rondar su puerta. Sin duda, la situación resultaba algo embarazosa para Sarah, y aunque le halagaba saber que era tan deseada, también había momentos en que se sentía irritada por la persistencia de ambos. Su único consuelo en esos momentos era ver, a través de las sonrisas forzadas de las otras muchachas cuando pasaban y notaban su casa custodiada por dos hombres, la envidia que les carcomía por dentro.

La madre de Sarah era una mujer de ideas vulgares y egoístas, y consciente desde hacía tiempo de lo que ocurría, solo tenía un propósito que expresaba claramente a su hija: sacar el máximo provecho posible de ambos hombres. Con ese fin, se había mantenido al margen de los romances de la muchacha, observando desde las sombras. Al principio, Sarah se había sentido indignada ante los mezquinos planes de su madre, pero, como era habitual en ella, su carácter débil acabó cediendo ante la insistencia y ahora estaba dispuesta a someterse a ellos. No se sorprendió cuando su madre le susurró en el pequeño patio trasero:

—Súbete un rato al cerro; quiero hablar con esos dos. Están como locos por ti y ha llegado la hora de resolver esto.

Sarah intentó protestar, pero su madre la interrumpió de inmediato:

—¡Te digo, niña, que ya lo decidí! Los dos te quieren y solo uno puede tenerte, pero antes de que elijas, se arreglará todo para que te quedes con lo que ambos tienen. ¡No discutas, hija! Sube al cerro y, cuando vuelvas, lo tendré todo arreglado. ¡He encontrado una solución muy fácil!

Y Sarah subió por la ladera, entre los estrechos senderos que serpenteaban entre los tojos dorados, mientras la señora Trefusis se reunía con los dos hombres en la sala de su modesta casa.

Lanzó el ataque con el valor desesperado que todas las madres muestran cuando piensan en sus hijas, por muy mezquinos que sean sus pensamientos:

—Los dos estáis enamorados de mi Sarah.

El silencio avergonzado de los hombres fue un asentimiento tácito a tan descarada afirmación. Ella prosiguió:

—Ninguno de ustedes tiene mucho.

De nuevo, aceptaron en silencio esa suave acusación.

—No sé si alguno podría mantener a una esposa.

Aunque no dijeron nada, sus miradas y su porte expresaban un claro desacuerdo. La señora Trefusis continuó:

—Pero si juntaran lo que cada uno tiene, podrían formar un buen hogar… para uno de ustedes y para Sarah.

Mientras hablaba, los observó con atención, entornando sus ojos astutos. Satisfecha de que la idea había sido bien recibida, se apresuró a continuar, como temiendo que cambiaran de parecer:

—A la muchacha le gustan los dos y puede que le cueste decidir, ¿por qué no lo echan a suertes? Primero junten el dinero, que sé que cada uno tiene algo ahorrado. El afortunado se queda con todo y se va a comerciar; luego vuelve y se casa con ella. ¡No me digan que les falta valor! Y no me digan que no lo harían por la mujer a la que dicen amar.

Abel rompió el silencio:

—No me parece justo echarlo a suertes. A ella no le gustaría y no me parece respetuoso con ella.

Eric lo interrumpió. Sabía que, si Sarah tuviera que elegir, sus posibilidades eran menores que las de Abel:

—¿Te asusta el azar?

—¡No me asusta nada! —dijo Abel con firmeza.

La señora Trefusis, viendo que su plan empezaba a surtir efecto, aprovechó la ventaja:

—¿Queda acordado entonces que el dinero se junta para hacerle un hogar, ya sea que lo decidan a suertes o que ella elija?

—Sí —respondió Eric rápidamente, y Abel asintió con igual determinación.

Los pequeños ojos de la señora Trefusis centellearon. Oyó los pasos de Sarah en el patio y dijo:

—¡Ya viene! La decisión queda en sus manos.

Y salió de la sala.

Durante su breve paseo por la ladera, Sarah había intentado decidirse. Estaba enfadada con ambos por complicarle tanto la elección, y al entrar en la sala dijo bruscamente:

—Quiero hablar con los dos. Vamos a Flagstaff Rock, donde podamos estar solos.

Cogió su sombrero, salió de la casa y tomó el ventoso sendero que trepaba por la empinada peña coronada por un alto mástil donde, antaño, los saqueadores prendían sus hogueras. Esa roca formaba la mandíbula norte del pequeño puerto. En el sendero solo cabían dos personas a la vez, y eso bastaba para mostrar el estado de las cosas: Sarah iba delante y los dos hombres la seguían, hombro con hombro y al mismo paso. En ese momento, el corazón de ambos hervía de celos.

