Sinopsis: «La sonrisa muerta» (The Dead Smile) es un cuento de F. Marion Crawford, publicado en agosto de 1899 en la revista Ainslee’s y recogido en la colección Uncanny Tales (1911). Ambientado en una antigua mansión irlandesa, narra la inquietante historia de los Ockram, una familia marcada por una herencia maldita. Antes de morir, sir Hugh, un anciano cruel y despiadado, lanza enigmáticas advertencias a su hijo Gabriel y a su sobrina Evelyn, quienes planean casarse. Pero se lleva su secreto a la tumba. Desde entonces, la felicidad de los jóvenes se ve empañada por una amenaza creciente y un llamado imperioso que parece surgir desde la cripta familiar.

La sonrisa muerta
F. Marion Crawford
(Cuento completo)
CAPÍTULO I
Sir Hugh Ockram sonreía sentado junto a la ventana abierta de su estudio una tarde de finales de agosto, y en ese preciso instante una curiosa nube amarillenta oscureció los rayos oblicuos del sol, y la diáfana luz veraniega se volvió más refulgente, como si, de repente, hubiera quedado envenenada y contaminada por los vapores nauseabundos de una peste. El rostro de sir Hugh, incluso en las mejores circunstancias, parecía hecho de fino pergamino estirado sobre una máscara de madera: dos ojos hundidos y ocultos observaban desde lo profundo de las hendiduras bajo los párpados rasgados y arrugados, vivos y vigilantes como dos sapos dentro de sus agujeros, uno junto al otro y exactamente iguales. Pero, a medida que la luz cambiaba, un tenue fulgor amarillento comenzó a brillar en cada uno de ellos.
La enfermera Macdonald había dicho una vez que, cuando sir Hugh sonreía, veía los rostros de dos mujeres en el infierno… dos mujeres muertas a las que él había traicionado (y la enfermera Macdonald rondaba ya el siglo de edad). Y la sonrisa del anciano se ensanchaba entonces, estirando los pálidos labios sobre los dientes descoloridos con una expresión de profunda autosatisfacción mezclada con el más implacable odio y desprecio por la naturaleza humana. La repugnante enfermedad que lo estaba matando había afectado su cerebro. Su hijo estaba de pie junto a él, alto, pálido y delicado como un ángel de una pintura religiosa primitiva, y aunque un profundo dolor oscurecía sus ojos violetas mientras contemplaba el rostro de su padre, sintió que la sombra de aquella nauseabunda sonrisa se deslizaba sobre sus propios labios, partiéndolos y entreabriéndolos en contra de su voluntad. Era como un mal sueño, pues intentaba no sonreír y aun así sonreía más.
A su lado, extrañamente semejante a él en su lánguida y angelical belleza —con el mismo cabello color oro viejo, los mismos tristes ojos violetas, el mismo semblante luminosamente pálido—, Evelyn Warburton apoyó una mano sobre su brazo. Y mientras miraba los ojos de su tío, sintió que no podía apartar los suyos y supo que la mortal sonrisa flotaba sobre sus propios labios rojos, tensándolos sobre los pequeños dientes, mientras dos lágrimas brillantes descendían por sus mejillas hasta su boca y quedaban suspendidas en el labio superior mientras ella sonreía… y la sonrisa era como la sombra de la muerte y el sello de la perdición dibujados en su puro y joven rostro.
—Por supuesto —dijo sir Hugh con mucha parsimonia, aún contemplando los árboles por la ventana—, si ya habéis decidido casaros, no puedo deteneros… y tampoco creo que mi consentimiento os importe lo más mínimo.
—¡Padre! —exclamó Gabriel con un reproche contenido.
—No, no me engaño a mí mismo —prosiguió el anciano, sonriendo de modo terrible—. Os casaréis cuando yo haya muerto, aunque existe una excelente razón para que no lo hagáis… porque os conviene no hacerlo —repitió, enfatizando cada palabra; y lentamente volvió los ojos hacia los amantes.
—¿Qué razón? —preguntó Evelyn con voz temerosa.
—Da igual la razón, querida. Os casaréis igualmente, como si no existiera. —Hubo una larga pausa—. Dos ya han partido de esta vida —añadió, bajando la voz de un modo extraño—, y dos más serán cuatro, en total, por siempre jamás ardiendo, ardiendo, ardiendo, resplandecientes.
Al pronunciar las últimas palabras, echó la cabeza hacia atrás lentamente, y el fulgor de los ojos semejantes a sapos desapareció bajo los párpados hinchados; y la nube refulgente se apartó del sol poniente, de modo que la tierra volvió a ser verde y la luz volvió a ser pura. Sir Hugh se había quedado dormido, como hacía con frecuencia desde su última recaída, incluso a media frase.
Gabriel Ockram condujo a Evelyn fuera del estudio hacia el sombrío recibidor y cerró la puerta con suavidad detrás de ellos; ambos respiraban agitadamente, como si acabara de pasar un peligro repentino. Entrelazaron las manos, y sus ojos, extrañamente parecidos, se fundieron en una larga mirada en la que el amor y la perfecta comprensión se veían ensombrecidos por el secreto terror de algo desconocido. Sus pálidos semblantes reflejaban el miedo del otro.
—Es su secreto —dijo por fin Evelyn—. Nunca nos dirá de qué se trata.
—Si muere con él —respondió Gabriel—, ¡que pese sobre su conciencia!
—¡Sobre su conciencia! —repitió un eco en el sombrío recibidor. Era un eco extraño, y algunos se sobresaltaban al oírlo, pues decían que, si fuera un eco real, debería repetirlo todo y no solo algunas frases, unas veces parlanchín, otras silencioso. Pero la enfermera Macdonald aseguraba que en el enorme recibidor el eco jamás repetía una plegaria cuando un Ockram estaba a punto de morir, aunque sí repetía diez veces cada una de las maldiciones.
—¡Sobre su conciencia! —repitió el eco muy débilmente, y Evelyn se estremeció y miró a su alrededor.
—Es solo el eco —dijo Gabriel, llevándosela consigo.
Salieron a la luz de las últimas horas de la tarde y se sentaron en un banco de piedra detrás de la capilla construida en el extremo del ala este. Reinaba una quietud total: no se escuchaba ni la más mínima respiración, ni ningún otro sonido cercano. Solo a lo lejos, en el parque, un pájaro cantor silbaba el agudo preludio de los coros del anochecer.
—Qué solitario es este lugar —dijo Evelyn, tomando nerviosamente la mano de Gabriel y vacilando como si temiera romper el silencio—. Si fuese de noche, tendría miedo.
