La butaca humana (Ningen-isu) es un inquietante relato del escritor japonés Edogawa Rampo, publicado en 1925. La historia gira en torno a una famosa escritora que recibe una carta anónima de un hombre que, identificándose como ebanista, le confiesa un perturbador secreto: marginado por la fealdad de su rostro, construyó una lujosa butaca donde se ocultó para infiltrarse en un hotel. Aunque inicialmente solo planeaba robar, su obsesión se transformó en un oscuro deseo de espiar y sentir el contacto físico de las personas, especialmente de mujeres que se sentaban sobre él. Con una atmósfera de creciente tensión, Rampo explora los abismos del voyeurismo, el deseo y la perversión humana.
La butaca humana
Edogawa Rampo
(Cuento completo)
YOSHIKO vio a su marido partir hacia su puesto de trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores poco después de las diez. Ya que una vez más disponía de su propio tiempo con entera libertad, se encerró en el estudio que compartía con su esposo para retomar el relato que tenía intención de remitir al número especial de verano de la revista K.
Era una autora versátil de gran talento literario y de estilo fluido y sencillo. Incluso la popularidad de su marido como diplomático se veía eclipsada por la suya como escritora.
Los lectores la abrumaban a diario con cartas que elogiaban sus obras. De hecho, aquella misma mañana, en cuanto se hubo sentado ante el escritorio, echó una rápida ojeada a las numerosas misivas que habían llegado con el correo matinal. El contenido de todas seguía las mismas pautas sin excepción, pero, acuciada por un profundo sentido del respeto típicamente femenino, ella siempre leía cada una de ellas sin importarle que fueran o no interesantes.
En primer lugar se dedicó a las cartas más breves, que no le llevaron mucho tiempo. Por último se encontró con una que consistía en un voluminoso montón de páginas con apariencia de manuscrito. A pesar de que nadie le había avisado de un envío de esa índole, lo cierto es que no le resultaba extraño que escritores aficionados le enviaran sus relatos solicitando su apreciada opinión. En la mayoría de los casos se trataba de tentativas largas y absurdas que no incitaban más que al bostezo. No obstante, abrió el sobre que tenía en la mano y sacó las numerosas hojas de apretada escritura que contenía.
Tal y como había intuido, se trataba de un manuscrito que, por otra parte, estaba cuidadosamente dispuesto. Sin embargo, por alguna razón desconocida, no llevaba título ni firma. Comenzaba de forma brusca:
«Querida señora:…».
Reflexionó durante unos instantes. Quizá no fuese más que una carta, después de todo. Sin darse cuenta, sus ojos leyeron dos o tres líneas a toda velocidad y luego, poco a poco, se vio sumida en una narración extrañamente truculenta. Su curiosidad se disparó y, espoleada por un magnetismo desconocido, continuó leyendo:
»Querida señora: le ruego que me disculpe por enviarle una carta, siendo un completo extraño para usted. Lo que estoy a punto de escribirle, señora, le causará una impresión sin límites. Sin embargo, estoy decidido a presentarle una confesión (la mía) y a describir con todo detalle el terrible crimen que he cometido.
»Durante muchos meses me he escondido de las luces de la civilización, escondido, por así decirlo, como si fuera el mismo diablo. No existe nadie en el mundo que esté al tanto de mis acciones. No obstante, hace poco tiempo que en mi mente se produjo una extraña transformación y ya no podía guardar el secreto por más tiempo. ¡Tenía que confesar!
»Estoy seguro de que todo lo que he escrito hasta el momento no habrá suscitado más que su perplejidad. A pesar de todo, le ruego que siga adelante y tenga la bondad de leer mi relato hasta el final, ya que, de hacerlo, comprenderá totalmente las tribulaciones de mi mente y el motivo por el que la he elegido a usted en particular para realizar esta confesión.
»Lo cierto es que no sé por dónde empezar, porque los hechos de los que pretendo ocuparme son de una naturaleza realmente fuera de lo común. Para ser sincero, no tengo palabras, y es que las palabras humanas parecen del todo inadecuadas a la hora de afrontar la totalidad de los detalles. En cualquier caso, trataré de exponer los acontecimientos en orden cronológico, tal y como sucedieron.
»En primer lugar, permítame decirle que mi fealdad es difícil de describir. Por favor, no olvide esta circunstancia; en caso contrario, temo que cuando usted tenga a bien concederme, si es que llega a hacerlo, mi última petición, la de verme, bien pudiera ser víctima de una fuerte impresión y sentirse horrorizada ante mi rostro (sobre todo después de tantos meses de existencia bajo unas condiciones nada saludables). Sin embargo, ¡le suplico que me crea cuando afirmo que, a pesar de la extrema fealdad de mi cara, mi corazón siempre ha albergado la llama de una pasión desbordante y pura!
