«El nuevo Papá Noel» (The New Father Christmas) es un cuento de Brian Aldiss publicado en The Magazine of Fantasy and Science Fiction en enero de 1958. Ambientado en el año 2388, narra la vida de Roberta y Robin, una anciana pareja que habita en los pisos superiores de una gigantesca fábrica. Cuando Roberta descubre que es Navidad, decide compartir la noticia con tres vagabundos que se esconden en el sótano de la fábrica, la cual sigue operando incansablemente. Sin embargo, al invitarlos a subir a su vivienda, desata una cadena de eventos que cambiarán para siempre el destino de los habitantes de este opresivo mundo mecanizado.
El nuevo Papá Noel
Brian Aldiss
(Cuento completo)
Roberta, la menuda anciana, bajó el reloj del estante y lo puso sobre la hornalla; luego tomó la tetera e intentó darle cuerda. El reloj había llegado casi al punto de ebullición antes de que ella se diera cuenta. Chillando en voz baja, para no despertar al viejo Robin, tomó el reloj con un repasador y lo dejó caer sobre la mesa. Marchaba furiosamente. Lo contempló.
Aunque Roberta daba cuerda al reloj todas las mañanas al levantarse, llevaba meses sin echarle una mirada. Esa mañana, al contemplarlo, vio que eran las 7:30 del día de Navidad, 2388.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Navidad, ya! ¡Si parece que apenas han pasado las Pascuas!
Ni siquiera tenía idea de que fuera el año de 2388. Tanto ella como Robin llevaban mucho tiempo en la fábrica. Se sintió contenta de que fuera Navidad, porque le gustaban las sorpresas… pero también sintió algo de miedo. Porque aquello la llevaba a recordar al Nuevo Papá Noel, y habría preferido no pensar en eso. El Nuevo Papá Noel, según se decía, hacía sus rondas en la mañana de Navidad.
—Debo contárselo a Robin —dijo.
Pero el pobre Robin había estado demasiado susceptible en los últimos tiempos; era de suponer que se pondría de malhumor al encontrarse de pronto con la Navidad encima. De cualquier modo, como Roberta era incapaz de reservarse nada, tendría que bajar a contárselo a los vagabundos.
Tras poner la tetera al fuego, salió de la vivienda para entrar a la fábrica, como un ratón que emergiera de su nido oloroso a pastel de fruta. Roberta y Robin vivían en lo alto de la fábrica, y los vagabundos habían fijado su domicilio ilegal en la parte más baja. Roberta fue bajando en puntas de pies por muchas, muchas escaleras de metal.
La fábrica estaba poblada por ese tipo de sonidos que Robin llamaba «el ruido silencioso». Era constante, día y noche, y hacía tiempo que los dos humanos habían dejado de escucharlo. Cuando los dos fueran ya incapaces de oír nada, el ruido proseguiría. Esa mañana, las máquinas estaban más atareadas que nunca, y no tenían el menor aspecto navideño. Roberta reparó especialmente en dos máquinas por las que sentía un odio especial: una se movía como un telar, empacando un alambre increíblemente fino en cajas increíblemente pequeñas; la otra se revolcaba como si luchara contra algún enemigo invisible, aparentemente sin producir nada.
La anciana pasó con cautela junto a ellas y bajó al sótano. Al llegar frente a una puerta gris, llamó con los nudillos. De inmediato pudo oír que los vagabundos se echaban contra la puerta, del lado interior, gritándose ásperamente.
Roberta, incapaz de alzar la voz, esperó que hicieran silencio, y entonces dijo, tan claramente como pudo:
—Soy yo, muchachos.
Tras una pausa muda, la puerta se abrió unos milímetros. Enseguida se abrió por completo. Tres siluetas ojerosas se presentaron ante ella, con expresiones de angustia: Jerry, el ex-escritor, y Tony y Dusty, quienes nunca habían sido ni serían más que vagabundos. Jerry, el más joven, tenía cuarenta años; le quedaba, por lo tanto, media vida para dormitar por ahí. Tony tenía cincuenta y cinco, y Dusty sufría de erupciones.
—¡Creímos que era la Barredora Infernal! —exclamó Tony.
Cada mañana, la Barredora Infernal barría toda la fábrica. Cada mañana, los vagabundos se veían obligados a parapetarse en la habitación, para que la barredora no los arrojara con todas sus pertenencias por los vertederos de basura.
—Entre, por favor —dijo Jerry—. Perdone el desorden.
Roberta entró; fatigada por su larga caminata, se sentó en un cajón de embalaje. El cuarto de los vagabundos la ponía nerviosa; sospechaba que a veces llevaban mujeres allí; además, había calzoncillos colgados en un rincón.
—Tengo algo que deciros, a los tres —empezó.
Todos esperaron, corteses aunque intrigados. Jerry se limpiaba las uñas con una chincheta.