—¿De qué? ¿De mí? —preguntó Gabriel con sus tristes ojos fijos en ella.
—¡Oh, no! ¿Cómo podría temerte? Más bien a los viejos Ockram… dicen que están justo debajo de nuestros pies, aquí en la cripta norte junto a la capilla, todos envueltos en sus mortajas, sin ataúdes, como solía enterrarse antiguamente.
—Y como serán siempre enterrados… como enterrarán a mi padre, y a mí. Las leyendas dicen que un Ockram jamás debe yacer en un ataúd.
—Pero no pueden ser ciertas… no son más que cuentos… ¡historias de fantasmas!
Evelyn se acercó más a su compañero, apretándole la mano, mientras el sol comenzaba a ponerse.
—Claro. Pero está la historia del anciano sir Vernon, decapitado por traición en tiempos de Jacobo II. La familia trajo su cuerpo desde el cadalso en un féretro de hierro con fuertes cerrojos y lo colocó en la cripta norte. Pero desde entonces, cada vez que se reabría el panteón para enterrar a otro miembro de la familia, hallaban el ataúd completamente abierto, y el cuerpo erguido, apoyado contra la pared, y la cabeza lejos, tirada en un rincón… sonriendo en dirección al féretro.
—¿Como la sonrisa del tío Hugh? —murmuró Evelyn, estremeciéndose.
—Sí, supongo que sí —respondió Gabriel, pensativo—. Por supuesto, nunca lo he visto, y la cripta no se ha abierto desde hace treinta años… ninguno de los nuestros ha muerto desde entonces.
—Y si… si el tío Hugh muere… tú… —Evelyn guardó silencio, y su hermoso y delgado rostro palideció profundamente.
—Sí. Veré cómo lo entierran allí… con su secreto, sea cual sea. —Gabriel suspiró y apretó la pequeña mano de la joven.
—No me gusta nada —dijo ella, vacilante—. Oh, Gabriel, ¿qué podrá ser ese secreto? Él dijo que sería mejor que no nos casáramos… no lo prohibió, pero lo dijo de un modo tan extraño, y esa sonrisa… ¡Uf! —sus pequeños dientes blancos castañetearon de miedo; miró por encima del hombro y se aferró aún más a Gabriel—. Y, de algún modo, sentí esa sonrisa en mi propio rostro…
—Y yo también —respondió él en voz baja, nervioso—. La enfermera Macdonald… —se interrumpió bruscamente.
—¿Qué? ¿Qué dijo ella?
—Oh… nada. Me ha contado cosas… cosas que te asustarían, querida. Ven, está refrescando.
El joven se levantó, pero Evelyn retuvo su mano entre las suyas, aún sentada, levantando hacia él su mirada.
—Pero nos casaremos igualmente… ¡Gabriel! ¡Dime que sí!
—Claro, querida… por supuesto. Pero mientras mi padre esté tan enfermo, es imposible…
—¡Oh, Gabriel, Gabriel, querido! ¡Ojalá estuviéramos casados ahora! —exclamó Evelyn con súbita angustia—. Siento que algo lo impedirá… que nos separará.
—¡Nada lo conseguirá!
—¿Nada?
—Nada humano —dijo Gabriel Ockram, mientras ella lo abrazaba.
Y sus rostros, tan extrañamente similares, se unieron y rozaron… y Gabriel sintió que el beso tenía un maravilloso sabor a maldad, aunque en los labios de Evelyn era como el frío aliento de un miedo dulce y mortal. Y ninguno de los dos lo comprendía, porque eran jóvenes e inocentes. Sin embargo, ella lo atrajo hacia sí con una caricia apenas perceptible, como una mimosa sensible al tacto que agita y ondula sus delgadas hojas y se flexiona y cierra suavemente sobre aquello que anhela; y él se dejó atraer, como si aquella caricia hubiese sido mortal y venenosa. Ella amaba, de un modo extraño, ese aliento casi voluptuoso de miedo, y él deseaba apasionadamente ese algo maligno e innombrable que acechaba en sus labios virginales.
—Es como si nos amáramos en un sueño extraño —dijo ella.
—Temo despertarme —murmuró él.
—Nunca despertaremos, querido… cuando el sueño termine, ya se habrá transformado en muerte, tan sutilmente que ni siquiera lo notaremos. Pero hasta entonces…
Calló, y sus ojos buscaron los de él, y sus rostros se acercaron lentamente. Era como si sus pensamientos se prendieran en sus labios rojos, anticipando y conociendo ya el profundo beso en la boca del otro.
—Hasta entonces… —repitió ella en voz muy baja, con la boca muy cerca de la de él.
—Hasta entonces… sueña —murmuró él entre dientes.
CAPÍTULO II
La enfermera Macdonald tenía cien años de edad. Solía dormirse acurrucada en un viejo sillón orejero de cuero, con los pies sobre un mullido escabel tapizado en piel de borrego, envuelta en múltiples y cálidas mantas, incluso en verano. Siempre había a su lado una pequeña lámpara encendida y, cerca, una antigua taza de plata en la que reposaba alguna bebida.
Tenía el rostro profundamente arrugado, pero las arrugas eran tan pequeñas, finas y apretadas entre sí que producían sombras más que líneas. Dos delgados mechones de cabello —que estaban volviendo a mutar del blanco a un amarillo ahumado— le cubrían las sienes bajo el almidonado gorro blanco. De vez en cuando se despertaba, y sus párpados se alzaban en diminutos pliegues, como cortinas de seda rosa, y fijaba sus extraños ojos azules en un punto a través de puertas, paredes y mundos, hasta un lugar lejano más allá. Después volvía a dormirse, con las manos posadas una sobre otra en el borde de la manta; con la edad, sus pulgares habían crecido más que los demás dedos, y las articulaciones brillaban bajo la luz de la lámpara como lustrosas manzanas silvestres.
Era casi la una de la madrugada, y la brisa de verano hacía que una rama de hiedra rozara los cristales de la ventana como una caricia susurrante. En la pequeña estancia contigua, con la puerta entornada, la joven cuidadora encargada de asistir a la enfermera Macdonald dormía profundamente. Todo estaba muy silencioso. La anciana respiraba a intervalos regulares, y sus labios arrugados vibraban levemente con cada exhalación; tenía los ojos cerrados.