Al llegar a la cima, Sarah se detuvo junto al mástil y los hombres se colocaron frente a ella. Había elegido su posición a propósito, pues no quedaba sitio para que nadie se pusiera a su lado. Guardaron silencio un momento. Luego, Sarah se echó a reír y dijo:

—Les prometí a los dos que hoy les daría una respuesta. He estado dándole vueltas y vueltas al tema, y ya casi me enfado con ustedes por hacerme sufrir tanto. Y aun así no estoy más cerca de decidirme.

De pronto, Eric dijo:

—¡Echémoslo a suertes, muchacha!

Sarah no se ofendió por la propuesta; su madre la había preparado para algo así y su carácter débil la llevaba a aceptar cualquier salida fácil. Se quedó allí, con la mirada baja y jugueteando con la manga de su vestido, dando a entender que aceptaba. Ambos hombres, al captar esto, sacaron una moneda de sus bolsillos, la lanzaron al aire y cubrieron con una mano la palma donde había caído.

Por unos segundos permanecieron así, en silencio. Luego, Abel —que era el más reflexivo de los dos— habló:

—Sarah, ¿te parece bien?

Mientras hablaba, retiró la mano superior, guardó la moneda en su bolsillo.

Sarah se ofendió:

—¡Bien o mal, a mí me basta! Acéptenlo o déjenlo, como quieran —dijo ella, a lo que él replicó con prontitud:

—¡No, muchacha! Mientras tú estés de acuerdo, para mí es suficiente. Solo temo que luego te arrepientas y lo lamentes. Si amas más a Eric que a mí, dilo. Creo que tengo el valor de hacerme a un lado. Pero si soy yo el elegido, no nos hagas desgraciados a los tres para siempre.

Frente a esa disyuntiva, el carácter débil de Sarah salió a la luz. Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar:

—Fue idea de mi madre. Ella no deja de insistirme…

El silencio que siguió fue roto por Eric, que exclamó con ira:

—¡Déjala en paz, no ves que llora! Si quiere que sea así, que lo sea. A mí me vale, ¡y a ti también debería! Ya lo dijo, ahora que lo mantenga.

Ante esto, Sarah se volvió hacia él con furia repentina y gritó:

—¡Cállate! ¿Qué te importa a ti, al fin y al cabo?

Y siguió llorando. Eric, anonadado, no supo qué decir; se quedó allí parado con cara de tonto, con la boca abierta y las manos aún cubriendo la moneda. Todos callaron hasta que Sarah, alzando la cabeza, soltó una carcajada nerviosa y dijo:

—¡Como ustedes no se deciden, me voy a casa!

Y se dio vuelta para marcharse.

—Espera —dijo Abel con voz firme—. Eric, tú sostienes la moneda y yo digo cara o cruz. Pero antes de decidirlo, dejemos claro esto: el que gane se queda con todo el dinero que tenemos los dos, lo lleva a Bristol, se embarca, comercia con él, y luego regresa y se casa con Sarah. Y ellos dos se quedan con todo lo que obtengan del negocio. ¿Eso es lo que acordamos?

—Sí —dijo Eric.

—Me casaré con el ganador en mi próximo cumpleaños —dijo Sarah.

Y al decirlo, pareció darse cuenta de la fría codicia de su decisión, y se volvió con un rubor encendido. El fuego brilló en los ojos de los dos hombres. Eric dijo:

—¡Un año, entonces! El que gane, tiene un año.

—¡Lanza! —gritó Abel, y la moneda giró en el aire. Eric la atrapó y de nuevo cubrió la palma con la otra mano.

—¡Cara! —dijo Abel, y un súbito tono pálido le cruzó el rostro. Al inclinarse para ver, Sarah se inclinó también, y sus rostros casi se rozaron. Él sintió su cabello rozar su mejilla, y un estremecimiento ardiente lo recorrió. Eric levantó la mano: la moneda mostraba cara.

Abel dio un paso al frente y tomó a Sarah entre sus brazos. Con una maldición, Eric arrojó la moneda lejos, hacia el mar. Luego se apoyó en el mástil, con las manos hundidas en los bolsillos, mirándolos con odio.

Abel susurró palabras apasionadas al oído de Sarah, y ella, al escucharlo, empezó a creer que el azar había sabido interpretar los deseos ocultos de su corazón, y que era a Abel a quien realmente amaba.

