Frank Belknap Long: Los perros de Tíndalos

SINOPSIS: «Los perros de Tíndalos» (The Hounds of Tindalos) es un cuento de Frank Belknap Long, publicado en Weird Tales en marzo de 1929, dentro del universo de los Mitos de Cthulhu. La historia sigue a Halpin Chalmers, un erudito fascinado por los misterios del tiempo y el espacio, que decide realizar un experimento audaz para confirmar sus teorías. Utilizando una extraña sustancia asiática que altera la percepción, Chalmers pretende viajar mentalmente a través del tiempo, observando las vidas de sus antepasados hasta el origen de la humanidad. Sin embargo, lo que comienza como un fascinante viaje pronto se transforma en una horrible pesadilla.

Frank Belknap Long - Los perros de Tíndalos

Los perros de Tíndalos

Frank Belknap Long
(Cuento completo)

1

—Me alegro de que haya venido —dijo Chalmers.

Estaba sentado junto a la ventana y tenía el semblante muy pálido. Dos altas velas que goteaban cerca de su codo arrojaban una luz enfermiza y ambarina sobre su larga nariz y su barbilla ligeramente deprimida. No había nada moderno en el apartamento de Chalmers. Tenía alma de asceta medieval, y prefería los manuscritos ilustrados a los automóviles, y las gárgolas de piedra de torva mirada a los aparatos de radio y las máquinas de calcular.

Al cruzar la habitación hasta el sofá, que había despejado para mí, miré hacia su mesa y me sorprendió descubrir que había estado estudiando las fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo, y que había llenado cantidades de hojas de delgado y amarillento papel con curiosos dibujos geométricos.

—Extraña vecindad la de Einstein y John Dee —dije, al tiempo que mis ojos iban de los diagramas matemáticos a los sesenta o setenta libros raros que componían su curiosa y pequeña biblioteca. Plotino y Emmanuel Moscopulus, santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy se codeaban en la oscura estantería de ébano, y las sillas, la mesa y el escritorio estaban repletos de folletos sobre hechicería y brujería medievales y magia negra, así como sobre todas las cosas fascinantes y audaces que el mundo moderno ha arrumbado.

Chalmers sonrió con simpatía, y me tendió un cigarrillo ruso en una bandeja curiosamente tallada.

—Estamos descubriendo ahora precisamente —dijo— que los viejos alquimistas y hechiceros tenían razón en unas dos terceras partes, y que su moderno biólogo materialista está equivocado en nueve décimas.

—Usted siempre se ha burlado de la ciencia moderna —dije con cierta impaciencia.

—Sólo del dogmatismo científico —replicó—. Siempre he sido un rebelde, un defensor de las causas perdidas; por eso he decidido rechazar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.

—¿Y Einstein? —pregunté.

—¡Es un sacerdote de las matemáticas trascendentales! —murmuró reverentemente—. Es un místico profundo, un explorador de la gran sospecha.

—Entonces no menosprecia enteramente la ciencia.

—Por supuesto que no —afirmó—. Simplemente desconfío del positivismo científico de estos últimos cincuenta años, del positivismo de Haeckel y de Darwin y de Bertrand Russell. Creo que la biología ha fracasado lamentablemente al intentar explicar el misterio del origen y destino del hombre.

—Déles tiempo —repliqué.

Los ojos de Chalmers relampaguearon.

—Amigo mío —murmuró—, su juego de palabras es sublime. Darles tiempo. Eso es precisamente lo que haría. Pero su moderno biólogo se ríe del tiempo. Tiene la clave, pero se niega a utilizarla. ¿Qué sabemos del tiempo, en realidad? Einstein cree que es relativo, que puede interpretarse en términos de espacio, de un espacio curvo. Pero ¿debemos detenernos aquí? Cuando las matemáticas nos abandonan, ¿no podemos seguir con… la intuición?

—Está usted pisando un terreno peligroso —observé—. Ésa es una trampa que el verdadero investigador evita. Por eso ha avanzado tan despacio la ciencia moderna. No acepta nada que no pueda demostrarse. Pero usted…

—Yo tomaría hashish, opio, toda clase de drogas. Yo quisiera emular a los sabios orientales. Y entonces, quizá, captaría…

—¿El qué?