—Acabo de olvidar qué era —confesó la anciana.
Los vagabundos suspiraron ruidosamente, con alivio. Tenían miedo de todo lo que amenazara perturbar su tranquilidad. Tony se sintió comunicativo.
—Hoy es Navidad —dijo, echando a su alrededor una mirada furtiva.
—¿De veras? —exclamó Roberta—. ¡Pero si recién han pasado las Pascuas!
—Permítanos —dijo Jerry— desearle una Navidad segura y un Año Nuevo libre de persecuciones.
Esa muestra de cortesía hizo rebrotar los temores latentes de Roberta.
—Vosotros… no creéis en el Nuevo Papá Noel, ¿verdad? —les preguntó.
Ninguno respondió, pero la cara de Dusty tomó el color de la cáscara de limón; ella comprendió que sí, que creían en él. También ella.
—Será mejor que vengáis al departamento para celebrar este día feliz —dijo—. Después de todo, la unión hace la fuerza.
—Yo no puedo pasar por la fábrica —dijo Dusty—; las máquinas me hacen brotar la erupción. Es una especie de alergia.
—De cualquier modo, iremos —decidió Jerry—. Nunca se debe desperdiciar una invitación.
Los cuatro treparon las escaleras como pesados ratones, y atravesaron la fábrica en constante expansión. Las máquinas fungieron ignorarlos.
En el departamento los esperaba un verdadero pandemónium. La tetera estaba hirviendo, y Robin gritaba pidiendo auxilio. Aunque oficialmente estaba condenado a guardar cama, podía levantarse en momentos críticos; ahora estaba de pie junto a la puerta del cuarto, y Roberta tuvo que ir a quitar la tetera del fuego antes de ir a tranquilizarlo.
—¿Y por qué has traído aquí a esa gente? —inquirió, en un violento susurro.
—Porque son nuestros amigos, Robin —contestó Roberta, tratando de llevarlo de nuevo a la cama.
—¡Ésos no son amigos míos! —protestó él.
Se le ocurrió algo terrible para decirle; temblando, luchó con la idea, y finalmente no dijo nada. El esfuerzo lo dejó débil e irritable. Era horrendo estar bajo el dominio de su mujer. Su obligación, como cuidador de la gran fábrica, era cuidar de que no entrara ninguna persona indeseable; pero, tal como estaban las cosas, no podía expulsar a los vagabundos, puesto que su mujer los defendía. La vida era, sin lugar a dudas, algo exasperante.
—Vinimos a desearle una segura Navidad, señor Proctor —dijo Jerry, deslizándose en el dormitorio con sus dos compañeros.
—¡Navidad, y yo con erupciones!
—No es Navidad —gimoteó Robin, mientras Roberta le metía los pies bajo las frazadas—. Lo decís sólo para molestarme.
¡Si pudieran al menos intuir la cólera que rodaba por sus venas como una enfermedad! En ese momento, el conducto de distribución del correo tintineó, y un sobre entró en la habitación, como lanzado por una catapulta. Robin lo tomó de manos de Roberta y lo abrió, tembloroso. Dentro había una tarjeta de Navidad, firmada por el Ministro de Fábricas Automáticas.
—Esto prueba que hay otra gente viva en el Mundo —dijo Robin.
Aquellos tres tontos no eran lo bastante importantes como para recibir tarjetas de Navidad. Su esposa echó una mirada miope sobre la firma del ministro.
—Esto es un sello de goma, Robin —dijo—. No prueba nada.
Eso terminó de ponerlo furioso. ¡Que lo contradijera delante de esa canalla! Además, desde la Navidad pasada las mejillas de Roberta se habían arrugado más, cosa que lo molestaba profundamente. Cuando estaba a punto de desollarla, sus ojos se posaron casualmente en la dirección escrita en el sobre; decía: «Robin Proctor, F. A. X10».
—¡Pero si esta fábrica no es X10! —protestó a viva voz—. Es la SC541.
—A lo mejor hace treinta y cinco años que estamos en una fábrica que no nos corresponde —dijo Roberta—. ¿Qué importancia tiene?
La pregunta era tan absurda que el anciano apartó las cobijas hasta los pies de la cama.
—¡Bueno, ve a averiguar, vieja estúpida! —chilló—. El número de la fábrica está grabado en la salida. Ve a ver qué dice. Si no dice SC541, debemos salir de aquí enseguida. ¡Rápido!
—La acompaño —dijo Jerry a la anciana.
—¡Todos vosotros iréis con ella! —dijo Robin—. No quiero que os quedéis aquí conmigo. ¡Me asesinaríais en esta misma cama!
Sin gran sorpresa (aunque Tony lanzó, al pasar, una mirada triste a la tetera vacía) se encontraron en los preñados estratos de la fábrica, y bajaron hacia la salida. Allí había cintas transportadoras que llevaban los productos terminados hacia los vehículos que esperaban.
