Sinopsis: «Todos los hijos de Drácula» (All Dracula’s Children) es un cuento de Dan Simmons, publicado en 1991 en la antología The Ultimate Dracula y galardonado con el premio Locus en 1992. Ambientado en la Rumania postrevolucionaria, la historia sigue a un grupo de expertos occidentales que viajan al país poco después de la caída de Ceaușescu, como parte de una misión humanitaria. Mientras recorren orfanatos, hospitales y ciudades devastadas, se enfrentan a una realidad brutal, marcada por el abandono, la miseria y el horror. Detrás de esta devastación, parece ocultarse una presencia antigua y siniestra que ha sobrevivido al paso del tiempo.

Todos los hijos de Drácula
Dan Simmons
(Cuento completo)
Volamos a Bucarest tan pronto como finalizaron los tiroteos, y aterrizamos en el aeropuerto de Otopeni poco después de la medianoche del 29 de diciembre de 1989. En nuestra condición semioficial de «Contingente Internacional de Asesoramiento», los seis —todos hombres— pasamos con rapidez por el caótico registro en que se había convertido la Aduana desde la revolución, y luego nos acurrucamos en el interior de un autobús de la ONT para cubrir los quince kilómetros que nos separaban de la ciudad. El padre Paul, el clérigo mascota de nuestro contingente, señaló dos orificios de bala en la ventanilla trasera del autobús, pero el doctor Aimslea lo superó limitándose sencillamente a señalar por la ventanilla el exterior, cuando entramos en la carretera iluminada al salir de la terminal del aeropuerto.
A lo largo del arcén se alineaban los tanques de fabricación soviética, en el lugar en el que normalmente esperaban los taxis; y sus morros alargados apuntaban hacia la entrada del aeropuerto. Una serie de parapetos formados por sacos de arena flanqueaban las pistas y las instalaciones del aeropuerto, y las luces de vapor de sodio teñían de amarillo los cascos y los rifles de los soldados que montaban la guardia, dejando en una sombra espesa sus rostros. Otros hombres, algunos con uniformes del ejército regular y otros con los variopintos trajes de la milicia revolucionaria, estaban tendidos, durmiendo, al lado de los tanques. Por unos instantes, la ilusión de un arcén poblado por cadáveres rumanos resultó casi perfecta y retuve el aliento, para soltar el aire despacio, al ver que uno de los cuerpos se desperezaba, y otro encendía un cigarrillo.
—Han rechazado varios contraataques de las tropas oficialistas y de la Securitate, la semana pasada —susurró Don Westler, nuestro contacto político de la Embajada. El tono daba a entender que se trataba de un tema espinoso, como el sexo.
Radu Fortuna, el hombrecillo que se nos había presentado en la terminal como nuestro guía y enlace con el gobierno de transición, se volvió en su asiento y sonrió ampliamente, como si el sexo y la política no le resultaran temas espinosos.
—Matan muchos Securitate —dijo en voz alta, y su sonrisa se ensanchó aún más—. Tres veces los hombres de Ceaușescu intentaron tomar el aeropuerto… Tres veces fueron exterminados.
Don Westler hizo un gesto afirmativo y sonrió, obviamente incómodo por la conversación, pero el doctor Aimslea se inclinó hacia él, en el pasillo. La luz del último de los fanales de vapor de sodio iluminó su cabeza calva unos segundos antes de que penetráramos en la oscuridad de la autopista desierta.
—Entonces ¿el régimen de Ceaușescu se ha acabado realmente? —preguntó a Fortuna.
A duras penas pude apreciar la amplia sonrisa del rumano en aquella súbita oscuridad.
—Ceaușescu acabado, sí —dijo—. Los cogieron a él y a la vaca bruja de su mujer en Tirgoviste, sabe… Hicieron, cómo lo llaman ustedes…, un juicio.
Radu Fortuna rio de nuevo, con un ruido que de alguna manera parecía a un tiempo infantil y cruel. Me di cuenta de que me estremecía en la oscuridad; el autobús no disponía de calefacción.
—Hicieron un juicio continuó Fortuna, —y el fiscal preguntó: «¿Están los dos locos?». Ya ven, si Ceaușescu y señora Ceaușescu locos, entonces tal vez el ejército les envía a hospital mental cientos de años, como hacen nuestros amigos rusos. ¿Saben? Pero Ceaușescu dice: «¿Locos…? ¡Cómo se atreve! ¡Es una provocación obscena!». Y su mujer añade: «¿Cómo podéis decirle esto a la madre de vuestra nación?». Entonces el fiscal sentencia: «Muy bien, ninguno de los dos está loco. Con su propia boca lo han dicho». Y los soldados echan suertes, porque todos quieren ser ellos quienes lo hagan. Luego los afortunados llevan a los Ceaușescu al patio y les disparan a la cabeza muchas veces.
Fortuna rio por lo bajo con satisfacción, como si se tratara de su anécdota favorita.
—Sí, el régimen ha caído —dijo al doctor Aimslea—. Pueden quedar unos miles de Securitate que aún no lo saben y siguen disparando a la gente, pero eso acabará pronto. El problema principal es qué hacer con la persona que de cada tres espiaba para el anterior gobierno, ¿eh?
Fortuna rio de nuevo por lo bajo, y en el reflejo repentino de las luces de un camión del ejército que se cruzó con nosotros pude ver su silueta que se encogía de hombros. En la parte interior de las ventanillas se acumulaba ahora un vaho que empezaba a convertirse en hielo. Sentía los dedos rígidos por el frío, y apenas podía notar mis pies en los absurdos mocasines de piel que me había calzado aquella mañana. Froté ligeramente el hielo de mi ventanilla cuando entramos en la ciudad.
—Sé que todos ustedes son personas muy importantes de Occidente —dijo Radu Fortuna, y su aliento creó una pequeña neblina que ascendió hacia el techo del autobús como un alma que expirara—. Pero me temo que he olvidado los nombres.
Don Westler se encargó de las presentaciones.
—El doctor Aimslea pertenece a la Organización Mundial de la Salud… Este es el padre Gerard Paul, que representa a la Archidiócesis del área metropolitana de Boston y a la Fundación para la Protección de la Infancia…
—Ah, es bueno tener entre nosotros a un sacerdote —dijo Fortuna, y advertí en su voz algo que podía tomarse por ironía.
—El doctor Leonard Paxley, profesor emérito de Economía en la Universidad de Princeton —continuó Westler—. Laureado con el Premio Nobel en mil novecientos setenta y ocho.
Fortuna dedicó una reverencia al anciano profesor. Paxley no había despegado los labios en todo el vuelo desde Frankfurt, y ahora parecía perdido en su abrigo demasiado grande y entre los pliegues de su bufanda: un viejo en busca de un banco de parque.
—Bienvenido a nuestro país —dijo Fortuna—, aunque aquí no hay por el momento economía de ninguna clase…
—Maldita sea, ¿siempre hace tanto frío aquí? —Surgió una voz de entre las profundidades de los pliegues de la bufanda de lana, y el profesor emérito ganador del Nobel pataleó con sus piececitos—. Hace tanto frío como para congelarle las pelotas a un bulldog de bronce.
—El señor Carl Berry, en representación de la American Telegraph and Telephone —prosiguió rápidamente Westler.
El hombre de negocios mofletudo que estaba sentado a mi lado aspiró su pipa, se la sacó de la boca, la agitó en un breve gesto de salutación dedicado a Fortuna, y volvió a chupar el artefacto como si se tratara de una fuente indispensable de calor. Pude ver por un momento la imagen fantasmal de las siete personas que viajábamos en el autobús en el resplandor rojizo de las brasas de la pipa de Berry.
—Y el señor Harold Winston Palmer —concluyó Westler, con un gesto en mi dirección—. Vicepresidente responsable de los mercados europeos para la…
—Sssi —le interrumpió Radu Fortuna, y su voz adquirió aproximadamente la misma entonación hambrienta que uno imaginaría en una serpiente pitón segundos antes de devorar a su presa—. Conozco la corporación que representa monsieur Palmer…
Por supuesto que la conocía. Somos una de las mayores empresas del mundo, y si usted es americano, posee… o ha poseído… alguno de nuestros productos. Si es usted rumano, sueña con poseer uno.