—La cuarta dimensión.

—Eso es un disparate teosófico.

—Quizá. Pero creo que las drogas dilatan la conciencia humana. William James coincide conmigo. Y he descubierto una nueva.

—¿Una nueva droga?

—La utilizaban hace siglos los alquimistas chinos; pero es prácticamente desconocida en Occidente. Sus propiedades ocultas son asombrosas. Con ayuda de mis conocimientos matemáticos, creo que puedo retroceder en el tiempo.

—No comprendo.

—El tiempo es meramente nuestra percepción imperfecta de una nueva dimensión del espacio. Tiempo y movimiento son dos ilusiones. Todo lo que ha existido desde el principio del mundo existe todavía. Los acontecimientos que ocurrieron hace siglos en este planeta siguen existiendo en otra dimensión del espacio. Los acontecimientos que sucederán dentro de siglos existen ya. Nosotros no podemos percibir su existencia porque no podemos entrar en la dimensión del espacio que los contiene. Los seres humanos, tal como los conocemos, son meramente fracciones, fracciones infinitamente pequeñas de un todo enorme. Cada ser humano se halla vinculado a toda la vida que le ha precedido en este planeta. Todos sus antepasados son partes de él. Sólo el tiempo le separa de sus predecesores, y el tiempo es una ilusión y no existe.

—Creo que comprendo —murmuré.

—Bastará para mi propósito con que se forme una vaga idea de lo que deseo llevar a cabo. Quiero arrancarme de los ojos el velo de la ilusión que el tiempo ha arrojado sobre ellos, y ver el principio y el fin.

—¿Y cree usted que esta nueva droga le ayudará?

—Estoy seguro de que sí. Y quiero que me ayude usted. Me propongo tomar la droga inmediatamente. No puedo esperar. Debo ver —sus ojos fulguraron extrañamente—. Voy a retroceder, a retroceder en el tiempo.

Se levantó y dio unos pasos hasta la chimenea. Cuando se volvió hacia mí otra vez sostenía en la palma de la mano una cajita cuadrada.

—Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo chino Lao-Tsé, y bajo su influjo llegó a ver el Tao. El Tao es la fuerza misteriosa del mundo; lo envuelve y lo penetra todo; contiene al universo visible, a todo cuanto llamamos realidad. El que capte los misterios del Tao ve claramente todo cuanto existió y cuanto existirá.

—¡Tonterías! —repliqué.

—El Tao se asemeja a un gran animal, tumbado, inmóvil, que contiene en su inmenso cuerpo todos los mundos de nuestro universo, los pasados, los presentes y los futuros. Nosotros vemos las porciones del inmenso monstruo a través de un resquicio que llamamos tiempo. Con la ayuda de esta droga, ensancharé este resquicio. Contemplaré la gran figura de la vida, la gran bestia yacente en su totalidad.

—¿Y qué es lo que desea que haga yo?

—Presenciarlo, amigo mío. Presenciarlo y tomar nota. Y si retrocedo demasiado de prisa, devolverme a la realidad. Puede hacerlo sacudiéndome violentamente. Si le parece que sufro algún dolor físico agudo, debe hacerme volver inmediatamente.

—Chalmers —dije—, desearía que no hiciese ese experimento. Va a correr riesgos horribles. No creo que exista ninguna cuarta dimensión, y además no creo en absoluto en el Tao. No apruebo su deseo de someterse a drogas desconocidas.

—Conozco las propiedades de esta droga —replicó él—. Sé con toda precisión de qué modo actúa sobre el animal humano y conozco sus peligros. El riesgo no reside en la droga misma. Mi único temor es el de perderme en el tiempo. Mire, ayudaré a la droga. Antes de tragarme esta píldora concentraré mi atención en los símbolos geométricos y algebraicos que he trazado sobre este papel —alzó la carta matemática que tenía sobre sus rodillas—. Prepararé mi mente para un viaje por el tiempo. Me acercaré a la cuarta dimensión con la mente consciente, antes de tomar la droga que me permitirá ejercer poderes ocultos de percepción. Antes de penetrar en el mundo del sueño de los místicos orientales recabaré toda la ayuda matemática que la moderna ciencia puede ofrecer. Estos conocimientos matemáticos, este acercamiento consciente a una aprehensión real de la cuarta dimensión del tiempo, complementa la acción de la droga. La droga abrirá nuevas y prodigiosas perspectivas; la preparación matemática me permitirá aprehenderlas intelectualmente. He captado a menudo la cuarta dimensión en sueños, emocionalmente, instintivamente, pero nunca he podido recordar, en la vida vigil, los ocultos esplendores que se me revelaron de manera fugaz.