»En segundo lugar, permítame decirle que soy un humilde trabajador. De haber nacido en una familia adinerada, quizá hubiera tenido la posibilidad de aliviar mediante el dinero la tortura que la fealdad ha procurado a mi alma. O puede que, si la naturaleza me hubiese dotado de talento artístico, el consuelo de la música o la poesía me hubiera permitido olvidar mi desagradable rostro. Pero, al no recibir la bendición de tales dones, y siendo la desgraciada criatura que soy, no tuve más remedio que convertirme en un humilde ebanista. Y terminé especializándome en la elaboración de diversas clases de sillas.
»En este campo logré un éxito bastante notable, hasta tal punto que tenía fama de poder satisfacer cualquier tipo de petición por difícil que fuese. Por este motivo me convertí en un privilegiado dentro del mundillo de la ebanistería, alguien que solo aceptaba encargos de sillas de lujo, complicadas solicitudes para realizar grabados únicos, nuevos diseños de respaldos y apoyabrazos, extravagantes rellenos para los cojines y los asientos: todo ello de una naturaleza tal que requería la intervención de manos expertas, así como de un proceso y un estudio previo repletos de paciencia; en definitiva, una labor que no se hallaba al alcance de cualquier artesano aficionado.
»La recompensa a todas mis penas, sin embargo, radicaba en el puro placer de la creatividad. Quizá usted me considere un fanfarrón cuando lea estas palabras, pero creía disfrutar del mismo tipo de emoción que siente un verdadero artista al llevar a cabo una obra maestra.
»En cuanto terminaba una silla, tenía la costumbre de sentarme en ella para comprobar la sensación que producía, y, a pesar de la deprimente vida que llevamos los de mi humilde profesión, en esos momentos experimentaba una emoción indescriptible. Dejaba volar la imaginación y solía pensar en la gente que se acurrucaría en la silla, sin duda aristócratas que vivían en residencias palaciegas con exquisitas pinturas de incalculable valor en las paredes, fastuosas arañas de cristal colgadas de sus techos, caras alfombras en el suelo, etc.; y una silla en particular, que yo imaginaba situada ante una mesa de caoba, me traía la visión de flores occidentales que perfumaban el aire con un dulce y fragante aroma. Envuelto en estas extrañas visiones, llegué a sentir que yo también pertenecía a aquellos escenarios, y era infinito mi placer al verme como un personaje de gran influencia social.
»No dejaban de asaltarme pensamientos tan absurdos como los anteriores. Imagine, señora, la patética figura en que me convertía al sentarme cómodamente en una lujosa silla, que yo mismo había construido, y fingir que tenía en los brazos a la chica de mis sueños. Sin embargo, como siempre sucedía, la ruidosa cháchara de las vulgares mujeres del barrio y los histéricos lloriqueos, balbuceos y lamentos de sus hijos no tardaban en disipar todos mis bellos sueños; una vez más, la sombría realidad alzaba su fea cabeza ante mis ojos.
»De vuelta a la tierra, me veía a mí mismo otra vez como una criatura miserable, ¡un gusano que se arrastraba desvalido! Y en lo que respecta a mi amada, aquella mujer angelical, ella también se desvanecía como la bruma. ¡Me maldecía por mi estupidez! Y es que ni las desastradas mujeres que criaban a sus hijos en la calle se dignaban a dedicarme una mirada. Cada vez que terminaba una nueva silla me sentía presa de la más absoluta desesperación. Y con el transcurrir de los meses me iba ahogando en la persistencia de mi desgracia.
»Un día me pidieron que hiciera una gran butaca tapizada en cuero, un tipo de butaca que jamás se me había pasado por la imaginación, para un hotel extranjero de Yokohama. En realidad habían pensado traerlo de fuera del país, pero gracias al poder de convicción de mi patrón, que admiraba mi pericia como sillero, me lo encargaron a mí.
»Para estar a la altura de mi reputación como artesano de alto nivel, me dediqué en cuerpo y alma a mi nuevo trabajo. Poco a poco me fui hallando tan concentrado en esta labor que en ocasiones me olvidaba de comer y de dormir. La verdad es que no sería una exageración afirmar que aquel trabajo se convirtió en toda mi vida: cada fibra de la madera que utilizaba parecía unida a mi alma y a mi corazón.