—Tengo entendido que ha visitado usted anteriormente Rumania, ¿no es así, señor Palmer?
Pude ver el brillo de los ojos de Fortuna, porque habíamos llegado a la parte iluminada de la ciudad. Soy lo bastante viejo para haber formado parte de las tropas de ocupación de Alemania al terminar la segunda guerra mundial, y la escena que podía ver detrás de las espaldas de Fortuna se parecía a aquello. Había más tanques en la plaza del Palacio, negras moles que uno habría creído montones vacíos de fría chatarra de no haber apuntado una de las torretas en nuestra dirección cuando el autobús pasó por sus cercanías. Había restos de automóviles incendiados, y al menos un transporte oruga del ejército convertido ahora en un montón de hierros retorcidos. Giramos a la izquierda y pasamos delante de la Biblioteca de la Universidad Central; la cúpula dorada y el techo decorado estaban hundidos, y las paredes aparecían ennegrecidas por el humo y agujereadas por los proyectiles de la artillería.
—Sí —contesté—, he estado antes aquí.
Fortuna se inclinó hacia mí.
—Y tal vez su compañía abrirá ahora una planta, ¿verdad?
—Tal vez.
Su mirada no se separaba ni un solo instante de mí.
—Trabajamos muy barato aquí —susurró en voz tan baja que dudo que ninguna otra persona, a excepción de Carl Berry, le oyera—. Muy barato. La mano de obra es muy barata aquí. La vida es muy barata.
De nuevo giramos a la izquierda para tomar la desierta Calea Victorei, luego a la derecha por el Bulevardul Nicolae Bălcescu, y finalmente el autobús se detuvo frente al edificio más alto de la ciudad, el hotel Intercontinental, de veintidós plantas.
—Mañana por la mañana, señores —dijo Fortuna poniéndose en pie y señalando con un amplio gesto el vestíbulo iluminado del hotel—, iremos a visitar la nueva Rumania. Les deseo felices sueños.
Nuestro grupo pasó el día siguiente reunido con «funcionarios» del gobierno provisional, la mayoría de ellos miembros del apresuradamente formado Frente de Salvación Nacional. El día era tan oscuro que se encendieron automáticamente las farolas del amplio Bulevardul N. Bălcescu y del Bulevardul Republicii. En los edificios no había calefacción…, o al menos no se notaba…, y lo mismo parecía ocurrirles a los hombres y mujeres con quienes hablamos, embutidos en sus grandes chaquetones de lana gris. Al finalizar el día, habíamos hablado con un Giurescu, dos Tismaneanu, un Borosoiu que resultó finalmente no ser el portavoz del nuevo gobierno…, fue arrestado momentos después de que conversáramos con él…, varios generales, incluidos Popescu, Lupoi y Diurgiu, y finalmente los auténticos líderes, entre ellos Petre Roman, primer ministro del gobierno de transición, Ion Iliescu y Dumitru Mazilu, que había sido presidente y vicepresidente durante el régimen de Ceaușescu.
Su mensaje era invariablemente el mismo: en nuestras manos estaba la suerte de la nación, y todas las recomendaciones que pudiéramos hacer a nuestras instituciones para que enviaran ayuda nos serían eternamente agradecidas.
Al regresar por la noche al Intercontinental, pudimos ver a una multitud —la mayoría, al parecer, trabajadores que habían abandonado por aquel día sus colmenas de ladrillo de los barrios del extrarradio de la ciudad— maltratando y aporreando a tres hombres y a una mujer. Radu Fortuna sonrió y señaló la amplia plaza situada frente al hotel, donde la multitud engrosaba por instantes.
—Allí, en la plaza de la Universidad, la semana pasada… cuando el pueblo empezó a manifestarse con cánticos ¿saben? Los tanques del ejército atropellaron a la gente y dispararon. Esos eran probablemente informadores de Securitate.
Antes de que nuestro autobús se detuviera bajo la marquesina de piedra del hotel, pudimos ver a soldados uniformados llevándose a los presuntos informadores, con acompañamiento de culatazos de sus armas automáticas, mientras la multitud seguía escupiéndoles y golpeándoles.
—No se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos —murmuró nuestro profesor emérito, y su observación provocó una mirada atónita del padre Paul y una risita apreciativa por parte de Radu Fortuna.
—Uno pensaría que Ceaușescu debía de estar mejor preparado para un asedio —dijo el doctor Aimslea después de la cena de aquella noche. Nos habíamos quedado en el comedor porque la temperatura resultaba más soportable allí que en nuestras habitaciones. Los camareros y algunos militares paseaban sin objeto aparente por aquel amplio espacio. Los periodistas habían cenado apresuradamente, con todo el alboroto posible, y se habían marchado de inmediato adondequiera que van siempre los periodistas a tomar copas y a mostrarse cínicos.
Radu Fortuna se reunió con nosotros para tomar el café y exhibió su sonrisa patentada, dejando ver los dientes mellados.
—¿Desean ver lo preparado que estaba Ceaușescu?
Aimslea, el padre Paul y yo contestamos que nos gustaría verlo. Carl Berry decidió retirarse a su habitación para llamar a Estados Unidos, y el doctor Paxley le siguió, murmurando algo sobre la costumbre de acostarse temprano. Fortuna nos condujo a los tres por las calles frías y oscuras, hasta las ruinas ennegrecidas de lo que había sido el palacio presidencial. Un miliciano se destacó de entre las sombras, levantó su AK–47 y ladró una orden, pero Fortuna habló con él en voz baja y nos franqueó el paso.
No había luces en el palacio, a excepción de las fogatas encendidas aquí y allá por milicianos y soldados regulares que dormían o se apiñaban a su alrededor en busca de algo de calor. Los muebles estaban volcados y en desorden en todas partes, rasgados los cortinajes de las ventanas de cinco metros de altura, el suelo sembrado de papeles y las baldosas manchadas con churretones oscuros. Fortuna nos condujo por una estrecha sala, a través de una serie de lo que parecían habitaciones residenciales privadas, y se detuvo delante de un armario. En el interior del armario, de poco más de un metro de hondo, no había nada más que tres linternas en un estante. Fortuna encendió las linternas, tendió una a Aimslea y otra a mí, y luego palpó una moldura de la pared del fondo. Se abrió un panel deslizante y apareció una escalera de piedra.
La media hora siguiente fue una especie de sueño, casi una alucinación. La escalera nos condujo a cámaras subterráneas llenas de ecos, de las que partía un laberinto de túneles de piedra y de nuevos tramos de escaleras. Fortuna nos guio hasta las profundidades del laberinto; las linternas iluminaban los techos abovedados y las piedras resbaladizas.
—Dios mío —murmuró el doctor Aimslea al cabo de unos diez minutos—, esto sigue durante kilómetros.
—Sí, sí —sonrió Radu Fortuna—. Muchos kilómetros.
Había arsenales con estantes repletos de armas automáticas, y máscaras de gas colgadas de ganchos; entramos en centros de mando con monitores de radio y televisión instalados en la oscuridad, algunos destruidos como si un loco armado con un hacha hubiera descargado en ellos su furia, y otros cubiertos aún con sus fundas de plástico transparentes a la espera de que los operadores los pusieran en marcha; había barracones con literas, estufas y calentadores de queroseno que no pudimos mirar sin envidia. Algunos de aquellos barracones parecían intactos, y otros obviamente habían sido testigos de una evacuación apresurada o de tiroteos motivados por el pánico. En una de las salas vimos sangre en las paredes y en el suelo, y a la luz de nuestras linternas aquella sangre tenía un color más negro que rojo.
Todavía había cuerpos en los rincones más lejanos de los túneles, algunos tendidos en charcos de agua que goteaba de las cañerías que corrían por el techo, otros amontonados detrás de barricadas apresuradamente levantadas en los cruces de aquellas avenidas subterráneas. Las bóvedas de piedra tenían el olor de la cámara frigorífica de una carnicería.
—Securitate —dijo Fortuna, y escupió sobre uno de los hombres de uniforme castaño que yacía boca abajo en un charco helado. Huyeron como ratas aquí abajo, y los matamos como a ratas. ¿Saben?
