Cada vez que miro a mi hermana pienso en mamá. Y sé que hubiera preferido que mi madre fuera ella, mi hermana, y no la otra, tal vez mi madre hubiera podido ser mi hermana y yo no notaría tanto la diferencia. Cada vez que la miro, cada tanto. Pongo un disco, miro por la ventana, el cuarto está vacío, solamente las fotografías que he dispuesto sobre la pared, claroscuros femeninos, delicadas poses que invitan a soñar y a meditar, una mujer fina y esbelta suavemente desperezándose, como una felina, no se le ve la cara, solamente las líneas estilizadas del cuerpo, es una gran fotografía, no sé cuántos premios recibió y yo compré el Anuario Fotográfico y allí estaba, junto a otras hermosas fotografías de mujeres, todas no cabrían en el cuarto, cuando las veo pienso en cosas dulces y sensuales, tomar fotografías, escribir poemas, amar a la hermana, cada una de las cosas por separado y después todas las cosas juntas. Quiero fotografiar a Alina desnuda. Se lo he pedido, se lo estoy pidiendo todos los días. Cuando sale del baño y deja un rastro de agua que me gusta seguir, como un perro y me voy comiendo las gotitas, me inclino sobre el suelo y las lamo, Alina se ríe, me revuelve la cabeza, me llama monstruo, su monstruo (¿su monstruo?, acaso, acaso, no, lo sé bien), lamo una a una las gotas, ya que no la piel, le insisto sobre el asunto de la fotografía.
Estábamos en la playa. Yo le miraba la cara. La cara, nada más que la cara. Desgloso los placeres. Esa tarde —el cielo lila, el agua, borrascosa, se retiraba en tormentosa placidez, solos los tres dando vueltas por la orilla, yendo y viniendo, arrojando maderos al agua, piedras, arena, y un ulular siniestro de pájaros sobre nuestras cabezas, agoreros de lluvias y de trampas— yo había decidido empezar por la cara. Después me dedicaría a las larguísimas piernas. Ella tenía una pequeña piedra en la mano, yo me había colocado al costado, de manera de apreciar especialmente el perfil, se reía, Mario daba vueltas alrededor de ella como un borracho, como un cachorro, ella lo toleraba, yo lo toleraba aunque me molestara un poco, giraba, el viento le revolvía los cabellos, qué danza prefería, arrojó la piedra lejos, tuvo un dolor de objeto destrozado, fui la piedra fugaz tragada por el agua, por qué me desprendiste, por qué de la mano por el aire al mar, no sabes el dolor que me has causado, tomó otra piedra, pero esta vez la retuvo entre las manos.
—Muchas gracias —le dije—, no hubiera podido resistir el lanzamiento otra vez. —En el calor de su mano la piedra no raspaba.
Ella la miró, dándose cuenta, la acarició. —Fue sin querer —me dijo—, no quise lastimarte—. En ese instante le tomé otra fotografía. Primer plano sus piernas larguísimas caminando; el busto leve, el cuello fino, la cabeza moviéndose al viento y del conjunto, una lascivia cadenciosa, un sigilo de pantera, perezosa lujuria, al fondo el mar retirándose, azul, espantado, las nubes bajas, los pájaros negros dando vueltas.
Entre tanto Mario arrimaba y desarrimaba maderos a la orilla. Esa cara lánguida de Alina que vuelve loco al estudiante. Contra la locura de su pelo, el ejercicio de maderos. Contra la sugestión de sus piernas moviéndose, de sus brazos al elevarse, nadar hasta el final. Y Mario arrima otro leño y con la ingenuidad de un deportista me dice: —¿No es preciosa?— y yo lo desprecio, Mario, cara de estudiante lento, cara de buen tenista, Alina se te ha metido en el pensamiento como un animal extraño, una ecuación difícil de resolver, perderás tu examen, pobre Mario, desfigurado por la pena llegarás al tribunal babeando los pobres conocimientos que has adquirido en tardes de playa como ésta y que te son ajenos, te acercarás temblando, en vano intento de dominar el oficio, el lenguaje adecuado, la academia no te ha servido para nada, los maderos se hundirán contigo, uno, dos, tres, ¿cuántos maderos has arrastrado esta tarde sin que ella se haya dignado siquiera mirarte?, sábelo bien, ella está moviéndose sobre la arena solamente pendiente de ella misma, yo le tomo fotografías, es mi hermana, algo oscuro los dos sabemos por haber comparecido en el mismo antro, algo que te está vedado, algo que jamás conocerás ni tendrás un lugar en él, Mario el deportista, Mario muscular, ella no se ha fijado en tus tendones, preocupada como está consigo misma.