»Cuando por fin estuvo terminada la butaca, experimenté una satisfacción desconocida hasta entonces, ya que, con toda franqueza, creía que había llevado a cabo una obra que estaba muy por encima del resto de mis creaciones. Como siempre hacía, dejé caer el peso de mi cuerpo sobre las cuatro patas que sujetaban la butaca, no sin antes haberla llevado hasta un lugar soleado del porche del taller. ¡Qué comodidad! ¡Qué inmenso lujo! Ni demasiado duro ni demasiado blando, los muelles parecían ajustarse al cojín con una precisión asombrosa. Y en cuanto al cuero, ¡qué tacto tan agradable poseía! Aquella butaca no solo sustentaba a la persona que se sentaba en ella, sino que también parecía abrazarla y arrullarla. Y eso no era todo: también percibí el perfecto ángulo de inclinación del respaldo, el delicado volumen de los apoyabrazos, la perfecta simetría de cada una de las partes que lo componían. Ningún otro objeto podría expresar con mayor elocuencia el significado de la palabra “comodidad”.
»Dejé que mi cuerpo se hundiera en la butaca y, mientras acariciaba los dos apoyabrazos con ambas manos, lancé un suspiro de placer y de auténtica satisfacción.
»Una vez más pasé a ser un juguete en manos de la imaginación y en mi mente comenzaron a surgir extrañas fantasías. La escena que se presentó ante mis ojos era tan vívida que por un instante me pregunté si acaso no me estaría volviendo loco. Mientras me hallaba en aquel estado mental, me asaltó una extraña idea. No me cabe duda de que fue el mismo demonio quien me la susurró. A pesar de tratarse de mi siniestro pensamiento, me atrajo con un magnetismo tan poderoso que me resultó imposible resistirme.
»Es evidente que al principio la idea se vio fortalecida por mi secreto anhelo de quedarme con la butaca. Sin embargo, consciente de que aquello no podía ser, deseé acto seguido acompañar a aquel mueble fuera cual fuera su destino. A medida que iba dando forma a tan fantástica ocurrencia, mi mente caía de modo gradual, aunque firme, en la trampa de una tentación casi terrorífica. Imagínese, señora… ¡Lo cierto es que tomé la decisión de poner en práctica aquel horrible plan sin preocuparme de sus consecuencias!
»Me apresuré a destruir la butaca y después la reconstruí de acuerdo con mis extraños propósitos. Al ser de gran tamaño, con el asiento cubierto hasta el nivel del suelo, y con un respaldo y unos apoyabrazos también notables, no tardé en idear una cavidad lo bastante grande para acomodar a un hombre sin riesgo de que se notara su presencia. Ni que decir tiene que mi labor se veía obstaculizada por la enorme estructura de madera y por los muelles del interior, pero gracias a mi habitual talento artesanal remodelé la butaca para que las rodillas pudieran ir debajo del asiento, mientras que el torso y la cabeza quedarían en el respaldo. Si alguien se sentaba de esa forma en el hueco, podía permanecer perfectamente oculto.
»Como este tipo de habilidad me resultaba tan natural, me permití añadir ciertos detalles para completar mi obra: mejoré la acústica con el objeto de captar ruidos del exterior y, por supuesto, hice en el cuero una mirilla que pasaba totalmente inadvertida. Además incorporé una zona de provisiones en la que puse varias cajas de galletas y una botella de agua. Para las otras necesidades de la naturaleza también coloqué una gran bolsa de goma y, tras acabar de acondicionarlo con las modificaciones mencionadas y algunas otras, el interior de la butaca se había convertido en un lugar bastante habitable, aunque no recomendable para más de dos o tres días seguidos.
»Una vez finalizada aquella labor tan poco habitual, me desnudé de cintura para arriba y me enterré en la butaca. ¡Trate de imaginar la extraña sensación que me invadió, señora! Lo cierto es que tenía la impresión de haberme enterrado en una tumba solitaria. Tras reflexionar durante unos momentos, llegué a la conclusión de que realmente se trataba de una tumba. En cuanto me vi dentro de la butaca me sumí en una completa oscuridad, ¡y había dejado de existir para el resto de los mortales!
»En aquel momento llegó un mensajero enviado por el comprador para llevarse la butaca en una carretilla de gran tamaño. Mi aprendiz, la única persona que vivía conmigo, no tenía la menor idea de lo que había sucedido. Lo vi hablar con el mensajero.