El padre Paul se persignó y se inclinó largo rato sobre uno de aquellos cuerpos, orando en silencio. El doctor Aimslea dijo:
—Pero ¿Ceaușescu no se atrincheró en este… reducto?
—No —sonrió Fortuna. El doctor miró a su alrededor, dirigiendo a todos los rincones su columna de luz blanca.
—Por el amor de Dios, ¿y por qué no? Si hubiera dirigido una resistencia organizada aquí abajo, podría haber aguantado meses y meses.
—En lugar de eso, el monstruo huyó en helicóptero —contestó Fortuna con un encogimiento de hombros—. Voló…, ¿no? Sí, huyó. Huyó a Tirgoviste, a setenta kilómetros de aquí, ¿saben? Allí otras personas los ven, a él y a la vaca bruja de su esposa, subir en un automóvil. Y los detienen.
El doctor Aimslea dirigió la linterna a la entrada de otro túnel del que surgía un hedor insoportable. Rápidamente, el doctor desvió la luz.
—Me pregunto por qué…
Fortuna se aproximó algo más, y la luz iluminó una vieja cicatriz en su cuello, que yo no había visto antes.
—Cuentan que su consejero… el Consejero Oscuro… le dijo que no viniera aquí.
Sonrió. El padre Paul intentó también sonreír.
—El Consejero Oscuro. Suena como si se tratara del diablo.
Radu Fortuna hizo un gesto afirmativo.
—Peor aún, padre.
—¿Escapó ese diablo? —Gruñó el doctor Aimslea—. ¿O era uno de los pobres topos que hemos visto aquí?
Nuestro guía no respondió, pero se adentró en uno de los cuatro túneles en los que se ramificaba aquel lugar, y señaló una escalera de piedra que ascendía en la sombra.
—Va al Teatro Nacional —dijo en voz baja, haciéndonos seña de que subiéramos—. Quedó dañado, pero no destruido. Su hotel está al lado.
El clérigo, el doctor y yo empezamos a subir las escaleras, y la luz de las linternas prolongó nuestras sombras más de tres metros, hasta las bóvedas de piedra. El padre Paul se detuvo y miró a Fortuna.
—¿Usted no viene?
El pequeño guía sonrió y sacudió la cabeza.
—Mañana iremos al lugar donde empezó todo. Mañana iremos a Transilvania.
El padre Paul nos dedicó una sonrisa al doctor y a mí.
—Transilvania —repitió—. La sombra de Bela Lugosi.
Se volvió para decir algo a Fortuna, pero el hombrecillo había desaparecido. Ni siquiera el eco de sus pisadas o el reflejo de la linterna nos indicaron cuál de los túneles había seguido.
Volamos a Timișoara, una ciudad de 300 000 habitantes situada en la Transilvania occidental, en un viejo Tupolev reciclado con turbohélices, perteneciente ahora a Tarom, las aerolíneas estatales. Tuvimos suerte; el vuelo diario solo sufrió un retraso de hora y media. Volamos entre nubes la mayor parte del tiempo, y el aeroplano no disponía de iluminación interior, pero el detalle carecía de importancia, porque tampoco había azafatas de vuelo, ni se servían comidas de ninguna clase. El doctor Paxley gruñó casi todo el rato, pero el rugido de las turbohélices y los crujidos del metal cuando cabeceábamos o entrábamos en un bache en medio de aquellas nubes tormentosas ahogaron la mayor parte de sus quejas.
En el momento de despegar, segundos antes de entrar en la zona de nubes, Fortuna se inclinó desde el centro del pasillo y señaló por la ventanilla una isla cubierta de nieve en un lago que debía de estar a unos treinta kilómetros de Bucarest.
—Snagov —dijo, observando mi rostro.
Yo miré hacia abajo, y alcancé a ver momentáneamente una iglesia oscura en la isla, antes de que las nubes hicieran desaparecer todo el paisaje.
—¿Y bien? —pregunté, volviéndome a Fortuna.
—Vlad Tepes está enterrado allí —dijo Fortuna, pronunciando «Vlad Tsepesh».
Hice un gesto afirmativo. Fortuna siguió leyendo uno de nuestros ejemplares de la revista Time, aunque nunca conseguiré averiguar cómo podía nadie leer o concentrarse durante aquella cabalgada salvaje. Un minuto más tarde, Carl Berry se asomó por detrás del respaldo de mi asiento y susurró:
—¿Quién diablos es ese Vlad Tepes? ¿Alguien que murió en los combates?
La cabina estaba tan oscura que yo apenas podía distinguir el rostro de Berry, situado a pocos centímetros del mío.
—Drácula —dije al ejecutivo de la AT & T.
Berry dejó escapar un suspiro de desaliento y volvió a sentarse en su sillón antes de que entráramos en un nuevo bache y volviéramos a cabecear.
—Vlad el Empalador —murmuré, sin dirigirme a nadie en particular.
Había una avería eléctrica, de modo que el depósito de cadáveres se enfriaba por el sencillo procedimiento de dejar abiertos los altos ventanales. La luz era de todos modos muy tenue, como filtrada por las paredes de color verde oscuro, por los mugrientos paneles de vidrio y por las omnipresentes nubes bajas, pero bastaba para iluminar las hileras de cadáveres tendidos sobre las mesas y sobre casi hasta el último centímetro de suelo embaldosado. Nos vimos obligados a seguir un circuito estrecho y sinuoso, pisando cuidadosamente por entre piernas desnudas, rostros descoloridos y vientres hinchados, hasta reunirnos en el centro de la sala con Fortuna y el médico rumano. En aquella larga sala había por lo menos trescientos o cuatrocientos cuerpos…, sin contarnos a nosotros.
—¿Por qué no han sido enterradas estas personas? —preguntó el padre Paul, con la boca tapada por la bufanda. El tono de voz revelaba su ira—. Ha pasado por lo menos una semana desde que fueron asesinadas, ¿no es así?
Fortuna tradujo sus palabras al médico de Timișoara, que se encogió de hombros. Fortuna repitió el gesto.
—Once días desde que la Securitate hizo esto —explicó—. Funerales pronto. Las… ¿Cómo dicen ustedes…? Las autoridades de este lugar desean mostrar a los periodistas occidentales y a las personalidades importantes, como ustedes. Miren, miren.
Fortuna extendió los brazos para abarcar la sala con un gesto casi de orgullo, como un chef mostrando el banquete que acaba de preparar.
En la mesa situada delante de nosotros yacía el cadáver de un anciano. Las manos y los pies habían sido amputados con un instrumento no demasiado cortante. El bajo vientre y los genitales aparecían quemados, y el pecho mostraba unas cicatrices que me recordaron las fotografías de los canales y los cráteres de Marte tomadas por el Viking.
El doctor rumano habló, y Fortuna tradujo.
—Él dice que la Securitate trabaja con ácido, ¿saben? Y aquí…
La mujer joven estaba tendida en el suelo, vestida de la cabeza a los pies, salvo que la ropa correspondiente a la zona entre los pechos y el pubis había sido desgarrada. Lo primero que vi fue una serie de tajos rojos, y luego me di cuenta de que tenía abiertos el estómago y el abdomen. Un feto de siete meses yacía en su regazo como una muñeca rota. Habría sido un varón.
—Por aquí —indicó Fortuna, moviéndose por entre el laberinto de miembros humanos, y señalando.
El chico debía de haber tenido unos diez años. La muerte y una o dos semanas de frío gélido habían estirado y moteado su carne hasta darle la textura de un pergamino hinchado y veteado, pero seguía siendo visible el alambre de espino que rodeaba sus tobillos y sus muñecas. Los brazos aparecían atados a la espalda con tal fuerza que los hombros se habían desencajado. Las moscas habían depositado sus huevos en las órbitas de los ojos, de modo que el muchacho parecía llevar gafas de cristales blancos.
El profesor emérito Paxley salió tambaleante de la habitación con un ruido ahogado, a punto de tropezar con los cadáveres expuestos allí. La mano engarfiada de un anciano pareció querer asir la pernera del pantalón del profesor en fuga.
El padre Paul cogió a Fortuna por la solapa de la chaqueta y casi alzó del suelo al hombrecillo.
—¿Por qué demonio nos está usted enseñando todo esto?
Fortuna sonrió.
—Hay más, padre. Venga.