Pero al otro lado de la ventana cerrada había un rostro, y unos ojos violetas miraban fijamente a la anciana dormida, y era como el rostro de Evelyn Warburton, aunque había unos veinticuatro metros entre el alféizar de la ventana y la base de la torre. Sin embargo, era un rostro más delgado que el de Evelyn, tan blanco como un destello, y tenía la mirada fija; y los labios no brillaban encarnados con vida: estaban muertos, pintados con sangre fresca.
Lentamente, los arrugados párpados de la enfermera Macdonald se plegaron hacia atrás, y entonces miró directamente el rostro de la ventana durante diez segundos.
—¿Ya es la hora? —preguntó con su débil y remota voz.
Mientras lo observaba, el rostro en la ventana cambió: los ojos se abrieron más y más, hasta que el blanco resplandeció alrededor del violeta brillante; y los sangrientos labios se abrieron mostrando dientes relucientes, y se tensaron y volvieron a abrirse, y el cabello de un dorado oscuro flotó y golpeó el cristal con la brisa nocturna. Y, en respuesta a la pregunta de la enfermera Macdonald, llegó el sonido que hiela la carne viva.
Aquel gemido, emitido al principio en voz baja, se elevó súbitamente como el lamento de una tormenta: de gemido pasó a alarido, de alarido a aullido, de aullido al grito aterrador de un muerto torturado… quien lo ha escuchado lo sabe y puede atestiguar que el grito de la banshee es un grito maligno cuando se oye a solas en la oscuridad de la noche. Cuando por fin calló y el rostro desapareció, la enfermera Macdonald se removió un poco en su enorme sillón y siguió mirando el gran cuadrado negro de la ventana, pero ya no había nada allí, nada excepto la noche y la hiedra susurrante. Volvió la cabeza hacia la puerta entreabierta, y allí estaba de pie la joven cuidadora, vestida con un camisón blanco; los dientes le castañeaban del miedo.
—Ya es la hora, niña —dijo la enfermera Macdonald—. Debo ir hacia él, porque el fin ha llegado.
Se levantó lentamente, apoyando sus marchitas manos en los brazos del sillón; la joven trajo una bata de lana, una enorme toca y la muleta, y abrigó a la anciana. Con frecuencia la muchacha miraba hacia la ventana con el rostro descompuesto por el terror, y con frecuencia la enfermera Macdonald sacudía la cabeza y murmuraba palabras que la muchacha no comprendía.
—Era como el rostro de la señorita Evelyn —dijo por fin la joven, temblando.
La anciana le lanzó una mirada dura y enojada, y la examinó con sus extraños ojos azules. Se incorporó apoyándose en el brazo del sillón con la mano izquierda, y levantó la muleta como para golpear a la muchacha con todas sus fuerzas. Pero no lo hizo.
—Eres una buena chica —dijo—, pero una tonta. Ruega por tener más entendimiento, niña, ruega por tener más entendimiento… si no, será mejor que busques empleo en otra casa que no sea Ockram Hall. Trae la lámpara y sujétame por debajo del brazo izquierdo.
La muleta repiqueteó contra el piso de madera, y los bajos tacones de las zapatillas de la enfermera Macdonald sonaron en lentos tripletes mientras avanzaba hacia la puerta. Bajando la escalera, cada paso le suponía un inmenso esfuerzo, y por el repiqueteo los sirvientes que despertaban sabían que la anciana se acercaba mucho antes de verla.
Nadie dormía ya: había luces, susurros y rostros pálidos en los pasillos cerca del cuarto de sir Hugh; algunos entraban, otros salían, pero todos cedieron el paso a la enfermera Macdonald, que había cuidado al padre de sir Hugh más de ochenta años atrás.
La luz en la habitación era tenue y clara. Allí estaba Gabriel Ockram, de pie junto al lecho de su padre; y Evelyn Warburton, arrodillada, con el cabello cayendo como una sombra dorada sobre los hombros, y las manos entrelazadas y crispadas. Frente a Gabriel, una enfermera intentaba hacer que sir Hugh bebiera. Pero él se negaba: aunque tenía los labios entreabiertos, los dientes permanecían firmemente apretados. Estaba muy, muy delgado y amarillento, y sus ojos reflejaban la luz desde ambos lados, semejando brasas amarillas.
—No lo atormente —dijo la enfermera Macdonald a la mujer que sostenía la taza—. Déjeme hablar con él; ya ha llegado su hora.
—Déjela hablar —ordenó Gabriel con voz apagada.
La anciana se inclinó hacia la almohada y posó el peso pluma de su marchita mano—una mano como de polilla marrón—sobre los dedos amarillos de sir Hugh, y le habló con vehemencia. Sólo Gabriel y Evelyn quedaron en la habitación para escucharla.
—Hugh Ockram —dijo—, este es el fin de tu vida; te vi nacer, y antes vi nacer a tu padre, y he venido para verte morir. Hugh Ockram, ¿me dirás la verdad?
El moribundo reconoció aquella voz lejana que había oído toda su vida, y volvió lentamente su rostro amarillento hacia la enfermera Macdonald, pero no habló. Ella continuó:
—Hugh Ockram, jamás volverás a ver la luz del sol. ¿Me dirás la verdad?
Sus ojos semejantes a los de un sapo aún brillaban. Se clavaron en el rostro de la anciana.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó, y cada palabra resonó hueca contra la siguiente—. No tengo secretos. He tenido una buena vida.
La enfermera Macdonald rio… una risa rota y baja que hizo que su cabeza se sacudiera y temblara ligeramente, como si su cuello fuese un muelle de acero. Pero los ojos de sir Hugh enrojecieron, y sus pálidos labios empezaron a torcerse.
—Déjame morir en paz —dijo lentamente.
Pero la enfermera Macdonald negó con la cabeza, y su mano parda como una polilla se retiró de la de él y revoloteó hasta su frente.
—¡Por la madre que te dio a luz, y que murió de dolor por tus pecados, dime la verdad!
Los labios de sir Hugh se tensaron sobre sus dientes descoloridos.
—No en este mundo —respondió lentamente.
—¡Por la mujer que engendró a tu hijo y murió con el corazón roto, dime la verdad!
—Ni a ti en vida, ni a ella en la muerte eterna.
Arrugó los labios, como si las palabras le abrasaran como ascuas, y una enorme gota de sudor rodó por el pergamino de su frente. Gabriel Ockram se mordió la mano al presenciar la inminente muerte de su padre.
Pero la enfermera Macdonald habló por tercera vez.
—Por la mujer a la que traicionaste, y que hoy te espera, Hugh Ockram, ¡dime la verdad!
—Es demasiado tarde. Déjame morir en paz.