»Al cargar la butaca en la carretilla, uno de los operarios exclamó:
—¡Dios mío! ¡Cómo pesa este sillón! ¡Al menos una tonelada!
»Al oír aquellas palabras el corazón me dio un brinco. A pesar de todo no llegaron a sospechar, ya que era evidente que se trataba de una butaca extraordinariamente pesada, y poco después sentí la vibración causada por el traqueteo de la carretilla en su recorrido callejero. No es necesario decir que mi preocupación era constante, pero al final, aquella misma tarde, la butaca en la que me había escondido fue depositada con un ruido sordo en el suelo de una dependencia del hotel. Más tarde descubrí que no era una sala cualquiera, sino el vestíbulo.
»A estas alturas ya habrá adivinado usted hace tiempo que la razón principal que me impulsó a embarcarme en esta descabellada empresa era la de abandonar mi escondrijo de la butaca en cuanto no hubiese moros en la costa, luego merodear por el hotel y ponerme a robar. ¿Quién podría pensar que había un hombre escondido en una butaca? Cual sombra fugaz, podría desvalijar cada una de las habitaciones a mis anchas, y cuando sonase la alarma me hallaría sano y salvo en el interior de mi santuario, conteniendo el aliento y contemplando las ridículas payasadas de la gente que me buscaba.
»Quizá haya oído usted hablar del cangrejo ermitaño que suele encontrarse en zonas rocosas de la costa. Tiene forma de gran araña y se arrastra sigiloso hasta que, tan pronto como oye la cercanía de unos pasos, se retira a toda velocidad al interior de una concha vacía, un lugar desde donde dirige su mirada furtiva a los alrededores mientras deja medio expuestas las horripilantes y peludas patas. Yo era como aquel insólito monstruo-cangrejo. Pero, en lugar de una concha, gozaba de una protección mejor: una butaca capaz de ocultarme de un modo mucho más eficaz.
»Como puede usted imaginar, mi plan era tan novedoso y original, tan completamente inesperado, que nadie tuvo la posibilidad de preverlo. En consecuencia, mi aventura resultó un éxito total. Al tercer día de mi llegada al hotel me di cuenta de que ya era dueño de un cuantioso botín.
»Imagine la emoción y el entusiasmo que me provocaba robar todo lo que me viniese en gana, por no mencionar lo que me divertía al observar a la gente corriendo como loca de un lado a otro a escasos centímetros de mis narices, gritando “¡El ladrón se fue por ahí!”, y “¡Se fue por allí!”. No dispongo de tiempo para describir todas mis experiencias con detalle. Mejor permítame continuar con la narración para hablarle de una fuente de inusitada diversión que tuve la oportunidad de descubrir y que resultó mucho más relevante: en realidad, lo que estoy a punto de relatar es el tema principal de esta carta.
»Antes, sin embargo, debo pedirle que regrese al momento en que colocaron la butaca (y a mí) en el vestíbulo del hotel. En cuanto lo dejaron allí, todos los empleados se fueron turnando para probarlo. Pasada la novedad, abandonaron aquel lugar y reinó un absoluto silencio. No obstante, yo no logré reunir el valor suficiente para salir de mi santuario, ya que comencé a imaginar toda clase de peligros. Mantuve los oídos alerta durante un tiempo que me pareció un siglo. Poco después percibí que se acercaban unos pasos firmes, sin duda alguna procedentes del pasillo. Seguramente aquellos pies siguieron su camino sobre una gruesa alfombra, ya que el sonido se desvaneció por completo.
»Instantes más tarde se apoderó de mis oídos el ruido que hacía un hombre con la respiración agitada. Antes de que pudiera adivinar lo que iba a suceder, cayó sobre mis rodillas un cuerpo grande y pesado, como el de un europeo, y tuve la sensación de que rebotaba dos o tres veces hasta que terminó por acomodarse del todo. Solo lo separaba de mis rodillas una fina capa de cuero y eso provocaba que casi sintiera el calor de su cuerpo. Sus hombros anchos y musculosos se apoyaron de lleno contra mi pecho mientras que sus macizos brazos se situaban directamente sobre los míos. Podía imaginarme a aquel individuo fumándose un puro, porque hasta mis fosas nasales llegaba flotando el intenso olor.
»Intente usted, señora, ponerse en la insólita posición en que me encontraba, y piense un momento en lo absolutamente anormal de la situación. En lo que a mí se refiere, sin embargo, estaba por completo aterrorizado, tanto que me agazapé en mi oscuro escondite como petrificado, y un sudor frío me caía de las axilas.