—Llamaban a Ceaușescu «el vampiro» —dijo Don Westler, que había tomado un vuelo posterior para reunirse con nosotros.
—Y aquí, en Timișoara, empezó todo —añadió Carl Berry, chupando su pipa y con una mirada de soslayo al cielo gris, a los edificios grises, al fango gris de las calles, y a las gentes grises que se movían a la luz incierta.
—Aquí, en Timișoara, es donde empezó la explosión final —dijo Westler—. La generación más joven había ido mostrándose más y más inquieta en la última época. De una manera muy literal, Ceaușescu firmó su propia sentencia de muerte al crear esa generación.
—Crear esa generación —repitió el padre Paul, frunciendo el entrecejo—. Explíquese.
Westler lo explicó. Mediados los años sesenta, Ceaușescu había prohibido el aborto, puso fin a la importación de anticonceptivos orales y de DIU, y declaró que tener muchos hijos era una obligación de la mujer para con el Estado. Lo que es más importante, su gobierno ofreció premios de natalidad y redujo los impuestos para las familias que atendían a la llamada del gobierno a tener más hijos. Las familias con menos de cinco hijos eran multadas, además de gravadas con impuestos más altos. Entre los años 1966 y 1976, dijo Westler, había habido un incremento de la natalidad de un cuarenta por ciento, además de un fuerte aumento de la mortalidad infantil.
—Fue ese excedente de jóvenes de veinte años el que nutrió las filas de la revolución a finales de los ochenta —siguió diciendo Westler—. No tenían trabajo, ni oportunidades de ingresar en la universidad…, ni tan siquiera la esperanza de con seguir una vivienda decente. Fueron ellos quienes empezaron las protestas, en Timișoara y en otros lugares.
El padre Paul hizo un gesto de asentimiento.
—Irónico…, pero apropiado.
—Por supuesto —dijo Westler, deteniéndose en las cercanías de la estación del ferrocarril—, la mayoría de las familias campesinas no podían alimentar a esos niños extra…
Se interrumpió, con un gesto de embarazo diplomático.
—¿Y qué ocurrió con esos niños? —pregunté yo. No había farolas en aquella parte del bulevar principal de Timișoara. En algún lugar situado más allá de los camiones, silbó una locomotora. Don Westler sacudió la cabeza, pero Radu Fortuna se acercó entonces a nosotros.
—Tomamos el tren esta noche para Sebes, Sibiu, Copsa Mica y Sighisoara anunció el sonriente rumano. —Verán a dónde van a parar los niños.
El atardecer invernal se convirtió en una gélida noche al otro lado de las ventanillas de nuestro tren, al desaparecer lentamente los últimos restos de luz diurna. El tren pasaba por entre montañas erosionadas y redondeadas por el tiempo —yo no recordaba, a pesar de haber estado allí en ocasiones anteriores, se trataba de la cordillera de Fagaras o de los Cárpatos Buceki, menos elevados—, y la imprecisa visión de aldeas apiñadas de granjas en ruinas dio paso a una oscuridad rota solo por el brillo ocasional de lámparas de aceite en alguna ventana lejana. Me di cuenta con cierto sobresalto de que era la Nochevieja de 1989, y que con el amanecer se iniciaría lo que popularmente se considera última década del milenio… Pero del otro lado de la ventanilla, se extendía aún el siglo XVII. La única intrusión de los tiempos modernos visible en la partida nocturna del tren de Timișoara habían sido los vehículos militares que podían verse ocasionalmente en las carreteras nevadas, y los cables eléctricos que de tanto en tanto aparecían sobre los árboles. Luego, también esos minúsculos talismanes desaparecieron y solo quedaron los pueblos, las lámparas de aceite, el frío, algunos carros aislados con neumáticos en las ruedas, tirados por caballos que más parecían pellejos de huesos, y conducidos por hombres vestidos de lana pardusca. Después, incluso las calles de las poblaciones se vaciaron al paso del tren, que no paraba en ningún lugar. Me di cuenta de que algunos pueblos estaban totalmente a oscuras, aunque todavía no eran las diez; y mirando con más atención, después de limpiar de vaho helado el cristal, pude ver que la aldea por la que pasábamos estaba desierta: los edificios habían sido derribados, algunos muros demolidos, las granjas tenían las techumbres hundidas.
—La sistematización —murmuró Radu Fortuna, que había aparecido silenciosamente a mi lado en el pasillo. Mordisqueaba una cebolla.
No pedí aclaraciones, pero nuestro guía y enlace las suministró entre sonrisas.
—Ceaușescu quería destruir todo lo viejo. Arrasó pueblos, obligó a emigrar a miles de personas a zonas ciudadanas como el bulevar Victoria del Socialismo, en Bucarest…, kilómetros y kilómetros de edificios de apartamentos de muchos pisos. Solo que los edificios no estaban aún terminados cuando arrasó todo y trasladó allí a esas gentes. No había calefacción, agua ni electricidad…, vendía la electricidad a otros países, ya ve. De modo que la gente de los pueblos que tenía su casita aquí, tal vez desde hace cuatrocientos años, vive ahora en un mal edificio de ladrillo en una ciudad que no conoce… No hay ventanas, y el frío se cuela por todas partes. Tienen que acarrear el agua desde distancias de más de un kilómetro, y subirla nueve pisos por escaleras.
Dio un nuevo mordisco a la cebolla e hizo un gesto afirmativo, como si estuviera satisfecho.
—La sistematización —concluyó, y se perdió por entre el humo del pasillo.
Las montañas seguían desfilando en la noche. Empecé a dormitar…, había dormido poco la noche pasada, desvelado por alguna causa, y tampoco lo había hecho en el avión la noche anterior… Pero desperté con un sobresalto y vi que el profesor emérito había tomado asiento a mi lado.
—No hay ninguna maldita calefacción —murmuró, ajustándose más aún la bufanda—. Imagínese, con todos estos malditos campesinos, cabras y gallinas, uno pensaría que se generaría algo de calor en este vagón pretendidamente de primera clase, pero está tan frío como el fiambre de la querida Madame Ceaușescu.
Parpadeé al oír la comparación.
—En realidad —dijo el doctor Paxley, en un susurro conspirativo—, no es tan malo como dicen.
—¿El frío? —pregunté.
—No, no. La economía. Ceaușescu ha sido probablemente el único dirigente político de este siglo que ha pagado realmente toda la deuda externa de su país. Por supuesto, se vio obligado a vender los alimentos, la electricidad y los bienes de consumo a otros países para poder hacerlo, pero actualmente Rumania está libre de deuda externa. Cero.
—Mmmm —murmuré, e intenté recordar los fragmentos del sueño que había tenido en los breves instantes en que me quedé dormido. Era algo relacionado con la sangre.
—Un excedente de uno coma siete mil millones de dólares —susurraba Paxley, inclinándose lo bastante para que yo pudiera afirmar sin ningún género de dudas que también había comido cebollas para cenar—. Y no deben nada a Occidente, ni a los rusos. Increíble.
—Pero la gente se muere de hambre —dije en voz baja. Westler y el padre Paul roncaban en el asiento situado frente al nuestro.
Paxley rechazó la objeción con un manotazo.
—Si se produce la reunificación alemana, ¿sabe usted cuánto van a tener que invertir los alemanes occidentales para renovar las infraestructuras del Este?
Sin esperar mi respuesta, concluyó:
—Cien mil millones de Deutschemarks…, y eso nada más como solución de emergencia. En Rumania, la infraestructura es tan mísera que habrá que rehacer poca cosa. Tan solo arrasar la basura industrial de la que estaba tan orgulloso Ceaușescu, y utilizar la mano de obra barata…, Dios mío, hombre, si son auténticos siervos…, para construir cualquier tipo de infraestructura industrial que usted desee. El modelo de Corea del Sur, de México… Está lleno de posibilidades para las compañías occidentales dispuestas a asumir el reto.
Pretendí dormitar de nuevo, y al rato el profesor emérito salió al pasillo en busca de alguna otra persona a quien explicar los hechos de la vida económica futura. En la oscuridad seguían pasando pueblos muertos, a medida que nos adentrábamos en las montañas de Transilvania.