Y yo no te ayudaré en la prueba, cuando ella te examine y se ría sin piedad de tu torso, de tus brazos, de tu buena forma de nadar y el combate te dejará apabullado, esa crueldad de los combates no la conoces, cuando te exprima y te venza apenas sin moverse, mirándote fijamente, ojos de cuarzo, mirándote y riéndose, Hércules, y te tumbarás a su lado, masticarás arena, derrotado, la seguirás por la playa en cuatro patas, ella quizá deje caer sobre tu cabeza unas gotas del traje de baño y tu habrás lamentado no tener la boca abierta para tomártelas. Beberás de su ropa el jugo extraño. Te meterás en su carpa cuando ella no esté a tocar sus pantalones, a oler su malla. Y te sorprenderá la noche merodeando sus vestidos como un viejo actor revisa los trapos que le quedan, despojos, algo que tener, a qué aferrarse. Mario el abandonado, el desasistido, el desamparado, el burlado.
—Alina, el perfil.
Obediente, se vuelve y mira hacia el espejo de la cámara que la sigue, como un animal dócil, oscuro.
—¿Estás cansada? —le pregunto con la mayor suavidad del mundo. Mario confunde el madero con las algas y protesta por la invasión de liquen en sus cañas de pescar.
He mirado sus huellas. Cuando pisa, la arena apenas se aplasta bajo sus pies, qué contactos, cede, blanda, en la pequeña cavidad he puesto la mano. He dejado la mano allí, como sobre su sexo.
—Levántate —me dice, de hermana a hermano. Jamás olvidaré esa sinuosidad de arena.
Din 21, 100 Asa, diafragma: 5,6; 60 de velocidad. Ella se ha fijado como una estampa, Din 21, estamos casados, cuando éramos pequeños jugábamos a estar casados, Asa 100, ya no es lo mismo, mamá se ha enojado junto a la verja, apertura 5,6, ¿cómo abrirá ella sus piernas?
—Alina, abre las piernas.
Por favor. Abre las piernas, 60 de velocidad, Din 21, Asa 100, diafragma 5,6, ¿qué haces cuando yo no estoy? Hércules también te mira. Él no sabe nada. No ha jugado contigo nunca de noche, cuando era niño, ni se ha escondido con ella entre los árboles, ni la ha ayudado a vestirse, tu ropa también, voy a fotografiar tu ropa, pero más que nada, quisiera fotografiarte desnuda.
—Espera un poco, estoy cansada —y Alina se tira vertiginosa al suelo a descansar. Yo merodeo la cámara como un gato, la descargo, la doy vueltas, termino sentado a su lado, tocándole la pierna. Una larga penosa caricia. Penosa porque es lenta, tímida, cobarde. Le estoy tocando el borde del pantalón, el costado cosido, la costura que termina en el pie.
Mario viene a sentarse con nosotros.
—Hay pegatina a las doce —nos dice.
Yo no quisiera ir: quisiera fotografiar a Alina desnuda. Alina pintando carteles. Alina en la pegatina, y las sirenas aullando. ¿Quién la protegerá?
—Yo voy contigo —le digo.
Ella se vuelve, juguetona, divertida, me acaricia la cabeza.
—Tendré suficiente protección. Tu turno será mañana.