»Después de aquel individuo vinieron varias personas a “sentarse en mis rodillas” ese mismo día, como si hubieran aguardado su turno con paciencia. Ninguno, no obstante, sospechó siquiera durante un fugaz instante que el mullido “cojín” en el que se sentaban era en realidad carne humana por cuyas venas circulaba la sangre…, carne humana confinada en un extraño mundo de oscuridad.
»¿Qué tenía aquel místico agujero que tanto me fascinaba? Me sentía en cierto modo como un animal viviendo en un mundo totalmente nuevo. Y en cuanto a quienes vivían en el mundo exterior, solo era capaz de identificarlos como gente que producía ruidos muy raros, respiraba intensamente, hablaba, hacía crujir sus ropas y poseía unos cuerpos blandos y redondeados.
»Poco a poco comencé a distinguir a quienes se sentaban gracias al tacto más que a la vista. Los gordos parecían medusas, mientras que los muy delgados me daban la sensación de tener encima un esqueleto. Había otros rasgos distintivos, tales como la curvatura de la espina dorsal, la amplitud de los omóplatos, la longitud de los brazos y el grosor de los muslos, además del contorno de los traseros. Quizá suene extraño, pero no miento en absoluto si digo que, a pesar de que todas las personas parezcan similares, existen incontables matices susceptibles de percibirse únicamente mediante el tacto de sus cuerpos. De hecho hay las mismas diferencias que en el caso de las huellas dactilares o los contornos faciales. Ni que decir tiene que esta teoría se aplica también a los cuerpos femeninos.
»Lo habitual es clasificar a las mujeres en dos grandes categorías: las feas y las guapas. Sin embargo, en mi oscuro y limitado mundo del interior de la butaca, los méritos o deméritos faciales eran un elemento secundario que se veía superado por las significativas cualidades que transmitía el tacto de la carne, el sonido de la voz, el olor corporal. (Señora, espero que no se sienta usted ofendida por el descaro con el que me expreso en algunas ocasiones).
»Y de ese modo, para continuar con mi relato, apareció una chica (la primera que jamás había tenido sentada encima de mí) que encendió en mi corazón la llama de un amor apasionado. A juzgar solo por su voz, se trataba de una europea. En aquel momento, aunque en la sala no había nadie más, la felicidad debía de inundar su corazón, ya que al entrar con caminar ligero en la habitación iba cantando.
»No tardé en darme cuenta de que se había detenido ante mi butaca y, sin previo aviso, se echó a reír de repente. Acto seguido oí que agitaba los brazos como un pez debatiéndose en una red, y luego se sentó… ¡sobre mí! Durante unos treinta minutos continuó cantando, moviendo el cuerpo y los pies al ritmo de la melodía.
»El curso que tomaban los acontecimientos me resultaba bastante insólito, ya que siempre me había mantenido apartado de los individuos del sexo opuesto a causa de la fealdad de mi rostro. Ahora era consciente de que me hallaba en la misma sala que una chica europea a quien nunca había visto, con mi piel tocando prácticamente la suya a través de una fina capa de cuero.
»Ella, que no sabía de mi presencia allí, siguió actuando con total libertad, haciendo lo que le apetecía. En el interior de la butaca yo me imaginaba abrazándola, besando su níveo cuello… Ojalá hubiera podido quitar esa capa de cuero de en medio…
»Después de esta experiencia en cierto modo ilícita, aunque más que agradable, olvidé por completo la intención inicial de dedicarme a robar. En su lugar tuve la sensación de precipitarme a toda velocidad en un nuevo remolino de placer enloquecedor.
»Tras una larga reflexión, me dije a mí mismo:
—Quizá mi destino sea disfrutar de esta clase de existencia.
»La verdad se fue cerniendo sobre mí de forma gradual. Para quienes eran tan feos y repulsivos como yo, lo más inteligente era vivir la vida en el interior de una butaca. En ese extraño y oscuro mundo tenía la posibilidad de oír y tocar a todo tipo de criaturas deseables.
»¡El amor en una butaca! Esta idea puede parecer sin duda demasiado fantasiosa. Solo quien lo ha experimentado de verdad puede dar fe de las emociones y los placeres que proporciona. Es evidente que se trata de un tipo de amor poco habitual, restringido a los sentidos del tacto, el oído y el olfato, un amor que arde en un mundo de oscuridad.
»Lo crea o no, muchos de los acontecimientos que se producen en ese mundo son imposibles de comprender del todo. Al principio no pretendía nada más que perpetrar una serie de robos y después huir. Ahora, por el contrario, me había llegado a sentir tan unido a mis “dependencias” que incorporé ciertas mejoras que permitieran una existencia permanente en ellas.