Llegamos a Sebes antes de amanecer, y allí nos esperaba un funcionario de rango modesto para acompañarnos al orfanato.
No, orfanato es una palabra demasiado amable. Se trataba de un almacén, sin más calefacción que la de algunas cámaras frigoríficas que había visto anteriormente, y sin otra decoración que la de los baldosines del suelo y el vomitivo color verde en el que estaban pintadas las paredes desconchadas hasta la altura de la vista; por encima de ese nivel, el tono era de un gris leproso. La sala principal tenía por lo menos un centenar de metros de largo.
Estaba llena de cunas.
No, de nuevo la palabra es excesivamente generosa. No se trataba de cunas, sino de jaulas construidas con un metal de baja calidad, y sin techo. En esas jaulas había niños. Niños de una gama de edades comprendida entre los diez años y escasos meses o días de vida. Ninguno de ellos parecía capaz de caminar. Todos estaban desnudos o vestidos con andrajos mugrientos. Muchos lloraban a voz en cuello o sollozaban silenciosamente, y la neblina de su aliento se elevaba en el aire gélido. Mujeres de rostros severos, vestidas con complicados uniformes de enfermeras, fumaban cigarrillos en la periferia de aquel gigantesco corral de ganado humano, y de tanto en tanto se movían entre las jaulas para tender bruscamente una botella a un niño…, a veces un niño de siete u ocho años…, o con más frecuencia para abofetear a alguno de ellos hasta que callaba.
El funcionario y el administrador del «orfanato» nos dirigieron un discurso que Fortuna no se dignó traducir; nos pasearon por la sala, y luego abrieron de par en par unas puertas muy altas.
Entramos en otra sala, aún mayor, que se extendía hasta una lejanía que el frío hacía indistinta. La tenue luz de la mañana iluminaba las jaulas y los rostros allí reunidos. Por lo menos debía de haber mil niños en la sala, ninguno de ellos de edad superior a los dos años. Algunos lloraban, y su llanto infantil despertaba ecos en las paredes azulejadas; pero la mayoría parecían demasiado débiles y aletargados incluso para llorar, y dormían entre sus ropas andrajosas y sucias de excrementos. Algunos habían adoptado una posición fetal, y parecían próximos a morir de inanición. Otros parecían muertos.
Radu Fortuna se volvió hacia nosotros y se cruzó de brazos. Sonreía.
—¿Han visto ustedes adónde van los niños, sí?
En Sibiu vimos a los niños ocultos. Había cuatro orfanatos en esa ciudad de la Transilvania central, de 170 000 habitantes, y cada uno de ellos era mayor y más espantoso que el de Sebes. El doctor Aimslea pidió, a través de Fortuna, que se nos permitiera ver a los niños enfermos de sida.
El administrador del Strada Cetăţii Orfelinat 319, una construcción antigua y desprovista de ventanas a la sombra de las murallas del siglo XVI de la ciudad, se negó en redondo a reconocer que existiera ningún niño enfermo de sida. Tampoco quiso admitir nuestro derecho a entrar en el orfanato. Llegado a cierto punto, también se negó a reconocer que era el administrador del Strada Cetăţii Orfelinat 319, a pesar del cartel colocado a la puerta de su despacho y de la placa de su escritorio.
Fortuna le mostró nuestra documentación y las autorizaciones selladas, con un ruego adicional de cooperación firmado por el primer ministro provisional Roman, el presidente Iliescu y el vicepresidente Mazilu.
El administrador resopló, dio una chupada a su cigarrillo corto, sacudió negativamente la cabeza y dijo algo en tono terminante.
—Mis órdenes proceden directamente del ministro de Sanidad —nos tradujo Radu Fortuna.
Nos costó casi una hora comunicarnos con la capital, pero finalmente Fortuna consiguió telefonear al despacho del primer ministro, el cual llamó al ministro de Sanidad, que a su vez prometió llamar de inmediato al Strada Cetăţii Orfelinat 319. Poco más de dos horas después tuvo lugar la llamada, el administrador llamó a Fortuna, arrojó la colilla de su cigarrillo a un suelo lleno ya de ellas, masculló algo en tono imperativo y tendió un grueso manojo de llaves a Fortuna.
La sala del sida estaba detrás de cuatro puertas cerradas con llave. No había en ella enfermeras ni médicos…, ni adultos de ninguna clase. Tampoco había cunas; los niños, incluso los recién nacidos, se sentaban en el suelo o competían por encontrar un hueco en alguno de la media docena de colchones, sin sábanas y sucios de excrementos, colocados contra la pared del fondo. Estaban desnudos y tenían las cabezas rapadas. La habitación, desprovista de ventilación, estaba iluminada por algunas bombillas de cuarenta vatios, separadas entre ellas por distancias de diez a doce metros. Algunos niños se congregaban en aquellas manchas de luz mortecina, alzando sus ojos hinchados hacia la luz como si fuera el sol; pero la mayoría estaban tendidos en la penumbra. Los mayores gatearon para alejarse de la luz cuando abrimos las puertas de acero.
Estaba claro que el suelo no se fregaba más que cada varios días —había charcos de meados y manchas de diversos tipos en las baldosas cuarteadas—, y también era obvio que no se tomaba ninguna precaución higiénica. Don Westler, el doctor Paxley y Berry dieron media vuelta y huyeron del hedor. El doctor Aimslea dejó escapar una maldición y golpeó la pared con el puño cerrado. El padre Paul lloró primero, y pasó después de niño en niño, tocando sus cabezas, murmurándoles algo en voz baja en una lengua que no podían entender, y cogiéndolos en brazos. Tuve la impresión, al observarle, de que la mayoría de aquellos niños nunca habían sido tenidos en brazos, tal vez ni siquiera tocados por nadie.
Radu Fortuna nos había seguido al interior de la sala. Ya no sonreía.
—El camarada Ceaușescu nos dijo que el sida era una enfermedad capitalista —murmuró—. Rumania no tiene oficialmente casos de sida. Ninguno.
—Dios mío, Dios mío —susurraba el doctor Aimslea, examinando a un niño después de otro—. La mayoría de estos pequeños están en fases terminales de síndromes complejos relacionados con el sida. Pero además sufren de malnutrición y de deficiencias vitamínicas.
Miró hacia arriba, y las lágrimas brillaron detrás de sus gafas.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí metidos?
Fortuna se encogió de hombros.
—La mayoría, desde que eran bebés. Sus padres los trajeron aquí. Los niños no salen de esta habitación, y por eso casi ninguno sabe caminar. Nadie los ayuda a intentarlo.
El doctor Aimslea soltó una serie de maldiciones que parecieron humear en el aire helado. Fortuna respondió con un gesto afirmativo.
—¿Pero no hay nadie que haya documentado estas…, esta tragedia? —preguntó el doctor Aimslea con voz tensa.
—Oh, sí, sí —dijo Fortuna, sonriente de nuevo—. El doctor Patrascu, del Instituto de Virología Stefan S. Nicolau, anunció que esto ocurría desde hacía tres…, tal vez cuatro años. Hizo las pruebas a un niño, y estaba infectado. Creo que seis más de los catorce primeros también estaban enfermos del sida. En todas las ciudades, en todos los orfanatos del Estado que visitó, encontró muchos, muchos niños enfermos.
El doctor Aimslea se irguió, después de examinar con su lápiz luminoso los ojos de un bebé comatoso. Aimslea agarró a Fortuna por la chaqueta, y durante un segundo creí que iba a abofetear al pequeño guía.
—Por el amor de Cristo, hombre, ¿no se lo dijo a nadie?
Fortuna miró impávido al doctor.
—Oh, sí, el doctor Patrascu se lo dijo al ministro de Sanidad. Le ordenaron que dejara de investigar de inmediato. Cancelaron el seminario de sida previsto por el doctor… Luego quemaron sus minutas y…, ¿cómo dicen ustedes?, esas pequeñas guías para reuniones…, programas. Confiscaron los programas impresos y los quemaron.
El padre Paul dejó en el suelo a una niña. Los flacos bracitos de la pequeña de dos años se tendieron hacia el sacerdote, al tiempo que hacía ruidos vagos e implorantes…, una petición de volver a ser cogida en brazos. El padre Paul la levantó de nuevo y sostuvo su cabecita calva y huesuda contra su mejilla.