Al poco rato, Abel alzó la vista y vio el rostro de Eric iluminado por el último rayo del atardecer. La luz roja intensificaba el color natural de su piel, y parecía como si estuviese bañado en sangre. Abel no se inmutó ante su mirada hostil; ahora que su corazón estaba en paz, podía sentir una compasión sincera por su amigo. Se acercó con la intención de consolarlo, le tendió la mano y dijo:

—Me ha tocado a mí, viejo amigo. No me lo reproches. Haré todo lo posible por hacer feliz a Sarah, y tú serás como un hermano para los dos.

—¿Hermano? ¡Al diablo! —fue todo lo que Eric contestó, dándose vuelta. Pero cuando ya había descendido unos pasos por el sendero rocoso, se detuvo y regresó. De pie ante Abel y Sarah, que aún se abrazaban, dijo:

—Tienes un año. ¡Aprovéchalo bien! Y asegúrate de estar aquí a tiempo para reclamar a tu esposa. Vuelve con suficiente antelación para publicar las amonestaciones y casarte el 11 de abril. Si no estás, te advierto que yo publicaré las mías, y podrías llegar demasiado tarde.

—¿Qué quieres decir, Eric? ¡Estás loco!

—Tan loco como tú, Abel Behenna. Tú te vas, esa es tu oportunidad. Yo me quedo, esa es la mía. No pienso quedarme de brazos cruzados. Sarah no te quería más a ti que a mí hace cinco minutos, y puede volver a sentir lo mismo cinco minutos después de que te hayas ido. Ganaste por un solo golpe de suerte… el juego aún puede cambiar.

—El juego no cambiará —replicó Abel con firmeza—. Sarah, ¿me serás fiel? ¿No te casarás hasta que yo regrese?

—¡Por un año! —añadió Eric, rápidamente—. Ese fue el acuerdo.

—Prometo esperar un año —dijo Sarah.

Una sombra cruzó el rostro de Abel, y estuvo a punto de hablar, pero se contuvo y sonrió:

—No debo ser duro ni enfadarme esta noche. Vamos, Eric. Hemos jugado y luchado juntos. Gané con justicia. Sabes tan bien como yo que he jugado limpio durante todo el cortejo. Y ahora que me voy, le pido a mi viejo y buen camarada que me ayude mientras estoy fuera.

—¡No me pidas eso! ¡Que sea Dios quien te ayude! —dijo Eric.

—Ya lo ha hecho —respondió Abel con sencillez.

—Pues que siga haciéndolo —replicó Eric con rabia—. ¡El diablo me basta a mí!

Sin decir nada más, bajó corriendo por el sendero escarpado y desapareció entre las rocas.

Abel, al quedarse a solas con Sarah, esperaba un momento de ternura. Pero lo primero que ella dijo le heló el ánimo:

—¡Qué solitario está esto sin Eric!

Estas palabras resonaban todavía en la cabeza de Abel cuando dejó a Sarah en su casa y continuaron haciéndolo más tarde.

A la mañana siguiente, Abel oyó un ruido en la puerta y, al salir, vio a Eric que se alejaba a paso rápido. En el umbral había una pequeña bolsa de lona llena de monedas de oro y plata. Sobre ella, prendido con un alfiler, había un trozo de papel que decía:

[indent] «Toma el dinero y vete. Yo me quedo.
¡Dios contigo! ¡El diablo conmigo!
Recuerda el 11 de abril.
Eric Sanson».

Esa misma tarde, Abel partió hacia Bristol y, una semana después, embarcó en el Star of the Sea con rumbo a Pahang. Su dinero —incluido el de Eric— viajaba en forma de mercancía: una partida de juguetes baratos. Un viejo y astuto marino de Bristol, que conocía bien los caminos del Quersoneso Dorado, le había aconsejado y le aseguró que conseguiría un chelín por cada penique que invirtiera en ese negocio.

A medida que avanzaba el año, Sarah comenzó a sentirse cada vez más inquieta. Eric siempre estaba cerca, cortejándola con su estilo persistente y dominante, y a ella no le desagradaba del todo. Solo llegó una carta de Abel, en la que informaba que su empresa había tenido éxito, que había ingresado unas doscientas libras en el banco de Bristol y que aún comerciaba con mercancía por valor de cincuenta libras con destino a China, a bordo del Star of the Sea, que luego regresaría a Bristol. En la carta, sugería que se devolviera a Eric su parte de la inversión, junto con la ganancia correspondiente. Eric respondió con ira a esta propuesta y la madre de Sarah la tachó de infantil.