»En mis merodeos nocturnos siempre tomaba las máximas precauciones, vigilaba cada paso que daba, apenas hacía ruido. El riesgo de ser descubierto era mínimo. Cuando recuerdo, sin embargo, que me pasé varios meses dentro de una butaca sin que notaran mi presencia ni una sola vez, hasta yo mismo me siento sorprendido.
»Durante la mayor parte del día me quedaba dentro de la butaca, sentado como un contorsionista, con los brazos flexionados y las rodillas dobladas. La consecuencia fue que llegué a sentir una especie de parálisis en el cuerpo. Además, como no podía ponerme recto en ningún momento, mis músculos perdían flexibilidad y se agarrotaban, y poco a poco empecé a arrastrarme para ir al baño en lugar de hacerlo caminando. ¡Qué estupidez! Ni siquiera ante todos esos sufrimientos logré convencerme de abandonar aquella locura y alejarme de aquel extraño mundo de placeres sensuales.
»Aunque muchos de los huéspedes del hotel permanecían en este durante un mes, o incluso dos, y lo convertían en su lugar de residencia temporal, había una constante afluencia de clientes nuevos, y lo mismo sucedía con los que se marchaban. De ahí que no pudiera disfrutar de ningún amor duradero. Incluso hoy, al pensar en todas mis “aventuras amorosas”, no recuerdo más que el tacto cálido de la carne.
»Algunas mujeres poseían cuerpos firmes como los de los ponys; otras parecían tener cuerpos viscosos como los de las serpientes; y los de algunas otras estaban compuestos solo por grasa, lo que les confería la elástica viveza de una pelota de goma. También hay que mencionar las escasas excepciones de quienes parecían tener cuerpos hechos solo de puro músculo, como artísticas estatuas griegas. Pero, al margen de los diversos tipos o las distintas clases, cada uno de ellos poseía un encanto magnético que lo distinguía de los demás, y yo cambiaba sin cesar el objeto de mis pasiones.
»Sirva como ejemplo que una vez vino a Japón una bailarina de renombre internacional, y dio la casualidad de que se alojó en ese mismo hotel. Aunque se sentó en mi butaca en una sola ocasión, el contacto de su carne tersa y mullida con la mía me proporcionó una emoción desconocida hasta entonces. Tan sublime fue aquella sensación que me condujo a un estado de exaltación absoluta. La experiencia, más que estimular mis instintos carnales, hizo que me imaginara como un artista de gran talento tocado por la varita mágica de un hada.
»Extraños e inquietantes episodios se fueron sucediendo con gran rapidez. Pero las limitaciones de espacio me impiden realizar una detallada descripción de cada uno de los casos. Bastará con que presente un esquema general de los acontecimientos.
»Un día, varios meses después de mi llegada al hotel, se produjo un giro inesperado en lo que a mi destino respecta. Por algún motivo, el propietario del hotel se vio obligado a partir hacia su país y, como resultado, la dirección del hotel pasó a manos japonesas.
»Este cambio de propiedad dio lugar a una nueva política en la gestión, que marcó como objetivo una reducción drástica de gastos, así como la eliminación de los muebles lujosos y la adopción de otras medidas encaminadas al aumento de los beneficios económicos. Una de las primeras consecuencias de esta nueva política fue que los administradores sacaron a subasta todos los objetos extravagantes del hotel. En la lista se incluyó mi butaca.
»Al tener noticia de estos hechos sentí una inmediata decepción. Pero no tardó en aparecer en mi interior una voz que me aconsejaba regresar al mundo exterior, el mundo normal, y disfrutar de la considerable suma que había logrado mediante el robo. Era consciente, por supuesto, de que no tendría que volver a mi humilde vida de artesano, ya que lo cierto es que me había convertido en un hombre relativamente rico. La idea de mi nuevo lugar en el seno de la sociedad me hizo superar la desilusión por verme obligado a dejar el hotel, al menos en apariencia. Además, tras una profunda reflexión acerca de todos los placeres obtenidos allí, tuve que admitir que las “aventuras amorosas”, aunque muchas, se habían producido con mujeres extranjeras, y que en cierto modo siempre había echado algo de menos.