Los labios retorcidos empezaron a dibujar una sonrisa que se posó sobre los dientes amarillentos, y los ojos semejantes a los de un sapo brillaron en su cabeza como joyas malignas.
—Aún queda tiempo —dijo la anciana—. Dime el nombre del padre de Evelyn Warburton. Luego te dejaré morir.
Evelyn dio un salto hacia atrás, aún arrodillada, y miró a la enfermera Macdonald, luego a su tío.
—¿El nombre del padre de Evelyn? —repitió el anciano lentamente, mientras la terrible sonrisa se extendía por su rostro moribundo.
Extrañamente, la luz se fue haciendo más sombría en la enorme estancia. Mientras Evelyn miraba, la encorvada sombra de la enfermera Macdonald proyectada en la pared se volvió gigantesca. La respiración de sir Hugh era pesada, ya entrecortada por los últimos estertores, mientras la muerte avanzaba por su cuerpo como una serpiente y lo oprimía. Evelyn rezaba en voz alta y clara.
Entonces algo golpeó la ventana, y la joven sintió una fría brisa sobre su cabello, que se agitó por encima de su cabeza, y, contra su voluntad, volvió la mirada. Y cuando vio su propio rostro mirándola desde la ventana, y sus propios ojos observándola a través del cristal, abiertos al límite por el terror; y vio su propio cabello resbalando por el vidrio, y sus propios labios manchados de sangre fresca, se levantó lentamente del suelo y permaneció rígida unos segundos; luego, tras lanzar un único grito, se desmayó y cayó hacia atrás, directamente en los brazos de Gabriel.
Pero el alarido que respondió al de la joven era el alarido de un cadáver torturado, con el alma presa por la vergüenza de pecados mortales, mientras los demonios luchaban en su interior contra la putrefacción, cada uno deseoso de tomar su parte.
Sir Hugh Ockram se incorporó en su lecho de muerte, abrió los ojos y gritó:
—¡Evelyn!
Su áspera voz se quebró en su pecho, y se hundió de nuevo en la almohada. Pero la enfermera Macdonald seguía torturándolo, porque aún le quedaba un hilo de vida.
—Has visto a la madre que te espera, Hugh Ockram. ¿Quién era el padre de la joven Evelyn? ¿Cómo se llamaba?
Por última vez, la terrible sonrisa brotó en sus retorcidos labios, muy lentamente, muy firmemente, y los ojos semejantes a los de un sapo brillaron rojizos, y el rostro apergaminado destelló bajo la luz temblorosa. Y por última vez habló.
—Lo saben en el infierno.
Entonces los relucientes ojos se apagaron rápidamente, el semblante amarillento se tornó pálida cera, y un gran temblor recorrió el delgado cuerpo de Hugh Ockram mientras moría.
Pero incluso en la muerte sonreía, porque guardaba su secreto y se había llevado su silencio al otro lado, y lo llevaría consigo para que permaneciera allí, por siempre jamás, en la cripta norte de la capilla donde los Ockram yacían sin ataúdes, envueltos en sus mortajas… todos menos uno. Aunque estaba muerto, sonreía, porque había custodiado hasta el final el tesoro de una verdad maligna, y no quedaba nadie vivo que pudiera pronunciar el nombre que él había dicho, pero todo el mal no reparado quedaba para dar sus frutos.
Mientras contemplaban al padre —la enfermera Macdonald y Gabriel, que sostenía a Evelyn inconsciente entre sus brazos—, sintieron que la sonrisa muerta reptaba hasta sus propios labios… la anciana arpía y el joven de rostro angélico. Entonces se estremecieron y miraron a Evelyn, que reposaba con la cabeza sobre el hombro del joven y que, aun en su hermosura, tenía la misma escalofriante sonrisa torciendo su joven boca. Y aquella visión fue como un presagio de un mal tremendo que ninguno de los dos podía comprender.
Poco a poco retiraron a Evelyn de la habitación; ella abrió los ojos y la sonrisa desapareció. Desde muy lejos, en la enorme casa, llegó a ellos el sonido de llanto y plegarias que subía por las escaleras y resonaba en los lúgubres pasillos: las mujeres habían comenzado a llorar la muerte de su señor, según la costumbre irlandesa, y en el salón aquellos ecos duraron toda la noche, como el lejano alarido de una banshee entre los árboles de un bosque.
Cuando llegó el momento, llevaron a sir Hugh en su sudario sobre unas andas hacia la capilla, atravesando la verja de hierro y por el largo pasaje descendente a la cripta norte, alumbrados por velas, para colocarlo junto a su padre. Dos hombres entraron primero para arreglar el lugar; y salieron tambaleándose como si estuvieran ebrios, pálidos, dejando sus luces allí dentro.
Pero Gabriel Ockram no tenía miedo, pues ya sabía qué encontraría. Y entró solo, y vio que el cuerpo de sir Vernon Ockram estaba erguido, apoyado contra la pared de piedra; y que su cabeza, en el suelo, cerca del cuerpo, miraba hacia arriba, y los labios resecos y apergaminados sonreían horriblemente hacia el cadáver seco, mientras el féretro de hierro, forrado de terciopelo negro, permanecía abierto en el suelo.
Entonces Gabriel levantó el cuerpo entre sus manos: era muy ligero, pues estaba reseco por el aire de la cripta. Y los que miraban desde la puerta lo vieron colocarlo dentro del féretro otra vez. Crujió levemente, como un fardo de cañas, y sonó a hueco al tocar los lados y el fondo. También colocó la cabeza sobre los hombros y echó el cerrojo a la tapa, que se cerró con un chasquido sobre un muelle oxidado.
Después colocaron a sir Hugh junto a su padre, sobre las andas en que lo habían traído, y regresaron a la capilla.
Pero cuando los hombres y su señor se miraron unos a otros, todos sonreían con la sonrisa muerta del cadáver que habían dejado en la cripta, y solo pudieron volver a mirarse cuando por fin desapareció.
CAPÍTULO III
Gabriel Ockram se convirtió en sir Gabriel tras heredar de su padre el título de baronet junto con una fortuna bastante mermada, y Evelyn Warburton continuó viviendo en Ockram Hall, en la habitación orientada al sur que había ocupado desde que tenía memoria. No tenía a dónde ir, pues no contaba con familiares cercanos, y, además, no parecía existir razón alguna para que debiera marcharse. El resto del mundo jamás se tomaría la molestia de averiguar qué hacían los Ockram en sus posesiones irlandesas, y desde hacía mucho tiempo los Ockram no esperaban nada del mundo.