Habían pasado más de seis meses, pero no llegó ninguna otra carta y las esperanzas de Eric, que se habían desvanecido con la misiva desde Pahang, empezaron a renacer. La asediaba constantemente con sus «¿y si…?» ¿Y si Abel no regresaba, se casaría entonces con él? ¿Y si pasaba el 11 de abril sin que Abel volviera al puerto, lo abandonaría? ¿Y si Abel había hecho fortuna y se había casado con otra en alguna parte, se casaría ella con Eric en cuanto se supiera la verdad? Y así, en una sucesión interminable de hipótesis.

El poder de una voluntad fuerte y un propósito firme empezaron a imponerse al carácter débil de Sarah. Comenzó a perder la fe en Abel y a considerar a Eric como un posible esposo, y un esposo posible no es igual que cualquier otro hombre a los ojos de una mujer. Un nuevo afecto comenzó a germinar en su corazón y las atenciones cotidianas de un noviazgo permitido alentaban ese crecimiento. Sarah empezó a ver a Abel como un obstáculo en su vida y, de no ser por las constantes advertencias de su madre sobre el dinero ya depositado en el banco de Bristol, habría tratado de olvidarse por completo de él.

El 11 de abril caía en sábado, por lo que, para casarse ese día, las amonestaciones debían anunciarse el domingo 22 de marzo. Desde principios de ese mes, Eric no dejaba de insistir en la ausencia de Abel y, poco a poco, su opinión de que estaba muerto o se había casado empezó a parecerle verosímil a Sarah. A medida que avanzaba la primera mitad del mes, Eric se mostraba más exultante y, el domingo 15, al salir de la iglesia, llevó a Sarah a pasear por Flagstaff Rock. Allí se impuso con firmeza:

—Te lo dije a ti y a Abel: si él no estaba aquí a tiempo para anunciar sus amonestaciones para el día 11, yo anunciaría las mías para el día 12. Y ha llegado el momento. No ha cumplido su palabra…

—¡Aún no la ha roto! —interrumpió Sarah, débilmente.

Eric apretó los dientes con rabia:

—Si piensas defenderlo —dijo, golpeando con fuerza el mástil, que respondió con un estremecimiento—, ¡allá tú! Yo cumpliré con mi parte del trato. El domingo daré el aviso y tú podrás oponerte en la iglesia si quieres. Si Abel está en Pencastle el día 11, podrá anular las amonestaciones y anunciar las suyas; pero, hasta entonces, seguiré mi camino, ¡y cuidado con quien se cruce en él!

Dicho esto, se lanzó cuesta abajo por el sendero rocoso y Sarah no pudo evitar admirar su fuerza y espíritu vikingo mientras lo veía cruzar la colina y alejarse por los acantilados en dirección a Bude.

Durante la semana no hubo noticias de Abel y, el sábado, Eric anunció oficialmente las amonestaciones para su boda con Sarah Trefusis. El párroco intentó disuadirlo, ya que, aunque no se había dicho nada formalmente a los vecinos, desde la partida de Abel se daba por hecho que, al regresar, se casaría con Sarah. Pero Eric se negó a discutir el asunto.

—Es un tema doloroso, señor —dijo con tal firmeza que el reverendo, un hombre muy joven, no pudo evitar ceder—. No creo que haya nada en contra de Sarah ni en mi contra. ¿Por qué deberían ponerse objeciones?

El párroco no dijo nada más y, al día siguiente, leyó en voz alta las amonestaciones por primera vez, en medio del murmullo de la congregación. Sarah asistió, rompiendo con la costumbre, y, aunque se sonrojó intensamente, disfrutó de su triunfo sobre las otras muchachas cuyos compromisos aún no se habían anunciado. Antes de que terminara la semana, comenzó a confeccionar su vestido de novia. Eric solía ir a verla mientras trabajaba y el espectáculo lo conmovía profundamente. Le decía todo tipo de frases dulces en esos momentos y ambos vivían deliciosos instantes de enamoramiento.

Las amonestaciones se leyeron por segunda vez el día 29, y la esperanza de Eric se hacía cada vez más fuerte, aunque por dentro sufría crisis de desesperación al pensar que su felicidad podía desmoronarse en cualquier momento. En tales ocasiones, se mostraba lleno de una pasión furiosa e implacable, apretaba los dientes y cerraba los puños con rabia, como si aún llevara en la sangre el vestigio de la antigua ira berserker de sus antepasados.