»Llegado a ese punto, me di perfecta cuenta de que, como japonés, lo que de verdad anhelaba era una amante de mi propio mundo. Mientras mi mente daba una vuelta tras otra a aquellos pensamientos, la butaca (conmigo aún dentro) fue enviada a una tienda de muebles para una subasta. Quizá esta vez me decía a mí mismo, compre el sillón un japonés y acabe en una casa japonesa. Crucé los dedos y decidí ser paciente y seguir viviendo en la butaca un poco más de tiempo.
»Aunque tuve que sufrir lo mío durante los dos o tres días que la butaca estuvo en la tienda de muebles, al final salió pronto a la venta y no tardaron en comprarla. Esto fue posible, por fortuna, gracias a la excelente factura derivada de su proceso de fabricación: aunque ya no era nueva todavía poseía un “porte digno”.
»El comprador era un alto dignatario que vivía en Tokio. En el trayecto de la tienda a la residencia palaciega de aquel hombre, los botes y los traqueteos del vehículo casi acabaron conmigo. Apreté los dientes y lo soporté con valentía, ya que me sentía reconfortado por la idea de que al fin me había comprado un japonés.
»Ya en su casa, me colocaron en un espacioso estudio de estilo occidental. Había algo en aquella estancia que me procuró la más grande de las satisfacciones, ya que al parecer la butaca la iba a utilizar sobre todo la joven y atractiva esposa del comprador.
»A lo largo de todo un mes tuve la oportunidad de estar junto a esa mujer de modo constante, unido a ella como si fuésemos uno, por así decirlo. A excepción de las horas destinadas a comer y a dormir, su tierno cuerpo estaba siempre sobre mis rodillas por la sencilla razón de que ella se hallaba dedicada en cuerpo y alma a su labor intelectual.
»¡No se imagina usted cuánto amaba a aquella dama! Era la primera mujer japonesa con la que yo establecía un contacto tan estrecho, y, por si fuera poco, poseía un cuerpo maravillosamente atractivo. ¡La veía como la respuesta a todas mis plegarias! En comparación, mis otras “aventuras” con las diversas mujeres del hotel no parecían sino flirteos infantiles y nada más.
»El loco amor que yo sentía hacia aquella intelectual dama quedaba probado por el hecho de que en todo momento anhelaba tenerla entre mis brazos. Cuando se marchaba, aunque fuera por un instante, esperaba su regreso como un Romeo enloquecido por el amor y añorando a su Julieta. Nunca antes había experimentado tales sensaciones.
»Poco a poco fui sintiendo la necesidad de transmitirle mis sentimientos… de algún modo. En vano traté de llevar a cabo mi propósito, pero siempre me encontraba con un muro totalmente plano que me cerraba el camino, ya que mi indefensión era absoluta. ¡Oh, cómo ansiaba que ella me correspondiera! Sí, quizá piense usted que está leyendo la confesión de un loco, y es que estaba loco…, ¡locamente enamorado de ella!
»Pero ¿de qué forma podría llamar su atención? Si me daba a conocer, la impresión de una noticia así la llevaría a avisar a su marido y a los criados de inmediato. Y eso, por supuesto, resultaría desastroso para mí, porque el descubrimiento no solo me acarrearía el deshonor, sino un severo castigo por los delitos que había cometido.
»Entonces decidí que debía seguir un camino diferente, esto es, hacer todo lo posible porque se sintiera cada vez más cómoda y de ese modo suscitar en ella un amor natural por… ¡la butaca! Dado que se trataba de una verdadera artista, tenía cierta confianza en que su inherente inclinación hacia la belleza la guiaría en la dirección que yo deseaba. Y en lo que a mí respecta, buscaba la pura satisfacción derivada de su amor por un objeto material, ya que así me consolaría al creer que sus refinados sentimientos afectivos por una simple butaca serían lo bastante intensos como para alcanzar a la criatura que habitaba en su interior…, ¡y esa criatura era yo!
»Me esforcé todo lo que pude para que se sintiera mejor cada vez que acomodaba su cuerpo en la butaca. Siempre que se sentía fatigada, tras llevar mucho tiempo sentada sobre mi humilde persona en la misma postura, yo cambiaba muy despacio la posición de las rodillas y la abrazaba de forma más cálida para que sus sensaciones fuesen cada vez más gratas. Y si se estaba quedando dormida, también movía las rodillas, siempre con gran lentitud, para mecerla y facilitarle un sueño más profundo.
»En cierta manera quizá milagrosa (¿o no era más que mi imaginación?) aquella dama ya parecía sentir por la butaca un amor intenso, y es que cada vez que se sentaba se comportaba como un niño sumido en el abrazo de su madre, o como una chica rodeada por los brazos de su amante. Y cuando cambiaba de postura en la butaca, yo tenía la impresión de que disfrutaba de un regocijo cercano al sentimiento amoroso.