Así pues, Gabriel ocupó el lugar de su padre en la oscura y antigua mesa del comedor, y Evelyn se sentó frente a él, aguardando que concluyera el periodo de luto para que pudieran finalmente casarse. Y, mientras tanto, sus vidas continuaron como antes, cuando sir Hugh había quedado irremediablemente inválido durante el último año de su vida y ellos lo veían sólo unos minutos al día, pasando la mayor parte del tiempo juntos, en una compañía extrañamente perfecta.
Pero aunque el verano tardío se entristecía hacia el otoño, y el otoño se oscurecía hacia el invierno, y una tormenta seguía a otra, y la lluvia caía sin cesar durante días cortos y noches largas, Ockram Hall parecía menos sombrío desde que sir Hugh fue enterrado en la cripta norte junto a su padre. Y cuando llegó la Navidad, Evelyn engalanó el enorme salón con ramas de acebo y laurel, y grandes fuegos ardieron en todas las chimeneas. En Año Nuevo, los granjeros del lugar fueron invitados a una cena, donde todos comieron y bebieron abundantemente, mientras sir Gabriel presidía la mesa. Evelyn entró cuando se sirvió el oporto, y los propietarios más respetados brindaron por la salud de la señora de la casa.
Hacía ya tiempo, dijo uno de ellos, que no había una lady Ockram. Sir Gabriel sombreó sus ojos con la mano y miró hacia el extremo opuesto de la mesa, y un ligero rubor apareció en las traslúcidas mejillas de Evelyn, sentada a su lado. Pero, continuó el granjero de cabello gris, hacía aún más tiempo que no había habido una lady Ockram tan hermosa como la que pronto habría. Y brindó por la salud de Evelyn Warburton.
Entonces todos los granjeros se levantaron y la vitorearon, y sir Gabriel se levantó con ella. Y cuando los hombres prorrumpieron en la última y más estruendosa ovación, se oyó otra voz que no pertenecía a ninguno de ellos, por encima de todas: más aguda, más fiera, más alta… un grito que no era terrenal, un alarido por la novia de Ockram Hall. Las ramas de acebo y laurel sobre la repisa de la gran chimenea se agitaron y ondularon sutilmente, como si una brisa helada soplara sobre ellas. Los hombres palidecieron, muchos apoyaron sus vasos, otros los dejaron caer al suelo del espanto. Al mirarse unos a otros, comprobaron que todos sonreían de un modo extraño: la sonrisa muerta del difunto sir Hugh. Alguien gritó palabras en irlandés, y el miedo a la muerte los sobrecogió y los hizo huir despavoridos, tropezando unos con otros como bestias salvajes que huyen de un bosque en llamas cuando el denso humo anuncia la llegada del fuego. Las mesas quedaron volcadas, los vasos y botellas reducidos a montones de cristal roto, y el oscuro vino tinto esparcido como sangre sobre el suelo pulido.
Sir Gabriel y Evelyn permanecieron en la cabecera de la mesa contemplando el naufragio de la fiesta, sin atreverse a mirarse, porque ambos sabían que el otro sonreía. Pero el brazo derecho de él rodeó el de ella, y su mano izquierda tomó la mano derecha de la joven mientras ambos miraban al frente; y, de no ser por la sombra del cabello de ella, habría sido imposible distinguir un rostro del otro. Escucharon largo rato, pero el grito no volvió a oírse, y la sonrisa muerta se desvaneció de sus labios, mientras recordaban que sir Hugh Ockram yacía en la cripta norte, sonriendo en la oscuridad, envuelto en su sudario, porque había logrado morir con su secreto.
Así terminó la cena de Año Nuevo con los granjeros locales. Pero, desde entonces, sir Gabriel cayó en un silencio creciente, y su rostro se volvió más delgado y pálido que antes. Con frecuencia, sin previo aviso y sin pronunciar palabra, se levantaba como impulsado por una fuerza ajena a su voluntad, y salía bajo la lluvia o bajo el sol hacia el ala norte de la capilla, sentándose en el banco de piedra, mirando fijamente el suelo como si pudiera ver a través de él, y a través de la cripta bajo sus pies, y a través del blanco sudario en la oscuridad, hasta contemplar la sonrisa muerta que jamás moriría.
Siempre que él salía en ese estado, Evelyn lo seguía y se sentaba a su lado. En una ocasión, como en verano, sus bellos rostros se acercaron de pronto, sus párpados descendieron y sus rojos labios estuvieron a punto de tocarse. Pero cuando sus miradas se encontraron, sus ojos se abrieron desmesuradamente, hasta que el blanco formó un círculo resplandeciente alrededor del profundo violeta; sus dientes castañetearon, y sus manos parecieron manos de cadáveres, entrelazadas por el miedo a lo que yacía bajo sus pies, y a lo que ellos sabían pero no podían ver.
En otra ocasión, Evelyn encontró a sir Gabriel solo en la capilla, de pie ante la cancela de hierro que conducía a la cámara mortuoria, con la llave en la mano, aunque aún no la había introducido en la cerradura. Evelyn lo apartó, temblando, pues también ella era conducida en sueños a contemplar a aquella terrible criatura y averiguar si había cambiado desde que fue enterrada allí.
—Me estoy volviendo loco —dijo sir Gabriel, cubriéndose los ojos con las manos mientras seguía a la joven—. Lo veo en sueños, lo veo despierto… me atrae hacia él, de día y de noche… y si no lo veo, ¡moriré!
—Lo sé —respondió Evelyn—. Lo sé. Es como si tejiera hilos, como hilos de araña, arrastrándonos hacia abajo. —Guardó silencio unos segundos, luego dio un salto y lo tomó del brazo con fuerza—. ¡Pero no debemos ir! —casi gritó—. ¡No debemos bajar allí!
Los ojos de Gabriel la miraron entrecerrados, sin conmoverse ante la agonía evidente en su rostro.
—Moriré a menos que pueda verlo de nuevo —dijo él, en voz muy baja y extraña, como si no fuera suya. Y durante todo ese día y esa noche apenas habló, pensando sin cesar, siempre pensando, mientras Evelyn Warburton temblaba de pies a cabeza con un terror que jamás había conocido.
Una gris mañana de invierno, la joven subió sola a la habitación de la enfermera Macdonald en la torre y se sentó junto a su enorme sillón de cuero, posando su delgada mano blanca sobre los marchitos dedos de la anciana.
—Enfermera —dijo—, ¿qué era aquello que el tío Hugh debía decirle la noche en que murió? Debe de tratarse de un secreto terrible… y sin embargo, aunque usted se lo preguntó, tuve la impresión de que ya lo sabía, y de que sabe por qué él sonreía de esa forma tan espantosa.