—Malditos sean —susurró en tono de bendición—. Maldito el ministro y maldito el hijo de su madre de la planta baja. Maldito por siempre Ceaușescu. Así ardan todos ellos en el infierno.
El doctor Aimslea se incorporó entonces de donde estaba agachado, junto a un bebé que parecía todo costillas y vientre hinchado.
—Este niño está muerto —dijo, y se volvió a Fortuna—. ¿Cómo demonios ha podido ocurrir esto? No pueden darse tantos casos de sida entre la población en general, ¿no es cierto? ¿O es que estos niños son hijos de drogadictos?
Pude leer la otra pregunta en los ojos del doctor: en una nación en la que la familia media no puede comprar alimentos y donde la posesión de narcóticos se castiga con la muerte, ¿cómo podía haber tantos hijos de personas habituadas a las drogas?
—Vengan —dijo Fortuna, y nos llevó al doctor y a mí fuera de aquel lugar de muerte. El padre Paul se quedó, cogiendo en brazos y acariciando a un niño tras otro.
En la «sección sana» de la planta baja, que se diferenciaba de la del orfanato de Sebes únicamente en el tamaño —debía de haber mil niños o más en aquel océano de cunas—, las enfermeras circulaban lentamente de un niño a otro, dándoles botellas de vidrio que contenían lo que parecía ser leche enriquecida; y luego, mientras cada niño o niña sorbía penosamente, le inyectaban una jeringuilla. Después la enfermera limpiaba la aguja en un trapo que llevaba colgado a la cintura, la introducía en un gran frasco que llevaba en un carrito, e inyectaba al niño siguiente.
—Madre de Dios —susurró el doctor Aimslea—. ¿No disponen de jeringuillas desechables?
—Ese es un lujo capitalista —replicó Fortuna, con un expresivo gesto de manos.
El rostro de Aimslea enrojeció hasta el punto de que creí que los vasos capilares estallarían de un momento a otro.
—¿Qué ocurre entonces con los jodidos autoclaves?
Fortuna se encogió de hombros y preguntó algo a la enfermera más próxima. Ella respondió con monosílabos y volvió a sus inyecciones.
—Dice que el autoclave está averiado. Se rompió. Ha sido enviado al Ministerio de Sanidad para su reparación —tradujo Fortuna.
—¿Hace cuánto tiempo? —aulló Aimslea.
—Ha estado roto cuatro años —dijo Fortuna después de traducir la pregunta a la atareada mujer. Ella ni siquiera se molestó en levantar la vista al responder—. Dice que pasaron cuatro años antes de que lo enviaran al Ministerio para repararlo, el año pasado.
El doctor Aimslea se acercó a un niño de seis o siete años que chupaba de su botella, tendido en la cuna. El líquido parecía agua grisácea.
—¿Son complejos vitamínicos lo que se les inyecta?
—Oh, no —dijo Fortuna—. Es sangre.
El doctor Aimslea quedó paralizado por la sorpresa. Luego se volvió lentamente.
—¿Sangre?
—Sí, sí. Sangre de adultos. Fortalece a los niños. El ministro de Sanidad lo aprobó… Dicen que es muy… cómo dicen ustedes… de medicina avanzada.
Aimslea dio un paso hacia la enfermera, luego un paso hacia Fortuna, y finalmente se volvió hacia mí como si temiera matar a uno de los dos primeros, si se acercaba demasiado a ellos.
—Sangre de adultos, Palmer. ¡Por Jesucristo! Esa teoría desapareció con las luces de gas y los botines. Por Dios, Palmer, no se dan cuenta… —Se volvió repentinamente a nuestro guía—. Fortuna, ¿de dónde sacan esa… sangre de adulto?
—Se dona…, no, la palabra no es correcta. No se dona, se compra. Las personas de las grandes ciudades que no tienen dinero, venden sangre para los niños. Quince leí cada vez.
El doctor Aimslea emitió un sonido ronco con la garganta, una especie de ruido que fue transformándose en una risita sorda. Se cubrió los ojos con una mano y se tambaleó; para conservar el equilibrio hubo de agarrarse a uno de aquellos carritos cargados con botellas de líquido oscuro.
—Donantes de sangre pagados —murmuró para sí mismo—. Vagabundos…, drogadictos…, prostitutas… Y administran esa sangre a los niños en hogares estatales con agujas reutilizables y sin esterilizar.
La risa continuó, y fue creciendo. El doctor Aimslea se encorvó y acabó por sentarse en una pila de toallas sucias, cubriéndose aún los ojos con la mano y emitiendo la misma risa ronca.
—¿Cuántos…? —empezó a decir; se aclaró la garganta y continuó—: ¿Cuántos niños estimó el doctor Patrascu que estaban infectados de sida?
Fortuna frunció el entrecejo intentando recordar.
—Creo que fueron setenta de los primeros dos mil examinados. Después, el número era más elevado.
Desde detrás de la pantalla formada por su mano, el doctor Aimslea comentó:
—Casi un cinco por ciento. ¿Y cuántos… niños de orfanato… hay en el país?
Nuestro guía se encogió de hombros.
—El Ministerio de Sanidad dice que pueden ser doscientos mil. Yo creo que son más…, tal vez medio millón, o más incluso. El doctor Aimslea no alzó la mirada ni volvió a hablar. La risa ronca fue creciendo más y más, y entonces me di cuenta de que era una risa de ninguna clase, sino sollozos.
Tomamos el tren a Sighisoara, hacia el norte, a últimas horas de la tarde. Fortuna había programado una parada en una ciudad pequeña, en el camino.
—Señor Palmer, le gustará Copsa Mica —me dijo—. Quiero que usted la vea.
No me volví a mirarle, sino que mantuve los ojos fijos en los pueblos demolidos por los que pasábamos.
—Más orfanatos —comenté.
—No, no; es decir, sí… Hay un orfanato en Copsa Mica, pero no vamos allí. Es una ciudad pequeña… seis mil habitantes. Pero es la razón por la que usted ha venido al país, ¿sí?
Me volví y le miré con fijeza.
—¿Industria?
Fortuna se echó a reír.
—Ah, sí… Copsa Mica es muy industriosa. Como muchas de nuestras ciudades. Y esta es vecina de Sighisoara, donde nació el Consejero Oscuro del camarada Ceaușescu…
Yo ya había estado en Sighisoara.
—El Consejero Oscuro —estallé—. ¿De qué demonios está hablando? ¿Es que el consejero de Ceaușescu era Vlad Tepes?
Sighisoara es una ciudad medieval perfectamente conservada, en la que incluso la presencia de los escasos automóviles en las calles estrechas y pavimentadas con adoquines parece un anacronismo. Las colinas que la circundan están pobladas de ruinas de torreones y fortalezas…, ninguna de las cuales es tan fotogénica como la media docena de castillos intactos existentes en Transilvania, cada uno de los cuales se anuncia como el auténtico castillo de Drácula, con el fin de atraer a turistas impresionables y bien provistos de divisas fuertes… Pero la vieja casa de Piața Muzeului fue realmente el hogar de Vlad Drácula entre los años 1431 y 1435. La última vez que la vi, más de diez años antes, el piso superior era un restaurante, y en los sótanos había instalada una bodega.
—¿Quiere hacerme creer que Vlad Dracul era el Consejero Oscuro? —pregunté, sin disimular el desdén de mi voz.
Fortuna se encogió de hombros y marchó en busca de algo que comer. El doctor Aimslea había escuchado la conversación y se sentó en el asiento a mi lado.
—¿Cree usted lo que cuenta ese hombre? —murmuró—. Ahora parece dispuesto a contarnos historias de terror sobre Drácula. ¡Cristo!
Asentí, y miré las montañas y valles que íbamos pasando, todos de un tono gris monótono. El paisaje tenía aquí una apariencia agreste y torturada que yo no había visto en ningún otro lugar del mundo, y eso que he viajado por más naciones de las que tiene la ONU. Los flancos de las montañas, surcados por profundos barrancos, y los árboles que crecían en ellos, parecían malformados, retorcidos, como si lucharan por escapar del suelo, al estilo de las pinturas más sombrías de Van Gogh.