El jueves de esa semana, visitó a Sarah y la encontró, bajo una cascada de sol, dando los últimos toques a su vestido blanco. Su corazón rebosaba de alegría y, al ver a la mujer que pronto sería suya tan absorta, se sintió invadido por una dicha inefable, casi mareado por el éxtasis. Se inclinó, la besó en los labios y le susurró al oído:

—¡Tu vestido de novia, Sarah! ¡El que llevarás cuando te cases conmigo!

Cuando retrocedió para seguir admirándola, ella alzó la vista, lo miró con picardía y le dijo:

—Quizá no para ti. Todavía queda más de una semana… ¡Abel podría llegar!

En ese momento, Eric salió de la casa dando un portazo y lanzando una maldición. El incidente perturbó a Sarah más de lo que habría imaginado, pues despertó de nuevo todas sus dudas y temores. Lloró un poco, guardó el vestido y, para calmarse, salió a sentarse un rato en la cima de Flagstaff Rock. Al llegar, se encontró con un pequeño grupo de personas que discutían con preocupación el estado del tiempo. El mar estaba en calma y brillaba el sol, pero en el horizonte se veían franjas oscuras y claras que se alternaban y, cerca de la costa, los arrecifes estaban bordeados de espuma que se extendía en grandes curvas blancas según la dirección de las corrientes. El viento había cambiado de dirección y ahora soplaba en ráfagas frías y secas. El respiradero marino que conectaba la bahía exterior con el puerto y pasaba bajo el peñón retumbaba a intervalos y las gaviotas no dejaban de chillar mientras giraban sobre la entrada del puerto.

—Tiene mala pinta —dijo un viejo pescador al guardacostas—. Lo vi así una vez, justo antes de que el Coromandel, un barco de la India Oriental, se hiciera pedazos en la bahía de Dizzard.

Sarah no quiso oír más. Era una persona de naturaleza temerosa y no soportaba escuchar relatos de naufragios o catástrofes. Volvió a casa y retomó la labor de su vestido. Mientras trabajaba, decidió que tranquilizaría a Eric con una disculpa en cuanto lo volviera a ver… y que aprovecharía la primera oportunidad para vengarse de él después de la boda.

La predicción del viejo marinero se cumplió. Esa noche, al anochecer, estalló una violenta tormenta. El mar se levantó con furia y, desde Skye hasta Scilly, azotó la costa occidental dejando un rastro de desastres. Los marineros y pescadores de Pencastle salieron todos a los riscos y acantilados, expectantes. De pronto, a la luz de un relámpago, divisaron un queche a la deriva, con solo el foque izado, a medio kilómetro del puerto. Todos los ojos y catalejos se dirigieron hacia él, esperando el siguiente relámpago. Cuando llegó, un clamor recorrió el grupo: era el Lovely Alice, que cubría la ruta entre Bristol y Penzance, haciendo escala en los pequeños puertos de la costa.

—¡Dios los ampare! —dijo el capitán del puerto—. No hay salvación posible si están entre Bude y Tintagel con el viento de tierra.

Los guardacostas se movilizaron y, con la ayuda de brazos valientes, subieron el aparato de cohetes de rescate a la cima de Flagstaff Rock. Encendieron bengalas azules para que los del barco pudieran ver la entrada del puerto, por si intentaban alcanzarla. A bordo hacían todo lo posible, pero ninguna habilidad o fuerza humana podía salvarlos ya. En pocos minutos, el Lovely Alice chocó contra la gran roca que custodiaba la entrada del puerto. Se oyeron débiles gritos de los náufragos entre la tormenta, mientras se lanzaban al mar en un último intento por sobrevivir. Las luces siguieron ardiendo y los ojos escrutaban el mar por si emergía algún rostro; había cuerdas listas para ser lanzadas, pero no apareció nadie y los voluntariosos brazos quedaron inmóviles.

Eric estaba allí, entre los suyos. Nunca su origen islandés había sido tan evidente como en esa hora salvaje. Tomó una cuerda y gritó al capitán del puerto:

—¡Bajaré a la roca sobre la cueva de las focas! La marea está subiendo; tal vez alguien haya llegado allí a la deriva.