La cabeza de la anciana se movió lentamente de un lado a otro.
—Sólo puedo suponer… jamás lo sabré —respondió con su vocecilla ronca.
—¿Pero qué supone? ¿Quién soy yo? ¿Por qué le preguntó quién era mi padre? Sabe que soy hija del coronel Warburton, y que mi madre fue hermana de lady Ockram; de modo que Gabriel y yo somos primos. Mi padre murió en Afganistán. ¿Qué secreto podría existir?
—No lo sé. Sólo puedo suponerlo.
—¿Suponer qué? —imploró Evelyn, apretando aquellas blandas y arrugadas manos mientras se inclinaba hacia adelante. Pero los párpados diminutos de la enfermera Macdonald cayeron de pronto, ocultando sus extraños ojos azules, y sus labios vibraron con un leve soplo, como si hubiera caído dormida.
Evelyn esperó. Junto al fuego, la sirvienta irlandesa tejía velozmente, y las agujas chocaban entre sí como tres o cuatro relojes desacompasados. Y el reloj verdadero, en la pared, marcaba la hora con solemne monotonía, descontando los pocos días que le quedaban a la mujer de cien años. Afuera, la hiedra golpeaba la ventana con las ráfagas del invierno, como lo había hecho durante cien años.
Entonces, mientras Evelyn seguía sentada allí, sintió que brotaba en ella un deseo horrible… la angustiosa necesidad de bajar, de descender hasta la cosa en la cripta norte y abrir el sudario para ver si había cambiado. Y se aferró a las manos de la enfermera Macdonald para obligarse a permanecer allí, luchando contra la atroz atracción del maligno muerto.
Pero el viejo gato que calentaba los pies de la enfermera, siempre echado sobre el reposapiés, se incorporó y estiró el cuerpo, y al mirar fijamente a Evelyn arqueó el lomo y erizó la cola, y su fea boca rosada se abrió en una maliciosa mueca mostrando afilados dientes. Evelyn lo miró, fascinada en parte por su fealdad. De pronto, el animal lanzó la pata con las uñas extendidas y bufó contra ella; y en ese mismo instante el gato sonrió como el cadáver que yacía allá abajo, lo que provocó en Evelyn un escalofrío que la recorrió entera hasta la punta de sus pies. Se cubrió el rostro con la mano libre para evitar que la enfermera despertara y viera la sonrisa muerta reflejada en ella, porque ya podía sentirla en sus labios.
La anciana volvió a abrir los ojos y tocó al gato con el extremo de su muleta; el animal bajó el lomo, desinfló la cola y se escabulló de regreso a su lugar en el mullido reposapiés, aunque sus ojos amarillos seguían observando a Evelyn tras los párpados entrecerrados.
—¿Qué supone usted, enfermera? —preguntó Evelyn.
—Algo malo… algo perverso. Pero no me atrevo a decírselo, por si no fuera cierto, y sólo pensarlo podría arruinar su vida. Porque si tengo razón, sir Hugh pretendía que nunca lo supieran, y que se casaran, y que pagaran por su viejo pecado con sus almas.
—Decía que no debíamos casarnos…
—Sí… eso decía, tal vez. Pero era como un hombre que coloca carne envenenada ante una bestia hambrienta y dice “no la comas”, sin mover la mano para apartarla. Y si les dijo que no debían casarse fue porque esperaba que lo hicieran. Porque, de todos los hombres vivos o muertos, Hugh Ockram fue el más falso al pronunciar una mentira cobarde, el más cruel para herir a una mujer débil, y el peor al amar un pecado.
—Pero Gabriel y yo nos amamos —dijo Evelyn, muy triste.
Los viejos ojos de la enfermera Macdonald miraron hacia un paisaje lejano, contemplado en otra época, que parecía alzarse en el aire gris del invierno entre la niebla de una juventud remota.
—Si se aman, pueden morir juntos —dijo lentamente—. ¿Para qué querrían vivir más, si es cierto? Yo he vivido cien años. ¿Qué me ha dado la vida? El comienzo es fuego; el final, un puñado de cenizas, y entre ambos está todo el dolor del mundo. Déjeme dormir, ya que no puedo morir.
Y los ojos de la anciana se cerraron de nuevo, y su cabeza cayó un poco más sobre el pecho.
Evelyn se levantó y se marchó, dejándola dormida con el gato echado en el reposapiés. Intentó olvidar las palabras de la enfermera Macdonald, pero no pudo: las oía una y otra vez en el viento, y tras ella en las escaleras. Y mientras enfermaba lentamente de miedo ante aquel mal desconocido que atenazaba su alma, sentía que algo la empujaba con fuerza por un lado, y por el otro la arrastraban misteriosos hilos; y cuando cerraba los ojos veía el interior de la capilla y, detrás del altar, la cancela de hierro que debía atravesarse para llegar al cadáver.
Por la noche, despierta en su lecho, se cubría el rostro con la sábana para no ver sombras en la pared que la sobresaltaran, y escuchaba el susurro de su propio aliento caliente mientras se aferraba al colchón para evitar levantarse y dirigirse a la capilla. Habría sido más fácil resistirse si no existiera el pasaje que conducía hasta allí a través de la biblioteca, por una puerta que nunca estaba cerrada. Era terriblemente sencillo tomar una vela y avanzar suavemente por la casa dormida. Y la llave de la cripta estaba bajo el altar, tras una placa móvil. Ella conocía ese pequeño secreto. Podía ir sola. Podía ver.
Pero cuando lo pensó, sintió que el cabello se le erizaba. Primero tembló tanto que la cama se sacudió, y luego un horror frío la invadió con un escalofrío lacerante, como si miríadas de agujas de hielo se clavaran a la vez en todos sus nervios.
CAPÍTULO IV
El viejo reloj de la torre donde dormitaba la enfermera Macdonald anunció la medianoche. Desde su cuarto, la joven podía oír las chirriantes cadenas y los pesos del mecanismo en el rincón de la escalera, y distinguía la nota discordante de la palanca oxidada que levantaba el martillo. Lo había escuchado toda su vida. Marcaba claramente once campanadas, y luego la duodécima sonaba con un medio golpe apagado, como si el martillo estuviera demasiado cansado para continuar y se hubiese quedado dormido sobre la campana.
El viejo gato se levantó del reposapiés y se estiró, y la enfermera Macdonald abrió sus ancianos ojos, inspeccionando lentamente el cuarto bajo la débil luz de la lámpara de noche. Tocó al gato con su muleta y éste se acurrucó sobre sus patas. La anciana sorbió unas cuantas gotas de su taza y volvió a dormirse.