—Me gustaría que fuera a Drácula a quien hubiéramos de enfrentarnos aquí —continuó el buen doctor. —Piense en ello, Palmer… Si nuestro contingente anunciara que Vlad el Empalador está vivo y se ceba en las gentes de Transilvania, bueno…, qué diablos…, vendrían aquí diez mil reporteros. Los equipos móviles de las televisiones vía satélite aparcarían en la plaza de la ciudad de Sibiu para enviar imágenes en directo a los canales de los hogares americanos. Si se habla de un monstruo que ha mordido a docenas de personas, el mundo entero se interesa en el tema… Pero tal como son las cosas, con docenas de miles de hombres y mujeres muertos y centenares de miles de niños encerrados en almacenes y enfrentados a… Maldición.
Hice un gesto afirmativo, sin mirarle.
—La banalidad del mal —murmuré.
—¿Cómo?
—La banalidad del mal. —Me volví y dirigí una sonrisa triste al médico—. Drácula sería una historia. La revelación de la existencia de cientos de miles de víctimas de la locura política, la burocracia y la estupidez…, es tan solo… una inconveniencia.
Llegamos a Copsa Mica cuando ya oscurecía, y enseguida me di cuenta de por qué era «mí» ciudad. Westler, Aimslea, Paxley y el padre Paul se quedaron en el tren durante la parada de media hora; solo Carl Berry y yo teníamos algo que hacer allí. Fortuna nos acompañó.
El pueblo —era demasiado pequeño para llamarlo ciudad— ocupaba el espacio entre dos abruptas pendientes montañosas. Había nieve en los aleros oscuros de los edificios, eran negros también. Bajo nuestros pies, el barro de las calles sin pavimentar era una mezcla de gris y negro, y sobre todas las cosas flotaba una capa visible de aire negro, como si un millón de polillas microscópicas revolotearan en aquella luz moribunda. Hombres y mujeres vestidos con abrigos y chales negros pasaban a nuestro lado, arrastrando pesadas carretillas o llevando de la mano a niños, y los rostros de esas personas eran de un tono negro mate. Cuando nos aproximábamos al centro del pueblo, me di cuenta de que pisábamos una capa de cenizas y hollín de al menos diez centímetros de grosor. He visto volcanes activos en Sudamérica y en otros lugares, y las cenizas y el cielo nocturno eran muy parecidos.
—Es…, cómo lo llaman ustedes…, la planta de neumáticos de automóvil —dijo Radu Fortuna, señalando el negro complejo industrial que se cobijaba en el extremo del valle como un dragón acostado—. Fabrica polvo negro para productos de goma. Trabaja veinticuatro horas al día…, el cielo siempre está así.
Y señaló con un gesto orgulloso la niebla negra que se posaba sobre todas las cosas.
Carl Berry tosía.
—Buen Dios, ¿cómo puede la gente vivir en este lugar?
—No viven mucho tiempo —contestó Fortuna—. La mayor parte de las personas mayores, como ustedes y como yo, sufren de envenenamiento por el plomo. Los niños pequeños tienen… ¿cómo se dice? ¿Cuándo tosen siempre?
—Asma —dijo Berry.
—Sí, los niños pequeños tienen asma. Los bebés nacen con corazones con… ¿cómo lo llaman ustedes, deformaciones?
—Malformaciones —rectificó Berry.
Me detuve a unos cien metros de las vallas negras y los negros muros de la planta. El pueblo, a nuestras espaldas, se recortaba en negro contra el cielo gris. La luz de las lámparas encendidas dentro de las casas no llegaba siquiera a traspasar los cristales de las ventanas sucias de hollín.
—¿Por qué es esta «mí» ciudad, Fortuna? —pregunté.
Señaló con una mano la factoría. Las líneas de la palma se habían ennegrecido ya de hollín, y el puño de la camisa blanca había adquirido un color gris oscuro.
—Ceaușescu ya no existe. La factoría no está obligada a fabricar objetos de goma para Alemania Oriental, Polonia, la URSS. Puede fabricar los objetos que desee su compañía. Sin…, como dicen ustedes…, sin trabas por impacto ambiental, sin regulaciones contrarias a los procesos que ustedes deseen, arrojando los desechos donde les parezca mejor. ¿Le gusta?
Me quedé allí, en medio de la nieve negra, largo rato, y podría haberme quedado más aún de no haber sonado el silbato del tren anunciando la partida en dos minutos.
—Tal vez —dije—. Solo tal vez.
Volvimos chapaleando entre las cenizas.
Don Westler, el padre Paul, el doctor Aimslea, Carl Berry y nuestro profesor emérito, el doctor Leonard Paxley, tomaron el Tarom de la mañana para volar de regreso a Bucarest desde Sighisoara. Yo me quedé. La mañana era oscura, con pesadas nubes que recorrían el valle y cubrían las montañas próximas de nieblas intermitentes. Las murallas de la ciudad, con sus nueve torres de piedra, parecían fundir sus piedras grises con el cielo del mismo color, encerrando la ciudad medieval en una tristeza sólida y consistente. Después de un desayuno tardío, llené mi termo, dejé la plaza de la ciudad vieja y ascendí los ciento setenta y dos escalones de la Escalera Cubierta hasta la casa de Piața Muzeului. Las puertas de hierro que daban a la bodega estaban cerradas, y el estrecho portal que subía al primer piso atrancado con una barra de hierro. Un anciano sentado en la plaza que se abría al otro lado de la calle me informó de que el restaurante había cerrado varios años atrás, y de que el Estado había considerado la posibilidad de convertir la casa en un museo, pero finalmente había decidido que los visitantes extranjeros no pagarían divisas fuertes por ver una casona vieja… ni siquiera teniendo en cuenta el hecho de que Vlad Dracul había vivido en ella cinco siglos atrás. Los turistas preferían los grandes castillos antiguos situados ciento cincuenta kilómetros al este de Bucarest, castillos erigidos siglos después de la desaparición de Vlad Tepes.
Volví a cruzar la calle, esperé a que el viejo acabara de dar de comer a las palomas, y entonces retiré la pesada barra que sujetaba los postigos del portal. Los paneles de la puerta eran tan negros como el alma de Copsa Mica. La puerta estaba cerrada, y me arañé con aquellos cristales de varios siglos de antigüedad.
Fortuna abrió la puerta y me acompañó al interior. La mayor parte de las mesas y de las sillas habían sido amontonadas y sujetas con una cadena, y las telarañas se extendían desde el montón de muebles hasta las vigas del techo ennegrecido por el humo, pero Fortuna encontró una mesa suelta y la colocó en medio de la sala, sobre el suelo de piedra. Luego quitó el polvo de dos sillas, y nos sentamos.
—¿Le ha gustado el viaje? —me preguntó en rumano.
—Da —contesté yo, y proseguí en la misma lengua—, pero me pareció que sobreactuabas un poco.
Fortuna se encogió de hombros. Se dirigió al bar, limpió el polvo de dos jarras de peltre y las trajo a la mesa. Yo carraspeé ligeramente.
—¿Me reconociste en el aeropuerto como miembro de la familia? —quise saber.
Mi antiguo guía hizo resplandecer su sonrisa.
—Por supuesto.
Yo fruncí el entrecejo al oírle.
—¿Cómo? He pasado mucho tiempo al sol para conservar mi bronceado. Yo nací en América.
—Sus modales —contestó Fortuna, dejando vibrar en su lengua la palabra rumana. —Sus modales son demasiado buenos para un americano.
Suspiré. Fortuna buscó debajo de la mesa y sacó un pellejo de vino, pero le detuve con un gesto y saqué el termo del bolsillo de mi abrigo. Escancié el líquido en las dos jarras y Radu Fortuna hizo un gesto afirmativo, tan formal como le había visto siempre a lo largo de los tres días pasados. Brindamos.
—Skoal —dije. La bebida era muy buena, fresca, todavía a la temperatura del cuerpo, y carecía del punto de acidez perceptible cuando la coagulación está ya próxima.
Fortuna vació su jarra, se secó el mostacho e hizo un gesto apreciativo.
—¿Comprará su compañía la planta de Copsa Mica? —preguntó.
—Sí.
—¿Y las demás plantas…, en los otros Copsa Micas?