»Pero con su ayuda, creo que podré recordarlos. Usted tomará nota de todo lo que diga mientras esté bajo el influjo de la droga. Por muy extraño o incoherente que sea lo que diga, no deberá omitir nada. Cuando despierte, podré facilitar la clave de todo cuanto parezca misterioso o increíble. No estoy seguro de lograrlo, pero si lo consigo —sus ojos centellearon extrañamente—, ¡el tiempo dejará de existir para mí!

Se sentó repentinamente.

—Haré la prueba ahora mismo. Por favor, póngase allí, junto a la ventana, y preste atención. ¿Tiene una pluma estilográfica?

Asentí lúgubremente y saqué mi pluma Waterman verde del bolsillo superior de mi chaqueta.

—¿Y cuaderno de notas, Frank?

Saqué a regañadientes una agenda.

—Insisto en que desapruebo este experimento —murmuré—. Va a correr un riesgo espantoso.

—¡No se ponga usted como una vieja medrosa! —me reprendió—. Nada de cuanto diga me hará detenerme ahora. Le ruego que guarde silencio mientras estudio estos diagramas.

Alzó los diagramas y los examinó atentamente. Miré cómo el reloj de la repisa de la chimenea marcaba los segundos; una rara sensación de miedo me oprimía el corazón hasta sofocarme.

De súbito, se paró el reloj, y exactamente en ese instante Chalmers se tragó la droga.

Me levanté inmediatamente y fui hacia él, pero sus ojos me suplicaron que no interfiriese.

—El reloj se ha detenido —murmuró—. Las fuerzas que lo controlan aprueban mi experimento. El Tiempo se ha parado, y yo he tomado la droga. Pido a Dios que no extravíe mi camino.

Cerró los ojos y se reclinó en el sofá. La sangre había desaparecido en su rostro y respiraba con fatiga. Evidentemente, la droga estaba obrando con extraordinaria rapidez.

—Empieza a oscurecer —murmuró—. Escriba eso. Empieza a oscurecer, y los objetos familiares de la habitación están desapareciendo. Puedo distinguirlos vagamente a través de las pestañas, pero están desvaneciéndose rápidamente.

Sacudí la pluma para hacer salir la tinta, y escribí taquigráficamente, mientras él seguía hablando.

—Voy a abandonar la habitación. Las paredes se están diluyendo y ya no puedo ver ninguno de los objetos familiares. Su rostro, sin embargo, aún sigue siendo visible para mí. Espero que siga escribiendo. Creo que voy a dar un gran salto… un salto a través del espacio. O quizá a través del tiempo. No sé. Todo es oscuro, indistinto.

Permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza apoyada sobre su pecho. Luego, de pronto, se enderezó y sus párpados se agitaron y abrieron.

—¡Dios del cielo! —exclamó—. ¡Veo!

Hacía esfuerzos en su butaca como para incorporarse, mirando fijamente hacia la pared opuesta. Pero yo sabía que miraba más allá del muro, y que los objetos de la habitación no existían para él.

—¡Chalmers! —grité—. Chalmers, ¿le despierto?