Pero en el piso inferior, sir Gabriel estaba sentado completamente rígido cuando el reloj dio la hora; había soñado un horror terrible que hizo que su corazón se detuviera hasta despertarlo, y luego volvió a latir furiosamente, recobrando el aliento como una fiera liberada. Ningún Ockram había conocido jamás el miedo despierto, pero éste a veces se apoderaba de sir Gabriel en sus sueños.
Sentado en la cama, se presionó las sienes con las manos y las sintió gélidas, mientras la cabeza ardía. El sueño se desvaneció y fue sustituido por el único pensamiento que regía su vida —y con ese pensamiento, también brotó en sus labios la enfermiza mueca en la oscuridad: sin duda, una sonrisa—. A lo lejos, Evelyn Warburton soñó que la sonrisa muerta se posaba sobre su boca. Se despertó sobresaltada y con un gemido ahogado, cubriéndose el rostro con las manos trémulas.
Pero sir Gabriel encendió la luz, se levantó y comenzó a recorrer de un lado a otro su habitación. Era medianoche y apenas había dormido una hora; y en el norte de Irlanda las noches de invierno son largas.
«Voy a volverme loco», se dijo, sujetándose la frente. Y sabía que era cierto. Durante semanas y meses, la atracción que ejercía el cadáver sobre él había aumentado como una enfermedad, hasta que ya no podía pensar en nada sin pensar primero en ello. Y, de pronto, la obsesión se desbordó, y comprendió que, o se dejaba llevar y se convertía en instrumento de aquella fuerza, o perdería la poca cordura que le quedaba… Entonces supo que debía realizar ese acto que odiaba y temía —si es que podía temer algo—, o algo se rompería en su mente para separarlo de su vida anterior hasta la muerte.
Tomó una vela, la pesada y vieja palmatoria que siempre había pertenecido al amo de la casa. No pensó en vestirse: salió tal como estaba, con su pijama de seda y zapatillas, y abrió la puerta. En la enorme y vieja casa reinaba un silencio profundo. Cerró la puerta tras de sí y avanzó sin hacer ruido sobre la alfombra del largo corredor. Una brisa fría sopló sobre su hombro y sobre la llama, inclinándola lejos de él. Instintivamente se detuvo y miró alrededor, pero todo estaba quieto, y la llama se erguía ahora segura. Siguió caminando y de inmediato otra ráfaga sopló desde atrás, casi apagando la luz. El viento parecía soplar sólo cuando avanzaba, y cesar cuando se detenía, para volver a soplar al continuar… invisible, helado.
Descendió la enorme escalera hasta el resonante salón, donde no vio nada excepto el movimiento de la llama inclinándose lejos de él sobre la cera acanalada, mientras el aire frío soplaba sobre su hombro y entre su cabello. Atravesó la puerta abierta hacia la biblioteca oscura, repleta de libros viejos y librerías de madera tallada; atravesó la puerta disimulada entre las estanterías, con estantes y lomos pintados para volverla invisible… La puerta se cerró tras él con un chasquido. Entró en un pasaje de techo bajo y, aun con la puerta encajada en su marco, la fría corriente seguía inclinando la llama hacia adelante mientras avanzaba.
No sentía miedo, pero su rostro estaba intensamente pálido y sus ojos, abiertos y brillantes, permanecían fijos, como si ya contemplara en el aire oscuro la imagen del cadáver al otro lado. Sin embargo, en la capilla quedó paralizado, con la mano sobre la pequeña placa móvil detrás del altar de piedra, donde podían leerse unas palabras grabadas: «Clavis sepulchri Clarissimorum Dominorum de Ockram» (“La llave de la cripta de los Ilustrísimos señores de Ockram”).
Aguzó el oído. Creyó oír un sonido lejano en la mansión donde antes todo había estado en silencio, pero no volvió a escucharlo. Esperó un momento, mirando la baja cancela de hierro. Más allá de ella, descendiendo por el largo pasaje, yacía su padre: sin ataúd, muerto desde hacía seis meses, putrefacto, terrible bajo la mortaja que lo ceñía. El aire de la cripta no habría completado aún su labor. Y sin embargo, en los rasgos cadavéricos, en los ojos resecos entreabiertos, estaría todavía la terrorífica sonrisa con la que había muerto… la sonrisa que embrujaba…
Cuando el pensamiento cruzó su mente, sintió que sus labios se torcían, y se golpeó furiosamente la boca con el dorso de la mano; la sangre brotó y goteó sobre su barbilla, y cayó en la penumbra del suelo. Pero aun así los labios siguieron retorciéndose. Giró la placa, según el sencillo mecanismo. Nada más se requería: aunque los Ockram hubieran sido enterrados en féretros de oro y la puerta hubiese estado abierta de par en par, no habría hombre en Tyrone lo bastante valiente como para descender allí… nadie excepto el propio Gabriel Ockram, con su rostro angelical, sus manos blancas y finas, y sus ojos tristes e inmutables.
Tomó la gran llave y la introdujo en la cerradura de la cancela. El chirrido resonó en el corredor como pasos que se alejaran, como si un vigilante hubiera estado apostado allí y huyera hacia el interior con pesados pies muertos. Y mientras él permanecía inmóvil, el viento helado soplaba a su espalda y empujaba la llama contra los barrotes.
Giró la llave.
Sir Gabriel advirtió que quedaba poca cera en la vela. Había otras nuevas sobre el altar, en largos candelabros; encendió una y dejó la suya en el suelo. Al colocarla, su labio sangró de nuevo y otra gota cayó sobre la piedra.
Abrió la puerta de hierro y la empujó contra la pared de la capilla para que no se cerrara. Desde las profundidades ascendió la horrible corriente del sepulcro, nauseabunda y oscura. Entró, y la llama se inclinó más hacia adelante mientras descendía por la suave pendiente, sus zapatillas haciendo un blando palmoteo sobre la piedra.
Protegió la vela con la mano, y sus dedos parecieron hechos de cera y sangre cuando la luz brilló a través de ellos. Aun así, la corriente sobrenatural forzaba la llama hacia delante, haciéndola brillar azul sobre la mecha ennegrecida, a punto de apagarse. Pero él siguió avanzando, con los ojos radiantes.