»Terminé por pensar que si llegara a mirarme una sola vez, aunque solo fuera un breve y fugaz instante, podría morir en medio del placer más absoluto.
»Estoy seguro, señora, de que a estas alturas habrá adivinado usted quién es el objeto de mi loca pasión. Para no andarme con rodeos, ¡lo cierto es que se trata de usted, señora! Desde que su marido me trajo de aquella tienda de muebles he sufrido unos dolores insoportables a causa del desmedido amor y el anhelo que siento por usted. No soy más que un gusano…, una criatura repugnante.
»Solo deseo realizar una petición. ¿Aceptaría usted conocerme, verme una sola vez, solo una? No le pediré nada más. Ya sé que no merezco su simpatía, porque no he sido más que un villano a lo largo de toda mi vida, indigno siquiera de tocar la planta de sus pies. Pero si accede a este ruego, aunque no sea más que por compasión, mi gratitud será eterna.
»Anoche salí a escondidas de su residencia para escribir esta confesión, ya que, aun alejándome del peligro, no reuní el valor suficiente de mostrarme ante usted cara a cara y sin aviso o preparación previos.
»Mientras lee esta carta, estaré vagando por los alrededores de su casa con el corazón en un puño. Si decide usted satisfacer mi demanda, haga el favor de colocar un pañuelo en la maceta de flores que hay en el alféizar de su ventana. Ante esa señal, yo abriré la puerta y entraré como un humilde visitante…
Así terminaba la carta.
Incluso antes de acabar de leer las muchas páginas de que constaba la misiva, una premonición con cierto aire de malignidad había hecho que Yoshiko se pusiera mortalmente pálida. Se incorporó de forma inconsciente y huyó inmediatamente del estudio, de aquella butaca en la que había estado sentada y que se había convertido en su santuario dentro de una de las estancias de la casa.
Su primera intención había sido la de no seguir leyendo y hacer trizas el espeluznante mensaje; pero, por alguna extraña razón, había continuado, y había ido dejando las hojas de apretada escritura encima de una mesilla.
Ahora que había terminado, su premonición se reveló cierta. Aquella butaca en la que había estado sentada día tras día…, ¿realmente tenía un hombre en su interior? Si así era, ¡qué experiencia tan horrible había sufrido sin saberlo! Sintió un escalofrío de repente, como si por la espalda le hubieran echado un vaso de agua helada, y los temblores que vinieron a continuación parecían no tener fin.
Se quedó con la vista fija en el vacío, como si estuviera en trance. ¿Debía examinar la butaca? Sin embargo, ¿cómo reunir las fuerzas suficientes para afrontar tan horrible prueba? Aunque ahora el sillón se hallase vacío, ¿qué ocurriría con la suciedad que aún quedara allí, como la comida y otros objetos de los que el inquilino hubiera tenido necesidad?
—Señora, una carta para usted.
Miró sobresaltada y vio a la criada en el umbral de la puerta con un sobre en la mano.
Aturdida, Yoshiko cogió el sobre y logró ahogar un grito. ¡Qué horror! ¡Se trataba de otro mensaje del mismo hombre! De nuevo había escrito su nombre con aquella letra tan familiar.
Dudó durante un largo instante si abrirla o no. Al final se armó de valor, rompió el lacre y sacó las hojas con sus trémulas manos. Esta segunda comunicación era breve y concisa, y contenía otra impresionante sorpresa:
»Disculpe mi osadía al enviarle un nuevo mensaje. En primer lugar debo decirle que no soy más que uno de sus fervientes admiradores. El manuscrito que le he hecho llegar aparte no estaba inspirado más que por la imaginación y por el hecho de que yo sabía que usted había comprado esa butaca hacía poco tiempo. Es un ejemplo de mis humildes tentativas en lo que a la narrativa de ficción se refiere. Si tuviera la amabilidad de darme su opinión, le estaría enormemente agradecido.
»Fueron motivos personales los que me indujeron a enviar el texto antes que esta carta de aclaración, y doy por hecho que ya lo ha leído. ¿Qué le ha parecido? Si cree que se trata de un relato más o menos divertido o entretenido, pensaré que todos mis esfuerzos literarios no han sido en vano.
»A pesar de que se lo oculté de modo deliberado, pretendo que mi historia lleve por título “La butaca humana”.
»Reciba mi más afectuoso saludo y mis mejores deseos para el futuro.
Atentamente…
FIN