—¡No! —gritó—. ¡Lo veo todo! Todos los billones de vidas que me precedieron en este planeta están ante mí en este momento. Veo hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los colores. Luchan, se matan, construyen, bailan, cantan. Se sientan alrededor de toscas fogatas en desiertos solitarios y grises, y surcan el aire en monoplanos. Cruzan los mares en canoas y en enormes vapores, pintan bisontes y mamuts en las paredes de oscuras cavernas y cubren enormes telas con extraños dibujos futuristas. Contemplo las migraciones desde Atlanta. Y desde Lemuria. Veo las razas anteriores: una horda extraña de enanos negros sojuzga el Asia, y los neandertales de cabeza hundida y rodillas encorvadas se extienden obscenamente por Europa. Veo a los aqueos invadiendo las islas griegas, y los rudos comienzos de la cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Estoy en tierras de Italia. Asisto al rapto de las sabinas; marcho con las legiones imperiales. Tiemblo con pasmo y horror al avanzar los enormes estandartes, y el suelo se estremece bajo las pisadas de los victoriosos hastati. Mil esclavos desnudos se arrastran ante mí cuando paso en una litera de oro y marfil tirada por bueyes de Tebas negros como la noche, y las jóvenes, arrojándome flores, me gritan al pasar: Ave Caesar; y yo hago un gesto de asentimiento y sonrío. Ahora soy esclavo en una galera mora. Veo cómo erigen una gran catedral. Se levanta piedra a piedra, y a lo largo de meses y años sigo ahí, y veo cómo van encajando cada piedra en su sitio. Me queman en una cruz con la cabeza hacia abajo en los perfumados jardines de Nerón, y contemplo con burla y regocijo a los afanosos torturadores, en las cámaras de la Inquisición.

»Recorro los más sagrados santuarios; entro en los templos de Venus. Me arrodillo en adoración ante la Magna Mater, y arrojo monedas a las rodillas desnudas de las sagradas cortesanas sentadas con velado rostro en los bosquecillos de Babilonia. Entro en un teatro isabelino y me mezclo con el populacho maloliente y aplaudo El mercader de Venecia. Paseo con Dante por las estrechas calles de Florencia. Veo a la joven Beatriz, y el borde de su vestido roza mis sandalias mientras la miro con arrobamiento. Soy sacerdote de Isis, y mi magia maravilla a las naciones. Simón el Mago se arrodilla ante mí, implorando mi ayuda, y el faraón tiembla cuando yo me acerco. En la India, hablo con los Maestros y huyo gritando de su presencia, pues sus revelaciones son como sal en la herida que sangra.

»Lo percibo todo simultáneamente. Lo contemplo todo desde todos los ángulos, soy una parte de esos prolíficos miles de millones de seres que bullen a mi alrededor. Existo en todos los hombres y todos los hombres existen en mí. Percibo la totalidad de la humana historia en un simple instante, la pasada y la presente.

»Con un simple esfuerzo, puedo ver más y más atrás. Ahora retrocedo a través de extraños ángulos y curvas. Los ángulos y las curvas se multiplican en torno mío. Percibo grandes segmentos de tiempo a través de las curvas. Hay un tiempo curvo y un tiempo angular. Los seres que existen en el tiempo angular no pueden entrar en el tiempo curvo. Es muy extraño.

»Retrocedo más y más. El hombre ha desaparecido de la Tierra. Los reptiles gigantescos se acurrucan bajo las enormes palmeras y nadan en las aguas repugnantemente negras de los lagos. Ahora han desaparecido los reptiles. No quedan animales en la tierra; pero bajo las aguas, claramente visibles para mí, se mueven lentamente oscuras formas por entre una vegetación corrompida.

»Las formas se vuelven cada vez más simples. Ahora son meras células. A mi alrededor hay ángulos… ángulos extraños sin paralelo en la Tierra. Estoy desesperadamente asustado.

»Hay un abismo de ser que el hombre no ha sospechado jamás.

Le miré fijamente. Chalmers se había puesto de pie y gesticulaba con los brazos.

—Ahora cruzo ángulos extraterrestres; me acerco… ¡Oh, el miedo abrasador!

—¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quiere que le interrumpa?

Se llevó vivamente la mano derecha al rostro, como para cubrir una visión inenarrable.

—¡Aún no! —exclamó—; seguiré. Veré… lo que… hay… más allá…

Un sudor frío bañó su frente, y sus hombros se estremecieron espasmódicamente.

—Más allá de la vida —su rostro se puso ceniciento de terror—, hay seres que no puedo distinguir. Se mueven con lentitud a través de los ángulos. No tienen cuerpo, y se desplazan lentamente por ángulos atroces.

Fue entonces cuando me di cuenta del olor que reinaba en la habitación. Era un olor acre, indescriptible, tan nauseabundo que apenas se podía soportar. Me dirigí rápidamente a la ventana y la abrí de par en par. Cuando me volví hacia Chalmers, y le miré a los ojos, casi me desmayé.