—¡Detente, hombre! —le respondieron—. ¿Estás loco? ¡Un paso en falso en esa roca y estás perdido! ¡Nadie podría mantenerse en pie con esta oscuridad y esta tormenta!

—¡Nada de eso! —replicó—. ¿No recuerdas cómo me salvó Abel Behenna allí, una noche como esta, cuando mi barco encalló en la roca Gull? Me sacó del agua en la misma cueva… Ahora quizá alguien haya llegado allí como yo.

Y desapareció en la oscuridad.

Los altos peñascos dejaban en sombras Flagstaff Rock, pero Eric conocía demasiado bien el camino como para perderse. Su audacia y seguridad al caminar le fueron de utilidad: pronto se encontró sobre la gran roca redondeada, socavada por la acción de las olas en su base, justo encima de la entrada de la cueva de las focas, donde el agua era insondable. Allí estaba relativamente a salvo, pues la forma cóncava de la roca hacía rebotar las olas con su propia fuerza. Aunque el agua bajo él hervía como un caldero, justo más allá había un remanso de calma. Además, la forma de la roca amortiguaba el rugido del vendaval y podía escuchar tanto como ver.

Se mantuvo allí, atento, con la cuerda lista para arrojarla. Le pareció oír, bajo él y más allá del torbellino, un grito débil y desesperado. Respondió con una llamada que resonó en la noche. Entonces esperó el relámpago y, en cuanto brilló, lanzó la cuerda hacia la oscuridad, donde había visto emerger un rostro entre la espuma.

La cuerda fue atrapada; lo supo por el tirón que sintió. Volvió a gritar con voz potente:

—¡Átala a tu cintura y te sacaré!

Cuando notó que la cuerda estaba asegurada, se desplazó a lo largo de la roca hasta el extremo de la cueva, donde el agua estaba más tranquila y podía afianzarse mejor para tirar del hombre y sacarlo. Comenzó a jalar y, por la cantidad de cuerda que fue recuperando, pronto supo que el hombre estaba cerca de la cima. Hizo una breve pausa, aseguró los pies y respiró hondo: un esfuerzo más y concluiría el rescate… Entonces, un relámpago iluminó la escena y dejó cara a cara al rescatador y al rescatado.

Eric Sanson y Abel Behenna se miraron a los ojos, y solo ellos y Dios sabían de su encuentro.

En ese instante, una oleada de cólera invadió el corazón de Eric. Todas sus esperanzas se desmoronaban y, con el odio de Caín, clavó su mirada en los ojos de Abel. En la expresión de este último, vio la alegría de ser salvado precisamente por su amigo, lo que solo alimentó aún más su odio. Mientras esta pasión lo dominaba, dio un paso atrás y la cuerda se deslizó entre sus manos. Al arrebato de odio le siguió un impulso de humanidad, pero ya era demasiado tarde.

Antes de que pudiera reaccionar, Abel, enredado en la cuerda que debía salvarlo, cayó de nuevo al abismo del mar con un grito desgarrador.

Entonces, sintiendo sobre sí toda la locura y la condena de Caín, Eric corrió de vuelta sobre las rocas sin pensar en el peligro, con un solo deseo: estar entre otras personas cuyas voces silenciaran el grito que seguía oyendo. Al llegar de nuevo a Flagstaff Rock, los hombres lo rodearon y, entre el estruendo de la tormenta, escuchó al capitán del puerto decir:

—Temimos por ti cuando oímos ese grito. ¡Qué pálido estás! ¿Dónde está la cuerda? ¿Alguien llegó a la cueva?

—¡Nadie! —gritó él en respuesta, pues sabía que jamás podría explicar que había dejado caer a su viejo camarada justo en el mismo sitio y bajo las mismas circunstancias en las que ese camarada le había salvado la vida. Esperaba que una sola y audaz mentira zanjara el asunto para siempre. No había testigos; y, si debía cargar con aquel rostro pálido en su memoria y con aquel grito en su alma para siempre, al menos nadie lo sabría.

—¡Nadie! —repitió aún más fuerte—, resbalé en la roca y la cuerda cayó al mar.

Dicho esto, se marchó bajando a toda prisa por el sendero escarpado y se encerró en su cabaña.

Pasó el resto de la noche acostado en la cama, vestido y sin moverse, mirando hacia el techo, como si viera en la oscuridad un rostro pálido, empapado e iluminado por los relámpagos, cuya expresión de alegría al reconocerlo se tornaba en desesperación macabra; todo ello mientras oía un grito que no dejaba de resonar en lo más profundo de su alma.