El descenso era amplio y no siempre podía ver las paredes con aquella luz irregular, pero supo que había llegado al lugar de la muerte cuando el eco de sus pasos se amplificó terriblemente en la cámara mayor, y sintió la presencia de una pared ciega frente a él. Se detuvo, cubriendo casi por completo la llama. Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Varias formas se perfilaban en la penumbra: las andas de los Ockram, unas junto a otras, cada una con un rígido cadáver amortajado encima, extrañamente preservados por el aire seco —como los cascarones vacíos que dejan las langostas en verano—. A pocos pasos distinguió el féretro de hierro del decapitado sir Vernon, y supo que junto a él yacía lo que él buscaba.
Era tan valiente como cualquiera de aquellos antepasados, y sabía que algún día yacería allí mismo, junto a sir Hugh, secándose hasta convertirse en un cascarón de pergamino. Pero aún vivía. Cerró los ojos unos segundos y tres grandes gotas de sudor brotaron de su frente.
Luego miró de nuevo y reconoció el cadáver de su padre por la blancura del sudario, pues los demás estaban pardos con el tiempo, y además la llama parecía ser atraída hacia él. En cuatro pasos llegó ante el sudario. De pronto la llama se irguió recta y alta, derramando una luz amarilla y deslumbrante sobre el fino lino inmaculado, excepto en el rostro y donde las manos se unían sobre el pecho. En esos dos lugares se habían formado manchas oscuras, marcando los contornos del semblante y de los dedos entrelazados. Un hedor marchito de muerte llenaba el aire.
Cuando sir Gabriel bajó la mirada, algo se agitó a su lado: primero apenas, luego más fuerte. Algo cayó en el suelo con un golpe sordo y rodó hasta sus pies. Dio un salto hacia atrás y vio una cabeza reseca en el suelo, con el rostro casi vuelto hacia arriba… sonriéndole. Sintió el sudor frío correr por su cara y el corazón palpitar dolorosamente.
Por primera vez en su vida, ese mal que los hombres llaman miedo lo invadió: tensó las cuerdas de su corazón como un jinete tensaría las riendas de un caballo tembloroso, arañó su columna con dedos helados, erizó su cabello y ascendió hasta su estómago, cargándolo con un enorme peso.
Sin embargo, mordiéndose los labios, se inclinó. Sostuvo la vela con una mano y apartó la mortaja de la cabeza del cadáver con la otra. La levantó lentamente. Ésta quedó pegada a la piel reseca, y su mano tembló como si alguien le hubiese sacudido el codo; pero, entre el miedo y la ira consigo mismo, tiró con más fuerza y la mortaja cedió con un chasquido. Recuperó el aliento mientras la sostenía sin volver a cubrir el rostro, sin mirar aún. El horror lo dominaba… y sintió que el viejo Vernon Ockram estaba de pie en su féretro abierto, decapitado, y sin embargo observándolo con el muñón del cuello mutilado.
Al recuperar el aliento, sintió la sonrisa muerta reptando sobre sus propios labios. Lleno de repentina cólera contra sí mismo, retiró el lino manchado y mortal… y por fin lo miró. Apretó los dientes para no gritar.
Allí estaba aquello que lo había embrujado, que había embrujado a Evelyn Warburton, aquello que era una peste para todo lo que le rodeaba.
El rostro muerto estaba hinchado y salpicado de manchas oscuras; el fino cabello gris colgaba enmarañado sobre la frente descolorida. Los párpados hundidos estaban entreabiertos, y la luz iluminó algo repulsivo donde en otro tiempo vivieron los ojos de sapo.
Y, sin embargo, sonreía, como había sonreído en vida: los labios cadavéricos estaban tensos y separados sobre unos dientes lobunos, todavía maldiciendo, todavía desafiando al infierno para que lo atormentara con el peor destino… maldiciendo, desafiando, y por siempre sonriendo, solo, en la oscuridad.
Sir Gabriel abrió el sudario a la altura de las manos. Los dedos ennegrecidos y marchitos se cerraban sobre un bulto manchado y moteado. Temblando de pies a cabeza, luchando como un agonizante lucha por su vida, intentó arrebatar el sobre. Pero los dedos se cerraron más, y cuando tiró con fuerza los brazos consumidos se alzaron con apariencia de vida, siguiendo el movimiento… Finalmente logró arrancar el sobre sellado; las manos cayeron otra vez, entrelazadas, a su posición original.
Colocó la vela en el borde de las andas, rompió el sello del duro papel y, arrodillado para mejor luz, leyó lo que contenía, escrito mucho tiempo atrás por la mano temblorosa de sir Hugh.
Ya no tenía miedo.
Leyó lo que sir Hugh había dejado: una confesión de maldad y de odio; de cómo había amado a Evelyn Warburton, la hermana de su esposa, y de cómo su esposa había muerto con el corazón destrozado por su maldición; cómo Warburton y él habían luchado juntos en Afganistán, donde Warburton cayó; cómo Ockram trajo a la esposa de su camarada un año después, y la pequeña Evelyn nació en Ockram Hall. Relataba cómo se cansó también de la madre, y cómo ésta murió, como su hermana, por su maldición. Y luego hablaba de cómo Evelyn fue criada como sobrina, y de cómo él confiaba en que Gabriel y su hija —inocentes e ignorantes— se amarían y se casarían, para que las almas de las mujeres traicionadas sufrieran otra agonía más, hasta el fin de la eternidad. Y, por último, esperaba que, algún día, cuando ya nada pudiera remediarse, ellos encontraran ese escrito y siguieran viviendo, sin atreverse jamás a decir la verdad, por sus hijos y por el resto del mundo… como marido y mujer.
Lo leyó de rodillas junto al cadáver, en la cripta norte, a la luz de la vela del altar. Y cuando acabó, agradeció a Dios haber descubierto el secreto a tiempo. Pero al incorporarse y mirar el semblante muerto, vio que había cambiado: la sonrisa había desaparecido para siempre; la mandíbula había caído un poco, y los labios exhaustos estaban relajados.
Entonces sintió un aliento tras él, muy cerca: no frío como aquel que había soplado antes sobre la llama, sino un aliento cálido y humano. Se volvió bruscamente.
Y allí estaba ella: vestida enteramente de blanco, con su cabello color oro viejo… La joven se había levantado de la cama y lo había seguido sin hacer ruido. Lo encontró leyendo, y ella misma leyó por encima de su hombro. Él dio un violento brinco al verla —los nervios tensos como cuerdas—, y gritó su nombre en la silenciosa morada de la muerte:
—¡Evelyn!
—¡Hermano mío! —respondió ella, suave y tiernamente, extendiendo las manos para unirlas a las suyas.
FIN