—¡Creo que me han olfateado! —exclamó—. Se están volviendo hacia mí.

Temblaba horriblemente. Por un momento, arañó en el aire con las manos. Luego sus piernas perdieron fuerzas y se desplomó de bruces, gimiendo y profiriendo ruidos inarticulados.

Le contemplé en silencio mientras se arrastraba por el suelo. Ya no era un hombre. Enseñaba los dientes y le caía la saliva por las comisuras de la boca.

—¡Chalmers —exclamé—, déjelo! ¡Déjelo!, ¿me oye?

Como en respuesta a mi súplica comenzó a proferir una serie de sonidos roncos y convulsivos que más parecían ladridos de perro que otra cosa, y a retorcerse espantosamente en círculo alrededor de la habitación. Me incliné y le agarré por los hombros. Le sacudí violentamente, desesperadamente. Él volvió la cabeza y me mordió la muñeca. Me puse enfermo de horror, pero no me atreví a soltarlo por temor a que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.

—Chalmers —murmuré—, deténgase. No hay nada en la habitación que pueda hacerle ningún daño. ¿Me entiende?

Seguí sacudiéndole y amonestándole, y, gradualmente, la locura se fue borrando de su rostro. Temblando convulsivamente, se desplomó grotescamente acurrucado sobre la alfombra china.

Lo llevé al sofá y lo acomodé en él. Su semblante estaba contraído de dolor; comprendí que luchaba torpemente por escapar de los abominables recuerdos.

Whisky —susurró—. Encontrará una botella en la vitrina junto a la ventana… en el estante de arriba a la izquierda.

Cuando le tendí la botella, sus dedos se apretaron alrededor de ella hasta que sus nudillos se pusieron azules.

—Casi acaban conmigo —boqueó. Tomó grandes sorbos de la estimulante bebida, y poco a poco le volvió el color a la cara.

—Esa droga es muy perniciosa —murmuré.

—No ha sido la droga —gimió él.

Sus ojos no habían perdido el fulgor demente, pero todavía tenía aspecto de alma perdida.

—Me habían olfateado en el tiempo —gimió—. He ido demasiado lejos.

—¿Cómo eran? —pregunté, por seguirle la corriente.

Se inclinó hacia adelante y me agarró del brazo. Temblaba horriblemente.

—¡No hay palabras en nuestra lengua que puedan describirlos! —hablaba en un ronco susurro—. Simbolizan vagamente el mito de la Caída, en una forma obscena que a veces se encuentra grabada en antiguas tabletas. Los griegos tenían un nombre para ellos, que ocultaba su impureza esencial. El árbol, la serpiente y la manzana son símbolos vagos de un misterio espantoso.

Su voz se había elevado hasta el grito.

—Frank, Frank, en el principio se cometió una terrible e inenarrable acción. Antes del tiempo, aconteció esa acción, y a partir de ella…

Se había levantado y paseaba histéricamente por la habitación.

—Las acciones de los muertos se desplazan a través de ángulos en las oscuras oquedades del tiempo. ¡Están hambrientos y sedientos!

—Chalmers… —Supliqué que se sosegara—. Vivimos en la tercera década del siglo XX.

—¡Están flacos y sedientos! —gritó—. ¡Son los Perros de Tíndalos!

—Chalmers, ¿quiere que llame a un médico?

—Un médico no puede ayudarme ahora. Son horrores del alma, y sin embargo —se miró las manos y gimió—, son reales, Frank. Los he visto durante un horrible momento. Durante un instante, he estado en el otro lado. He estado en las grises y pálidas orillas del otro lado del tiempo y del espacio. En una horrible luz que no era luz, en un silencio que gritaba, y los he visto.

»En sus cuerpos flacos y hambrientos se concentraba toda la maldad del universo. Pero ¿tenían cuerpo? Los he visto sólo un momento; no estoy seguro. Pero los he oído resollar. Durante un instante indescriptible los he sentido respirar sobre mi rostro. Se han vuelto hacia mí, y he huido gritando. En un instante, he huido gritando a través del tiempo. Me he alejado millones y millones de años.