Iré contigo. Sentado, mudo, en el camión. Descenderemos rápidamente, con los baldes y las brochas y los carteles que hay que pegar. Uno se quedará de guardia. Uno o dos. Pero yo estaré contigo, mientras tú, alegre y descuidada estampes en los edificios nuestros carteles. Abajo la tiranía, viva la libertad. Patria para todos o patria para nadie. Y las sirenas aullarán aproximándose. ¿Quién nos delatará esta vez? Pero yo estaré a tu lado. Y mamá esperándonos con la cena servida. «¿Ha sido bueno el concierto de guitarra?», nos preguntará y tú hablarás vagamente de Rodrigo y del padre Soler. Yo te miraré temblando, porque se acerca la noche y los cuartos están separados porque una vez crecimos. Una vez crecimos y nadie pudo impedirlo, yo, el mejor alumno del piloto, tú la más hermosa. Y mamá repitiendo que hemos demorado tanto. Tienes un pequeño corte en la mano. Te rasguñaste al correr hacia el camión y Mario usó su pañuelo y yo volqué sin querer el balde de pintura que quedaba. Y tú diciendo que no era nada. Yo había dejado la cámara debajo de unos diarios, para protegerla. A ti no puedo dejarte en casa, como si fuera tu marido, por eso debo acompañarte. Aunque Mario no entienda y se pregunte tantas veces en que estábamos pensando y cuando te sangró la mano me miraste con terror y yo te miré y te tomé la mano, te dije, «No tengas miedo, eso no es nada» y Mario me alcanzó su pañuelo y tú entonces me sonreíste, porque te estaba sosteniendo la mano y dijiste «Es cierto, no es nada» y casi, casi, me prometiste la fotografía. «Esa manía de las fotos —dice mamá—. Sí por lo menos, te sirviera para algo». Para algo sirve: cuando vamos a un casamiento, Alina, Mario y yo, y mientras nos divertimos como locos con las ropas y las poses de los viejos yo gasto uno o dos rollos que después la familia pagará bien. Ampliaciones 9 X 10 y algunas más grandes. Mario aprovecha para tomar whisky, si hay, Alina para pasearse por los balcones y los jardines de la casa. «Mira qué luna», me dice, o «Desde acá se ve el mar», exclama y yo, entre foto y foto, corro dulcemente a tocarla. Como la amaría en esas residencias que no son nuestras ni de los de nuestra clase y cómo la amo en nuestras casas pequeñas, sin jardines ni balcones.
—Vámonos —digo de pronto y la playa, la casa, el balcón, la calle, la plaza, el cine, el estanque, quedan vacíos, playa sin Alina, casa sin su luz, balcón lejano, calle espectral, plaza desierta, cine que cierra, estanque seco, todo sin ti.
Y el estudiante se vuelve con nosotros. Deja los maderos recoge las cañas, marcha más despacio por el peso de sus cosas; adelante nosotros dos, Alina está cansada, le duele un poco la mano, se apoya en mi hombro, Mario grita «Espérenme», ella me susurra «Dejémoslo solo», ¿o he sido yo quien lo ha susurrado?, puedo con ella, podría levantarla como una pluma puesto que he crecido tanto desde que dormíamos en el mismo cuarto, puedo tomarla de la cintura, alzarla y recogerla, y con ella en brazos echarme a correr, alejarnos, abandonar para siempre la playa, la plaza, mamá, el instituto, las pegatinas nocturnas, las disculpas, los recuerdos, entonces la tomo de una mano, la ayudo a correr, ella ríe encantada, Mario queda cada vez más lejos soportando las cañas; tomándola de la mano la hago correr rápidamente, del otro lado cuelga la máquina, ella goza, yo gozo, el estudiante apenas si se ve, sus gritos ya no se oyen, cuando hemos corrido tanto de pronto ella me detiene:
—¿Dónde hemos dejado a Mario? —me pregunta. Yo la empujo con el brazo, la vuelvo a hacer correr, vamos muy ligero, en la prisa ella insiste:
—Creo que lo oigo gritar —me dice.
—No Alina, son los pájaros, son los pájaros —le digo y estoy seguro que ahora sí la fotografiaré desnuda.
© Cristina Peri Rossi: De hermano a hermana. Publicado en La tarde del dinosaurio, 1976.