Por la mañana, la tormenta había amainado y todo volvía a estar en calma, salvo el mar, que seguía embravecido. La corriente arrastró hasta el puerto grandes fragmentos del naufragio y muchos otros flotaban alrededor del islote rocoso. También llegaron al puerto dos cadáveres: el del capitán del cheche siniestrado y el de un marinero desconocido.

Sarah no vio a Eric hasta el final de la tarde, cuando le hizo una corta visita. No entró en la casa, sino que se limitó a asomar la cabeza por la ventana abierta.

—Bueno, Sarah —dijo en voz alta, aunque a ella le pareció que forzaba el tono—, ¿está listo el vestido de novia? ¡El domingo que viene no te olvides! ¡El domingo que viene!

Sarah se sintió aliviada con esa reconciliación tan fácil, pero, como toda mujer, en cuanto vio que la tormenta había pasado y que sus temores eran infundados, volvió a sacar a relucir la causa de la disputa:

—Así sea el domingo —respondió sin levantar la vista—, si es que Abel no aparece el sábado.

Entonces lo miró con descaro, aunque su corazón temía otra explosión de su impetuoso prometido. Pero la ventana ya estaba vacía: Eric se había marchado y ella, con un gesto de disgusto, volvió a su labor. No volvió a ver a Eric hasta el domingo por la tarde, después de que se leyeran por tercera vez las amonestaciones. Se acercó a ella delante de todo el pueblo con aires de dueño, lo que la complació y fastidió a la vez.

—¡Todavía no, señor! —le dijo, apartándolo juguetonamente mientras las otras chicas se reían por lo bajo—, ¡espere hasta el domingo que viene, si le parece! —añadió, mirándolo con picardía—, ¡el día después del sábado!

Las chicas volvieron a reír y los chicos soltaron carcajadas. Creyeron que el desaire lo había dejado pálido como un muerto. Sarah, que sabía más que ellos, también se rio, pues vio un destello de triunfo a través de la expresión de dolor que cubrió su rostro.

La semana pasó sin incidentes; sin embargo, a medida que se acercaba el sábado, Sarah experimentaba momentos de ansiedad y Eric vagaba de noche como un poseso. Siempre se dominaba cuando había alguien delante, pero de vez en cuando se perdía entre las rocas y las cuevas para desahogarse a gritos. Aquello parecía aliviarlo y después podía dominarse por un tiempo.

Pasó todo el sábado en casa y no salió en ningún momento. Como al día siguiente se casaba, los vecinos pensaron que era timidez y no se preocuparon por él. Solo una vez fue interrumpido: el patrón de los barqueros fue a verle, se sentó y, tras una pausa, le dijo:

—Eric, estuve ayer en Bristol. Fui a la cordelería a comprar un rollo de cuerda para reemplazar la que perdiste la noche de la tormenta y me encontré con Michael Heavens, un comerciante de allí. Me contó que Abel Behenna había regresado hacía dos semanas en el Star of the Sea desde Cantón y que había ingresado una buena suma en el banco de Bristol a nombre de Sarah Behenna. Él mismo se lo contó a Michael. También me dijo que había tomado pasaje en el Lovely Alice con destino a Pencastle.

El barquero se detuvo, pues Eric había emitido un gemido y se había desplomado con la cabeza entre las manos.

—¡Ánimo, hombre! —continuó el otro—. Era tu viejo camarada, lo sé, pero no pudiste ayudarlo. Tuvo que hundirse con los demás aquella noche espantosa. Pensé que era mejor que te lo dijera yo y que fueras tú mismo quien se lo contara a Sarah Trefusis, para evitarle un susto. Eran buenos amigos y las mujeres se afectan con estas cosas. No sería apropiado que recibiera una noticia así el día de su boda.

Entonces se levantó y se fue, dejando a Eric solo, hundido en su silla con la cabeza entre las rodillas.

—Pobre diablo —murmuró el barquero para sus adentros—. Se lo toma a pecho. Bueno, es comprensible… Fueron verdaderos camaradas y Abel le salvó la vida.

Esa misma tarde, cuando los niños salieron de la escuela, se dispersaron por el muelle y los senderos de los acantilados. Pronto, algunos corrieron al puerto, agitados, donde unos hombres descargaban carbón y otros muchos supervisaban.

Uno de los niños gritó:

—¡Hay una marsopa en la bocana del puerto! ¡La hemos visto salir del respiradero! ¡Tenía una cola muy larga y estaba muy profunda en el agua!