»Pero me han olfateado. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica. Hemos escapado momentáneamente de la impureza que los circundaba. Tienen sed de aquello que hay de limpio en nosotros, de aquello que dimana de las acciones sin mancha. Hay una parte de nosotros que no participa de la acción, y que ellos odian. Pero no imagine que son literalmente, prosaicamente malvados. Están más allá del bien y del mal, según los conocemos nosotros. Son ellos quienes se apartaron al principio de la pureza. Por medio de la acción, se convirtieron en cuerpo de muerte, receptáculos de toda la impureza. Pero no son malos en nuestro sentido, porque en las esferas, a través de las cuales se mueven, no existe el pensamiento, ni la moral, ni lo justo, ni lo injusto, según lo entendemos nosotros. Únicamente existe lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa mediante el ángulo; lo puro mediante las curvas. El hombre, su parte pura, procede de una curva. No se ría. Me refiero literalmente.

Me levanté y busqué mi sombrero.

—Le compadezco de veras, Chalmers —dije, y me dirigí a la puerta—. Pero no tengo intención de seguir escuchando semejante galimatías. Le mandaré mi médico para que le vea. Es persona madura y amable, y no se ofenderá si le manda usted al diablo. Pero espero que escuche su consejo. Una semana de descanso en un buen sanatorio le sentará inmensamente bien.

Le oí reírse mientras bajaba yo las escaleras, pero su risa era tan absolutamente carente de alegría que me hizo llorar.


2

Cuando Chalmers telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue colgar el receptor en el acto. Su petición era tan inusitada y su voz tan tremendamente histérica que temí que el seguir relacionándome con él pusiese en peligro mi propia salud mental. Pero no podía dudar de su aflicción, y cuando se desmoronó completamente y le oí sollozar por el teléfono, decidí acceder a lo que me pedía.

—Muy bien —dije—. Iré inmediatamente y llevaré el yeso.

De camino a casa de Chalmers, me detuve en un almacén y compré veinte libras de yeso de París. Cuando entré en la habitación de mi amigo, se hallaba éste acurrucado junto a la ventana, vigilando la pared opuesta con unos ojos enfebrecidos de pavor. Al verme se levantó y agarró el saco del yeso con una avidez que me asombró y horrorizó. Había desalojado todo el mobiliario y la habitación presentaba un aspecto desolado.

—¡Cabe dentro de lo posible que podamos burlarlos! —exclamó—. Pero debemos actuar rápidamente. Tráigala aquí de prisa, Frank; hay una escalera de mano en el recibidor. Tráigala en seguida. Y traiga un cubo con agua.

—¿Para qué? —murmuré.

Se volvió vivamente, y vi su rostro agitado.

—¡Para amasar el yeso! —exclamó—. Para amasar el yeso que salvará nuestros cuerpos y nuestras almas de una contaminación nefanda. Para amasar el yeso que salvará al mundo de… ¡Frank, hay que impedir que entren!

—¿Quiénes? —pregunté.

—¡Los Perros de Tíndalos! —Gruñó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos. Voy a enyesar todos los rincones, todas las aberturas. Debemos hacer que esta habitación se parezca al interior de una esfera.

Yo sabía que habría sido inútil discutir con él. Traje la escalera de mano, Chalmers amasó el yeso, y trabajamos febrilmente durante tres horas. Recubrimos las cuatro esquinas de la pared y las intersecciones del suelo con la pared y de la pared con el techo, y redondeamos los ángulos del hueco de la ventana.

—Permaneceré en esta habitación hasta que vuelvan en el tiempo —afirmó cuando nuestra tarea quedó concluida—. Cuando descubran que el olor les lleva a través de curvas, darán media vuelta. Regresarán hambrientos, gruñendo insatisfechos, a la impureza que existió en el principio antes del tiempo, más allá del espacio.

Asentí cortésmente y encendí un cigarrillo.

—Ha hecho bien en ayudar —dijo.

—¿Irá a que le vea un médico, Chalmers? —le rogué.

—Tal vez… mañana —murmuró—. Ahora tengo que vigilar y esperar.

—¿Esperar a qué? —pregunté apremiante.

Chalmers sonrió pálidamente.