—Esto no me gusta mucho —dijo Roberta, intranquila—. Con sólo echar una mirada fuera siento que mi agorafobia se agrava.
De cualquier modo, hizo lo que Robin le había indicado. Sobre la puerta de salida, un cartel rezaba: X10.
—Robin no me creerá cuando se lo diga —se quejó.
—Yo creo que la fábrica cambió de nombre —observó Jerry, tranquilo—. Quizá cambió también de ramo. Después de todo, no hay nadie que verifique; puede hacer lo que quiera. ¿Siempre ha fabricado estos huevos?
En silencio, contemplaron la interminable línea móvil de huevos de acero. Eran pulidos, grandes como huevos de avestruz; salían al exterior, donde varios robots los apilaban dentro de los camiones encargados del transporte.
—Nunca supe de una fábrica que pusiera huevos —rió Dusty, rascándose el hombro—. Será mejor que volvamos antes de que la Barredora Infernal nos atrape.
Subieron lentamente los innumerables escalones.
—Yo creía que aquí se fabricaban televisores —dijo Roberta, en algún momento.
—Si ya no hay hombres —observó Jerry, sombrío—, no hacen falta televisores.
—No recuerdo bien si…
Cuando se lo dijeron a Robin, se descompuso de furia; llegó a caerse de la cama, y amenazó con bajar a ver con sus propios ojos el nombre de la fábrica. Sólo se contuvo porque tenía la secreta teoría de que la fábrica entera no era sino una de las tantas alucinaciones de Roberta.
—Y en lo que respecta a los huevos… —barbotó.
Jerry metió la mano en uno de sus rotosos bolsillos y sacó uno de los huevos, depositándolo en el piso. En el silencio siguiente, todos pudieron oír que el huevo hacía tic-tac…
—Hiciste mal, Jerry —dijo Dusty en tono áspero—. Eso equivale a… interferir —todos miraron a Jerry, más asustados aún porque ignoraban la causa del miedo que sentían.
—Lo traje porque pensé que la fábrica debía hacernos un regalo de Navidad —explicó Jerry, soñador, agachándose para mirar el huevo—. Saben… Hace mucho tiempo, antes de que las máquinas declararan prescindibles a los escritores como yo, conocí a un robot-escritor. Lo habían dejado para chatarra, pero me contó un par de cosas. Me dijo que las máquinas, al asumir las obligaciones del hombre, también habían adoptado sus mitos. Por supuesto, adaptaron esos mitos a sus propias creencias. Pero creo que les gustaría la idea de entregar regalos de Navidad.
Dusty hizo rodar a Jerry de un puntapié.
—¡Toma, por tu idea! —le dijo—. ¿Estás loco, muchacho? Las máquinas vendrán aquí a buscar ese huevo. No sé qué podemos hacer.
—Pondré el té para preparar la tetera —dijo Roberta, con mucho tino.
Ese comentario estúpido colmó la paciencia de Robin.
—¡Devolved el huevo, todos vosotros! —chilló—. Eso es robar, y nada más que robar, y yo no quiero que se me complique en semejante cosa. ¡Y después, vosotros, vagabundos, salid de la fábrica!
Jerry, que se había acomodado a gusto en el suelo, dijo, sin levantar la vista:
—No quisiera asustarlo, señor Proctor, pero el Nuevo Papá Noel vendrá por usted, si no tiene cuidado. Aquel viejo mito navideño fue uno de los que las máquinas adoptaron y modificaron. El Nuevo Papá Noel es todo metal y vidrio; en vez de dejar juguetes nuevos, se lleva a las máquinas y a la gente que ya está vieja.
Roberta, que escuchaba junto a la puerta, quedó tan blanca como una sábana.
—Tal vez es por eso que el Mundo se ha despoblado tanto últimamente —dijo—. Será mejor que vaya a preparar un poco de té.
Robin se las compuso para salir de la cama, aguijoneado por su tremenda irritación. Mientras avanzaba tambaleante hacia Jerry, el huevo se cascó.
Se partió limpiamente en dos mitades, dejando al descubierto una pequeña maquinaria. Cuatro diminutos maniquíes saltaron fuera y entraron en acción. En un segundo, mediante pequeñísimos soldadores, habían convertido la cáscara en una doble cúpula; del interior surgía un ruido de martillos.
—¡Van a construir otra fábrica aquí mismo, esos desfachatados! —exclamó Roberta.
Intentó aplastar las cúpulas con la tetera, pero ni siquiera logró mellarlas. De inmediato, un leve tintineo invadió la habitación.
—¡Cielos! —exclamó Jerry—. ¡Están telegrafiando para pedir ayuda! ¡Debemos salir enseguida de aquí!
Salieron con Robin, que temblaba de cólera.
Y el Nuevo Papá Noel los atrapó a todos en la escalera.
FIN