—Sí —repetí—. Nuestro consorcio dedicará a ello el montante de todo nuestro presupuesto para inversiones europeas.
Fortuna sonrió.
—Los inversores de la familia se sentirán dichosos. Pasarán veinticinco años antes de que este país pueda permitirse el lujo de preocuparse por el medio ambiente…, y por la salud de la población.
—Diez años —dije—. La preocupación medioambiental es contagiosa.
Fortuna hizo un determinado gesto con manos y hombros…, un gesto peculiar transilvano que no había visto en muchos años.
—Hablando de contagio —exclamé—, la situación del orfanato parece antihigiénica.
El hombrecillo asintió. La débil luz de la puerta situada detrás de mí iluminaba su ceño. Más allá de donde él estaba sentado, solo había oscuridad.
—No podemos permitirnos el lujo de su plasma americano…, bancos de sangre privados. El Estado tiene que proporcionar una reserva.
—Pero el sida… —empecé a decir.
—Lo atajaremos —me interrumpió Fortuna—, gracias a los impulsos humanitarios de su doctor Aimslea y su padre Paul. Dentro de un mes, sus cadenas de televisión americanas emitirán un 60 Minutos especial, o un 20/20, o cualquier otro programa informativo que hayan creado desde la última visita que les hice. Los americanos son sentimentales; habrá un alboroto considerable. Nos lloverán ayudas de todos esos grupos y de gentes ricas que no saben qué hacer con su tiempo. Las familias pagarán fortunas por adoptar a niños enfermos y llevarlos a los Estados Unidos, y las emisoras de televisión locales entrevistarán a madres llorosas de felicidad.
Hice un gesto afirmativo.
—Los trabajadores de la Sanidad americanos… y británicos… y alemanes occidentales…, vendrán voluntarios a los Cárpatos, al Bucegis y a las Fagaras…, y descubriremos muchos otros orfanatos y hospitales, muchas más salas de aislamiento. Dentro de dos años, estará atajado.
De nuevo asentí.
—Pero también se harán cargo de una parte considerable de sus… reservas —argumenté en voz baja.
Fortuna sonrió y volvió a encogerse de hombros.
—Hay más. Siempre hay más. Sabe usted bien que incluso en su país nunca faltan adolescentes que huyen de sus casas, ni fotos de niños perdidos colocadas en los cartones de leche, ¿no?
Apuré mi bebida, me levanté y caminé hacia la luz.
—Esos días se han acabado —declaré—. La supervivencia exige moderación. Toda la familia tendrá que aprender esa regla algún día.
Me volví hacia Fortuna, y en mi voz hubo una vibración de ira mayor de lo que esperaba.
—Si no es así, ¿qué ocurrirá? ¿El contagio, otra vez? ¿Un crecimiento de la familia más rápido que el cáncer, más virulento que el sida? Si nos contenemos, podremos conservar el equilibrio. Si seguimos… propagándonos, solo quedarán cazadores sin presa, condenados a la inanición como los conejos del este de Irlanda hace años.
Fortuna me mostró las palmas de las manos.
—No hemos de discutir por eso, primo, lo sabemos muy bien. Esa es la razón por la que Ceaușescu tenía que desaparecer. Por eso no se le permitió refugiarse en sus túneles ni llegar a los centros de mando que habrían dejado Bucarest en ruinas.
—De modo que había un Consejero Oscuro —dije, en voz poco más alta que un susurro.
Fortuna sonrió.
—Oh, sí.
Tardé medio minuto en conseguir pronunciar la palabra en voz alta.
—¿Papá?
Fortuna se levantó, y caminó hasta el vestíbulo a oscuras, en el que esperaba una escalera todavía más oscura. Señaló hacia arriba con un gesto y subió delante de mí hacia las tinieblas, mi guía una vez más.
El dormitorio había sido una de las despensas mayores situada encima del restaurante turístico. Cinco siglos atrás podía haber sido un dormitorio. Su dormitorio. La figura tendida bajo colchas tan gruesas como tapices y entre sábanas grises, era tan vieja que parecía más allá de la edad y del género. Los postigos estaban cerrados, y el polvo y las telarañas cubrían todos los rincones de la habitación, a excepción del lugar en que la cabeza y los hombros descansaban sobre la almohada de color perla; pero en el polvo había un rastro que indicaba el camino seguido por los visitantes, y las grietas de la madera de los postigos dejaban filtrarse un resquicio de luz, suficiente para que los ojos se adaptaran.
—Dios mío —murmuré.
—Sí —contestó Fortuna, con una sonrisa.
Me acerqué un poco más, y doblé la rodilla a pesar de mí mismo. Apenas podía reconocérsele sobre la base de las fotografías que otros miembros de la familia me habían mostrado. La frente, muy alta, seguía siendo el rasgo dominante, con los ojos hundidos y rasgados, y aún eran visibles los nobles pómulos; pero todo lo demás era diferente. La edad había transformado la carne en un pergamino amarillento, el cabello en una telaraña, los ojos en manchones de clara de huevo veteados y profundamente hundidos en la piel reseca. Los dientes habían desaparecido. Las manos posadas sobre la colcha me recordaron las de un mono momificado que había visto en el Royal Museum de El Cairo, muchos años atrás. Las uñas tenían un color amarillo, y por lo menos quince centímetros de largo.
Me incliné y besé el anillo de su mano derecha.
—Padre —murmuré, sintiéndome estremecer de asco y adoración.
En las profundidades del pecho de aquel ser se generó un ruido quejumbroso, y una bocanada de aire rancio salió del agujero de la boca.
Me incorporé. Fue entonces. Mis ojos habían podido ya adaptarse a la oscuridad, cuando vi las lesiones y las escamas, las mil llagas, costras y supuraciones de la piel podrida que revelaban la presencia del sarcoma de Kaposi en su fase terminal. No necesitaba que el doctor Aimslea reconociera aquellos signos significativos; todos los miembros de nuestra familia somos expertos en el sida y sus síntomas. Lo tememos más que a la estaca o al auto de fe.
—¿Lo contrajo aquí? —susurré, dándome cuenta al tiempo de lo estúpido que era bajar la voz como yo lo hacía. La cosa tendida en la cama nunca podría volver a oír nada.
Radu Fortuna dejó escapar una risita.
—Me gustaría que hubiera sido así. Papá era muy descuidado. Recuerde que el virus HIV es un retrovirus. El contagio inicial se produjo hace varios milenios. Los científicos no saben de dónde pudo venir, ni cómo se extendió a los humanos.
Di un paso atrás, y mi piel se erizó de horror.
—¿Papa?
—Era muy descuidado —prosiguió Fortuna con un encogimiento de hombros—. Sucedió hace mucho tiempo. La familia le suplicó que no fuera, pero él estaba convencido de que África era el lugar ideal para su… retiro. Un lugar donde dar origen a una nueva rama de la familia, y revivir las glorias de su pasado en los Cárpatos.
Seguí retrocediendo, hasta que el marco de la puerta me detuvo.
—Estaba loco —dije.
—Oh, sí. —Fortuna se acercó al lecho y cubrió la figura de modo que las manos quedaron ocultas y solo la punta de la nariz y la frente podrida emergían por encima de la colcha—. La familia le persiguió a lo largo de cuatro continentes antes de poder convencerle de que volviera a casa. Para entonces…, ya no le quedaba otra opción.
Sacudí la cabeza. La habitación parecía ondear, difuminarse, y me di cuenta de que estaba llorando. Bruscamente, me sequé las lágrimas.
—No lo sabía.
—No tiene importancia —dijo Fortuna—. La medicina occidental, la ciencia occidental y la tecnología occidental superarán esto, de la misma forma que han vencido otras plagas. Confiamos en ellas. La familia ha eliminado todas las barreras…, nacionales, ideológicas…, de modo que ese deseo se hará realidad.
Asentí de nuevo, y coloqué mi mano sobre el hombro de Fortuna mientras nos dirigíamos a la escalera. Movido por un impulso interior regresé a la habitación, permanecí solo un segundo en el umbral, e hice una reverencia hincando la rodilla en la oscuridad, antes de regresar al lado de mi guía y consejero.
Juntos, con mi mano en su hombro robusto, dejamos atrás el viejo mundo y descendimos las escaleras para saludar al nuevo.
FIN