—Sé que cree que estoy chiflado —dijo—. Tiene usted una mente perspicaz pero prosaica, y no puede concebir un ser que no dependa para existir de la fuerza y de la materia. Pero ¿se le ha ocurrido alguna vez, amigo mío, que la fuerza y la materia son meramente barreras para la percepción impuestas por el tiempo y el espacio? Cuando uno sabe, como yo, que el tiempo y el espacio son idénticos y que son falaces porque no son sino manifestaciones imperfectas de una realidad superior, uno ya no busca en el mundo visible una explicación del misterio y del terror del ser.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta.

—Perdóneme —exclamó—. No quiero ofenderle. Usted tiene una inteligencia superlativa, pero yo… yo la tengo sobrehumana. Es natural que yo comprenda sus limitaciones.

—Telefonéeme si me necesita —dije, y bajé los escalones de dos en dos—. Le enviaré un médico en seguida —murmuré para mis adentros—. Es un caso perdido, y sabe Dios lo que sucederá si no le atiende alguien inmediatamente.


3

Lo que sigue es un resumen de dos noticias que aparecieron en la Partridgeville Gazette del 3 de julio de 1928.


UN TERREMOTO SACUDE EL DISTRITO FINANCIERO

A las dos en punto de esta madrugada, un temblor de tierra de inusitada intensidad ha roto varios cristales de ventanas en Central Square y ha averiado completamente el sistema eléctrico y los raíles del tranvía. La sacudida se ha sentido en los distritos periféricos, y el campanario de la Primera Iglesia Anabaptista de Angell Hill (construida por Christopher Wren en 1717) se ha derrumbado completamente. Los bomberos están tratando actualmente de apagar un incendio que amenaza destruir la fábrica de adhesivos de Partridgeville. Se ha prometido la más urgente y completa investigación para determinar la responsabilidad de tan desastroso suceso.

*

ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR UN VISITANTE DESCONOCIDO
Crimen horrible en Central Square
El misterio rodea la muerte de Halpin Chalmers

A las 9 horas del día de hoy ha sido hallado el cuerpo de Halpin Chalmers, autor y periodista, en una habitación vacía sobre la joyería de Smithwick & Isaacs, en el número 25 de Central Square. Las indagaciones del forense han revelado que la habitación había sido alquilada y amueblada por el señor Chalmers el 1 de mayo, y que éste había eliminado los muebles hacía un par de semanas. Chalmers era autor de varios libros sobre temas de ocultismo y miembro de la Sociedad de Bibliófilos. Anteriormente había residido en Brooklyn, Nueva York.

A las 7, el señor L. E. Hancock, que ocupa el apartamento opuesto a la habitación de Chalmers del edificio Smithwick & Isaacs, notó un olor extraño al abrir la puerta para entrar a su gato y recoger la edición matinal de la Partridgeville Gazette. Describe el olor como extremadamente acre y nauseabundo, y afirma que era tan fuerte en la proximidad de la habitación de Chalmers, que se vio obligado a taparse la nariz al pasar por delante.

Estaba a punto de volver a su propio apartamento, cuando se le ocurrió que Chalmers podía haber olvidado accidentalmente cerrar el gas de su pequeña cocina. Se sintió alarmado ante tal pensamiento, así que decidió averiguarlo; y al no obtener respuesta de Chalmers a sus repetidas llamadas a la puerta, lo notificó al conserje. Éste abrió con una llave maestra, y los dos hombres irrumpieron rápidamente en la habitación de Chalmers. La estancia se hallaba totalmente desprovista de mobiliario, y Hancock afirma que tan pronto como vio el suelo se le heló el corazón; el conserje, sin decir palabra, se dirigió a la ventana abierta y desde allí inspeccionó el edificio de enfrente lo menos durante cinco minutos.

Chalmers yacía tendido de espaldas en el centro de la habitación. Estaba completamente desnudo, y tenía el pecho y los brazos cubiertos de un extraño pus o licor azulenco. La cabeza descansaba grotescamente sobre el pecho, cercenada del cuerpo, y tenía la cara contraída y horriblemente mutilada. No se veían rastros de sangre en ninguna parte.

La habitación presentaba un aspecto de lo más singular. Las intersecciones de las paredes, techo y suelo habían sido rellenadas con yeso de París, si bien algunos trozos se habían resquebrajado y desprendido, y alguien había reunido los cascotes en el suelo alrededor del hombre asesinado, de suerte que formaban un triángulo.