—¡No era una marsopa! —dijo otro—, ¡era una foca! Pero sí que tenía una cola larguísima. ¡Salió de la cueva de las focas!

Los otros niños dieron sus versiones, pero todos coincidían en dos cosas: fuera lo que fuera, había salido por el respiradero submarino y tenía una cola tan larga que no se le veía el final. Los hombres se burlaron sin piedad, pero al ver que efectivamente habían visto algo, mucha gente —jóvenes y mayores, hombres y mujeres— se dirigió a los senderos elevados que había a ambos lados del puerto para intentar ver a esa criatura marina de cola interminable.

La marea estaba subiendo. Había una brisa leve y la superficie del agua estaba rizada, por lo que solo por momentos se podía ver algo en el fondo. Tras un rato, una mujer gritó que había visto algo moviéndose por el canal, justo debajo de donde se encontraba. Todos corrieron hasta allí, pero cuando llegaron el viento había arreciado y ya no se distinguía nada bajo el agua. Cuando le preguntaron qué había visto, su relato fue tan incoherente que lo atribuyeron todo a la imaginación. De no haber sido por el testimonio de los niños, nadie le habría creído. Su semi histérica afirmación de que «parecía un cerdo con las tripas afuera» solo impresionó a un viejo guardacostas, que negó con la cabeza pero no dijo nada. Durante el resto del día se le vio siempre en la orilla, observando el agua con expresión consternada.

Eric se levantó temprano al día siguiente —no había dormido en toda la noche— y sintió un alivio al moverse bajo la luz del sol. Se afeitó con mano firme y se puso el traje de bodas. Tenía un aspecto demacrado y parecía haber envejecido varios años en los últimos días. Aun así, en sus ojos había un brillo inquieto y feroz de triunfo, y murmuraba una y otra vez:

—¡Hoy es mi boda! Abel ya no puede reclamarla… ¡Vivo o muerto! ¡Vivo o muerto! ¡Vivo o muerto!

Se sentó en su sillón y esperó con inquietante tranquilidad a que llegara la hora de ir a la iglesia. Cuando comenzaron a sonar las campanas, salió de casa y cerró la puerta tras de sí. Miró el río: la marea acababa de cambiar.

En la iglesia, se sentó junto a Sarah y su madre y no soltó la mano de Sarah en ningún momento, como temiendo perderla. Una vez concluido el oficio, se pusieron en pie al mismo tiempo y se casaron en presencia de toda la congregación, pues nadie abandonó la iglesia. Ambos pronunciaron sus votos con claridad; los de Eric incluso con un aire desafiante.

Al terminar la ceremonia, Sarah tomó el brazo de su esposo y se alejaron juntos. Los niños querían seguirlos, pero los adultos se lo impidieron y les conminaron a mantener el orden.

El camino de la iglesia pasaba por la parte trasera de la casa de Eric, donde se abría un estrecho pasillo entre su vivienda y la del vecino. Cuando la pareja cruzaba por allí, quienes los seguían a cierta distancia oyeron un grito largo y agudo de la novia. Corrieron por el pasaje y la encontraron en la orilla del río, con los ojos desorbitados, señalando un punto en el lecho justo frente a la casa de Eric Sanson.

La marea, al bajar, había dejado allí el cuerpo de Abel Behenna, sobre el lecho de rocas. La cuerda que aún pendía de su cintura se había enredado en el poste de amarre y lo había mantenido en ese lugar mientras el mar se retiraba. El codo derecho había caído en una grieta de la roca, dejando la mano extendida hacia Sarah, con la palma hacia arriba y los dedos pálidos y goteantes, como si esperara estrechar la mano de la muchacha.

Sarah Sanson nunca supo con certeza lo que sucedió después. Cada vez que intentaba recordarlo, un zumbido llenaba sus oídos, una neblina cubría sus ojos, y todo se desvanecía. Lo único que nunca olvidó fue el sonido de la respiración entrecortada de Eric, con el rostro más blanco que el del propio muerto, mientras murmuraba entre dientes:

—¡La ayuda del diablo… la fe del diablo… el precio del diablo!

FIN

Bram Stoker - El regreso de Abel Behenna
  • Autor: Bram Stoker
  • Título: El regreso de Abel Behenna
  • Título Original: The Coming of Abel Behenna
  • Publicado en: Lloyd’s Weekly Newspaper, 26 de marzo y 2 de abril de 1893
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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