Junto al cadáver se han encontrado varias hojas de papel amarillento y chamuscado. Dichas hojas contenían fantásticos dibujos geométricos y símbolos y varias frases garabateadas apresuradamente. Estas frases resultan casi ilegibles, y tan absurdas que no han proporcionado ninguna clave sobre la identidad del que ha perpetrado el crimen: «Espero y vigilo —escribió Chalmers—. Estoy sentado junto a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que puedan cogerme, pero debo tener cuidado con los Doels. Tal vez ellos puedan contribuir a que irrumpan aquí. Los sátiros colaborarán, y pueden avanzar a través de los círculos escarlata. Los griegos sabían un medio de prevenir eso. Es una lástima que hayamos olvidado tantas cosas».

En otra hoja de papel, la más chamuscada de los siete u ocho fragmentos encontrados por el sargento detective Douglas (del destacamento de Partridgeville), tenía garabateado lo siguiente:

«¡Gran Dios, el yeso se está cayendo! Una terrible sacudida ha desprendido el yeso y se está cayendo. ¡Tal vez haya sido un temblor de tierra! No podía haber prevenido esto. Se está haciendo oscuro en la habitación. Tengo que telefonear a Frank. Pero ¿llegará a tiempo? Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Recitaré… ¡Dios, están irrumpiendo! ¡Están entrando! De los rincones de la pared brota humo. Sus lenguas… ¡Aaahhh!…».

En opinión del sargento detective Douglas, Chalmers ha sido también envenenado por algún químico desconocido. Ha enviado muestras del extraño limo azul encontrado sobre el cuerpo de Chalmers a los Laboratorios Químicos de Partridgeville, y espera que el informe arroje alguna luz sobre uno de los más misteriosos crímenes de los recientes años. Es cierto que Chalmers tuvo un invitado la noche antes del terremoto, pues su vecino oyó claramente un murmullo bajo de conversación en la habitación de aquél, al cruzar por delante de la puerta cuando se dirigía a la escalera. Se sospecha seriamente de este desconocido visitante, y la policía se esfuerza activamente en descubrir su identidad.


4

INFORME DE JAMES MORTON, QUÍMICO Y BACTERIÓLOGO

Estimado señor Douglas:

El fluido que usted me envió para su análisis es el más raro que he examinado jamás. Parece protoplasma viviente, pero carece de las sustancias conocidas como enzimas. Los enzimas catalizan las reacciones químicas que tienen lugar en las células vivas, y cuando la célula muere, la desintegran por hidrolización. Sin enzimas, el protoplasma poseería una vitalidad resistente, esto es, la inmortalidad. Los enzimas son componentes negativos, por así decir, del organismo unicelular, que es la base de toda vida. Los biólogos niegan categóricamente que la materia viviente pueda existir sin enzimas. Y sin embargo, la sustancia que usted me ha enviado está viva y carece de estos cuerpos «indispensables». Buen Dios, señor, ¿se da cuenta de las asombrosas perspectivas que esto abre?


5

EXTRACTO DE El Vigilante Secreto, DEL FALLECIDO HALPIN CHALMERS

¿Qué diríamos si, paralelamente a la vida que conocemos, existiese otra vida que no muere, que carece de los elementos que destruyen nuestra vida? Quizá en otra dimensión existe una fuerza distinta de aquella que genera nuestra vida. Quizá esta fuerza emite energía, o algo similar a la energía, que pasa de la dimensión desconocida donde está y crea una nueva forma de vida celular en nuestra dimensión. Nadie sabe que dicha nueva vida celular existe en nuestra dimensión. Ah, pero yo he visto sus manifestaciones. He hablado con ellos. En mi habitación, de noche, he hablado con los Doels. Y en sueños, he visto a su hacedor. He estado en el dudoso borde del otro lado del tiempo y la materia y lo he visto. Se mueve a través de extrañas curvas y atroces ángulos. Algún día viajaré en el tiempo, y me enfrentaré con ello cara a cara.

FIN

Frank Belknap Long - Los perros de Tíndalos
  • Autor: Frank Belknap Long
  • Título: Los perros de Tíndalos
  • Título Original: The Hounds of Tindalos
  • Publicado en: Weird Tales, marzo de 1929
  • Traducción: Francisco Torres Oliver

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